Inha29122014

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Custodiar y Educar SIETE DÉCADAS DEL MUSEO NACIONAL DE HISTORIA EN EL CASTILLO DE CHAPULTEPEC

María Teresa Franco Directora General del INAH

MUSEO NACIONAL DE HISTORIA

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a noche del 31 de diciembre de 1938, el presidente Lázaro Cárdenas dio a conocer a los mexicanos la voluntad de fundar el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Con ese acto nacía también, como parte de sus atributos, el Museo Nacional de Historia.No fue una decisión política banal, una más en el dinámico año de recuperación de la riqueza natural del subsuelo: se trató, en realidad, de dar valor a la “otra” riqueza subterránea, la de las raíces culturales, tan hondas o más como los yacimientos de petróleo o los tiros de las minas. Esta riqueza medía su largueza en milenios de pasado acumulado. Coherente con la construcción del Estado nacional moderno, con la formación del INAH y el establecimiento del Museo Nacional de Historia, el gobierno buscaba dar firmeza jurídica al rescate, custodia, investigación y difusión a la vasta producción cultural mexicana, de enorme creatividad popular y de patrimonio inmaterial, de comunidades indígenas, de una sociedad diversa y movilizada y de vestigios de civilizaciones muy antiguas.

El relato del pasado, desde entonces, tendría una sede especial. No se buscó al azar: su casa sería el emblemático Castillo de Chapultepec. A lo largo de casi cinco años se adaptaron las salas del viejo edificio para mostrar y resguardar las más de quince mil piezas que formaron sus colecciones originarias. Finalmente, abrió sus puertas al mediodía del 27 de septiembre de 1944.

El proyecto estatal requería del concurso de los mejores académicos y de las más generosas colaboraciones. Arte e historia, museografía, antropología y estética se sumaron en una sola vocación: hacer accesible a todos, en el presente, el conocimiento de los hechos pretéritos. A través de los años, varios de los grandes muralistas inscribieron con signos y trazos precisos, con colores y dibujo, su idea de la


historia mexicana en las paredes de las salas; el propósito didáctico se conjugó con los vocabularios de las imágenes. Pinturas, esculturas, piezas enormes y de pequeño formato lleno de significado, se fueron sumando para perfilar las colecciones –opulentas unas, modestamente elocuentes otras; maravillosas en conjunto– que hoy son el universo del Museo Nacional de Historia, matriz de los museos históricos del INAH. Con su lenguaje, a lo largo de siete décadas han narrado a millones de visitantes las singulares acciones del pasado patrio, las fechas que han dado forma a nuestro país y las propuestas para construir una ciudadanía responsable. Nunca se ha variado el objetivo. El Museo Nacional de Historia es caja de resonancia de la complejidad del pasado. No copia la realidad, hace una síntesis que la explica. En lo posible, con los apoyos tecnológicos y léxicos que cada generación ha usado para delinear su rostro, sus luchas, sus contradicciones, la museografía

se apega a los conceptos de veracidad para transmitir mensajes a través de testigos materiales y relatar los procesos históricos que, sumados, explican las identidades presentes. El Museo Nacional de Historia, como cualquier otro museo, quiere ser un espacio de pensamiento, abreviatura de un cosmos. Es el lugar de la redención de los objetos, del propio inmueble tan frecuentado por un abigarrado público de todas las edades; es el sitio de recuperación de personajes señeros que encarnan distintos proyectos político-sociales, también de historias íntimas reseñadas a partir de fragmentos reinstalados en la narración del devenir de sujetos colectivos o individuales. Nuestro reto es enriquecerlo y dialogar con quienes lo visitan.

MUSEO NACIONAL DE HISTORIA

...en el dinámico año de recuperación de la riqueza natural del subsuelo: se trató, en realidad, de dar valor a la “otra” riqueza subterránea, la de las raíces culturales.

