La pirámide de las necesidades humanas

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Caroline Solé

La

p i r a´m i d e de las necesidades humanas

La

“Somos 15 000 candidatos y en cinco semanas sólo quedará uno. ¿Y qué pinto yo en todo esto? Digamos que tengo 18 años. Que vivo sobre un trozo de cartón en la calle, en Londres. Al final, poco importa mi nombre, poco importa mi edad. Soy el candidato nº 12 778. Yo ya no existo. Pero correo el riesgo de convertirme en alguien, incluso famoso. Y eso es lo peor”.

p i r a´m i d e d e l a s n e c e s i d a d e s h u m a n a s

El conjunto de las necesidades humanas se puede dividir en cinco categorías. Hoy, esta teoría es el principio de un nuevo reality show: La pirámide de las necesidades humanas.

Caroline Solé

Lóguez www.loguezediciones.es







La pirรกmide de las necesidades humanas


Cubierta: Eva Vázquez Título original: La pyramide des besoins humains Texto de Caroline Solé © 2015 l’école des loisirs, Paris Publicado por acuerdo con Isabelle Torrubia Agencia Literaria © 2018 para España y el español: Lóguez Ediciones Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es ISBN: 978-84-948183-7-0 Depósito legal: S 375-2018 Impreso en España

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com Tfnos. 91 702 19 70 - 93 272 04 47).


Caroline Solé

La pirámide de las necesidades humanas Traducido del francés por Ester Sebastián

Lóguez



REGLAS DEL JUEGO

Si un día la fama te cae encima como un excremento de paloma en la cabeza, no pierdas tiempo pavoneándote tras unas gafas de sol: huye. Huye a lo más profundo de ti mismo sin temer a tu sombra, ella no muerde. Eso es lo que tendrían que haber escrito en las instrucciones. Pero no había instrucciones. Para participar, bastaba con rellenar un formulario online y marcar una casilla. La inscripción era gratuita. Debería haber desconfiado. Como bienvenida, en la página principal de la web, una pirámide multicolor giraba sobre sí misma. Haciendo clic sobre ella, aparecía un texto en la pantalla. “La pirámide de las necesidades humanas es un reality show inspirado en la teoría de Maslow que clasifica las necesidades humanas según cinco categorías: necesidades fisiológicas, de seguridad, de amor, de reconocimiento y de realización. El juego se desarrolla del 1 de octubre al 1 de noviembre. Los concursantes disponen de un espacio online para publicar mensajes, fotos y vídeos con el fin de crear una 7


red. Deben probar, cada domingo, que sus necesidades del nivel en curso se han satisfecho debidamente redactando un texto de 500 caracteres como máximo. El número de votos obtenidos por dicho texto permite al concursante acceder o no al nivel superior. Los resultados son revelados en directo en el transcurso de un programa de televisión semanal”. Antes de inscribirme, yo ni siquiera sabía si Maslow era un objeto o un ser humano. Esa palabra simplemente me evocaba algún tipo de malvavisco. Abraham Maslow, sin embargo, no tenía nada de malvavisco, ya que era psicólogo, americano y ya había muerto. En esa época, yo me burlaba de las reglas. Bastaba con hacer clic, yo había hecho clic. Bueno, como los miles de concursantes que habían descubierto el cartel de la pirámide de cinco colores colocado en las paredes del metro o difundido en bucle por la televisión. Pero nadie imaginó que un adolescente fugado y sin hogar se convertiría en el protagonista del juego. Una estrella. Esa estrella soy yo. Y para salvarme de esta historia de locos, sólo tengo unas horas para contar mi propia versión de los hechos y darle la vuelta al destino.

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REALIZACIÓN de uno mismo RECONOCIMIENTO Confianza, éxito, respeto AMOR Familia, amigos, comunidad (pertenencia) SEGURIDAD Techo, salario, protección

NECESIDADES FISIOLÓGICAS Beber, comer, dormir, reproducirse

Esquema de la pirámide de las necesidades humanas

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1er nivel - 15 000 concursantes

