La Palanca 17

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LA PALANCA 17 VERANO 2011 #

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LA PALANCA 17 2011 #

VERANO

Presentación:

Muchas veces quisimos organizar un número de LA PALANCA que sirviera de pretexto para recorrer la escritura producida por mujeres. Asumimos que la literatura no tiene sexo, sino posturas personales en las que interviene la condición sexual. Cada autor experimenta y propone una lectura que funciona como lente para enfocar un aspecto parcial de la vida, de la discusión literaria y de las diversas formas de apropiación del lenguaje. En LA PALANCA le otorgamos un sitio preponderante al texto, por encima del nombre que lo respalda. Consideramos que cada pieza constituye en sí misma un discurso abierto, que si bien, momentáneamente ha fijado sus virtualidades, cada texto nos sugiere —en el espacio limitado de una publicación periódica— la posibilidad de encontrar, tanto la naturaleza espontánea de la escritura como el registro de una voz personal. Por lo tanto, decidimos lanzar tres planteamientos: buscar textos que apostaran por alejarse de los clichés de lo que suele entenderse como literatura femenina, armar un número con la obra de escritoras mexicanas contemporáneas y dar cabida a los distintos géneros y formas de invención literaria. El resultado que los textos sugieren es seductor: fuerza expresiva desbordante, humor, ironía, atrevimiento, libertad. Este número no habría sido posible sin el entusiasmo desinteresado de Nadia Villafuerte, quien contribuyó en el casting de nuestras autoras, así como la disposición por parte de Kenia Cano, Montserrat Hormigos Vaquero, Catalina Restrepo, Gabriela Conde, Verónica Gerber y Verónica Bujeiro. A modo de contrapeso, el arte ha sido realizado por Rodrigo Ímaz, quien aporta una visión crítica y lúdica sobre algunos temas de nuestro tiempo.

Índice:

Kenia Cano 3. Nadia Villafuerte 10. 16. Montserrat Hormigos Vaquero Catalina Restrepo 21. Gabriela Conde 22. Verónica Gerber 28. Verónica Bujeiro 34. 1

Tres poemas. Apuntes de su alteza sirenísima. Here comes the rain. Calamares, pulpos y cefaleas. Dos cuentos. Equívoco. La Anunciación de Sor Púrpura de Metileno


LA PALANCA director general

Pablo Mayans director editorial

Diego José relaciones públicas

Guillermo García Pérez consejo de colaboradores

Geney Beltrán Félix Jair Cortés Roxana Elvridge-Thomas Yuri Herrera David Maawad Juan Antonio Molina Enzia Verduchi Nadia Villafuerte

LA PALANCA en línea: www.lapalancax.blogspot.com

http://issuu.com/lapalanca

Agradecemos profundamente el apoyo y entusiasmo para

LA PALANCA

la realización de este proyecto:

se terminó de imprimir en julio de 2011 en los talleres de: Offset Santiago, S.A. de C.V. Rio San Joaquín, 436, Col. Ampliación Granada, Cp. 11520. México D.F. Para su composición se utilizaron tipos de la familia Century Schoolbook. La tipografía y el logotipo de LA PALANCA son BD PLAKATBAU del Buro Destruct: www.typedifferent.com

Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo Lourdes Parga Mateos Sergio Aranda Trico Pachuca Pedro Liedo Jaime Lavaniegos

LA PALANCA es una publicación cuatrimestral editada por

hg comunicación Ricardo Hernández Galllego Rafael Hernández Gallego

Pablo Fernando Mayans Islas / Mina Editorial. Almendro #107, Fracc. Campestre El Álamo, Cp. 42181, Mineral de la Reforma, Hidalgo. Editor responsable: Diego José Martínez Gayón, lapalanca@yahoo.com Número de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-040512095100-102 Número de certificado de licitud de contenido: en trámite. Número de certificado de licitud de título: en trámite. Número de registro de ISSN: en trámite. Los textos y el arte aquí publicados son responsabilidad de sus autores. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido sin la previa autorización por escrito de los editores. © 2011 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

Para más información sobre la obra de Rodrigo Ímaz: www.livingartroom.com/rodrigo_imaz Arriba: Rodrigo Ímaz, Gota, tinta / papel,

mina

28X21 cm. 2009.

Portada: Rodrigo Ímaz, Altar, acrílico / grafito / plumas de ave,

editorial

200X200 cm. 2010.

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Tres poemas Kenia Cano

A scared rabbit, mostly

You think of me as a guide from another world, wise and clear, because I´m outside the rules… Actually I´m ordinary, vain, very narcissistic, fickle, not very honest, not learned, a scared rabbit, mostly (Piensas en mí como en un guía de otro mundo Sabio y claro, porque estoy fuera de las reglas De hecho soy ordinario, vano, narcisista y vulnerable No muy honesto, mal educado, un conejo asustado mayormente.) Alan Williams

Un conejo bajo las sábanas. El conejo ha menstruado ¿Es coneja? Nunca he sabido distinguirlos. Tuvimos un criadero de conejos, recuerdo algunos ojos saltones como los de mi madre. Alguien amenazó a un conejo en mi recámara. No había suficiente luz. Su pelaje es suave, blanco, como bombones en un cereal, común y repetido. Soy un conejo asustado, casi, mayormente. Acariciarles el estómago, ¿Quién dijo que esperaban tu cariño? Aquella tarde sí ¿A cuántos salvamos? ¿Cuántos murieron por nuestro descuido? Salían a comer lechugas sembradas por mi madre: Siete, nueve, números impares, como lo que pienso acerca de mí. Ella levantó la sábana: un conejo. Un conejo guardado en la garganta. Habrá que hacerle una disección. Es común que sean los prestados.

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¿Qué hizo con el primer conejo rígido? ¿Nos ayudó a enterrarlo? Quisiera ya no tener miedo, deberás entonces imaginar: ¿Quién sembró este conejo para que brille la pradera? ¿Quién con su luz omnisciente entibió su sangre? ¿Quién le dio diez razones para seguir moviéndose? ¿Quién acompasó su respiración cuando la hierba se inclinaba? ¿Quién dibujó un halo certero sobre su cabeza? ¿Quién hizo que la niña lo cargara y pensara que nunca iba a morir? ¿Quién acercó su nariz y sintió un temblor sereno? ¿Quién señaló la sombra del conejo

Rodrigo Ímaz, Calavera, tinta / papel, 30X20 cm. 2008.

cuando había desaparecido?

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De la mansedumbre y Judith

Mientras Judith perfumaba sus cabellos mi abuelo cerraba los párpados ante la muerte de su hija Ella oraba para que se le concediera belleza mi abuela con el rímel corrido por los ojos pedía olvidar En casa nadie nos pidió que odiáramos Ningún pueblo va a recordar a mi abuela pues es ordinaria y mansa Cien hijas pueden morir en manos de algún extraño y el pueblo entero quedará en silencio En el momento heroico en que Judith alza la cabeza de Holofernes alguien interrumpe la vitalidad del cuerpo de Lucila Estela ¿Qué dios obró mansamente sobre el cuerpo de su madre para que ahora en su vejez no recuerde la injusta la acabada? Nadie en mi familia sostuvo la cabeza de Holofernes las mujeres quietas de la casa aprendimos a callar mientras Judith oraba: Dame una palabra seductora que cause heridas y cardenales en aquellos que han resuelto crueldades contra tu alianza contra tu casa santa Las mujeres en mi casa emprendimos batallas silenciosas un dios misericordioso armonizó nuestros órganos Quietas aceptamos la pérdida éramos un pueblo pequeño sin muchas ideas un pueblo común queriendo sobrevivir aprender con poco aceptar lo cómodo lo que no hiere más Tal vez por herencia nuestros cuerpos tienden a la holgura tal vez porque la piel es un cajón opaco Entregó a su sierva una bota de vino y un frasco de aceite llenó una alforja de panes de cebada de tortas de higo de panes limpios... Al aceptar el alimento el enemigo cedió

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ebrio bajó la resistencia


Rodrigo Ímaz, Duchamplópodo, tinta / papel, 21X30 cm. 2008.

Un dios silencioso ha cubierto nuestra mesa y ningún pan se presenta ácido ante nuestros ojos comemos y bebemos en paz aunque a veces me pregunto si alcanzamos a percibir el rojo de la copa en su totalidad Ninguna de nuestras mujeres tiene su belleza pero hay una joven que afila su alfanje cuando baila cuando no puede visitar los mismos lugares que recorrió su madre Judith me enfada porque no sé quién es el Holofernes que dañó a mi familia porque envidio su seguridad su forma de engañarlos a todos Judith la llena de Dios Bajo la cama de mi madre hay un recipiente vacío he bebido de él muchas veces cada vez que me habla de la resurrección Judith pide una palabra que cause heridas y cardenales... Yo no estuve ahí pero imagino un ave roja frente a las dos mujeres un camino de granadas abiertas mientras el destino apenas comienza Un dios discreto vela por nosotros No había granadas quién puede hablar en su pobreza sin seducir a nadie diciendo las cosas como son ¿Cuál fue el primer alimento que tomó este hombre siervo también del rey de los asirios después del crimen?

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Nabucodonosor nombre que me encantaba pronunciar en la primaria comió y bebió con su ejército por espacio de ciento veinte días antes de anunciar que tomaría venganza sobre toda la tierra Nosotros no sabemos nada acerca de este sujeto A quién le importa el otro el enemigo por accidente la letra descompuesta del alfabeto Tantas muertes hay en mi país que esta circunstancial no importa Hay que respetar el silencio de la familia Nuestros dioses han dado diversas apreciaciones al respecto: ...y sus heridos llenarán los barrancos y los torrentes y el río se desbordará lleno de sus muertos Tal vez nuestra muerta formó parte de un listado tardío solicitado a Holofernes Ella junto con tantos otros —Ayúdame

Rodrigo Ímaz, Cefalea, de la serie Cefalópodo, tinta / papel, políptico, 30X21 cm. c/u. 2008.

No es Judith a la que busco es el punto en que cada uno de los miembros de mi familia perdonó ¿Hay alguno de ustedes que no haya perdonado todavía? Judith con toda su destreza es una imagen irrisoria ante mis ojos

¿Esta es la cabeza de quién?

