HAMBRE DELUXE

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Hambre deluxe


comentario preliminar Todo se ha eliminado de esta pintura, salvo el arte; ninguna idea ha penetrado este trabajo.

John Baldessari ¿No consiste la función del arte en no comprender? ¿No le confiere la oscuridad su elemento mismo y un acabado sui generis, extraño a la dialéctica y a la vida de las ideas?

Emmanuel Lévinas Bruto como pintor.

Marcel Duchamp Una tesis supone una construcción de verdad, la producción de conocimientos novedosos y útiles. Aunque se trate de una tesis de pintura, es difícil pensar en la posibilidad de mantenerse sin decir nada distinto a lo que los cuadros tengan a bien decir. Siempre se esperan cosas grandes cuando un estudiante presenta su tesis, porque se trata, en parte, de un ejercicio de suficiencia, de una demostración de poder mediante la cual se rompe el reflejo de los maestros y se empieza a hablar por sí mismo. Sin embargo, al pintar nunca he querido decir demasiado, más


bien he mantenido una confianza silenciosa en las pinturas, las he dejado hablar (en realidad parlotear, al modo de Speedy González o las Urracas parlanchinas), reposar y abrazarme. Han sido compañía y consuelo, distracción y tiempo, pero nunca verdad o saber. Entonces, ¿cómo podrían ser una tesis, cómo se defenderán o mejor, cómo me defenderán, si de ellas apenas salen globos de diálogo con signos indescifrables y onomatopeyas bastante improbables? He leído un escrito corto de Emmanuel Lévinas en el que él mismo cuestiona esa pretensión de transformar las obras de arte en argumentos, discursos o metafísicas. Su cuestionamiento resuena en el mío, aunque él diga con claridad lo que yo siempre intuí confundida y en silencio. Pensando en no mentir ni ser tramposa, debo decir aquí que lo que hago no está más allá de nada, porque siempre ha procurado mantenerse en un nicho. Pintar es para mí una actividad que está más acá, siempre más acá, más acá que aquí, incluso. Este proyecto no es más que una serie de pinturas dispuestas en un espacio. Pinturas modestas y meticulosas que sólo esperan en silencio su encuentro con alguien. Es en la nimiedad de una mirada donde dicen lo que son. Me repito la sentencia de Duchamp y la convierto en mi fuerza: Soy bruta como un pintor. Así pues, este texto fragmentario no busca ser entendido como alguna suerte de tratado universal. Mi propósito no es construir teoría ni verdad. Si escribo es, simplemente, intentando hacer con dignidad lo que se supone debe hacer un estudiante en trance de graduarse, por ello las afirmaciones que hago son meros indicios de mi


camino y no quisiera con ellas comprometerme en la defensa de alguna causa. Las pinturas que he hecho ocupan un espacio ajeno al mío y por ello escapan a mis intenciones; no son mensajeras de Lorena Espitia, pintora; no son herramientas de una subjetividad privilegiada ni tampoco trofeos en exhibición. Simplemente son, y están ahí. Wittgenstein cerraba su Tractatus con una frase que aquí y ahora me apropio: «De lo que no se puede hablar, hay que callar.»


Aperitivo Mi relación con la producción de imágenes empezó antes de mi ingreso a la universidad. Debido a mi manía por el dibujo, y a la casualidad de conocer a algunas personas vinculadas al campo del diseño, el comic y la ilustración, comencé a trabajar como ilustradora de publicaciones diversas y a editar algunos fanzines independientes dedicados a la gráfica y la historieta. Corría el año 2000 y, mientras dudaba entre estudiar diseño gráfico o artes plásticas me ocupaba en la producción de pequeños folletos impresos en fotocopias. Se trataba de un trabajo en colectivo con Andrés Bustamante y, eventualmente, con la colaboración de Javier Posada, que terminó materializándose en FRIX 2713, una especie de sello editorial y colectivo de intervención urbana que tuvo una larga vida y una producción tan profusa como desigual. Haciendo de la precariedad un estilo, terminamos publicando en el curso de seis años más de una veintena de publicaciones, participando en ferias, dictando conferencias o haciendo parte de convenciones de comic y festivales de rock.


De forma paralela iba dando cuerpo a mi proceso académico, con el que hice énfasis en la práctica constante del dibujo y la pintura, que me llevó, por un lado, a interesarme por un tipo de imagen asociada al pop art y al campo de la publicidad, y por el otro, a investigar sobre métodos de implementación de insumos industriales en la práctica de la pintura: por ello terminaron juntándose mi interés por las etiquetas de los productos alimenticios que consumía a diario, y el descubrimiento de la tinta tipográfica aplicada con pincel sobre madera como técnica que me permitía texturas y soluciones formales difíciles de obtener con otros medios.

Curiosamente fue en el contexto de un taller de grabado en el que surgió esta inquietud por la utilización de materiales y procesos industriales ligados a la producción serial (tintas, rodillos y recortes) como herramientas valiosas en el campo de la pintura.