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El Museo Nacional de Historia y la función de la memoria

MUSEO NACIONAL DE HISTORIA

Salvador Rueda Smithers Director del Museo Nacional de Historia

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os museos son una “curiosa cosa”, según los calificó alguna vez Jorge Luis Borges. Tenía razón: inventados por la modernidad en el Siglo de las Luces, han sido instituciones que custodian objetos de diversos orígenes y multitud de materiales y funciones, cuyos valores el paso de las generaciones desdobló en patrimonio. Los museos son guardianes de las frecuentemente magras herencias que llegan del pasado, de legados frágiles, finitos. La vocación de cada museo se define con las colecciones que traducen las voces de generaciones pretéritas. Sus objetos, privilegiados, se elevan en los museos a símbolos: dan formas al tiempo.

Los museos, desde su origen, han sido similares a los libros: extienden el horizonte de la memoria, el bien más preciado del género humano. No es casual que el mito griego señale a Mnemosyne,

La memoria es la “matriz de la historia”, afirmó Paul Ricoeur. Y nunca es pasiva. La memoria que se petrifica anuncia la muerte de las sociedades y de su cultura. En el discurso de las exhibiciones, en la siempre cambiante creatividad museográfica, en la dinámica vecindad de sus múltiples objetos y el uso de la metáfora (“intuición de una analogía de cosas disímiles”) como lenguaje propio, los museos reflejan el estado de salud social. El fundamento de la identidad y el orgullo de tener un pasado común han sido las funciones compartidas de la memoria. Y por ello se desdobló, en nuestro país, en tarea de la República. Es esta tarea la que está detrás de la explicación de los museos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Así

...El fundamento de la identidad y el orgullo de tener un pasado común han sido las funciones compartidas de la memoria. la madre de las musas, génesis del nombre de la institución museo.


Por aquel entonces, alrededor de 15 mil objetos –entre óleos, banderas, armas, artes utilitarias, uniformes militares, documentos, relojes, monedas e indumentaria– armaban la colección histórica básica del Museo, protegidos, escribió Núñez y Domínguez, “por su naturaleza especial, por su delicadeza de factura y los más por su vetustez...” Los objetos se “leían” y se “leen” en relatos singulares, biográficos, y aceptando que la museografía es una forma de comunicación ordenada, cifran un discurso historiográfico más amplio que ejemplifica procesos y acontecimientos del devenir nacional. Son testigos y encrucijadas de la historia, organizados en el museo entendido como abreviatura de la realidad y no sólo como sitio de recreación cívica.

En su discurso inaugural, José de Jesús Núñez y Domínguez repitió la consigna de Paul Válery, concepto que no ha perdido vigencia después de 70 años: los museos no debían ser un espacio árido, cementerio de la historia, sino herramienta a la mano para la divulgación de los valores necesarios para ser buen ciudadano. Los valores de las piezas se subordinaron a la difusión de “los momentos estelares de la historia”, para abusar de la espléndida idea de Stefan Zweig. Para entonces la historia no era ciencia, sino “maestra de la vida”, puede decirse. Sin dejar de lado el sentido didáctico de una historia al servicio del civismo, entre 1946 y 1954 el historiador Silvio Zavala buscó romper con el parroquialismo discursivo que envejecía prematuramente al recién abierto museo. El sentido educador fue una de las ocupaciones fundamentales; en un informe de 1950, escribió: “Existen salas dedicadas a la Conquista, a los misioneros, a los virreyes, a la Independencia, al México independiente (Primer Imperio, Reforma, Segundo Imperio), y también a la heráldica, arte religioso, artes menores, numismática, indumentaria, joyas, cultura, etc.. De suerte que el visitante obtiene una visión sintética del desarrollo histórico de México y de las manifestaciones de su civilización”1.

Mucho se ha avanzado desde aquellos días germinales. La ronda de las generaciones ha dejado su impronta en los aparatos legales de resguardo, en las técnicas de restauración, custodia, exhibición y difusión, en el concepto de museo histórico como generador de conocimientos, en la idea de ajustar el pasado a las necesidades de explicación presente. Suyo es el flujo de la historia del mundo. Y es que aunque sean “cosa curiosa”, los museos también son indispensables. No hay sociedad moderna que no los proponga, discuta, nutra, funde nuevos o los critique. Pero, tal vez, más importante es que son artefactos del pensamiento que requieren un gran esfuerzo intelectual. Esfuerzo de quienes imaginan las ofertas al público visitante, esfuerzo de quienes se encargan de sus ritmos vitales diarios, esfuerzo de aquellos sin cuya labor el museo no respiraría, y esfuerzo de sus visitantes, los lectores de las historias que narran los objetos. Es medular lograr que nuestro Museo Nacional de Historia, “esa curiosa cosa”, continúe con su propósito originario, republicano: ser una entidad viva, dinámica, con pulsaciones que hagan correr la vida entre sus muros.

