Laberinto No. 485

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Laberinto

David Toscana Si yo fuera presidente página 2 Ernesto Lumbreras Poesía página 3 Anitzel Díaz Eduardo Terrazas página 5 Iván Ríos Gascón Nota hallada en un avión página 9

N.o 485

sábado 29 de septiembre de 2012

Rossi y García Ponce: 80 años

José Antonio Lugo Página 4 TUNDOWOLABI STUDIOS

J. M. G. Le Clézio y Wole Soyinka Textos y entrevistas exclusivas páginas 6 a 8

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02 b sábado 29 de septiembre de 2012

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antesala DE CULTO

ESPECIAL

Si yo fuera presidente

Miguel Capistrán

El vigía de los Contemporáneos

TOSCANADAS ESPECIAL

David Toscana dtoscana@gmail.com

S

i por alguna mala jugada del destino este diciembre amaneciera yo en Los Pinos, miraría con desolación los 2191 días que me quedaran por delante. Caramba, le diría a mi primera dama, ¿por qué no dejamos que ganara Quadri? Luego de un café bien cargado, sostendría una reunión con mi gabinete. Me preocuparía notar que así, adormilado y diciendo sandeces, esa gente me miraría con atención y asentiría como si fuese yo una especie de gurú. Esto no me pasaba cuando era escritor, me diría, pues cualquier lector de medias luces solía criticar mis novelas y llenarme de consejos que nunca pedí. A mi secretario de Educación le exigiría un plan ambicioso, pues le duplicaría el presupuesto. Al de Hacienda le diría que viera a qué dependencias vamos a castigarles el gasto para mandarlo a la SEP. “No me importa ver las calles llenas de baches. Primero los estudiantes, luego los automovilistas. Y pon a los diputados a medio sueldo”. Para no hacerme cargo de las cosas, les diría “Confío en ustedes”, y los despacharía a sus distintos ministerios. Apenas me viera solo, me pondría a buscar la biblioteca. Una vez ahí, miraría con desilusión las colecciones empastadas en piel, señal de que no son libros para leer. En ningún estante hallaría algún clásico de la literatura. De inmediato tomaría una decisión: Voy a Gandhi. Al dirigirme al metro Constituyentes, el jefe del Estado Mayor Presidencial me recordaría el esplendor de mi investidura. Acordaríamos mandar al chofer con una lista de compras. “Quiero Guerra y paz en pasta dura”. La lista sería

Sylvia Navarrete

larga. Aprovecharía que vivo del erario para comprar álbumes de arte y varios libros del Acantilado que nunca estuvieron al alcance de mi bolsillo. Por fin tendría toda la colección de Artes de México. Inevitable sostener audiencias con gobernadores, líderes sindicales y senadores que me arrancarían más de un bostezo. Cuando viera entrar a mi chofer con las bolsas de Gandhi, dejaría a los políticos lamebotas con mi secretario particular. Me iría a la biblioteca a desparramar los libros nuevos. “Al fin, el álbum de Remedios Varo”. Tanto que me había dolido el codo cuando compraba los libros con el sudor de mi frente. Esa noche convocaría a mis colegas escritores para que vieran cómo vive un presidente. “Bola de muertos de hambre”, les diría mientras les sirvo un Château Petrus. A los del Crack, el guardia les habría impedido la entrada. A mis amigos les daría becas. Al que más mal me cayera lo nombraría presidente del Conaculta. Mi desinterés en la economía, en la política, nos llevaría a otro error de diciembre. Mi imagen caería al suelo, pero nada que no se pueda arreglar con un amplio gasto en imagen. Al final de mi presidencia, habría ganado todos los premios literarios, excepto el Mazatlán. Habría muchos muertos más en México. También más pobres más pobres y menos ricos más ricos. Gobernadores más ratas. Mis discursos, más huecos que mi prosa. Mi doble presupuesto en educación se lo habría chupado el sindicato. Guerra y paz se quedó intacto en el librero. Al final, me preguntaría lo mismo que puedo preguntarle a cualquier presidente que ha transado, arañado, matado y jalado cabellos con tal de ser presidente: ¿Para qué, señor presidente? ¿Para qué? L

H

ace seis años, Esther Hernández Palacios, entonces directora del Instituto Veracruzano de la Cultura, planeó un coloquio internacional sobre las vanguardias, al que invitaría a la crema y nata de los especialistas. Desde luego, Miguel Capistrán era de los que encabezaban la lista. Naufragó el proyecto con la renuncia forzada de Esther. Ira y simples ganas de mentar madres fueron motivos suficientes para telefonearnos él y a mí un día sí y el otro también. Habíamos simpatizado preparando su participación, un pretexto como otro para pláticas de café que orienté hacia el interrogatorio sobre su batida de las vanguardias literarias y pictóricas. Miguel estaba dotado de una memoria prodigiosa, y no hacía falta rogarle para que corriera el caudal de los recuerdos. Yo quería datos y confidencias. ¿A qué jugaban los niños Pitol y Capistrán en sus fincas colindantes de Potrero? ¿Cuesta iba en el tren a Córdoba donde Breton compuso su oda a la gardenia? ¿Qué secuelas deja ser asistente de Novo? Una anécdota para abrir boca me enfocó a una entrevista periodística: su madre y la de Villaurrutia eran amigas; al morir el poeta, Miguel rescató del bote de basura un montón de papeles y dibujos que había tirado la señora. Poco dado al exhibicionismo (aunque no refractario al chisme), sincero desgranaba sus testimonios, pero siempre al amparo de la compostura discreta. Así prodigaba su afecto: atento y sin efusiones. Pasó épocas de vacas flacas. La UV y el IVEC le otorgaron el Premio Jorge Cuesta... omitiendo el cheque correspondiente. Los ingresos escaseaban, su salud declinaba, y él seguía exhumando inéditos: “¿Aquel cuadro extraviado de Orozco? Qué va, está en la Secretaría de Marina del puerto”. Desahuciado, ingresó al hospital de Nutrición (Monsiváis agonizaba en otro piso); la libró, recuperó energías, obtuvo becas

merecidas, volvió a los actos públicos. Aparentaba más de su edad, y no es que fuera particularmente acicalado, pero su estampa de boina y bastón, su afabilidad y su calado profesional le conferían justo donaire. En cada encuentro, nos guiñábamos el ojo recordando la cita siempre pospuesta, nunca agendada. Los ojos, por cierto, era nuestro tema reciente. La diabetes le había comido uno; la catarata amenazaba el otro. Me recomendó al oftalmólogo que lo operaría: consultorio ruinoso en la colonia Roma, el doc ausculta sin soltar a un cachorro gigante y turbulento. Para animarme, Miguel me promete una bitácora de su cirugía. Desisto. Miguel dio de qué hablar este verano. Apenas reeditada su antología Borges y México, estalló el “lío Kodama-Poniatowska” rumoreado durante una presentación absurda en el Palacio de Bellas Artes (“El plan es que no hay plan”, ironizó el moderador Eduardo Casar). A pocos se les ocurrió imputarle la responsabilidad de no cotejar las fuentes de sus colaboradores. Bochorno le habrá causado a Capistrán, pero él no era embarrable: su ética lo preservaba de la maledicencia. “Un gran investigador, de los que cambian un puesto por una caja de documentos”: esa frase de Luis Rius Caso lo pinta de cuerpo entero. Algunos alegan que fue compilador y autor de prólogos, más que escritor cabal. Lo indiscutible es que encarnaba la enciclopedia ambulante de los Contemporáneos, y que sus rescates biblio y hemerográficos (Cuesta, Villaurrutia, Gorostiza, Owen...) abonaron el campo de la historia y la crítica literarias del México moderno. Estaba terminando una biografía novelada de Cuesta, leería avances de sus Memorias en el discurso de ingreso a la Academia de la Lengua, el 9 de octubre. Suertudo el que le toque clasificar su biblioteca y archivos personales. Hasta se antoja seguir su ejemplo y entrarle de voluntario. L

EX LIBRIS

BITÁCORA PSICOTRÓPICA

Esopo bEKO

Xavier Velasco

No hay ausencia sin fantasma ni suspiro sin conjuro.

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Roberto Pliego Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


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antesala

Lo que dijeron las estrellas Crédulos en el ojo de un sapo y desencantados La condición fragmentaria, hija del rayo, define a estos textos que se leen como los pedazos de un espejo roto ESCOLIOS

POESÍA

ESPECIAL

Ernesto Lumbreras

No estuvimos atentos a lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo. Ni como premio o condena, ese descuido nos mantendrá en estado de alerta (esperando, con antorchas, a la orilla del pueblo) la aparición de los bárbaros o de la hechizada que trae (pisándole los talones) un aguacero de langostas. ◆◆◆

Lo tengo claro, me conviene decir solo una palabra. La más titubeante, inerme, desolada. El mundo se me fue cuando tenía un deseo de ir sobre una balsa de nomeolvides, deslizándose, en los mares tempestuosos de una lágrima de santo. ◆◆◆

A zarpazo limpio me desangro. Como en los mejores tiempos de una florería holandesa, mi cuerpo martirizado solo sabe de colores intensos. De hoy en adelante, la bondad de un rayo de luz puede comer de mi agonía como lo haría de una cesta de ciruelas azules. ◆◆◆

Trópico de cosas por hacer, huye de mí lo que sin respiración convoca la trama de un cometa de papel de china flotando entre los nubarrones de mi fiebre. Hablo, ciertamente, de perros envenenados buscando una charca de agua buena.

