Prólogo a Moguer-1936

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Prólogo

Reflexiones sobre Moguer - 1936 Francisco Espinosa Maestre

Para los franquistas Moguer quedó marcado por el crimen del teniente coronel Hernández-Pinzón, suceso que explotaron hasta la saciedad. Lo cierto es que tenían poco donde escoger, ya que los rojos onubenses dieron poco juego: quince víctimas en La Palma, once en Salvochea (El Campillo), seis en Cumbres Mayores, seis en Huelva, dos en Higuera de la Sierra y una en varias localidades (Moguer, Jabugo, Trigueros y Zufre). Total, cuarenta y cuatro asesinatos en el total de la provincia. Los golpistas siempre quisieron presentar la represión como el justo castigo a los desmanes y crímenes cometidos previamente, objetivo en el que gastaron mucho tiempo y tinta. Sin embargo, pese a que la realidad de lo ocurrido en Huelva, como en casi todo el suroeste, dificultaba enormemente la tarea, esto no fue óbice para presentar un panorama muy diferente a base de seleccionar los datos que se hacían públicos y ocultar todo lo que pudiera matizarlos o contradecirlos. Piénsese que frente a las nueve localidades afectadas por la represión de los llamados «días rojos», fueron después 75 de las 78 con que contaba la provincia las que padecieron la represión fascista. O sea que la primera mentira caía por sí misma: el terror fascista no requería sangre derramada anteriormente, sino que respondía a un plan previo de exterminio. Sin embargo, en el primero de los Avances que luego darían lugar a la Causa General, pura propaganda traducida a los principales idiomas, aparecían El Campillo, Huelva, Moguer y La Palma del Condado, y las fotos tomadas por Serrano en la cárcel de El Campillo, que aún no han dejado de circular desde entonces. Todas estas mentiras pervivieron durante la dictadura y cuando llegó la transición nada se hizo para acabar con esta terrible situación en la que los más afectados por el golpe y la represión debían seguir guardando silencio. El modelo de transición avaló el legado de terror de la dictadura. Y no fue hasta 1996, con motivo de la salida de mi libro La guerra civil en Huelva, cuando se hizo público lo que muchos sabían: en Huelva la derecha golpista cometió un genocidio que acabó con la vida de miles de personas. Luego han ido surgiendo lentamente una serie de estudios locales, desde el de Manuel Tapada sobre Encinasola hasta éste sobre Moguer pasando por

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Aroche, Fuenteheridos, Palos, etc. Tiene razón el autor del presente trabajo cuando reivindica una historia libre de los condicionamientos y rémoras que siempre han acompañado a la historia local. No obstante, la restauración de la verdad va lenta porque no resulta nada fácil la tarea. Como se ha comprobado en más de una ocasión en estos años, el voluntarismo, salvo excepciones, no puede suplir la profesionalidad, es decir, que no basta con disponer de documentos y con recoger testimonios orales para que salga un libro de historia. La de Antonio Orihuela es una de las primeras investigaciones que se hacen en Huelva contando con la magnífica documentación judicial militar referente a esta provincia procedente del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, recientemente digitalizada y de la que se ha depositado una copia en esa Diputación Provincial. Tal hecho, unido al acuerdo finalmente cumplido de permitir el acceso por Internet a estos fondos, iniciativa pionera en España tratándose de esta documentación judicial militar, supondrá previsiblemente un antes y un después en la investigación del golpe militar y la represión en Huelva, y permitirá también superar para siempre el peligro de que la versión franquista sobre aquellos sucesos siga teniendo aún tanto peso. Y es que, aunque toda esa masa documental sea de parte, y por tanto deba ser tratada con suma precaución dado el peligro de que absorba al investigador haciéndolo cómplice incluso en sus palabras y argumentos, contiene información suficiente como para dinamitar las versiones establecidas por la propaganda fascista, que sólo tomó de ellas, si acaso, lo que le interesó. Recordemos que, pese a la existencia de dicha documentación, los bulos que circularon a lo largo de la dictadura se encargaron de cuadriplicar el número de víctimas de derechas y negar la existencia de otras víctimas, hasta el extremo ridículo de que una persona de Huelva que conocía bien el asunto por su posición social y por pertenecer a una familia afectada por la represión «roja» me dijo tranquilamente durante una entrevista realizada a fines de los ochenta que en la capital de provincia los franquistas acabaron con diez o doce vidas como mucho. De ahí la importancia de que sigan apareciendo libros como éste.

