ELENA DE TROYA

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soltó, y trepó al mascarón de Eros. Allí se agazapó, como un gato. —Troyanos, por lo que veo —gritó, burlón, quitándose el sombrero—. ¿Y qué os trae tan lejos de casa? Bonitas armaduras tenéis, y bonitos soldados también. Y un bonito tesoro que acompaña a la hermosa mujer, eso desde luego. Eneas se abalanzó hacia delante, casi volando por el aire, y agarró la pierna del pirata. Pero el hombre dio una patada y se soltó, y se retiró aún más hacia el extremo del mascarón, mientras Eneas caía despatarrado, fuera de su alcance. —Adiós —dijo el pirata—. Me entrego a la merced de Poseidón —exclamó, y se arrojó al agua. Murmurando, Eneas miró por encima de la borda y meneó la cabeza. —Desaparecido —dijo. En la confusión con aquel pirata, la atención se había apartado de su compañero, todavía sujeto junto al pasamanos. Con un grito, Paris súbitamente se abalanzó hacia delante y le apuñaló. Esta vez, ni la víctima ni el verdugo parecían sorprendidos. El pirata gruñó y cayó hacia delante, y Paris sacó su daga y se la secó en la túnica, con el rostro adusto. —¡Oh! —grité yo, corrí hacia él y le abracé. Él me apretó contra su cuerpo con las manos temblorosas. La muerte yacía a nuestro alrededor, los cuerpos como flores caídas en la cubierta empapada de sangre.


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