Hhumillaciones-difunción

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Libro de las humillaciones varias

Alejandro Luna


Luna , Alejandro Libro de humillaciones varias. - 1a ed. - Jujuy : Intravenosa Ediciones, 2011. 164 p. ; 15x15 cm. ISBN 978-987-25848-2-5 1. Narrativa Argentina . 2. Cuentos . I. Título CDD A863

Prohibida la reproducción total o parcial del material contenido en esta publicación por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, sin permiso expreso del editor.

Foto de tapa: Ricardo Veteri Diseño de tapa: Matías Teruel Edición y Diagramación: Maximiliano Chedrese ©2011 Intravenosa Ediciones Coronel Dávila 236 P.A. - C.P. 4600 - S. S. de Jujuy - Jujuy - Argentina Tel: 0388 - 423 1355 / e-mail: revistaintravenosa@gmail.com 2011 1ra edición Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en Argentina - Printed in Argentina



Crema del cielo



Desde el costado de la cama ella lo miró con furia, ni siquiera habían

transpirado. La pieza despedía calor por las paredes y el techo, y le molestaba esa desagradable afección de no ser complacida y de que haga tanto calor. Por la ventana entraba entre los espacios que permitían los corrugados de la cortina tenues rayos de sol. La siesta era candente afuera. Esta vez no dijo nada. Se vistió y se fue a bañar. Él se quedó durmiendo unas horas hasta que se fue a su trabajo en la heladería. Su día fue agitado, hacía más calor de lo normal. La gente se amontonaba en la pequeña heladería. Sólo trabajaban él y una señora mayor que atendía la caja, una mujer de cuerpo grande y pesado. Se veía obligado a atender lo más rápido posible a los clientes ya que los helados que compraba la dueña eran de mala calidad, y si mantenía mucho tiempo abierto el refrigerador se hacían agua. Luego le descontaban el día. Pasó la tarde entre las voces que pedían diferentes sabores. Él sólo podía mirar los colores. Relacionaba los colores a los nombres de los helados. El hecho de pensar en los sabores le daba asco después de haber trabajado tres años en ese lugar. Luego de limpiar el piso y lavar las cucharas con las que servía, se despidió de la señora.

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–Hasta luego doña Manuela –le dijo. Ella solamente levantó la mano ancha y huesuda, el calor hacía que no tenga muchas ganas de hablar. En el regreso, se demoró un instante mirando en una vidriera las camisetas de su equipo. Le hubiese gustado ganar más en su trabajo para salir por su barrio con esa camiseta, pero no estaba dentro de sus posibilidades. Se emocionaba con imaginarse la camiseta puesta. Entró por el costado de la casa. Abrió la puerta despacio. Pensó que del calor, Eliana, su compañera, se había recostado un momento. Pero la casa estaba demasiado silenciosa y la televisión no estaba encendida en la pieza como era la costumbre de Eliana. En las tardes cuando comenzaba a oscurecer encendía la televisión, se sentaba en la cama y luego se dormía. Al llegar él la encontraba tendida. Le enternecía sus cabellos negros desparramados en la cama. Encendió la luz y no la vio. No estaban sus cosas. Abrió el ropero y tampoco estaban sus ropas. Se sentó en la cama. Miró hacia las cosas que faltaban y cayó en la cuenta de que se había ido. Era grande la sorpresa. Durmió esa noche sin el cuerpo de Eliana. Se dio vuelta muchas veces en la cama y como no estaba acostumbrado a su ausencia no pudo dormir bien. Sentía que le faltaba en los brazos o en el pecho un peso. Una extraña sensación de hueco en las piernas le hacía concluir que no se podía dormir sin apoyar sus piernas en las de Eliana.

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Al otro día salió a trabajar de nuevo. El día fue casi idéntico al anterior, sólo que al salir, doña Manuela le dijo que tenía cara de enfermo. Al llegar tuvo la vana esperanza de encontrarla, pero no estaba. Revisó igual sus cosas y descubrió algunos objetos diminutos en el ropero que en el apuro seguramente se le habían caído. Se duchó, luego comió un resto de arroz que estaba en la heladera y se fue a la cama. Vio la televisión sin prestar atención. Cuando apagó la tele, se sentó en la cama. Le vino nuevamente la voz de doña Manuela a la cabeza: –Tenés cara de enfermo. Lo invadió una tristeza sin fin. Lloró mucho. Los días repitieron esa escena, con tonos y con ritmos distintos, pero imitando los mismos quehaceres hasta llegar a su casa y al final del día llorar en la cama. La resignación le llegaba de a poco. Cada noche al llegar lloraba menos. Con los meses se dio cuenta de que no era tan difícil vivir solo. Advirtió progresivamente que la casa estaba descuidada y la cuidó más. Al llegar o antes de irse arreglaba el jardincito del fondo; también se percató de la necesidad de estar con otra mujer al quedarse a solas. En las noches pensaba que podía contentarse con cualquier cuerpo que apaciguara sus ganas. Aceptó al último salir por la ciudad, desear tortuosamente a las mujeres que circulaban por el centro. Un día se dio cuenta de que deseaba más a aquellas mujeres que se paseaban con sus parejas y se apretaban a sus hombres en el

