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Nada El informe de los periciales dice que lo mataron a golpes, con un objeto “contundente”. Pero ni Cuitláhuac ni Lenin ni la joven viuda se lo creen. Por este hecho, está detenido un ex policía identificado como Luis Francisco Martínez Díaz, quien también estuvo presente esa noche funesta de septiembre, cuando fueron asesinados dos integrantes del equipo de futbol Avispones, el chofer y varios jugadores, quienes iban en un autobús y que aparentemente fueron confundidos por los agresores. A ellos les dispararon indiscriminadamente. Entre jugadores y estudiantes hubo seis muertos y más de 23 jóvenes heridos, quienes no fueron auxiliados por autoridad alguna. La aprehensión fue cinco meses después del multihomicidio y la desaparición de los 43 estudiantes. Cui se ríe. Su sobrino era fuerte y aunque no era de pleito, sabía enfrentar y salir de asuntos de ese tipo. Un solo policía, repite. Y vuelve a reírse. Es una risa dolorosa: más hiel que saliva y sal en esa sonrisa ladeada, incompleta, de sombras. “No hay una investigación científica y sobre todo que sea confiable, porque Julio César no murió de un navajazo o balazo. Él fue golpeado brutalmente y sería ilógico, tonto, pensar que un solo policía fue el responsable de esto. Lo es porque aunque Julio César no era de pleito, sí sabía defenderse y era fuerte y los que lo conocían, lo respetaban.” Dijo que poco después de los hechos estuvieron con el procurador y también con el presidente Enrique

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Peña Nieto. Ahí les informaron de los avances, que eran casi nulos, y establecieron compromisos muy claros, que eran diez. Se quejaron, el procurador y el mandatario nacional, de los medios de comunicación, de lo que publicaban, y se comprometieron a informar a los familiares de las víctimas, antes que a los medios, de los avances. Pero nunca lo hicieron. Es más, asegura Cui, ellos se siguen enterando de esos supuestos avances a través de periódicos, radio y televisión, aunque saben que de fondo, sustancialmente, no hay avances. “Todo sigue sin justicia. Insisten en que fue un hecho aislado, que hay detenidos, pero no les creemos.” –¿Has vuelto a Iguala para ver los avances? –Sí, hemos vuelto. –¿Y qué hay de nuevo? –Nada. Sólo que abrieron dos expedientes sobre el caso de mi sobrino: uno por su ejecución y la de los jugadores y el chofer del equipo Avispones, y otro por delincuencia organizada. Pero son expedientes raquíticos, no hay una investigación contundente… son expedientes flacos, escuetos, a seis meses de la masacre. No hay avances, en sustancia. Ahora nos piden que lo olvidemos, que lo superemos. Lo piden Vicente Fox y Peña Nieto. Qué imbéciles. Y hacen cambios en el gobierno pero nosotros sabemos, lo tenemos bien claro: son las mismas caras, con el mismo resultado: nada. Contexto Los jóvenes habían sido enviados a colectar dinero, como suelen hacer. Se los ordenó el Comité Estudiantil, los

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llamados activistas. Esa noche del 26 de septiembre y madrugada del 27 se destapó una cloaca dolorosa, podrida y tristemente memorable. Una cloaca de muchos túneles venosos, llenos de sangre y corrupción. Túneles, canales, ríos, mares. Todos conducen al gobierno, a todos los niveles, y al crimen organizado. Ambos, que son uno solo. Allá, arriba, en las cumbres. Y abajo, en las apestosas y cotidianas catacumbas. Todo es confuso, desde entonces. Algunas versiones dicen que los policías actuaron por órdenes del alcalde, José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, en complicidad con grupos criminales y a través del jefe de la policía local, Felipe Flores. Que pensaron que eran narcotraficantes, enviados por cárteles enemigos a los que sirven las autoridades de esta región de Guerrero. Pero la mayoría de estas voces dicen que el cártel Guerreros Unidos y la Policía de Iguala actuaron juntos y con el mismo objetivo: aniquilar a toda costa a los estudiantes que colectaban, que tomaban camiones, que protestaban. Detenerlos por cualquier razón. Detenerlos y reprimirlos. Y extinguirlos. El choque fue brutal. Fue más bien un aplastamiento de todo tipo de inconformidad social: les pasaron por encima y en la confusión, el abuso de poder, la arbitrariedad, se llevaron a los futbolistas de Avispones. En las calles de Iguala se hablaba de muchas balaceras. Los tiros se escuchaban cerca y lejos. Todo era humo, polvo, el terror vuelto viento y fusil y fuego. Los periodistas, enterados del agarrón a balazos, optaron por refugiarse. Nadie quiso acudir a cubrir los hechos, tomar