P

oeta, ensayista y traductor, Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) obtuvo en 1992 el Premio de Poesía Aguascalientes por el libro Espuela para demorar el viaje, y en 2007 el Premio Nacional Testimonio Chihuahua por La ciudad imantada. La vida de Milton Vidrio. Es autor también de la colección de ensayos Del verbo dar. Emboscadas a la poesía (2002) y de Caballos en praderas magentas. Poesía 1986-1998 (2009). En Lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo, su título más reciente (Bonobos, 2012), reúne una serie de textos breves —de los que ofrecemos una muestra— publicados en revistas y periódicos.

Armando González Torres agonzale79@yahoo.com.mx

L

os plagios de Alatristre y Bryce, así como las complicidades tejidas a su alrededor, son episodios de la picaresca literaria que resultarían risibles si no avalaran connivencias entre grupos de interés, dispendio de recursos públicos y un clima de impostura intelectual. Por eso, resulta sorprendente la complacencia de muchos escritores ante actos que afectan el prestigio del gremio y el núcleo del proceso creativo y del diálogo intelectual. En otros textos, me refiero específicamente a estos casos, así como a la estructura de incentivos que contribuye a su florecimiento. Sin embargo, me sigo preguntando qué lleva a un “creador” a, literalmente, robar textos. Aventuro una hipótesis mediante dos estereotipos, el crédulo y el desencantado, que representarían formas antagónicas de entender la creación y el plagio. El crédulo no quiere copiar, no concibe su elocuencia en letra ajena; experimenta una auténtica alegría y revelación cuando escribe; siente apego por la propia voz (a la que aspira a elevar sobre el lugar común) y busca un diálogo abierto con el lector, por lo que no teme importunarlo con la eventual dificultad o la aventura. Podría decirse que el crédulo encuentra en la escritura una realización instintiva semejante a la procreación y no delegaría en otro la labor de engendrar sólo por acumular más descendientes. El desencantado, por su parte, entiende el acto de escribir como la mera fabricación

de un producto y aspira a la maximización de tiempo y resultados, pues no concibe a sus lectores como interlocutores, sino como estadísticas, por lo que su escritura no se dirige a dialogar, sino a complacer. El desencantado es más propenso a copiar, pues la concepción del texto como un simple pretexto para mantener la presencia mediática es el inicio de la banalización del oficio, luego sólo hace falta algo de cinismo para robar artículos. Sin duda, la vocación de casi todos los artistas parte de la credulidad y, como dice Joseph Brodsky, “Toda carrera literaria empieza como una búsqueda personal de santidad, de autosuperación”. También es cierto que durante la trayectoria del creador se presentan encrucijadas: cuando el escritor es sometido a la demanda excesiva, cuando el éxito satura de compromisos extra-literarios. En esta etapa, el artista enfrenta la disyuntiva de conservar esa credulidad que se traduce en concentración y congruencia o desencantarse y adherirse incondicionalmente al curso de la producción en serie. Por supuesto, la productividad y el éxito no implican la pertenencia al bando de los desencantados: hay muchísimos escritores prolíficos y reconocidos (Paz, Coetzee, Naipaul) que han preservado esa curiosidad, rebeldía y fuego interior de los crédulos; en cambio, hay novatos que vegetan con los clichés y la mezquindad del desencantado. En realidad, la mayoría de los escritores no somos ni crédulos, ni desencantados puros, oscilamos peligrosamente entre esas dos orillas.L

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literatura

Juan García Ponce y Alejandro Rossi: 80 años Dos de los grandes virtuosos de la lengua española nacieron el mismo día del mismo año, el 22 de septiembre de 1932. El autor de estos retratos, quien llegó a tratarlos más allá de la página escrita, trae hasta nosotros sus pasiones, sus encantos e iluminaciones ENSAYO

El autor de La aparición de lo invisible

José Antonio Lugo

J

uan García Ponce buscó en sus novelas la aprehensión de lo absoluto por los cauces del erotismo, a través de una “teología de la carne” en la cual la mujer representa la naturaleza y el hombre la mirada que, al contemplarla, le otorga un sentido sagrado. Alejandro Rossi, discípulo de José Gaos y pionero de la filosofía analítica en México, discurrió por los senderos de la filosofía hasta que, a partir de la publicación de los espléndidos textos —¿cómo definirlos?— de Manual del distraído, incursionó en el terreno literario. Fui ayudante de Juan García Ponce de 1981 a 1985. Me dictó la primera versión de Inmaculada o los placeres de la inocencia y algunos de los ensayos contenidos en Imágenes y visiones. Cada mañana, de once a una, en la casa de Alberto Zamora, Angelina desplazaba la silla de ruedas en la que Juan entraba al estudio y la colocaba frente a la mesa —una réplica de la de Robert Musil— y el trueno del jardín. Con su voz ya entonces cavernosa, Juan me dictaba cuatro o cinco cuartillas en la primera vuelta o, con los lentes puestos y el atril, una segunda versión mientras leía la primera. Me dictaba, con el libro de Skira sobre Balthus abierto en el cuadro Katia leyendo o en La calle y con sus palabras hacía aparecer a Inmaculada, convirtiendo en realidad el título de uno de sus libros más célebres, La aparición de lo invisible. Durante algunos años fui el testigo privilegiado de esas apariciones. En 1984 solicité la beca de creación literaria del INBA y fui seleccionado por Alejandro Rossi junto a Mauricio Carrera, Saúl Millán y Fabio Morábito. Durante un año, en la sala de juntas del Centro de Enseñanza para Extranjeros de la UNAM, recibimos el regalo de la pedagogía oblicua de Alejandro. Los comentarios sobre nuestros textos le permitían discurrir, como el gran conversador que era, sobre autores y corrientes con el desenfado de quien conoce a fondo aquello de lo que habla, no

ESPECIAL

CNL-INBA

El autor de La fábula de las regiones

necesita demostrar nada y menos aún pretende dictar cátedra. No, su pedagogía era más sutil y partía de una paradoja: hacernos sentir al mismo tiempo nuestras lagunas culturales y los tropiezos de nuestros textos y la convicción de que “teníamos madera”, si bien no se trataba de una competencia sino del juego de la inteligencia. La biblioteca de Juan era una colección de una treintena de autores y unos cuantos libreros de obras seleccionadas. Me explico. Había un metro de Bataille, un metro de Musil, un metro de Nabokov, un metro de Klossowski, un metro de Canetti, etcétera. De los autores que más lo influyeron, encontrábamos todos sus libros y los más importantes escritos sobre ellos. Había, además, otros libreros donde algunos escritores estaban representados por uno o dos títulos, pero no habían alcanzado el estatus que les permitiera estar en los libreros de la sala, la cofradía de los autores cómplices de García Ponce. Conocí varias casas de Alejandro. En el estudio ubicado en la de Abundio Martínez, recuerdo una pared dividida en tres paneles, uno dedicado a la historia, otro a la filosofía, el tercero a la literatura. Habría unos 200 títulos en cada uno y era posible encontrar las obras fundamentales de cada disciplina en español, inglés, francés, italiano y alemán. Al verla, daba la impresión de que quien hubiera absorbido el conocimiento que allí se mostraba sería el dueño de una formidable estructura de pensamiento, como era

el caso. En cambio, en la biblioteca de San Ángel no se percibía esa concentración silenciosa de autores en la que se conjuntaban pensadores y creadores, filósofos, novelistas e historiadores. Juan invitaba a cenar a sus amigos, en el marco de una complicidad que se entretejía con las líneas argumentales de su narrativa. Algunos íntimos representaban los ritos que surgían y al mismo tiempo alimentaban las obsesiones de quien, convertido en mirada, oficiaba la escena. Para quienes no formábamos parte de ese círculo cómplice, la cena discurría sobre temas literarios, mientras Juan bebía martinis hasta que manifestaba que había llegado el tiempo de retirarse. No conocí suficiente a Alejandro para poder hablar en términos generales de los encuentros con sus amigos. En lo que a mí toca, puedo decir que ir a visitarlo y tomar un par de whiskys con él era siempre el pretexto para crear una conversación que fuera en sí misma un acto de inteligencia. Se preocupaba por saber en qué andaba uno y qué pensaba sobre ciertas coyunturas políticas o temas literarios, para confirmar lo dicho o utilizarlo como pie para un movimiento más de la esgrima verbal de la que era maestro consumado. El sentido del humor de Juan era cáustico e irónico. Recuerdo una mesa redonda célebre: en 1982, en la Torre 2 de Humanidades, sobre Elías Canetti, con la presencia, entre otros, de Claudio Magris, José María Pérez Gay y yo, subimos la silla por las


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literatura EDUARDO TERRAZAS

Cartas credenciales* Alejandro Rossi Es asombroso estar aquí. No exagero si digo que jamás lo había previsto. Claro, los regalos de la vida no se planean, si acaso el propio trabajo, y aun allí hay tantas sorpresas que más vale abandonar la idea de que somos los dueños de nuestro destino. Quien nos rige es una pregunta que alegremente se la dejo a los teólogos, esos grandes imaginativos que nos han regalado maravillosas ficciones. Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias aguas del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. No afirmo nada excepcional, sólo recuerdo que la amplitud de los contextos y la temporalidad alteran los propósitos originales. Cambia la lectura y el sentido de una obra o de una página. Aquello que creíamos esencial se convierte en agua estancada y lo que juzgábamos como un ejercicio ligero se transforma en el máximo logro. O apostamos a la racionalidad sin mácula y ésta lentamente se disuelve en una pesadilla salvaje. Apoyamos el bien y luego, con espanto, descubrimos que tenemos las manos llenas de ceniza. Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima. *Palabras iniciales del discurso de aceptación a El Colegio Nacional.

