El jurado y su modo de conocer para juzgar

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El jurado y su modo de conocer para juzgar. Víctor Corvalán 1. Puntos de partida. Partimos de un análisis donde no encontramos diferencias sustanciales entre el modo de juzgar que tiene cualquier persona, de aquella que ha recibido una especial instrucción que le ha permitido obtener el título de abogado. Dicho de otro modo, el abogado no adquiere especiales conocimientos o aptitudes que lo distinguen del resto de los mortales en su capacidad para valorar conductas ajenas. En todo caso, podríamos decir que su formación específica, y el conocimiento de ciertas disciplinas como la historia y la filosofía, lo dotan de ciertos elementos culturales, que se encuentran solamente en quienes han tenido la suerte de pasar por las aulas universitarias. De cualquier forma, la problemática del juzgamiento de conductas, o de hechos, es materia de un análisis donde resulta indispensable un contacto epistemológico, es decir, un marco teórico donde el conocer tenga fundamentos filosóficos. Desde ese punto de vista resulta necesario conceptualizar que entendemos por conocer, y provisoriamente aceptamos que significa aprehender con nuestro sentidos un objeto. Esta aprehensión no es por lo regular algo simple, sino complejo ya que consta de una pluralidad de actos, muchas veces difíciles de separar. En realidad esa aprehensión puede verse como un proceso, donde la conciencia que es en realidad la que conoce (sin perjuicio de la inevitable influencia del inconciente), necesita dar vueltas, por decirlo así, en torno a un objeto para aprehenderlo realmente. En el conocer es inevitable poner al objeto en relación con otros sea para compararlo, o para sacar conclusiones con el auxilio de la lógica. Como vemos el proceso del conocimiento utiliza las más diversas operaciones intelectuales. Me interesa particularmente destacar que se trata siempre de un conocimiento mediato, discursivo. Esta última expresión es singularmente exacta, porque la conciencia cognoscente se mueve, en efecto, de aquí para allá. En esta apretada síntesis que puede pecar por simplista, cabe advertir que existe otro modo, otro proceso distinto de conocer. Se sabe por estudios realizados empíricamente, que hay un conocimiento inmediato además del mediato, un conocimiento intuitivo además del discursivo. Ese conocimiento intuitivo consiste, como lo dice su nombre, en conocer directamente viendo. En él se aprehende inmediatamente el objeto, apenas se toma contacto con él ya se lo conoce, como ocurre sobre todo en la visión de objetos simples. Pese a que este conocimiento intuitivo ha sido peyorizado sobre todo por cierta ciencia racionalista que no podía admitirlo hoy nadie podrá negar que existe. Es fundamental detenernos en el conocimiento intuitivo, que es común a todos los hombres, aunque será difícil encontrar dos que conozcan de igual modo, y que lleguen a idénticas conclusiones. En cambio en el conocimiento discursivo, mediato, propio de las matemáticas o de la lógica, donde necesitamos tiempo para conocer, no es directo, y es más seguro que las conclusiones sean comunes en la medida en que todos siguieron los mismos pasos para aprehender el objeto. El conocer de un modo inmediato, intuitivo, es tan válido como el otro conocimiento, y si bien una de las diferencias se encuentra en el procedimiento que se sigue para llegar al fin perseguido, e incluso como lo demuestra la neurología funciones cerebrales distintas responden a cada uno de ellos, ambos son necesarios para poder conocer acabadamente. Incluso en un mismo proceso de conocimiento pueden alternarse ambos modos de conocer, de tal modo que resulta difícil saber cuando se utiliza uno o cuando el otro.


