Mi vida de atleta

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Mi vida de atleta


Mi vida de atleta Crónicas ambulantes, Julieta Marra Arte de tapa, Melina Rímola Primera edición La Plata, Buenos Aires, Argentina 2021

Ediciones Afines ig: @edicionesafines edicionesafines@gmail.com


Mi vida de atleta Sobre simpatías callejeras. Sobre ir y volver para sacar la foto.



X Por lo general voy atenta, sin proponérmelo, pero sucede que la atención no es la misma en mi barrio que en otros. Hace unos pocos días caí en la cuenta de que habitualmente afilo el ojo pasando Avenida 44. Antes de ella, se ve que todavía conservo resabios de la casa, algun tipo de comodidad, una sensación del arranque, que no es la misma que tengo para VER la calle una vez que ya anduve un poco y encontré esa otra comodidad, esa por la que me senté a escribir hoy. La recolección siempre se está dando, no existe momento alguno que ese encuentre en estado crudo y acá, la metáfora de la esponja va muy bien. Las personas no pasamos a “modo esponja”, lo somos siempre, solo que no nos llamamos esponjas, sino personas. La impermeabilidad humana no existe. Lo cierto es que los dias se transitan en estado de absorción. Y si bien, considero al acto de recolectar algo completamente inherente al hecho de estar vivos, puedo darme cuenta que algunos lo hacemos compulsivamente, dando tiempo y espacio, una especie de pausa atenta a lo recolectado y al hecho de recolectar, probablemente por la necesidad de sorpresa, por la simpatía con aquella cosa que, de


alguna u otra forma , como fantasma, ya iba a ser absorbida. Como si tuvieramos antenas ultra sensibles que permiten ajustar los niveles de cercanía. Mientras que en otros niveles de atención, la recolección tambien ocurre, pero de forma involuntaria. Se almacena y en un momento dado, se selecciona y esa selección, a mi parecer, es tambien es una recolección. Es decir, se puede ir por la plaza juntando hojas secas, o se puede pasar por la plaza y que una hoja seca se quede pegada en tu zapato. Sin embargo, cabe aclarar, que no todo lo hallado es algo material como una hoja seca, una foto de un rincón bonito o un tesoro en el canasto de basura, sino que lo hallado puede simplemente ser el agrado por la luz en una esquina, el propio reflejo sobre la vidriera o la novedosa forma en la que una señora selecciona los tomates en la verdulería. A motivo de lo dicho, he decidido, en el último tiempo proclamarme recolectora, agregaría profesional, pero no quiero teñir de certificaciones a esta práctica porque es, ni mas ni menos, que la alegría de mis días. Los dos relatos que se encuentran en esta publicación tienen que ver con ello, con dos amistades hechas en la calle, pura y exclusivamente, obtenidas por andar con las antenas paradas, a ver si encuentro en el camino algo que me saque una sonrisa, y en una de esas se la saque a alguien más también.




I María “Tengo que sacarle una foto a esa mujer, no, en realidad quiero hablar con ella”. Liliana se presentó como un portal. Yo iba apurada por haber bailado durante una caminata de hora y media antes de pararme en una sala unas ocho de jornada laboral. Siempre pongo en pausa la música cuando paso cerca de una persona que me seduce visualmente y ese día tuvo sentido: - Que tengas lindo día Me doy vuelta (sonrisa estridente, ojos chinos). - Igual vos- digo Camino unos cincuenta metros. “Tengo que hablar con ella, sacarle una foto”, pienso. Vuelvo. Caminar y volver para sacar la foto: mi vida de atleta. - Hola, qué lindo que me saludaste, ¿te puedo sacar una foto con tus flores? Cuando se dió vuelta vi sus ojos delineados en un turquesa hermosamente desprolijo y me olvidé de que iba fichar tarde en el trabajo.