1 Archivo Silvio Zavala (ASZ), Serie INAH, 16 de febrero 1942- 14 de enero 1951, Caja 01, Exp. 03, Fol 1048 (44) (8)

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se ha entendido la función del Museo Nacional de Historia desde que abrió sus puertas en el Castillo de Chapultepec, el 27 de septiembre de 1944. Ese día, su primer director, el historiador José de Jesús Núñez y Domínguez explicó que los criterios que daban valor histórico patrimonial a las colecciones –e implícitamente vehículos de discurso historiográfico, de la memoria mexicana– hacían referencia a los personajes concebidos como protagonistas del destino nacional. Los objetos, un cúmulo de cosas llenas de contenido, debían haber pertenecido a algún prócer (existía cerca de un millar, autentificadas, provenientes del antiguo Museo Nacional de Artillería), o formado parte de los conventos coloniales, de la residencia de Maximiliano y Carlota, o de Porfirio Díaz y su círculo.

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Juan O´Gorman pintando mural en el MNH


50 años del Museo Nacional del Virreinato José Abel Ramos Soriano Director del Museo Nacional del Virreinato

l Museo Nacional del Virreinato tiene como sede el antiguo colegio jesuita de San Francisco Javier de Tepotzotlán, Estado de México. Fue inaugurado el 19 de septiembre de 1964 por el entonces Presidente de la República, Adolfo López Mateos, Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación Pública y Eusebio Dávalos Hurtado, Director General del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Su misión, mostrar diversos aspectos de la cultura novohispana.

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La fundación fue muy importante, ya que no existía en el país un museo que abarcara ese período de 300 años (1521-1821) esenciales de la historia de México.

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El edificio sede del Museo Nacional del Virreinato fue restaurado en su totalidad por el INAH, y enriquecido con espléndidas colecciones de obras de arte que se reunieron en el inmueble con motivo de su nuevo destino. El colegio conserva todas sus dependencias originales que fueron construidas y decoradas entre 1606 y 1767, un período de más de siglo y medio: iglesia con su sacristía y capilla; dos claustros de dos niveles cada uno, el de los “Aljibes” y el de los “Naranjos”, con sus aposentos; capilla doméstica, biblioteca, refectorio, cocina, huerta y otros espacios. En ellos se alojaban, estudiaban, oraban y descansaban los habitantes del colegio. De igual manera, los espacios se enriquecieron a lo largo del tiempo mencionado, por lo que el conjunto arquitectónico constituye actualmente una muestra de la evolución constructiva y artística de una larga época.

Un ejemplo de ello es la iglesia, la cual está dedicada a san Francisco Javier, misionero jesuita, cuya nave data de la segunda mitad del siglo XVII, en tanto que los retablos, al igual que la fachada principal y torre que ostenta actualmente, fueron fabricados a mediados del XVIII (1670-1682). Trabajaron en la ornamentación del edificio algunos de los artistas más connotados, como el arquitecto José Durán y los pintores Miguel Cabrera, Cristóbal de Villalpando, José de Ibarra y Juan Rodríguez Juárez. El primero fue el maestro principal en la construcción del templo, en tanto que los otros artistas decoraron diferentes áreas del edificio. Miguel Cabrera, fue autor de los grandes lienzos que decoran el coro, el sotocoro y la sacristía, así como de pintura mural de la bóveda de la iglesia. Cristóbal de Villalpando pintó la serie de 22 óleos del Claustro bajo de los Aljibes, los cuales representan episodios de la vida de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. José de Ibarra, decoró el Relicario de San José con escenas de la vida de este santo, y Juan Rodríguez Juárez adornó los muros del Claustro alto de los Naranjos con pasajes de la vida de la Virgen. Las colecciones de obras que resguarda el Museo conforman un acervo de más de 30 mil piezas con características diversas. Por tamaño, desde grandes elementos arquitectónicos, como la fuente original del Salto del Agua, que estuvo en el cruce del Eje central Lázaro Cárdenas y la avenida Arcos de Belén en el centro de la Ciudad de México, o columnas de algunos edificios demolidos, hasta numerosos “milagritos” que algunas personas colgaban al lado de imágenes de santos en diferentes iglesias. Así

