Padres e hijos

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Iván Turgueniev

Padres e hijos

verdad que así es: pero esas vistas pueden interesarme en el aspecto geológico, desde el punto de vista de la formación de las montañas, por ejemplo. -Usted perdone: como geólogo, haría usted mejor en consultar libros que no dibujos. -Un dibujo me representa, de un golpe, a la vista, aquello que en el libro ocupa diez páginas enteras. Anna Serguieyevna guardó silencio. -Pero ¿de veras no tiene usted ni una gotita de sentido artístico? exclamó, apoyándose en la mesa y acercando con ese movimiento su cara a la de Basarov-. ¿ Cómo puede usted prescindir de él? -Permítame usted que le pregunte. ¿Para qué es necesario? -Pues, aunque sólo fuere para poder conocer y estudiar a las personas. Basarov sonrió. -En primer lugar, para eso tenemos la experiencia de la vida, y, además, yo le demostraría a usted que estudiar a las personas aisladas no vale la pena. Todas las personas se parecen, así en lo físico como en lo espiritual; todos tenemos cerebro, bazo, corazón, poco más o menos de idéntica estructura, y todos también acusamos las mismas cualidades llamadas morales; las menudas diferencias nada significan. Basta un solo ejemplar humano para juzgar de todos Ios restantes. Las personas vienen a ser lo que los árboles del basque; ningún botánico se preocupa en particular del vegetal aislado. Katia, que sin prisa iba juntando una flor con otra, alzó, asombrada, sus ojos para mirar a Basarov...; y al tropezar con su rápida e indiferente mirada, púsose encarnada hasta las orejas. Anna Serguieyevna movió la cabeza. -Los árboles del bosque -repitió-. Según eso, para usted no hay diferencia entre personas necias e inteligentes, entre buenos y malos. -Sí que la hay, como entre enfermos y sanos. Los pulmones del tísico no están en la misma posición que los nuestros, aunque su estructura sea idéntica. Sabemos aproximadamente a qué se deben las enfermedades físicas; pero las morales proceden de Ia mala educación, de todas esas sandeces que desde la niñez se les inculca a los hombres, de la mala organización de la sociedad. En una palabra: arreglemos la sociedad y no habrá enfermedades. Decía todo esto Basarov como si al mismo tiempo pensase para sí: "Me creas o no me creas, me da igual." Llevábase lentamente sus largos dedos a las patillas, y sus miradas se paseaban por los rincones. -¿Y usted supone -dijo Ana Serguieyevna- que, cuando se arregle la sociedad, no habrá tampoco necios ni malvados? 68


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