Se sacó y se puso varias veces los lentes: - Para, ¿dónde miro? ¿vos sos artista? ¿haces películas? Deberías tener una cámara profesional me dijo al ver que sacaba mi celular. Una pausa con forma de sonrisa mientras el autolátigo hacía lo suyo en mi cabeza, tuve una breve conversación conmigo misma donde me puse de acuerdo con que la técnica nunca me había importado, que el momento potente estaba ahí y era más fuerte que cualquier herramienta, punto final. Tomar coraje para ir y pedirle una foto a María, la señora de un puesto a 200 metros del de Liliana, que siempre me había llamado la atención. Con vergüenza pedí permiso después de decirle lo hermosa que me parecía, y así inició una especie de relación que funcionó mucho tiempo como un salvavidas. Preguntarle cómo había estado. Que ella supiera de mí solo que yo era la chica que pasaba y sacaba fotos. Una foto por vez, y de ahí mi lei motiv para caminar una hora a ella todos los días. Podía tomar un colectivo, podía in en bicicleta, pero el picoteo visual del camino al cementerio era una entrada en calor para el juego corajudo que implicaba pedirle una foto a esa mujer. Recuerdo su complicidad al levantar la mano para decirme que sabía que estaba ahí cuando no


podía charlar porque tenía clientes. Recuerdo que me contara de su tos, que la gente cada vez compra menos flores, que iban a cerrar la puerta de al lado de su puesto y que no sabía cómo iba a comer, que su hija quería ayudarla y ella se negaba.Cuarenta años armando ramos, cuarenta años en la puerta de un lugar al que se va a llorar o de compromiso, cuarenta años de coches fúnebres. El rincón con estampitas y fotos de su madre. Hacía veinte años se había hecho su delantal rosa. Pude ver como con una lupa las medias de lycra del barrio chino y el gatito de la manito sube y baja. Pude escuchar y pude oler de cerca el altar que tiene en el sucucho que la protege cuando llueve. Ese misterio de los puestos callejeros, una adaptación de la casa en la vía pública. El cobijo a través del amuleto, un escudo de canillitas y floristas. Vencer la timidez para hablar con soltura con la gente que me parece linda fue un baldazo de agua tibia y se convirtió en un vicio hermoso que no me mata. Fué nadar al tesoro y que este no tuviera fin. Empezaron a pasar cosas: Que me regale fresias el señor de gorrito rojo que salió de una peli de Wes Anderson. Que todos los floristas ambulantes de canastas pesadas se prendan a la foto porque saben que lo que llevan es bello, y que se los reconozcan, les halaga. Nunca ninguno se sorprendió ante mi pedido.





Curioso que andar en la calle sea hermoso, aunque sea por trabajo. Curiosa su simpatía genuina al ofrecerte un ramo. Yo caminaba una hora y media hasta Chacarita para tomar el subte más cercano. Me decían que no tenía sentido, que en tren me ahorraba la mitad del viaje. Pero pasan tantas cosas ahí. Ahí, donde mi silueta se derrite en el asfalto mientras obtura al sol y se calienta mi nuca. Ahí donde desafío al reloj porque le robo al día tres o cuatro fotos de flores y sendas peatonales. Recuerdo tratar de entender el concepto de ser viajero a pie de Herzog mientras jugaba con mi sombra en los caños rojos y blancos antes de las vías del tren. Recuerdo enamorarme de los talleres mecánicos de La Paternal y pensar: “La Paternal qué nombre de hit argento”. Recuerdo mi playlist para bailar en semáforos aprovechando ser una pueblerina anónima en la ciudad. Recuerdo sentirme hermosa caminando. Me pone linda charlar con extraños y andar se convirtió en una religión que no estoy pudiendo practicar. Mi casa es hermosa y está llena de cosas y situaciones deliciosas: invocamos a nuestras abuelas poniendo rodajas de pan en platitos y tenemos un portal de luz a la hora mágica donde nos visita la