Los días rojos Lo que en él se cuenta fue común a otras muchas localidades, ya que si, como se ha dicho, un factor diferenciador fue el asesinato de Hernández-Pinzón, el resto es lo mismo que pasó en todos sitios. El caso de Moguer deja claro el

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papel jugado por las autoridades republicanas y cómo, mientras fue posible, nunca se rompió la línea jerárquica legal que lleva de los ayuntamientos a los gobiernos civiles y de éstos a Gobernación. De ahí la inmediata formación de los llamados comités circunstanciales, de las distintas comisiones que trataron de afrontar la gravedad de la situación y de una guardia cívica que permitiera acometer todas las tareas. El trabajo permite observar estas actividades con gran detalle: la justificada detención de los derechistas más peligrosos o que pudieran tener relación con el golpe, las diferentes tareas de vigilancia y control de ciertos lugares, la organización del abastecimiento, la protección y traslado a lugares seguros de las religiosas por orden del gobernador Jiménez Castellano, etc. No yerra Antonio Orihuela cuando plantea que algunos de los derechistas detenidos lo fueron realmente más para darles protección que por el peligro que representaban. Éste debió de ser el caso de dos caciques de la zona: el moguereño Manuel Burgos y Mazo y el almonteño José María Reales Carrasco, preso también en Moguer. Evidentemente sus vidas hubieran corrido más peligro fuera que dentro de la cárcel, especialmente en el segundo caso. Lo cierto es que, aunque así fuera, nunca perdonaron la humillación ni superaron el hecho de conservar la vida gracias a personas concretas que, conscientes de sus obligaciones, les protegieron. En los sucesos ocurridos en ciertas localidades —caso de Moguer y también, por ejemplo, de Trigueros, donde cuatro miembros de una familia murieron en enfrentamiento armado tras negarse a entregar las armas que poseían, siendo asesinada también la mujer de uno de ellos al interponerse para que no lo mataran— puede parecer que influye una decisión importante de primera hora: el traslado de las fuerzas armadas existentes en los pueblos a la capital. Esto se hizo por dos motivos: para poder organizar desde la ciudad una respuesta sólida ante los avances golpistas y para apartar de los pueblos a la Guardia Civil, una institución conflictiva que dio constantes problemas durante la República y que representaba para muchos la avanzadilla de la sublevación allí donde llegaban sus cuarteles, que era casi lo mismo que decir casi en todo el país. Pero no es cierto que la concentración de fuerzas en la capital propiciara la violencia en los pueblos. En lugares como Aroche e Higuera permanecieron las fuerzas existentes y fue precisamente su actitud rebelde ante la autoridad civil la causa de los enfrentamientos allí producidos, que causaron numerosas víctimas. Y hay otros muchos casos en todo el suroeste que confirman que, en aquellos momentos, la presencia de las llamadas fuerzas del orden no sólo no era garantía de nada sino que, dado el talante reaccionario de buena parte de sus jefes y oficiales, podía ser la principal causa del desorden.

