Palabras en el bosque

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JESÚS MARCHAMALO / MARIO MERLINO 47

Palabras en el Bosque

Palabras en el Bosque

Diálogo de Lobos y Preposiciones

Dibujos de JAVIER MARISCAL JESÚS MARCHAMALO / MARIO MERLINO

Mario Merlino es licenciado en Filología Hispánica. Ha coordinado talleres de escritura para profesores, estudiantes, escritores entusiastas y perezosos. Ha colaborado durante varios años en Acción Educativa y en varios centros de profesores. Traductor literario, obtuvo el Premio Nacional de Traducción en 2004. Ha publicado libros didácticos, ensayos y los poemarios Missa pedestris, Libaciones y otras voces y Arte Cisoria. Creador del grupo Ache de Acción Poética, interviene en recitales y performances a partir de textos propios y ajenos.

CUADERNOS DE MANGANA 47

1 p T e c D s e p d p e ( ( (


Palabras en el Bosque Diรกlogo de Lobos y Preposiciones


Palabras en el Bosque Mario Merlino

Jesús Marchamalo

Diálogo de Lobos y Preposiciones

Dibujos de Javier Mariscal

CUADERNOS DE MANGANA 47 CENTRO DE PROFESORES DE CUENCA


© Jesús Marchamalo / Mario Merlino. © de los dibujos: Javier Mariscal © Centro de Profesores de Cuenca Plaza del Carmen, 4 16001 CUENCA Tel.: 969 231 218 - cuenca.cep@jccm.es - http://www.cepcuenca.com

Impresión: Eurográficas, s.l.l. C/ Colón, 27 16002 CUENCA. Tel.: 969 230 556 - Fax: 969 236 136 - eurograficas@eurograficas-sl.es

ISBN: 978-84-95964-44-1 D.L.: CU-031-2008


Cuadernos de Mangana es una colecci贸n de textos pertenecientes a distintos autores que han participado en cursos de este Centro de Profesores.

Palabras en el Bosque corresponde a la intervenci贸n de Jes煤s Marchamalo y Mario Merlino en el curso La novela espa帽ola de nuestro tiempo (X) de abril de 2008.


“le puse por nombre silva porque en las selvas y bosques están las plantas y árboles sin orden ni regla” (Pedro Mexía, Silva de varia lección)


a federico martín nebras, ese duende que supo llevarnos al bosque y dejar que nos perdiéramos a noni benegas, con quien pergeñamos bosquemas a voz en cuello y a caricia verbal limpia a isabel sánchez, por el placer de leer y provocar diciendo “que os lean”


No sé de dónde viene la palabra “bosque”. Tampoco lo dice el Diccionario, ese territorio de definiciones y etimologías y parentescos a veces inesperados. En el Diccionario se dice que la palabra tiene un origen incierto. Se dice, también, que “bosque” es un lugar poblado de árboles y matas. Eso se dice. Siempre me ha provocado curiosidad saber cómo los académicos se ponen de acuerdo en las definiciones de las palabras. Porque hay palabras fáciles y palabras difíciles. Supongo que todo el mundo estará de acuerdo en que blanco es blanco, y sombra es sombra. Pero también hay veces que la cosa se complica. “Fornitura”, por ejemplo, es conjunto de piezas de repuesto de un reloj. ¿A quién se le puede ocurrir una cosa así? Hay más: “empeque”, “gualdrapa”, “sacasillas”, “canesú”… Cuentan que Azorín, cuando le nombraron académico, propuso tres palabras: agavillar, montón de