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fotos, reportear, por miedo a ser herido o asesinado. Y mientras unos avisaban de los primeros ataques, ya estaban ejecutando a otros y operando para desaparecer a los jóvenes normalistas. Los estudiantes fueron sometidos, torturados y desaparecidos. La cifra inicial era de más de 50, cuyo paradero era desconocido. La cifra fue bajando poco a poco, al paso de las horas, porque algunos de ellos, que se habían escondido por miedo, empezaron a salir de sus guaridas, casas o de donde fuera. Hasta que el número de desaparecidos llegó a 43 y ahí se quedó. En enero, la versión de la Procuraduría General de la República (pgr) –que atrajo las indagatorias del caso– indica que los jóvenes fueron golpeados con salvajismo, pero ninguno como Julio César, a quien además de desollar vivo le sacaron los ojos y lo expusieron públicamente. A los otros, dicen, los trituraron e incineraron, y sus restos fueron lanzados a un río. Pero no hay pruebas que respalden esta información, ya que se basó, denuncian insistentemente los familiares de los desaparecidos, en declaraciones de detenidos. Algunos de los jóvenes que lograron evadir el operativo pidieron apoyo a los militares, quienes se limitaron a tomarles fotos y apuntar sus nombres, regañarlos y retenerlos ilegalmente. Pero ninguno de ellos intervino a pesar de la masacre. Muchos de los lesionados fueron sacados de los hospitales por militares, quienes luego los entregaron a los policías. En marzo de 2015, Jesús Murillo Karam fue removido de la titularidad de la pgr, ante el fracaso en las pesquisas del caso Ayotzinapa y el desgaste del gobierno

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de Peña Nieto, y enviado a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu). En su lugar fue nombrada Arely Gómez, hermana de Leopoldo, vicepresidente de Noticieros Televisa. Protestas, muchas. Una de ellas, de las primeras, logró concentrar a por lo menos 25 000 personas en la Ciudad de México. En medio de este ambiente, hubo un centenar de países de América y el mundo donde las protestas se multiplicaron. Algunas de ellas han seguido al presidente de la República, cuyo mandato pasó a ser repudiado en México y allende las fronteras. En uno de los reportes más recientes, la pgr informó que sumaban 104 detenciones. Así lo informó los últimos días de marzo de 2015 su nueva titular, Arely Gómez. Pero a los inconformes y mucho menos a los familiares de las víctimas no les importa esta cifra. Hay mucho más que números detrás de los asesinatos, torturas y desapariciones. Organismos internacionales, como Amnistía Internacional, piden que el caso sea categorizado como desaparición forzada y no como homicidio por la pgr, para que no caduque. Las más importantes pruebas y estudios periciales, a petición de activistas y de padres de los normalistas, las han realizado en el extranjero, especialistas de Estados Unidos, Argentina, Australia y otros países, ante las deficiencias de las pesquisas realizadas por las autoridades mexicanas, la complicidad entre éstas y el narcotráfico, y la poca o nula credibilidad. Buena parte de la ciudadanía y de gobiernos extranjeros pusieron en duda la “verdad histórica” planteada