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Lo que sí es cierto es que con la ausencia de guardias civiles o de carabineros quedó el campo expedito a la delincuencia común, que vio llegado el momento de actuar a capricho ante la peculiar situación creada a consecuencia del golpe militar. El presente trabajo refleja muy bien los problemas que en tal sentido debieron arrostrar las autoridades municipales. La situación resultaba además campo abonado para que lo que era una cosa: simples atracos, pasara por otra: actos de carácter revolucionario. Esto resulta evidente en el asalto al domicilio del notario Pérez-Ventana, cuyo único móvil fue el robo, y, sobre todo, en los extraños sucesos que condujeron al asesinato del militar Hernández-Pinzón, donde lo que empieza por un intento de acceder al domicilio sigue por la quema de la iglesia y acaba con su asesinato una vez que se ha entregado. Es muy posible, pues, que el móvil de ambos delitos, como el del asalto a la iglesia y el convento, fuera el robo y que las circunstancias y la participación de la masa les dieran un matiz político que no tenía en origen. Y es importante señalar esto porque la propaganda fascista dará por supuesto la intencionalidad política de estas acciones, convirtiendo en sinónimos Frente Popular y delincuencia común y, por tanto, equiparando a los representantes políticos con vulgares ladrones, delincuentes y asesinos, lo que será una constante de los consejos de guerra sumarísimos de urgencia que asolarán el país durante varios años a partir de marzo de 1937. Por otra parte la presencia de carabineros en Moguer, no sólo del capitán Eugenio Ruiz Pimentel sino su máximo responsable provincial el teniente coronel Julio López Vivencio, y el extraño asunto de la herencia de su suegra convierten el crimen del militar en un caso complejo. Obsérvese además que, pese a todo, la justicia republicana siguió funcionando, que los jueces cumplían su cometido dentro de lo posible y que algunos responsables de las diversas tropelías que se comenten fueron detenidos e ingresados en prisión incluso cuando a partir del 23 de julio, con Sevilla ya controlada y con la columna Carranza camino del condado, se declara la huelga general. La enorme agitación de los días 18 al 22 y la calma tensa del 23 al 28 pueden sorprender a quien no observe lo que ocurre alrededor. La voz de Queipo como transmisora del terror que viene y los testimonios de los que huyen bastan para crear un clima irrespirable que, tras la caída de Huelva, concluye con la puesta en libertad de los presos y con la huida de los dirigentes y de cientos de personas. También es interesante el apartado que Antonio Orihuela dedica al tratamiento que la prensa fascista hará de los sucesos de los «días rojos». Prima la confusión más absoluta y todo atisbo de información queda supeditado a la más rastrera y estúpida propaganda. La prensa onubense, en su mayor parte antirrepublicana salvo La Provincia, se pone sin dudarlo al servicio del golpe,

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acatando las órdenes que parten del Gobierno Militar, del temible comandante de la Guardia Civil Gregorio Haro Lumbreras, un individuo al que la traición y Queipo colocaron al frente de la «gran tarea» en Huelva, lo que se cifró en la mayor masacre de su historia. La cabeza visible del genocidio onubense, además de por su carácter brutal y asesino, será conocido por aprovechar la situación para abusar de las mujeres y por su faceta como ladrón, aspecto éste del que ya sabíamos algo (se le abrió un procedimiento) y al que hay que sumar ahora un nuevo dato, ya que, entre el botín que acumula en el momento de partir de Huelva en enero de 1937, botín que tanto llamó la atención a Burgos y Mazo (¡dos camiones atiborrados!), se encontraba el brocal de mármol del pozo de la casa de los Hernández-Pinzón. El brocal había sido arrancado de su sitio en noviembre de 1936 por orden de Haro, hecho denunciado por la familia a Queipo, que debió ordenar a su querido «Héroe de la Pañoleta» que lo devolviera, lo que finalmente tuvo lugar en mayo de 1937.

Una realidad compleja La documentación utilizada permite comprobar que los responsables judiciales, tanto civiles como militares, dispusieron de información suficiente para distinguir con nitidez a los responsables de los delitos cometidos en Moguer (asesinato de Hernández-Pinzón, maltrato del notario Pérez-Ventana y destrucción de patrimonio civil y eclesiástico) de todos aquellos que comenzaron a ser asesinados a partir de su ocupación. Lo que demuestra dicha documentación es que no interesó diferenciar los delitos comunes propiciados por la situación creada de la resistencia surgida de manera espontánea ante el plan para acabar con el sistema democrático. Se quiso hacer de todo ello una sola cosa a pesar de que se tenía constancia de que las autoridades municipales y los comités de emergencia creados en esos días actuaron en todo momento y mayoritariamente a favor de la legalidad. Podría elaborarse un listado de alcaldes onubenses que lucharon hasta el riesgo de perder su propia vida para que las personas de derechas no sufrieran daño alguno. El caso de Moguer muestra bien cómo un asalto frustrado realizado por delincuentes comunes puede revestirse de barniz revolucionario si en medio alguien orienta a la masa hacia la iglesia. El alcalde Antonio Batista y los concejales que le acompañan esos días se ven impotentes ante esa masa informe e incontrolable que congrega desde expresidiarios hasta el lumpen más variopinto, cuya presión llega a su máximo cuando, tras amenazar a quienes lo impedían, consiguen eliminar todos los elementos que les impiden acceder