The Tallis Scholars en el Museo Nacional de Virreinato ara la conmemoración del 50 aniversario del Museo Nacional del Virreinato se celebró un concierto con uno de los mejores coros del mundo, The Tallis Scholars. Ganadores de numerosos premios discográficos y con un centenar de presentaciones anuales en los cinco continentes, este afamado grupo ha realizado importantes conciertos vinculados al patrimonio cultural y su preservación como el que interpretó para señalar el fin de la restauración de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. De tal suerte se diseñó un programa

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también, enormes pinturas realizadas para construcciones arquitectónicas, y pequeñas vasijas de barro de conventos, o chapas y llaves de hierro forjado y calado. Entre algunas de las obras más representativas de diferentes colecciones y épocas, se encuentran seis cuadros enconchados de Miguel González, la escultura de marfil que representa a la Sagrada familia, un tibor de porcelana con imagen de comerciantes y la silla de tijera taraceada, en la recientemente abierta sala permanente “Oriente en Nueva España”. Otras famosas piezas son el Relicario de San Pedro y San Pablo, obra de autor anónimo del siglo XVI, de plata sobredorada, cincelada, burilada y con partes fundidas; la Biblia impresa en el taller de Cristóbal Plantino, uno de los impresores más importantes del siglo XVI; un enorme arcón de caudales fabricado en madera con herrajes; grandes, pesados y bellos libros de coro; la monja coronada María Ignacia Candelaria, el Cristo del árbol en una sola pieza, y un cuadro de castas que pretende ilustrar la mezcla de los distintos grupos étnicos que formaron la compleja sociedad del virreinato. Piezas como las mencionadas se encuentran en excelente estado de preservación y en exhibición. Las condiciones en las que el museo se conserva actualmente son determinantes para que su edificio forme parte del Camino Real de Tierra Adentro, “Patrimonio Cultural de la Humanidad”.

Ricardo Miranda

especial conformado con algunas de las obras más logradas de la polifonía novohispana. A la invocación Deus in adiutorium meum intende en versión de Juan Gutiérrez de Padilla siguió un Salve Regina del mismo autor, quien fuera el más importante de los maestros de capilla de la catedral de Puebla en el siglo XVII. Enseguida se cantaron dos piezas, localizadas en el llamado Códice Valdés, que son ejemplos extraordinarios y únicos de polifonía renacentista en lengua indígena: In ilhuicac y Dios itlatonantzine. Como ha señalado el musicólogo Juan Manuel Lara, estas piezas fueron, con toda probabilidad, parte de

ejercicios espirituales como los consignados en el Tratado de los siete pecados capitales de Fray Andrés de Olmos, suerte de texto donde se combinaban la doctrina y la práctica de las oraciones en beneficio y adiestramiento de los indígenas. Algunos autores han sugerido la posibilidad de que hayan sido compuestos por algún indígena converso. En todo caso, la singular mezcla de lengua náhuatl y sonoridades renacentistas europeas otorga a estas piezas una personalidad única que nos remonta al encuentro inicial de la cultura europea y los habitantes indígenas.


