Luces de Bohemia 08/12/2008: "Regálanos tu texto"

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Encuentros Literarios - Literární setkání



Regálanos tu texto Praga 8.12.2008 Invitado especial: Petr Šabach Música a cargo de: Ça Va (www.cava.cz)

Arturo Herrera Colmenero (México 1973) Dentro de una hora para regalo Un sueño llegó engalanado vestido en piel anaranjada, prendía en su solapa un fistol en forma de ombligo. Atravesó el paraíso, sorteó agujeros ennegrecidos por la sombra del olvido, se alimentó de preguntas vacías y pasó noches de eternos amaneceres. Una alborada de un suspiro le despertó. En la oscuridad de su pubis impregnó la soledad por la cual navega el desvarío, alejado de si. Los silencios de las soledades le guiaron hasta ahí, ahí mismo donde le ves de pie. Vino, con el anhelo de destapar una botella de si mismo en el festejo del sí, mismo anhelo del poema amoroso. Ni Yo había jamás visto anillo de hermosa redondez, ni Si Mismo tampoco. Era el juego del ombligo apostando por su origen; el sueño se lo ofreció con intenciones nupciales. Entonces, de inmediato el Poema perdió toda noción de orden y sentido. Dos simples líneas bastaron para detonar en sus carnes alucinaciones: trazos masculinos y miradas femeninas. Ante la pregunta, no dudó, mas duró la fascinación de la muerte pequeña a su lado fascinada imaginando un futuro donde la procreación nacería y crecería en los jardines de la resurrección. Le obsequió un ramo de retoños del cementerio de monedas.

Poema enmudeció. Por sus pómulos danzaban lágrimas sabor a minutos reflejando luces de palabras. No decían nada, todo lo admiraban. Fantasías le chapearon con polvos de defloración, fina, pequeña, de cabellos cobrizos en brazas de pasión. Resguardado en Si Mismo, inquieto en la transparencia de su conciencia el hijo de Lírica asintió. Le dedicó: Pulcritud de linaje absorta paciencia, No es la mácula la barrera sobre los hallazgos bajo nuestro mismo mismo servicio. Y respondió: El profeta es una profesión extinta. El amanuense ya no ve amaneceres. El profeta en poeta convirtió. El amanuense en amante cayó. Ambos persisten.


Karel Èapek (Malé Svatoòovice, 1890 – Praha, 1938) Fragmento de Dášenka, vamos la vida de un cachorro (Traducción de Jitka Mlejnková y Alberto Ortiz)

Sobre los hombres Qué se le va a hacer, Dáša, pronto ya te irás de nuestro lado y pertenecerás a otra manada. Por ello, te voy a contar algo sobre los hombres. Por lo que dicen algunos animales, el hombre es malo. Lo dicen también algunas personas, pero tú no lo debes creer. Si el hombre fuera realmente malo, vosotros, los perros, no hubierais ido a vivir con él y os quedaríais a vivir libres en las estepas. Viendo la gran amistad que habéis trabado con él, se entiende que desde hace miles de años os dé caricias, os rasque detrás de las orejas y también os alimente. Hay varias clases de personas. Unos son grandes, ladran con voces profundas como los sabuesos y suelen tener barbas. Se les llama papas. Debéis uniros a ellos, pues son los que llevan la manada de los hombres y, por este motivo, a veces dan miedo. Si tú te portas bien, no te harán ningún daño; por el contrario, te rascarán en la cabeza... y eso te gusta mucho, ¿no es así? Las personas de otra clase son algo más pequeñas, ladran con voces más altas y sus morritos son lisos y sin pelo. Estas son las mamas y tú únete a ellas también. Te darán de comer, cepillarán tu pellejito y te cuidarán en todos los sentidos; te acariciarán y no permitirán que nadie te haga daño. Sus patitas delanteras son todo bondad y bonanza. Las personas de la tercera clase son pequeñas, sólo algo más grandes que tú y chillan como unos cachorros. Son los niños y tú debes unirte a ellos. Los niños jugarán contigo, te tirarán del rabito y te perseguirán por la pradera y, en fin, te harán muchas perrerías para divertirte. Como ves, una manada de hombres está bien organizada. Algunas veces jugarás con otros perros por la calle y te sentirás bien y alegre con ellos; pues es tu sangre y tu género. Pero tu casa, Dáša, tu