Malcolm Lowry o la figura del cónsul o el viaje que nunca termina* Juan García Ponce Pero como ocurre con tanta frecuencia en México, donde los espacios libres siempre son ocupados, donde las paredes limpias siempre son cubiertas por letreros, alguien ha inscrito en el muro de la casa de Jacques Laurelle una sentencia que originalmente tal vez fue tan sólo el producto de una banal ocurrencia, pero que, en el contexto de la novela, adquiere un terrible y maravilloso significado: “No se puede vivir sin amar“. Y Bajo el volcán es una novela del amor que se ha convertido también en imposibilidad de amar. Es, entonces, también una novela que no ocurre en el Paraíso, aunque nos haga entreverlo una y otra vez, sino en el Infierno, y ese Infierno, a pesar de lo que describe el Cónsul en su carta nunca enviada, también es México, donde la exuberancia de la naturaleza permite que en ella vivan toda clase de insectos venenosos, donde en los jardines hay serpientes, sobre el volcán se acumulan oscuras nubes amenazadoras atravesadas por el brillo de los relámpagos y la tierra está cruzada por una barranca que la abre a sus profundidades y de hecho las simboliza y, sobre todo, como perpetua tentación de descender a las profundidades, están las cantinas con sus sombreados interiores en los que se puede ver, sin embargo, las múltiples y seductoras botellas, esas botellas en las que se encierra el mentiroso y simultáneamente verdadero encanto de todas las bebidas que conducen hacia otro mundo y en las que el Cónsul ha aprendido el camino que lleva del tequila al mezcal, representantes de una segura y muchas veces buscada condenación. El cielo abierto y el cerrado ámbito con puertas batientes, el amor y el desamor, el ascenso y el descenso. ¿Son posibles uno sin el otro, no necesita el cielo abierto al cerrado ámbito, el amor al desamor, el ascenso al descenso? En Bajo el volcán la continua presencia, lograda mediante una vívida descripción de los espacios físicos de esas antinomias, permite la creación de una obra única. Apariciones, Letras Mexicanas, FCE, 1987, pp. 113-114

escaleras y llegamos a mitad del auditorio. Al atravesar el pasillo central para tomar la rampa, topamos con una muchacha, también en silla de ruedas, que impedía el paso. Yo iba delante de Juan. Ella me indicó que podría mover su silla para dar paso a la de él. Cuando se acercó lo suficiente, Juan le dijo: “Qué pinche tráfico, ¿eh?”. Recuerdo también que me contó que, cuando Carlos Salinas de Gortari le otorgó el Premio Nacional de Artes, se inclinó y le dijo al oído: “Usted es un ejemplo para la juventud”. Juan dejó que se alejara y le dijo a su hija Meche: “Se ve que no me ha leído”. El humor de Alejandro no encarnaba en anécdotas. Era, más bien, un humor permanente que surgía de su mirada astuta que partía de arriba de los lentes que generalmente tenía a media nariz. Estaba siempre listo, como el jugador de ping-pong que fue, a contestar de volea o con efecto. Su creatividad oral era brillante. Los dos tenían un respeto sin límites al conocimiento, lo que implicaba no participar, en público, sin el conocimiento profundo de lo que se hablaba. Un día García Ponce me dijo: “Conozco todo el teatro universal”. Yo, que ya tenía confianza —al principio casi no hablaba—, le dije: “Cualquiera pensaría que es una afirmación un poco aventurada”. Me respondió: “Durante diez años leí una obra de teatro diaria. Conozco todo el teatro universal”. Sin poder recordar una historia similar con respecto a Rossi, el sentimiento compartido era el mismo.

Los dos detestaban la ignorancia, la fanfarronería, la falta de reflexión sobre los lugares comunes y la vulgaridad. A su manera, ambos fueron grandes creadores y estupendos maestros y divulgadores. Los dos convergieron alrededor de la figura de Octavio Paz en Plural y en Vuelta. Octavio Paz escribió sobre García Ponce: “En su caso hay que unir a la experiencia religiosa otros dos elementos: la mirada y el espectáculo. Los cuerpos se enlazan como signos, forman frases —y dicen—. Pero ¿qué dicen? A esta pregunta trata de responder toda la obra de García Ponce. Pregunta desesperada y quizá sin respuesta: la inocencia se mira, no se piensa ni se dice”. Octavio Paz escribió sobre Rossi: “Es el fruto humano de una civilización”. Los dos enfrentaron, con estoica dignidad, la dura prueba de la enfermedad que acabó con sus vidas. Yvon Bernier, al escribir sobre Marguerite Yourcenar —a la que no apreciaban, por cierto, ni Juan ni Alejandro—, habla del privilegio de estar cerca de un artista, de un ser humano excepcional. Desde la que él llamaba su “amorosa admiración”, creó su libro En memoria de una soberana: Marguerite Yourcenar. Desde ese mismo sentimiento, celebro y recuerdo con cariño y agradecimiento a Juan García Ponce y a Alejandro Rossi, nacidos el mismo día y el mismo año, el 22 de septiembre de 1932, el primero en Mérida, el otro en Florencia. L

Mandala

Qué Mondrian ni qué nada Anitzel Díaz

¿

Cuál es la forma más clara de un espacio? Un cuadrado. ¿Y las líneas principales de un cuadrado?: la mitad; después las diagonales; a continuación, las perpendiculares; un círculo tangente al cuadrado y un círculo que le dé cohesión a toda la pieza”. Eduardo Terrazas está describiendo la pieza que tiene enfrente. “La técnica de estambre al estilo huichol. Tienes un bastidor de madera y pones una capa de cera de Campeche. Como la superficie queda pegajosa, vas pegando el hilo, con la uña o con un palito. Yo trazo y el huichol me hace la pegada”. Mediante geometrías minimalistas, Terrazas crea universos que suponen la ruptura con lo narrativo al propiciar un lenguaje netamente plástico y formal.Dos claras referencias en la obra de Eduardo Terrazas son el suprematismo y sobre todo Kasimir Malevich. El suprematismo vuelve a las formas básicas de la geometría, donde predominan la simplicidad compositiva y el uso del color plano. Esa es justamente la descripción de un cuadro de Terrazas. “Lo interesante de los materiales es que Malevich o Mondrian, por ejemplo, aspiraban al blanco más puro. A mí me interesa la textura, la diversidad de colores y tonalidades, cómo la luz pega en el hilo. Aunque es el mismo color, el tono es muy diferente”. Ya no hay historias nuevas, pero sí nuevas formas de contarlas. Eduardo Terrazas inscribe su trabajo dentro de la tradición mexicana y sobre todo de la artesanía huichol. “Los huicholes hacen sus diseños con formas orgánicas de la naturaleza, yo con lo que veo: edificios, ventanas… geometría”. Lo de Terrazas es un juego. Se divierte al crear las piezas, se divierte al imaginar la reacción de los espectadores frente a su obra. “Mi búsqueda es lúdica, alegre”, algo patente no solo en los materiales (pelotas, estambre, juguetes de madera) sino en los colores y los trazos. “Fíjate en los papalotes, mira qué manera de hacer papalotes, qué Mondrian ni qué nada”. Es lo cotidiano, lo inmediato hecho arte. Esculturas de escobillas, juguetes alineados en perfecta simetría, una reproducción de Lágrimas y risas proyectada al infinito. Eso sí: se ve un gusto por la búsqueda del orden, que de pronto hace pensar en un plano arquitectónico. Tradicionalmente, los huicholes crean sus retablos para conservar y recrear los símbolos de lo sagrado. Terrazas lo hace como una manera de enseñar a ver: “Esto tiene que ver con enseñar a la gente a ver el vasto universo. Todo es parte de todo. Trato de integrar y relacionar la gran riqueza de formas y colores en México. Relacionarla con el arte contemporáneo”. Arquitecto de formación, Eduardo Terrazas se mantiene activo dentro del ámbito de la construcción y sigue con el gusto por haber creado el logo de México 68. Pregunto: “Siendo un artista fecundo que lo mismo hace arquitectura y obra visual que diseño gráfico, qué ocurre cuándo se pasa un día sin hacer nada”. Sonríe y medita un rato. “Creo que siempre estoy haciendo algo. Leo, me interesa mucho el mundo en el que vivimos: filosofía, economía, la crisis. ¿Qué va a suceder? También nado; me gusta mucho”. L


LABERINTO

ESPECIAL

Jean-Marie Gustave Le Clézio

“Hay más verdad en la poesía que en la historia” En el marco del 78 Congreso Internacional del PEN, celebrado hace unas semanas en Corea del Sur, Laberinto conversó, en exclusiva, con los ganadores del Premio Nobel de Literatura Jean-Marie Gustave Le Clézio y Wole Soyinka. De ellos, además, ofrecemos dos de los numerosos textos que forman parte de la memoria de esas jornadas Alicia Quiñones