El tema tiene su complejidad si advertimos que esta intuición de la que venimos hablando para distinguirla del modo de conocer mediato o discursivo, es diversa. Su diversidad parte de advertir que en la estructura psicológica del sujeto se pueden distinguir tres fuerzas fundamentales: el pensamiento, el sentimiento y la voluntad. Son en realidad tres diversas tendencias o direcciones de la vida psíquica humana. Conforme a esto habría una intuición racional, otra emocional y otra volitiva. El órgano cognoscente es, en la primera, la razón; en la segunda, el sentimiento; en la tercera, la voluntad. En los tres casos hay una aprehensión inmediata de un objeto, y esto es justamente lo que pretende expresarse con la palabra “intuición”. Esta suerte de clasificación, desde la epistemología que seguimos se hace partiendo del sujeto pero a la misma división se llega si partimos de la estructura del objeto. Así, todo objeto presenta tres aspectos o elementos: esencia, existencia y valor. Por consiguiente, podemos hablar de una intuición de la esencia, una intuición de la existencia y una intuición del valor. Aquí también se dan las coincidencias porque la primera coincidirá con la racional, la segunda con la volitiva, la tercera con la emocional. Desde esta perspectiva epistemológica donde hay una toma de posición sobre nuestro conocimiento humano, los únicos objetos que podemos aprehender por intuición, esto es, por una percepción inmediata, consisten siempre en realidades individuales de nuestra percepción externa e interna. No es posible admitir por lo tanto, una intuición de objetos metafísicos, por ejemplo de Dios. Es preciso advertir que el admitir o rechazar un conocimiento intuitivo junto al discursivoracional, depende ante todo de cómo se piense sobre la esencia del hombre. Si partimos de que el hombre es exclusiva o preponderantemente un ser teórico, cuya principal función es el pensamiento, sólo vamos a admitir un conocimiento racional. Si por el contrario, ponemos el centro de gravedad del ser humano en el lado emocional y volitivo, reconoceremos en el hombre, junto a la forma discursiva-racional del conocimiento, otras clases de aprehensión de objetos. Estaremos admitiendo que a la multitud de aspectos de la realidad corresponde una pluralidad de funciones cognoscitivas. De cualquier forma digamos que en la esfera teórica, la intuición no puede pretender ser un medio de conocimiento autónomo, con los mismos derechos que el conocimiento racionaldiscursivo. La razón tiene en este terreno la última palabra. Toda intuición para poder jerarquizarse como modo de conocer y arribar a conclusiones ha de legitimarse ante el tribunal de la razón. Cuando los adversarios del intuicionismo exigen esto, están en su perfecto derecho. Pero la cosa es distinta en la esfera práctica. La intuición tiene en ésta una significación autónoma. Como seres que sentimos y queremos, la intuición es para nosotros un importante modo de conocimiento, que no por casualidad se ha tratado de desvalorizar. Existe una actitud omnipotente, que parte de la premisa de que alguien puede conocer la verdad, y a partir de ella ejercer su poder (sea cual fuere). Vale aquí una digresión. En materia de conocer existe una discusión que se plantea desde el marxismo académico de que el hombre conoce a partir de un determinismo económico, que provoca que sepamos de antemano cómo va a conocer ese hombre. Esta concepción, se supera si se parte de un hombre distinto del real sujeto inasible, imposible de pensarlo completamente determinable. En realidad el hombre como ser libre, con autodeterminación moral, pese a las influencias que pueda recibir desde lo económico, y antes desde las


ideologías, puede poner en crisis su propia historia. Hoy no puede concebirse que exista una previa determinación de los modos de conocer. Habrá influencias desde la ideología, y desde distintos puntos de vista, será diferente ese conocimiento sobre un mismo hecho, siendo diversas las conclusiones a las que se arribe. Pero además, todo ello puede ser criticado, pues si aceptamos que existe esa influencia también aceptemos que podemos hacer una autocrítica de nuestro pensamiento, dominando nuestra propia ideología. Este tema como vimos ha sido tratado por la teoría del conocimiento, que obviamente estamos muy lejos de abordar en profundidad, y nos provoca la necesidad de articular el discurso jurídico con otros, por ejemplo con el psicoanálisis. Allí vemos que se trata de llegar a una verdad, que no es más que la verdad del inconsciente para que el sujeto pueda conocerse más. El psicoanálisis nos enfrentará con nuestros deseos más íntimos, y nos permitirá distinguirlos de nuestras demandas. Eso -si lo logra- será su propia verdad, ni siquiera la del analista. Con el aporte de Freud se puede advertir que los modos de conocer siempre están gobernados por el deseo, de modo que muchas veces no vemos lo que en realidad se nos presenta sino aquello que deseamos inconscientemente ver. Además advertimos procesos paralelos de conocimiento, el del lego, el del hombre de la calle, que son recipiendarios del discurso de los medios de comunicación, generalmente interesados en la obtención de un mayor lucro económico con la difusión de las noticias nacidas del hecho judicial. A nosotros nos interesa analizar el conocimiento que van obteniendo los operadores del sistema judicial, desde la policía hasta los más altos Tribunales, pasando por los empleados, los abogados, funcionarios, peritos, testigos, etc... En general este modo de conocer siempre parte de valores absolutos, fuertemente internalizados por nuestra particular cultura recipiendaria del pensamiento religioso. Se llega a la verdad, porque se piensa que ello es posible judicialmente. Que si un tribunal dicta una sentencia condenatoria ella necesariamente reposa en "la verdad". En una verdad ontológica, absoluta. Del mismo modo en que ocurría durante la Edad Media con los tribunales de la inquisición o con el poder del Rey, que en definitiva lo concebían iluminado por Dios, entonces sí pensable como dueño de la verdad. Por el contrario, si relativizamos el modo de conocer del hombre, si aceptamos las dificultades que tiene para reconstruir su propio pasado, si advertimos con Freud que el hombre no siempre conoce lo que quiere sino muchas veces lo que puede, lo que lo deja su inconsciente, cambia completamente la valoración de los testimonios subjetivos. 2. El problema de la verdad. Toda sentencia penal contiene una ficción jurídica respecto a la culpabilidad o inocencia del imputado. Del mismo modo en que tratamos el estado de inocencia, lo hacemos respecto de ese estado de culpabilidad que surge de una sentencia condenatoria. Para la víctima, o para el testigo, o incluso para el propio imputado la verdad de lo ocurrido puede o no coincidir con lo fijado en la sentencia.