casa está donde están los hombres. A la gente te une algo más delicado y extraño que la sangre. Ese algo es la confianza y el amor. ¡Bien, ya puedes irte a correr! Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Génova, 1986) Poema inglés (Traducido por Ezequiel Zaidenwerg) El alba inútil me sorprende en una esquina desierta; sobreviví a la noche. Las noches son como olas orgullosas; olas azul oscuro, de pesadas crestas, cargadas con los tonos de profundos despojos, cargadas de improbables y deseables cosas. Las noches acostumbran misteriosos dones y rechazos, de cosas que se dan por la mitad y a medias se retienen, de delicias que albergan un hemisferio oscuro. Así obra la noche, yo te digo. La marea, esa noche, me dejó los jirones y retazos disjuntos de costumbre: algunas amistades que odio, para charlar; música para sueños; la humareda de cenizas amargas. Las cosas a las que mi corazón hambriento no puede hallarles uso. La gran ola te trajo. Palabras y palabras, cualesquiera, tu risa; y vos tan perezosa e incesantemente bella. Hablamos, y olvidaste las palabras. El alba destructora me encuentra en una calle desierta, en mi ciudad. Tu perfil que se aleja, los sonidos que conforman tu nombre, la cadencia de tu risa: esos son los ilustres juguetes que dejaste para mí. Los revuelvo en el alba, los pierdo, los encuentro; se los cuento a los escasos perros vagabundos y a las pocas estrellas vagabundas del alba. Tu rica vida oscura… Debo alcanzarte, de algún modo; aparto estos ilustres juguetes que dejaste para mi, quisiera tu mirada subrepticia, tu sonrisa real; esa sonrisa solitaria y mordaz que la frialdad de tu espejo conoce.


Adrián Pulido Sanjurjo EL VIGILANTE / Un día en el infierno o no Cuando vi a Kafka sentado en la cima de una inmensa duna con un puñado de arena sobre su mano derecha contando granos supe que estaba en el infierno o, al menos, que lo estaba soñando. Mi sospecha aumentó al desandar algunos pasos y contemplar ante mí una enorme catedral cuya fachada barroca era, toda, una puerta. No pronuncié palabra alguna, pero sí la pensé. Los enormes portones comenzaron a ceder y un hilo vertical luminoso fue apareciendo entre la comisura de las puertas. Pronto me hallé en una gigantesca estancia circular cuya pared, también circular, parecía compartimentada. Alcé la vista y divisé la cúpula grandiosa. Tenía una abertura en su centro por donde entraba una luz difusa que dotaba a aquel lugar de una atmósfera nebulosa. Continué escrutando la sala y pronto descubrí una escalera pegada a la pared que ascendía casi hasta la cúpula. Al final de ella vi a un hombre viejo que sostenía un espejo con una mano mientras con la otra palpaba de forma extraña la pared. -Disculpe señor. ¿Qué pretende?- Le espeté. Y un eco nítido reprodujo mis palabras. Me dio la sensación de que aquel hombre tardaba siglos en hacer sus movimientos como si fuese presa de alguna trampa del tiempo. Pero al fin giró su rostro y pude ver una cara alargada y famélica que contenía unos ojos grises perdidos en el infinito. -Procuro ordenar los libros de esta imposible biblioteca- Me contestó con una voz trágica y plomiza. -¿Libros?- Balbuceé. Inmediatamente advertí, acercándome minuciosamente a la pared, que, efectivamente, innumerables nombres de libros cubrían toda la estancia. Lo verdaderamente extraño era que resultaba imposible sustraer ni siquiera un ejemplar: no existía separación entre ellos. -Pero señor. Perdone que vuelva a importunarle. ¿No se da cuenta de que los libros están unidos?- Me atreví a indicarle.

-Unidos o muy apretados, sí. ¡Qué bien hacen un buen par de ojos! Yo tardé años en darme cuenta.- Sus palabras discurrían lentamente y el tono no evocaba resignación, sino misterio. -No quiero molestarle señor. Pero su tarea es un absurdo.-Concluí. -Yo peno aquí y me ha sido confiada esta misión. Intuyo, además, que detrás de la primera hilera de libros hay otra. Busco una hendidura que me permita iniciar mi cometido.- El temple de su voz me aturdía y la connivencia con su situación me enervaba. Recordé que de mi cinto colgaba un machete. Lo desenfundé y, subiendo un tramo de escalera, alargué mi mano ofreciéndole el acero. -Tome.- Le dije. Él estiró su brazo y palpó la afilada hoja del machete. -Es de agradecer la alternativa que me confías, pero presencié y me fueron reveladas demasiadas reyertas donde murió gente a cuchillo. Yo no puedo acabar así. Mi vanidad impide que mi muerte caiga en el olvido y mi tesón rechaza el suicidio.-Devolví el machete a su funda y bajé de la escalera con gesto resignado. Me pareció extraño que aquel lugar no diera a ningún sitio y que tan sólo me quedara regresar por donde había venido. Resultaba ilógica la magnificencia de una catedral para imponer un castigo. Toda aquella belleza arquitectónica me revolvía el estómago. -¿Sabes que a Kafka le ha sido encomendada la tarea de contar los granos de una enorme duna? Está ahí fuera, a escasos nueve pasos de aquí. –Le comenté al bibliotecario en respuesta a la inutilidad de mis actos y al tedio que me invadía. -¿Kafka dices? El hombre del que me hablas no es Kafka. Es Chesterton disfrazado de él y su tarea es acaso peor que la mía. Te habrás dado cuenta, supongo, que una ligera brisa ventea en la cima y que cuando Chesterton llena su mano de arena cientos de granos son barridos por el viento y depositados al pie de la duna. El escritor al que te has referido se encuentra bastante más abajo y dicen que tiene mil caras y su misión al parecer es atroz,