única deidad en la que creo, que también hace crecer las plantas y seca mi ropa. Pero me falta la mugre de la calle, los cartones, los puestos de diario con radio a pila y sus pines de de los Rolling luchando por no morir. Me faltan los tomates en los cajones haciendo magia para llamar la atención cuando estoy apurada. Me falta el charco al lado del cordón, me falta inventarme historias en el colectivo y ser la chica del videoclip de la música que escucho mientras voy y vuelvo. Quiero ir por 11 y volver por 12 a ver qué pasa, quiero encontrarme a Luis yendo a prender las luces de su antigua casa y charlar con él sobre la milonga en la esquina. Ya agoté todo lo que podía charlar con el chico del almacén, ya me cansé de hacerle chistes a la verdulera y que no se ría. La sorpresa es cómo una serpiente que siempre me encuentra pero se ve que está deglutiendo algo grande y no viene. Hasta que tenga hambre de nuevo, hasta entonces, voy a contarle los pétalos a las fotos que tengo en la nube.






II William Henry Recolectar nunca se da camino al almacén de acá a dos cuadras, sino cuando el tramo hacia es más largo. Al parecer necesito asentarme en el recorrido para empezar a ver. Pero ese día la imagen de Guillermo no pudo pasarse por alto. Estaba cómodo, disfrutando del sol, sin barbijo, abrazando las columnas de la entrada de su casa de calle 10 cuando yo pasaba en bicicleta. Su casa, desde afuera, lucía un húmedo tono gris oscuro y unos flecos verdes asomaban sobre bajas paredes que la separan de la vereda, presentando lo que a simple vista y al común de la gente sería una casa venida a menos, que a mi parecer, resulta una preciosura. En este barrio hay muchísimas casas y pocos edificios, hago esta aclaración porque en una ciudad, y sobre todo en una ciudad universitaria como La Plata suelen copar parada esos bloques cementados, pero no es el caso de mi barrio y el de Guillermo en particular, un tanto alejado de la zona céntrica. Entonces, en esa cuadra donde se ubica la Casita de Guillermo se ve que no me detengo, que la sorpresa no se me aparece, es un paisaje que estudio poco, es mi contexto más cercano y no voy a la búsqueda de nada - exceptuando, algún que otro portal


de lavandas que, más que sorpresa, invitan al robo-. Ahora bien, cuando algo llama la atención es porque ese algo está ahí LLAMANDOTE desde la extrañeza o la familiaridad, como una pintura, una inscripción, una carcajada simpática, una basura que no te resulta basura, un candidato político desgarrado sobre la pared, un vidrio roto que supo ser mesa, entre tantas cosas más. Bueno, y de ahí una sucesión de afectos- efectos desde el filtro desde el que se los mire. Volviendo a lo importante, Guillermo. La pose estrecha y elegante de ese hombre platense mimetizado en lo que podría ser, a primeria instancia y desde la bicicleta, su morada, disfrutando la calidez del día (en este letargo de encierro que huele a naftalina, donde si el sol arrima, nos estiramos como una plantita). Logró que me detenga y descubra mi barrio, estando en mi barrio. Doy vuelta en U, apago la música que desprendía el cable blanco y estaciono mi vehículo, comprobando que funciona la patita que nunca uso: - Hola ¿Puedo sacarte una foto? - Mmmh ¿A mí? ¿Te parece? ¿Por qué? - Suelo sacarle fotos a la gente que me parece linda en la calle, y vos lucís muy bien ahí, sos una postal. - ¡Te voy a decir que esto es como un piropo para mí, eh!


Y posó sin decir más. Le saqué una cantidad de fotos que, dado el arrebato de la situación y las ganas de que al ser con el teléfono y no tuvieran una calidad impecable, resultaran más o menos lindas. Pero pasó lo que siempre me pasa cuando le quiero sacar una foto a alguien en la calle, supongo que por cómo encaro el momento, al parecer, con una desorbitante simpatía para el espacio público. Sucede que dejo entrever que no es solo la foto lo que me lleva a estar ahí sino la curiosidad por esas personas, un encanto por su imagen. ¿Qué están haciendo? ¿Qué música escuchan? ¿Escuchan música? ¿Estarán esperando el sodero? ¿Aman a alguien?. No puedo no frenar, definitivamente tengo que congelarles en una foto, contarles de mi agrado, que se alegren y me cuenten algo, no sé, que me digan “¡qué cara está la cebolla!”. Para amainar un tentativo sentimiento parasitario en mi interés, para romper el hielo y no hacerles sentir que son objetos -porque para eso mejor fotografiar una piedra- les hago preguntas o comentarios de taxista: “¡Qué hermoso día!” “¿Siempre viviste acá?”, “Nunca te vi, yo vivo a dos cuadras”, y así comienza una conversación que, de acuerdo a la predisposición para charlar con una extraña sospechosamente amable, puede terminar en cualquier lugar y fue eso precisamente fue lo que ocurrió aquella mañana en la vereda de Guillermo.