Esta investigación sobre las posibilidades de la técnica me llevó a experimentar con materiales y superficies distintos, pasando del papel a la fórmica y luego a la madera, hasta hallar la combinación adecuada para la resolución de esas imágenes sobre las que me interesaba trabajar. Desde la perspectiva teórica, la historia del pop art y el descubrimiento de la apropiación como recurso validado por el arte del siglo xx se juntaron con mi interés por los dibujantes de historietas y ciertas series o películas de animación que constituyen un sustrato fundamental de la cultura popular contemporánea. Así que, evitando tener que asumir la disyuntiva entre un Arte con Mayúsculas que iba de la pintura flamenca de bodegones a Duchamp, Warhol y Beatriz González, y la producción gráfica de dibujantes como Robert Crumb, Chris Ware y los hermanos Hernández, decidí no discriminar y buscar el modo de hacer convivir estas voces en un espacio nuevo.

Chris Ware - Rusty Brown


Así fui haciendo intentos, como un Tom y Jerry en tinta tipográfica sobre papel o una etiqueta de Maicitos con el eslogan «Estamos fritos» mediante los que intentaba sacarle provecho a una materia prima industrial que se sumaba a una imagen altamente mediatizada cuya naturaleza era, en cierta medida, pervertida a partir de su materialización a través de un dispendioso proceso manual que tenía más de artesanía paciente que de pintura de caballete.

Fue entonces cuando empecé a desarrollar la serie Bodegones, en la que asumí el proceso que actualmente sirve de marco a mi trabajo pictórico. En ella comencé a mezclar imágenes de etiquetas de productos alimenticios con personajes que surgían de mi imaginación para hacer cuadros en los cuales convivía la idea del sketch, propia de la caricatura, con el ornamento barroco y el marco como signos de estatus en la historia de la pintura, contaminados por una preocupación narrativa que siempre había permanecido implícita pero nunca se había hecho evidente. La progresiva consolidación de estas ideas, y las preguntas que se han ido desprendiendo por el camino han terminado por dar lugar a este proyecto específico que intento transformar en una tesis de grado.



Entrada Para empezar, debo decir que pinto por hambre. No por saber sino por sabor. Quizás por ello este escrito redunde en comidas, alimentos, chucherías y otras cosas que se llevan a la boca intentando calmar algo que está más entre el estómago y el pecho que en la cabeza. A ello se debe que hable más de bodegones que de paisajes. Caminar da hambre, cazar también. Sólo la comida servida en la mesa puede calmar esto. El hambre es una sensación global: se tiene hambre de tener, de comer y de mirar. El hambre se evidencia en lo que decimos, en como miramos y en los colores que usamos o los que nos desagradan. Quizás odio el violeta porque desde la psicología del color se relaciona con la austeridad y la contención. Con elevados estados espirituales y procesos reflexivos. Y lo mío es comer. Así pues, los invito a esta mesa, servida para ornar la tesis en curso: El bodegón es un género pictórico en desuso. Hoy suele considerarse inocuo, de mal gusto y conceptualmente pobre. Pocos artistas durante los últimos cincuenta años le han prestado atención, y cuando lo han hecho ha sido, en el mejor de los casos, bajo el peso de la ironía, y en el peor, como motor de un sentimiento atávico. Podríamos decir, a modo de ejemplo, que Poison de Sylvie Fleury, en el que vemos un conjunto de bolsas de tiendas de diseñador tiradas en el piso, funciona en el campo de la ironía, mientras que cualquiera de los bodegones de David Manzur milita en el territorio de la nostalgia por los tiempos perdidos y de una elaboración formal tan rebuscada que terminó siendo de mal gusto. Por supuesto, existen matices


y mediaciones entre ambas perspectivas, pero la oposición que hay entre ellas me permite constatar que el público entiende el bodegón como un género más cercano a Manzur que a Fleury.

Sylvie Fleury - poison

¿A qué se debe el declive de este género que acompañó y dio cuenta de la historia de Occidente durante los últimos cuatro siglos? ¿Por qué los nuevos artistas han abandonado la práctica del bodegón y por qué la crítica ha guardado silencio sobre este desvanecimiento? Resulta curioso que en un periodo histórico caracterizado por la profusión de nuevas mercancías y el culto a la acumulación de bienes, los pintores de bodegones hayan desistido del intento de innovar este lenguaje tan propicio para ilustrar esa espectacularización de las mercancías y su consiguiente transformación del consumo en sistema de producción cultural, los que han definido el “espíritu de los tiempos” que corren. Hablo, por supuesto, de bodegones modernos. De una historia particular en la que se involucra el cambio de una sociedad rural a otra que urbanizó con rapidez las ciudades, estableciendo en artesanos y comerciantes el relevo de campesinos y terratenientes; de una lógica de la manufactura que implicó


el nacimiento del “autor” y la “empresa”, y de una experiencia colonial que reforzó ciertos mitos fundacionales de los estados nacionales europeos: “poder”, “territorio”, “individuo” y “riqueza” entre otros muchos. El bodegón recogía signos de un poder económico particular que al ser transformado en pintura cumplía la doble función de garantizar la permanencia de los bienes representados, a la vez que perpetuaba el prestigio de su poseedor al transformar en arte lo que era simple riqueza. El declive del género podría deberse a que las pinturas se hicieron demasiado complejas al cargarse de metáforas y códigos interpretativos que terminaron separándolas de la vida real de las personas pues ¿a quién le dice hoy algo la imagen de un laúd, o la de un cráneo junto a una vela, o la de un conejo muerto junto a un plato de uvas?, quizás se deba a que murieron de agotamiento formal convirtiéndose en clichés, o posiblemente se vieron aplastadas por la pérdida de aura inducida por la reproductibilidad técnica de las imágenes, con la que ellas mismas se transformaron en mercancías desligadas de todo potencial de culto, tirando por el piso las pretensiones de individuación estética y recogimiento de una sociedad burguesa en proceso de desaparición, tal cual señaló Benjamin en su citadísimo texto de 1936. Tal vez se trata, simplemente, de una vocación particular de los nuevos tiempos por registrar y documentar eso que desaparece, más que cargar estéticamente aquello que permanece en el tiempo. Es claro que el trabajo de Fleury señala en esa dirección: al disponer en el espacio sus bolsas de última moda llenas con las prendas que ha comprado en las tiendas, elimina el valor de la tenencia y la subjetivación del consumo


