Cortazar

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el

tedio del escritor

por Ana Rocío Jouli

Cortázar en

Bolívar y Chivilcoy

«en lastedio de la cotidianeidad ciudades chicas del Oeste


Galería de fotos “En el Oeste está el agite”, de Leandro Aliano

En mayo de 1937, Cortázar abandona Buenos Aires para tomar un cargo de profesor en el Colegio Nacional de San Carlos de Bolívar, donde permanece hasta julio de 1939. Enseña Geografía nueve horas semanales y se hospeda en el Hotel La Vizcaína. Una vez a la semana visita la casa de Marcela y Lucienne Duprat, donde toma lecciones de inglés con otra profesora del Colegio, María de las Mercedes Arias. Al partir hacia Chivilcoy, mantiene con ella una extensa correspondencia en la que es posible rastrear las tensiones que conformaron la figura de este joven Cortázar: el intelectual urbano asediado por el Oeste, exasperado por el desierto. En 1938 publica los sonetos que componen Presencia, un primer poemario poblado de temas clásicos y barrocos, que firma con el nombre de Julio Denis. Al año siguiente se traslada a Chivilcoy, para enseñar Historia, Geografía e Instrucción Cívica, en la Escuela Normal Domingo Faustino Sarmiento. Desde allí le escribe a María de las Mercedes: “Yo tengo un miedo que no sé si usted ha sentido alguna vez: el miedo a convertirse en pueblero. ¿No ha advertido -¡Cómo no!- la espantosa mediocridad espiritual que caracteriza al habitante estándar de cualquier ciudad chica? A veces me sorprendo a mí mismo en pequeños gestos, en mínimas actitudes que delatan una influen-

cia de ese medio; y me aterro. Siento que me rodea el vacío, que cualquier cosa es preferible a caer en ese pozo vegetativo que es un Chivilcoy, un Bolívar... aún aquellos que leen, que tienen inquietudes, que comprenden algo, no pueden huir del clima emponzoñado del ambiente. ¡Y esto es la Argentina!” Cortázar escribe estas cartas y sonetos a cien años del proyecto estético-político de la generación del ’37, y parece actualizar de algún modo la problemática fundacional del intelectual que escribe contra el desierto. Pero el terror al desierto ya no tiene el signo de la barbarie, el salvajismo del malón que avanzaba sobre lo civilizado, sino el tedio de la cotidianeidad en las ciudades chicas del Oeste. En la llanura invariable, inacabable del paisaje, Cortázar presiente un estado del espíri-


tu que se achata y se repite en cada uno de sus habitantes. Este temor se desborda en el registro íntimo de sus cartas. Aquí confiesa el aburrimiento y enumera sus lecturas, que se convertirán para él en la educación fundamental de esos años. El hastío de no hallar un interlocutor para su aprendizaje como escritor clausura en su poesía de aquellos años la dimensión de la nostalgia y el color local, y la aleja de cualquier tono bucólico. Los sonetos de Presencia traducen el gesto de repliegue intimista, en un yo lírico que mira hacia el simbolismo francés para no dejar entrar el desierto. El poeta no puede darle voz al Oeste porque no concibe que en aquellos “pozos vegetativos” de Bolívar o Chivilcoy pueda hallarse la experiencia vital que despierte la sensibilidad poética. Si en su poesía los signos del hastío y el escapismo se leen sobre todo en la ausencia de tema local y voces rioplatenses, en sus cartas éstos se explicitan y exasperan en clave de una derrota del intelectual urbano frente al desierto. En octubre de 1941 escribe a María de las Mercedes Arias: “(...) Es sólo interés hacia usted, a quien encuentro triste y amargada, mucho más amargada que cuando compartíamos ese peldaño del infierno que se llama Bolívar (...). No sabe usted las cosas que me han ocurrido... y que me ocurren: la suma de miserias y torpezas que caracterizan a una ciudad del interior”. Contra el embellecimiento pastoril de la vida sencilla en las pequeñas ciudades de provincia, Cortázar construye un yo epistolar que se repliega sobre la literatura para denunciar un Oeste asfixiante, que retrasa la experiencia de mundo a

partir de la cual se convertiría en un lúcido intelectual de su tiempo. “La vida, aquí, me hace pensar en un hombre al que le pasan una aplanadora por el cuerpo”, escribe en una de sus misivas a los amigos porteños.