pues no sabe cuál de todos sus rostros es el verdadero.- Mientras hablaba no cejaba en el intento de encontrar una apertura entre los libros. -Cuénteme sabio señor. ¿Qué más escritores ilustres conforman este mundo? -La mayoría, acaso todos; pero únicamente pude intuir a algunos. Tan sólo un piso por debajo se encuentra Rilke al que se le ha impuesto la tarea de dejar de ser humano. Más profundo se halla Flaubert interpretando textos sin intención. Y en el fondo, donde la oscuridad se cierne y pesa, donde el principio se confunde con el fin, Dante está apostado junto al amo, obligado a observar todos los actos sin poder efectuar ninguno. – Tras acabar calló y, después del eco, el silencio se apoderó de la estancia. Ángel Ortuño (Guadalajara, México, 1969) Las soberanas aguas Las soberanas aguas del aire en la región quién las sostiene FRAY LUIS DE LEÓN

Es mejor suponerlo pesado, algo turbio, serpentino. Inevitable ámbar ¿es un lugar común? n alegres raíces delineando. Cielo del paladar asciende en ablución breve la prenda obligada a ser blanca para ser maculada por las aguas menores de la hermosa.

Antoni Ferrando Fragmento de Novela inédita –Praga, qué interesante. Hace tiempo que no voy ¿Os he contado alguna vez la anécdota del escocés de Praga? –¡Un montón de veces, Juan! –dijo Roca, risueño, dejando por un momento la conversación con López. –¡Da igual, nos gusta oírla! –dijo Lali. –Bien, pues allá voy. Resulta que aquel día habíamos tenido un montón de reuniones que acabaron bien y nos dieron ganas de celebrar. Llegamos a un restaurante que hay detrás del Castillo... –Así, con esta facilidad, Juan ya los tenía a todos donde quería, mirándole y escuchándole. El episodio del escocés de Praga lo recuerdo bien. Es cierto que la ciudad es realmente "preciosa", y demasiado, según como se mire, porque te provoca la sensación de estar en un decorado: hay un Castillo en las alturas, en realidad un complejo de edificios, y el barrio de Malá Strana, con sus callejuelas empinadas, las cúpulas y las torres de sus iglesias vacías, donde a veces resuena un órgano. Luego están esos muros con farolas de estilo antiguo, y esos por entones cerrados a cal y canto, tras los cuales se asoma el fleco vegetal de un jardín privado. Están esas fachadas de los palacios, de delica dos colores pastel, con dobles ventanas de madera blanca por las que de vez en cuando se escapa una garlanda de piano que sube serpenteante hacia el cielo. Habíamos pasado una hora larga paseando por la ciudad antigua. Juan disertaba sobre la vida del emperador Rodolfo, obviando la publicidad de las multinacionales habituales; los camareros en la calle, en la puerta de sus establecimientos, a la espera del cliente; los taxistas sentados en sus capós; los rebaños de adolescentes italianos cantando e ingleses gordos y enrojecidos, atraídos por la cerveza y las putas baratas. Precisamente, en el restaurante nos tocó compartir sala con uno deesos grupos. Eran escoceses. Sólo uno de ellos llevaba kilt. Juan siguió en la misma tónica: el rabino Löw, el


Gólem, y la desordenadamente de Rodolfo II, el emperador enloquecido que se desentendió del gobierno y se gastó una fortuna llamando a artistas de todo el mundo que llenaron hasta el techo los salones de palacio. De cómo a Rodolfo le echaron por loco. Ahora bien, a medida que aumentaba el volumen de cerveza ingerido por los vecinos, subía el volumen de sus canciones, de modo que al final de la cena ya resultaba imposible abstraerse. Juan se dio cuenta, y se puso a hacer comentarios insultantes en inglés, en voz alta, mientras miraba abiertamente al grupo. Nos habían traído coñá y él había pedido un puro. El escocés del kilt, el más grande y uno de los más ruidosos, a primera vez nos miró como para asegurarse de que había oído bien. La segunda se levantó y se plantó al lado de Juan. –What did you say? –el vozarrón nos dejó a todos clavados en la silla. El tipo debía medir un metro noventa. Tenía unos brazos como para llevar en cada hombro un barril de whisky de 25 litros. Juan se levantó impasible, con el puro en la boca, y se quedó mirándole. Cuando el escocés enorme lo agarró por las solapas y lo elevó un palmodel suelo, una camarera chilló y a los demás se nos heló la sangre. –What did you say? –repitió el tipo. Todo había ido demasiado rápido para que nadie se pudiera interponer. Cuando nos temíamos lo peor, Juan dio una calada al puro, y le dijo al gigantón de la falda: –I'm not talking to you, milady –y le sopló el humo en la cara. El otro tuvo que soltarle para toser, y sus compañeros explotaron en una risotada. Uno de ellos se levantó, yo también, cuando supieron que éramos catalanes dijeron que los escoceses y los catalanes no se pelean, y nos pidieron que nos añadiéramos a su mesa, lo hicimos, y estuvimos cantando y bebiendo hasta las tantas. Cuando salimos del local empezaba a amanecer. Caminábamos por una callejuela empedrada y llegamos a una tapia. Juan subió ágilmente, y yo detrás de él. Contemplamos el