Mientras tomaba las fotos hice las preguntas propiamente dichas. No estandarizo mis intercambios callejeros, pero la primera es siempre la indiscutida pregunta por el nombre, seguida de la propia presentación: - ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Julieta. - “Guillermo, o William Henry como el general Hudson, tiene más estilo” Y se rió con una mueca canchera hacia el costado ocultando la dentadura faltante. Podría hacer aquí una descripción minuciosa de su apariencia como las que se hacen cuando se presenta a un personaje, pero resulta que este hombre ya no es un personaje para mi, vive a la vuelta de casa y, aunque tanto los detalles de sus vestiduras como el color de su piel decoren este escrito con las texturas del paso del tiempo en una persona, su aspecto solo funcionó a modo de sonajero. No detecté señal alguna de haberlo intimidado con el retrato. Cada foto tiene lo suyo, fue posando mientras hablaba. Logramos buena química, a cada disparo una pausa. Solo en una se lo puede ver con los labios entreabiertos. Eso sí, todas al efecto ceño fruncido de una primavera venidera que brilla y broncea molleras, si se las lleva a la intemperie como es el caso de Guillermo. La generosidad de la escena se sintió deliciosa. Una tranquera al nivel de sus caderas con una eficiente


traba de alambre oxidado sirvió de escaparate (imaginé todo atado con alambre, material noble y de manipulación popular. Siempre necesario, resolutivo. Indispensable contar con un rollito por si acaso). Dos pilares bajos funcionaron como apoya brazos, para la pose de portada de revista que logró con la primera foto. Una jardinería a la suerte del clima con un colchón de helechos y hojas secas aportó el fondo ideal. Pero la nota la dio, despampanante a su izquierda, un árbol de mandarinas, repleto y al alcance de quien pase caminando. -Un árbol de mandarinas puede despertar recuerdos, por ejemplo el que había en el campo de mi abuela donde pasé la infancia. A su vez, esos recuerdos brotando pueden ser peligrosos para una conversación donde una debe estar atenta. Hice mi mejor esfuerzoLo señalé y dijo “Esperame un segundito, te voy a traer” y entró a su casa a buscar dos mandarinas que

dijo estaban riquísimas. Seguido en una ráfaga de fotos que a vista rápida se puede observar como desfila desde la puerta con dos robustas mandarinas en una sola mano y las posa sobre una de las columnas como quien apoya un tesoro para adorar. A partir de las mandarinas, entre otras cosas, me dijo que en el fondo tenía limones y raíz de ello, que sus padres habían creado o fundado dos de las


industrias alimenticias más grandes del país - los nombres no los recuerdo a esta altura, de hecho, en ese momento tampoco los reconocí- También contó que al señor de la camioneta que había ahí estacionada (indicó haciendo un gesto con la pera que no quiero dejar pasar) le iba a regalar semillas para que las plantara en sus terrenos de City Bell- me explicó cómo se germinan las semillas de la fruta, un procedimiento lento cuya primera fase es envolverlos en una servilleta de papel e ir humedeciéndolos-. También me contó que fue profesor de escuelas técnicas hasta que se jubiló y que “de eso hace algo así como 20 años o más”. Eso trajo a colación que ya está viejo, que principio de año casi se muere “estuve a punto de un curso de arpa”, que en un mes abajó 33 kilos y no se encontraba diagnóstico a lo que le pasaba, que lo trataron mal en los hospitales y que lo mandaban a su casa diciendo que todo iba a pasar, pero él sentía malestar desde el estómago a la garganta, hasta que “de puro culo” alguien lo analizo por completo y dio con una enfermedad que se llama Acalacia, poco conocida que no te permite comer porque te quita el apetito: “me desapareció