Siendo de ángeles la Puebla En el título y el todo, No pudo menos que ser, De ángeles también el coro. La segunda parte del concierto inició con música de Francisco López Capillas (1614-1674), maestro de la catedral de México cuyo cuarto centenario celebramos este año y cuya música bien podría equipararse a la de su famosa contemporánea, la Musa Décima. López Capillas fue quizá el primero de los maestros de capilla novohispanos nacidos en México y su música es considerada como una de las más elaboradas y refinadas muestras de la polifonía novohispana. Con una Missa cuádruple de su autoría –es decir, cuatro misas distintas que al sonar juntas formaban una sola– se dedicó la Catedral de México en 1657; lamentablemente, esa obra se encuentra perdida. Sin embargo sobreviven de su autoría una importante cantidad de piezas sacras entre las que fueron seleccionadas un Magnificat, el versículo Cui Luna, Sol et omnia y el Agnus Dei de la misa Quam pulchri sunt. Esta última pieza se preserva en los libros de coro anotada en forma de “acertijos” donde a partir de una sola voz y enigmáticas indicaciones en latín, los cantores debían “adivinar” los sonidos a entonar en esta parte final de la misa. Durante

El contenido de los libros de coro novohispanos es en todo semejante a los edificios coloniales que el Instituto Nacional de Antropología e Historia tiene bajo su custodia: se encuentra depositada en ellos una arquitectura sonora a la cual, además de cuidar y preservar, debe darse una vida renovada. Los afortunados asistentes al Museo Nacional del Virreinato, tanto como los centenares de personas que presenciaron el concierto en transmisión simultánea desde la plaza de Tepotzotlán, pudieron disfrutar, en tiempo presente y en la insuperable interpretación de los Tallis Scholars, la maravilla de los edificios sonoros, la música que dio sentido y orgullo a los novohispanos del siglo XVII.

Magnificat Los secretos de los libros de coro

sta exposición exhibe 20 libros de coro impresos y manuscritos fabricados en España y Nueva España durante la época virreinal. Son obras de gran tamaño y belleza que se utilizaban en las ceremonias litúrgicas de catedrales, iglesias y conventos, que actualmente resguarda el Museo Nacional del Virreinato.

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La exposición es para verse y escucharse, pues además de mostrar los ejemplares, cuenta con una sala en la que se reproduce el contenido de las obras. Para dar un amplio panorama de los libros, la exposición trata sobre la importancia de conservar las obras por su valor artístico, técnico, simbólico e histórico. Se abordan diversos aspectos de su elaboración y uso, así como de las consecuencias de su abandono y los requerimientos necesarios para su conservación.

La muestra reúne los resultados de un proyecto multidisciplinario e interdisciplinario del Instituto Nacional de Antropología e Historia para la conservación, investigación y difusión del patrimonio cultural del país. En 2013 dio inicio el proyecto de estabilización y digitalización de la colección. El proyecto fue realizado por la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural del INAH, con la participación de restauradores, museógrafos, musicólogos, fotógrafos, diseñadores e historiadores. En 2014, finalizados los trabajos, el Museo y la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural exhiben una muestra de la colección mediante un recorrido por su historia, su formación y manufactura, su uso y desuso; así como las labores necesarias para su preservación.

MUSEO NACIONAL DEL VIRREINATO

Cerró la primera parte del concierto la Missa Ego flos campi, composición extraordinaria y cumbre de la polifonía novohispana donde las reiteraciones textuales obedecen a una numerología que simboliza el canto de los ángeles en el coro celestial, tal y como dijera una de las letras de un villancico atribuido a Sor Juana:

cuatro siglos estos enigmas musicales permanecieron sin resolverse y sólo en tiempos recientes, los musicólogos Juan Manuel Lara y Lester Brothers se dieron a la tarea pendiente de resolverlos. Cerró el programa un Salve Regina de Hernando Franco, el primer gran maestro de capilla de la catedral de México, fallecido en el ocaso del siglo XVI. La música de Franco, y en particular sus Salves alcanzan una perfección inusitada que se debe, en palabras de Robert Stevenson, “a su punzante expresividad, la frecuencia de sus yuxtaposiciones cordales y al sutil entrecruce de sus cadencias que semeja la estructura de sus piezas a las “columnas de la catedral vistas tras el humo del incienso”.


Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés (“polvo, sudor y hierro”) se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores, espacioso circo de montañas. A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de la pirámide.