NECESIDADES FISIOLÓGICAS Beber, comer, dormir, reproducirse


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Si hay que contar mi historia, pongamos entonces como inicio ese día lluvioso en Chinatown, ya que todo comienza y todo termina en Chinatown. No es un aguacero tibio, una de esas lloviznas que fascina a los poetas. Es una lluvia intensa, salvaje, un chaparrón que dispersa a la muchedumbre en unos segundos, moja los cartones, los deja blandos y estropajosos, inutilizables como colchón. Y ese día, por lo tanto, ya no tengo cama. Yo soy uno de esos jóvenes que duermen en Leicester Square, Piccadilly Circus o en una calle adyacente, ni siquiera acurrucados, simplemente agotados, extendidos a todo lo largo en sacos de dormir que huelen a orina y a cerveza. Bienvenido a Chinatown. Yo conozco a todo el mundo en este rincón, quiero decir a todos los vagabundos, las prostitutas y los polis. A los demás, los que viven normalmente, como esos turistas que visitan la ciudad, los observo como una vaca mira pasar el tren, masticando ruidosamente. Cuando estoy harto, aplasto con el dedo el chicle sin sabor sobre la acera, aprieto fuerte y lo extiendo. Al que tenga que limpiarlo le costará más despegarlo. Aquí todo es un toma y daca. Bueno, más bien un pierde-pierde: ojo por ojo, diente por diente. Los viandantes 12


podrían caer al suelo y yo no movería ni un dedo porque las únicas veces que alguien lo ha hecho por mí, era con el puño, que ha terminado sistemáticamente en mi cara. En el Soho, el único lugar donde puedo comprar algo es el Seven Eleven, la tienda de comestibles con el neón parpadeante abierta 24 horas, lo que viene bien, ya que no tengo horarios fijos. Aquí no hay un despertador que suene a las 7, ni un autobús que tomar para ir a la escuela. No hay escuela. Los tipos de Dios (les he llamado así porque se pasean con bolsas de basura llenas de bocadillos para reclutar a las ovejas descarriadas para su asociación cristiana o no sé qué; en el Seven Eleven hay que apoquinar, pero al menos se evita el sermón) siempre intentan saber cómo he acabado allí, como si yo escondiera un gran secreto. Y yo les digo que simplemente he tomado el tren para venir a Londres, me miran con lástima y como diciendo “has sufrido demasiado como para decir la verdad”; me echarían sobre un diván para remontarse lejos, lejos, a los rincones más podridos de mi infancia y apretarían donde duele para poder exclamar: “¡Ya está, ya está, lo sabemos!”. Voy a decirte la verdad, no hay necesidad de darle tantas vueltas ni de enviarme al loquero. Un día, recibes un puñetazo. Al día siguiente, otro. Te proteges con el antebrazo, lo esquivas, finges rehacer una y otra vez la lazada de los zapatos. Duermes una noche en casa de un amigo, otra noche en casa de otro, pero llega un momento en el que hay que volver y, ¡adivina! ¡Zas! Así que un día, tomas un tren. A Londres. Ya está. No hace falta convertirlo en una novela, mi vida se resume en una palabra: sobrevivir. No me devano los sesos tratando de comprender por qué mi padre es así, por qué a mí y no a mi hermano, 13


simplemente evito los puñetazos y corro. Después hay que encontrar una buena caja de cartón. Y no es fácil cuando hace este tiempo de perros. Mi cartón no es como una casa, es sólo mi rincón. El único espacio que me pertenece. Toda la gente camina por las aceras, pero no hay muchos que caminen sobre mi cartón. Hay que escogerlo bien. Cuando está mojado, apesta. Tengo que tirarlo y vagar por las calles para encontrar uno seco. A veces, no duermo. Me quedo de pie bajo el alero de una tienda mirando la lluvia, sin fuerzas. Les miro a todos desplegar sus paraguas y ni siquiera me da envidia: aunque me cogiese el chaparrón, mejor tener las manos libres. Yo, de todas formas, ya no podría subir a un autobús para ir al colegio o desplegar un paraguas. Eso se terminó; en el momento en el que bajo del tren en Londres hay gestos sencillos que ya nunca podré hacer.