el apetito, no me podía levantar, estaba hecho una piltrafa”. Mencionó el nombre de aquel joven héroe,

diciendo que era a quien le debía la vida - tampoco recuerdo su nombre, es evidente que retuve poco de todo lo que me contó en una capsula de diez minutos donde, enamorada por la visual, no podía controlar


el mismo nivel de atención a lo que veía y lo que contaba, demasiado estímulo, sin embargo logré un equilibrio, un poco y un poco. Así como se me olvidan detalles de su relato, también se me olvidan las flores del jardín-. Pensé, mientras distinguía el estado en el que me encontraba, frente a tantas historias contenidas en un mismo relato - embelesada y desorientada, tratando de estar presente, de contestarle y esas cosas que se hacen cuando se conversa- que no era necesario culparme por no poder atender a cada recuerdo a los que se remontaba. En ese mismo instante pensé en volver por más, para mí y para él. Volver a charlar de algo que el quisiese decirle al mundo, con alguna propuesta como “¿Qué recuerdo querés inmortalizar? Yo te ayudo”. Se lo anticipé antes de irme - casi que lo pensé en voz alta- “voy a volver por una historia tuya”, le dije mientras subía a la bicicleta, toda contenta con mi película del día. Pasado el tiempo, no me dio el coraje de volver con las mismas intenciones. Lo evalué varias veces. Enumeré en mi cuaderno una serie de excusas para volver a charlar: llevarle un budín de mandarinas, una receta para que el mismo lo pudiera hacer, invitarlo a pasear por el barrio o llegar completamente descarada y ofrecerle un micrófono para grabarle la voz entre tantas cosas más que no hice. Concluí en


que la magia de ese día, le pertenecía a ese encuentro casual, a la ocurrencia del momento y que los efectos fueron propios de un arrebato sorpresivo en medio de un martes cualquiera. Sin embargo, sostuve un par de semanas la sensación de alegría y se lo quise reconocer con un regalo. Seleccioné una de las fotos, la imprimí, la guardé en un sobre con mi tarjeta personal de “Recolectora profesional” y una nota que decía así:

Hola Guillermo Mi nombre es Julieta y hace un tiempo no muy lejano te tomé esta foto. El día que nos encontramos me contó brevemente algunas historias de su larga vida. Me pregunto si le interesaría contarme una o más en detalle, también en una charla de vereda. Considero que las vivencias que quieran ser contadas merecen un lugar en la historia general del mundo. ¿Por qué no?. Tanto ellas como usted son tan importantes como cualquier suceso narrado en un gran libro. Si le interesa la propuesta al dorso de mi tarjeta le dejo mi número de teléfono. Que tenga un buen día. PD: las mandarinas estaban riquísimas.

Julieta.


Cerré el sobre, caminé tres cuadras y lo dejé rápidamente en el alambre que ata su tranquera a la columna. Me fui contenta otra vez de ese rincón. Pasadas las semanas lo volví a ver, lo saludé desde la calle, tardó en reconocerme pero cuando lo hizo gritó “¡Gracias, eh! ¡Soy importante!”




X Julieta Marra se detiene en lo pequeño, la quietud, el descarte y las sombras. Vuelve sobre sus pasos para conocer a la gente que se cruza en la calle. Se reconoce dentro del campo de la edición y el registro en palábras e imágenes. Es fotógrafa, editora y profesora en artes visuales. Participa en la organización de Tranza, encuentro federal de gráfica, Red de Alianzas Gráficas, Interzona Residencia y Ediciones Afines.



Esta es una publicación artesanal editada por Ediciones Afines, impresa en gráfica 3D Print, La Plata, marzo 2021




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