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sentada en el respaldo brindado por un gran número de defensores que no se hallan circunscritos ni a un ámbito específico del espectro político ni a una teoría política particular, la propuesta de la renta básica goza ya de un gran predicamento. Así las cosas, contamos con suficiente desarrollo teórico para preguntarnos si el vínculo entre renta básica y republicanismo que en esta sección monográfica se plantea descansa en razones suficientemente convincentes. En lo que sigue analizaré algunos problemas que aparecen cuando se sugiere la posibilidad de dicho vínculo y concluiré con una breve reflexión. 1. Tradicionalmente, el republicanismo se ha asociado a la afirmación de que la independencia material constituye un necesario punto de partida para la libertad y la ciudadanía individuales. Lo cierto es que tal posición, a cuya defensa yo misma me he sumado, no me resulta nada problemática. Ahora bien, la cuestión que aquí nos interesa es la que pasa por analizar si argüir que la ciudadanía plena requiere cierto nivel de recursos materiales nos sitúa necesariamente en el campo de la teoría política republicana. Por ejemplo, ya en 1792 Mary Wollstonecraft sostuvo, en Una reivindicación de los derechos de la mujer, que todas las mujeres, solteras y casadas, debían ser económicamente independientes. Esto formaba parte de su defensa de la libertad, de los derechos y de la ciudadanía para las mujeres, así como de un cambio radical en las concepciones de la masculinidad, de la feminidad y de las relacio-


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nes entre sexos. Pero, ¿por qué razón debería esto hacer de Wollstonecraft una teórica política de cuño republicano en lugar de una teórica feminista de la democracia, como he sugerido en otra ocasión (Pateman, 2003)?

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2. Una idea central entre teóricos clásicos del republicanismo como Rousseau (¿debe Rousseau ser clasificado como republicano?) o Jefferson fue la afirmación de que la mejor manera de proveer a la gente de recursos es hacerlo a través de la propiedad privada, en particular bajo la forma de asignaciones de extensiones de tierra aproximadamente iguales. Pero el republicanismo no aspira hoy a un ideal de sociedad agraria, de manera que debe responder la pregunta relativa a cómo reproducir en el mundo de hoy la independencia que en el pasado quedaba garantizada por la propiedad de tierras. La política que mejor encaja en esta tradición no es la renta básica, sino su más cercana competidora: la propuesta del capital básico, esto es, la provisión, a cada individuo que alcanza la edad adulta, de un pago único o participación. Si bien es cierto que dicho capital básico no ofrece la misma seguridad que poseer una parcela de tierra, no es menos cierto que aquél da a cada ciudadano unos recursos básicos –propiedad en forma de capital, en este caso– que pueden ser utilizados como éstos lo deseen. En The Stakeholder Society, Bruce Ackerman y Anne Alstott vinculan su propuesta de un capital básico o participación con el republicanismo y la ciudadanía, y lo hacen explícitamente. Por ejemplo, afirman que “proponen revitalizar un muy viejo ideal republicano que consiste en reunir propiedad y ciudadanía en un todo indisoluble”, y que “la defensa política del capital básico arranca de ciertas preocupaciones propias del republicanismo clásico” (Ackermann y Alstott, 1999: 11, 185). No obstante, Ackermann y Alstott dejan claro que el capital básico tiene que ver con la igualdad de oportunidades y, en particular, con la igualdad de oportunidades por parte de los individuos para operar en el mercado de forma exitosa, esto es, para acumular más propiedad. En consecuencia, su propuesta del capital básico encaja perfectamente con el capitalismo. Tradicionalmente, el republicanismo ha puesto el énfasis en el autogobierno, no en la igualdad de oportunidades. En cambio, Ackermann y Alstott hacen hincapié en la igualdad de oportunidades porque invierten la formulación republicana tradicional: aseguran que el capital básico constituye “un fundamento público para la vida privada” (Ackermann y Alstott, 199: 186), mientras que el esquema republicano habitual apunta a que los recursos materiales confieren un fundamento privado para la vida pública, para la ciudadanía activa. 3. Como parte de su énfasis en la cuestión de la ciudadanía, el republicanis-