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calor de las tardes. Volvía a su casa luego de esas caminatas con una frustración inseparable de un sentimiento de injusticia. Fantaseaba en lo bello que sería que cada hombre pudiera poseer a la mujer que quisiera. Un día de mucho calor, entró en la heladería una mujer de rasgos redondeados, con una belleza singular de niña y con un cuerpo delicado, de curvados contornos. –¿Cómo estás Esteban? –le preguntó la mujer, poniéndose de puntillas para que él la viera entre los clientes que compraban sus helados. En sus manos, Esteban sostenía un cucurucho y una cuchara redonda a la que le chorreaba helado de crema del cielo. La miró unos segundos hasta reconocerla. –No puedo creer que seas vos –le dijo. Entonces sin pedir permiso, se sacó el delantal y la fue a saludar con un abrazo. Al costado se quedaron los clientes mirando con reprobación la acción del heladero. –¿Qué hacés por aquí, Sofía? –le dijo y luego se alejó un poco para mirarla mientras le tomaba las manos. La señora Manuela se hacía la que contaba dinero en la caja registradora, pero miraba de reojo el suceso y se notaba porque su cara cuadrada no podía mirar sin que se perfilara hacia el lugar que observaba. –Estoy de vuelta –le dijo–. Me recibí hace unos meses. Tenía que hacer trámites para mi título y eso me demoró un poco. Pero ya estoy aquí de nuevo en mi ciudad. No hay nada como la tranquilidad.

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A los costados los clientes cambiaron la cara y algunos sonrieron con ese orgullo que dan los profesionales que vuelven a su pueblo. Al notar que lo estaba distrayendo en su trabajo le dijo que lo dejaba trabajar, que luego se encontrarían. Esteban volvió al mostrador. –Seguro que nos vamos a ver para hablar, seguro –gritó contento. Ella salió sonriendo sin dejar de mirarlo hasta la calle. Los clientes pidieron sus helados y había cierta simpatía profesada al heladero. Esa noche en su cama se acordó de Sofía cuando tenía 17 años. La había despedido de la terminal de colectivos. Su madre la llevaba a la capital, para que estudiara psicología. Él era su mejor amigo y mientras ella lloraba porque su colectivo ya salía, la abrazaba dulcemente. La madre de Sofía los miraba con la frialdad que da la experiencia. Desde ahí no la había vuelto a ver. Ella le escribió cartas, pero a medida que los meses pasaron las cartas se hicieron cada vez más tristes para él que nunca le había podido declarar su amor. Ella le contaba que había conocido a un chico y que se había enamorado. Él también conocía mujeres pero las perdía con rapidez. Un día con mucho valor le mandó una carta diciéndole que ya no le escriba, que su vida había cambiado demasiado y que lo entristecía la felicidad que ella le declaraba, pues sus días sin ella no eran felices en la ciudad. Los días en la heladería fueron disipando aquella aparición de Sofía. Supuso que ella de casualidad había pasado por su trabajo y que, por no ser irrespetuosa, lo había saludado.