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Y aún algunas veces permite que nos muerdan Mordidas de animales que aún no conocemos dentro de nosotros mismos Filosas marcas del día aún no agradecido Encanto y fachada de un viaje fallido nos muerde los ojos: Una ardilla muerde un trozo de naranja seca lejos de La Florida tiene la cola rala sin generosidad Prensada al tronco con sus pequeñas uñas todopoderosas no se cae resiste se alimenta

Un cormorán muerde bajo las aguas del Usumacinta un pez cuyo chasquido me saca del centro su movimiento hacia las profundidades el esófago hambriento se siente agradecido a pesar del miedo Hay mordidas centelleantes de Dios que ningún ojo humano comprende Mordidas que entierran con alevosía sus disparejos dientes sobre la tierra Vulnerables

con la boca torpe

no logramos sino presenciar

¿Acaso una gasa no es para limpiar aquello que la tierra ha supurado? Aún a veces muerdes y no comprendo por qué se nos escapa verte en los ojos expectantes de los muertos ¿Vendrás a alimentarnos? Mordí el labio de uno de tus leones y me sentí Diótima a salvo de tu ira y tu entristecimiento Manzana, bagre o hija desdentada Te buscaré pues detrás de esa mordida hallaré una saliva de reconciliación

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estoy segura

Rodrigo Ímaz, Ya no llueve, de la serie Imágenes del porvenir: Diluvios y apocaliptos, punta seca / papel, 45X32 cm. 2007.

Ana Moheno mordió una manzana y sintió el sabor dulce y bendito de huertos de su infancia La cáscara del fruto la ha guardado hermosa a pesar de Aquella mordida de los dioses


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Apuntes de su alteza sirenísima Nadia Villafuerte

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salud es el padecimiento, lo anómalo muda en una permanente posibilidad. “Esto es kafkiano” se ha convertido en un lugar común y en una huella de la literatura moderna. Todo parece kafkiano si con tal adjetivo buscamos definir la paradoja, lo irracional, la incoherencia con que se funden la escritura y el mundo (su abrevadero). “Esto es kafkiano” puede decir cualquiera, así no haya leído nunca a Kafka: el adolescente aterrado porque un día, de la noche a la mañana, se levantó convertido en otro; el burócrata gris sometido a la dictadura de cientos y cientos de papeles en el escritorio; el ciudadano que teme al poder aunque no lo vea. Kafka —como Einstein o Freud, por ejemplo— tenía orígenes judíos y se declaró ateo. Este antecedente explica en buena medida por qué es una constante el tema de la culpa como constructor social fomentado desde el poder para que éste, a su vez, funcione. O por qué Kafka cuestiona, a través de su obra, la banalización del mal: los genocidios, comenzando con el cometido por los alemanes, evidencian cómo “el mal” se divide en fragmentos tan diminutos hasta que éste, ejercido en su pequeña porción, deja de ser calificado como terrible, rompiéndose el principio básico de la responsabilidad del individuo sobre sus actos. De ese modo está fracturado el poder: llega el punto en que no hay responsables; el poder es una ausencia, una impotencia al no ditinguir de dónde emana. La culpa, en cambio, no llega sino que es motor de la máquina: el individuo siempre se sentirá culpable porque si algo nos rige es el miedo, el instinto de supervivencia que nos hace de inmediato tomar posiciones: ser verdugos o víctimas. Aquí la razón teológica, la acaso influencia decisiva que tuvieron los textos jasídicos que el autor leyó: nacemos en falta, y vivir significa redimir este “pecado”.

Adiós a Las Vegas. Cuando la vi por primera vez me consideraba una joven precoz —papás, novio adulto e hija adolescente comiendo palomitas frente a la tv y en la tv, ella, la prostituta, haciéndole a un alcohólico longa felación frente a nosotros. Pero qué guapa es Elisabeth Shue, insistía mientras la fatigada Sera ofrecía su trasero tierno, mas no inexperto, y le daba un cúter al proxeneta para que la castigaran. Luego, una escena y otra sucediéndose con el patetismo de una historia cruel, a la altura de la bajeza humana. Es una vida buena, es la vida que quiero, dijo ella, defendiéndose de la hostilidad al parecer con mucha candidez. Uno se hace tantas ideas románticas de lo sórdido, es verdad. A mí me gusta el mundo oscuro —con focos rojos y resacas y la violencia elemental— de las prostitutas. Y esta vez le creí. A Sera. Creí que esa fuera una vida buena. La vida que quiso. Uno vive como puede, no como quiere, y los procesos vitales de nuestra historia personal dependen de si la infancia logró retorcer brutalmente nuestras capacidades afectivas: también creí que esas eran certezas irrefutables. Al final, todo depende de la distancia que opongamos frente al núcleo íntimo de nuestros fantasmas abstractos y bestiales. Y después de todo, Leaving Las Vegas es una película. Eso repetí mientras intentaba quitarme de la cabeza la última imagen: Sera montada en un alcohólico cuyo aliento, como la falsa felicidad, estaba a punto de extinguirse. * “Esto es kafkiano”, decimos no pocas veces cuando nos hallamos frente a situaciones absurdas, ahí donde la realidad se mueve un poco para dar paso, en ese levísimo temblor, a su abismo: lo invisible brota de lo visible, la

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Aquí la razón para que Kafka insista en señalarnos el síntoma de la enfermedad contemporánea: todo es repulsivo, “hay demasiada esperanza, pero no para nosotros”, pues “somos pensamientos suicidas en la mente de Dios”.

siquiera es la carrera. Lo importante, después de todo: desaparecer. Y en la estela que deja nuestro agitado paso, ser capaces de exhibir la vergüenza, el poco pudor al que condena la fuga, el ridículo de no lograrlo. Recuerdo pocas cosas, las esenciales: las mentiras, por ejemplo. O la falta de decoro. La vulgaridad de las emociones que Borges criticó de Dostoievski. La culpa. El deseo. La carencia de ambición. La fealdad. La falta de certezas. Dar vueltas sobre el mismo sitio fingiendo no estar ahí, regresar cansados al mismo punto, sonreír con ironía y nostalgia por algo que se perdió: escribir para vengarse de lo que nunca tuvimos entre las manos. Para vengarse de quienes se burlaron de nosotros. Hacer crecer el resentimiento como una estatua y un altar. Escribir: la venganza de algunos criados. Provengo de una familia descastada. De una familia que prodigó amor y odio con el mismo desdén con que daba de comer a los puercos. Hombres y mujeres viles pero hermosos, bellos por ordinarios. Grandes expectativas en un horizonte cercado por la naturaleza que terminaba anclándonos. Nada de temperamentos fríos y congruentes: o el grito del drama, o el silencio de la impotencia y la contención. Mi álbum familiar es ése en donde generaciones enteras sueñan una vida diferente, hasta que despiertan para saber que siguen en el mismo lugar. Vete, dice mi padre; vete si te atreves, parece decir mi madre, con una sonrisa maligna. Ser traidora si escapo, ser solidaria y digna de ellos si nunca lo consigo. Saber que nuestros propios sentimientos son irrelevantes. Que la satisfacción debe de ser el único bien por conquistar. Que ser desgraciado e ignorante es una condición que nos pone a salvo. Que la ambición o la simple avidez por descubrir el misterio del mundo, allá, afuera, se resuelven y se minan con el tiempo. Muevo libros en una mudanza, otra. Esta urbe extiende su melancolía hacia los cuatro puntos cardinales. Llevo siete años fuera de casa y es como nunca haber salido del sitio donde nació el rencor y el temor. No sé de dónde llegaron, los libros. De dónde, si allá ellos siguen preguntando: leer y escribir no son cosas buenas, no son actividades sociables y a fin de cuentas, ¿para qué sirve?, la gente está mejor jugando cartas. Quizá tengan razón,

* Días de mudanza. De abrir la ventana para que la luz modifique la anarquía de las cosas. Días de objetos llenos de pasado. Polvo y rencor revolcándose sobre mi lecho, polvo y rencor contaminando el aire. Tengo buena memoria: sólo recuerdo la crueldad, la infamia de aquella geografía. De la niñez, sólo las piedras rompiendo la falsa belleza del paisaje; la colección de huellas que, al unirse ahora, construyen una cara monstruosa cuyo horror se atenúa por la piedad de la rutina. ¿El origen de mi escritura? Tal vez el silencio mineral de la selva y las carreteras agrestes, una avioneta a punto del incendio, el miedo al agua de los ríos, el alcoholismo de mi padre, el exilio de mi madre en un camión de redilas... Nada fuera de lo conocido, sólo el legado común de una memoria que me vincula con un ayer opresor, marcado por la pobreza y la triste sombra genealógica, iluminado también por las sensaciones perdurables de la infancia. Castigo y libertad… Eso pronto lo aprendí de seres que se movían a mi alrededor: mujeres ni excesivamente fuertes pero tampoco lenitivas, hombres sobreviviendo en el mar de sus culpas y sus crímenes, historias nada excepcionales irradiando, sin embargo, una parábola de vida que en ese momento no alcanzaba a comprender aún. Nacer en el margen: desear huir hacia el centro, al centro de todo, como dijo Madona cuando llegó a Nueva York. No recuerdo cuántos años tenía, pero mi padre siempre advirtió: el día que puedas, lárgate de aquí. No quise preguntar por qué: la sentencia permanece tortuosa en mis oídos, igual a la mugre alojada en el tímpano. Aún hoy sigo huyendo de ese “aquí” que es mi casa, mi pequeña y asfixiante ciudad. No estoy lo suficientemente lejos todavía, es posible que nunca lo esté. Huir es escribir, escribir es huir. Escribo para alejarme. Lo importante no es el destino. Lo importante ni

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* Me inquieta lo que sucede con Britney. Raparse o no, drogarse, noctambulear, ir por la vida sin pantaletas, tener hijos y por ello sepultar el despliegue obscenamente consciente de la ninfa que alguna vez fue, nunca había sido tan escandaloso en la moralidad de un país capaz de cometer las peores atrocidades, y juzga a los demás como si fuese un santo. Ya se sabe: no hay peor monja que la que fue puta. Y digo el país porque aunque esa categoría sea una abstracción, el monstruo de mil cabezas asoma su nariz rugosa, y abre los ojos rapaces que avanzan clavándose por donde miren, rasgando la ropa, la piel de las cosas. Lo que sucede con la chica Spears es triste y a mí lo único que me provoca es pánico. ¿No es ridículo que a una muñeca como ella (muñeca en el sentido literal de la palabra, es decir, títere de las

* Esto es todo lo que hay, le dije, y tuvo miedo: vio a mujer gramaticalmente incorrecta, con errores ortográficos. Y sin más, temeroso por la energía de mi adjetivación, se fue. * Heroínas modernas: Anas Kareninas con jeringas en los brazos

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Rodrigo Ímaz, Sin título, acrílico / grafito / papel, 28X38 cm. 2010.