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on estas palabras pintaba Tenochtitlan y su Templo Mayor Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac. Qué mejor preámbulo puede haber que lo expresado en 1915 por quien extrajo de la palabra escrita por el cronista y de los restos robados al tiempo por la arqueología la esencia del principal templo mexica convertido por sus constructores en centro del universo. Pero aquel centro de la cosmovisión de un pueblo sería borrado por la piqueta insaciable del conquistador que pretendía, de esta manera, destruir hasta sus cimientos lo que consideraba obra del demonio. Las antiguas piedras sirvieron, entonces, para los templos coloniales. Sólo quedaron del Templo Mayor las descripciones de los cronistas y algunas pictografías que nos mostraban lo que había sido el monumento. Fray Bernardino de Sahagún lo presenta en sus Primeros memoriales, fray Diego Durán lo representa en varias ocasiones en el códice que lleva su nombre, el mismo Cortés pidió que lo pusieran en el centro del recinto ceremonial de la ciudad de Tenochtitlan en el plano que envió al emperador Carlos V en su segunda Carta de relación, que fue publicada en Núremberg en 1524. Y así podríamos enumerar algunas otras imágenes que han llegado hasta nosotros. Lo interesante de esto es que, en la mayoría de dichas imágenes se observan, invariablemente, los elementos característicos del edificio: sus dos escaleras de acceso a la parte alta, los dos adoratorios que se encontraban en la cúspide dedicados a los dioses del agua y de la guerra, los detalles de los remates ornamentales o almenas en el techo de ambos adoratorios, la piedra de sacrificios en donde se inmolaba a cautivos y esclavos, en fin, que los cronistas no se detuvieron en tratar de dar la mejor versión que ante ellos se presentaba o que les era relatada por los mismos indígenas. A esto se unía la descripción de cómo era el templo. Veamos la manera en que lo relata fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de la Nueva España: La principal torre de todas estaba en el medio y era más alta que todas, era dedicada al dios Huitzilopuchtli o Tlacauepan Cuexcotzin. Esta torre estaba dividida en lo alto, de manera que parecía ser dos, y así tenía dos capillas o altares en lo alto, cubierta cada una con un chapitel, y en la cumbre tenía cada una de ellas sus insigneas o divisas distinctas. En la una dellas y más principal estaba la estatua de Huitzilopuchtli, que también lo llamaban Ilhuicatl Xoxouhqui; en la otra estatua la imagen del dios Tláloc. Delante de cada una de éstas estaba una piedra redonda a manera de tajón que llamaban téchcatl, donde mataban

los que sacrificaban a honra de aquel dios; y desde la piedra hasta abajo estaba un regajal de sangre de los que mataban en él, y así estaba en todas las otras torres. Estas torres tenían la cara hacia el occidente, y subían por las gradas bien estrechas y derechas, de abaxo hasta arriba, a todas estas torres.

Sin embargo, hubo que esperar mucho tiempo para que los antiguos dioses empezaran a asomarse de su entierro de siglos. Primero fue la madre de los dioses, Coatlicue, hallada el 13 de agosto de 1790, a la que le siguió pocos meses más tarde la Piedra del Sol o calendario azteca, encontrada el 17 de diciembre del mismo año. Un año más tarde saldría la Piedra de Tízoc muy cerca de una esquina de la Catedral. Todos estos eran preámbulos significativos de que pronto se encontraría el centro del universo mexica: el Templo Mayor de Tenochtitlan. Y así ocurrió… En 1914, hace un siglo, correspondió a don Manuel Gamio entrar en la esquina de las hoy calles de Guatemala y Seminario para detectar los vestigios del edificio. Consistían éstos en la esquina suroeste del monumento que abarcaba una pequeña parte de la fachada principal del mismo. Allí, una enorme cabeza de serpiente con sus fauces abiertas veía hacia el poniente. El investigador supo que estaba frente al Templo Mayor de la antigua ciudad mexica. Años más tarde lo anterior se ratificó al descubrirse, debajo de la actual Ciudad de México, lo que había estado oculto durante tanto tiempo. Allí estaba, pues, todo el contexto que siglos atrás había sido construido o depositado en las entrañas del Templo Mayor. La arqueología y las fuentes históricas habían hecho el prodigio de penetrar en los arcanos del centro de la cosmovisión mexica. EDUARDO MATOS MOCTEZUMA Investigador emérito del INAH Introducción al libro 100 años del Templo Mayor Historia de un descubrimiento.


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