paisaje de tejados y arboledas de los parques. Entonces Juan se sacó el pene y empezó a orinar. El chorro hacía una parábola dorada que brillaba con los primeros rayos de sol. Cuando los escoceses lo vieron, se subieron a la tapia y enseguida hubo cinco o seis parábolas doradas saludando a la mañana, sobre ese fondo de tejados, torres y cúpulas que forman el horizonte incomparable de Malá Strana, patrimonio de la humanidad. Luisa Etxenike (Donostia, 1957) Scrabble - La he utilizado para comprarme esta chaqueta - ¿Qué chaqueta? - ¿Cómo que qué chaqueta? - Sí, ¿qué chaqueta? - La que llevo puesta - Eso no es una chaqueta. - ¿Cómo que no es una chaqueta? - Eso es una americana. O una blazer. - Yo siempre he dicho chaqueta. - Pues has dicho siempre mal. - Qué más dará. - Da. Y ahora contéstame, ¿para qué has cogido mi tarjeta de crédito? - Ya te he dicho que para comprarme esta americana de los cojones. - ¿Y para esa mierda de chaqueta te has gastado casi sesenta mil pesetas?

David Trueba (Madrid, 1969) Fragmento de Cuatro amigos Blas ponía al corriente de mi vida y milagros a mis enemigos. Es periodista, le escuché definirme. Periodista. Nada más lejos de la realidad, quise objetar. Había ejercido como tal, pero mi reguero de desastres era inmenso. Mi carrera profesional no era mejor que mi carrera personal. Me volvió a la memoria aquella excitante entrevista que mantuve en los jardines del Ritz con la actriz Michelle Pfeiffer en la cumbre de su belleza rubia. Cuando salí de casa advertí a Bárbara y sus


muslos que quizá no regresara jamás. Nada me satisfacía más que provocar una punzada de celos en ella, por una vez girar las tornas. Lo que pasó fue bien distinto. Mientras esperaba mi turno, me senté en el borde de piedra de una fuentecilla y bastó una mirada perdida y azul de la actriz, que sostenía una entrevista con otro colega en la proximidad, para hacerme tambalear, perder el equilibrio y caer al agua. Cuando me senté para comenzar la entrevista me había cubierto con el abrigo la ropa empapada, pero la humedad se filtraba a mis huesos. Todo transcurría con corrección, con menor entusiasmo del que yo había aventurado. Entonces estornudé y corrí a cubrirme la boca con el cuaderno de notas, pero cuando levanté la vista, un verde moco incontrolado se había ido a posar en la mejilla de la actriz. Con toda la naturalidad que me permitía su mirada gélida, sin dejar de formular mi pregunta larga y confusa, saqué un pañuelo del bolsillo y limpié se cara como quien hubiera percibido una pequeña mota de polvo. En plena desolación cancelamos nuestra charla. O cuando «ancha es Castilla» tuvo a bien concederme el privilegio de entrevistar a García Márquez en su hotel. Llegué concentrado, preparado, excitado, pero quizá por culpa de los nervios v la responsabilidad, con el estómago suelto. En la tercera pregunta, ruborizado, con la tripa contraída, le solicité permiso para entrar en su baño. No llegué a bajarme los pantalones por completo, ni tan siquiera alcancé a sentarme y abrir la taza. Un segundo después, mi propia mierda me rodeaba, impregnaba las paredes, hasta la puerta blanca impoluta. Y el premio Nobel me aguardaba fuera mientras yo me afanaba en limpiar con papel higiénico el desastre causado y encendía cerillas para diluir el olor. No conseguía más que esparcir el horror, impregnar aún más las lujosas paredes con un realismo nada mágico, así que tras veinte minutos, y después de atrancar el inodoro y chapotear sobre el suelo inundado, me atreví a salir. Contesté como pude su pregunta de si me encontraba bien y me evadí con la esperanza de que no recordara mi cara. Tuve que soportar la

reprimenda del subdirector cuando llamó al periódico para protestar. O cuando me dio un ataque de risa en una conferencia de prensa de Stephen Hawking y hube de lanzarme al suelo, entre los pies de los demás periodistas serios, fingiendo durante tres cuartos de hora que buscaba el bolígrafo. O cuando Bryce Echenique se quedó dormido recostado en su sofá al escuchar mi segunda y documentadísima pregunta y me marché después de veinte minutos sin atreverme a despertarlo. O cuando Jack Nicholson me pisotee la grabadora en mi propia cara por formularle una pregunta sobre su vida privada que «ancha es Castilla» me había forzado a plantear pese a mi oposición moral al cotilleo. O cuando en un aspaviento de entusiasmo que suplía mi limitado inglés le pegué un manotazo en las gafas a Woody Alien y se las rompí contra el suelo de su suite, pese a estar avisado por su relaciones públicas de que el neoyorquino odia el contacto físico. A esa carrera notable de periodista se refería Blas.