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al militar para matarlo. Comités hubo que colocaron algún tipo de almacén en la iglesia para evitar su destrucción y también se dio el caso de quienes prefirieron que la masa orientara y descargara su odio en los edificios antes que en las personas. Lo cierto es que esos alcaldes y comités carecían de poder coactivo alguno y que su ascendente sobre la masa sufrió un enorme desgaste similar, cuando no mayor, al causado por el golpe militar en las máximas instituciones del Estado. Más dudoso es el papel jugado por el capitán Eugenio Ruiz Pimentel y por el teniente coronel Alfonso López Vicencio, ambos de Carabineros —el segundo asesinado con las demás autoridades el 4 de agosto en El Conquero—, quienes aparecen por el sumario sin que sepamos muy bien qué pintan. La documentación judicial militar permitiría un detallado estudio del comportamiento de esa masa social, en la que siempre intervienen mujeres y menores que parecen moverse al margen de la política, pero en donde incluso en los peores momentos, ante la casa de Hernández-Pinzón por ejemplo, siempre surgen quienes se muestran contrarios al derramamiento de sangre. Otra imagen recurrente en todos los lugares donde se asalta la iglesia, que son bastantes, es la usurpación de funciones: La Julay con sotana y sermoneando desde el púlpito, El Bacalao vestido de monaguillo deambulando por la plaza, etc. El hecho de que las imágenes fueran destruidas en el mismo orden en que aparecían en la procesión del Corpus, de no ser parte de la leyenda, induce a sospechar que allí hubo otros elementos aparte de los mencionados. De la lectura del trabajo sale engrandecida la figura del alcalde Antonio Batista Cumbreras, asesinado el 13 de agosto de 1936 sin cumplir aún los treinta años y que representa bien el prototipo de alcalde republicano de los meses del Frente Popular: personas firmemente decididas a llevar adelante el programa aprobado en la urnas en febrero pero siempre dentro de la moderación y el respeto a las leyes. Su caso, como el de tantos otros, representa la prueba de que la ola revolucionaria no llega de la mano de las autoridades frentepopulistas sino de las masas enardecidas por el caos producido a consecuencia del golpe militar. Es Queipo con sus alardes, bravatas y obscenidades el que alienta desde Sevilla ese tipo de actitudes y delitos, pero esto no es gratuito: los militares lanzados por la pendiente de la violencia sabían que la extensión de la revolución debilitaba a la República y beneficiaba su plan. Sin esas muchedumbres fanáticas no se hubiera producido el material que nutrió a la propaganda fascista desde los primeros momentos. Piénsese que en muchos casos —por ejemplo los que causan más víctimas de derechas en Huelva: La Palma y El Campillo, que suponen más de la mitad de las muertes habidas en la provincia durante los «días rojos»— la violencia sobre las personas tiene lugar coincidiendo con la ocupación.