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Huí de casa un 1 de noviembre, exactamente un año antes de la final de La pirámide de las necesidades humanas. En el tren, mirando desfilar el paisaje a través del cristal, me alegro de haber escapado del examen de matemáticas. Reconozco la colina boscosa que veo normalmente desde la ventana de mi habitación, aunque se trata de la otra vertiente. Ésta parece más tupida, sin casas ni carretera serpenteante entre los arroyos y los prados. El campanario del pueblo vecino, que me sirve de referencia cuando salgo a pasear sin rumbo con mi hermano pequeño, se vuelve un simple trazo en el cielo antes de desaparecer. Los raíles bordean durante mucho tiempo un bosque que ensombrece el compartimento, después valles verdecidos que yo nunca había visto ceden su lugar a terrenos pedregosos. Se me encoge el estómago. Como cuando, al final del verano, la cosechadora segaba el trigo y yo me despertaba en un paisaje vacío y terroso. Nunca me habría marchado en verano. Para empezar, no hay exámenes de matemáticas en esa época, y además todos los arbustos están en flor, los huertos llenos de frutas, los animales salen. En mi cabaña puedo refugiarme con cualquier clima. Las telas de araña tiemblan bajo el 15


viento, las malas hierbas que crecen entre las tablas se quiebran con la helada, las margaritas tapizan el suelo cuando el aire se vuelve primaveral y una sola rosa roja escapa sobre el tejado cuando el sol despide sus rayos. En verano, todo parece más agradable. Pero en el mes de noviembre, el bajón está asegurado. El otoño siempre me ha dado ganas de tomar un tren hacia la gran ciudad, la que es un hervidero de voces durante todo el año, la que brilla incluso en invierno, neones que imagino como luciérnagas y que resultan ser peligrosas ilusiones. Caramelos rosas a los que se hace parpadear para atraer a los niños perdidos del campo, esos que huyen de los ogros y de los exámenes de matemáticas. Pero bueno, en este momento, al calor del vagón, no pienso jugarme la vida, sólo un nuevo parte de absentismo escolar. Cuando los primeros edificios surgen en el paisaje, despego mi nariz del cristal. He fantaseado tanto con este momento: encontrarme solo, por fin, en una máquina rápida, listo para la aventura. El aire silba en mis oídos, la velocidad me embriaga. Pero también me entran ganas de vomitar. Tomar un tren cuando se ha pagado el billete y alguien nos espera a la llegada es más tranquilizador que subir en secreto, como un indocumentado, hacia una ciudad desconocida. Nadie sabe todavía que me he ido y nadie vendrá a buscarme. Al final del andén no habrá un cartel con mi nombre. Sólo un cartón. Mi cuerpo debe de presentirlo porque empieza a temblar. La locomotora entra chirriando en un edificio majestuoso con vidrieras en el techo. Cuando, al fin, se para el motor, dejo que los otros pasajeros bajen antes que yo. La efervescencia de la estación me impresiona. Abro los ojos 16


de par en par intentando moverme entre la multitud sin que choquen contra mí maletas, codos o voces estridentes que conversan con un auricular. Sin objetivo, me veo atrapado por el mar de viajeros hasta un tren del metro. Salgo en la parada en la que de pronto todo el mundo se baja. De nuevo al aire libre, el pulmón de la ciudad hace latir mi corazón más rápidamente. No tengo a dónde ir. Durante horas, recorro las calles de Londres sin atreverme a pedir ayuda. Deambulo como un gatito mojado que ha perdido a su camada. Una cancioncilla de mi infancia me da vueltas en la cabeza: “London bridge is broken down, broken down, broken down. London bridge is broken down, my fair lady”*. La canturreo para infundirme valor. Cuando cae la noche, me rondan unos tipos sospechosos. Me refugio en la entrada de un edificio y me obligo a mantener los ojos abiertos. Mi cuerpo termina ganando. Se hunde, después se extiende en el suelo y se duerme. Por la mañana temprano, el claxon de un camión de reparto me despierta. Despego a duras penas mis párpados, la espalda hecha papilla. Pero, pese a todo, estoy vivo. Las noches siguientes, mientras busco las estrellas en el cielo, pienso a veces mucho, pero no intensamente, en tomar de nuevo un tren y volver a casa. Sólo que yo sé bien que allí no está mi hogar. Soplando en mis manos para calentarme, me aferro a la idea de que un día me sentiré en mi hogar en algún sitio. Esta esperanza me hará mantenerme hasta que encuentre un buen cartón. *  El puente de Londres está roto, está roto, está roto. El puente de Londres está roto, mi bella dama.