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gavillas; robadizo, camino malo; morredero, puerto o portillín. El caso es que, como los académicos le dijeron que no, se enfadó y dejó de ir a los plenos, los jueves por la tarde. Decía que le coincidían con la hora de la cena, y que a su edad había que ser muy riguroso con los horarios. “Boscaje”, volviendo otra vez al Diccionario, es un bosque de corta extensión, y “boscoso”, que tiene bosques. También existe “emboscar”, qué bonita, convertirse, hacerse bosque. Son curiosas, desde luego, las palabras. Por ejemplo, al bosque artificial y de recreo que hay en los jardines, se le llama “bosquete”, mientras que “bosquejo”, que perfectamente podría ser un bosque artificial y de recreo, define, en pintura, el apunte, el dibujo rápido, el bosquejo, como su propio nombre indica. “Bosque” significa también abundancia desordenada de algo; es confusión, lío, madeja… Hay muchos bosques: el bosque encantado, el del espejo, el del lenguaje, el bosque de las palabras. Y, dentro de éste últi-


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mo, pequeños bosquetes (¿o eran bosquejos?): el de los adjetivos, el de los adverbios o, por qué no, el bosquete de las preposiciones. Hay que tener cuidado, amigo Merlino, porque ocurre a menudo que los árboles no dejan ver el bosque.

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Ante la maraña de las palabras escritas, entreverándose con los árboles, los insectos que suben por la corteza de los árboles, midiendo la altura de los árboles, esos versos copa arriba, inventando a los dioses en una oración que diga yo soy vuestra hoja, yo soy vuestra raíz, yo soy la savia que fluye y os escribe mensajes apasionados a la hora de la siesta, saliendo de la sombra que cubre el universo entero, estipulando cadencias, tecleando, tecleando en esas máquinas, esos pianos de escribir prehistóricos, en un homenaje, una veneración sin nombre todavía, cuando los garabatos se reúnen y no saben muy bien qué dicen ni qué quieren decir, ante todo ante vosotros, los árboles, los dioses, los primeros palotes que pretenden ser letras, la c con la a, ca, la s con la a sa, ca-sa, la casa está en el bosque, ante todo está en el bosque, ante la luz que se filtra y aún no anuncia nada, ante la perplejidad, ante los caminos que se bifurcan, que se bifurcan no, que se multiplican, sin


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saber cuál es el rumbo verdadero, porque no hay rumbo verdadero, porque la verdad no se verifica mientras no empiece a moverme, mientras me preparo para el viaje observando, mientras me despojo y me desnudo dispuesto a entrar en el laberinto del bosque, sin salir de la linde todavía, como quien espera el beso que habrá de trastornar la escritura, cuerpo presente, ante la muchedumbre de los árboles, expectante, ante

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Bajo El bosque es un lugar lleno de sonidos. Hay que fijarse, claro. La gente que vivimos en las ciudades tenemos el oído no exactamente atrofiado pero sí de algún modo adormecido, domesticado, temeroso… Por eso en el bosque tenemos la falsa impresión de que todo es silencio. Pero. En el bosque suenan los pasos sobre la hojarasca; las ramas; el viento en hojas; suenan los cantos de los pájaros y todo lo demás: silbidos, trinos, zumbidos, graznidos, aullidos… El cuco en los cerezos, ¿son cerezos? Leo en el bosque un cuento de Chéjov. Es la historia de una joven a la que sólo le quedan cincuenta rublos. Recuerda entonces a un dentista que conoció en una fiesta, con el que intimó brevemente y a quien no ha vuelto a ver. Y decide visitarlo para pedirle dinero. Pero. Al final, en la consulta, le vence la vergüenza. Y acaba contándole que en realidad le duele una muela.


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Hay un momento en que los sonidos se cuelan en el libro: un chirrido lejano, un trueno… y contagian por completo la historia. La consulta del dentista no vuelve a ser igual porque se ha llenado con los sonidos del bosque. Pero tampoco el bosque vuelve a ser el mismo, porque del libro escapa el sabor acre de la anestesia. El apuro de la protagonista, las lágrimas rodando por sus mejillas… El bosque también queda fatalmente contagiado por la historia. Y hay un momento en que la realidad del bosque y la realidad el libro se confunden. Y ya no se sabe realmente lo que es bosque, y lo que es libro. El cuento de Chejov termina con la chica caminando hacia su casa. Está llorando, y escupe sangre. Porque al final le han sacado la muela, y el dentista le ha cobrado cincuenta rublos. ¿Sabes, por cierto, que Chéjov se construyó una caseta en el jardín de su casa donde escribía? Cada mañana salía apoyado en su bastón como un príncipe, y se encerraba allí a escribir.