Pese a su fuerza de cosa juzgada, podemos llegar a tener una lectura diversa de la realidad de los hechos. El propio condenado puede seguir propugnando su inocencia, a pesar de la determinación de su culpabilidad en aquélla, con lo cual podemos advertir claramente que la declaración contenida en la sentencia es una ficción. Ficción contenida en el discurso del juez plasmado por escrito, formalizado en la sentencia. Ahora bien, ¿por qué la necesidad de establecer esa ficción?. Ella es necesaria para poner fin a la contradicción meramente discursiva que reinaba en el procedimiento entre partes y no perpetuarlo en el tiempo, con lo que se desnaturalizaría la función del proceso[1]. Pero si bien podemos aceptar "esa verdad" plasmada en la sentencia, no debemos tampoco caer en sostener al poder judicial como a un dios Zeus, aquél del que hablábamos al inicio de este trabajo, visto como una divinidad omnipotente. Las más de las veces la realidad nos de-muestra que ciertos estados de situación no pueden ser modificados por la sentencia, aunque ésta diga lo contrario a lo sucedido en el mundo de los fenómenos. Y no se trata de volver a los griegos, sino de determinar las reglas de juego. Que exista una función judicial que frente a verdades encontradas, contrapuestas, diga "su verdad". Como vemos un entrecruzamiento de discursos, de relatos, unos más o menos verosímiles. Sucede que desde la ley se le otorga ficcionalmente cierta cuota de poder a determinado discurso, que tiene fuerza conclusiva, la de los jueces en la sentencia. Digamos que sería una suerte de la última palabra, no necesariamente la de la verdad. 3. Los recortes a la verdad en la ley. Los límites a lo cognoscible. Esa forma de conocer luego de aceptar los límites naturales que la propia persona tiene para llegar a la verdad, tiene recortes impuestos en la ley según el sistema político imperante en un país y momento dados. En un sistema democrático, el primer recorte que encontramos está en el principio de la vida y dignidad de la persona, sea ésta víctima, testigo, perito o imputado. Ello surge implícitamente de la Constitución Nacional. También derivan de tales principios, el valor intimidad, domicilio, libertad de expresión y culto, etc... Del principio de dignidad, se deriva el de reserva, y así algunas líneas de ese recorte nos las va a dar la Política Criminal, por lo que el sistema penal no podrá investigar situaciones ajenas al derecho penal. En el caso del art. 292 del C.P., ¿qué caso tiene averiguar sobre la virginidad o no de la supuesta víctima o la determinación de su grupo sanguíneo?. Operará allí un recorte a la discrecionalidad del investigador penal. Lo primero que tiene que manejar el investigador penal es el tipo penal, conocerlo muy bien y relacionarlo con el principio constitucional de reserva, todo aquello que no esté taxativamente prohibido por el derecho, queda en el ámbito de libertad del hombre. El hombre realiza conductas a lo largo de su vida, pero no todas serán captadas por el derecho penal, específicamente. Este tomará determinadas conductas, y las delimitará a través del tipo penal, dando los elementos necesarios y únicos para saber si en ese caso concreto se configura la violación al tipo penal prescripto. Si existe una afectación intersubjetiva y además descripta en el código penal, es hasta allí donde se debe investigar.


Vemos en el tipo penal una garantía del liberalismo, en cuanto limita el poder penal ya que toma parte de la realidad, plasmada por ciertos y determinados elementos. También desde una posición valorativa, la legislación procesal impide recurrir, además de aquel límite, a ciertos elementos probatorios cuando se ponen en juego valores más importantes, tal el caso de la familia al prohibirse testimonios de ciertos parientes en contra del imputado. De modo que existen tres niveles en el ordenamiento jurídico que recortan la verdad. El primero a nivel constitucional, dando las grandes pautas, o principios que luego serán regulados por el derecho penal o por el derecho procesal penal. Otro ejemplo es la regulación del discurso del imputado. La C.N. fiel al principio de respeto a la dignidad de la persona, prohibe que se pueda obligar al imputado a declarar en su contra. En realidad la prohibición va más allá. Está prohibido cualquier declaración arrancada por la fuerza. Es decir no solamente al imputado, también el testigo es merecedor de ese respeto. De modo que si el testigo calla, o miente, tendrá una pena, pero no hay método que permita jurídicamente hacerlo declarar, o que diga la verdad. Pero del mismo modo, también se debe tolerar, o receptar aquel discurso del imputado mediante el cual confiesa su autoría o participación en el hecho que se le atribuye. Porque la C.N. no prohibe que el imputado declare en su contra, sino prohibe a los operadores a que le obliguen a así hacerlo. Incluso pensamos que en nuestro sistema jurídico no se puede tolerar, que el imputado mienta ante el Tribunal que lo escucha[2]. La garantía que frente a su silencio le prohibe al Juez presumir en su contra, termina cuando el imputado ha decidido libremente y contando con el asesoramiento jurídico de su defensor, prestar declaración. 