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En el colegio, los profes me reprochaban que hiciera los deberes de forma chapucera. Dibujaba extraños cactus en mis cuadernos y entregaba mis tareas olvidando la mitad de las preguntas. Incluso mi huida fue una chapuza. Podría haber ahorrado durante un año, preparado un escondite, anotado números de emergencia en una libreta, ese tipo de cosas, pero simplemente metí unos billetes en mis calcetines y me lancé a la estación. “Eso es muy propio de él”, diría mi madre, sin dar más detalles, como si todo el mundo comprendiera. Me he dado cuenta demasiado tarde de que, en una gran ciudad, unos pocos billetes no duran demasiado. No me queda más remedio que recoger las monedas que encuentro por el suelo, con mi estómago retorciéndose de hambre y de miedo. Mi primera sensación agradable, después de una semana de vagabundeo, se produjo comiendo un perrito caliente. En medio de los turistas, un vendedor ambulante empuja un carrito metálico abollado del que escapa un humo negro. El último lugar a donde alguien pensaría en ir a alimentarse. Sin embargo, es allí donde compro mi perrito. El vendedor apenas se fija en mí, toma de forma 18


automática un pan tipo brioche, hunde dentro una salchicha, cebolla y lo ahoga bajo un montículo de mostaza. Entrego mi moneda, cuesta una moneda, me viene de perlas. Me tiende el perrito y me lo trago de una sola vez, allí mismo, como una rana engullendo una mosca. El tipo se desternilla. —¡Eh, parece que tenías hambre! Bajo el carrito, un saco de dormir doblado deprisa sobresale de un petate. Cuando vuelvo a levantar la mirada, el vendedor de cabello grasiento y uñas ennegrecidas me tiende otro pan. Ya no me quedan monedas. Digo que no con la cabeza. —Venga, cógelo. Él insiste, yo me resisto. Él aclara: —Gratis. Se puede sacar algo bueno de todas las situaciones y se pueden encontrar amigos bajo cualquier ropa vieja. El hombre que me ofrece el perrito caliente se llama Jimmy. Apesta a cabra y a ron, su cara sonrojada se pela y lanza a menudo mamporros sin razón, pero va a convertirse en el mejor de los colegas, el mejor de lo mejor que se puede tener cuando se ha tocado fondo. No es el buen amigo que te presta su goma de borrar y juega contigo al fútbol en la urbanización, ése que saluda educadamente a mamá a través de la ventana, no. Jimmy es la clase de compañero que de pronto te aparta de un cartón en mitad de la noche para evitar que una botella se haga trizas contra tu cráneo. Un amigo que te regala comida mientras hace montones con monedas y que ni sus diez montones alcanzan para pagar un almuerzo. Después de haberme comido un tercer perrito caliente, le acompaño hasta que cae la noche y devuelve su ines19


table carrito a un paquistaní de cejas gruesas. También le da la mitad de sus ahorros. No es un buen negocio esto de los perritos calientes. —Hasta mañana, Scottish —suelta el paquistaní sin mirarle. Jimmy es escocés. Uno auténtico: cuando habla, nadie entiende nada de su acento. Recoge su sucio saco de debajo del carrito y me hace una seña para que le siga. “¡A por el Soho!”. La clase de frase que se podría lanzar al abordar un navío de piratas, salvo que los piratas somos nosotros y que en realidad no hay ningún mástil en nuestros cartones. Jimmy tiene la cara torcida como un bandido que hubiera vagado por malos callejones. Camina pesadamente, sale humo de su nariz y, de vez en cuando, para abrirse paso y seguramente también para divertirse, grita a la clientela: —¡APARTA! ¡APARTA! Su voz ronca hace sobresaltarse a los peatones. Se apresuran hacia los bordes de la acera o directamente a la carretera, aun a riesgo de que les atropelle un coche, para cederle el paso a ese enajenado. Yo avanzo por el surco de mi nuevo compañero como un pececillo detrás de un tiburón, mi corazón chisporrotea de orgullo, sí, de orgullo, de poder moverme rápido, libremente, en la estela de un rey escocés. Allí estábamos, Jimmy y yo, en Brewer Street. Él rugió para despejarnos la calle a todo lo largo de Coventry Street hasta Piccadilly Circus, después giramos a la derecha, nos compró un buñuelo para variar de los perritos calientes y caminamos ahora por Brewer Street, con la tripa llena de mostaza y crema pastelera y nuestros sacos de dormir bajo el brazo. Fue uno de los tipos de Dios quien 20