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1. Ackermann y Alstott (1999: mo tiene mucho que decir acerca de la virtud cívica y los 186) sugieren que el capital 1 deberes cívicos , razón por la cual los teóricos republicabásico sortea tanto la antigua nos se muestran poco resueltos a la hora de apoyar cualcomo la contemporánea preoquier tipo de asignación individual que no lleve asociadas cupación comunitaria con resciertas condiciones. Si no hay condiciones –aseguran–, la pecto a la virtud cívica, razón gente se siente invitada al gorroneo y termina orillando por la cual aquél se halla en condiciones de crear una ciudasus deberes. Por ejemplo, Richard Dagger, que aboga por danía común “sin la constante la renta básica frente al capital básico, descarta explícitaamenaza de la represión moramente una renta básica completamente incondicional: a lista”. cambio de la renta básica, los individuos deben prestar algún tipo de servicio público (Dagger, 2006: 166). La cuestión acerca de si la introducción de una renta básica individual conllevaría o no un aumento importante del gorroneo es una cuestión empírica que no puede ser dilucidada en abstracto. En cualquier caso, el problema estriba en el hecho de que la imposición de condiciones debilita la independencia individual y el autogobierno. Una renta básica de carácter condicional se convierte en un privilegio reservado sólo para aquellos que reúnen las condiciones estipuladas. ¿Deben acaso ser considerados ciudadanos de 203 segunda clase todos cuantos no logren reunir las condiciones o rechacen reunirlas (y es altamente probable que tanto de unos como de otros haya un buen número)? La imposición de condiciones se analiza frecuentemente en términos de reciprocidad y de gorroneo. Pero quienes participan en este debate normalmente omiten el hecho de que ni las madres ni aquellos cuyo trabajo consiste en cuidar a otras personas exigen una contribución recíproca inmediata por parte de aquellos a quienes cuidan: su trabajo no se halla condicionado a una contribución. El trabajo de esposas y mujeres, por ejemplo, se supone que viene motivado por el amor, no por la expectativa de un intercambio recíproco. Parece, pues, que el debate acerca de la reciprocidad descansa en un estrecho sentido contractual del término. En efecto, se asume que una prestación exige directa e inmediatamente la realización de una contribución específica, cuando nuestro día a día se basa, hasta cierto punto de un modo implícito, en un sinfín de actos que van ligados a la expectativa de futuros actos recíprocos o que constituyen el reflejo de acciones que en el pasado nos favorecieron. La reciprocidad es algo que se extiende en el tiempo y en el espacio.

4. David Casassas (2007) observa que muchos de los defensores de la renta básica toman el capitalismo como un hecho consumado y que la tradición republicana ha estado siempre vinculada a la lucha de clases y a un análisis


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de clase. Pero el republicanismo tiene una lamentable historia de exclusión de las mujeres de la ciudadanía, y la democracia de pequeños propietarios rurales contemplada por Jefferson no hubiera incluido a ninguno de sus esclavos negros (¡ni de los actuales!) ni a ningún pueblo nativo. Tales exclusiones son compatibles con un énfasis en el análisis de clase porque, históricamente, la clase en cuestión era la de los trabajadores varones y blancos (y sus homólogos capitalistas, varones y blancos también). En efecto, se trataba y se trata de los varones que desempeñan el rol de male breadwinner, de los trabajadores empleados que obtienen un salario de subsistencia y que dependen del trabajo no remunerado, de cuidado de los hijos y del hogar, que realizan sus esposas, las cuales, además, se encargan de que aquéllos puedan acudir a las puertas de la fábrica listos para ponerse a trabajar remuneradamente. Así, la vieja (y machista) concepción de clase encaja sin dificultades en el énfasis que a veces se pone en la cuestión de los deberes cívicos. Pero, tal como T.H. Marshall lo advirtió, no resulta nada sencillo especificar cuáles son los contenidos de estos deberes cívicos. En su famoso ensayo sobre ciudadanía y clase social, concluyó que el único deber general claro de los ciudadanos era el deber de trabajar, esto es, el deber de trabajar remuneradamente. Pero Marshall lo planteó como un deber que obligaba sólo a los ciudadanos varones. Las esposas tenían que desempeñar sus (no remunerados) deberes, pero éstos nunca fueron vistos como parte constitutiva de la ciudadanía. Además, en un contexto como el actual, marcado por una rápida globalización; por procesos de deslocalización industrial en los países ricos; por la desaparición del trabajo otrora desempeñado por el male breadwinner en favor de puestos de trabajo inestables, mal pagados y que raramente ofrecen ventajas a sus ocupantes; y por una gran mayoría de mujeres que ahora trabajan remuneradamente; en un contexto como el descrito, no resulta ya muy claro qué significado puede adquirir el término “clase”. 5. Richard Dagger asegura que “el trabajo [es decir, el empleo o trabajo asalariado] es algo bueno” y que los republicanos deberían “hacer de las oportunidades de hallar empleo algo al alcance de todos” (Dagger, 2006: 162). Pero, ¿es el trabajo asalariado algo realmente bueno? No se trata ésta de una pregunta que nos hagamos demasiado a menudo. Lo cierto es que, en medio de todas las preocupaciones sobre el comportamiento oportunista, la reciprocidad y los deberes cívicos, la institución del trabajo asalariado se ha dado siempre por sentada, lo que, posiblemente, constituya una de las principales razones por las que el capitalismo es aceptado. Los temores relativos a la posible extensión del comportamiento oportunista acostumbran a estar relacionados con cierto recelo ante la posibilidad de terminar viendo a varones carentes de