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por la administración de Peña Nieto, cuyo mandato se desmoronó poco después de cumplir dos años de gobierno. Por eso, a su paso por México y el mundo, en multitudinarios conciertos musicales, actos deportivos, culturales o sociales, cualquier atisbo de vida pública y toma de calle, estadio o edificio, se replica “nos faltan 43”. Sevicia El 13 de noviembre de 2014, en una nota firmada por la connotada periodista Blanche Petrich, en La Jornada, la especialista Clemencia Ortega, psicóloga y experta en acompañamiento psicosocial, opinó: “La sevicia, como crueldad extrema, como acción para imponer sufrimiento y transmitir un mensaje aterrador, se hizo presente en los crímenes de Iguala, en particular en el cuerpo del joven estudiante mexiquense Julio César Mondragón.” Dijo que la muerte por tortura, en este caso desollamiento, tiene como objetivo “la intención de que la sociedad pase del miedo al terror; que pretende no sólo paralizar y generar incertidumbre, sino destruir los valores de la comunidad, de la familia de la víctima”. En la nota, puede leerse: En los años 90, como parte del equipo de la Comisión Intereclesial Justicia y Paz de Colombia, Clemencia Correa trabajó en atención a víctimas del paramilitarismo en la región afrocolombiana del Chocó. Un hecho singular marcó la historia de múltiples violencias en el país en esa época: el asesinato del líder campesino Ma-

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rino López, a orillas del río Cacarica, decapitado. Los agresores, que actuaban en coordinación con el ejército colombiano, jugaron futbol con la cabeza ante la mirada desmayada de espanto de la población. El resto del cuerpo lo arrojaron a una piara de puercos.

Es sólo un episodio de una guerra larga y cruenta, pero que quedó en la memoria colectiva como caso emblemático, símbolo del extremo al que podía llegar la violencia como demostración de poder. Por la colaboración en la búsqueda de la verdad y el acompañamiento de las víctimas del río Cacarica, Correa fue amenazada de muerte y salió al exilio. Egresada de la Universidad Javeriana, fue perito psicosocial ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que juzgó este caso, por el cual fue detenido y sentenciado el general Rito Alejo, entonces comandante de la zona militar, por sus vínculos con el paramilitarismo. Correa fue catedrática del posgrado de derechos humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (uacm) y en la actualidad brinda atención a víctimas y defensores desde la organización no gubernamental que dirige, Aluna. En entrevista, señala que en el caso de Iguala, concretamente la tortura y ejecución extrajudicial de Julio César por uniformados el 26 de septiembre, tiene un paralelismo con el caso de Marino, de El Chocó, porque significó un salto cualitativo en la naturaleza del hecho violento. Lo ubica como una acción de sevicia inscrita en un marco de una guerra psicológica.

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Por el efecto del terror provocado por la imagen del joven cadáver sin rostro ni ojos que circuló en redes sociales, a este crimen se le minimizó no sólo en el discurso oficial sino también en la atención de las movilizaciones sociales. “No queríamos o no podíamos ver lo que había sucedido, por no tener que reconocer esa dimensión de lo perverso.” Hasta ahora la Procuraduría General de la República (pgr) no ha informado que haya ubicado el origen de la fotografía, al autor y responsable de haberla puesto en circulación, una pista que podría conducir a los asesinos. Esa imagen representa otra dimensión del terror, no sólo de lo que hicieron los agresores, sino de lo que son capaces de hacer. Como no hay certeza de cómo sucedió el hecho, es inevitable preguntarse si murió por los golpes en la cabeza y luego fue desollado o viceversa. Son preguntas sin respuesta que lastiman profundamente. Pero, además, dejan ver otras sombras. Lo que se aprecia es que quien lo hizo, lo sabe hacer. Y que al dejar expuesto el cuerpo se quiso mandar un mensaje. La experta destaca que, como en el caso de las desapariciones, en el del asesinato por tortura de Mondragón, de 22 años, es evidente la responsabilidad del Estado. Antes, por todos los antecedentes de persecución, represión y criminalización a los estudiantes normalistas en Guerrero. Durante, por la participación protagónica de policías en los hechos, la omisión del Ejército en la protección de los ciudadanos atacados y porque, en ese

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caso, la pgr ni siquiera ha argumentado que el joven haya sido entregado por la policía a los sicarios. Y después, por la forma como la familia es revictimizada por el Servicio Médico Forense en Chilpancingo, por la negativa a entregarles la necropsia, que es su derecho, y por la forma como los funcionarios, desde el nivel más básico hasta el procurador Jesús Murillo Karam, se han referido a “el desollado”, como un estigma.