Ariadna G. García (Madrid, 1977) Poética Distingue el carnicero cuando corta en pedazos un pollo el contra - muslo del muslo, una porción de carne de otra pieza con la que forma un órgano completo; indivisible, si no es por la palabra o el cuchillo. Lo mismo tú: introduces en frascos de formol recuerdos desgajados de otros tantos recuerdos de tu vida, esperanzas, pedazos de tu ser arrancados de ti. No te das cuenta, pero buscando el modo de trascender el tiempo tu palabra limita un mundo ilimitado. Jorge Zúniga Pavlov Nunca más Ya vámonos de una vez, le había dicho el flaco González, muerto de borracho, el conchudo lo invitaba a chupar y después tiraba pa la cola, es que se trataba de unas copitas no más pus compadre, le decía, a usted se le calienta el hocico pus cumpa y no hay quien lo pare. Y es que usted no se ve como se pone, le vienen los mareos y se nos anda cayendo, después se pone a güitriar y como la cuestión se contagia, terminamos todos vaciando la vianda, como si tuviéramos plata pa andar votando lo que uno recién ha almorzao y ganao con el sudor de su frente pue. Gonza no seas mariquita vamo a ponernos la última rondita, si total: entre ponerle y no ponerle, mejor ponerle. Agarró el chuirco de vino litriao y llenó los

vasos, brindaron estruendosamente, las copas se estrellaron vaciando el vino al suelo cubierto de orines y boletos de micro. Apretó el pucho contra la concha de loco en la barra y sintió que la última era la vencida. Concholepas, concholepas pensó mirando al molusco humeante que se le volvía doble en una marejada de humos que se le iban deshaciendo. Sintió un mareo y de un golpe se cayó, seco al suelo, aterrizando de hocico pue doña Clarita, se lo vengo diciendo desde que nos conocimos en la cana, se acuerda del operativo, cuando nos encontraron los panfletos que habíamos guardado de puro huevones que somos. No supo más. No se acordaba si lo habían levantado inmediatamente o se había ido como otras veces de voltereta en voltereta, a codazos por las paredes, hasta llegar a su calle y caerse en la mecedora donde doña Juanita, su madre, que vendía atados de flores los domingos. Se sintió tieso, esta vez no era broma, no vuelvo a tomar de esta manera pensó, seguramente se había golpeado de tal manera el mate, que se había hecho algún daño. Abrió los ojos, pero no veía, sintió que le faltaba el aire, que borrachera más jodida, menos mal que es domingo, día de descanso, apenas me levante me voy para el mercado a ponerme unos marisquitos, con una sopita marinera se me van a ir todos los tiritones. Pero si no sentía frío, por el contrario, se sintió bien arropado, por las rechucha, no podía entender que abriera los ojos y viera todo negro, la puta, esta es una del González, flaco desgraciao, de puro picao porque le gané chupando. Trató de mover los labios y sintió un leve sabor a flores. Pero quizá qué mierda estuve chupando que ya ni me acuerdo. Llamó en voz alta, sin embargo nadie le contestó, cresta, esto está reraro, pensó, sintió un cansancio enorme, se le había pasado esta vez la mano chupando. Pero si me lo había advertido don Lucho, el medico del barrio, déjese de andar metiéndose cualquier cosa, que uno de estos días no va a contar el cuento. Era esto lo que me quería decir este brujo de mierda. Trató de mover los pies y sintió que los tenía cubierto