* Supongo que de eso se trata pertenecer, tener un vínculo: arrancar las raíces como quien se arranca los ojos y va ciego por el universo. Hasta que un olor, un viento duro, nos devuelve la carne de nuestras cuencas vacías.

pienso. Los libros no han cambiado nada en mí: sigo siendo la misma mujer pedestre, la que aplaude las faltas de ortografía y la mala sintaxis, la que plagia y miente porque nada tiene qué decir, la que consiente que haya más grandeza en el patetismo, quien se ha exiliado para ver de lejos la estupidez porque no puede tolerarla, y tampoco anularla. Cuando veo mis libros, en realidad estoy viendo la miseria de mi familia y mi lugar de origen, el brillo triste de mi infancia, la decepción en la adolescencia, la vejez temprana. El rostro que frente al espejo confiesa que nuestro misterio no es gran cosa, que es muy poco lo que se oculta detrás de nuestra frente de piedra.


ella peleó y quedó exhausta como para no poder defenderse, el ataque frontal, la caída. Los mortales, aquellos que envidiaron a Britney por su fama, su carne rosa y su melena emprendiendo un salto a la espalda, aplaudieron cuando se oyó el golpe del rostro de Britney en el concreto. Aplausos. Besos de despedida para la fascinante dama. Gritos de euforia para las reinas sustitutas. El final de una y el inicio de otra en un fundido cinematográfico. ¡Y eso que Britney es sólo un juguete en la boca de ese monstruo que es, por cierto, el ejemplo de progreso del mundo!

disqueras y la publicidad, títere de un sistema cuyo mito fundacional es el dinero), una vez que ha tomado decisiones por demás humanas (esto es, coger con quien quiera, drogarse con la pasta más fina que su patria adquiere vía Colombia o México, embarazarse y engordar con la comida chatarra de las trasnacionales, raparse y ponerse unos cuantos tatuajes), se le tome por “loca”, y se le dé una patada en el culo, así, públicamente, para enseñar al mundo lo que la honorable Norteamérica hace con los chicos que se portan mal? Ahora Britney tiene una muñeca —muy distinta por cierto a la ninfeta de vello dorado y cuello dórico que representó a los 17—, pero la muñeca nueva está pelona y viste una camisa de fuerza… Vuelta al fascismo. La hipócrita moralidad es la guarida por excelencia de un país en donde persiste la brutalidad rastrera. ¿Han conocido a alguna persona cuya obsesión sea la limpieza? Yo sí. Se bañaba cinco veces al día, exigía que su ropa oliese a cloro, se cortaba las uñas con minuciosidad, no permitía que una mujer se ensuciara la boca con malas palabras, y todo, todo, porque en el fondo de su ser, se sentía asqueroso, dejando las huellas de sus manazas latiendo en la piel de su víctima, experimentando temor de sí mismo, juzgado no por el ojo ajeno sino por el peor: el suyo. Así imagino a Norteamérica, el pozo de la libertad de donde todos quieren beber. Yo, abiertamente aplaudo a Britney por raparse y haberse metido mucha cocaína y éxtasis, por haber tirado la fama como arrojó al caño la rubia y sedosa cabellera. Se entiende que Britney avanzó de manera voluntaria hacia su predador, postrándose ante él, haciéndole incluso reverencias. ¿O cómo explicar la fascinante virtud de quien propicia ser devorado? Britney ya mordisqueaba su lápiz cuando su madre comenzó a emputecerla desde los 10 años para que ella demostrara al tiempo y al espacio su “fuerza” erotómana. Luego vino la mentira de su virginidad, que recibiera instrucciones divinas para convertirse en la patrona de aquellos afligidos por las tentaciones sexuales, como Anselmo de Canterbury recibió en sueños su demostración de la existencia de Dios. Después llegaron las luces a su cuerpo intachable y persuasivo, la guerra voluptuosa. Finalmente, una vez que

* Descubrí la desnudez de mis paredes. Así como sucede con el particular universo que un escritor construye (es “ese” su mundo y no otro, en palabras de Raymond Carver), quizá sea cierto que uno puede “leer” parte de lo que somos a través de las “cosas” que nos rodean. Ya el cuerpo es de por sí la síntesis de las destrucciones pasadas, de modo que la cartografía trazada diariamente en casa, podría catalogarse como nuestra personal ruina. Hace poco fui al departamento de una amiga. Hallé: un óleo en el fondo, varias litografías y pálidos paisajes de imitación, un sofá rojo bilé, un tapete árabe antiguo, plantas por todos lados, figuritas diminutas regadas como si fuesen personajes vivos y silenciosos en la sala, máscaras en una pared, un perchero en la otra, más afiches, etcétera. Volví a la mía y traté de convencerme: también las paredes vacías tienen su misterio, hay en ellas, franqueza, posibilidad de llenarlas, miedo a hacerlo: una cierta desnudez que obliga a construir o a evadir lo que no está dicho todavía, ahí donde no hay más que concreto y pintura blanca. No hallé en la mía objetos que pudieran definir mi carácter vulnerable, cierto estado de desesperación. Ni plantas, ni portarretratos con fotos de mi familia, ni siquiera grietas (que serían como cicatrices) producidas por clavos, o las huellas de un temblor. Puta intimidad ascética, de izquierdas, habría dicho un diseñador de interiores. Sólo estaba mi cama, el espejo en posición larval, revistas viejas en el armario, tres maletas llenas de ropa y sustitu-

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Rodrigo Ímaz, Migraña, de la serie Imágenes del porvenir: Diluvios y apocaliptos, tinta / acuarela / papel, 20X50 cm. 2008.


tas del clóset gigante que no tengo por culpa de la avaricia arrendataria. Está, por supuesto, mi pequeño librero (quien habla mejor de mi incapacidad de vivir que yo misma) y el desordenado escritorio donde trabajo. ¿Dónde se escondían los cuadros cuyo despliegue visual delataban a la adolescente crónica que seguía siendo? ¿En qué momento dejé ir la sensibilidad pura (que el paralelo a la herejía por la obsesión estética)? ¿Dónde la cima templada desde donde mis paredes soñaron con la superioridad y la grandeza de cafés solitarios como los de Hopper, o rostros difusos como los de mi parentela? El recuerdo es un lujo que puedo dignarme en rechazar, de eso pensé que se trataba: había destruido de modo explícito mi historia, para no tener asideros, ni camino blanco alrededor de mí y por donde pudiera correr el salvaje caballo de mi Redundancia.

siado solos. ¿Para qué sirve una mesa además de comer? Para poner los codos y esperar a que toquen la puerta. Para coger encima como lo hacen los artistas conceptuales. La mía no sirvió para las acrobacias, tampoco para los hábitos antiguos. Nunca abrí una libreta francesa, por ejemplo, a la manera de las escritoras que, como yo, pero en otro tiempo, sólo disponían pluma y papel, pastillas para dormir, whisky que las hacía tamborilear los dedos sobre la formica. Uno y sus fantasías liberales, producto de haberse cruzado con alguna maestra que seguramente, a causa del feminismo, se resignó a masturbarse con el diccionario. Volviendo a los otros enseres domésticos, compré un tapete que pudiera darle un aire menos monótono a la alfombra. Nunca me he sentado en el tapete para ver si en una de esas emprendo el vuelo, y salgo de acá en busca de un príncipe en cuyos ojos se acumule el desierto. Lástima: llegué primero a los libros marxistas, y mi corazón proleto, mi imaginación dirigida por un líder sindical, se averiaron de manera irreparable. Adiós a los principios nórdicos, a las mil y una noches, adiós a los finales cinematográficos donde las pasiones envuelven con su nube tóxica nuestro hemisferio de racionalidad. Perdí, como tanto he repetido, la infancia, igual a quien pierde un par de canicas cuyos colores no hicieron nido, y dejaron a la intemperie un par de manos que, desde entonces, aprendieron a tocar aquello que no era lo usual. La cama y las almohadas no habrían tenido la dignidad que poseen hoy sin el edredón que mi madre y su buen gusto (pero también su excelente historial crediticio, su soledad histérica lanzando sus tentáculos a las tiendas), me enviaron por paquetería. De cuadros verdes y azules acuáticos, puedo extenderla hasta que la cama parece una piscina. Dormir, a fin de cuentas, es parecido a flotar, sintiendo cómo el mundo sucede fuera del agua, lejos de nuestro alcance.

* ¿Qué afecto me une a los objetos con los que vivo? Nada tenía hace tres años, y poco a poco fui cosiendo cuentas de vacío y materia, sembrando mis propios árboles aunque no tenga plantas: un cuarteto de libreros blancos, libreros para armar y desarmar. Los compré por una razón práctica. De ser posible, me dije, querría que mis horas y mis trayectos y mis destinos y mis amores fueran desmontables. Que pudiera desarticularme a la hora correcta. Quitarme una pierna o un brazo para caber en un veliz. O escabullirme para cuando mi cuerpo tenga la densidad de las nubes. Acariciar mis pulmones y guardarlos en una caja para que aprendan a escuchar a Nick Cave, en vez de emitir ese ruido insoportable, tan flemático, tan físico, de la respiración. Después compré un comedor con cuatro sillas. Las sillas, vamos, si alguna ocasión han tenido un oficio importante, ha sido el de haber permitido que un amante y yo nos distrajéramos bebiendo vino, charlando sobre las virtudes de este barrio lleno de chinos y españoles, mientras aguardábamos a que el alcohol nos permitiera lanzar feroz la dentellada el uno al otro. También las sillas han cargado libros, y en una esquina he abandonado la litografía de Billie Holliday que nunca he colgado por temor a que la cantante y su orquesta queden dema-

* ¿A dónde nos conducirá todo esto?, advertimos el lector y yo, al unísono, si vemos la oscuridad, la carretera próxima, el concierto de grillos y chicharras, y nos aterra la idea de lo que vendrá.