Considera que el efecto de las 43 desapariciones forzadas y la versión que quiere imponer la pgr, sobre la imposibilidad de encontrar los restos y darle a las familias certeza jurídica sobre su destino no tuvo el efecto paralizador que se pretendía. Pero, al menos hasta ahora, en el caso de Julio César a escala social no se alcanza todavía a dimensionar lo que significó este nivel de tortura. Reconoce, sin embargo, que se han logrado algunos avances para revertir el aislamiento inicial, gracias a que los centros de derechos humanos como Tlachinollan, al nombrarlo y defenderlo jurídicamente, le devuelven la identidad. Y la familia está haciendo un esfuerzo en ese sentido. A veces el efecto traumático es tan profundo que los familiares no lo pueden ni nombrar. En la nota, aparece el abuelo de Julio César, Raúl Mondragón, posando en el patio de su casa, en Tecomatlán, junto a una maceta en cuyo centro, lleno de tierra, está un pequeño árbol de Nogal. El mismo que su nieto plantó poco antes de irse a Ayotzinapa. Poco antes de morir. Para el psicoanalista Raúl Páramo Ortega, en el artículo “Tortura, antípoda de la compasión”, señala que

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se fracasa si se quiere caracterizar al torturador como una patología individual, ya que es resultado y reflejo de un tipo de sociedad, en este caso la nuestra. Las explicaciones a nivel de psicopatología individual siguen fracasando al querer caracterizar la personalidad del torturador. Ninguna explicación individual basta porque en realidad la personalidad del torturador corresponde a un tipo determinado de sociedad con la que se confunde. […] si algo tiene ese tipo de personalidad es precisamente no ser a-social sino producto neto de un tipo de sociedad.

En la nota sobre su declaración, publicada en el periódico Zócalo, el 6 de noviembre de 2014, manifestó que la sociedad que crea condiciones propicias para la tortura es aquella educada para la competencia, el egoísmo, la obediencia ciega, el autoritarismo y la violencia. Sin duda, todas esas características las encontramos en el México de hoy. El presupuesto fundamental, el núcleo central para que la tortura sea tortura, es el que el otro esté a mi merced. La disponibilidad –ciertamente forzada– del otro es condición previa para la tortura. En la medida en que se dé la situación de impotencia total, estará dada la invitación/seducción a cierto grado de tortura.

Afirmó que los mexicanos se encuentran vulnerables e indefensos ante poderes arbitrarios y opresores como la delincuencia organizada, la policía, el ejército y la burocracia,

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es decir, frente al propio Estado. Esto es desde ya, nos dice Páramo, una tortura incipiente instituida: la arbitrariedad de las autoridades, el abuso de poder, el desprecio por los derechos y la dignidad de las personas por parte de los gobernantes es la antesala de la tortura, ésta es el abuso de poder llevado al extremo. Con estas condiciones de vulnerabilidad, desde luego dadas en Iguala, los torturadores enviaron su mensaje. De acuerdo con el artículo, el torturador pretende ante todo mostrar y mostrarse que es él incuestionablemente el más fuerte. Es su propósito fundamental, así sea enmascarado con pretextos racionalizadores del tipo de “lo hago para obtener información útil para el Estado”, “estoy obedeciendo”, “cumplo con mi deber”, “defiendo los valores de la civilización occidental”. La tortura requiere ideología. La práctica de la tortura no viene a ser otra cosa sino la concreción más extrema del uso del poder. La tortura es la práctica por excelencia del poder total. Los torturadores son poderosos o no son torturadores.

La catedrática e investigadora del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (Iteso), Rossana Reguillo, escribió en el sitio de internet Horizontal, el 26 de marzo: Ayotzinapa es el símbolo de que algo muy profundo se rompió en el cuerpo de la nación; después del 26 de septiembre de 2014 nada puede ser ya igual. No es que no hubiera antes esa bárbara violencia, esa descompo-

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sición de las instituciones, pero Ayotzinapa marcó un punto de inflexión porque develó el rostro del juvenicidio en el país.