4. El objeto de la prueba judicial. Que es lo que se prueba. En definitiva si de la prueba se trata, volvamos a preguntarnos: ¿qué entendemos por probar? Es evidente que probar significa demostrar. Al probar “compruebo”. Es decir realizo una actividad para que caiga bajo mis sentidos la cuantificación del objeto que quiero conocer. Por lo tanto en esta primera cuestión, debemos dejar de lado aquél prejuicioso concepto de la pretendida objetividad en el conocimiento. Mientras más cerca estoy del objeto por conocer, mientras más me involucro con él, mejor conozco. Y por el contrario, cuanto más distante estoy de él, menos lo conozco. Mientras más subjetivamente conozco, mejor. Porque lo incorporo a mí mismo. En segundo término, ¿qué se trata de probar? Acaso, ¿los hechos? ¿El derecho extranjero? En realidad, desde nuestro punto de vista, de lo único que se trata en materia probatoria es de la verosimilitud de los discursos. A partir de que el actor afirma en su discurso la existencia del hecho, su configuración como delito, y la autoría y responsabilidad penal del imputado; y teniendo en cuenta que a éste se le opone el discurso del imputado y su defensor negando, contradiciendo tales afirmaciones sea parcial o totalmente; se torna imprescindible acompañar otros discursos. Nos referimos al discurso de las pruebas, que vendrán a confirmar o desvirtuar los discursos de las partes. No está en juego la verdad que ha quedado siempre en su lugar subjetivo, sino la mayor o menor verosimilitud de los discursos. Y verosímil puede leer al revés: símil de verdad. Con lo que da clara idea de que se trata de una apariencia, de un acercamiento, pero no necesariamente de "la verdad". Si el discurso del actor aparece como verosímil porque se ha visto reforzado por el discurso de los testigos o de los peritos, e incluso el del propio imputado en su confesión, es evidente que


el discurso del juez en la sentencia le hará lugar. Le hará su lugar. Lo recogerá condenando al imputado. Más si mañana procediera un recurso de revisión o simplemente de apelación[3], y el nuevo Tribunal en una ulterior lectura de los discursos revocara la sentencia, se demostraría cabalmente como siempre se trató de una relativa aproximación a una verdad, que quizás todavía en esta segunda instancia no haya sido alcanzada. Seguiremos con la verosimilitud. De esta manera la función de las partes en materia probatoria, es la decon-vencer[4]. En primer lugar a la otra para que desista de su pretensión, y en segundo término al Juez o Tribunal, a fin de que dicte una sentencia que le sea favorable. Para ellos, a su servicio, los discursos de las pruebas. Ahora bien, en el sistema procedimental que nos rige, son los discursos de los imputados, de las víctimas, de los testigos o de los peritos, los que constituyen el objeto a valorar. En realidad no es así. Cuando la instrucción escrita documenta a los discursos, lo que importa muchas veces desnaturalizarlos por la labor burocrática de quien los escribe, y siendo ésta definitiva, los jueces terminan valorando el discurso escrito por el empleado sumariante, ya que excepcionalmente han recibido directamente dicho objeto de primera mano. Parece entonces fundamental distinguir un objeto (el discurso en el momento de su emisión) del acta firmada por todos menos por su autor (el empleado dactilógrafo). El primero es rico en matices para ser interpretado, es completo en cuanto es imposible no conocerlo en su integridad, no se agota en las palabras que pronuncie su emisor, sino que desde el punto de vista discursivo se integra con gestos, silencios, actitud, presencia, tonos, etc... El segundo es por el contrario sumamente pobre ya que no hay matices, ni tonos, ni estados de ánimos, está limitado a las palabras que el dactilógrafo fue transcribiendo más o menos fielmente, no hay gestos, ni silencios, ni ningún otro elemento que integra la comunicación entre el emisor y el receptor. Por lo tanto cuando se valora el primero, realmente se está en inmejorables condiciones de emitir conclusiones respecto de su verosimilitud. La convicción se va a producir en el mismo momento en que se produce la emisión del discurso. En cambio si todo se limita a la lectura, la valoración cambia de objeto, siendo el discurso originario sumamente interferido, poco queda de él. No hay lo que comúnmente se llama una impresión personal que haya podido formarse el sujeto receptor del discurso, que es quien puede valorar. 