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Murió en un hotel en Badenweiler, en la Selva Negra. Le acompañaban el médico que le atendía y Olga, su mujer. A punto de expirar, el doctor llamó al servicio de habitaciones y pidió una botella de champán. Sirvieron tres copas y brindaron entre ellos, casi en silencio. Chéjov apenas mojó los labios. Y casi en un susurro dijo: ¡Cuánto tiempo hacía que no bebía champán! Fueron sus últimas palabras. Se echó de lado en la cama, y al rato murió.


el bosque sigo siempre al borde, quiero escribir el bosque y lo guardo, como el poeta chino Wang Wei, del siglo X. Su magnífica traductora, Pilar González España, cuenta que el gobierno quiso compensar la dedicación del poeta a la poesía y le ofreció un puesto en la administración del estado. Él, ajeno a cualquier tentación burocrática, se propuso como guardabosques, con lo que preservó su soledad (en esta calle, en esta calle existe un bosque, que se llama, que se llama soledad) y dialogó complacido con los árboles. Cabe el bosque, reconozco y admiro cada uno de los árboles. Entro y miro. Leo, sin decidirme a escribir todavía, las cortezas, la forma de las hojas, entreveo los ojos de los animales más vivarachos, de los que se ocultan recelosos, de aquellos que me miran, como el axolotl de Cortázar, y me hacen perder mis señas de identidad. Cabe el bosque soy un árbol más que aún no ha encontrado sus raíces

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Cabe

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Divertida la historia del poeta guardabosques. Cuando era niño recuerdo que había en algunos parques de Madrid unas garitas minúsculas para los guardas. No eran guardias, sino guardas. Llevaban una chaqueta de color pardo, un sombrero, y una cincha de cuero negro que les cruzaba el pecho, y en la que brillaba una enorme chapa de bronce dorado. En los pantalones, grises, dos listas rojas, cosidas. Mi hermano y yo les veíamos pasear bajo los árboles, a media tarde, marciales como húsares. Yo siempre les imaginaba matando lobos, y abriéndoles la tripa después para sacar algún cordero despistado o alguna abuelita digerida sin masticar. Otra imagen de infancia es la del basurero del pincho, por los parques.

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Caminaba por la hierba con una bolsa al hombro, oscura como la del hombre del saco. Y llevaba un bastón metálico acabado en una punta afilada con el que ensartaba los papeles, las hojas, los envoltorios de caramelos… Siempre me pregunté qué llevaría en esa bolsa. ¿Sólo papeles? He estado leyendo a Stevenson, un librito en que habla de la lectura como de un tesoro. Cuenta que quien escribe entierra un cofre. Y que el lector después lo desentierra. Pero. Ocurre la mayor parte de las veces que el lector desentierra un tesoro distinto, un tesoro enterrado en otro sitio. Los mismos libros no cuentan nunca las mismas cosas, porque los lectores buscamos tesoros diferentes: unos oro o piedras preciosas, otros incienso, o mirra…. Como reyes, ya sabéis.


contra el bosque, contra la maraña, esa especie virulenta, y descubro que escribir irrita, que los monstruos de mi imaginación no se ponen de acuerdo, que los árboles me amenazan, que no sé si son ellos o soy yo, que un árbol me habla y me asusto, que los bicharracos se me suben a la cabeza, que se ríen, que de golpe el bosque es una carretera, el tráfico es vertiginoso, y circula la publicidad de un coche completamente cubierto de frondas, y siento que el bosque me arrebata de nuevo, que la carretera es un engaño de los sentidos, y emprendo el camino convertido en caperucita, deseosa de encontrar al lobo porque no quiero, como dice Ana María Matute, ser una “caperucita imbécil”, quiero que el lobo me temple o me coma, quiero sumergirme en el bosque más hondo de su estómago, quiero grabar un mensaje en la boca del lobo con mis uñas, con mis dientes, con la fuerza que aún me sostiene y después, después, nutrido al fin de sus jugos gástricos, de los res-

