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La Palabra de Dios

en la Misión de la Iglesia

P. Alejandro Méndez Pérez, mg

En un mundo como en el que nos tocó vivir, como Iglesia, más que nunca nos urge dar respuestas y testimonios sólidos, llenos de esperanza, que ayuden al hombre al encuentro con el Dios y Señor de todo lo creado. La Iglesia, consciente de su llamado y fiel al mandato del Señor: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a todas sus creaturas” (cfr. Mc 16, 9ss), quiere que cada uno de sus hijos se vean envueltos en esta encomienda de Jesús para sus hermanos.

La Palabra de Dios es poderosa, es una espada de dos filos (cfr. Hbr 4, 12ss), es nuestra herramienta de trabajo, la que construye en un mundo destruido por el pecado del hombre; es, para nosotros, como hijos de la Iglesia, el instrumento que une lo que se encuentra desunido. La Palabra de Dios es el agua viva que riega la sequedad del mundo y es producto del alejamiento del manantial (cfr. Jer 2, 3). Es la bandera de todo fiel que pertenece a nuestra Iglesia porque es el mismo Señor Jesucristo que crea, construye, sana y alimenta nuestro mundo agobiado por el pecado y sus consecuencias.

En mi experiencia misionera en el lejano oriente, he podido ver cuatro acciones concretas de la Palabra de Dios:

Primera. En los oídos de los que escuchan su mensaje: “Busca primero el Reino de Dios y su justicia” (cfr. Mt 6, 33); ha cambiado la vida de los que se han dejado llevar, al punto de ver en los demás al Jesús hambriento y sediento, forastero y enfermo, encarcelado y desnudo (cfr. Mt 25, 31ss), y da sentido a sus vidas en un ambiente materialista y tecnológico. Así, la Palabra de Dios se convierte en las manos de la Iglesia, para restablecer y ordenar un mundo confundido y necesitado de un Dios bueno y misericordioso que muchos no conocen, pero que buscan, a veces, de formas equivocadas.

Segunda. En los corazones de quienes han sido tocados por

ella, los ha convertido, volviéndose el abrazo de Dios para los demás, envolviéndolos en esa empatía que da paz a quienes lo buscan. De esa manera, se vuelve los oídos de Aquel que escucha el clamor, el llanto y la desesperación de los que, en un mundo sin sabor y sin sentido, gritan de muchas maneras a ese Dios que no pueden ver, pero que la Iglesia conoce.

Tercera. He atestiguado cómo la Palabra de Dios se ha convertido en la voz de quienes no la tienen, y en las suaves brisas de los que, en medio del cansancio y hastío de esta vida, se dejan llevar por la tristeza, el desánimo y la depresión. La Palabra de Dios mueve los corazones rotos de los que la conocen para sanarlos.

Cuarta. La Palabra ha despertado, en el espíritu de los habitantes de estos lugares, la caridad que los lleva a compartir, sin dudar, las bendiciones que han recibido.

De aquí la urgencia de que Jesús nos mande a predicar su Palabra a todo el mundo y a enseñar lo que nos ha legado (cfr. Mt 28, 19-20). Él conoce bien las carencias y necesidades de quienes no lo conocen; apela al corazón de la Iglesia para continuar el camino de la predicación que Él recorrió primero. Sabe de los obstáculos y dificultades que hay, pero también, de la necesidad de que Él sea conocido para llevarnos a la unidad (cfr. Jn 17, 3ss).

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