Padres e hijos

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Iván Turgueniev

Padres e hijos

-Yevguenii Vasilich, no es usted dueño de… -empezó Anna Serguieyevna; pero el viento aleteó, ruidoso, entre las hojas, y se llevó sus últimas palabras. -Usted es libre -dijo, tras breve pausa, Basarov. No fue posible oír más; los pasos se alejaron... Todo quedó en silencio. Arkadii volvióse hacia Katia. Esta seguía en la misma actitud, sólo que con la frente más baja. -Katerina Serguieyevna -dijo Arkadii con voz trémula y apretándole la mano-, yo la quiero a usted para siempre y de un modo irrevocable, y a nadie amo, sino a usted. Deseaba decírselo, conocer su opinión y pedirle su mano, puesto que no soy rico y me siento dispuesto a toda clase de sacrificios... ¿No me contesta usted? ¿No me cree? ¿Piensa que hablo irreflexivamente? Pero recuerde estos últimos días. ¿No decía usted misma que todo lo demás (compréndame usted..., todo, todo lo demás) había desaparecido ya sin dejar huellas? Míreme, pues; dígame una sola palabra... Yo la amo..., ¡sí la amo..., créame! Lanzóle Katia una grave y luminosa mirada, y, tras largo reflexionar, con leve sonrisa, murmuró: -Sí. Arkadii saltó del banco. -Sí, ¡ha dicho usted "Sí", Katerina Serguieyevna! ¿Qué significa esa palabra? ¿Que yo la amo y usted me cree?... ¿O que..., o que...? No me atrevo a terminar... -Sí -repitió Katia, y aquella vez comprendió Arkadii. Cogióle sus grandes pero bellísimas manos, y, respirando de orgullo, estrechólas contra su corazón. Apenas teníase en pie y balbucía: "¡Katia, Katia!"; pero ella, inocentemente, lloraba y sonreía, serena, por entre sus lágrimas. Quien no haya visto lágrimas semejantes en los ojos de la criatura amada no puede imaginarse hasta qué punto, sintiéndose morir de gratitud y pudor, puede ser feliz en la tierra el hombre. Al otro día, muy de mañana, Anna Serguieyevna mandó llamar a su cuarto a Basarov y, con forzada sonrisa, entrególe una carta plegada. Era la carta de Arkadii, y en ella pedíale éste la mano de su hermana. Basarov recorrió, ligero, la carta y hubo de contenerse para no manifestar la rabia que por un instante hirvió en su pecho. -Ahí tiene usted -dijo-. ¿Y era usted la que ayer mismo decía que el amor que por Katia sentía era un amor de hermano? Bien; y ¿qué piensa usted hacer ahora? -¿Qué me aconseja usted? -preguntó Anna Serguieyevna, sin dejar de sonreír. -Supongo -respondió Basarov con idéntica risa, aunque aquello no 146


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