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Contra

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tos de las otras carnes consumidas pueda mirar tal vez sin ojos lo que queda fuera desde la película traslúcida del lobo comido y descomido


Me gusta John Berger. He estado leyendo su último libro, cuyo título no recuerdo (es el privilegio de los desmemoriados). Cuenta que en Lisboa hay una torre a la que sube un ascensor; la torre de Santa Justa. El ascensor de Santa Justa no lleva a ninguna parte. Simplemente sube hasta lo alto de la torre, y vuelve a bajar. Lo realmente chocante es que el ascensor depende de la Empresa Municipal de Transporte que se encarga de mantenerlo y explotarlo. De modo que para montar en el ascensor no se compra una entrada, sino un billete. Seguramente se trate del viaje más insólito que pueda hacerse en una ciudad. “Leer –dice Berger– es igual” Un viaje que al final nos deja en el mismo sitio, como el ascensor de Santa Justa. Pero qué fantástica la ciudad vista desde la torre. No me comas, Merlino. Anda, no me comas.

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Desde los entresijos por donde aún puedo moverme a mis anchas y hasta romper la pared de piel y pelos que me separa del bosque, de nuevo al acecho, desde siempre al acecho, y darme cuenta en realidad de que nunca he salido del bosque, que el bosque es este espacio singular que me permite estar dentro y fuera al mismo tiempo, que, como diría Félix Grande, el bosque mide siglos de longitud y que todo se embosquece de repente: la fatiga de mis músculos, la deliberada ceguera de mis ojos, mi avance a tientas, mi no saber sabiendo, enredado yo mismo con las plantas, absurdo guardabosques que no mira y sólo sueña descubriendo en el boscaje figuras familiares, el espectro de mi madre que se disipa cuando intento abrazarla, los vapores de un amigo ebrio que se disuelven en el aire, porque todo lo sólido se desvanece en el aire, porque todo en el bosque es el bosque que imagino y que se extiende


Hay dos tipos de libros: los que se leen en casa y los que se sacan a la calle. Los libros callejeros siempre acaban con las páginas dobladas, y las cubiertas sucias. Se guardan en los bolsos, en las mochilas… Montan en metro o en autobús, y se abandonan sobre las barras de los bares a la hora del café. Hay mucha gente que forra los libros para que no se estropeen. Los libros forrados me recuerdan el colegio. Cada año, al empezar el curso, había en casa un festín de tijeras y pliegos de papel de color azul. El papel se doblaba adaptándolo a la forma del libro; se cortaban después las esquinas, y las solapas se pegaban con celo. Los libros para leer en la calle suelen acabar llenos de cosas: billetes de metro, entradas de cine o de museos, fotografías, folletos de exposiciones, pequeños papeles con números de teléfonos, o citas…

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Los libros son como cajas. Guardan en su interior las huellas de los lectores que fuimos. Hace poco tuve ocasión de ver los libros de Cortázar. Muchos guardaban papeles en su interior: páginas de periódicos, un par de dibujos, un boletín marítimo, el resguardo de una maleta… Me contaron también que habían aparecido algunos billetes de banco. Borges también guardaba el dinero en los libros. Y Lampedusa, el autor de El Gatopardo. Contaba en broma a sus amigos que los libros eran su mayor tesoro. Lampedusa leía mucho en la calle. Pasaba gran parte de la mañana leyendo en una confitería, mientras desayunaba durante horas y horas. También leía fuera de casa Baroja. Paseaba mucho por el Retiro, recogiendo castañas en otoño, siempre con la boina calada y, a veces, con los zapatos atados con una cuerda. Parece que a Azorín le gustaba leer en el metro. Iba andando con un abrigo largo, bastón y sombrero. Como una estatua de sí mismo.


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Guillén, los últimos años de su vida, en Málaga, decía que leía en un Matisse. Eso decía. Preparó un rincón de lectura junto a una ventana desde la que se veía el mar y el horizonte, como en un Matisse.