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La gran tarea Como todos los sumarios abiertos durante los «días rojos» por la jurisdicción civil y cerrados más tarde por la militar, estos documentos constituyen la prueba de la masacre llevada a cabo, ya que las más de las veces cuando el instructor pedía interrogar a alguien se le comunicaba que ese «alguien» ya no existía. Así, cuando la insaciable Victoria Hernández-Pinzón exige más represión a Queipo, es el propio fiscal militar quien debe recordar a sus superiores que en los tres meses transcurridos desde el 29 de julio al 2 de noviembre han desaparecido 84 personas en Moguer. Casi una por día. Estamos pues en el capítulo principal y núcleo del libro de Antonio Orihuela: la represión fascista. Pero antes de entrar en ella hay que aludir a los prolegómenos. Desgraciadamente no contamos con una documentación igual de rica que la que aquí se ha utilizado para describir los asaltos, robos y destrozos causados por los fascistas tras la ocupación de los pueblos. Esto sólo hubiera sido posible en el caso de que el golpe hubiera fracasado de manera definitiva y se hubiera puesto en marcha la maquinaria judicial. En el caso de Moguer, como en los demás pueblos, siguieron la rutina habitual, que consistía invariablemente en asaltar los domicilios de los dirigentes políticos y sindicales, registrar y saquear las sedes de partidos y sindicatos, abrir las puertas a culatazos y robar de las casas lo que les apetecía, organizar en calles y plazas piras con libros, muebles y todo tipo de enseres, detener a todo el que les venía en gana, matar a unos cuantos (¿en cuántos pueblos, como en Moguer, la primera víctima es una persona con alguna incapacidad que por algún motivo no se ha enterado de lo que ocurre?), etc. El espíritu que guiaba a estas hordas fascistas fuera de toda ley queda bien reflejado en el texto de Orta Manzano que se reproduce. Lo único que pensaban muchos cuando asistían pasmados a aquellos excesos es que ya llegaría la hora de la justicia y ya se les haría pagar por ello. Da la sensación de que los orientadores de la masacre planearon un número similar de asesinatos para los pueblos de esta zona, un número que invariablemente debía rondar el centenar. ¿Qué menos que cien para un pueblo de siete mil habitantes? El impacto de la represión debía ser eficaz y perdurable: lo que los sublevados llamaban paz sólo la garantizaba el terror. La mecánica será más o menos siempre la misma. Comenzará el mismo día de la ocupación con un acto de carácter ejemplar, en el caso de Moguer con el asesinato de unas quince personas el 29 de julio y con la detención de varias decenas más. Es sólo el aviso de lo que viene. Seguirá con los purgantes y con el rapado del cabello, con los que humillarán a las mujeres y también, como sabemos por varios casos ocurridos en la provincia, a los hombres (terrible la imagen de

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los falangistas pelando al cero a los campesinos cuando salían para el campo). Y concluirá con la gran matanza del 13 del agosto. Las peculiaridades del caso de Moguer muestran lo que costó encarrilar la situación hacia el terror que se quería implantar. En cuestión de días se suceden tres comandantes militares y dos presidentes de la gestora municipal. Todo hasta dar con los elementos apropiados: el teniente de la Guardia Civil José María Urrutia como comandante militar y José Calvo Hernández al frente de la gestora. Antes han caído el teniente Pichardo Estévez, el capitán Ruiz Pimentel y el mismísimo Burgos y Mazo, todos ellos incapaces de estar a la altura de las circunstancias, o sea, poco decididos a lanzarse por la pendiente del terror absoluto, y por tanto devorados por aquella vorágine de violencia. La realidad era que tanto Queipo como Haro, al igual que destacados miembros de la derecha local, pedían sangre. Pichardo y Ruiz sufrirán el repudio de la derecha y el viejo cacique entrará en una patética evolución cuyo colofón será el artículo titulado «¡Viva la muerte!». En cada pueblo hubo una Victoria Hernández-Pinzón escribiendo una y otra vez a Queipo y pidiendo más sangre. Todo les parecía poco. Cerca de allí, en Rociana, ese papel lo jugó el párroco Martínez Laorden. Desde la División, solícitos, se enviaban de inmediato las cartas a los instructores, quienes, sabedores de lo que estaba ocurriendo al margen de su actuación, respondían siempre recordando el número de personas ya eliminadas sin ni siquiera haber concluido la fase de instrucción. ¿Qué importaba? Su papel en el gran teatro del fascismo les exigía mirar para otro lado y representar el papel de juez instructor o de fiscal o de defensor en farsas pseudo-judiciales donde todo estaba decidido de antemano. Pero fue tal el grado de terror al que se llegó que los acusados que lograban salvar la vida y sus familiares les quedaban eternamente agradecidos. Como si hubiera dependido de ellos. Allí mismo en Moguer hubo varios de estos abogados al servicio de los golpistas e incorporados rápidamente a la maquinaria judicial militar. También en casi todos los pueblos hubo un párroco como José Domínguez Pabón, curas que con motivo de la proclamación de la II República habían contemplado con ira e indignación la consolidación cada vez mayor de una sociedad civil en la que todo lo relacionado con la iglesia pasaba a ser una opción personal. Cada vez más, la gente pasaba de los rituales católicos o recurría a otros fruto de nuevas tradiciones surgidas al calor de los movimientos políticos y sindicales nacidos a fines del siglo XIX. Los curas se quedaban sin rebaño. Sólo desde el feroz deseo de que todos debían volver al redil, al precio que fuera, se explica la actitud de los representantes de la Iglesia en medio del genocidio del 36. En Moguer será el coadjutor quien, como otros curas de Huelva, caso del «don Carlitos» de Siurot o del conocido por