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Here comes the rain

La mitología, el misterio y las emociones nacen del agua, cuna de la memoria y los sueños, fuente de imaginación que da forma a infinidad de criaturas y rituales. El agua es el espejo del inconsciente, el primer elemento en estructurar la conciencia y racionalidad humanas. Para gran cantidad de tradiciones, el agua es el impulsor del espíritu hacia el autoconocimiento y la iluminación; pero el argonauta también puede perderse en el vasto mar, naufragar en las turbulencias, quedar encallado o sufrir una pesadilla de disolución en las profundidades abismales. El líquido, es el elemento central en la obra de Rodrigo Ímaz Alarcón (Ciudad de México, 1982), ya sea en su presencia o en su ausencia, en relación a sus habitantes, en sus diferentes formas, expresiones y conexiones simbólicas. Su trabajo nos lleva a meditar acerca de la responsabilidad humana en el deterioro actual del clima y del medio ambiente, en ese diálogo constante entre Naturaleza y Cultura-Tecnología. Ímaz Alarcón es un artista polivalente que destaca en el uso de diferentes técnicas: dibujo —en ocasiones con una precisión increíble en los detalles—, pintura, collage, grabado, escultura, fotografía y video. Su versatilidad también se percibe en cuanto a los materiales utilizados: acrílico, acuarela, carbón, grafito y a las superficies donde proyecta sus visiones: papel, tela, madera, espejo, muros y paredes. Pero también utiliza materias primas naturales como raíces y ramas, barro, huesos y plumas. Como sus admirados cefalópodos, siente querencia por los trabajos en proceso y por la grafía a tinta. Así abandera una obra poli-tentacular y polisémica sin perder la coherencia argumentativa. Respecto a la figura humana, “esos extraños seres que se visten y se cubren de la lluvia parados en las islas” —en palabras del autor—, los hombres que dibuja recuerdan en ocasiones a la obra de René Magritte: anónimos, trajeados de negro, con corbata y bombín. La testa es proyectada por un hongo atómico-nuclear, que el artista relaciona con la migraña y la cefalea, afecciones mentales desencadenadas por el exceso de racionalización que sufre Occidente. Condición especular, el ser humano parece gravitar entre su pasado animal y su único destino: La Parca. Parodia del Homo- Sapiens que ha hecho de la posesión material su religión, crítica del “Novo Ordo Seclorum”, bajo la hegemonía del todopoderoso dólar, embarrado por sucias manos. Caricatura del nuevo héroe crucificado en el altar del cuarto poder. Los hombres se sostienen en la precariedad de sus islas, que parecen diminutas ante la inmensidad acuática, abocados a la soledad, el a-isla-miento y la incomunicación o el monólogo, ya que en ocasiones parecen interpelar a un interlocutor fuera de cuadro. En esta sutil crítica al cambio climático y a los efectos devastadores de los humanos, Ímaz Alarcón retorna a la magia simpática de los rituales primigenios: dispone contenedores para recoger la lluvia, continentes mugrientos para la purificadora agua del cielo. Quizás el rezo ha sido escuchado. Porque la Natura se regenera, pero el humano y sus obras son fugaces. La verdadera sacralización del arte consiste en el tiempo mítico y renovar el acto de fecundación del mundo.

Montserrat Hormigos Vaquero Fragmentos del texto: Here comes the rain

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Rodrigo Ă?maz, Iluminati, acrĂ­lico / papel, 76X56 cm. 2010.

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Rodrigo Ímaz, México 2010, madera, huesos, bolsas de plástico, acrílico, tinta china, chapa de oro, 70X65 cm. 2010.

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Rodrigo Ímaz, US Air, acrílico / papel, 120X113 cm. 2010.

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Rodrigo Ă?maz, Mictlantecuhtli, tinta china / papel, 76X56 cm. 2010.

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Calamares, pulpos y cefaleas A principios de 2010, Rodrigo Ímaz realizó una residencia artística en Nueva York en el ISCP y es notable que su temática durante esta época estuvo enfocada en los problemas que enfrenta Estados Unidos desde hace algunos años, sobre todo después del 9/11. Un claro ejemplo de esto es su obra titulada US AIR, 2010. La crisis que afronta ese país hoy en día —no sólo a nivel económico— es el resultado de acciones políticas emprendidas en diferentes momentos de la historia, que lo llevaron a convertirse en la primera potencia mundial; aunque también en el prototipo de una cultura desmedida en su consumo, una sociedad plastificada, superficial y desechable. Con esta pieza el artista toma una postura crítica frente al mercado de la guerra y habla directamente sobre las ideas que el gobierno estadounidense promueve. El regreso de Ímaz a México, después de su estancia en Nueva York, coincidió con las celebraciones del bicentenario, un homenaje a dos revoluciones en la historia de este país. Es entonces cuando realiza el proyecto titulado: México, 2010, en el que se refiere directamente a la guerra que el gobierno lleva librando desde el año 2006 contra el narcotráfico; una lucha sanguinaria y corrupta que se ha llevado por delante a miles de inocentes. En otros dibujos Ímaz plantea críticamente el tema de los medios de comunicación como la herramienta más efectiva para mantener a una comunidad embrutecida, obediente, maleable y fácil de dominar, que no cuestione o ponga en riesgo el tablero de fichas en el que sólo juegan líderes políticos y grandes empresarios. Esto queda evidente en Altar (T.V Guy), 2010, en el que un televisor —encarnado en un hombre— aparece crucificado como si fuera Jesús, un dios que está por morir, mientras al lado un buitre espera paciente para comer de su cuerpo cuando se convierta en carroña. Una figura que aparece constantemente —además de los pulpos y los calamares— es el mono. Ímaz utiliza esta imagen para referirse a la parte instintiva, animal y natural del hombre. Chango, 2010, es una pieza que recuerda el “Estudio del Papa Inocencio X”de Velázquez, realizado por Francis Bacon en 1953. En ella aparece un simio, al cual le sale un líquido de la cabeza, como emitiendo un grito desesperado que nadie puede oír. El simple placer y el pobre misterio de no ser visto, 2011, es un dibujo que reflexiona sobre la limitación de juicio que padecemos los seres humanos. Paralelamente esta obra alude a la capacidad que tienen los ciegos de afinar los demás sentidos, como el tacto, que convierte las manos en ojos. Esta obra nos invita a pensar que aunque el entorno en el que vivimos los seres humanos tiende a opacarnos la visión, existen cuatro sentidos más que debemos usar para así podernos comunicar con el mundo, con la naturaleza. Actualmente Ímaz se encuentra en la producción de uno de sus proyectos más ambiciosos: un documental en video titulado “Objeto Encontrado”. Este trabajo encierra las preocupaciones fundamentales que el artista ha explorado ya en sus series de dibujos y pinturas: el poder y la belleza de la naturaleza en contraposición a una visión apocalíptica del mundo. El audiovisual retrata la vida de don Juan de la Garza Carranza, un hombre que dedica su vida a recolectar objetos y basura para sobrevivir en medio de la reserva ecológica de Cuatro Ciénagas, un pueblo desértico al norte de México.

Catalina Restrepo Fragmentos del texto: Calamares, pulpos y cefaleas

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Dos cuentos Gabriela Conde

Termitas

Llama al marido y le pide más tiempo, no puedo terminar los cálculos, pero no es cierto, en realidad no quiere verlo, la respuesta de él no la sorprende, ya estoy aquí, te espero en el estacionamiento. Me espera, piensa ella, esperar es buscar. Si fuera tú, le contesta, pero después recapacita y le dice: está bien, trataré de terminar rápido, pero querría decirle: si fuera tú me iría a la casa a envenenar termitas con una cuchara, no saldré de aquí hasta encontrar razones de peso para encontrarme contigo. Llama al arquitecto, pero no le contesta, querría verlo ahora e irse al bar de enfrente y acariciarse mientras el marido espera y escribe en una libreta con caligrafía perfecta: vermin’s damage control. Y no, mejor sigue con las liquidaciones, salir con el arquitecto sería complicarse, todavía no pasa mucho entre ellos dos, han intercambiado varios mails sobre la forma en que ella cruza la pierna, sonrisas en las juntas y lo de esta mañana. Él le rozó los labios cuando se despidieron en su oficina. Un par de bocas rozándose no significan mucho, sólo dos bocas y sin embargo también podrían ser una invitación, una ventana, piensa ella, y siempre que se pueda hay que salir. Cree que seguramente tendrían buen sexo en algún hotel, aunque está segura que de trasladar su relación a otros ámbitos ella terminaría hablándole del marido. Quizá de eso se trata. Ayer, en el estudio del ático, el marido sacó un libro de los estantes de encino. Apenas lo apretó un poco y éste se deshizo en sus manos, era Whitman dijo él con los ojos enrojecidos y su voz modulada; nada separa a las palabras de las cosas pensó ella, su era Whitman se hacía lodo igual que las pastas, las hojas, las grafías. Si nuestra vida se formara sólo de algunos momentos, ella se quedaría con éste en la lista de sus greatest hits matrimoniales: un pliegue de luz entraba por la ventana, las hermosas manos del marido como garras ­sosteniendo el

Lo de los perros fue lo último se oye en el mensaje grabado en la contestadora. El marido debió dejarlo en la mañana, cuando ella apagó el teléfono para ir a buscar al arquitecto a su oficina. No suena alterado aunque lo que dice sobre los perros es terrible. Las termitas. Su voz es ronca y modulada como de locutor de radio a.m.; siente pena por imaginar a su esposo como un locutor de radio a.m., mascotas entrenadas que conservan cierta altivez cuando desempeñan su única gracia: la hora exacta es…El mensaje termina avisándole que la recogerá a las seis de la tarde. Faltan veinte minutos. Regresa a las cuentas, ahora las saca con calculadora porque no puede abrir el programa. No es difícil, una regla de tres es de primaria, pero le molesta que no sirva la computadora, que en todo el piso ella sea la única a quien se le descompone el software de miles de pesos cada que calcula liquidaciones urgentes. Como sea, el marido no tarda en llegar y ella no puede concentrarse pensando en el mensaje, lo de los perros fue lo último, le parece blando en voz de él, es decir el tono de su voz dulce que lo traiciona mientras anuncia algo inminente y definitivo. Los perros escaparon gracias a que una plaga de termitas desarmó la reja y después, supone ella, algún vecino, de los que creen que los doberman son demoniacos, los envenenó; no quiere oírlo gritando de rabia pero sí con algo de rencor, piensa que debió llamarle y decir: lo de los perros ha sido el inicio, emprenderemos una terrible venganza contra todo el vecindario, pero no, si tu casa se desarma y un día los cuerpos de tus perros aparecen en el patio, lo natural para el marido es llamar a un exterminador y culpar a una plaga de termitas. Ella cree que de estar con cualquier otro, el arquitecto por ejemplo, habrían salido al vecindario a matar termitas con un enorme soplete.