Cuánta saña Sentada en una de las sillas de ese comedor, Afrodita Mondragón Fontes, madre de Julio César, parece despierta y sin heridas. Se ve vivaz, de buen ánimo. Sus 42 no pesan en sus párpados ni se ensañan con sus ojeras. Se dicen consciente de todo: de que él se haya ido a estudiar tan lejos teniendo otras opciones más cercanas y económicas, de su muerte tan dolorosa, de que muchos le llorarán un ratito, como hicieron durante las exequias o cada vez que se acuerdan. Ella lo hará toda la vida. Su voz suena como taladro. Cuando empezó a hablarse de Ayotzinapa, los muertos en Iguala y luego los desaparecidos, pensó “que todo era un sueño, que él me iba a llamar en cualquier momento, pues aquello sólo era un simple, un mínimo error”. Acepta todo y está consciente de lo que pasó, asegura. Pero no acepta que su hijo no volverá a llamarle, a pasarse horas planchándole la oreja de tanto que hablaba y hablaba, con esa pasión, de lo que estaba estudiando y aprendiendo, de sus sueños, su esposa e hija. “Ese que estaba en el ataúd es mi hijo. Pero ningún ser humano se merece esa muerte. Nadie tiene por qué sufrirla. Pero además, mi hijo era buen ser humano, buena persona. No era de riñas ni conflictos. Era inocente. Qué dolor y qué duro y que gente tan cobarde…

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nadie se lo merece. Nadie debe morir así. Así con esa saña, con ese coraje”, comentó. A Julio César, agregó, le preocupaba a dónde iba el país y quería ser alguien importante en la vida, pero sabía que aquí no hay justicia y que todo se ha complicado con tanta violencia y corrupción. “Si hay tanta gente mala, ¿por qué a mi muchacho le hicieron esto? ¿Por qué a mi hijo si no había guerra ni conflicto? ¿Acaso el crimen es ese, ser estudiante y joven, un estudiante pobre, humilde, de bien, comprometido, responsable, con principios? No me cabe en la cabeza tanta cobardía… tampoco que a Peña Nieto no le interesen los pobres ni hacer justicia.” Quiero que regrese Es marzo y el cielo tiene los ojos llorosos. El arrebol de las nubes se mide por ese tono grisáceo, de un azul triste, mortecino y nostálgico. Es marzo y ya es tarde y el sol se declara en tregua, pero no cede porque allá, encima de los cerros, mucho más allá, todavía hay haz de luz que araña el firmamento y lo distorsiona. Es tarde y anochece y Marissa, viuda de Julio César, fue a verlo al panteón, muy cerca de ahí, a llevarle un “ramito” de flores. Tres años de novios y luego esposos. Recuerda que se puso feliz cuando supo que iba a ser papá, platicaba mucho con la bebé, desde el otro lado de la panza de ella. Se tuvo que ir a la Normal, pocos días antes de que ella diera a luz, pero afortunadamente le dieron permiso para que llegara a Tlaxcala, donde viven los padres de Marissa, para que la acompañaran durante el parto.

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Ese día se le veía triste. Y es que al otro día se tenía que regresar a la escuela, aunque en quince días más iba a estar de nuevo ahí y así sucedió ese 11 de septiembre: el último día que lo vio con vida. “Pues es un momento muy difícil, ¿no? Cada día que pasa, se va intensificando la tristeza. A veces me encuentro sola y me pongo a pensar. A veces hasta lloro. Es muy difícil y más porque pues cada fecha, cada inicio de año, cada mes, cada año, viví muchas cosas con él, entonces me hace recordar por muchas razones, sobre todo en donde tiene su pobre casa, allá en el DF la cual me trae muchos recuerdos en donde vivíamos juntos, en donde platicábamos y al ver sus fotografías… me cuesta mucho.” Marissa cuenta que ambos se conocieron en un aniversario de la Normal de Tenería. Ella fue a bailar porque formaba parte de un club de danza y había egresado de la Normal de Panotla, en Tlaxcala. Que lo vio, sí, pero como un joven más, a quien no le tomó importancia. Pasó el tiempo y se trataron, y hasta establecieron contacto a través del Facebook y “pensé que quizá fuera a formar parte de mi vida”. Una fue a la casa del otro y viceversa. Ya enamorados, coincidieron en que querían tener un bebé. Ella tiene ahora 24 años y su hija cumplió ocho meses el 30 de marzo. –¿Ves algo de él en ella? –Todo. En lo físico, el color de la piel, los ojos. –¿Se quedó entonces? –Sí, pero en chiquito. –¿Y algunos gestos o actitudes en ella?