por algún objeto demasiado pesado. Dormiría, sí lo mejor era que descansara, después despertaría relajado y lleno de vida, saldría a la puerta de la mediagua, a mirar los autos que pasarían echando humo, como fumadores tuberculosos, esperaría la noche, a que llegaran los que se habían conseguido un pololito pal fin de semana, alguien lo invitaría a tomarse unas pilsensitas y se iría de nuevo por ahí, sacándole pica al maricón del González que lo hacía pasar estos malos ratos. Pero no se pudo dormir, ya no se sentía borracho, mierda lo que faltaba, que le viniera una de verdad. Logró estirar la mano sintiendo una tela fresca que lo rodeaba, la apretó fuerte entre los dedos, sí, era seda, la misma que había empezado a sentir que le rozaba la cara. Respiraba con dificultad, hizo un esfuerzo y sintió que se golpeaba la cabeza con algo. No podía ver nada en esa oscuridad, sintió hambre y el ruido de las tripas le retumbó en los oídos. De a poco trató de incorporarse hasta darse cuenta que no podía, que algo más duro y sólido lo cubría. Su olfato, despierto por el apetito y el malestar en las sienes le empezó a exigir que hiciera algo, volvió a tratar de llamar a alguien. Gritó, pero el sonido de sus palabras retumbó nuevamente. Era extraño, se sentía encerrado, juró que no volvería a tomar en su vida, tuvo miedo, nadie lo oía, sintió de pronto voces, por fin se dijo, mi amigo el flaco González se compadeció de mí, le voy a mentar la madre por esta clase de bromas. Mire que andar jugando con uno de esa manera. La voces eran cada vez más nítidas, hizo un esfuerzo para poder entender de que hablaban, le estaban gastando un chiste. Trató de reconocer a los presente dentro de un murmullo que se diluía en llanto. Pero si era su mujer la que sollozaba, mijita, Clarita le juro que es la última vez. De pronto sintió un balanceo, como si lo movieran de un lado a otro, las voces se volvieron menos nítidas y sintió una humedad que le recorrió el cuerpo. Empezó a faltarle cada vez más el oxígeno y en el esfuerzo por respirar sintió un fuerte olor a

tierra. Quiso levantar la frente y lo único que logró fue sentir el carraspeo de un pala que se hundía en un arenal y el ruido seguido de un golpe de tierra que sentía caerle de lleno encima, sintió cada vez más frío. Era ya tarde. En su último esfuerzo por escuchar descubrió que mencionaban su nombre, el padre Ricardo lo aclamaba, había sido un buen hombre que se había descarriado en los últimos meses, ustedes saben hijos míos como la bebida quiebra la voluntad de nuestras ovejas, nuestro Señor Jesucristo tiene un lugar en el cielo para sus hijos, que han pecado y han sabido pedir perdón y soportar las injusticias de la cesantía y la miseria a la que el pueblo de Dios se ve puesto a prueba por la ignominia de los que han traicionado a la patria. El último puñado de tierra cayo sobre el cajón, el padre Ricardo le deseo un descanso en paz, los vecinos se disolvieron. El flaco González se fue llorando prometiéndole a todo el mundo y a los cuatro cabros chicos de su compadre que dejaba el copete y que nunca más. Alejo Carpentier (La Habana 1904-1980) Fragmento de El siglo de las luces Y por primera vez se vio Sofía fuera, entre mansiones que la noche acrecía en honduras, altura de columnas, anchura de tejados cuyas esquinas empinaban el alero sobre rejas rematadas por una lira, una sirena, o cabezas cabrunas silueteadas por el hierro en algún blasón lleno de llaves, leones y veneras de Santiago. Desembocaron en la Alameda, donde algunos faroles quedaban encendidos. Extrañamente desierta lucía, con sus comercios cerrados, sus arcadas en sombras, la fuente muda y los fanales de las naves mecidas en las copas de los mástiles, que, con apretazón de selva, se alzaban tras del malecón. Sobre el rumor del agua mansa, rota por el pilotaje de los muelles, trashumaba un olor de pescado, aceites y podredumbres marinas. Sonó un reloj de cuclillo en alguna casa dormida y cantó la hora el sereno, dando


el cielo, en su pregón, por claro y despejado. Al cabo de tres vueltas lentas, Esteban hizo un gesto que expresaba su deseo de ir más lejos. Enfilóse el coche hacia el Astillero, donde los barcos en construcción, elevando el costillar en las cuadernas, remedaban enormes fósiles. «Por ahí no», dijo Sofía, viendo que ya se estaba más allá de los diques y que atrás quedaban las osamentas de buques, en todo esto que se iba poblando de gente con feas cataduras. Víctor, sin hacer caso, castigó levemente las ancas del caballo con el fuete. Cerca había luces. Y al doblar una esquina se vieron en una calle alborotada de marineros donde varias casas de baile, con ventanas abiertas, rebosaban de músicas y de risas. Al compás de tambores, flautas y violines, bailaban las parejas con un desaforo que encendió las mejillas de Sofía, escandalizada, muda, pero sin poder desprender la vista de aquella turbamulta entre paredes, dominada por la voz ácida de los clarinetes. Había mulatas que arremolinaban las caderas, presentándose de grupa a quien las seguía, para huir prestamente del desgajado ademán cien veces provocado. En un tablado, una negra de faldas levantadas sobre los muslos, taconeaba el ritmo de una guaracha que siempre volvía al intencionado estribillo de ¿Cuándo, mi vida, cuándo? Mostraba una mujer los pechos por el pago de una copa, junto a otra, tumbada en una mesa, que arrojaba los zapatos al techo, sacando los muslos del refajo. Iban hombres de todas razas y colores hacia el fondo de las tabernas, con alguna mano calada en masa de nalgas. Víctor, que sorteaba los borrachos con habilidad de cochero, parecía gozarse de aquel innoble barullo, identificando a los norteamericanos por el modo de tambalearse, a los ingleses por sus canciones, a los españoles porque cargaban el tinto en botas y porrones. En la entrada de un barracón, varias rameras se prendían de los transeúntes, dejándose palpar, enlazar, sopesar; una de ellas, derribada en un camastro por el peso de un coloso barbinegro, no había tenido el tiempo, siquiera, de cerrar