me dio este saco de dormir azul marino cuando yo aún tiritaba bajo un alero húmedo. Tuve que escucharle hablarme de Jesús y de misericordia durante una hora para ganármelo. Así que lo tengo como a la niña de mis ojos, aunque lo arrastre indolente. En Chinatown no hay que mostrar apego hacia un objeto; si no, seguro que alguien vendrá a birlártelo. Lo llevo bajo el codo, sin doblar, como si no fuera más valioso que una bolsa de plástico, y no lo lavo nunca, así no me lo robarán nunca. Pierde-pierde. Bueno, ese día, el día en que conocí a Jimmy, después de Brewer Street giramos a la izquierda por Walker’s Court hasta la prolongación con Berwick Street. Esa calle, en ese momento, pienso que se trata de un lugar como otro cualquiera. Pocos comercios, ni bares ni restaurantes en el tramo por el que caminamos, simplemente una tienda de discos, un local de Internet con ordenadores viejos y finalmente un rincón delante de una tienda cerrada con una persiana de hierro. Jimmy se sienta en el suelo, en el alféizar de la puerta, y cuando yo también poso mis nalgas sobre el frío suelo, estoy lejos de imaginar que esos pocos metros cuadrados de acera van a cambiar mi vida. Todo mi destino se materializará en este pequeño lugar y yo no adivino nada, no veo nada, no siento nada en especial cuando en realidad ya debería gritar, de rabia y de alegría, por todo lo que viviré a partir de ahora aquí, en Berwick Street. Aún no he conocido a Suzie la gorda, que vende sus encantos en el segundo piso del edificio de enfrente, ni al elenco de locos y de tipos duros que harán su aparición uno a uno en esta calle y sobre todo, sobre todo, aún no sé que es aquí precisamente donde me haré famoso.

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Cuando paso por delante de un escaparate con mi saco de dormir bajo el brazo, examino mi reflejo y es a otro a quien veo. Un chico despeinado vestido con un pantalón destrozado demasiado largo que se sube sin cesar y zapatos agujereados por los dedos del pie. Un adolescente que no se lava lo suficiente y mira a lo lejos como si ya nada le afectase. A veces, los borrachos bajo la casa de Suzie me sacan bruscamente de mi sueño. Gritan “¡Págame!” tambaleándose o arrojan piedras a la ventana. Tengo que estar en guardia. Así que he aprendido a dormir sin dormir y mis ojos se han apagado. Apenas me despierto sobre mi cartón, pienso muchísimo. Los otros dicen que voy a hacerme nudos en el cerebro, a la fuerza. Pero los otros no son precisamente brillantes. La mayoría dejó el colegio cuando aprendió a andar. Les tomamos el pelo con eso. No saben leer, apenas contar, pero para detectar a un chalado son unos auténticos campeones. En Chinatown desarrollamos unas habilidades que no nos servirán de nada en otro lugar, quizá por eso se nos deja en la calle. Aparte de ensuciar las aceras con nuestros chicles, no somos muy útiles para la sociedad. Pero la sociedad debe saber que ella tampoco 22


es de ninguna ayuda para nosotros. Pierde-pierde, en ese juego quedan los más fuertes. Por el día camino con Jimmy en la bruma londinense. Como hace frío, bebemos. Como nos aburrimos, fumamos. Como reyes. El Escocés empuja su carrito por el Soho, le quito algunos perritos calientes alternando con los chicles, vago por los callejones sin pensar en nada porque he fumado demasiado, bebido demasiado, mi cerebro juega al ping-pong sin que ninguna idea rebote hasta mí. Los demás deben de pensar que no tengo más que problemas, que represento un gran problema para la sociedad y un gran gran problema para mí mismo. Cero. Todo incorrecto. Camino por la calle sin objetivo ni ataduras, sin nada que perder. Si un tipo viniera detrás de mí y me apuntara en la nuca con un revólver amenazándome “la bolsa o la vida”, yo explotaría de risa. “No hay bolsa, tío, ni vida. Has encañonado al número equivocado”. Por lo tanto, para la mayor parte de la gente, eso es un problema. Hay que tener una bolsa llena y una existencia envidiable, eso es lo que piensan. Aunque son justamente esa bolsa y esa vida las que van a traer problemas, ¿no? Jimmy pone demasiada mostaza. Por más que le aconsejo que la racione, él continúa apretando el tubo como un chiquillo. Se pone los dedos perdidos, con la lengua extendida para esforzarse, pero siempre es demasiada. Un cartón seco y no demasiada mostaza es mi receta para un buen día. Suzie la gorda comienza su trabajo cuando la mayor parte de la gente regresa a sus casas. Le encanta aplastar su pecho sobre mi cara cuando viene a saludarme. Me cuesta respirar, pero me gusta más su olor a castañas asadas que la peste del alcantarillado. Ella prefiere 23