5. Los sistemas de valoración de la prueba. Su relación con los modos de conocer. Señala Julio B.J. Maier que todos los recortes a las posibilidades de investigar un hecho, advierten acerca de que la averiguación de la verdad no representa un fin absoluto para el procedimiento penal, sino antes bien, un ideal genérico a alcanzar, como valor positivo de la sentencia final[5]. Este autor que de éste modo toma distancia de Alfredo Velez Mariconde, sigue de alguna manera adjudicándole fines o ideales al procedimiento penal, cuando éste en rigor es una entelequia. Por ello le parece importante advertir que “un procedimiento concreto alcanza su meta con la decisión sobre el conflicto y es perfectamente válido, aún cuando no haya alcanzado el ideal de proporcionar un conocimiento suficiente acerca de la verdad real, material o histórica objetiva”. Para nosotros el procedimiento como programa de persecución penal, logra sus fines si cumple con limitar el poder de los que participan con roles adjudicados, si permite garantizar los derechos que pueden verse conculcados, si en definitiva logra permitir a los operadores la producción de sus discursos y traer los otros discursos (los de la prueba) para corroborar como verosímiles los propios. El fin o ideal de la verdad, al igual que el valor justicia, pertenecen a lo subjetivo de cada persona, será en ella donde anide su drama de haber conseguido o no convicción respecto de determinado discurso evocador de hechos que se alegan acaecidos. Lo será en primer lugar para las partes, y en último término para los


miembros del Tribunal, que tendrán que pronunciar su sentencia luego de culminado el proceso. Es aquí donde aparece nítidamente la problemática de la fundamentación de la sentencia, es decir la cuestión de la elaboración del discurso del sentenciante donde con los medios a su alcance tratará de explicar los motivos que lo llevaron a la conclusión condenatoria o absolutoria, las razones que tuvo para considerar verosímil determinado relato de los hechos, y en definitiva la explicación de la aplicación de la ley penal, lo que supone toda una labor interpretativa de otro discurso, el de un texto sin sujeto. Esa labor del Juez que viene a dar cuenta de los resultados obtenidos a lo largo del procesar de información, que fue recibiendo durante la audiencia, intenta ser sistematizada mediante reglas que le brindan libertad para conformar su convicción, dando lugar así a la que actualmente nos rige llamada de la sana crítica o libre convicción. Sin embargo a ella se llega luego de otros sistemas que se han dado en la historia de la práctica judicial, a saber: el de prueba legal o tasada, y el de la íntima convicción. 5. 1.El sistema de la prueba legal: En éste, el discurso de la ley procesal pretende apriorísticamente valorar determinado discurso probatorio. De modo que tanto a las partes como al órgano jurisdiccional les queda poco por hacer en tanto y en cuanto reunidos ciertos elementos probatorios, la ley considerará que tal discurso debe darse por probado. Así, en tal sistema se habla de plena prueba cuando la ley, dadas tales condiciones, determina que el juez debe darse por convencido de la existencia de un hecho o al revés, la ley lo obligará a declarar su no convencimiento por faltar aquéllas. Esto puede conducir a hipocresías ya que puede darse que el juez esté íntimamente convencido, o no, y sin embargo su discurso someterse a lo dispuesto por la ley. Pese a lo dicho por la doctrina en general, entendemos que este sistema en realidad no puede sostenerse rígidamente en el dogma de que es la ley la que valora y da por ciertos y probados los hechos. Dos argumentos tenemos para trabajar nuestra afirmación que adelantamos, en el sentido de que pese al mandato legal siempre en la práctica judicial la voluntad del juez podrá imponerse. En primer lugar, la hermenéutica jurídica o sea la interpretación de la norma, puede variar de un juez a otro. En tal caso, cuando se trate de interpretar el sentido que tiene la ley al adjudicarle valor de plena prueba a un medio, los resultados finales variarán notablemente. Por ejemplo, si la ley dice que dos testigos de buena fama, contestes en sus afirmaciones hace plena prueba; la interpretación del concepto "fama", que viene de la cultura, puede hacer variar la pretendida valoración legal. En segundo lugar, la valoración ya no de la letra de la ley sino de la existencia de aquellos elementos que ella exige, también es objeto de una subjetiva apreciación del juez. Veamos el mismo ejemplo: le tocará al juez valorar si está probada la fama que del testigo se pretende. Queremos reiterar entonces, que el sistema legalista siempre deja un margen por pequeño que sea en manos del juzgador para poder completar las exigencias de la ley. Nos preguntamos cuál es la razón de ser de este sistema. Sin duda que constituye una paradoja increíble de la inquisición. Siendo un sistema que pertenece o lo hallamos en códigos de neto corte autoritario (ejemplo el vetusto código de procedimiento penal escriturista que rigió para la Nación) fue creado como un modo de garantía del imputado frente al tremendo poder otorgado a los inquisidores. Y decimos paradoja porque casualmente estos sistemas autoritarios no son un modelo de garantías. Es por ello que en todo caso, frente a la posible actitud arbitraria de quien ejerce el poder, la ley pretende reemplazar su voluntad en lo relativo a la valoración de los discursos probatorios.