en pos de una referencia a la moda como mecanismo de anulación de la conciencia histórica. Los objetos ya no se usan, no construyen relato y deben ser desechados, sin siquiera desempacarlos, porque otros más y más novedosos esperan por ser adquiridos, y así sucesivamente.

Haim Steinbach – related and different

Pero tal vez se trata de todo lo contrario: con la llegada de la economía de escala, el crecimiento de los monopolios, la omnipresencia de la imagen publicitaria y la espectacularización de todas las formas de producción y relación social, todo ha devenido un bodegón y en tanto tal, se ha infiltrado en el espacio de todos los géneros pictóricos y las prácticas artísticas en general, haciéndose indiscernible desde sus características estilísticas pero omnipotente en sus repercusiones políticas. Guy Debord señala, en la tesis 5 de La sociedad del espectáculo, que No debe entenderse el espectáculo como el engaño de un mundo visual, producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Se trata más bien de una Weltanschauung que se ha hecho efectiva, que se ha traducido en términos materiales. Es una visión del mundo objetivada.


¿Y no es pues el bodegón la forma idónea que la práctica artística desarrolló durante la modernidad para construir visiones objetivadas del mundo? El auge del coleccionismo, la fiebre de bienales y ferias y la museificación de todos los aspectos de la vida contemporánea estarían atestiguando, en tanto escenarios de objetivación, ese giro hacia una silenciosa “bodegonización” del arte y el sentido de toda representación. Hasta el extremo de hacer innecesaria la construcción manual de bodegones particulares pues, ¿de qué serviría ésta en una época en que la publicidad ha radicalizado los contenidos y las moralejas que hicieron de bodegones, vanitas y naturalezas muertas signos de perennidad y disolución de los seres en el mundo? Rodeados de mercancías, la historia de nuestras vidas podría ser contada a través de las imágenes que se desprenden de los objetos que hemos atesorado y de aquellos productos que consumimos a diario, convirtiendo entonces ese gigantesco bodegón vital en un paisaje extendido en el tiempo que abarca nuestra permanencia en el mundo, y por derivación, en el retrato por excelencia que da cuenta de aquello que nos hace identificables y, a la vez, totalmente diferentes uno de otro. Si bien esta perspectiva parece en principio deshumanizante, cabría decir que en el modo particular en que nos apropiamos de estas mercancías, es decir, de estas imágenes, está implícito el quiebre de toda pretensión homogenizadora. Porque a partir de los relatos que construimos, y de los diálogos que establecemos en el uso y el trato con los objetos, en teoría


inertes, que nos delimitan, se haya la posibilidad misma de hablar en primera persona y, a la vez, de ser otros. Es ese el espíritu de la declaración de principios más importante en la historia del arte latinoamericano: la primera frase del «Manifiesto Antropófago» de Oswald de Andrade enfatiza que «sólo el canibalismo nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.» Y luego, a cuatro sentencias del inicio, consigna que «sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago.» Por ello, juntando objetos, espacios y rostros exhibidos en propagandas, empaques, emisiones y productos disímiles y no sincrónicos, podemos hacer de la historia personal una experiencia cercana al sueño: fluida, sin márgenes y llena de variaciones y desvaríos. Dice Giorgio Agamben en el cierre de uno de los escritos que conforman La comunidad que viene: Apropiarse de las transformaciones históricas de la naturaleza humana, que el capitalismo quiere confinar en el espectáculo, compenetrar imágenes y cuerpo en un espacio en que ya no puedan separarse y obtener así, en esta forja, ese cuerpo cualsea cuya physis es la semejanza: éste es el bien que la humanidad debe saber arrancar a la mercancía en decadencia. Las inconscientes levaduras de este nuevo cuerpo de la humanidad son la publicidad y la pornografía, que como plañideras acompañan la mercancía a la tumba.

Subjetivar, inventar, desposeer. Llevar la imagen allí donde ya no conserva esos poderes que la hacen útil. Volverla lujo, sueño, despilfarro y fantasmas. Hacer de la propaganda, la penetración ideológica, la psicología de la imagen y la pasividad del consumo un escenario nuevo en el que se producen destellos, en el que hacemos y nos hacemos de una forma


nueva, justo como siempre hemos querido, o más: un mundo lleno de agujeros portátiles, ojos desorbitados, hormigas atómicas, cavernícolas de clase media; un país de ardillas chillonas, peces de tres ojos y tortugas que comen pizza en una alcantarilla. Más personajes que personas, separados de la gravedad y la muerte. Una vida como la de Will E. Coyote, cayendo una y otra vez al abismo por las artimañas del Correcaminos sin desfallecer jamás, volviendo siempre con un nuevo plan maestro que, esta vez sí, con la seguridad que otorga el nuevo kit de explosivos marca ACME le dará la victoria definitiva en un improbable capítulo digno de ser recordado.