un chaval de las calles a un depravado burgués. La vi por primera vez a través del marco de una ventana. Ella me saludó mientras fumaba un cigarrillo al otro lado del cristal, en su habitación. Me sorprendí agitando yo también la mano. Ella me sonrió y aquello me reconfortó. Desde entonces, ella me toma a menudo en sus brazos antes de ir a trabajar. Ella repite con su voz rota por el humo: “Cuando se es astuto, se pueden amontonar varios cartones y volver a apilarlos durante toda la vida, incluso si has visto al diablo en tu puerta”. Después pasa sus dedos por mi pelo, con los ojos conmovidos, y se precipita en el edificio de enfrente a encontrarse con sus clientes completamente locos. Cuando cae la noche, grupos de jóvenes irrumpen escandalosamente en Berwick Street para llegar a las discotecas nocturnas del Soho. Obnubilados por sus pantallas, pasan por encima de mi saco. Ellos no se dan cuenta de que todos repiten los mismos gestos deslizando su dedo por su móvil, su tablet o su reproductor mp3. Les encanta hacerse una foto con su teléfono móvil. Con la mano extendida delante de ellos, toman una foto de sí mismos y después la publican en las redes sociales. Flash, flash, su cara en una pantalla. Todo el mundo quiere ser famoso. En mi pueblucho, al menos, todo el mundo soñaba con ello. No tenemos ordenadores en Chinatown. Ni nos hacen falta. El suministro de noticias desfila delante de nosotros como una procesión sin fin. Digo Chinatown como podría decir el Soho, Piccadilly o el West End, cada uno llama como quiere a este barrio, yo prefiero Chinatown. Nada como la sonoridad de la palabra para hacerme viajar. Uno podría imaginarse muy lejos de este condenado rincón. 24


En el corazón de Londres, en este ápice del mundo y en esta microsociedad de marginados, no nos estrechamos la mano ni nos damos dos besos tampoco. Apenas nos saludamos, un ligero movimiento del mentón barriendo el espacio con la mirada como un guardaespaldas, porque puedes llevarte un golpe en cualquier momento y nadie tiene ganas de verse reflejado en la cara partida del otro. Jimmy y yo hemos echado raíces en el alféizar. Nos encanta este rincón a distancia de la efervescencia turística. Nos pasamos horas en nuestros sacos de dormir fumando, bebiendo, observando el mundo avanzar sin intentar subirnos al carro. Hay una razón: mendigar hasta la muerte. “¿No tendrá usted una monedita?”, preguntamos a cada paso para recaudar las pequeñas monedas sueltas que nos pagarán cigarrillos, cerveza y un montón de pasteles. Nos alimentamos con todo lo que se nos prohíbe comer de niños: azúcar, grasa, alcohol y nicotina. Picamos en cualquier momento, nos acostamos a cualquier hora. No hay reloj ni calendario. Me doy cuenta de que ha llegado el mes de diciembre cuando los tipos de los servicios municipales vienen a instalar guirnaldas luminosas entre las farolas. Mis ojos se enturbian. Pienso en mi casa y en el abeto que decoraba con mi hermano, espero que mi partida no les fastidie la fiesta, y al mismo tiempo espero que un poco sí. Yo ya sé que la mía será a reventar. Porque el gran bajón es como reventar un globo justo cuando iba a salir volando. Intento no pensarlo mucho evitando contar los días, pero el 24 de diciembre termina por llegar. Así que bebo varias latas de cerveza para olvidar. Tendré que contar, claro, todo lo que me ocurrió entre esa primera Navidad helada y mi entrada al juego en 25


octubre. Pero no tan pronto. Vivir en la calle no es como un campamento de verano que se resume en una postal. Debo encontrar las palabras. Y encajarlas.