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ean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) es incansable. A lo largo de una semana ha estado lleno de trabajo: presentaciones, conferencias, desayunos, comidas, cenas y paseos a templos budistas en la ciudad de Gyeoungju, en Corea del Sur, donde se lleva a cabo el 78 Congreso Internacional del PEN, dedicado a la literatura, los medios y los derechos humanos. La última noche, después de la cena de clausura en el Hotel Hyundai, cuando la mayoría de los invitados se retira a descansar, él permanece en una improvisada fiesta donde bebe una cerveza y no para de bailar, sobre todo música en inglés de los años ochenta. Un grupo de jóvenes admiradores,

que lo ha seguido durante todo el congreso, lo invita a participar de la coreografía de Gangnam style, éxito mundial del rapero coreano Psy, que se caracteriza por el llamado “paso de caballo”. Le Clézio agradece la invitación con una sonrisa y los observa. Al término de la fiesta aún tiene tiempo de posar para unas cuantas fotografías y para conversar con dos o tres escritores de diversos países que le piden alguna recomendación para que los jóvenes aumenten su nivel de lectura. Todos los libros esconden un secreto Un día antes, concedió una entrevista a Laberinto. Comenzó recordando sus lecturas infantiles: “Cuando yo era niño había muy poca literatura infantil”, dijo con su voz pausada. “Ya sabe, leía diccionarios, era tiempo de guerra. A los siete años leí a Maupassant y no entendí nada”. En Francia, continuó, no existe una división tan marcada entre literatura infantil y para adultos. “Incluso Mondo y otras historias podría ser leído por niños”. De inmediato, soltó una herejía para los admiradores de Antoine de Saint-Exupéry: “El principito, como se sabe, no es un libro para niños. Fue concebido por la esposa de Saint-Exupéry. Antes de divorciarse, éste le robó el cuento y lo publicó bajo su nombre. Si se observa bien, es un cuento lleno de amargura que fue escrito por una señora que tenía problemas en su matrimonio. Se puede percibir la línea escondida. Todos los libros esconden un secreto. Entre sus lectores, se sabe, también hay niños. ¿Qué piensa de ellos? “Me gusta porque son un público exigente. No les preocupa la reputación del autor, y son sensibles a la capacidad narrativa y al estilo; son críticos muy duros. Por ello, escribir para niños es muy difícil. Lo último que publiqué fue hace seis años: El niño de debajo de la fuente, un cuento concebido para una organización caritativa que se dedica a tratar niños con sida.

Presencia en México ¿Qué lee actualmente, qué está escribiendo? —Ahora leo a Tólstoi, a los rusos. Estoy escribiendo una nueva novela y “cocinando”, como se dice en francés, un libro de ensayos sobre tres personajes: Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Rulfo y Luis González y González. Nunca ha ocultado su admiración por estos tres autores mexicanos, y es que su relación con nuestro país es larga y está cargada de afectos. Comenzó en 1967, cuando llegó para organizar la biblioteca del Instituto Francés para América Latina (IFAL), después de haber sido expulsado de Tailandia, donde iba a cumplir su servicio militar. Si bien con intervalos, durante más de una década México fue parte central en su vida. Durante tres años recorrió la península de Yucatán y en 1979 Luis González y González, a quien considera uno de sus mentores, lo invitó a trabajar en El Colegio de Michoacán, donde permaneció de 1981 a 1983. El autor de Pueblo en vilo fue su guía para adentrarse en la cultura purépecha, compleja, envuelta en una trama de costumbres, ideas, leyes, lenguas y utopías. “Han pasado tantos años y no termino de entenderla”, me dice. Quizá por eso, para entender a los pueblos Le Clézio tiende puentes entre la literatura y la historia, y afirma que la historia contada por los expertos no es la mejor forma de mostrar la realidad de cada microcosmos. —Me interesa básicamente la relación entre literatura e historia. Esta idea parte de las palabras de [Ralph Waldo] Emerson, quien inspirado en el platonismo dijo que la poesía y la literatura explican mejor la Historia que “la Historia de los historiadores”. Es decir: hay más verdad en la poesía que en la Historia. En su próxima visita a nuestro país, durante el Hay Festival en la ciudad de Xalapa, del 3 al 7 de octubre próximos, el escritor sostendrá una conversación con Jean Meyer, en la que el tema central será la pugna entre la verdad que se refleja en la creación escritural y el estudio de nuestro pasado. ¿Cómo le dirá a un historiador como Jean Meyer que la literatura contiene un mayor grado de verdad que el trabajo de los historiadores? Seguramente Emerson tiene algo de razón, porque Jean Meyer, quien ha consagrado su vida al estudio de la Cristiada, ha expresado mejor sus ideas en las novelas que en sus textos académicos. ¿Cuál sería la función de un historiador? En esta materia, México tiene una tradición extraordinaria, desde el pasado indígena hasta los tiempos modernos. Un buen ejemplo es Michoacán, donde había un sacerdote al que llamaban El Petamuti, encargado, una vez al año, de la fiesta de la justicia, donde los criminales eran condenados a diversos castigos. Durante esta ceremonia, el sacerdote convocaba a la gente para contar la historia del pueblo desde la fundación del reino de los purépechas hasta el presente. Y lo hacía bajo la forma del discurso oral, que duraba seis horas. En este sentido, Michoacán es un microcosmos, un mundo aparte del resto de México. Tiene la capacidad de ser tan diverso en su cultura, que se vuelve especial, particular. Michoacán ha tenido figuras extraordinarias como Lázaro Cárdenas. Durante mucho tiempo fue un enclave panista y ha prodigado personajes importantes para la modernidad en México. ¿Se ha perdido la tradición oral? De alguna forma continúa porque, según mi entender, cada año hay una ceremonia [el informe de gobierno] en la que, en un larguísimo discurso, el presidente de México explica la historia reciente, pero se refiere también al ideal democrático. ¿En qué radica, entonces, la diferencia entre la literatura y la historia? La diferencia está en que la novela, la literatura, es un punto de vista individual. Hay un individuo que ha leído, que ha investigado, que no es un erudito como podría serlo un historiador, pero que utiliza esta materia prima para tratar de construir una imagen de sí mismo, de la sociedad donde vive o de algún problema social, y lo hace desde su pequeño punto de vista. El escritor podría compararse con un microhistoriador: reconstruye la historia con elementos muy pequeños que están a su alrededor. Por último, y aunque usted tiene en el mundo de la cultura una posición privilegiada, ¿cree que la literatura es elitista? No lo es. Por mucho tiempo México ha sido uno de los países que ha inventado un remedio contra las elites. La meta de los artistas, de los intelectuales, ha sido tender un puente entre el arte popular y el arte académico. El muralismo, por ejemplo, o las representaciones, el teatro campesino; son esfuerzos enormes. Creo que México es uno de los países que tienen la cultura mejor repartida. L


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de portada Wole Soyinka

“La tarea es clara: desafiar a los filisteos” Memorias de África

“Yo no sostengo diálogos con autores. Yo dialogo con la humanidad”, responde Wole Soyinka cuando se le inquiere acerca de sus diálogos literarios con otros escritores. Es el inicio de una breve conversación con el escritor africano, amable pero parco. Está cansado —explica— de tanto hablar en el encuentro de escritores convocado por el PEN en Corea del Sur y no desea más entrevistas. Sin embargo, accede a responder algunas preguntas. Un día antes, participó en el encuentro “Mi vida, mi literatura” junto al narrador y pensador canadiense John Ralston Saul, el poeta coreano Ko Hun y el novelista Jean-Marie Gustave Le Clézio. Cuando el moderador les planteó que explicaran sus motivos para la escritura, Soyinka recordó las razones que lo han llevado a ejercer este oficio, para él especialmente conectado con la sensibilidad y la condición humana: —Un periódico francés, Libération, envió hace algunos años unas preguntas a algunos escritores de culturas diversas. Me pareció un ejercicio fascinante leer las respuestas de los demás escritores en una edición especial. Algunas eran crípticas, otras abarcaban un gran número de páginas llenas de creatividad e ingenio. Pero las que más me cautivaron fueron las más cortas. A la pregunta “¿Por qué escribes?”, yo respondí: “Porque sospecho que soy un masoquista”. Cada escritor es diferente. Lo único que sé es que, para mí, la escritura es algo que disfruto y que sin embargo puede partir de razones dolorosas. Por otro lado, también tiene que ver una sensibilidad hacia

la condición humana, en especial la que se manifiesta en mi propia sociedad. En mis obras dramáticas me interesa mostrar lo que yo llamo mitológico. Soyinka es fundamentalmente un hombre de teatro, reconocido por explorar la tradición y riqueza de la cultura africana, pero no acepta encasillarse en una corriente o tendencia. —Yo escribo todo tipo de teatro. A veces es llamado “realista”, “del realismo” o del “realismo social”. Toda categoría, cualquier nombre, lo que sea, para mí es lo mismo, no hay diferencia. Sólo hay un teatro. Wole Soyinka es un poeta dramático, como lo nombró la Academia Sueca cuando en 1986 le otorgó el Premio Nobel de Literatura. Nació en 1934 en Abeokuta, cerca de Ibadan, en el oeste nigeriano. Muy joven viajó a Londres, donde concluyó la universidad, fundó su compañía teatral y trabajó en el Royal Court como director y actor en los años cincuenta, una época privilegiada: Londres y París marcaban las tendencias en Europa y parte de América. En sus primeros años de estancia en el extranjero, Soyinka no sólo adoptó la lengua inglesa para su literatura, también se encontró con una idea de Europa que le cambió la vida: moderna, intelectual. Decidió aprehender las formas dramáticas que descubría y, al mismo tiempo, intentó no olvidar sus raíces, sus ritos —los yoruba, el grupo étnico al que pertenece—, por lo que su literatura se convirtió en una especie de mezcla entre la tradición europea y la africana. Digamos, pues, que se convirtió en una memoria de África.