Hoy en día está prácticamente abandonado, aunque nunca desaparecerá totalmente porque siempre algunos temas serán motivo de previa valoración por parte de la ley impidiendo la autonomía de la voluntad de jueces y partes. Ejemplo de esta última afirmación la encontramos en lo referido al estado civil de las personas, que sólo puede determinarse mediante las actas del Registro Civil. De manera que sería imposible probar la existencia de un matrimonio por más testigos que existan, será preciso contar con el Acta (instrumento público) del Registro. Como lo enseña Julio B. J. Maier las reglas de prueba legal, como normas genéricas y abstractas que son, aplicadas a realidades concretas futuras, multiplican geométricamente el vacío ontológico que existe entre los conceptos y la realidad fáctica (las cosas singulares y los hechos concretos): aquéllas, necesariamente esquemáticas y, por ende, estrechas, y ésta plena de matices y elementos infinitos[6]. Resulta a nuestro criterio sumamente absurdo que la ley determine el valor convictivo de una prueba que existe nada más que en el imaginario del discurso de la ley. Por otra parte resulta una idealidad también absurda el pretender desde la ley forzar una convicción personal, subjetiva, singular, por la sencilla razón de que desde el poder la autoridad así lo impone.Es que el sistema de prueba legal evidencia una desconfianza en el criterio personal del juzgador, y por ello pretende reemplazarlo por el valor que la ley le adjudica de antemano a los elementos probatorios que luego se puedan alcanzar. Esa ideología de la desconfianza está presente en muchos temas, no sólo en el que nos ocupa, y a partir de ella se termina legislando para intentar prever situaciones que tienen relación con la ética y por ende no se corresponden con el ámbito jurídico normativo. Dicho de otro modo, por más que la ley intente decir el valor de la prueba, de nada valdrá ello cuando el Juez opere corruptamente y disfrace su fallo acorde con lo normado legalmente. Digamos finalmente que para el sistema de la prueba legal o tasada, la verdad reposa en el discurso de la ley. Ella dice lo que tiene valor de verosímil, y se vincula directamente con el apego al escriturismo de las actas. Se relaciona con el sentimiento religioso, místico. Más aún con la fe en un ser supremo, que a su luz les confiere valor de verdad absoluta. Desde la religiosidad, ese valor por lo escrito pasa por el derecho canónico del medioevo y todavía justifica la reacción en contra del juicio público y oral, hoy presente en la mayoría de los operadores judiciales de Santa Fe. Falta agregarle que los procesos por actas escritas son las que mejor permiten el secreto, la reserva, propio del mecanismo que utilizaba la Santa Inquisición para las instrucciones generales y especiales que precedían al juicio. En aquél sistema era entendible que el valor de la prueba fuera fijado por escrito en la ley dictada por quien se creía estaba inspirado por un ser superior. El súbdito debía acatar el valor adjudicado y ni se le ocurría otorgarle otro valor convictivo. Claro que se le adjudicaban poderes muy amplios (ej. la tortura), entonces era preciso acotarlos con las reglas que le adjudicaban valor probatorio, en la medida en que se cumplieran los requisitos de validez. 5. 2. Sistema de la íntima convicción. Este sistema es propio de los jurados populares, ya que la ley no establece ningún valor a las pruebas permitiendo que íntimamente se llegue al convencimiento en función de la apreciación subjetiva a que cada jurado arribe. Constituye uno de los argumentos para sostener el discurso de los que están en contra del jurado, apelando a que para convencer íntimamente a éste se puede recurrir a argumentos irracionales dirigidos a los sentimientos. Sin perjuicio que el tema ameritaría mayor profundización para explicitar nuestra adhesión por el régimen juradista, digamos por ahora, que en este sistema eljurado no debe fundar su veredicto, simplemente se debe expedir emitiendo la conclusión a la que han arribado luego de deliberar. Es que si analizamos el sistema de juicio por jurados, es evidente que éste


funciona como un filtro sea al ejercicio de la jurisdicción o antes de la acción (jurado de acusación), autorizando a dictar sentencia al Juez técnico, o avalando la acusación del Fiscal. De modo que se trata de una decisión de tipo política, donde el sentimiento medio de una comunidad que está representado en el sentir del jurado, por ser éste una muestra representativa de aquella, se basa en la equidad, en el sentido de justicia, más que en la aplicación de la ley. Este proceso es posterior. Es así que cuando el Jurado dice que es culpable, lo que hace es autorizar al Juez técnico a que aplique el derecho y dicte la sentencia, que a su vez podrá o no ser condenatoria. En cambio cuando se pronuncia por la inocencia del acusado, el Juez queda imposibilitado de condenar y debe obligatoriamente absolverlo. De allí que no se le exige al Jurado que defina sus argumentos o motivaciones que lo llevaron al veredicto. Sin embargo la denominación íntima convicción, pretende confundir y llevar a considerar que quien la utiliza opera desde los sentimientos, es decir desde la irracionalidad, cosa que como veremos luego ofrece su complicación desde la teoría del conocimiento. Queremos aquí señalar una cuestión ideológica instalada por el racionalismo que pretende analizar todo desde la razón, y entonces parece repugnarle que quien juzgue se convenza íntimamente sin dar explicaciones del porqué de su conclusión convictiva. Se confunde la imposibilidad de dar razón de sus dichos, con la innecesaria fundamentación del veredicto del Jurado. 5. 