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Intento ir directo al grano, pero un partido de fútbol no se gana en línea recta. Hay que driblar. Antes de la final de La pirámide de las necesidades humanas hubo zigzags. Todo comenzó ese día lluvioso en Chinatown. Después de un mes de septiembre mayormente suave, la temperatura refrescó el primer día de octubre. Mientras que Jimmy se ha ido a comprar una botella a la tienda y yo dormito, las nubes negras eliminan el azul del cielo. Cae el diluvio, trombas de agua se derraman sobre el asfalto y empapan mi cartón. Me levanto sobresaltado. Recojo a toda velocidad mi saco de dormir y mis cosas, buscando el lugar más cercano para resguardarme. Diviso el local de Internet justo al lado y me precipito en el interior, después de haber dejado mi saco de dormir hecho una bola en el alféizar. Y es allí, en el escaparate, en medio de las ofertas de descuento para móviles y las tarifas de conexión a Internet, donde me doy de narices por primera vez con la pirámide. En el cartel, además de los cinco niveles de diferentes colores, hay un dedo índice que apunta hacia mí, en realidad hacia cualquiera que mire esa publicidad, como esa vieja propaganda para alistarse en el ejército. “Te queremos a TI”, parece sugerir ese dedo, y encima, en 27


letras grandes, está escrito: “TÚ TAMBIÉN, JUEGA TU VIDA”. Los vagabundos que, como yo, han bajado de un tren para no volver jamás a ningún sitio y no tienen a nadie a quien decir buenas noches, se dejan impresionar fácilmente por las luces de neón de la ciudad. Jimmy, por ejemplo, juega a menudo a las máquinas tragaperras. Mete una moneda en una rendija, tira de una palanca y cerezas, campanas y símbolos de dólar giran sobre sí mismos antes de detenerse. Si los tres dibujos resultan ser iguales, caen algunas monedas que él mete de nuevo hasta perderlas todas. Es superior a él. Nadie en Chinatown cree en La Rueda de la Fortuna, pero todo el mundo sueña con ella. Sólo que no se dice. Despreciamos abiertamente a los transeúntes ricos o bien vestidos que paran a los taxis, pero en el fondo nos encantaría estar en su lugar. Por eso, el “JUEGA TU VIDA” me llama la atención enseguida. Como si yo pudiera cambiar mi destino, cambiar mi mugriento saco de dormir por un abrigo de piel, y quizá también por una familia. Mientras la lluvia golpea contra el escaparate y corre a mares por la calle, yo sacudo la cabeza para secarme el pelo. El tipo tras el mostrador me mira extrañado porque ya me había visto en mi saco de dormir. Se pregunta qué vengo a buscar y si yo no hubiera tenido el reflejo de darle enseguida mis monedas, seguro que me habría echado de allí. Media hora de Internet cuesta lo mismo que tres perritos calientes. Tres monedas puedo conseguirlas en una hora mendigando. No es para tanto. Tomaré un sándwich de los tipos de Dios en lugar de una salchicha picante. Me coloco delante de un viejo ordenador en un rincón distante. Durante largos minutos, simplemente miro la negra 28


pantalla. El ruido de la lluvia me arrulla, me caigo de sueño, cuando, de pronto, vuelve el silencio. El chaparrón ha cesado. Abro los ojos y veo llegar a Jimmy lejos por la acera. Se acerca hacia el alféizar, deja una lona en el suelo y extiende encima los sacos de dormir para secarlos bajo la mirada indiferente de los transeúntes. Esta imagen me deprime. No tengo ganas de salir, no ahora. Mi dedo aprieta un botón. La máquina se ilumina. Escribo el código que el vendedor ha anotado en un trozo de papel para conectarme a Internet, después escribo la dirección de la web que se encuentra en la parte inferior del cartel. Una pirámide animada, de todos los colores, surge en la pantalla. Hago clic encima. “TÚ TAMBIÉN, JUEGA TU VIDA”, aparece, seguido de un texto de presentación; vuelvo a hacer clic y llego a un breve cuestionario. En este momento creo que será el único formulario que tendré que rellenar en mi vida, pero no puedo estar más equivocado. De apellido pongo SCOTT, pensando en Jimmy el Scottish y de nombre CHRISTOPHER porque es mi verdadero nombre. Edad: 18 años; en el caso de que me pongan en una lista de niños desaparecidos, más vale que me ponga tres años de más, que la policía no pueda relacionarlo. El juego es gratuito. Basta con tener un correo electrónico para inscribirse. Me creo una dirección —christopher.scott54— y clic, me convierto en el concursante nº 12.778 de La pirámide de las necesidades humanas. En mi página puedo publicar lo que yo quiera. La única prueba obligatoria consiste en redactar al final de la semana un texto de 500 caracteres como máximo para probar la plena satisfacción de mis necesidades fisiológicas: beber, comer, dormir, reproducirse. Para la imagen de mi perfil no publico mi cara. Dejo el espacio vacío. 29