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«don Litro», un rijoso de confesionario (fundador de una hermandad y que cuenta con calle en Huelva), se sumará de lleno a la gran tarea. Dada la obligatoriedad que el nuevo orden impuso en cuestiones de religión, cabe imaginar la actitud de los que, apremiados por las circunstancias, tuvieron que asistir a partir de entonces y a lo largo de muchos años, a los actos dirigidos por semejantes curas, a su vez rodeados en los lugares de preferencia por otros asesinos. El 29 de julio tiene lugar la primera matanza. Entre el 1 y el 8 de agosto son asesinadas otras 24 personas y sólo el 13 de ese mismo mes desaparecen otras 33. Esta masacre del 13 de agosto forma parte de un plan que afecta también a la vecina Palos de la Frontera. Hay que observar la ruta del grupo asesino: después de acabar con los 33 de Moguer siguen hacia Palos, donde acaban con otros treinta. Tras estos hechos se ocultan varias claves: la urgencia de Haro por cumplir eficazmente las órdenes de Queipo en el sentido de acabar cuanto antes con quien hiciera falta y las quejas producidas por el asesinato del joven (29 años) diputado socialista Juan Gutiérrez Prieto, natural de Palos y persona muy apreciada. Sabemos además que el día 14, al saberse la noticia de la ocupación de Badajoz, hubo nuevos asesinatos en varios pueblos. Esta barbarie asoma por el diario del derechista alosnero José Jiménez Rebollo, quien comenta cómo fueron elegidos doce hombres y conducidos para su asesinato a un conocido lugar cercano a Gibraleón, donde al llegar, vista la concurrencia, hubieron de esperar a que los fascistas de otros pueblos acabaran previamente con sus respectivos rojos. Se trataba de realizar un escarmiento que acabara de raíz con las críticas y disidencias en torno al primero de los Sagrados Principios del Movimiento Nacional: la desinfección del solar patrio (en palabras del fiscal militar Felipe Acedo Colunga) y se aprovechó precisamente el clima de euforia creado por la ocupación de Mérida, que permitía la unión con las fuerzas de Mola, y el asedio sobre Badajoz. Era ésta pues, la represión desbordada, la forma que los golpistas encontraron para acabar con las críticas surgidas desde la propia derecha sobre los excesos represivos y con las peticiones de clemencia. Recordemos que sólo unos días antes, el 4 de agosto, el asesinato en público espectáculo del gobernador civil Diego Jiménez Castellano y de los jefes militares Alfonso López Vicencio y Julio Orts Flor, había sido precedido de cinco importantes peticiones de indulto, firmadas por las máximas autoridades (Falange, Diputación, Iglesia, Asociación Patronal y el propio militar defensor), que así correspondían al cuidado con que aquellos velaron por la integridad de sus vidas durante los «días rojos». Pero fueron rechazadas por Queipo por razones de «ejemplaridad». A partir de estos hechos del 4, 11 y 13 de agosto todos supieron a qué atenerse.