la puerta. Otra desnudaba a un flaco grumete demasiado ebrio para entendérselas con su ropa. Sofía estaba a punto de gritar de asco, de indignación, pero más aún por Carlos y por Esteban que por ella misma. Aquel mundo le era tan ajeno que lo miraba como una visión infernal, sin relación con los mundos conocidos. Nada tenía que ver con las promiscuidades de aquel atracadero de gente sin fe ni ley. Pero advertía, en la expresión de los varones, algo turbio, raro, expectante —por no decir aquiescente— que la exasperaba. Era como si «eso» no les repugnara tan profundamente como a ella; como si hubiese entre sus sentidos y aquellos cuerpos ajenos a los del universo normal un asomo de entendimiento. Imaginó a Esteban, a Carlos, en aquel baile, en aquella casa, revolcados en los catres, confundiendo sus limpios sudores con las densas exudaciones de aquellas hembras... Parándose en el coche, arrancó el fuete a Víctor y descargó tal latigazo hacia delante, que el caballo echó a galopar en un salto, derribando las pailas de una mondonguera con la barra del tiro. Derramáronse el aceite hirviente, la pescadilla, los bollos y empanadas, levantando los aullidos de un perro escaldado que se revolcaba en el polvo, acabando de desollarse con vidrios rotos y espinas de pargo. Un tumulto cundió en toda la calle. Y eran varias negras las que ahora corrían detrás de ellos en la noche, armadas de palos, cuchillos y botellas vacías, arrojando piedras que rebotaban en los techos, arrastrando pedazos de tejas al caer de los aleros. Y fueron luego tales insultos, al ver alejarse el coche, que casi movían a risa por exhaustivos, por insuperables, en la blasfemia y lo procaz. «Las cosas que tiene que oír una señorita», dijo Carlos, cuando regresaron a la Alameda por un rodeo. Al llegar a la casa, Sofía desapareció en sus sombras, sin dar las buenas noches.


Federico García Lorca (Granada, 1898-1936) Así que pasen cinco años (Por la puerta de la izquierda aparece el Niño muerto con el Gato. El Niño viene vestido de blanco primera comunión, con una corona de rosas blancas en la cabeza. Sobre su rostro, pintado de cera, resaltan sus ojos y sus labios de lirio seco. Trae un cirio rizado en la mano y el gran lazo con flecos de oro.El Gato, de azul, con dos enormes manchas rojas de sangre en el pechito gris y en la cabeza. Avanzan hacia el público. El Niño trae al Gato cogido de una pata.) GATO. Miau. NIÑO. Chissssss... GATO. Miauuu. NIÑO. Toma mi pañuelo blanco. Toma mi corona blanca. No llores más. GATO. Me duelen las heridas que los niños me hicieron en la espalda. NIÑO. También a mí me duele el corazón. GATO. ¿Por qué te duele, niño, di? NIÑO. Porque no anda. Ayer se me paró muy despacito, ruiseñor de mi cama. Mucho ruido, ¡si vieras!... Me pusieron con estas rosas frente a la ventana. GATO. ¿Y qué sentías tú? NIÑO. Pues yo sentía surtidores y abejas por la sala. Me ataron las dos manos, ¡muy mal hecho! Los niños por los vidrios me miraban y un hombre con martillo iba clavando estrellas de papel sobre mi caja. (Cruzando las manos.) No vinieron los ángeles. No, Gato. GATO. No me digas más gato. NIÑO. ¿No? GATO. Soy gata. NIÑO. ¿Eres gata? GATO. (Mimosa.) Debiste conocerlo. NIÑO. ¿Por qué? GATO. Por mi voz de plata. NIÑO. (Galante.) ¿No te quieres sentar? GATO. Sí. Tengo hambre. NIÑO. Voy a ver si te encuentro alguna rata. (Se pone a mirar debajo de las sillas. El Gato,