Sopita Este trabajo se plantea como un acto de cierre de mi historial académico. En cierto sentido concluye el proceso iniciado en la serie Bodegones, realizada en 2006, pero involucra procedimientos nuevos y preguntas referidas a la materialización misma de las obras que se desprendieron de los cuadros realizados el año pasado. De la misma forma, se plantea un campo conceptual más amplio en el que referentes de ámbitos diversos a los del simple consumo de mercancías (característico de la serie anterior) se conjugan con mi propia mitología personal para darle cuerpo a una ficción estructurada por las huellas de una presencia implícita en el lugar pero nunca especificada. Así, mediante esta nueva serie de pinturas y su instalación en un espacio remodelado específicamente para alojar al conjunto de las obras, pretendo hacer más íntima la relación de los cuadros con el lugar, involucrando un elemento narrativo que se construye a partir de una condición escenográfica del sitio y de la inclusión de un libro ilustrado en el que una historia muy sencilla intentará dar curso a los


procesos imaginarios de los visitantes. Busco construir un espacio que hable de mí a partir de la representación de los objetos que me circundan y los personajes que han nacido en mi cabeza al ver un brócoli o una galleta, y que a la vez, pueda referirse a la existencia de las personas que entren en contacto con el espacio de la exposición. En esa medida, si mi trabajo anterior se vinculaba a los imaginarios de la publicidad y el comic, este intentará (sin abandonar lo aprendido de aquella relación) jugar en el territorio más íntimo de lo literario, entendido como ese espacio donde cada quien construye una ficción que le permite salir de sí. Sólo he querido hacer una especie de biografía paralela (que puede ser la de cualquiera) construida con aquellos objetos superficiales, sin mérito ni historia que me han hecho ser eso que soy y que, al cerrar los ojos, me han dejado ser siempre algo nuevo.

Principio Hablar de bodegones, de paisajes y retratos es hablar de géneros pictóricos. A partir de ellos se ha construido la historia del arte y se ha enseñado de generación en generación la práctica de la pintura. Los géneros han dado cuenta de las relaciones entre fondo y figura a la vez que han constituido el marco por excelencia para la explicitación del tiempo, el espacio y el acontecimiento en toda representación. Se trata de índices permanentes sobre los que se han insertado estilos, escuelas y vanguardias. Hay retratos, paisajes y bodegones atravesando toda la historia del arte, desde el Bosco hasta Jeff Koons. Agotándose para reaparecer años o siglos después, brillando y decayendo, los géneros dan testimonio del tiempo


en que se han producido y son huella del carácter de individuos, países y sociedades particulares. Y más allá, los géneros han permitido la reflexión en torno a aspectos que trascienden el espacio mismo de la pintura. Si bien, muchas veces ha sido la crítica la que ha obligado a hablar en tal sentido a los cuadros, es claro que en la vocación particular de todo pintor ya está implícito un afán pedagógico, un señalamiento o una predicción. Al hablar del bodegón, y de lo que este significa hoy, debemos aceptar que se han borrado o reconfigurado muchas de sus características, temáticas y conclusiones, por lo que propongo un recorrido por algunos aspectos que resultan tan útiles como inútiles en la consideración de mi propio trabajo. Así pues, el siguiente es un glosario básico que puede servir como ruta para entender lo que estos cuadros ni dicen ni están obligados a decir, pero que yo debo esbozar como una evidencia del proceso académico que acompañó al tiempo de la pintura. No se plantean como conceptos necesariamente aplicables a contextos distintos a éste, y por ello insisto en su valor puramente coyuntural.

Las constantes tensiones entre abundancia y escasez (según el discurso bíblico), entre oferta y demanda (según la lógica marxista), y entre deseo y neurosis (según Deleuze) son las que construyen la historia de unas dinámicas siempre variables del consumo, entendido como una manifestación política en la que se cruzan constantemente líneas


divergentes de subjetividad, objetivación de la realidad y producción de sentido. Es claro que los modos de producción y consumo han construido la historia de Occidente. Y también, espero, que el bodegón ha dado cuenta del carácter particular de cada uno de estos momentos históricos: representar cofres llenos de oro, instrumentos musicales y flores exóticas implica conclusiones totalmente distintas a las que acarrea un cuadro pobremente iluminado en el que vemos un cráneo, un animal muerto, una flor marchita o una vela consumiéndose.

Los rituales de consumo de un momento histórico particular se entrevén entonces en aquellos objetos que se escogen para ser representados. Los localismos o la vocación cosmopolita de una época y un lugar se ven plasmados en aquello que se pone sobre la mesa: flores o pájaros traídos de sitios lejanos hablan de la colonización europea en África y América, mientras un banano en amarillo y negro puesto en la portada de un disco de la Velvet Underground o una pila de cajas de esponjillas ilustran a la perfección la banalidad implícita en los rituales y objetos de consumo de nuestro tiempo. Una escultura de Dian Hanson en la que se muestra a una mujer que lleva diversas bolsas de tiendas no es sólo el retrato de


una mujer comprando, es también las mercancías que ha comprado y el espacio que su actividad de consumo construye (el paisaje instantáneo de un centro comercial que emerge sin que se lo vea).