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Salvados estos escollos iniciales el fascismo español orientó todos sus esfuerzos a cumplir su objetivo primordial: vengar de manera definitiva los cinco años de República, los cinco meses de Frente Popular y los «días rojos». Hay que insistir en que la represión fue un proceso perfectamente controlado desde las comandancias militares locales y el Gobierno Militar de la provincia. Respondía a intereses y objetivos muy claros y al servicio de las fuerzas vivas de cada localidad, que fueron los que día tras día designaron a quienes debían morir. La trama represiva puso ante la vista de todos a los falangistas y a los guardias civiles pero ocultó la trastienda en la que se preparaban las decisiones reales. Así, no es difícil encontrar quien sepa el nombre del jefe de Falange pero muy pocos recordarán el del guardia civil que ejerció de comandante militar ni el de su selecto grupo de asesores. Todo se hizo con la clara intención de que no había que dejar huellas del genocidio. Desde el momento en que se producía la detención la familia perdía todo contacto, llegando hasta el punto de verse impedida de hacerse cargo del cadáver cuando les llegaba la noticia del asesinato. El rastro documental que dejó todo esto fue ocultado y quedó bajo control de la estructura represiva (ejército, Guardia Civil, Comisaría de Orden Público y Falange). Según parece, parte de esta documentación fue destruida entre 1977 y 1984. Si existiera podríamos saber exactamente quiénes perdieron la vida a consecuencia de la represión fascista en Moguer: nombre, día, lugar e incluso dónde fue enterrado. Pero como no es así debemos conformarnos con lo que da, entre otras fuentes, el Registro Civil y la documentación militar ahora digitalizada. No obstante es interesante recordar cómo se produjo el proceso de inscripciones en Moguer: 1937 ............................ 3 1938 ............................ 3 1939 ............................ 4 1940 ............................ 4 1941 ............................ 1 1942 ............................ 2 1945 ............................ 2 1946 ............................ 1 1947 ............................ 2 1979 ............................ 4 1980 ............................ 1 Total .......................... 27

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He aquí el resultado de cuatro décadas de dictadura y tres de pacto del olvido: sólo una quinta parte de la represión fue asentada en el registro de defunciones que prescribía la ley. Lo que significaron esa dictadura y ese pacto lo pude yo comprobar en 1987 cuando pasé por Moguer para recoger los datos del juzgado y ver si había algo de interés en el archivo municipal. En el primer sitio me atendió una funcionaria joven que me permitió consultar los libros sin traba alguna e incluso puso a mi disposición un despacho vacío. Sin embargo en el Ayuntamiento topé con un secretario, ya de cierta edad, que puso mala cara en cuanto oyó los años que me interesaban e hizo todo lo que pudo para que mi visita al archivo fuera lo menos productiva posible. Por todo ello hay que alegrarse ahora de la aparición de este trabajo, que viene a representar el triunfo de la historia y de la memoria, porque de ambas se nutre, frente a la ocultación, el silencio y el olvido programados por el franquismo y avalados por la transición. El hecho de que, además, este enorme esfuerzo haya sido llevado a cabo por Antonio Orihuela no representa sino la garantía de que el trabajo estaba en manos idóneas y llegaría a buen puerto, como de hecho ha ocurrido. Afrontamos la historia desde el presente, condicionados por múltiples factores, pero la hacemos, o al menos eso pretendemos, desde el rigor y la objetividad de la metodología histórica. A esto se añade algo importante: la mirada personal de cada historiador, fruto también de las circunstancias que han conformado su vida y que en el caso de Antonio Orihuela lo convertían por diferentes razones en el hombre destinado a contarnos qué pasó en su pueblo durante la II República y a consecuencia del golpe militar. Al menos yo he estado convencido de esto desde que hace dos años se dejó arrastrar por la fuerza de la Historia y por la irresistible atracción de los documentos.

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