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incentivos para adentrarse en la esfera del trabajo remunerado. En cambio, raras son las veces en las que se reconoce el la enorme magnitud del comportamiento oportunista en el que incurren los varones que no llegan a desempeñar la parte de trabajo doméstico no remunerado que les corresponde de acuerdo con unos elementales criterios de justicia. Durante los últimos treinta años, el auge de la doctrina económica neoliberal ha conllevado la extensión, a lo largo y ancho del mundo, de los mercados de trabajo y de la institución del trabajo asalariado. En efecto, pese al hecho de que su estructura autoritaria lo convierte en algo antidemocrático, el trabajo asalariado ha sido presentado como condición necesaria de la democracia. De hecho, la presencia del trabajo asalariado ha sido vista como algo hasta trivial, pues se ha convenido que la propiedad privada constituye el sello distintivo del capitalismo y que, por consiguiente, el trabajo asalariado no es sino un rasgo natural del mundo. Así las cosas, las grandes corporaciones empresariales y el poder que éstas ostentan deben mantenerse a raya, pero lo cierto es que la prioridad dada a la cuestión de la propiedad desvía la atención que se debería prestar a la institución central de la organización capitalista: el trabajo asalariado y el supuesto, que éste lleva de la mano, según el cual los seres humanos pueden ser contratados por otros para que éstos los utilicen (Pateman, 1988; Pateman, 2002, pp. 20-53; Ellerman, 1992). La contratación de seres humanos es una realidad que queda encubierta por el aserto de que lo que es objeto de contratación es un servicio o la fuerza de trabajo, no la persona en sí –tal aseveración es esencial si de lo que se trata es de presentar el trabajo asalariado como el resultado de relaciones libres, y arrendar una persona en ningún caso se podría estimar compatible con la libertad de la persona arrendada–. Pero una abstracción como “un servicio” o “la fuerza de trabajo” no puede ser empleada por un capitalista: son los trabajadores, junto con sus conocimientos y habilidades, lo que interesa al capitalista situar en el puesto de trabajo. En este contexto, los empresarios controlan a sus trabajadores, quienes pueden ser “manejados” contra su voluntad, quienes ocupan puestos de trabajo que pueden ser destruidos sin su consentimiento. Así, el trabajo asalariado constituye una realidad a todas luces antidemocrática, una vasta área de jerarquía y subordinación que se extiende en el seno de sociedades supuestamente democráticas. Durante buena parte del siglo XIX, la importancia del ideal jeffersoniano de una nación constituida por pequeños propietarios independientes hizo que, en Estados Unidos, el trabajo asalariado fuera visto con recelo. Los patronos ordenaban a los trabajadores qué debían hacer, y los segundos dependían de los primeros para su supervivencia. En consecuencia, se estimaba que los trabajadores carecían de la independencia necesaria para que pudieran ser con-

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siderados ciudadanos. Así las cosas, el trabajo asalariado era visto como algo antitético al autogobierno y, en consecuencia, como una amenaza para la ciudadanía libre. Resulta, pues, irónico que una teoría política –la republicana– que se presenta como la heredera del ideal jeffersoniano de la democracia de pequeños propietarios se preocupe en la actualidad por el posible comportamiento oportunista de la gente con respecto al trabajo asalariado.