Andy Warhol - Brillo Boxes y Peel Slowly and See

Popeye el marino aparece por primera vez como imagen en una lata de espinacas procesadas en los tempranos años 20. El éxito comercial de este marinero peleador determinó su entrada al mundo de la televisión, no ya como ingenuo enamorado de Olive, sino como defensor de la “democracia norteamericana” amenazada por la expansión del comunismo chino y soviético. Pasar de modesto logotipo empresarial a paladín de la lucha política ya es un evento digno de atención. En la consolidación


de este icono la propaganda anticomunista se alió con la polarización comunicativa por la cual contenidos xenófobos, sexistas y cargados de matices coloniales (la misma figura del navegante que recorre el mundo luchando contra incontables enemigos, saliendo siempre vencedor) aplanaron la opinión pública de un país, hablando por igual a niños y adultos, que terminaron haciendo omnipresente la figura de Olive y el mismo Popeye en muñecos, carteras, cuadernos, revistas, loncheras e incluso tatuajes grabados con aguja y tinta en la piel de veteranos de guerra, marinos y pandilleros. Años más tarde, movimientos nacionalistas y de supremacía blanca retomaron esta figura como símbolo.

A pesar de ello, en el apático contexto político colombiano la figura de Popeye transitó descargada de ideología durante décadas para reaparecer, años después de que la caricatura dejara de emitirse, en el inofensivo paquete de las espinacas Popeye, a la venta en todos los supermercados de cadena.


Personajes emergidos de las cajas y etiquetas de innumerables productos alimenticios, de comics y dibujos animados, se han transformado en portadores de ideologías diversas a partir de estrategias comunicativas disímiles para, aprovechándose de la simpática candidez de los dibujos, promover mensajes, políticas e incluso acciones militares a favor o en contra de un objeto social determinado (no sólo Popeye y el maoismo, también Tintín y el colaboracionismo o toda la parafernalia de Disney junto a los aliados durante la Segunda Guerra Mundial –aunque promoviera el nazismo antes de que la confrontación estallara– y Ronald McDonald durante la guerra fría). Desde la otra perspectiva, personajes históricos o literarios e incluso personas con algún nivel de impacto mediático han sido cooptadas para fungir como carteles humanos que promueven de la misma forma el consumo de un jabón, la lucha por los derechos de los niños o la violencia racial (Juanes, Shakira y David Beckham simultáneamente en UNICEF y Pepsi, Michael Jordan en Nike y Charlton Heston en la Asociación Norteamericana de Rifles). Cuando Marshall McLuhan afirmaba que “el medio es el mensaje”, en parte se refería a esta capacidad de la imagen contemporánea de ser cargada con cualquier contenido para reformular dinámicas sociales, imaginarios personales y preferencias de consumo gestados todos en la tensión de intereses geopolíticos y estrategias desubjetivadoras.


El Barroco español constituyó una relación particular con la sociedad de su tiempo: como estilo recargado y extravagante habló de la exhuberancia de un reino, del poder económico de una empresa (la colonización de las Indias Occidentales) y del empobrecimiento de la noción «individuo» en la comprensión del orden social. La magnificencia, el brillo y el peso de las catedrales barrocas, redundantes, excéntricas y doradas encontraban su correlato en el aplacamiento de todo intento de liberación personal. Bajo el peso del Reino y el poder Divino, la idea de persona, entendida en su capacidad de subjetivar y disentir, terminó desplazada de toda discusión (en ese sentido Los Tribunales de la Inquisición o la persecución de la que es víctima Don Quijote dan testimonio de ese fenómeno). Fue entonces cuando la renuncia y la austeridad se convirtieron en condiciones para asumir la vida diaria. Limitados por el Estado y la Iglesia, los siervos se transformaron en accesorios de un régimen en el que el lujo de los objetos daba testimonio de unos poderes que los trascendían. La literatura fantástica, la picaresca y la huída hacia un Nuevo Continente lleno de monstruos, criaturas imposibles y antropoides de índoles diversas fueron los únicos espacios posibles de liberación. Por ello no es vano el que, en su mayoría, la colonización de América se llevara a cabo por prisioneros, prófugos y misioneros que terminaban, casi por reflejo, transformándose en escritores. Conjugar, en el espacio que un marco barroco construye, la antropomorfización de los objetos que nos rodean, a modo de certificación de existencia, constituye la constatación del retorno a un tiempo en el que


la noción de individuo se perdió en medio de una escenografía impactante y un conjunto de mercancías exóticas y ornamentos que parecían más vivos que los vivos. Retomar el marco como elemento de significación implica señalar la evidencia de un encierro que no puede ser transgredido, y nuevamente, la objetivación de las miradas sobre el mundo. Constreñidos por el marco, los signos y los sujetos abandonamos el territorio de la existencia real para devenir representaciones acomodadas a los intereses de instituciones diversas que están completamente desinteresadas en que se realicen segundas lecturas sobre las obras, siempre que estas se adapten a una primera ilusión estetizante y productora de prestigio ya que ¿no es en el marco del prestigio desprendido de una práctica objetivadora donde coleccionistas, galerías e instituciones gestionan sus artistas y colecciones?