Al lado de mi seudónimo, leo “0 amigos”. Ese cero me succiona como un pozo. Lo miro durante mucho tiempo, hipnotizado. Sentado en el rincón más alejado del mostrador, cerca del escaparate, puedo ver a Jimmy moverse afuera y colgar el resto de nuestras cosas de un farol para escurrirlas. Muevo discretamente el ordenador para colocarlo justo enfrente de mi saco empapado secándose, levanto la pantalla unos centímetros y tomo una foto con el programa para fotos del ordenador. Se ve a través de un cristal un trozo de acera y un saco de dormir azul marino extendido. Escribo como pie de foto: “mi cama”. Reflexiono y un minuto más tarde añado esta frase: “no es como para tener dulces sueños, pero ahí plancho la oreja a pierna suelta”, ya que es el propósito del juego y, además, es la verdad. Ya está. La partida podría haber terminado ahí. Pero cuando me conecto al día siguiente, mi foto ha sido compartida 203 veces con decenas de comentarios: “¡Qué guay!”, “tienes suerte, mis padres roncan en la habitación de al lado”. “¿Y ves las estrellas?”, pregunta un tal Matt567. “Sí, estrellas rosas que parpadean”, le respondo, orientando esta vez la pantalla hacia el farolillo rosa suspendido en la ventana de Suzie, la estrella que guía a los hombres que buscan ternura barata. Al día siguiente, esta foto ha sido compartida 162 veces, y la primera ¡1 405 veces! “¿Eres un vagabundo o qué?”. “¿Realmente duermes ahí?”, me preguntan. No puedo creerlo. ¿Cómo una sola imagen puede haber sido vista en tan poco tiempo por tanta gente? Apago el ordenador bruscamente y camino por Chinatown para serenarme. Desconocidos han visto la foto del rincón donde duermo. Me parece increíble. Me da miedo. No escribo nada los días siguientes. Las normas 30


del juego me dejan hasta el domingo por la noche para publicar mi resumen de la semana, después el público votará haciendo clic en la pirámide verde en la parte superior de las páginas de perfil. 15 000 aspirantes concursan en este primer nivel. Mi cabeza da vueltas. Entrar en ese local me ha hecho olvidar mi cartón. Pero nunca es bueno olvidar tu cartón. No es como una bici, que una vez que sabes pedalear puedes montar toda la vida. A partir del momento en que me inscribí en este estúpido juego, mi cartón se ha vuelto áspero, helado y cada vez me cuesta más dormir en él. Me hago mil preguntas por segundo. He revelado dónde duermo, pero no el resto. ¿Cómo mostrarlo? Tengo miedo de que me encuentren y me detenga la policía. Por lo tanto, decido no publicar ninguna imagen más. Pero sí que pienso en un texto. El domingo por la mañana, después de varios días sin conectarme, entro en el local mientras Jimmy aún ronca. Pongo tres monedas sobre el mostrador, recupero mi rincón, enciendo la pantalla, abro mi perfil. 7 043 personas han compartido mi foto. Mis manos tiemblan cuando escribo mi resumen de la semana. “Un cartón seco, grueso, limpio. Un perrito caliente que no lleve demasiada mostaza. Una cerveza barata, un chicle y un pitillo. Acariciarme bajo el saco de dormir. Necesidades fisiológicas: OK. Al menos para un adolescente que no le importa a nadie. Bienvenidos a Chinatown 2.0”. Las votaciones se cierran a las ocho y los resultados se anuncian dos horas más tarde, al final de la emisión dominical en la televisión. Los 1 500 concursantes con más apoyos superan la primera fase. Para mi sorpresa, 31


9 220 personas hacen clic en mi pirĂĄmide verde, catapultĂĄndome asĂ­ al nivel 2. Para celebrarlo, Jimmy y yo nos hartamos de aplastar bien fuerte nuestros chicles contra la acera.

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2ยบ nivel - 1 500 concursantes

NECESIDAD DE SEGURIDAD Techo, salario, protecciรณn


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