Debido a su carrera académica en Londres, sus guías teatrales fueron Shakespeare y John Millington Synge, un dramaturgo irlandés, protestante, autor de El playboy del mundo occidental, quien tiende a describir la vida del campesinado. La obra poética, novelística, ensayística y dramatúrgica de Wole Soyinka siempre ha estado ligada a la crítica social, religiosa o política. Es un escritor polémico y, por un artículo publicado en los años sesenta en medio de la guerra civil en Nigeria, en el que pedía el cese al fuego y la violencia, fue juzgado por una supuesta conspiración con los rebeldes. —Cuando estuve en prisión —dice— la literatura siempre estuvo en mi cabeza. Fui privado del material, de la libertad, para leer o escribir a lo largo de 22 meses, de los 27 que estuve en prisión. La imaginación, sin embargo, creó un mundo virtual en el que yo viví. Esta experiencia lo llevó a escribir más de 20 libros al respecto, entre ellos The man died.

Hay Festival

Faltan pocos días para que Wole Soyinka llegue a nuestro país por tercera ocasión. En las dos anteriores fue convocado por Philipe Ollé-Laprune, director de la Casa Refugio Citlaltépetl. La primera ocurrió en abril de 2003, cuando asistió a la inauguración de la Casa Refugio en Puebla y cerró el ciclo “Cartas del destierro” en el Palacio de Bellas Artes. Volvió en octubre de 2005 y siete años después regresa para participar en el Hay Festival de la ciudad de Jalapa.

Cuando se le pregunta por la literatura mexicana, y en especial por el teatro, se niega a responder: —Lamentablemente, no he tenido contacto con este país durante años. ¿Qué imagen tiene de México ahora? Su respuesta contradice a la anterior porque evidencia su conocimiento de nuestra situación política, y dice que la imagen es muy parecida a la que tiene de su propia tierra. —He seguido con particular interés las recientes elecciones presidenciales en México, mayormente porque su país muestra ciertos rasgos en común —y desgraciadamente preocupantes— con Nigeria. Sobre el partido que gobernará nuestro país —se adelanta a cualquier pregunta— afirma no tener una idea clara: —Francamente, no soy capaz de decir si los resultados obtenidos en sus elecciones presidenciales han sido a favor de la gente. El autor de A dance of the forest está seguro de que la violencia es uno de los rasgos que comparten su país y el nuestro. —El arte, la literatura o el teatro, junto a la educación y la cultura liberal, están en graves riesgos en gran parte de Nigeria debido a la irrupción de ciertas minorías fundamentalistas. En este contexto, y dado que viajará a uno de los estados que representan más riesgo para los periodistas, ¿cuál considera que es la aportación de las artes a la paz, a la sociedad? —La tarea es clara: desafiar a los filisteos, a los ignorantes, porque agreden a la creación. L TUNDEOWOLABI STUDIOS


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MILENIO

de portada

Escribir a partir del deseo J. M. G. Le Clézio

A

ntes que nada, hay que decir que escribir es antinatural. La comunicación mediante el discurso es natural. La literatura oral, narrar historias o contar los sueños, es tan natural como conversar porque es parte de la herencia humana y está ligada a la necesidad de comunicación. Escribir es diferente. Primero, porque al escribir la comunicación sufre un retraso. Cuando escribes no te diriges a una persona en particular o a una audiencia precisa. De hecho, la mayor parte de los escritores no saben si encontrarán dicha audiencia. Cuando escribes lo haces para ti mismo. Es una actividad solitaria, como cazar con trampas o como un campesino que arroja semillas a la tierra sin saber si crecerán. El director de cine francés Robert Bresson decía que la creación literaria es semejante al pescador que arroja su hilo a lo profundo del mar, y lo que saca es siempre una sorpresa. En el criollo de la isla Mauricio, hay un acertijo que dice algo así como “La mano siembra y los ojos cosechan”, haciendo referencia a la escritura y la lectura. Hablé antes de la soledad. El escritor es particularmente gris. Algunos escritores tuvieron una vida deslumbrante, como Ernest Hemingway, un cazador, o Antoine de Saint-Exupéry, un aviador que murió en la II Guerra Mundial después de haber escrito El principito. Sin embargo, la mayoría de los escritores se aburren cuando no escriben. En mi experiencia, mis momentos más grandes fueron mientras escribía libros, especialmente novelas de aventuras, cuando tenía doce o trece años. Buscaba en los mapas, me informaba sobre ciertos acontecimientos y después construía una historia que iluminaba mi vida. Aquellos momentos eran brillantes. Pero al reflexionar sobre esto, también sé que la escritura no era sólo una distracción. Tenía que escribir a partir del deseo. Como soñador frecuente anhelo el ensueño, siento que es parte de mi experiencia de escritura. Pero el deseo de escribir no se relaciona solamente con la satisfacción. Por el contrario, está ligado a una falta, una necesidad. ¿Qué me falta? Tal vez la plenitud; la felicidad quizás, o el sentimiento de realización. Si te falta amor o si tienes hambre, si te sientes abandonado, insatisfecho, estás listo para la aventura de escribir. Si tu deseo es demasiado fuerte para tu vida, si sientes que tu espacio es muy estrecho, que te asfixias, que necesitas aire y libertad, entonces estás listo para escribir. Si tu objetivo en la vida es inaccesible, inimaginable, si crees que tu amor está fuera de tu alcance, que es imposible, entonces estás listo para la literatura, para crear novelas, historias, poesía o teatro. El deseo es el sentimiento más grande en la vida porque llena los resquicios, compensa las grietas de la realidad y favorece la creación. Escribí mis primeras novelas en ese estado mental. La primera novela que publiqué fue escrita desde esa falta. El verano en Niza, al sur de Francia, era particularmente caliente, las nubes eran pesadas y había tormentas eléctricas. En lugar de ir a refrescarme al mar, me puse a escribir mi novela en una habitación con los seguros echados, y en un estado de furia cercano al éxtasis. El nombre de mi segunda novela es Déluge (Diluvio). Los capítulos cortos se llaman “Fiebre”. El tiempo pasó. Puedo sentir casi el mismo estado de excitación, la angustia y la absoluta dicha cuando comienzo una nueva novela, o cuando imagino el escenario de un relato, como si tuviera que hacerlo para llenar el vacío y darle sentido a mi vida, para responder a una necesidad secreta. El deseo llena todavía mi mente y mis venas, y escribir se convierte en la corriente que me permite responder a ese deseo. Entonces concibo en mi mente los personajes de mis relatos. Los hago hablar y existir, y comprendo que su vida y destino son importantes. Me convierto en parte de sus obsesiones, experiencias; olvido quién soy, dónde estoy, me olvido hasta del clima del exterior. Así que el deseo no es solamente la necesidad o la falta de algo, sino la capacidad de encontrar eco en otros y unirse a ellos. Después de todo, estaba equivocado en las primeras oraciones de esta breve exposición. Los escritores, mientras escriben, nunca viven sus propias vidas. L Traducción de Penélope Córdova

Anatomía del ritual Wole Soyinka

C

uando realizo la imposición ritual de rellenar una forma en la aduana, al llegar al espacio que dice “Ocupación”, frecuentemente alterno “Conferencista” o “Profesor” con “Autor” o “Escritor”. No existe diferencia para mí, ya que todas me condenan por adelantado a responder alguna de las siguientes preguntas: “¿Conferencias sobre qué?”, o en el último de los casos “¿Qué tipo de escritura?”. Esta es seguida por más preguntas que dependen del oficial de inmigración, quizá para aumentar su bagaje informativo o motivado por el aburrimiento, la curiosidad. Su automático gesto de deber permanece indiferente sea cual sea la respuesta. Una vez me preguntaron esto precisamente, “¿Qué tipo de escritura?”, y yo contesté casi sin pensarlo: “Soy un ritualista compulsivo”. Aquí terminaron las preguntas, pero si hubiera tenido más tiempo y si mi oficial de aduana hubiera mostrado un interés genuino, le habría explicado que yo crecí en un ambiente envuelto en rituales, y que mi conciencia creativa más temprana, casi siempre del tipo dramático, involucró rituales desde siempre. A veces creo que la mayoría de los escritores pueden hacer con seguridad la misma declaración, lo cual dice mucho de mí no solo como productor de literatura sino como consumidor de ésta. Sospecho que incluso estoy al acecho de elementos rituales en casi toda la literatura. Esto no es de sorprender, puesto que el ritual es la manera de controlar las cosas impredecibles de la experiencia humana, una forma instintiva de estructurar lo que de otra manera sería una complicada gama de estas experiencias. El ritual otorga a las actividades mundanas una dimensión eterna. Con esto quiero decir que lo ritual fluye hacia lo mundano, hacia la existencia cotidiana, a veces sin ser notado. Tiene además una multitud de funciones: como expresión de una comunidad en sí