Se podría construir una historia del arte y la literatura estableciendo la historia del estudio: ese espacio privilegiado y cargado de subjetividad en el que el artista o el escritor se sientan frente a sí mismos para producir, pensar o divagar. El estudio es el espacio por excelencia para la reflexión y, a la vez, el reflejo perfecto de una época caracterizada por el advenimiento de toda una serie de valores burgueses como paradigmas sociales. El estudio es un lugar de prestigio, en tanto habla de la vida espiritual y del consumo cultural de quien lo habita, a la vez que refuerza nociones asociadas al individualismo y la separación: el estudio, casi como el cuarto de baño, fue pensado para ser ocupado por una sola persona. A diferencia del taller, el estudio implica una suerte de aislamiento y lejanía. En el estudio no hay ayudantes, aprendices ni maestros; suele no haber máquinas ni lugar para una producción material demasiado sofisticada, pues se vincula con mayor naturalidad a momentos de actividad mental, reflexión y ocio. El estudio, como un pequeño reino, transforma a quien lo ocupa en soberano. Ajenos a la norma social, los estudios han visto el nacimiento de teorías, miradas y fantasías en las que el mundo siempre es otro. Por ello, quizás, generalmente están llenos de libros, mapas y retratos.

Douglas Crimp se refiere al término “apropiación” en uno de los capítulos de Sobre las ruinas del museo para mostrar cómo se ha abusado de su utilización para designar procesos desiguales y contradictorios. La


“apropiación” no es simplemente la acción de tomar algo prestado con un fin comunicativo particular, sino el establecimiento de un ideario complejo y siempre alterado en la práctica a partir de la reconfiguración de un referente inicial nunca equiparable a eso que es obligado a decir. El uso indiscriminado de la apropiación en los más diversos campos de la cultura contemporánea ha hecho que «la operación en sí no pueda indicar una reflexión específica sobre la cultura.» En ese sentido, más que una actividad crítica validada por la práctica artística desde Duchamp,10 es una herramienta maleable dispuesta para fines diversos y contradictorios entre sí. Hay apropiaciones conservadoras que reiteran el sentido original de eso que se están apropiando para perpetuar valores constituidos, discursos consolidados e ideas caducas, y hay otras que violentan cada referente para hacerlo ser otro, para establecer nuevas narrativas y dar voz a ideas silenciadas por la corrección política, el miedo o, en mi caso, la simple falta de imaginación. Tomar materiales publicitarios, mezclarlos con patrones art nouveau, elementos extraídos del lenguaje del comic y mis propios dibujos, agruparlos mediante un marco, generalmente barroco (pintado sobre la madera misma), para construir diálogos o situaciones de alguna manera absurdas o fantásticas ya constituye un gesto radicalmente distinto a la simple reproducción manual de imágenes corporativas o a la repetición literal de obras reconocidas, en tanto intento confrontar imaginarios transnacionales +


con preocupaciones personales para señalar que los campos de la objetividad mercantil y la propia subjetividad están contaminados y hacen tambalear las categorías mismas a partir de las cuales son construidas y enunciadas. Aunque el tipo de operación que realizo podría señalar en dirección a esa clase de apropiación que Crimp señala como reaccionaria en tanto apunta a la reafirmación de una historia atemporal y ecléctica que construye sentido mediante la «creatividad» del autor, quisiera decir que en mi caso no lo considero así. Si bien en mi trabajo se involucran elementos extraídos de lenguajes y tradiciones diversas, esto nunca ocurre con la intención de elaborar un producto atemporal justificado por la presencia de conceptos universales y abstractos estructurados por mi pura subjetividad. Más bien, intento reunir en una estructura frágil elementos que chocan y constituyen visiones enfrentadas de la historia para que se traduzcan en relatos siempre fuera de lugar. Lo que me interesa, más que el espíritu decorativo de una época o la capacidad de las pinturas para constituirse como índices temáticos referidos a la historia general del arte, es la disposición de signos particulares en los intersticios y las fisuras de procesos comunicativos específicos. Esto es, llevar la posibilidad de consenso sobre una imagen a un momento en el que ya no pueda decirse más que eso que aparece sobre la superficie pintada. Generar silencio, desubicar y confundir. En general, cuando nos apropiamos de algo, lo hacemos porque estamos incompletos y buscamos que esa especie de prótesis supla nuestra carencia inicial. Sin embargo, al observar el conjunto resultante de tal


operación, tenemos que aceptar que eso que tomamos no tiene la forma adecuada para completarnos, y que el resultado es un híbrido en el que yo ya no soy simplemente “yo” y ese algo apropiado no es ya, simplemente, “eso.” Y de paso, entender que la necesidad de apropiarse involucra la imposibilidad de origen de auto comprendernos como sujetos.11 Es entonces cuando entra en juego la necesidad de una ficción que dé sentido a un conjunto hecho de fragmentos, estructurando la ilusión de que hay allí un cuerpo y no un conjunto de partes disímiles. Quizás a eso se refería Lacan al decir que «el yo es una construcción cultural.»