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Jesús Marchamalo y yo mientras conversamos y hay relámpagos que anuncian tormenta e iluminan el bosque que formamos, entreverados, como si Jesús y yo fuéramos mutuos entremeses, yo te como a ti, Jesús, tú me comes a mí, porque el habla es la jugosa pasta que cada uno entrega de sí mismo y si te absorbo aprendo, si me absorbes supongo que aprendes, abrámonos de orejas, que de nuestras orejas salgan plantas, otras frondas, que nuestra boca aspire el olor que despiden o les atribuyo a las bellotas del bosque, que todas las ramas se pongan a crecer, que nuestra piel sea líber, esa película como decían los latinos entre la corteza y la madera del árbol, esa parte del cilindro central de las plantas angiospermas dicotiledóneas, que está formada principalmente por hacecillos o paquetes de vasos cribosos, las cribas por donde desciende la savia, y que entonces el bosque sea el libro, el líber libérrimo que aún no está escrito, o que no para de escribirse, que se

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escribe a sí mismo absorbiendo, que se deleita con la leche que brindan las tetas del lenguaje, las tetas que nunca habrán de secarse mientras conversemos, en un diálogo más indefinido que el pretérito, abierto a todas las voces, o en un juego de monólogos paralelos que se juntan, las paralelas a veces se juntan, las paralelas a veces se juntan, o la carta que me envías, o la carta que yo te envío, entreverados, nosotros entremeses, entre tú y yo, como las tacitas de té que en otros tiempos se les regalaba a las parejas y que llevaban escrito un tú y un yo intercambiables, tacitas que ahora son cuencos de madera que hemos labrado en el bosque


El bosque cambia constantemente de apariencia: es un lugar melancólico; a veces, a veces misterioso. Llueve y el bosque se vuelve frío y desapacible. Escampa y la bruma lo inunda. Es acogedor cuando las sombras se dibujan en el suelo, en verano. Es frondoso y fresco en primavera. Pero también amenazante, de noche. Ocurre, en el bosque, que gusta perderse, a veces. Y otras, en absoluto. No sé si alguna vez Borges leyó en un bosque. No me pega, pero no se sabe. Borges llevó durante años un pañuelo perfumado en el bolsillo de la americana. Se lo preparaba cada día su tata que no le dejaba salir a la calle sin él. Una vez escribió un texto contra Perón, o dijo algo; y Perón, el pecho lleno de medallas y entorchados, lo mandó de inspector al departamento de pollos y gallinas. Los dictadores nunca ahorran en mezquindades.

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Hacia

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Me cuesta imaginarlo allí, vestido con su traje, su pañuelo perfumado y sus zapatos oscuros, brillantes como topacios, pisando la paja y las cagadas. Cuando se quedó ciego tenía un grupo de lectores que leían para él en voz alta aquellos pasajes que quería volver a escuchar. Sin embargo, seguía tocando los libros, los cogía de las estanterías, los abría y acariciaba con las manos el tacto áspero del papel. Las huellas apenas perceptibles de la letra impresa… Otro truco consistió en aprenderse poemas completos de memoria, que podía recitar de corrido. Así podía leer donde le viniera en gana: en un tren, durante una conferencia, en el bosque, por qué no… Entrecerraba los ojos para que los demás pensaran que se había dormido, que se había quedado ligeramente traspuesto. Y leía de memoria.


hasta decir basta, bebamos savia hasta decir basta... ¿Y tú me lo preguntas? ¿Me preguntas si la savia nos hace sabios? ¿No te acuerdas de Platón hablando de la capilaridad de la sabiduría? Hemos bebido savia, hemos bebido agua, hemos bebido leche de las tetas del lenguaje. Pero los higos también tienen leche. Y en este bosque sin duda hay cabrahígos, venga, Jesús, vamos a cabrahigar. Te lo explico copiando la definición del diccionario: vamos a “colgar sartas de higos silvestres o cabrahígos en las ramas de las higueras”, porque así los higos de la higuera se fecundarán mejor y “serán más sazonados y dulces”. Con las palabras pasa lo mismo que con los higos. Los dogones ya lo sabían. Hablaban de palabras secas y palabras húmedas. Sólo hay humedad en las palabras cuando fecundan. Esto es la leche. La savia es la leche de los árboles que es la leche del lenguaje que es la leche, ahora me acuerdo, a la que se refería José Lezama Lima cuando hablaba del