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Una mañana de domingo que no tenía que ir a trabajar, se levantó con el cuerpo cansado, se preparó café y miró por la ventana. La vio pasar hacía la iglesia. Tomó el café, se vistió y se perfumó para salir a verla. Nunca, desde que había muerto su madre había vuelto a esa iglesia. Tenía el recuerdo vívido de la madera clara y brillosa del féretro iluminado por las luces del altar. Llegó a la iglesia. Vio a muchos de sus conocidos y de sus vecinos conversando en la vereda del templo. Entró sin mirar para no ser interceptado y se fue a sentar en los bancos de la izquierda. La misa dio inicio. Se fue acomodando despacio para ver dónde estaba ella. Cuando la localizó con la mirada se ubicó definitivamente en los bancos de la izquierda. Las palabras del sacerdote tenían un tono serio, pero festivo. Ella estaba ahora paralela a él, en lo bancos de la derecha. Como no había tanta gente podía mirarla muy bien. Cuando la miró se quedó paralizado, sin poder sacarle los ojos de encima. Estaba allí, apostada como una magnífica virgen a la cual era preciso destrozarle toda la ropa para condenarse; era preciso hacerle sufrir el más cruel acto de humillación con tal de que esa mujer se sorprendiera. Eso fue lo primero que pensó, luego disolvió ese pensamiento recordando el día en que había tenido que cargar con el cajón de su madre para salir fuera de la iglesia e ir hacia el cementerio. Cuando ella se dio cuenta de que él estaba allí, comenzó a mirarlo de manera muy disimulada. El sacerdote alzaba una mano hacia el cielo, luego la bajaba y dibujaba en el aire el signo de la fe. Él no supo determinar si en la mirada de ella había algo obsceno. No quería

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pensar eso, tal vez era una idea que le producían los meses de abstinencia. En un momento él no pudo sacarle la vista de las piernas cuando vio que ella juntaba las rodillas y se arqueaba levemente hacia atrás. Las miradas de ambos se recortaban para no quedar registrados por la censura de los otros y, casi al final de la ceremonia, ella no disimulaba las ganas de inquietarlo mirándolo fijamente. Él no caía de su sorpresa. Antes de irse era una niña, ahora ella tenía conciencia de la practicidad de su carne en esa actitud que lo atemorizaba. Al salir de la iglesia él se le acercó y ella lo saludo con un abrazo afectuoso como si nunca se hubiese ido. Entonces él tuvo que admitir que lo que había pasado minutos antes era producto de su imaginación. –Mi Esteban –le dijo ella– ¡Qué lindo que estás! En los alrededores sus vecinos comentaban la aparición de los dos como un reencuentro afortunado. –Hace mucho que no los veíamos juntos –comentó una señora con un vestido de raso ajustado, que atenuaba su sensualidad por la falta de escote. Esteban miró a la madre de Sofía que al igual que en la terminal, permanecía al lado de ella custodiándola. Antes de contestarle el cumplido a Sofía, miró hacia la madre que ahora le tenía desconfianza al verlo en la iglesia y le dijo tímidamente. –¿Cómo está señora? –Bien –dijo y miró con poca expresión a Esteban, luego se fue caminando hasta un señor gordo que conversaba con una anciana. Un poco incómodo Esteban siguió hablando con Sofía.

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–Estoy bien. Me alegro de verte de nuevo –le dijo y la miró a los ojos. Ya no estaba en ese lugar la adolescente que se había ido. No recordaba cómo había sido antes. Había pasado tanto tiempo. Ella era otra mujer. Él hablaba y ella le miraba la boca. Por momentos, él se tocaba los labios para ver si no le había quedado algo del desayuno allí. Luego de una larga conversación quedaron en encontrarse en un lugar céntrico para ir al cine. Al otro día él la esperó una hora en un kiosco en plena esquina, pero ella nunca llegó. Se enojó pero nada había que hacer. Fue al cine sólo porque ya había comprado los boletos, mientras se consolaba diciendo que al menos vería una película. En esa hora perdida había planeado llevarla a tomar un café. En la ventanilla del cine preguntó si no le devolvían la plata de una de las entradas y el boletero le dijo que no, que eso no se podía. Antes de la función trató de regalarla a cualquiera que pasaba por afuera, pero nadie quería recibirla. Finalmente se la dio al de la boletería y vio por tercera vez la vida de un boxeador que le fascinaba y que había ganado muchas peleas sin perder nunca. Al otro día se la encontró y ella le dijo que la disculpara, pero que una amiga suya se había caído y la tuvo que cuidar. Él se sintió conmovido. Le pareció sumamente humanitaria esa actitud, ante lo cual recuperó el ánimo y se propuso invitarla nuevamente, pero esta vez ella se le adelantó. –Yo decido el lugar. Las mujeres somos las que decidimos en la actualidad.