sentado en un taburete, tiembla.) No la comas entera. Una patita porque estás muy enferma. GATO. Diez pedradas me tiraron los niños. NIÑO. Pesan como las rosas que oprimieron anoche mi garganta. ¿Quieres una? (Se arranca una rosa de la cabeza.) GATO. (Alegre.) Sí, quiero. NIÑO. Con tus manchas de cera, rosa blanca, ojo de luna rota me pareces, gacela entre los vidrios desmayada. (Se la pone.) GATO. ¿Tú qué hacías? NIÑO. Jugar. ¿Y tú? GATO. ¡Jugar! Iba por el tejado, gata chata, naricilla de hojadelata. En la mañana iba a coger los peces por el agua y al mediodía bajo el rosal del muro me dormía. NIÑO. ¿Y por la noche? GATA. (Enfática.) Me iba sola. NIÑO. ¿Sin nadie? GATA. Por el bosque. NIÑO. (Con alegría.) Yo también iba, ¡ay, gata chata, barata, naricillas de hojadelata!, a comer zarzamoras y manzanas. Y después a la iglesia con los niños a jugar a la cabra. GATA. ¿Qué es la cabra? NIÑO. Era mamar los clavos de la puerta. GATA. ¿Y eran buenos? NIÑO. No, gata. Como chupar monedas. (Trueno lejano.) ¡Ay! ¡Espera! ¿No vienen? Tengo miedo. ¿Sabes? Me escapé de casa. (Lloroso.) Yo no quiero que me entierren. Agremanes y vidrios adornan mi caja; pero es mejor que me duerma entre los juncos del agua. Yo no quiero que me entierren. ¡Vamos pronto!


(Le tira de la pata.) GATA. ¿Y nos van a enterrar? ¿Cuándo? NIÑO. Mañana, en unos hoyos oscuros. Todos lloran, todos callan. Pero se van. Yo lo vi. Y luego, ¿sabes? GATA. ¿Qué pasa? NIÑO. Vienen a comernos. GATA. ¿Quién? NIÑO. El lagarto y la lagarta, con sus hijitos pequeños, que son muchos. GATA. ¿Y qué nos comen? NIÑO. La cara, con los dedos (Bajando la voz.) y la cuca. GATA. (Ofendida.) Yo no tengo cuca. NIÑO. (Enérgico.) ¡Gata!: te comerán las patitas y el bigote. (Trueno lejanisimo.) Vámonos; de casa en casa llegaremos donde pacen los caballitos del agua. No es el cielo. Es tierra dura con muchos grillos que cantan, con hierbas que se menean, con nubes que se levantan, con hondas que lanzan piedras y el viento como una espada. ¡Yo quiero ser niño, un niño! Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984) Lucas, sus comunicaciones Como no solamente escribe sino que le gusta pasarse al otro lado y leer lo que escriben los demás, Lucas se sorprende a veces de lo difícil que le resulta entender algunas cosas. No es que sean cuestiones particularmente abstrusas (horrible palabra, piensa Lucas que tiende a sopesarlas en la palma de la mano y familiarizarse o rechazar según el color, el perfume o el tacto), pero de golpe hay como un vidrio sucio entre él y lo que está leyendo, de donde impaciencia, relectura forzada, bronca en puerta y al final gran vuelo de la

revista o libro hasta la pared más próxima con caída subsiguiente y húmedo plof. Cuando las lecturas terminan así, Lucas se pregunta qué demonios ha podido ocurrir en el aparentemente obvio pasaje del comunicante al comunicado. Preguntar eso le cuesta mucho, porque en su caso no se plantea jamás esa cuestión y por más enrarecido que esté el aire de su escritura, por más que algunas cosas sólo puedan venir y pasar al término de difíciles transcursos, Lucas no deja nunca de verificar si la venida es válida y si el paso se opera sin obstáculos mayores. Poco le importa la situación individual de los lectores, porque cree en una medida misteriosamente multiforme que en la mayoría de los casos cae como un traje bien cortado, y por eso no es necesario ceder terreno ni en la venida ni en la ida: entre él y los demás se dará puente siempre que lo escrito nazca de semilla y no de injerto. En sus más delirantes invenciones algo hay a la vez de tan sencillo, de tan pajarito y escoba de quince. No se trata de escribir para los demás sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás; tan elementary, my dear Watson, que hasta da desconfianza, preguntarse si no habrá una inconsciente demagogia en esa corroboración entre remitente, mensaje y destinatario. Lucas mira en la palma de su mano la palabra destinatario, le acaricia apenas el pelaje y la devuelve a su limbo incierto; le importa un bledo el destinatario puesto que lo tiene ahí a tiro, escribiendo lo que él lee y leyendo lo que él escribe, qué tanto joder.


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Ariadna G. García (Madrid, 1977) Apátrida SI SUPIESES con cuánto esfuerzo busco

vivir con plenitud cada momento compartido contigo, y los instantes de alegre coincidencia en que te veo aparecer de pronto junto a mí. Si entendieras mi lucha por atarte bien fuerte a la memoria, en donde intento que te quedes tal cual: con ese espíritu de eterno adolescente juguetón -la sonrisa de lado, el flequillo revuelto-, y esa manera tuya tan resuelta -la zancada veloz, la mirada precisa-.

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De igual modo, sabrías de lo triste del combate que entablo por tenerte, de lo inútil que resultan recuerdos y poemas para que permanezcas en el tiempo. Pues sé que, pese a todo, en el futuro conservaré de ti tan sólo datos. Nada de quién eres, ni cómo.

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