3. Sistema de la sana crítica racional o libre convicción: Se pretende distinguirlo del anterior porque si bien tienen en común la falta de sujeción a un discurso de la ley que fije valores, en éste el juez debe racionalmente concluir recorriendo previamente una valoración de las pruebas para lógicamente llegar a apoyar su sentencia. Se dice que se compone de reglas no jurídicas pero sí lógicas, psicológicas y aún experimentales que regulan el correcto discurrir intelectual al que se le agrega la propia experiencia del juez. Es propio de jueces técnicos o sea, abogados, y se caracteriza entonces porque permiten un posterior juicio crítico a la valoración realizada. Ello justificaría la motivación de los fallos. Es el sistema más utilizado en los últimos tiempos del derecho procesal y se inspira en un racionalismo que pretende en el discurso escrito de la resolución concentrar todos aquellos sentimientos que el juez tuvo al apreciar la prueba. Para Julio B. J. Maier el sistema de libre convicción al exigir la fundamentación de la decisión, y que además sea racional y completa es indicativo de que no hay una ausencia total de reglas condicionantes de la convicción[7]. Esto permite llamarle al sistema como de la sana crítica o crítica racional, además de considerarlo como de la libre convicción. Pero la ley lo único que le exige al juzgador es que al momento de plasmar por escrito lo resuelto brinde una explicación lógica, fundada, acabada y vinculada con la experiencia del porqué de lo resuelto. No se mete entonces con la valoración en sí misma considerada. En ello no hay reglas, estas en todo caso operan en un momento posterior, en el fundamento de lo resuelto, que no es lo mismo que cuando se produce la formación de la convicción. Si la sana crítica racional se compone de psicología, experiencia y lógica, deberíamos analizar en primer lugar como se estructura el psiquismo del ser humano, para adentrarnos en el terreno del discurso del inconsciente donde encuentran explicación muchas de nuestras conductas. 6. Nuestra opinión. Hay un sólo modo de valorar la prueba.-


Pensamos que en rigor no hay tres sistemas de valoración de la prueba, esta clasificación merece nuestra crítica. Intentaremos explicarlo. Podríamos aceptar clasificar en dos si tenemos en cuenta quien realiza la valoración, así el legalista, porque el discurso axiológico está a cargo de la ley, y en los otros siempre lo hace el discurso del juez o tribunal sin ninguna atadura legal. Más el criterio clasificatorio no parte del órgano que valora sino del modo en que opera la valoración. Cuando valora la ley, en realidad no lo hace respecto de discursos concretos que se producen en una práctica judicial determinada. Por el contrario, la valoración legal es referida a hipótesis abstractas, imaginarias, es decir, inexistentes. Veamos un ejemplo: la ley se refiere a dos testigos de buena fama. Pero son dos personas hipotéticas, no existen todavía, no tienen nombre, apellido, historia. Por lo tanto, la ley no se ocupa de valorar pruebas sino de darle un determinado valor probatorio a supuestos que todavía no se han concretado en la práctica judicial. La ley se anticipa así a situaciones imaginarias y entonces les otorga un valor para impedir que el juez tenga facultades autónomas. En consecuencia, mal puede considerarse un sistema de valoración cuando quien valora no existe, ni tampoco existe el objeto valorado. No existe el legislador porque casualmente la ley es un texto sin sujeto, ni tampoco existe el testigo porque es un supuesto sujeto con "fama". Los otros dos sistemas tienen en común su posibilidad de concretarse en la relación entre el juez o tribunal perfectamente determinado y las pruebas producidas en un momento histórico dado. Nuestro punto de vista reduce a uno solo el sistema de valoración de la prueba que incluye tanto a la sana crítica como a la íntima convicción ya que no encontramos diferencias ónticas entre ambas. Se trata de partir analizando los modos de conocer con que cuenta el ser humano. Este debe ser el punto de partida. Porque toda valoración supone un previo conocimiento del objeto valorado. Es entonces cuando cobra vital importancia advertir que tratándose de valores los objetos a valorar, valga la redundancia, el conocimiento es intuitivo. Es decir que cuando conozco al mismo tiempo realizo la valoración, lo hago intuitivamente. Frente a la belleza, la fealdad, la bondad, la maldad, etc... no hay un conocimiento racional. Ello porque los valores pertenecen a conceptos que previamente tenemos internalizados desde nuestra formación cultural. Es entonces que el conocimiento valorativo es siempre intuitivo. Distinto del conocimiento racional, imprescindible para otro campo del saber. Por ejemplo el paradigma del conocimiento racional sería el matemático, que requiere de previos elementos lógicos para poder adquirirse. Sigue leyes del pensamiento para llegar a valores universales, desde que racionalmente nadie puede destruirlos. Es decir si dos más dos son cuatro, lo son en cualquier parte del mundo, en la medida que racionalmente recorrí un camino lógico que me permite concluir universalmente. Es un conocimiento que también parte de conceptos, pero que utiliza necesariamente la lógica deductiva para sus conclusiones. Por el contrario -insistimos- cuando de valorar se trata, lo hacemos siempre intuitivamente, sin necesidad de la razón. Ahora luego de ese momento del conocer, distinto es el momento de explicar, o fundar el porqué del conocimiento adquirido. Es decir, una vez valorado el objeto intuitivamente, se necesita del discurso racional para fundar la motivación del porqué de ese valorar. Pero es evidente que se trata de una cuestión distinta al originario conocer. Ya conocí intuitivamente. Ahora necesito explicar, dar razones, ello implica un tremendo esfuerzo tendiente a lograr coherencia y fidelidad entre aquél momento cognoscitivo y su posterior explicación pretendidamente racional. No siempre se logra tal coherencia, o mejor dicho tal fidelidad. A veces sucede que no encontramos las palabras adecuadas para poder explicar lo intuitivo. ¿Será que a lo mejor tal tarea resulta imposible?