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–Pues muy seria, inclusive Julio era muy serio, no se reía. A veces yo le platicaba algo con tal de que se riera, y no, se quedaba muy serio. Entonces es lo que tiene mi hija, a veces quiero hacerla reír y sí se ríe, pero secamente. –¿Cómo reaccionó él cuando supo que estabas embarazada y cuando nació? –Pues muy feliz estaba, inclusive yo no me hacía a la idea de que estaba embarazada porque pues todavía quería seguir estudiando, quería seguir superándome, y él me decía: “Ve el lado bueno, vamos a tener un bebé, vamos a ser papás.” Estaba muy contento. Entonces a partir de ahí conforme fue desarrollándose el embarazo platicamos, incluso cuando estaba en mi vientre le platicábamos mucho, le dibujábamos caritas a la pancita y tomábamos fotos aquí fotos allá y después cuando ya estaba en días para que mi hija naciera, pues él se tuvo que ir a la normal. Pensábamos que no iba estar en el momento más importante, en el momento del parto, pero afortunadamente le dieron permiso de salir y estuvo conmigo, tuve a la niña en el estado de Tlaxcala, allá de donde son mis papás y de donde soy originaria. En el municipio de Coutla. Me fui para allá y me fue a alcanzar él, cuando le dieron permiso en la Normal, y precisamente llegó él un martes y para el miércoles yo tuve mis dolores. Ambos tenían la idea de que los bebés son feos cuando nacen. Por eso, ambos le decían “ratita” de cariño. Estaba feliz pero luego se puso triste. Se tenía que regresar a Ayotzinapa. Marissa recuerda que cuando él le decía que quería ser maestro normalista rural, ella le contestaba

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que le echara ganas y luchara por alcanzar sus sueños. Así lo hizo cuando él se tuvo que ir a Michoacán, “entonces me decía que las palabras que yo le dijera eran de aliento de que realmente iba a echarle muchas ganas. Como no quedó, se regresó y se puso muy triste, dijo que era un fracaso y se preguntaba qué había pasado ya que le había echado muchas ganas. Entonces le dije que no se deprimiera que había más oportunidades que no sólo en esa escuela, que él podía entrar en la benemérita que se encuentra en el D.F. y que pues juntos podíamos echarle ganas, yo lo quería apoyar de manera constante, entonces da la casualidad de que un día me comenta que le había interesado Ayotzinapa, cuando me dijo eso yo me decaí, le dije que no porque ya estaba embarazada”. Cuando le hizo este anuncio, ella se resistió. Ya estaba embarazada y él lo sabía. Trabajaba, estaba al frente del hogar en la Ciudad de México, y ahora él estaría lejos. Le insistió en que debía estar cerca, ver crecer a la bebé, involucrarse en su educación y en el hogar. Pero él se sostuvo… y a los días, se fue. –Yo le dije que teníamos que estar cerca de ella, verla crecer juntos, escucharla decir su primer palabra, ver sus primeros pasos. Entonces me decía que viera todo por el lado bueno, que él se iba a superar, que todo lo que él iba a sacar de ahí iba a ser a beneficio de su familia. –¿Qué le vas a decir a ella cuando le hables de Julio César? –Pues lo mejor. Realmente le voy a decir la verdad. Que desde que ella estaba en mi vientre él ya era un buen padre y que la estábamos esperando mucho.