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Rodrigo Ímaz, Cefalea, de la serie Cefalópodo, tinta / papel, políptico, 30X21 cm. c/u, 2008.

cadáver del libro del cual se desmoronaban miles de gusanos blancos y el lodo cayendo, como condensando el aire entre ellos dos, me estoy perdiendo de algo, pensó ella con la misma certeza con que llegan algunas ideas frente a un lago en calma. Ahora investiga sobre termitas. Aparentemente la madera está sana pero a la presión ésta se hunde y muestra un hueco, los muebles en la superficie no se ven dañados, pero por dentro se desmoronan. La capa externa ha sido respetada por las termitas para resguardarse de la luz y la falta de humedad. La sustancia que nutre a las termitas es la celulosa de la madera, esta sustancia también se encuentra en algunos de sus derivados como, por ejemplo, el papel. Una invasión no detectada a tiempo podría traer como consecuencia la pérdida del inmueble. Cierra la página. Quiere llamar de nuevo al arquitecto, emborracharse, besarse, ir a un hotel, quiere saber cuál es el ángulo que él mira cuando cruza las piernas en los seminarios, inundarse en el convencimiento del poder total que tiene el regocijo instantáneo. Un momento, todo lo que necesita es un momento breve pero deslumbrante, que alguien entre ahí y le diga: no hagas más cuentas, llenemos de gas el piso de madera, un pequeño Auschwitz para las termitas, vamos a implosionar el departamento. Le encanta la espectacularidad de los fuegos artificiales. Suena el teléfono. En mi casa hay termitas. El arquitecto se ríe, contesta que ése es el pretexto por antonomasia. Le dice que está a dos cuadras de la oficina y ella le pide que pase a verla. Apaga la computadora. No ha terminado las cuentas, pero piensa que da lo mismo hacerlas hoy o mañana. Toma sus cosas y sube al elevador. Siempre se preguntó por qué el marido compró una pareja de perros doberman y no otra, unos labrador, por ejemplo, ahora que lo piensa resulta lógico, el marido más que cuidar prefiere que lo cuiden; la primera vez que tuvieron sexo, ella estaba encima de él y desde esa perspectiva vio una genuina expresión de placer, algo salvaje, primitivo, el regocijo del que habla, la seguridad de que eso era lo único que valía la pena hacer en ese momento; se movió precipitada, nerviosa y sangró de la nariz. El marido la abrazó y ella sabe que él tomó

los chorritos de sangre que le escurrían como una ofrenda de amor, ella no quiso decirle que sus vasos son frágiles, que sangra cada que le baja la presión, cuando se asusta, cuando está muy excitada. Él dijo: yo te cuidaré y le puso un trapo frío en la frente. Él me cuidará, se repite ella, como cuida de esos doberman tontos que comen chuletas grandes y envenenadas. Ella no incluiría este episodio en sus greatest hits matrimoniales, para su gusto está afectado de lugares comunes y cursilería, pero está convencida de que el marido atesora ese momento en el top tres de su lista. Sale por la puerta principal. Debajo de sus pies las calles se sienten frágiles, camina con cautela, ahora teme que las termitas se hayan subido a sus tacones, eso, crees que estás a salvo, pero te persiguen, no hay refugio. El arquitecto la saluda desde la esquina. Llama al marido, le duele su voz modulada. — ¿Pasa algo? Querría contestar: las termitas me ahuecan los zapatos. Y sin embargo dice: —Me falta mucho, será mejor que te vayas, te alcanzaré en taxi. Y se ve a sí misma llegar después de unas horas, adolorida y ronca, con la nariz sangrando, quedarse en el patio para la ceremonia luctuosa de los perros y al final entrar a esperar a que les caiga la casa. ***

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salió de algún lado para ayudarla; en la noche cuando al fin entró a la casa, él me preguntó asustado cómo es que una cabecita puede hacer tal estruendo. No sé qué le respondí, pero si lo pienso ahora, hay algo de seductor en el estallido de lo pequeño. Inconsistencias diríamos, parecidas a que nieve en la ciudad más pequeña, gris y horrible de la tierra. Algo así. Pudo ser eso o la manoseada teoría de los hijos que estudian medicina porque se quedan huérfanos de madre debido a una incurable enfermedad que se las arrebata. Quién sabe. Considere lo siguiente: ¿Un hecho aparentemente azaroso (como una pequeña cabeza estrellándose contra el suelo o una manchita cancerígena en la bifurcación traqueal del pulmón de una madre) tiene la fuerza necesaria para que el trazo de tu vida se proyecte hacia un punto y no a otro? ¿En qué radica su ímpetu? Y si la cosa se jode, ¿a qué o a quién le echamos la culpa? En fin, mi hermano quiso ser doctor y fue el mejor de su clase. El día que murió papá, Damián daría el discurso de generación frente a los decanos y los doctores eméritos y los otros muchos padres que tanto se habían sacrificado por sus hijos. Papá era todo dicha; que no hubiera dejado de nevar desde las tres de la mañana fue para él, estoy segura, el mejor guiño de que algo grande vendría. Muy hollywoodense. Estábamos guapísimos. Ellos usaban smokin y yo un vestido de organza. Eran las seis

El día que papá murió, nevó en Mandori. En todos los noticieros se resaltó el hecho como el sonido de la séptima trompeta del apocalipsis. Porque es noviembre, porque es otoño, porque nunca nevó en Mandori. A otros les causó risa. Alguna vez oí a papá decir que Mandori debería ser considerada como el más sensible sistema de alerta, todo pasa primero aquí, dijo. Puede ser. La ciudad en eterna construcción, la menos célebre, la más pequeña, la que a falta de héroes se inventa nevadas. Los mandorenses festejaron el acontecimiento blanco haciendo sonar sus matracas en un parque mientras el cielo tronaba y se abría y dejaba caer cristales. El planeta entero vio con alarma el suceso, pero los mandorenses eran copos de felicidad, vendían ponche caliente y asaban castañas. Papá murió en medio de una nevada. Mi hermano y yo estábamos frente a él. Ninguno se dio cuenta. El día que nevó en Mandori, mi hermano Damián se graduaba de la escuela de medicina. Nunca he sabido cómo es que se le reveló semejante vocación. Damián es taciturno, no como esos otros doctores que gritan cuando hablan y alardean. Damián no fue la clase de niño que cuando alguien se estrella contra el suelo se aviva para prestar auxilio, al revés, por decir algo, una vez la vecinita de los caireles se cayó de cabeza de nuestra resbaladilla, mi hermano se quedó inmóvil junto a ella, miraba sin parpadear el charco de sangre, mamá

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Rodrigo Ímaz, Islas, tinta / grafito / collage / papel, tríptico, 21X21 cm. c/u. 2010.

Nieve


Rodrigo Ímaz, Islas, tinta / grafito / collage / papel, tríptico, 21X21 cm. c/u. 2010.

de la tarde. Subimos al auto y papá encendió el stereo, puso villancicos. Mandori era blanca, la gente se deslizaba en tablas que intentaban ser trineos, hacían muñecos, se tiraban al suelo y abrían y cerraban las piernas para ser ángeles volando en los caminos. Nosotros cantábamos junto a Bill Crosby White Christmas. Papá y Damián hablaban poco, aquella tarde Damián le dijo a papá que le dedicaría el discurso, una dedicatoria para que sea completa debe ser pública, para ser cursis hay que serlo frente a los otros, de otra forma no hay chiste. Papá estuvo callado, pero se sonrojó y sonrió durante todo el camino. Paramos frente a un cajero automático, papá quien nunca tomó alcohol, quiso sacar más dinero para comprar varias botellas de champaña. Nosotros nos quedamos en el auto. Damián aprovechó y puso una canción de Janis Joplin; nos gusta cantar gritando para demostrarle al otro quién grita más alto. A veces cerramos los ojos, yo los cerré, imaginé que estaba en el camino aventándome bolas de nieve mientras mi vestido de organza se mojaba. Cuándo acabó la canción, los abrí y vimos a papá tirado con un fajo de billetes entre las manos. Pregunta: ¿Cuánto dura una canción de Janis Joplin? a) Tres minutos. b) Treinta minutos. c) Trescientos minutos. d) Nunca termina. El día que mi hermano Damián se graduaba de la escuela de medicina con el mejor promedio (la más pulida caligrafía con la que se

puedan escribir las promesas) nevó por horas en Mandori. Y murió papá. ¿Será una imagen trazada desde antes, una pista, el reflejo de un exterior más grande que Papá muriera en ese y no en otro cajero? ¿Y que nevara? Papá tenía los brazos y piernas apuntando hacia direcciones contrarias, como preso de un ritual este, oeste, sur, norte, los billetes aprisionados en su mano derecha; papá tirado en una posición que se diría imposible. Quizá pidió auxilio, quizá el paro fulminante no fue tan repentino y papá se retorció por segundos, minutos, horas. ¿Qué significa fulminante? ¿Cuánto dura una canción? Damián y yo inmóviles frente al cuerpo. Los ojos de papá estaban muy abiertos, las cejas y los labios hacia abajo, como el rostro de los niños que se caen en medio de una carrera, niños que se levantan y siguen corriendo y cuyos labios se tuercen poco a poco en un gesto de dolor, de llanto inminente, porque les duele y porque entienden que no tiene caso seguir corriendo. Los tres permanecimos así quién sabe por cuánto tiempo. ¿Y si está dormido? dije por decir algo. Entonces Damián reaccionó, le tomó el pulso, oyó su corazón, movió sus piernas, sus brazos, sacó su lengua, le palpó la panza. —Eso…está dormido… es fatiga… narcolepsia. Llevémoslo a casa para que descanse. El liquid paper siempre me pareció el mejor invento del siglo pasado. Es necesario un ligero temblor para que la perfecta caligrafía con la que se escribe una promesa se manche, algo