misma; afirmación periódica de dicha comunidad; mecanismo de inducción o renovación dentro de ésta; un homenaje o celebración de las estaciones, ya sean estaciones naturales o del calendario comunitario, como la siembra, la cosecha, el nacimiento, muerte u otro tipo de transiciones sociales, conmemoraciones, etcétera. Me inclino a pensar que, incluso en la sociedad moderna, la tecnología llevada más allá de una relación puramente visceral con la naturaleza se encuentra obligada en ocasiones a buscar lo ritual de la misma manera que los animales buscan sal: mediante el instinto. En realidad todas las sociedades se permiten conductas rituales en una u otra forma, sin importar qué tan lejos de lo irracional, la superstición o lo espiritual crean que están. El ritual es capaz de unir las sensibilidades más dispares. Todo mundo entiende el ritual del poder, que excluye, cuando no somete, a elitistas y frívolos. Como escritor, me he preocupado por explorar y descalificar el abuso de este ritual; incluso invento contra-rituales para neutralizar su malevolencia. Me parece que hay un espíritu similar en los rituales más elementales, aquellos que descienden a los aspectos más viscerales de la condición humana. Esto es lo que uno encuentra en Las bacantes de Eurípides. Lo ritual no permanece confinado a las profundidades subterráneas, hundido en las áreas de desintegración y recomposición psíquicas, sino que también puede desenvolverse como un mecanismo de comedia o de una liberación catártica, especialmente en el teatro tradicional. De hecho, es su proteica versatilidad la que constantemente me arrastra hacia la exploración de este tipo de expresión dramática en la experiencia social. Mi obra Kongi’s Harvest, por ejemplo, intenta explorar las variaciones alrededor del subversivo potencial del ritual. L Traducción de Penélope Córdova


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LABERINTO

en librerías El general orejón ese

El coleccionista

Paco Ignacio Taibo II Planeta México, 2012 101 pp.

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De quién se trata? De Mariano Escobedo, liberal pero no ateo, el genio militar, el mismo ante el cual Maximiliano rindió su espada. No hay, en Paco Ignacio Taibo II, un ánimo de biógrafo. Hay, por principio de cuentas, simpatía y un saludable desdén por la verdad historiográfica, lo que no quiere decir que la invención literaria se imponga a la desnuda verdad de los hechos. ¿Hablamos entonces de una novela? Es más justo señalar que participamos de una vida novelada. Mariano Escobedo fue un personaje omnipresente entre 1847 y 1867, los años que marcaron la guerra contra la intervención de Estados Unidos y la caída del II Imperio. Mueve a Taibo II el propósito de reivindicar a una figura que el Porfiriato y la desmemoria de los gobiernos posrevolucionarios hicieron parecer un segundón. Es heterodoxo pero no se declara dispuesto a “blanquear la leyenda del vencedor de Querétaro”.

Ida y vuelta

John Fowles Sexto Piso Madrid, 2012 292 pp.

U

n sector del público mexicano —el que gusta del teatro—, para emplear una expresión del escritor Luis Miguel Aguilar, hace un par de años “leyó” por vez primera o volvió a leer la novela El coleccionista (1963), de John Fowles, en la adaptación para la escena realizada por Mark Healy que dirigió Benjamín Cann. No es improbable que unos cuantos enterados antes hayan “leído” igualmente la versión cinematográfica que el maestro William Wyler realizó no mucho después de su primera edición (1965). Para los curiosos que quieran volverse unos verdaderos especialistas del considerado “primer thriller psicológico moderno”, vuelve a ponerse en circulación en nuestro idioma la historia del joven coleccionista de mariposas que demuestra su amor a una joven artista de una manera poco ortodoxa. La novela mantiene intactas las cualidades literarias que volvieron a Fowles un escritor apreciado.

La guerra de Los Zetas

Martín Caparrós/ Juan Villoro Seix Barral México, 2012 191 pp.

E

ntre el 6 de junio y el 12 de julio de 2010 estos dos amantes incondicionales del futbol intercambiaron cartas desde lugares remotos. El pretexto no venía más a modo: el Mundial de Sudáfrica. El resultado anuncia un bien trabajado empate. Diríamos que ambos estilos, de tan distintos, acabaron contrarrestándose o, mejor dicho, acabaron por alzarse con iguales méritos. Esta correspondencia ennoblece al periodismo deportivo, tan propenso a la estridencia y al desaseo técnico. Los protagonistas son las selecciones de México y Argentina, que despliegan su juego ante un grupo alegre de comparsas: Alemania, Brasil, Holanda, España. Ahora que muchos aficionados piensan que el futbol sólo existe para ser visto o gritado, convendría recomendarles Ida y vuelta, sólo para que sean bendecidos por el siguiente dogma de pizarrón: el futbol también se escribe y se escribe con sentido del honor.

Guía de la cerveza en México 2012-2013

Diego Enrique Osorno Grijalbo México, 2012 352 pp.

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uien abra La guerra de Los Zetas para encontrar decapitados, levantados y ejecuciones, probablemente se llevará una profunda decepción. El libro de Diego Enrique Osorno no se centra en los asesinatos provocados por este grupo delictivo, sino que transcurre por las vertientes del periodismo y la Historia para tratar de comprender cómo ha afectado la violencia a la vida cotidiana de la sociedad del noreste mexicano. Osorno, nacido en Monterrey, estructura su investigación como un viaje por varias ciudades de Nuevo León y Tamaulipas, acercándose más al testimonio de las víctimas que a la fría estadística. Critica la narrativa violenta que ha construido el gobierno e, incluso, postula que entre los círculos de poder más altos del país existe una fascinación por la muerte provocada por grupos como Los Zetas. De ahí que el subtítulo de este libro sea Viaje por la frontera de la necropolítica.

Revista de la Universidad de México Septiembre, 2012 México 110 pp.

Pascual Ibáñez Culinary Art School México, 2012 192 pp.

E

l autor de esta guía es de origen español y en los últimos años ha desarrollado su carrera en Chile; en 2205 fundó la Escuela de los Sentidos cuyo objetivo es educar el paladar del consumidor mediante la cata. Especialista en vino, a partir de 2001 su interés se centró en la cerveza. A estas alturas, donde hasta una bebida satanizada en su momento como el sotol también ha logrado ser elaborada a niveles exquisitos, como puede verse en el programa de Canal 11 Bebidas de México, nada más los sangrones seguirán diciendo que no beben cerveza porque pasaron por la universidad. La guía incluye una cronología mexicana que abarca desde el periodo prehispánico hasta llegar al siglo XXI. Salvo alguna excepción, las cervezas de las que se habla pueden adquirirse en las tiendas especializadas del país. Ah, y una cosa debe quedar bien clara: la cerveza no engorda a menos que se consuma sin medida.

L

a reciente edición de la Revista de la Universidad de México es, como de costumbre, un abanico de propuestas literarias y culturales. Por un lado, Felipe Garrido presenta un ensayo sobre el sistema de enseñanza mexicano. En él recuerda las tareas emprendidas por José Vasconcelos, habla de los vicios que han afectado a nuestro país y propone actividades que alimenten el nivel de lectura de los profesores y sus estudiantes. En otro tenor, Carlos Martínez Assad sorprende con un recuento de la literatura musulmana contemporánea; en ella, la muerte es el tema central, contrario a la visión exuberante, artística y sensual de los orientalistas del pasado. Vicente Quirarte, Enrique Florescano, Eusebio Ruvalcaba, Enrique Semo, Mario Espinosa, Rowena Bali y José Franco, entre otros, abordan la música, la ciencia en nuestros días, así como reflexiones sobre el complejo oficio del historiador.

Nota hallada en un avión LOS PAISAJES INVISIBLES ESPECIAL

Iván Ríos Gascón www.ivanriosgascon.wordpress.com

H

ubo un tiempo en que las librerías de los aeropuertos tenían el mismo estatus que un mercado de pulgas. Antes de abordar, la gente pasaba por esos estanquillos y hacía compras compulsivas, generalmente volúmenes de más de quinientas páginas con tapas de colores estridentes, cintillos que confirmaban la mala calidad de la novela, ediciones de bolsillo que, por lo regular, al culminar el vuelo terminaban en el bote de basura. Hubo un tiempo en que uno de los peores insultos que podía hacérsele a un autor era, precisamente, que su obra fuera digna de leer en los aviones, porque la inercia de la lectura aérea siempre reculaba en el grado menos cero de la escritura: mientras más cursis, patéticas, burdas, pobres, ramplonas e insignificantes fueran la prosa y la trama, satisfacían mejor los requerimientos de ese lector ocasional que sólo buscaba distraerse o aligerar el viaje procurando no pensar más de la cuenta, mejor dicho, no pensar en absoluto, la lectura en los aviones era un extraño pasatiempo: una novela negra o una rosa ahuyentaban los malos presagios a tres mil metros de altura, pero un Dostoievski, un Bulgákov o un Strindberg podían agujerar la mente con oscuros vaticinios. No obstante, durante ese tiempo hubo autores que realmente aspiraron a ser best sellers de aeropuerto. Los índices de venta, tan caros aún para escritores y editores, se incrementaban durante los periodos vacacionales. A las listas de los hits se añadían títulos y sellos que en las librerías de la ciudad brillaban por su ausencia, y los narradores se frotaban las manos haciendo cuentas entre la cantidad de

los embarques y la potencial demanda de sus libros por lo que, en sentido inverso, muchos se indignaban si la editorial no distribuía sus obras en las terminales, se quejaban amargamente por la oportunidad perdida de registrar una transacción en caja y terminar en los desechos. La vida era distinta. La lectura indispensable para no marearse en el avión ni sucumbir a ilusiones catastrofistas o fantasías desorbitadas, como ese lúbrico vuelo nocturno de la película Emmanuelle, donde un tipo afortunado aprovecha la penumbra para pasar del asiento del pasillo al baño en compañía de Sylvia Kristel. Hoy día, las cosas son diametralmente distintas. Ya casi nadie lee en los aviones. Se mata el tiempo con el teléfono celular, con el iPod, el iPad o con el Playstation Portable e, incluso, es muy común que quienes viajen juntos no hablen entre sí, se mantengan apartados en la burbuja de los SMS que garrapatean desde sus iPhones o Blackberrys o, también, que se sumerjan en la ociosa navegación de Google o se enganchen en las redes sociales que son todo menos redes ni sociales. Ya nadie mira a través de la ventana del avión. Las nubes han dejado de significar algo, la inmensidad o la insignificancia o lo que sea, la experiencia de vuelo contiene otro atributo: el de la exclusión voluntaria, exilio del pensamiento y de uno mismo, ansiedad por desplazamientos instantáneos que revocan la conciencia de ser partícula flotante. Escribo esto mientras la nave despliega las alas y abro deliberadamente el Altazor de Vicente Huidobro, preguntándome qué es lo que puedo hallar ahí. L