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Entonces le propuso que se vieran en el mirador del cerro en la noche del sábado, que sería muy lindo ir a mirar la ciudad mientras tomaban unas cervezas –Lástima que ninguno de los dos tenemos auto, porque sino las cosas se pondrían todavía más interesantes –dijo ella con una risa grosera. Desesperado, él le retrucó que podía conseguir uno, porque un amigo le debía favores y le podía prestar el auto cuando él lo necesitara, así que la pasaría a buscar para ir al mirador. Toda esa noche no pudo dormir inventando mil cosas y armando escenas que llevaría a cabo una vez que estuvieran en el mirador los dos solos. Pero había algo que le preocupaba más ¿De qué podía hablarle a ella que era una profesional? ¿Qué le podía decir para parecer interesante? Finalmente decidió hablarle de proyectos a futuro y de cosas de las cuales no estaba convencido, pero supuso que podrían salvarle la noche. Se levantó muy temprano. Mientras tomaba su café se puso a pensar en el modo de tocar a una mujer con esas formas, porque él siempre había tenido mujeres menudas, pero esta muchacha era incluso un tanto más alta que él aunque no se notaba porque ella no usaba tacos. Cuando eran amigos, eran chicos de barrio. Ella era comprensiva y en ese entonces a él le parecía una dulce y delgada amiga. ¿Qué haría él cuando estuvieran solos? ¿La besaría? ¿Le propondría que fueran novios? Se había olvidado de los modos en los que un hombre se tiene que acercar a una mujer sin ofenderla y sin perder la ocasión de conquistarla.

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La tarde fue pasando con una lentitud inusual, hasta que se hicieron las siete. Comenzó a afeitarse, a bañarse y peinarse. Estuvo mucho tiempo mirándose en el espejo. A su parecer, toda la ropa le quedaba mal. No sabía qué ponerse. Al final se puso la camisa blanca y el pantalón crema que había usado sólo en dos ocasiones: para el velorio de su madre, y para una salida con Eliana al casamiento de un amigo. Cuando se fijó la hora ya eran las nueve y treinta y todavía no había ido a buscar el auto. Salió a toda prisa olvidando de echarse el perfume que había elegido, entonces se puso a insultar su suerte, porque siempre se olvidaba de algo. Cuando llegó con el auto a buscarla ella estaba apoyada en una pared con una carterita colgada del hombro. Al verlo se acercó al auto y la falda de una tela delgada se le pegó a la piel de los muslos. Era imposible sacarle la mirada de encima. Ella se dio cuenta y sonreía para la incomodidad de él. Iban en el auto y él no sabía qué decirle. Estuvieron callados hasta el mirador. Ya era de noche, ella le dijo que por qué estaba tan callado, que le cuente algo y él quería contarle esos proyectos que había inventado pero no encajaban en el momento, por lo cual se dedicó a hablar de lo terrible que estaba el tránsito y hasta llegó a decir que el día no estaba muy lindo. –El día es bellísimo –le replicó ella. Y él ya no supo de qué hablar. Los minutos pasaban y él quería tener un tema de conversación, pero era inútil. En el camino en ascenso se observaban parejas en motocicletas por el costado de la ruta, que detenían sus vehículos para besarse bajo las tenues luces amarillas.

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-¿Cómo te va en la heladería? –preguntó ella. Sintió que tenía que salir airoso de esa pregunta, pues no sabía hasta qué punto su contestación ponía en riesgo los próximos hechos. –Trabajo ahí por el momento. Me pidieron que haga un reemplazo. –¿Es decir que no trabajás allí desde hace años como cuenta mi madre? Al escucharla se puso intranquilo, pero un auto que venía desde el frente los iluminó y al pasar por el costado él tuvo tiempo de contestar. –Trabajo allí desde hace tres años, por comodidad, porque el chico que atendía antes se fue, aunque estoy un poco cansado. Me quedo porque es cerca de mi casa, pero estoy viendo la posibilidad de trabajar en otra cosa. En ese momento ella vio la pared del mirador. Una pared baja y de piedra. –¡El mirador! –dijo– Hace años que no venía a este lugar. Se dio cuenta de que seguir dando explicaciones de su trabajo era peor y se calló. Frenó, había otros autos dispersos. Ella se bajó muy despacio, entonces él le clavó los ojos en el trasero. Esa situación se volvía desesperante. Pensaba para sus adentro por qué no podía decir nada y por qué no podía dejar de mirar su trasero. Él no quería bajarse. Tenía que encontrar la manera de actuar como un hombre maduro, o al menos demostrar cierta sobriedad, pero no podía. Se quedaba hipnotizado mirándola. Nuevamente ella arqueaba la espalda apoyando las manos en la parecita del mirador. Se