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tan mínimo como que se detenga un corazón. A veces pasa. El liquid paper visto de cerca proporciona relieve y densidad a la hoja, de lejos es imperceptible, igual a las otras páginas que superpueblan las historias. A veces pasa. Ayudé a Damián a cargar a papá. Lo sentamos en el asiento del copiloto. Se me hizo buen detalle ponerle el cinturón de seguridad. ¿Sabías que el porcentaje de personas que mueren mientras duermen en un auto se habría reducido un 88% si éstas hubieran usado cinturón de seguridad?, añadí. Fuimos a casa. No pude evitar pedirle a Damián que se detuviera en un prado cerca de nuestra colonia. Mira, le dije, casi no hay gente, creo que papá se sentirá mejor si se hunde un rato en la nevada. Lo bajamos del coche. Comenzaba a ponerse rígido y mucho más pesado, nos costó tenderlo. Lo enterramos como si estuviéramos en la playa. La nieve no es una tragedia, papá de lejos se veía igual que los demás padres, algo feliz y algo ridículo, hundido en esa cierta pero falsa nieve. Igual a los demás. Nosotros nos aventamos copos y luego nos acostamos junto a él. Bendita sea la gravedad. Cristales de nieve cayendo. Las cosas son mejores así, medio escondidas, cubiertas de blanco, más limpias. Damián y yo abrimos la boca, el cielo se nos metió hasta los pulmones. ¿ALGUIEN aprieta un botón rojo y de pronto caen los millones de cristales? ¿Se puede escuchar el click de ese botón? Damián dijo que papá tenía que descansar y lo arrastramos hasta el coche. Peso muerto. Yo tenía nieve en las zapatillas, al principio dejé de sentir los pies y las piernas y luego toda la piel. Cuando llegamos al coche miré la trayectoria dibujada. Un peso muerto recorre una línea. Pasar de A hacía B sin parecer locos. La masa, la fuerza, la gravedad, la física en su conjunto. Dejé de sentir las manos, la cabeza y alguna especie de remordimiento. Aclaro: al principio de toda esta farsa sentí algo de pesar, pensé pobre papá, a él jamás le gustaron los helados; pero después miré a Damián (un gesto como de angustia lo persigue desde aquel día, si he de creer en algo, creo en ese momento en el que una cosa mínima cambia tu rostro, cuando la culpa se te instala en la cara, por ejemplo), entonces también dejé

de sentir remordimientos. Hipotermia de las emociones, diríamos. Por eso en las buenas películas en las que se estrella un avión siempre sobrevive el piloto. Los héroes no son los que sobreviven, quienes siguen respirando después de las catástrofes son los verdaderos culpables. Qué puede haber de heroico o de célebre en sobrevivir. Al llegar a la casa los vecinos salían de su propiedad cargados de bufandas, chamarras y trineos. Levanté la mano de papá en señal de saludo. Los vecinos nos sonrieron. Damián y yo nos tomamos una copita de champaña, luego me recriminó de manera cariñosa que hubiéramos jugado en la nieve, papá podría pescar un resfriado. Acostamos a papá. Lo desvestí con dificultad, estaba morado. Le puse un pants para que durmiera con más calor y me tendí junto a él. Esa noche soñé que nunca dejaría de nevar en Mandori, que nos volvíamos un atractivo turístico, la ciudad eternamente blanca. A la mañana siguiente toda la nieve se derritió. Damián entró a la recamará con una silla de ruedas y me pidió que aseáramos a papá. Yo lo bañé laboriosamente, Damián trajo unos libros en cuya portada se leía: taxidermia. Me pidió que saliera del cuarto. Pasaron horas. Damián entraba y salía con utensilios diversos, sudaba. En la tarde, aparecieron los dos frente a mí. Damián empujaba a papá sentado en la silla de ruedas. Desde el día de la nevada nuestra vida se ha complicado, pero Damián y yo, unidos, hemos descubierto en esa pesada rutina cierto decoro, un pequeño orgullo. Estoy segura de que papá se siente alegre de ver con cuánto esmero lo aseamos y lo mimamos todos los días. Cerramos el negocio, pero no hubo pesar en ello, papá ha sobrevivido a suficientes muertos (no tenemos familia, o sí: sus retratos descansan en la chimenea, no sabemos sus nombres, apenas fotos que se desdibujan por el polvo que se acumula) como para que el dinero nunca nos falte. Nos firmamos cheques, siempre con su consentimiento, claro.

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Rodrigo Ímaz, Abrazo (fragmento) de la serie Sombra de la sombra , carbón / muro, 400X700 cm. 2008.

—Papá, hoy quiero un helado de siete bolas y unas zapatillas, ¿me firmarías un cheque? Damián mueve la cabeza de papá, engruesa la voz y me responde: un cheque para la más bella de las señoritas. Tampoco es que tuviera muchos amigos, papá se volvió un poco ermitaño tras la muerte de mamá. Aunque hay veces en que sí lo han llamado por teléfono. La progresión de Damián imitando la voz de papá me sorprende. Le paso la bocina y él se sienta en las piernas de papá y hace algunos ademanes y hasta inventa historias sobre su día. Tiene vocación para imitar, sin duda. Llevamos a papá los domingos a misa (eso es muy sencillo, él solía dormir durante los sermones, por eso ningún feligrés espeta nada cuando nos cansamos de sostenerlo y el peso muerto de papá nos gana y se cae de la silla; nos ven feo sí, pero desde siempre nos han visto feo), lo paseamos en el coche todos los días, lo sentamos en la terraza con una gorra y un libro para que le dé el sol mandorense (al sol mandorense, desde el día de la nevada se le han atribuido cualquier cantidad de propiedades curativas). Nos dormimos en su cama king size, los tres juntos, atentos a cualquier cosa extraña. Supongo que nos da miedo que un día papá despierte, entonces no sabríamos qué hacer.

Damián cada vez imita mejor la voz de papá. A mí, ayer, se me ocurrió abrazarlo desnuda para mantener su cuerpo caliente. Damián se levantó y dijo: Esto no puede seguir así. Veo a papá muy triste. ¿Cómo se sabe que un papá que se quedó con el gesto horrible de un niño a punto de llorar empieza a ponerse triste? No podemos seguir con papá así, dijo. Me hizo levantarme a las tres de la mañana, vestí a papá con el smokin y vinimos al panteón. Traemos pala y pico. El cielo otra vez está blanco. Si el botón rojo de las nevadas suena, estoy segura que ya sonó. Yo escuché un click retumbando por el cielo. Dije ya: es hermosa la inconsistencia esa de que algo tan pequeño como un click desate cosas enormes. Va a nevar en Mandori. Quizá hoy sí es el fin del mundo. Mi hermano empieza a cavar y estoy segura que la tierra tiembla. Yo confío en la gravedad, en la nieve, en el liquid paper. Pienso que fue buena idea que nunca hayamos tirado la ropa de mamá. La tierra completa parece abrirse. Pienso que ahora tendremos a los dos juntos en la casa y que hoy nevará durante horas; me hace feliz pensar que eso suceda. ***

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Equívoco Verónica Gerber

tendió poco. Tenía 14 años. Un amigo suyo se arrastraba bajo una reja de alambre, tratando de ponerse a salvo de una tormenta eléctrica en el bosque. Al otro lado había un descampado. Mientras Paul esperaba su turno, un rayo dio directo en la reja y su amigo se electrocutó. Fueron solamente unos segundos los que lo separaron de la muerte. Era todavía un niño cuando tomó conciencia, a fuerza de un suceso azaroso, del momento estremecedor en el que todas las cosas pueden cambiar drásticamente, sin retorno. Tiempo después se convertiría en escritor.

Yo sólo hablo de cosas que ya no funcionan. Sophie Calle Infinitamente, habría caminado contigo. Paul Auster

Él no supo cómo responder. De todas las frases que había escrito, ninguna sería tan comprometedora. No pudo decirle que no. Pero su sí para Ella era casi un no; un si decepcionante y sin acento. Un sí productivo pero poco esclarecedor. Cuando Sophie volvió a casa después de un viaje por el mundo que le tomó siete años, se encontró con un hueco. No tenía idea de cómo vivir cotidianamente. Terminó por acostumbrarse a su entorno asumiendo actividades poco comunes, iba en busca de las huellas de un lugar al que ya no pertenecía, quería adentrarse en ese París que ahora le resultaba tan lejano. Terminó por convertirse en artista.

Cuando Sophie era apenas adolescente vivió un tiempo en Camargo. Tenía 12 años. Sus amigos eran todos muchachos más grandes, de entre 18 y 20. Era la pequeña hermana postiza. Ahí aprendió a bailar y a cabalgar. Durante un largo tiempo fue la única mujer jinete. Le decían “la gitana”. La vida en la campiña era muy distinta a la de la ciudad, siempre en riesgo, agitada, peligrosa, extrema. Sophie no recuerda las cosas por mucho tiempo, pero esa temporada la cambió para siempre. Sus amigos terminaron casándose y teniendo hijos; echaron raíces. Sophie siguió adelante y se acostumbró desde entonces a dejar amistades cada tres o cuatro años, a nunca permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar.

Paul había estudiado Literatura francesa en Columbia. Fue marinero en un barco petrolero que ancló en Francia cuando cumplió 24. Permaneció en París cuatro años, aunque sólo planeaba estar uno. Se ganaba la vida cuidando un rancho y haciendo traducciones de escritores franceses como Mallarmé y Simenon. Para cuando regresó a Nueva York, Sophie seguía en su largo viaje por el mundo.

Ella era una especie de rumor conocido, el murmullo de una metáfora. No sólo una narradora de buenas historias sino un personaje que encarnaba el silencio de la escritura, la escritura misma. Sus piezas tenían siempre una vuelta de tuerca: una noveleta arrebatadora, siempre autobiográfica, pero colgada en la pared.

Ella deseaba convertirse en el personaje principal de un libro y le pidió a Él que lo escribiera. Hacer lo que le dictaran las palabras, diluirse. Ser la incertidumbre atrapada en una narración. Arriesgarse a desaparecer en una vida ajena. Flotar sin responsabilidad, sin consecuencias.

Uno de los primeros hábitos que Sophie asumió a su regreso fue seguir gente en la calle, sentía que eso le daría rumbo a sus paseos. No sabía que otro artista, Vito Acconci, lo había

En un campamento de verano Paul había visto muy de cerca algo que en ese momento en-

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hecho y documentado años antes. Cuando quiso presentar sus piezas en una galería lo buscó y habló con él. Vito le dijo que las razones que los llevaban a realizar las mismas acciones eran distantes, lo mismo que sus intereses. No habría problema.

el personaje se enamoraba de Él, Ella tendría que enamorarse. Podía escribir el suceso que quisiese. Narrar la historia que sería todas. Pero era demasiado. Pesaba en Él una responsabilidad de la que no podía hacerse cargo. Sophie le pidió a su madre que contratara un detective para vigilarla durante una semana. No sabría el día exacto en que éste empezaría su trabajo. Tampoco el detective sabría que la investigación era su propio encargo. Le pidió a un buen amigo que durante la semana en cuestión estuviera todos los días afuera del Museo parisino de las ciencias a las 5 de la tarde y le tomara una foto, esperando que el perseguidor apareciera en esa misma fotografía y así poder conocerlo. Sophie llevaba un diario puntual de acciones, hora por hora, parecido a la minuta que le sería entregada a su madre. El día que fue seguida salió de casa a las 10.20 de la mañana, compró flores, fue al cementerio y las dejó en la tumba de un desconocido; se encontró con una amiga en un café a las 10.40, a las 12 fue al peluquero y a las 12.30 tenía cita con un editor. A las 2.20 estaba en el Louvre frente a su cuadro favorito, Hombre con un guante, de Tiziano. Paseó en el jardín de las Tullerías y entró en el Museo de las ciencias entre las 4 y las 6. Por la noche, a las 7, asistió a la inauguración de Gilbert & George en la galería Chantal Crousel. Salió de la exposición con un conocido, cenó en el OKbar. Regresó a casa en la madrugada, mareada. Se quedó dormida. Al terminar cada uno de los días de esa semana, Sophie se preguntaba si efectivamente la

En una de sus caminatas, Sophie siguió por un rato a un hombre que se perdió en la multitud. Esa noche, en una inauguración, alguien le presentó casualmente a ese mismo hombre. Cruzó algunas palabras con Henri B, quien le habló de su próximo viaje a Venecia. Ante semejante casualidad, Sophie supo que debía seguirlo. Al día siguiente fue a la estación de trenes. Tenía escasas pistas, un par de pelucas y algo de maquillaje. Era la primera vez que viajaba a Venecia. El hombre que sigo puede llevarme a dónde quiera y yo iré tras él. Esa es la regla del juego, pero soy yo la que escoge esa regla. Siempre estoy soñando con situaciones en las que no decidiré nada (Suite Veneciana, 1979).