Lo cierto es que el racionalismo, pretende ignorar estas dificultades cognoscitivas en el plano de lo intuitivo, y a partir de la razón se quiere concebir un modo de objetivar la valoración. Ello sí es evidentemente imposible. Todo conocer, es siempre subjetivo. Lo objetivo en la tarea de conocer, y de valorar es un mito del racionalismo, que pretende peyorizar la subjetividad ensalzando de justa la objetividad. Lo real es que mientras más objetivo se pretende ser, menos se conoce. Y por el contrario mientras más subjetivo se es, es decir, mientras más me meto con el objeto, mejor lo conozco y puedo en consecuencia valorar más justamente. Por otra parte, las interferencias que desde los afectos, impiden una postura equitativa en el valorar, o son criticables desde la ética, o son posibles de manejar a partir de que se razone al respecto. Quiero decir, que vale la pena subjetivar al objeto por conocer, mientras pueda manejar y tener claro que desde las relaciones afectivas (amor u odio) se puede alterar la valoración que realizo. En tal caso la razón vendrá luego, como crítica al conocimiento originario para intentar revisar aquella valoración. 7. Otra ventaja del jurado: Si bien las ventajas del jurado pueden hacerse oír desde un análisis político, referido a la posibilidad que brinda a los ciudadanos para participar en una función de gobierno tan importante como las otras, nuestro punto de vista se enmarcara en lo estrictamente procesal. Siendo el jurado, una muestra representativa de la sociedad, sin discriminación por razones de raza, o cualquier otro motivo arbitrario en su selección, constituye un cuerpo heterogéneo llamado a "procesar" todos los discursos que tienen lugar en el juicio penal. Luego de lo cual, pronunciaran su propio discurso, que tendrá que encuadrarse en las directivas del discurso del juez técnico, el que a su vez se deberá adecuar al discurso de la ley. Desde este, nuestro punto de vista, pensamos que el jurado constituye un excelente "receptor" de los discursos de las pruebas. Ello porque en general son discursos que provienen de personas que no necesariamente poseen una preparación universitaria (ej. testigos), y entonces quienes mejores están en condiciones de interpretarlos son precisamente sus pares. Aunque resulte obvio, las ventajas del jurado se refieren a su labor en la interpretación de los hechos sometidos a juzgamiento. Siempre, la cuantificación jurídica quedará a cargo de abogados. Lo fundamental es que no se exige del lego un conocimiento técnico preciso de la ley violada sino el saber común de cualquier hombre con instrucción media. Los elementos normativos del tipo pueden y deben ser aprehendidos para que haya dolo tanto por el hombre común como por el jurista, de lo contrario sólo éste podría delinquir. Rosario, Noviembre de 2001.-

[1] La llamada por Adolfo Alvarado Velloso “transitoriedad de las instancias proyectivas”, como principio fundante del concepto de proceso. [2] Con similares normas constitucionales en los EE UU los imputados declaran bajo juramento y pueden llegar a cometer el delito de perjurio si se establece que ha mentido. [3] Obviamente en aquellos sistemas como el de Santa Fe que por su escriturismo admiten tal recurso contra la sentencia de primera instancia. [4] Parece interesante volver sobre este concepto, de convencer en el sentido de vencer una resistencia que puede tener el intelecto de aquél que no adhiere a nuestro discurso, o


simplemente ignoramos si lo hace con la finalidad de que acepte como "su verdad" ésta que alegamos como nuestra. [5] Confr. Julio B. J. Maier, Derecho Procesal Penal, Tomo I Fundamentos Editores del Puerto S.R.L. Bs. As. 2da. edic. 1996, pág. 869.[6] Confr. Julio B.J. Maier ob. cit. pág. 873.[7] Confr. Julio B. J. Maier ob. cit. pág. 871.-


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