Una ficción no es una mentira. No es una invención desprendida de toda realidad. Ni una farsa. No es algo emanado del genio de un autor o de la alteración perceptiva de un loco. Una ficción es una estructura que permite el funcionamiento o la explicación transitoria de un sistema. Un conjunto narrativo que sostiene la lógica de un escenario particular, digamos, Alicia. Sin embargo, al salir del libro debemos prescindir de su utilización, pues no resulta aconsejable pararse sobre el ajedrez de la mesa de centro, ni ponerse a dialogar en la calle con un huevo dispuesto sobre un muro, so riesgo de terminar internado en un manicomio. Así, cada espacio construye su propia ficción, sin importar si hablamos de una relación sentimental o de un cuadro12 en el que vemos al muñequito de masa Pilsbury invitando a las galletas recién horneadas a saltar de


la bandeja, aunque este atrevimiento les cueste quebrarse una pata, o desmoronarse. Toda ficción es un acto de fe (el de suponer que somos amados por quien amamos, o el de creer que hay galletas capaces de saltar por voluntad propia desde una bandeja) y a la vez, una operación racional (saber que el abandono y el dolor son posibles, y que si dejamos galletas olvidadas en el horno, estas no van a escapar de la incineración por voluntad propia).

Lorena Espitia - Bodegón # 17

La ficción no construye sentido, sino ilusión de sentido. Se trata de una representación que nos saca de escena y nos lleva a un lugar alejado de los otros, donde, a pesar de nuestras carencias y la certeza de ser incompletos, podemos detectar un humor específico que delata en nosotros


pulsiones y reflexiones íntimas. La ficción es entonces una especie de diseño de interiores con el que adecuamos y reformamos una vez tras otra nuestro paisaje emocional.

Estoy hablando de mí. Aunque el bodegón sea un género en el que la figura humana suele estar ausente. Sin embargo, no en vano Arcimboldo consiguió combinar en una imagen el bodegón y el retrato.

Arcimboldo - Vertemnus

Si realmente «sólo el canibalismo nos une», según afirma el Manifiesto Antropófago, entonces es el comer lo que nos define, y todo lo que usamos y nos rodea se transforma en huella de nuestro paso por el mundo. Es por ello que puedo retratarme a partir de lo que me circunda: manufacturas,


mercancías, aparatos, alimentos, porcelanas o impresos, ropa y muebles porque, siempre que representamos, privamos de materialidad aquello que se hace imagen. Hacemos fantasmas. Y esos fantasmas son aliento, palabra y ficción. Narraciones capaces de comunicar que tras los materiales se vislumbra una persona, es decir, una estructura narrativa particular. Persistir en el intento de representar al sujeto a partir de sus facciones termina poniendo en evidencia su imposibilidad de permanencia. Se trata de un ejercicio destinado al fracaso. Es quizás esa la reflexión que surge de una obra como Re-trato de Oscar Muñoz, en la que la repetición compulsiva de un gesto autorretratista concluye invariablemente en la desaparición de su rostro. El retrato entonces, más que atestiguar la presencia del retratado, certifica su desaparición.

Oscar Muñoz - re - trato


Tal vez por ello acudir a la estrategia contraria, la de hacer desaparecer al sujeto para definirlo, podría construir de una manera menos efímera esa voluntad de permanencia en el mundo. Y sin embargo, ¿qué clase de representación podría surgir de una imagen ausente desde el comienzo? Por encima de toda pretensión metafísica se establece entonces una relación de confianza entre la obra y el espectador, más allá de una mirada habitualmente centrada en su valor como espectáculo. Un espacio en el que el artista dice “aquí estoy, aunque no me veas” y se lo dice a un espectador que no está preconfigurado por algún tipo de certeza. De esta mutua confianza en lo que no puede ser visto surge la imagen de ambos y entonces, los objetos plasmados sobre la superficie del cuadro, su técnica y contenido, terminan siendo sólo una disculpa para dialogar.

Postre La materialización de la obra se plantea desde la posibilidad de diseñar un espacio habitable, en el cual se insertan algunos objetos que terminan por definir su naturaleza. En este caso particular se trata de un estudio, en el cual se dispondrá una mesita, una silla, una lámpara y alrededor de 20 cuadros de distintos tamaños (de 15 x 15 cms a 1.20 x 1.20 mts) distribuidos en las paredes. En la mesa habrá un pequeño libro ilustrado de 20 páginas que narrará de forma muy sencilla la manera en la que soy representada a partir de los objetos que poseo, los personajes que surgen en mi cabeza tras la contemplación de una zanahoria y las historias que construyo cuando intento no pensar en mí.


Las paredes estarán forradas con un papel de colgadura que yo misma diseñaré e imprimiré en serigrafía. El estilo de la habitación tiene un toque victoriano bastante austero y parco que intenta generar contraste con el colorido de los cuadros. La disposición de estos se hará buscando construir pequeñas islas, al modo de los salones de pintura decimonónicos en los cuales no se pretendía la neutralización del entorno para la correcta lectura de las piezas sino más bien la interacción de estas con el espacio particular que las aloja, cargado previamente de esquemas narrativos. Las pinturas están hechas en acrílico y tinta tipográfica aplicados con pincel sobre MDF armado a modo de cajas, con la intención de dotar a los cuadros de volumen para que dialoguen de un modo más activo con el espacio en que se inscriben. Esta irrupción plantea un quiebre en la idea de la pintura como superficie para vincularla a un modo de producción objetual y espacial más rico y lleno de matices.