Rodrigo Ímaz, Sin título, tinta / papel, 21X30 cm. 2008.

Paul estuvo volcado en su poesía hasta 1979. A partir de ese año retomaría narraciones guardadas en sus cajones, textos que nunca había enseñado. Buscaba una prosa transparente. Partículas disgregadas en un líquido incoloro. Hacer un coloide a través del que cualquier lector pudiera olvidarse de las palabras; seguirlas hasta perderlas en medio del camino. Entrar. Ser la historia que se cuenta. …En la imposibilidad de las palabras, en la palabra no dicha la que asfixia, me encuentro a mi mismo... Ella sentía una extraña debilidad por las historias que Él escribía. Mientras lo leía se entendía a sí misma como un acontecimiento azaroso que podía sumarse a las bifurcaciones de esas tramas enmarañadas. Se reconocía en sus personajes: siempre perdidos en una gran ciudad, solitarios, sin rumbo. Víctimas de la contingencia. Quería encontrarlo. Lo buscaba. Buscaba ese hilo de coincidencias que un día la pondrían frente a él. Pero si Él escribía sobre un personaje tirándose del puente de Brooklyn, Ella se tiraría. Si

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cada vez que tratamos de hablar de lo que vemos hablamos falsamente, distorsionando eso mismo que estamos tratando de representar. (Ciudad de cristal, 1985).

Cuando las cosas están completas, nos sentimos confiados de que nuestras palabras pueden expresarlas. Paul había recibido una llamada. El número estaba equivocado. Le preguntaban si su casa era una agencia de detectives. En uno de sus primeros libros escribiría la historia de un hombre que, al recibir esa llamada por tercera vez, se haría pasar por investigador privado. Pero poco a poco esas cosas se quiebran, se hacen trizas, colapsan en caos. El sujeto a indagación caminaba sin rumbo en la ciudad de Nueva York, parecía hacer el dibujo de diversas letras con su recorrido. Pero esas letras nunca se convertirían en palabras, ni dejarían ver algo oculto. Y nuestras palabras permanecen iguales. No se han adaptado a la nueva realidad. Había un secreto inexistente, sujeto al delirio de un desconocido que poco a poco se despojaba de todo cuanto lo rodeaba. Por eso,

Él no podía dictarle un destino. Y, en todo caso, ¿quién era Ella? ¿Habían cruzado alguna vez una mirada? Le daría unas pocas líneas cruzadas y así tal vez, sólo tal vez, elegiría llegar a Él. Ella necesitaba señales claras. Palabras exactas. Sin equívocos. Se había contado la historia cientos de veces y la sabía de memoria. Él sólo tenía que escribirla, correr el riesgo. Saltar. Era el único que podría escribir algo así, el único que materializaría el silencio de todos esos años de saberse sin conocerse. Para Paul, un personaje se encuentra siempre en un eterno periplo. Marco Stanley Fogg es un muchacho que recibe en herencia la enorme biblioteca de su tío y decide dejarla embalada.

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Rodrigo Ímaz, Llovió, de la serie Imágenes del porvenir: Diluvios y apocaliptos, tinta / papel, 45X70 cm. 2009.

­ abrían seguido, si ese hombre que la perseh guía por las calles de París la pensaría al día siguiente (La sombra, 1981).


Las cajas serán muebles transformables en su departamento, un constante reflejo de su inestabilidad, una suerte de instalación minimalista-funcional. Como en un viaje iniciático, se irá deshaciendo poco a poco de posesiones y aspiraciones: mientras más lejos de sí mismo más fácil encontrarse, hasta habitarse como a un extraño. Trabajará cuidando a un anciano cascarrabias paseándolo en Central Park y leyéndole en voz alta a los clásicos cada tarde. Habrá algo del viejo que lo confronta. Cuando el viejo está a punto de morir le pide que le haga llegar algunos documentos a su hijo. Fogg parte en busca de ese hombre. El encuentro planeado por el viejo significará un reencuentro inesperado para Fogg, el hombre en cuestión resultará ser su padre, quien morirá poco después. Fogg seguirá su viaje hasta la playa. La travesía de Fogg es una deriva interna en la oscuridad. He llegado al fin del mundo, adelante no hay nada más que aire y olas, un claro vacío que llega a hasta las orillas de China. Aquí es donde comienzo, me dije, aquí es donde mi vida comienza (El palacio de la luna, 1989).

Él escribió por fin sus líneas. Cumplió el trato. “Instrucciones para mejorar la vida en Nueva York (Porque ella lo pidió…)” De llevarlas a cabo Ella tendría que viajar a su ciudad. Su texto era claro de primera intención, aunque escondía un guiño. ¿Entendería? ¿Escucharía debajo del ruido del convenio un susurro ­oculto? El correo trajo varias páginas en máquina de escribir y una carta escrita a mano. Leyó detenidamente. Él había respondido formalmente a su pedido y nada más. No era lo que esperaba. Quería descifrar un mensaje encubierto, oculto en el guión, pero cómo asegurarse de algo así, cómo saberlo. No estaba dispuesta a preguntarle. Realizó las instrucciones al pie de la letra. En 1984 obtuve una beca para ir a Japón por tres meses. Me fui el 25 de octubre sin saber que ese día marcaría el principio de una cuenta regresiva de 92 días, hasta el final de mi historia amorosa en curso –nada inusual, pero significó el momento más doloroso de toda mi vida. Culpé al viaje. En un intento de exorcismo, cuando Sophie volvió de Japón en enero de 1985, encuestó a todos sus amigos, conocidos y desconocidos para averiguar cuándo había sido el momento más doloroso en su vida. Buscaba relativizar su tristeza escuchando la ajena y solamente dejaría de preguntar cuando ésta desapareciera. Cada respuesta se convertía en una historia al lado de la suya, una y otra vez. La misma fotografía del cuarto 261 de un hotel en Nueva Delhi donde había planeado un reencuentro que nunca sucedió. Imágenes de todas las historias que no eran suyas, un coche, una calle: lugares donde la vida de otros había cambiado. Y su historia contada decenas de veces, siempre escrita de forma distinta: Terminó conmigo por teléfono. Cuatro preguntas y cuatro respuestas. No se tomó ni tres minutos para decirme que estaba enamorado de alguien más. Es todo. Así durante tres meses. Las crónicas reunidas eran mucho más sórdidas y desgarradoras que su ordinaria historia de amor. Pero Sophie tenía que sentir que podía dejar ir todo eso que ya no podría ser. Apresurar su luto. Esa abrupta, unívoca y ajena decisión la había

El lunes 16 de febrero de 1981 fui contratada como reemplazo de mucama por tres semanas en un hotel veneciano: el Hotel C. Sophie sabía que nunca les vería el rostro, sólo observaba sus movimientos cotidianos. Cada huésped, una forma de caminar la ciudad con un desconocido, el halo de un recorrido interno. Sintió que podía completar historias de otros con unas pocas evidencias de vida. Observaba, por ejemplo, cambios mínimos en el frutero: unas cuantas naranjas convertidas día con día en cáscaras, tiradas en el basurero. Hacía juicios. La gente que espiaba también hacía un viaje. Esos otros escribían en cuadernos, en hojas sueltas o en el papel membretado del hotel. Caminatas, impresiones, el menú del día, la dirección de un lugar, una postal a un amigo, cualquier cosa. Pensaba que no hay forma de concebir un viaje sin unas cuantas palabras por escrito, como si escribir fuera una forma de no decir adiós. Viajar no sólo es ausentarse, es dejar prueba de dicha ausencia, del cambio que sufre aquél que se mueve de lugar. Sophie se adentraba en su propio trayecto juntando los rastros de un viaje en el que ella no existía (El hotel, 1981).

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deseo. Ellos dos eran líneas paralelas y había olvidado que las líneas paralelas avanzan muy cerca, a la par, pero nunca se tocan. Esa carta no era un cordel sino una estría que se dibujaba entre ellos, un talud inesperado. Aquello con lo que larga y pausadamente había fantaseado, se escapaba ahora cuesta abajo. La imaginación es impotencia. Nunca contestó.

Paul se entera repentinamente de que su padre ha muerto y escribe una novela que será el ensayo de un duelo. Tardará varios años en publicarla. Su padre escondía un secreto terrible. Paul descubrirá el misterio en notas de periódico y documentos archivados. ¿Quién era entonces ese hombre? En su narración buscará un encuentro. Solamente la memoria, ese espacio donde las cosas pueden suceder dos veces; el lenguaje, vehículo de los afectos más abstractos; y la soledad, aislamiento cuyo destino último es la creatividad, podrán liberarlo del fantasma de su padre, un hombre que en realidad había sido un completo desconocido. El lenguaje no es verdadero. Es la forma en que existimos en el mundo. Jugar con palabras es examinar la forma en que la mente funciona, mirar una partícula del mundo como la mente la percibe. Del mismo modo, el mundo no es solamente la suma de las cosas que están en él. Es la infinita y compleja red de conexiones entre ellas (La invención de la soledad, 1982).