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Hasta

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logos espermatikĂłs. El lenguaje/la lengua es el ser mĂĄs hermafrodita que conozco: tiene tetas, tiene verga, tiene vulva, tiene ano: anus mundi, anima mundi. Hay que refugiarse alguna vez en el bosque, hay que saber entrar en el culo del mundo


Uno se sienta a la sombra de un รกrbol en el bosque. Las piernas extendidas, la espalda apoyada. Sujeta el libro sobre los muslos. Pero. La corteza es dura y รกspera, y se te clava en los omoplatos. Uno se tumba boca abajo en el bosque; los codos apoyados en el suelo. El libro sujeto entre las manos. Pero. Se te clavan las piedras en las costillas. Y te pinchan las agujas secas de los pinos. Uno se sienta con las piernas cruzadas, en el bosque. La espalda erguida, el libro sobre el regazo. Pero. Te suben las hormigas por las piernas. Por fin uno consigue tumbarse cรณmodo a leer, en el bosque, a la sombra, recostado en el suelo sobre una manta. El libro abierto, sujeto con una mano. Pero. Te quedas dormido.

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Para

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moverse por el bosque, abrazar los troncos de los árboles con los pies descalzos, sentir que el árbol vibra contigo, sentir que la tierra se mueve y te impulsa, hacer el amor con el bosque, con los árboles del bosque, con las hierbas, con el ramojo, reanudar el coito entre Afrodita y Hermes, amor y mensaje, Hermes y Afrodita, palabra y espuma, cada árbol un amante inesperado, cada encuentro una metamorfosis, cada corazón grabado en la corteza de los árboles un enigma, una ecuación nunca resuelta, obra abierta, X ama a Y, y con minúscula un suspiro (x ama a y), y que en X (o en Y, o en Y) quepan todos los leales amadores de este mundo, todas las magdalenas, todas las santas en éxtasis, todos los personajes que en la escritura del mundo han sido, el gran bosque del mundo, el bosco de las delicias, juan de la cruz liado con maría zambrano liado con juan gelman liado con hadewicj de amberes liado con john donne, donne-moi ta langue, los hombres enredaderas, las mujeres aromas

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Según Después de la lluvia, en el bosque, hay un rato en que las hojas continúan goteando. Y es el momento de leer poesía. Por ejemplo Salinas: “No, no dejes cerradas las puertas de la noche, del viento, del relámpago, la de lo nunca visto”. O Verlaine: “El otoño prestaba nuevas alas al torno, en un aire impreciso”. O Virgilio Piñera: “La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café”. Una novela acaba cuando uno acaba de leer el libro, un poema nunca. Puede leerse una y otra vez y jamás termina de entenderse del todo, o de entenderse siempre y cada una de las veces. Recuerdo que leí hace tiempo una historia. La historia de un país en la frontera de Irán que se llama Tayikistán.


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Los tayicos, descendientes de los persas, han sufrido durante décadas una ley que les imponía el ruso como idioma: los periódicos, los libros, las instancias oficiales. Todo se imprimía en ruso. Pero los niños aprendían clandestinamente el idioma de sus tatarabuelos, el persa, en los libros antiguos que tenían en casa. Y los libros antiguos estaban escritos en verso. De modo que en Tayikistán, un lugar perdido entre valles y estibaciones remotas, los jóvenes hablan el antiguo persa de los poetas. El persa de las metáforas, de la métrica, de las imágenes iluminadas…. Raya lo imaginario el que exista un lugar en el mundo donde los niños aprendan las palabras utilizando el lenguaje de los poetas. El de Miguel Hernández: “Hay un constante estío de ceniza parar curtir la luna de la era”. El de Pepe Hierro; “He aprendido a no recordar. Me asomo cada día al azogue del lago, el agua –como la piedra o el oxígeno– no tiene acá o allá, recuerdos o proyectos”.