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volvió al ver que él permanecía inmóvil. Al entrar al auto, sacó las cervezas que estaban en el asiento de atrás y se las pasó. Esteban abrió las cervezas con un destornillador que estaba en la guantera e imaginó pequeños mares fríos condensados en el interior de las botellas. –Las bebidas alcohólicas me emborrachan rápido, no estoy acostumbrada a tomar. Por el momento parecía que todo mejoraba, el tiempo pasaba y ellos tomaban sin tener que hablar de temas complejos. Los autos al costado se fueron y quedaron en una cálida oscuridad. –En serio te digo, Esteban, ya casi estoy borracha –dijo ella en la segunda cerveza. –No tenés de qué preocuparte –le contestó. Por momentos él miraba al costado como si contemplara abajo la ciudad y sus luces. Un silencio inesperado creció en el auto. Al darse cuenta Esteban de que las cosas se enfriaban sino hablaban, le preguntó: –¿Querés escuchar música? Antes de que ella contestara, llevó la mano al estéreo, pero éste no se encendía– ¡Qué macana, no funciona!– dijo con un poco de vergüenza. Otra vez irrumpió el silencio, más acentuado que antes. Ya no miró al costado, porque supuso que a ella le parecía tonto que se haga el desinteresado. Por el mirador un auto pasó con las luces altas y los encandiló a los dos, cerraron los ojos, al abrirlos la oscuridad volvió.

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Esteban sintió de golpe cómo esta mujer a la cual no sabía de qué manera acercársele, le ponía la mano en el estómago. No quería respirar y hundía el abdomen para que ella no notara que el tiempo le había depositado algunos sedimentos sobre los abdominales. Se quedó quieto con la suave presión de esa mano en el estómago. Un recuerdo le trajo la imagen de su adolescencia presumiendo su estado atlético. Pero poco tuvo que disimular. La mano más delicada del mundo descendió lentamente. Ella lo miraba mientras le acariciaba esa parte como a un pequeño animal de jaula y él no entendía bien lo que estaba pasando. Sentía que se le desvanecían las piernas. Sofía sabía que lo había sorprendido y lo miraba con cierto placer de verlo asustado, hasta que Esteban se le abalanzó y la empezó a besar y a tocar como deben haber besado y tocado los bárbaros en esas orgías imaginarias de la humanidad. Ella gemía despacio y con mucha maestría le desprendió el cierre del pantalón. Esteban sintió que ya liberado, estaba tan desnudo como una mano. La besó. Ella dijo algo realmente obsceno en su oído. Él no podía decirle nada, absolutamente nada. Trataba de resistir ¿Qué se podía hacer ya en ese transe? Ella era un ave crecida en el placer. Esteban quería explicarle que la demora era fundamental, sino le llegaba un susto inexplicable y triste. Quería contarle de su deseo violento e hipersensible. Fue entonces que ella se le puso encima y se subió la falda hasta la cintura. Primero él le miró la cara desencajada de placer. Luego bajó la mirada

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hasta su falda desordenada por los confusos pliegues. Se dio cuenta de que no llevaba nada más que esa tela fina y liviana. Distinguió en la oscuridad toda la piel cuidada desde una paciente intimidad, así que en menos de unos pocos segundos pudo imaginar la máquina de afeitar pasando su irritador filo por ese territorio. Y le vino a caer encima toda una frondosidad de mujer que daba vértigo. Eso fue todo para él, allí se desencadenó el rayo y el tope de su fuste, porque ella sintió de repente en la parte interior de una de sus piernas, al principio la incomprensión y luego el desolado calor de una vela medieval derretida instantáneamente. Lo miró con furia, él miró hacia un costado. Se bajó del auto indignada. Comenzó a caminar hasta las escaleras que dan a la parte céntrica. Él arranco el auto, pero ya no la podía alcanzar y tampoco bajarse del vehículo. Veía como ella descendía por las escaleras del mirador y se limpiaba por debajo de la falda. Se sorprendía de ver los enérgicos movimientos de sus manos para desprenderse de esa prematura viscosidad. No podía comprender la asimetría entre la sensualidad de los ademanes de esa mañana en la iglesia, y cómo ahora en descoordinados movimientos de repelencia, dejaba ver que estaba hecha de torpezas también.

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Alejandro Luna nació en Salta, Argentina. Ha ganado diversos concursos universitarios de narrativa y poesía. Publicó en el 2009 su primer libro de poesía “Sublevación de los Objetos”; en el año 2010 el poemario “Poemas institucionales”. Es colaborador de los talleres de poesía que dirige el Lic. Cristián Adet en el hospital psiquiátrico de Salta, Miguel Ragone. Compila y arma las publicaciones artesanales “El Equus” donde difunde autores salteños. “Libro de las humillaciones varias” es su primer libro de cuentos.


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