Las posibilidades se opacan fácilmente. Existirá solamente esa metáfora que Él no se animó a escribir. Esa metáfora que Ella no supo leer. Importa poco. Qué tan importante puede ser que un líquido se amolde a un contenedor y que, accidentalmente, se caiga al suelo, se rompa y se desparrame. Alcanzar algo es llegar muy pronto a la salida y llegar a la salida los dejó sin salida. Uno no anda por el mundo mirándose así, tan de cerca. La verdadera fatalidad es la literatura, porque no existe en tiempo real, la palabra escrita no sucede. Las palabras se nos escapan siempre en la memoria arrepentida de ese día y aquella hora, el minuto exacto en el que decidir una sonrisa o un beso habría cambiado por completo la trama, el enredo, el argumento. Cuando los tiempos no pueden corresponderse, ese hoy no existe ni ayer, ni mañana. Aunque todas las palabras son falsas, —algún día— era hoy. La carta: 3 de Junio, 1994 7 páginas incluyendo ésta. Querida Sophie, Bueno, aquí hay algo, en cualquier caso. Lo hice después de que hablamos ayer —y aunque es corto en detalles, tal vez te inspire algunas actividades interesantes. Quise dejarlo suficientemente abierto para que puedas encontrar tu propio camino a través de las ideas. Espero no estés muy decepcionada por la “ligereza” de lo que propongo. En cualquier caso – cuídate y contáctame cuando puedas. Tuyo siempre, Paul

Aunque sin duda estaba ahí lo que Él había querido decir, con las palabras nunca se sabe. Las palabras son cuevas. Difícil usarlas sin producir malos entendidos. Las palabras son los cables kilométricos, las señales vía satélite que separan a dos personas, cada una en su auricular. Escribir o hablar, monedas al aire: el peligro latente de que los significados se acomoden en formas insólitas. La confusión entre las estalagmitas y las estalactitas, agua caliza a punto de caer y confundirnos. Pero Él tenía confianza. Ella entendería. Aunque Ella creía que las cuerdas se tendían naturalmente entre ambos trazando una enorme madeja de sincronías, aunque había sentido las latitudes desvanecerse, su percepción no era más que el borde de un delirio, de un

Parte del libro de ensayos Mudanza (Taller Ditoria – Auieo, México, 2010, 77p.)

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Rodrigo Ímaz, Sueño en calma, tinta / acuarela / papel, 35X25 cm. 2009.

convertido en la extraña, cuando había sido su más íntima. Culpaba, en la soledad del abandono, a un tiempo que cambió sin esperarla, sin que estuviera lista. La última anécdota que le contaron era idéntica a la suya. Sólo así se sintió redimida. Guardó el proyecto por miedo a una recaída y lo retomó quince años después (Dolor exquisito, 1985-2003).


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La Anunciación de Sor Púrpura de Metileno Verónica Bujeiro

Sor Púrpura viste a la usanza monjil. Lleva en una mano sus óvulos elevados, porque los ha mandado hacer en forma de globo y en la otra una charolita en la que reposa un gancho, que más que para colgar ropa parece que va a sacar a algún niño de su escondrijo materno.

Las voces lo dijeron. Dijeron que él vendría. Que vendría a revelarme un misterio para el cual yo era la escogida. ¿O dijeron “la elegida”? Las voces me lo dijeron. Dijeron que él vendría. Que yo era la esco…elegida. También recomendaron que sacara mis huevos al sol, para que él supiera dónde apuntar y hacer el milagro que daría constitución a un nuevo valle de lágrimas, piedras grandes, polvaredas, industrias, tacos y fantasmas. Y desde entonces yo espero, con mis huevos al sol, derritiéndose por la espera, viendo pasar los aviones que vuelan como ángeles, ligeros y sin listas de pasajeros. Ya me lo habían mencionado en la escuela primaria, eso de que en la fundación de toda ciudad hay una piedra y una virgen y yo, Sor Púrpura de Metileno, señorita de buena familia, de buenas creencias, gran abolengo, tradición e inversión en la industria de estas precarias tierras, fui la escogi… ¡La elegida!, para semejante misión. Las voces me lo dijeron un día que venía caminando a casa. Yo pensé que era el “manos libres”, pero no. Conversaciones tan raras no se pueden sostener por vía satelital. Las voces aquellas mencionaron que vendría un hombre a revelarme un misterio, el misterio de “la Encarnación” dijeron. Y yo les dije, menos mal que no es el del Fobaproa, sino en menudo enredo que metían a los de mi familia. Ellas contestaron: “Pero que zurra eres, Púrpura”, y yo les dije: “Pues a lo mejor se equivocaron y yo soy la piedra”, y ellas dijeron: “Imposible, porque ya le hemos buscado los huevos y no se los encontramos, por más y más que cavamos”, y yo les dije:

“¿Pero es eso lo que quieren de mí? ¿Mis huevecillos de abolengo?”, y ellas dijeron: “Sí”, y yo les dije “No”, y me fui corriendo. Pero como son voces y no personas, me siguieron insistiendo. Mucho dialogaron, en las noches y los días que siguieron. Intenté interrumpirlas con la telefonía, al cabo que todo México es territorio, pero fue inútil. Roncas de insistir y no lograr ningún convencimiento, pues dicen que regularmente cuando a uno le llegan a decir que allí viene, que tú eres la elegida, que sí, que tú eres la especial de todas las mujeres, la gente no se anda con dudas ni miramientos. Pero yo no quería tener hijos antes de acabar mi Doctorado en “Tópicos selectos de la corrupción mexicana”, tema al que podía acceder con tan sólo ver los álbumes de familia, y por eso me resistía. Pero tanto escándalo siguieron haciendo las malditas voces que hasta Mami y Papi podían oírlas, y como no son ningunos pendejos, vieron la oportunidad vestida de gala, pues ya hacía tiempo que mi madre y mi padre, al fin bien venidos de abolengo, querían comprarse unas tierras de algún valle de lágrimas, piedras grandes, polvaredas, industrias, tacos y fantasmas, pero nadie, nadie se atrevía a ofrecerles siquiera un llano polvoriento. Quién sabe por qué. Por eso, Mami y Papi me convencieron, diciéndome que tras la construcción de mi capilla, vendría la iglesia y luego la catedral, con sus siempre presentes tienditas de reliquias y rosarios. ¡Como me gustó esa idea! Una tienda en donde todo tuviera mi cara y tan sólo por donar mis huevecillos de abolengo. Fue entonces que dejé los

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Rodrigo Ímaz, Medusas, punta seca / papel, 13X13 cm. 2008.

estudios y me encerré en un convento. Al principio las monjas no querían, pero las voces las convencieron diciendo que yo era la “esco-elegida”. Muy convencidas no siguieron estando y pidieron a mi Papi un donativo. Él les dio esta piedra, que según dijo, sería la primera para la construcción de mi capilla. Yo creo que mucho no les pareció, porque recién llegué me aventaron al patio con mis huevos al sol, a esperar al hombre ése y a su famosa encarnación. Sola no me sentía, pues las voces me siguieron haciendo compañía. Y así nos la pasamos, noche y día, secándonos de tanto esperar y el tipo este que nada más no venía. Pero un día del cielo, por donde pasaban esos aviones ligeros como ángeles, me cayó encima este gancho. ¿O sería de los tendederos? El caso es que las voces de

inmediato lo señalaron: “Anda Sor Púrpura, toma ese gancho y rompe uno de tus huevos por diversión”. “¿Y si el hombre viene?”. “¡Que no, que no!. Sólo uno, Púrpura. ¡Anda, anda!”. Y así por diversión, rompí uno y luego otro y otro y otro, hasta que… ¡vino la policía y me llevó por asesina! Yo no entendí nada y expliqué que tan sólo eran mis huevos, pero ellos me dijeron “¡Mis huevos, qué!. ¿Qué no sabía que según la ley es individuo desde la concepción?”. Y por más que les expliqué que yo no sentí nada, que el tipo ése y su mentada encarnación nada más nada, nadie me creyó. Uno de los policías me dijo: “ Vírgenes se dicen y se creen todas, mi reina”. Fui a la cárcel. Rompiendo con la buena suerte que había acompañado a toda mi

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ha negado desde la concepción”. Por eso decidieron mudarme de cárcel a una con paredes blancas y jardines amplios, en donde en vez de comida, unas señoras blancas me alimentaban con puras pastillas. Nunca he dormido tanto en mi vida. Las voces se callaron, perdí el gancho y en general el conocimiento. Hasta que un día, rodeada por esas buenas mujeres y sus pastillas, me despertó un caballero todo vestido de blanco, iluminado por una luz angelical, que muy probablemente provenía del foco que nunca me apagaban. Yo supe, sin que nadie me dijera, que era él. Para el que yo era la “escogida”. Y vaya que me dio. Trató de engañarme diciendo que era Doctor, pero cuando sus manos celestiales recorrían mi cuerpo, yo gritaba pensando en mi capilla, la iglesia y hasta la catedral. Ya me veía adornando la tienda de rosarios y estampitas con mi cara de orgasmo celestial. Cuando se empezó a notar el producto de las visitas de aquel hombre, que de tan blanco parecía pasta dental, decidieron liberarme para instalarme en su casa. Yo me imaginaba otra cosa, porque las voces prometieron tanto, pero desde entonces vivo atada a la piedra del fogón. Porque en la fundación de toda ciudad se requiere de una virgen, loca, asesina que con su arrepentimiento y obediencia le cocine al patrón.

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Rodrigo Ímaz, Cefalea, de la serie Cefalópodo, tinta / papel, políptico, 30X21 cm. c/u. 2008.

f­amilia, pues a pesar de todas sus fechorías y el Fobaproa y eso, yo fui la primera que pisó el tanquete. Papi y Mami de la pura pena se olvidaron de mí. Además ya habían encontrado unas tierras más prósperas y bellas en la punta de un diamante. Así que familia no me quedó ninguna y en el bote no pararon de llamarme asesina. También se tomaron la libertad de tratar de preñarme por todos los medios conocidos, y otros bastante inéditos, pero nunca lo consiguieron. Como conservé el gancho en señal de mi anunciación y había tanto tiempo muerto, pues… Era mejor que pensar: “Allí va mi capilla, mi iglesia y mi catedral, nunca seré la otra parte de la piedra para fundar la ciudad”. Pero las voces me decían: “Que sí, que sí, que tú eres la elegida. Sólo que a este mundo se viene a sufrir, Purpurina. Y aquel que es él, está demorado, pero te lo aseguramos que va a llegar”. Yo prefería que me contaran chismes de farándula y política, como lo hace la televisión, pero ellas insistían en hablarme del tipo ése y reían como locas cuando decidía reventar uno más de mis huevos. Un día, una de las presas me oyó hablando con ellas y corrió la voz que yo me comunicaba con mis hijos muertos. Así que al mote de “asesina”, le agregaron el de “loca”. Loca “y arrepentida”, completaron las autoridades, porque “habla con aquellos que


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