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El de Wislawa Szymborska, húmedo como las palabras de los dogones: “Recuerdo muy bien ese miedo infantil. Evitaba los charcos tras la lluvia, sobre todo los recientes. Alguno podría no tener fondo, aunque se pareciera a los otros”.


sin que falte samuel beckett escribiendo su breve relato sin y en ese momento asome el claro del bosque, el remanso que sucede a la orgía, el lugar donde todo vuelve a empezar, el kilómetro cero, “quimera la aurora que disipa las quimeras”, y las ganas de escribir reposen, sin prisa y sin pausa, mientras la forma árbol se abre, se enarbola, y un árbol sea múltiple, refleje todos los árboles del mundo, boscosamente, y boca a boca, la poesía será hecha por todos, el conde de Lautréamont se aparezca en el claro, desbarate la sintaxis, baraje las formas, barrunte otro idioma en el idioma, y un aluvión de palabras

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So Catalina de Rusia, gran lectora. Harta de las conspiraciones palaciegas, de las mentiras y las medias verdades de sus ministros, decidió ver con sus propios ojos cómo vivían sus súbditos. Así que ordenó que le organizaran viajes en los que recorría millas y millas de carreteras, viajando en un coche de caballos. Uno de los oficiales de su séquito era el conde Potiomkin que, además, se acostaba con ella. Con otros oficiales y aristócratas, Potiomkin se encargaba de organizar los viajes, decidía los itinerarios, buscaba los sitios para dormir y, lo que era más importante, fabricaba la ficción que viviría la emperatriz. Porque, a los lados de los caminos por los que pasaba la comitiva, se construían, semanas antes, pueblos, graneros y silos de cartón y madera. Se pintaban minúsculas casas, que a lo lejos parecían ciudades, y se quemaban rastrojos para que pareciera que las fábricas


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trabajaban a pleno rendimiento. Así, la emperatriz, mirando por la ventana de su carruaje, siempre vivió en un país de ficción, de cuento, con sus pueblos falsos, y sus falsos súbditos, y sus falsas cosechas y fábricas. En la Rusia de Catalina se puso de moda tener bibliotecas. Pero los nobles no compraban libros. Un comerciante, en Moscú, se hizo rico encuadernando sobrantes de papel. Entonces las bibliotecas eran imaginarias. Hoy los imaginarios son los bosques.

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Sobre y un aluvión de palabras en emboscada caiga sobre mí, caiga sobre jesús marchamalo, caiga sobre vosotros y haya que desandar el camino, haya que perderse una vez más en el bosque para elegir la sombra, el lugar ameno donde todo vuelve a empezar, donde la escritura se hace laberinto, tauromaquia, donde el minotauro nos ofrece la hermosa figura monstruosa de lo desconocido, esa figura que no mataremos nunca porque la muerte es mentira y las palabras sobreviven las palabras sobreviven las palabras sobreviven metidas en un sobre que, aunque minúsculo, contiene el bosquema que buscábamos, la unidad del bosque en poema. Sobre el sobre, el sello de un país que aún no ha sido descubierto


Mario, ¿cómo estás? Soy Marchamalo acabo de escuchar en el contestador un mensaje de Federico, no sé si ha hablado contigo. Ha pensado que hablemos del bosque. Tú de escribir en el bosque, y yo de leer en el bosque. Una especie de diálogo, o monólogo a dos voces, una suerte de epistolario cruzado más bien. ¡Ah!, me decía también que si se nos ocurría, hiciéramos un juego con las preposiciones: ante el bosque, en el bosque, desde el bosque… Podemos repartirlas, si te parece, te quedas una mitad y yo la otra. Ya me dirás que puede escribirse de TRAS el bosque. Llámame. Un abrazo.