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Marisa llora y consigue una servilleta de papel para limpiarse. Moquea y su rostro se le transforma y hay luz y luego se apagan sus ojos, y de nuevo aparecen esos rayos esperanzadores, demenciales porque la realidad es dura y no cabe tanta verdad en esa mujer de 24 años que ya es madre y maestra y viuda, y que no lo puede creer. Manifestó que Julio César se quejaba de las extenuantes jornadas de trabajo a las que los obligaban. Ya no aguantaba y lo decía. Era muy pesado y además denigrante. –No se acostumbraba a que les hicieran una especie de sanciones fuera de lo común, algo de lo que él ya estaba cansado. –¿Como cuáles? –Decía que lo tiraban en agua sucia y lo obligaban a que diera vueltas, o que se metiera en la alberca llena de lama y totalmente sucia, y si no se metía los aventaban. –¿Por qué les hacían eso? –Por no cumplir con las indicaciones que se les pedían, o por cositas como dormirse en las reuniones que ellos tenían, él simplemente ya estaba cansado y que ya quería salirse pero que estaba esperando al mes de diciembre para pasar el primer semestre y continuar en la Benemérita. Ese 11 de septiembre, cuando se vieron por última vez, ella y su hija lo acompañaron a la central de autobuses. Eran entre las seis y las siete de la mañana y sucedió algo extraño. Ella lo despedía, él decía que se iba y luego daba cinco pasos, y después los desandaba y se regresaba. Así lo hizo dos, tres veces.

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“Avanzó cinco pasos, me volteó a mirar, se me quedó viendo. Después se dio la vuelta, avanzó otros cinco pasos, aproximadamente. Volteó a verme otra vez, se dio la vuelta y se fue. Se subió al autobús.” El dictamen médico, que ella tuvo en sus manos, indica que murió por un golpe en la cabeza. Uno fuerte. Pero realmente no sabe más detalles de la necropsia, porque “cuando fuimos a recoger el cuerpo, nos mandaban a Iguala a recoger ese expediente, pero en ese momento nadie quería ir a Iguala y ese informe se lo pasaban los de Semefo por vía telefónica para dar la orden de entregar el acta de defunción”. “A veces quiero que regrese. Quiero que regrese y que esté con nosotras… y a veces siento eso: que él está vivo y que quizá regrese cuando aparezcan los 43. Él va a regresar.” Dice que tiene esperanzas, a pesar de que fue ella quien acudió al Servicio Médico Forense a identificar el cadáver y estuvo en su sepelio y vio cuando el féretro se hundió en la tierra y desapareció para siempre en el camposanto. “Yo reconocí el cuerpo, lo velamos, lo enterramos pero yo tengo esa corazonada de que él aún sigue vivo.” Premonición En el cuaderno que Julio César Mondragón Fontes usó como diario, hay versos, letras que parecen de canciones y también dibujos. Cartas empezadas que nunca terminó y mensajes íntimos, a algún amor o ilusión. Pero siempre era él, sus estrellas en lo alto, sus lunas de octubre

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en cualquier mes del año y esa forma de ser, indeclinable y fuerte, honesta y divertida, queriendo arreglar el país, ayudando a sus amigos, escuchándolos y manteniéndose cerca de su tío Cui, de su madre y su hermano Lenin, y claro, de su esposa Marissa. En una de las últimas páginas se lee: “Una persona como tú es difícil de encontrar, fácil de querer e imposible de olvidar.” Luego mensajes de amor, palabras sobre la amistad y sobre sí mismo: “Te regalo lo único que tengo: mi corazón. Ya no lo necesito, porque ahora vivo en el tuyo.” En la última hoja que rayó hay un dibujo. Es una muerte. Grande, casi del tamaño de la hoja de ese cuaderno tamaño carta. Una muerte que sonríe, macabra. Y trae una guadaña que parece destellar. También grande, en lo alto. Una muerte sin ojos, huesuda, con los dientes expuestos. Así, como él, tirado, ensangrentado, todos los huecos y músculos y huesos a la vista, luego de ser asesinado.

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