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MILENIO

teatro SAMIR MUÑOZ/CONACULTA

La obra se presenta todos los martes a las 20:30 horas en el Teatro Helénico

Hasta cuándo la zozobra Siglo XX que estás en los cielos, una adaptación del joven director Fernando Bonilla, sacude nuestra cómoda tibieza frente a la muerte institucionalizada CRÍTICA Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com

E

n el limbo mexicano de los asesinados hay nubes, una bandera nacional con la virgen morena en lugar del águila, una hilera de sillas estilo IMSS, la muerte en uniforme de limpiacalles y un malcriado Niño Dios sobre el globo terráqueo. Fernando Bonilla adapta, dirige y diseña Siglo XX que estás en los cielos, escrita por el dramaturgo español David Desola. Conserva la esencia plasmada por su autor y se enriquece con la visión del joven mexicano que integra elementos de oportuna contundencia.

En la obra del también autor de Almacenados los personajes, dos jóvenes de distinto sexo, encuentran la muerte: él durante la Guerra Civil española, ella en viajes de heroína, mientras que el Niño dictador es una voz, no una presencia. En el texto del joven Bonilla, él es un estudiante del 68, ella una muerta de Juárez y el Niño permanece junto a los recién llegados. Con arrojo, el responsable de este montaje decide dar vida a un Niño Dios, como el que vemos cada día de la Candelaria en cientos de reproducciones, que hace fila vestido de gala en los brazos de sus fieles a la puerta de la iglesia. Transformado en un personaje —eficazmente

manipulado por Valentina Sierra y Carmín Flores, quienes dotan de movimientos y reacciones verosímiles al muñeco—, exige a los visitantes fallecidos mostrar virtudes de las que carecen para que sus deudos en México los conserven en la memoria. En ese limbo nacional donde el sonido de la tambora, de la música norteña, de alguna canción comercial con ínfulas de himno y de algunos noticieros, inunda a ratos el espacio delimitado con veladoras encendidas de colores, la chica y el joven, aunque asesinados en distintas épocas y circunstancias, carecen de posibilidad de elección o huida. El joven estudiante abatido en la Plaza de las Tres Culturas, satisfecho de haber muerto por un ideal y seguro de que el movimiento estudiantil devino revolución, se encuentra con una joven que no entiende de política, pero cuya vida fue destrozada en un estado del país sitiado por la violencia, y donde ser mujer determina la expectativa de vida. Mejor delineado el personaje femenino en el texto original —por su profundidad e inteligencia— que el mexicano, éste sin embargo sale airoso en la puesta en escena a partir de la dirección del joven Bonilla y de la interpretación de Sonia Couoh o Daniela Arroio —quienes alternan funciones y cuya participación no se anunció previamente—. En la función del pasado día 18, una de ellas se plantó con franqueza sobre el escenario para hacer frente a la posibilidad del olvido, desde la frescura de la ingenuidad y con la ilusión de otra vida. La duda sobre limbos distintos para malhechores, ricos, pobres, niños, o muertos por asesinato, llega hasta ese rincón donde la parca es a ratos travesti, patinador o portador de un regalo que bajo el celofán descubre una maraña de muñecas desnudas atadas con cuerdas. Plena de significados, de imágenes, de humor, de crítica social, política, y, a partir de una firme necesidad de mantener los testimonios, la memoria de cada ser humano abatido, de los hechos y la injusticia, Siglo XX que estás en los cielos es un trabajo escénico alentador, por encima de la densidad de su contenido. Fernando Bonilla, quien debutó en 1994 como actor en Cabos sueltos de Harvey Firstain —a la vuelta de ser intérprete en más de 30 obras, autor de ocho más y director de once, a diferencia de muchos actores, autores y directores de su generación, ocupados en una introspección laxa, auto contemplativa y profesionalmente poco rigurosa—, busca y encuentra textos, temas, estéticas, paisajes sonoros y formas de expresión detonantes que adhieren al espectador a un arte imprescindible. Siglo XX que estás en los cielos es un trabajo que hay que ver con la confianza de que nos habla con honestidad y auténtica preocupación acerca de la zozobra que se prolonga en nuestro país, bajo distintos títulos y con nuevos actores. Es una puesta que se atreve a manipular imágenes sagradas insertas en nuestra memoria colectiva, que adquieren otra dimensión mediante un tratamiento que escarba en las buenas conciencias de los descreídos. Se trata de echar un vistazo a lo que nos ha sucedido y a lo que aún acontece, de hacer un llamado a dejar el letargo de la desmemoria, de una invitación a bajar lo celestial y a elevar lo terrenal a partir del trabajo de un buen equipo conformado por Bernardo Gamboa —como Él—, Sonia Couoh ó Daniela Arroio —como Ella—, Valentina Vázquez y Carmín Flores como las actrices que dan vida al Niño Dios, Valerio Vázquez e Iván Skinfield como Muerte, con la voz de Joaquín Cossío como locutor. El diseño sonoro es de Leonardo Soqui, vestuario de Sheila Flores, asistencia de dirección de Ana María Benítez, e iluminación y producción ejecutiva de Gabriel Zapata. L

RESEÑA

Pensar nuestra escena Juan Manuel García

U

no de los pocos oficios que aún nos devela el ensayo es la apuesta por el pensamiento crítico. Yuxtaponer las premisas constituye un ejercicio lúdico en el que se navega siempre entre diversos supuestos que van arrojando sus anclas para asir un mapa territorial desde el cual montar los alfileres. Esta figura del mapa y los alfileres sirve para contextualizar Un siglo de teatro en México, coordinado por David Olguín. El libro despliega una visión pertinente y necesaria sobre el devenir de nuestro teatro y las múltiples aristas que en poco más de 100 años pueden encontrarse cuando uno quiere contar lo que pudo ocurrir y de hecho ocurrió en nuestro teatro. Valioso en muchos planos, el libro que urdió Olguín trata de conjuntar las historias y las microhistorias dispersas en artículos periodísticos y reseñas críticas. Resulta de este modo muy antojable no solo para los estudiosos sino para quien quiera observar a algunos ángeles y demonios que habitaron las tablas mexicanas.

Una tarea titánica y en aras de la sabiduría creativa del coordinador, el volumen se arma con un puñado de investigadores, creadores y críticos que han visto, escrito, debatido y gestado la escena nacional. Es de tal suerte que encontramos dieciocho ensayos o, si se quiere, dieciocho capítulos de la novela mexicana del teatro que remata con una cronología sintética de Luis Mario Moncada. Como no se puede hablar de teatro desde un solo balcón, Un siglo de teatro en México lanza una mirada periférica a las corrientes, la historia, la dramaturgia, la actoralidad, los espectadores, los directores, en un ánimo por demás gozoso, con la curiosidad del arqueólogo que mira al pasado con visos y ansias de novedad. Exceptuando la revisión de la evolución de la escenografía en el siglo XX, los últimos siete ensayos se ocupan con lucidez de las últimas preocupaciones de la escena nacional, con sus innumerables protagonistas. Este último conjunto puede constituirse como un sólido estudio multitemático para aprehender los hilos teatrales mexicanos. Queda así la impresión de que, pese a sus figuras fundacionales, lo más rico

Un siglo de teatro en México David Olguín (coordinador) FCE/ Conaculta México, 2011 372 pp.

del teatro nacional radica en su diversidad a pesar de que llegó tarde a las vanguardias, caso contrario al de las artes visuales. Es esa pluralidad la que aún no define si es necesario o importante aglutinarse en corrientes, estéticas o patriarcas. Quizá todas las constelaciones del teatro en México, con sus formas de producción, sus dramaturgias, sus grupos y sus públicos tienen una veta inmensa por explorar en la consolidación de procesos ya no de nación sino de una articulación y vinculación efectiva con los espectadores: desde las instituciones, los públicos locales e internacionales, hasta el campesino de la sierra. Un siglo de teatro en México es con mucho uno de esos textos pilares para ir encontrando lo que dijimos y lo que queremos decir en el aquí y el ahora. L


sábado 29 de septiembre de 2012 b 11

LABERINTO

cine ESPECIAL

Marcela Rodríguez

“Usamos la música para hacer crítica social" Mario Bellatin adaptó uno de sus cuentos al ambiente de Ciudad Juárez. Luego vinieron las imágenes y el lenguaje de la ópera. Surgió así Bola negra ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com