Cuando se le pregunta por su tiempo de profesor en Bolívar y Chivilcoy, la soledad emerge como respuesta obligada. En una entrevista brindada en México, en 1983, recuerda: “(allí) la vida intelectual en esa época -espero y deseo que haya cambiado-, era absolutamente comparable a cero, no existía, era mínima (...) me condenaba a mí a una soledad obligatoria.” La ausencia de un campo intelectual parece cancelar toda relación significativa con el entorno, como si se tratase de un retorno al imaginario del romanticismo, con sus poetas incomprendidos que se abocan a la tarea solitaria de la literatura para remediar el aislamiento. En sus tiempos de profesor de secundaria, regresa a Buenos Aires todos los fines de semana para visitar a su familia y recuperar ese entorno literario que tanto anhela. La soledad de Cortázar opone a la abrumadora llanura la condición del lector, al punto que él mismo afirma que a través de su afición libresca “vivía verticalmente, en cruz con la pampa”. Esto nos remite a las palabras de Estrada en Radiografía de la pampa, al decir que ésta es “la tierra en que el hombre está solo como un ser abstracto que hubiera de recomenzar la historia (...)”. Del mismo modo que para Viñas los escritores románticos querían


una América hablada por Europa, y escribían “para no ser América”, en esos años Cortázar lee interminablemente, lee para distanciarse del “clima emponzoñado” que lo convertiría en un pueblero. Lee para no ser el Oeste. El examen minucioso de sus lecturas delimita otra zona primordial de las cartas que escribe en Bolívar y Chivilcoy. Esa soledad que él mismo construye para sus años como profesor en el Oeste lo lleva a leer las obras completas de Freud, poetas ingleses y franceses, Keats, Carrol, la Biblia de Lutero, gramáticas del alemán, Rimbaud, Racine y Mallarmé, y numerosas novelas policiales en inglés. De su encuentro con el interior, concebido como desierto o vacío cultural, solo puede llevarse el saber enciclopédico, el catálogo de los libros que ha leído para compensar e ilustrar su soledad. Mejor dicho, ese estado que el escritor percibe como soledad, y que no es otra cosa que

la desazón de no compartir sus inquietudes intelectuales con conocidos y amistades. Cortázar no encuentra en Bolívar o Chivilcoy una formación cultural a la manera que señala Williams, y es esto lo que irá a buscar a los círculos de escritores porteños, a los cafés parisinos con su jazz y sus artistas callejeros. Pero frente a esta imagen solitaria y contemplativa de Cortázar, emergen otras versiones de aquellos años, que acentúan su participación cultural en la comunidad e incluso su nostalgia de los afectos que formó en ambas ciudades. De su paso por el Oeste nos llegan relatos de una actuación como jurado en un concurso de pintura, artículos para revistas locales y porteñas, relaciones entrañables con las mujeres de la Pensión Varzilio, donde vivió durante su estadía en Chivilcoy, e incluso la escritura de un guión cinematográfico titulado La sombra del pasado, que se filmó en esa ciudad entre agosto y diciembre de 1946. Contra lo que pueden decirnos de él los signos de su figura en apariencia reservada –el lector ence-


rrado en su cuarto de pensión con poco más que los libros, la radio y la máquina de escribir–, Cortázar no pasó desapercibido en la escena política de Chivilcoy, en tiempos del estallido de la Segunda Guerra Mundial, los años previos al ascenso del peronismo en Argentina. En 1944 los nacionalistas locales lo acusan de comunista por no demostrar apoyo al gobierno de Farrell, y de ateo, por no besar el anillo del obispo de Mercedes durante su visita a la Escuela Normal de la ciudad. Ese mismo año recibe, y acepta de inmediato, un ofrecimiento para dictar dos cátedras de literatura en la Universidad de Mendoza. No tardará en escribirle a María de las Mercedes: “Después de haber abandonado Chivilcoy bajo vehementes sospechas de comunismo, anarquismo y trotskismo, he tenido el honor de que en Mendoza me califiquen de fascista, nazi, sepichista, rosista y falangista”. En la entrevista que da a Luis Harss en París, en 1965, Cortázar se nombra como parte de una identidad generacional fuertemente europeizada: “Mi generación empezó siendo bastante culpable en el sentido de que le daba la espalda a la Argentina (...) La gente soñaba con París y Londres. Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado”. Resuenan aquí, como una autocrítica velada, fragmentos enteros de sus cartas de aquellos años, diálogos desesperados con su temor al vacío intelectual del desierto, sus peldaños del infierno, sus pozos vegetativos y el fantasma pueblero de la mediocridad. Cien años después de la generación del ’37, la contraparte del intelectual que mira a Francia ya no es el indio o el negro, sino la figura del pueblerino, llana y monótona como el territorio mismo del Oeste, que se pretende conjurar por medio de la literatura. Paradójicamente, será el mismo Cortázar quien diga, en una carta a Mercedes Arias: “Una voz sin raíces no es más que eso: una voz. Por eso aborrezco a nuestros satisfechos poetas argentinos,

que se despiertan, se levantan, van a su mesa y deciden genialmente: Hoy voy a escribir un soneto.” Para Cortázar, el desierto es el tedio profundo de las pequeñas ciudades del Oeste donde no se habla de Mallarmé o Rimbaud, y la barbarie no es otra cosa que los aburridos comerciantes que conoce en la pensión, las poesías almibaradas de las maestras de escuela, o las señoras que se demoran conversando en medio de una calle vacía de Bolívar o Chivilcoy.


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