Cafe El acompañamiento a mi proceso plástico que este texto supuso, implicó un sentimiento permanente de zozobra, la aparición de muchísimas dudas y contradicciones. En general, todos los elementos que construyen este escrito pueden ser vistos más como tambaleos y súplicas que como un proceso argumentativo que pueda dar cuenta real del proceso pictórico al que se refieren. Pintar es una actividad en la que siempre intento vaciarme, más que erigirme en verdad e ideas y hacer un señalamiento


sobre aspectos específicos del afuera; el oficio de pintar me ha dejado escaparme de mi. Hacerme vacío. Entiendo el valor que este texto puede llegar a tener para los interesados en trazar una cartografía social de los cuadros; en hallar en ellos una resonancia crítica. Sin embargo, considero que es la crítica la que puede hacer hablar a mis pinturas en ese sentido. No tengo la distancia suficiente frente a lo que hago para conseguir zafarme de algo que me cuesta expresar fuera de lo puramente pictórico. A pesar del gran esfuerzo involucrado en la construcción de este texto, hay un centro emocional del trabajo que ha quedado por fuera. La experiencia de pintar es para mí una cuestión vital. Quizás es sólo un síntoma, y por eso resulta tan difícil de enunciar. Evidentemente he aprendido de este ejercicio de escritura. He consultado fuentes, he intentado estructurar ideas, he debido mediar con otros la lectura del texto. Me he defendido, he cedido y acordado. Al final, algunas frases me han parecido afortunadas pero, definitivamente, prefiero esa relación franca con la imagen en la cual aparece algo que, sin convertirse en una noción metafísica ni profunda, dice algo que escapa a las palabras. Por supuesto, muchas de las ideas aquí expresadas siguen zumbando a mi alrededor, pero sólo el tiempo podrá ir decantándolas hasta hacerlas más fluidas. Entonces me será más fácil darles cauce, y las imágenes que construya tendrán otro cariz. Mientras tanto, sigo pensando, enredando y confundiendo. Quizás es esa la característica opaca de quien se enfrenta a un proceso de tesis y es, por lo menos, lo que de momento me define.


notas 1 «Desprenderse del mundo ¿significa siempre ir más allá, hacia la región de las ideas platónicas y hacia lo eterno que domina el mundo? ¿No se puede hablar de un desapego de más acá? ¿De una interrupción del tiempo por un movimiento que va más acá del tiempo, en sus intersticios?» En Emmanuel Lévinas. La realidad y su sombra. Libertad y mandato. Trascendencia y altura, Madrid: Trotta, 2001 2 Se trata, por supuesto, de «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.» 3 Muchos escritos han dado cuenta de esta característica particular de la vida contemporánea, entre ellos Estética de la desaparición de Paul Virilio y El imperio de lo efímero de Gilles Lipovetsky. 4 Guy Debord. La sociedad del espectáculo, Valencia: Pre-Textos, 2005, p. 38 5 Oswald de Andrade. «Manifiesto Antropófago» en Obra escogida, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p. 67 6 Giorgio Agamben. La comunidad que viene, Valencia: Pre-Textos, 1996, p. 35 7 «Que haya algo que decir por parte suya (del público), cuando el artista se niega a decir de la obra otra cosa que no sea esta obra misma –que no se pueda contemplar en silencio–, justifica al crítico. Podemos definirlo: el hombre que aún


tiene algo que decir cuando todo ha sido dicho; que puede decir de la obra otra cosa que la obra.» Emmanuel Lévinas. Ibídem, p. 44 8 Se trata de «Appropriating Appropriation» en Douglas Crimp. On the Museum´s Ruins, Cambridge (Mass.) : MIT press, 1993, pp. 126-137 9 Ibídem, p. 126 10 Duchamp inaugura una tradición apropiacionista que continúa Warhol y desemboca en artistas como los mencionados en el artículo de Crimp: el arquitecto Frank Gehry y la fotógrafa Sherrie Levine. 11 Esta imposibilidad de asumir y asumirnos como unidad es la que constituye uno de los caminos más transitados por la filosofía contemporánea. De «El suplemento de origen» de Derrida a Mil mesetas de Deleuze y Guattari, hay un fuerte cuestionamiento a la pretensión moderna de unidad, identidad y totalidad. Derrida acude, por ejemplo, al mito de los Andróginos que buscan indefinidamente su mitad perdida para señalar la naturaleza protética de la noción de individuo, y Deleuze-Guattari retoman la historia del hombre de los lobos de Freud para definir al hombre-frontera, siempre en trance de ser completado. 12 Me refiero a uno de los últimos cuadros que he realizado. El Bodegón # 17, en el cual se representa la escena que estoy describiendo.


Bibliografia Emmanuel Lévinas. La realidad y su sombra. Libertad y mandato. Trascendencia y altura, Madrid: Trotta, 2001 Walter Benjamin. «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» en Discursos interrumpidos, Madrid: Taurus, 1974 Guy Debord. La sociedad del espectáculo, Valencia: Pre-Textos, 2005 Oswald de Andrade. «Manifiesto Antropófago» en Obra escogida, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981 Giorgio Agamben. La comunidad que viene, Valencia: Pre-Textos, 1996 Douglas Crimp. «Appropriating Appropriation» en On the Museum´s Ruins, Cambridge (Mass.) : MIT press, 1993 Michael Archer. Art since 1960, Londres: Thames and Hudson, 1997 Gilles Deleuze y Felix Guattari. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia: Pre-Textos, 1988 Lewis Carroll. Alicia a través del espejo, Madrid: Alianza, 1978


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