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6. Se podría argumentar que el pago regular de una renta básica constituye también una forma de propiedad –piénsese, por ejemplo, en parte de la idea de una democracia de propietarios propuesta por James Meade–. Sin embargo, concebir la renta básica como una forma de propiedad conduce a una visión equivocada de su potencial para el autogobierno individual y para la democracia, así como de sus implicaciones con respecto al capitalismo. Tal como Robert van der Veen ha sugerido, la propuesta de la renta básica y la del capital básico se hallan asociadas a dos culturas que apuntan a formas de organización social y política harto distintas. Dicho autor denomina estas dos culturas, respectivamente, “cultura del tiempo disponible” y “cultura de la propiedad” (Van der Veen, 2003). Pues bien, resulta difícil entender una cultura del tiempo disponible como parte del republicanismo. A diferencia del capital básico –una asignación otorgada de una sola tacada–, la renta básica, si es suficiente para cubrir los costes de un nivel de vida modesto, proporcionaría a los individuos, a lo largo de toda su vida, la seguridad de una subsistencia garantizada. Así, el significado democrático de una renta básica radica en el hecho de que dotaría a los ciudadanos de la oportunidad de no ser empleados. Esta posibilidad preocupa tanto a varios defensores de la renta básica como a ciertos teóricos del republicanismo. Unos y otros se muestran inquietos ante las potenciales violaciones del principio de reciprocidad que una renta básica podría ocasionar, lo que en algunos casos lleva a defender una renta básica de tipo condicionado (Anderson, 2001: 16; Atkinson, 1996: 67-70; White, 2003). Ello ilustra la profunda raigambre que la institución del trabajo asalariado tiene en el imaginario político, pues, de hecho, es precisamente porque la renta básica abriría un amplio abanico de oportunidades para los individuos, por lo que es posible vincular una cultura del tiempo disponible a la propuesta de la renta básica. Tal y como he sugerido, la cuestión del alcance del comportamiento oportunista que se podría derivar de la introducción de una renta básica remite a una pregunta empírica para la que, en este momento, no disponemos de una respuesta –conviene recordar, sin embargo, que una renta básica incondicional permite a los individuos, si así lo desean, aceptar puestos de trabajo con remuneraciones de baja cuantía sin por ello perder el subsidio–. Mi visión respecto


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a tales cuestiones es que, en un mundo opulento como el de hoy, la presencia de una cierta cantidad de haraganes es el precio que hemos de pagar para la promoción de una libertad individual verdaderamente democrática, del mismo modo que hoy toleramos y hasta aplaudimos la presencia de ricos y famosos entregados en cuerpo y alma a la holgazanería. La preocupación con respecto al trabajo asalariado es el signo de que a la renta básica se le está amputando el potencial democratizador que tiene por el hecho de desvincular la garantía de unos ingresos suficientes para la subsistencia, precisamente, de la institución del trabajo asalariado. No en vano se ha tendido a deslindar el debate sobre la renta básica de las cuestiones relativas al carácter antidemocrático del trabajo asalariado; del significado del término “trabajo”; de la interrelación entre matrimonio, empleo y ciudadanía; y de la importancia del trabajo asalariado para la creación y el mantenimiento de las estructuras de poder sexuales y raciales, que constituyen formas de subordinación que, con demasiada frecuencia, no están presentes en los debates acerca de la renta básica mantenidos por los profesionales de la teoría política. Referencias bibliográficas -Ackerman, B. y Alstott, A. (1999): The Stakeholder Society, New Haven: Yale University Press. -Anderson, E. (2001): “Optional Freedoms”, en J. Cohen y J. Rogers (eds.), What’s Wrong With a Free Lunch?, Boston, MA: Beacon Press. -Atkinson, A. (1996): “The Case for a Participation Income”, Political Quarterly, 67 (1). -Casassas, D. (2007): “Basic Income and the Republican Ideal: Rethinking Material Independence in Contemporary Societies”, Basic Income Studies, 2 (2). -Dagger, R. (2006): “Neo-Republicanism and the Civic Economy”, Politics, Philosophy and Economics, 5 (2). -Ellerman, D. (1992): Property and Contract in Economics: The Case for Economic Democracy, Oxford: Blackwell. -Pateman, C. (1988): The Sexual Contract, Cambridge: Polity Press; Standford: Standford University Press. -Pateman, C. (2002): “Self-Ownership and Property in the Person: Democratization and a Tale on Two Concepts”, Journal of Political Philosophy, 10 (1). -Pateman, C. (2003): “Mary Wollstonecraft”, en D. Boucher y P. Kelly (eds.), Political Thinkers: From Socrates to the Present Day, Oxford: Oxford University Press. -Van der Veen, R. (2003): “Assessing the Unconditional Stake”, en K. Dowding, J. De Wispelaere y S. White (eds.), The Ethics of Stakeholding, Basingstoke: Palgrave. -White, S. (2003): The Civic Minimum: On the Rights and Obligations of Economic Citizenship, Oxford: Oxford University Press.

Traducción para SinPermiso: David Casassas

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