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LA PRESENTE EDICIÓN DE PALABRAS EN EL BOSQUE DIÁLOGO DE LOBOS Y PREPOSICIONES CUADERNO DE MANGANA Nº 47, SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN CUENCA, EL 4 DE ABRIL DE DOS MIL OCHO, FESTIVIDAD DE SAN DIÓGENES. LA EDICIÓN CONSTA DE 5 0 0 EJEMPLARES. ET VALETE.


CUADERNOS DE MANGANA Nº1

La casa del lector Gustavo Martín Garzo

Nº2 La inteligencia lingüística José Antonio Marina

Nº3

Hablar bien o el lenguaje como virtud Juan Luis Conde

Nº4 Las condiciones de felicidad Belén Gopegui

Nº5

La literatura del silencio Manuel Longares

Nº6 Narraciones e ideas Álvaro Pombo

Nº7

¿Otro camino para la novela? José María Guelbenzu

Nº8 Regreso al tapiz que se dispara en muchas direcciones Enrique Vila-Matas

Nº9

Las formas de la novela en la democracia Jordi Gracia

Nº10 Del ponerse en escena Miguel Sánchez-Ostiz

Nº11 Literatura, lectura, crítica literaria y medios de comunicación Ángel Basanta

Nº12 Lo que guardan las musas: literatura y filosofía María Fernanda Santiago Bolaños

Nº13 Narrativa en el exilio en lengua gallega Xesús Alonso Montero

Nº14 La narrativa gallega en el fin del milenio Dolores Vilavedra

Nº15 Nosotros dos Manuel Rivas

Nº16 Ensayos, dietarios, relatos en el telar: la novela a noticia José-Carlos Mainer

Nº17 Sobre la traducción Pilar del Río

Nº18 Encuentro en Cuenca José Luis Sampedro José Saramago

Nº19 Memorias de la Escuela AA.VV.

Nº20 El espacio literario en el tiempo de las autonomías Ignacio Soldevila


Nº21 Memoria, ficción José Manuel Caballero Bonald

Nº22 El peso de la memoria en las letras portuguesas contemporáneas Isabel Soler

Nº23 Literatura e Identidade/ Identidad y Literatura João de Melo

Nº24 El año que nevó en Valencia Rafael Chirbes

Nº25 El periodismo literario Mesa redonda

Nº26 Tendencias actuales del léxico hispano Humberto López Morales

Nº27 Euskal kontagintza gaur/ La narrativa vasca hoy Jon Kortazar

Nº28 Lo que antes era exacto Anjel Lertxundi

Nº29 Tocar los libros Jesús Marchamalo

Nº30 Narrativa y Posmodernidad José María Pozuelo Yvancos

Nº31 Literatura escrita por mujeres Paula Izquierdo

Nº32 Matemáticas y Literatura Joaquín Leguina

Nº33 Defensa de la fantasía Espido Freire

Nº34 Lo que son las cosas Luis Eduardo Aute

Nº35 98 y 27: dos generaciones ante el cine Vicente Molina Foix

Nº36 Hubo un animal arco-iris que despedía un aliento multicolor Fernando Arrabal

Nº37 A propósito de mi narrativa Antonio Colinas

Nº38 El color del Quijote ¿Qué pintan los profesores? V Exposición colectiva

Nº39 El artículo literario. De Francisco Ayala a Javier Cercas Fernando Valls

Nº40 La novela española hacia el nuevo milenio: algunas impresiones Marta Sanz

Nº 41 Segundo año triunfal Ignacio Martínez de Pisón

Nº 42 Del cuento literario Juan Pedro Aparicio José María Merino


Nº 43 Entre la memoria y la invención Lorenzo Silva

Nº 44 Escribir de lo que nos pasa. La escritura diarística Juan Cruz Andrés Trapiello

Nº 45 Historia, novela y memoria o el camarote de los hermanos Marx Alfons Cervera

Nº 46 Vigencia de lo fantástico en el imaginario moderno Pilar Pedraza

Nº 47 Palabras en el Bosque Diálogo de Palabras y Preposiciones Jesús Marchamalo Mario Merlino


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