E

l proyecto surgió de la curiosidad del escritor Mario Bellatin y de la compositora Marcela Rodríguez. El narrador aportó Bola negra, cuento de aires orientales que narra la extraña historia del entomólogo Endo Hiroshi. Juntos sacaron la pieza de su hábitat natural y del relato sobrevivieron frases, pequeños tajos de lírica que la artista puso a dialogar con música, canto y una serie de imágenes de Ciudad Juárez. El resultado del ejercicio es Bola negra, que se exhibirá en la próxima edición del Hay Festival de Jalapa, Veracruz. ¿Cómo surgió el proyecto de llevar al cine el cuento de Mario Bellatin? Mario Bellatin es un gran curioso y en una conversación me pidió que le explicara cómo se hace una ópera. Nos juntamos en mi casa y nos entusiasmamos tanto que se nos ocurrió trabajar de manera conjunta. No recuerdo quién propuso el cuento, pero fue suya la idea de hacer una película con elementos operísticos. ¿Qué los lleva a ubicar la película en Ciudad Juárez? Queríamos hacer algo relacionado con la realidad mexicana, de modo que pensamos en armar un coro en una zona de auténtico riesgo. En principio contemplamos Guadalajara. En el mismo lapso, en Bellas Artes se enteraron del proyecto y se ofrecieron a apoyarnos; de hecho, nos propusieron trabajar en Ciudad Juárez. Fue muy interesante porque nos encontramos con un lugar desamparado, desolador, y con un ambiente terrible. Costear una producción operística no es fácil. ¿Cómo administró los recursos? Hice la ópera accesible, con pocos músicos: piano,

percusión y chelo. Allá armamos el coro. Me llevé una grata sorpresa cuando descubrí que dos de las maestras cantaban muy bien; pensaba llevar un contratenor y me topé con que ya había uno. Apenas lo descubrí me puse a escribir un trío. Amplié la partitura conforme a lo que me encontré.

Bola negra narra la historia de un hombre que termina por comerse a sí mismo. ¿Cómo se relaciona con la violencia en Ciudad Juárez? Lo más interesante fue descontextualizar el cuento. Resalté las frases más fuertes a través del canto y una vez que las grabamos las adapté a imágenes de la ciudad; así cobraron un sentido más amplio. Por eso en la película ves imágenes de ensayos contrapuestas con casas vacías y una ciudad destruida. Es interesante observar cómo una ficción literaria se contrapuntea con imágenes reales. La ficción no tiene nada que ver con lo que planteamos, pero al sacar las palabras de su contexto el relato se volvió real. Eso fue lo más interesante del ejercicio. ¿Cómo construyeron una narrativa que imbricara las palabras con las imágenes? Mario seleccionó treinta fragmentos y yo subrayé frases, que hice cantar al coro. Hice cantar algunas al estilo de la ópera. Aproveché también la voz de Mario para la narración y la puse a dialogar con el chelo. En realidad, la selección de textos nos dio la estructura. ¿Tenían algún modelo a seguir? Quisimos tener la libertad de hacer lo que se nos ocurriera. Cuando llegamos, no sabíamos qué íbamos a filmar. Rodamos casi todo desde el coche, acaso hicimos algunas tomas en el centro. No sacamos al coro a la calle porque era peligroso. Fue un ejercicio extraño y, espero, original.

La compositora y directora mexicana

No había un guión cinematográfico. Teníamos la música pero desconocíamos el contenido visual. ¿Cree que este tipo de proyectos pueden funcionar como alternativas para la difusión de la ópera? Hace unos días fui a un encuentro de compositores en Chile. Los alumnos me preguntaron sobre algunas formas de abandonar el elitismo y llegar a la sociedad. Después de que les enseñé este ejercicio quedaron fascinados porque usamos la música para hacer crítica social. Creo que las imágenes funcionan para relacionar al público con la complejidad del arte sonoro. ¿Qué futuro ven para su película? En el ámbito académico ha tenido una recepción maravillosa. Yo la presenté en Chile y Mario en Documenta, un festival de arte celebrado en Kassel, Alemania, y le fue bien. Falta ver cómo la recibe la gente; no sabemos si funcionará. Como experimento fue sensacional pero aún no sabemos si tendrá futuro. Quizá la enviemos a algunos festivales. L

HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL

Un irresistible deseo de pureza Fernando Zamora @fernandovzamora

F

ue un adolescente en la época de El Proceso (aquella dictadura militar que se impuso en Argentina entre 1976 y 1983); hoy es guionista y me hizo notar que hay cosas sucias que hace uno por un “irresistible deseo de pureza”. Así es Marita en La mirada invisible: un personaje cándido que pareciese perverso. Marita es una niña de veintitrés que no ha podido terminar de crecer. Trabaja en un colegio burgués en el Buenos Aires de los años ochenta para descubrir aquello de que el amor es medio pariente del dolor. Así, con más inocencia de la que uno creería, se inventa que quiere descubrir alumnos fumadores con una razón particular. Avanza la película y entendemos que perseguir fumadores es el pretexto para espiar a un adolescente. Marita, como el Gustav de Muerte en Venecia, vive abismada (aquí me recuerda a Barthes) y el objeto de su afecto es todo lo que ella no es. Ella realmente está reprimida. Los adolescentes a los que ella reprime asisten a este colegio solo por un pacto social: la escuela educa a las elites con gente como Marita y las elites reprimen a gente como Marita. El cine argentino vuelve a probar que es el mejor de la América de habla hispana, entre otras cosas

porque toca sus temas. Ya decía Reyes que para ser universal tienes que ser un poquito local. El retrato de la reprimida sexual (una mujer con quien el autor trata de demostrar que en el mundo postindustrial todos están reprimidos) es casi un tópico. Hermosillo dio a México su Berenice en 1975 y en el 2001 Haneke (basado en la novela de Elfriede Jelinek) creó un agudo retrato de la mujer que camina hacia lo puro por los rumbos de lo perverso. Habrá muchos otros ejemplos, sobre todo si pensamos en Bovary. Imposible no recordar a todas estas mujeres cuando conoce uno a Marita quien, por otra parte, es más argentina que un tango. Porque la ironía, el sentido del humor, el tema amoroso enmarcado aquí en las condiciones sociales que llevaron a la Guerra de las Malvinas, todo ello tiene sabor a Buenos Aires, ciudad donde llueve mucho y Marita se permite soñar. Hay que decir, por otra parte, que si no has llorado, como esta mujer, con un movimiento lento de Vivaldi, el filme puede resultar muy tedioso. La mirada invisible goza de excelentes actuaciones, una fotografía impecable y acorde con lo frío de estos amores y una puesta en escena cuya lentitud reconstruye la soledad de un personaje partido a la mitad por el deseo de ser otra. Muy particularmente Marita quiere volverse el muchacho burgués del que se ha enamorado: quiere escuchar su música,

La mirada invisible. Dirección Diego Lerman. Guión Diego Lerman basado en una novela de Martín Kohan. Fotografía Álvaro Gutiérrez. Música José Villalobos. Con Julieta Zylberberg, Osmar Núñez y Marta Lubos. Argentina, 2010. traer encima su olor, ser él. Ser el objeto mismo de sus afectos: el muchacho. Solo desde esta perspectiva el final adquiere coherencia y las escenas en que la protagonista se masturba mirando a sus alumnos entre el orín y la mierda dejan de ser sólo un objeto de escándalo para regalar esta reflexión inquietante: ¿acaso el amor verdaderamente romántico solo es posible en este onanista estado de represión? L


12 b sábado 29 de septiembre de 2012

MILENIO

varia EKO

Cómo olvidar el 2 de octubre hyepez.blogspot.com

S

i hay una fecha que ha marcado a nuestra cultura negativamente es el 2 de octubre. La marca psico-cultural ha quedado grabada en la frase “2 de octubre no se olvida”. La frase es lema y manda, grafiti y metafísica, cicatriz y látigo. Es el sello “gacho” de un suceso traumático que duele y jode. Es una frase que pide no olvidar la agresión. Su efectividad reside en que no dice qué sucedió en esa fecha y, por ende, es fórmula para completar la rememoración, para participar del recuerdo indeleble, rehacer la historia. Parece sólo referirse a los estudiantes asesinados por el gobierno en 1968. Pero la frase adquirió tal poder cultural en México porque, inconscientemente, “estudiante” o “jóvenes” simboliza nuestro propio joven interno agredido por las instituciones (desde la familia concreta hasta el “sistema” abstracto). “2 de octubre no se olvida” es una frase con la que se pueden identificar profundamente millones. Individualmente significa: “Mi vida está marcada por la agresión emocional que sufrí en mi juventud, y que no fue reconocida”. Esta última parte es clave. Socialmente, el 2 de octubre no se olvida porque no fue reconocido y, mucho menos, resarcido. La frase entonces adquiere una extraña función. Es una denuncia contra los verdugos y, asimismo, un gesto masoquista. “2 de octubre no se olvida” también significa “debemos seguir sufriendo el 2 de octubre”.

CASTA DIVA Avelina Lésper

ARCHIVO HACHE Heriberto Yépez

Materiales www.avelinalesper.com.mx

Como tal, cumple la clásica estructura de la compulsión a la repetición y cierto victimismo. Es una especie de Noche Triste, Niños Héroes Huérfanos, Nueva Llorona, en suma, reiteración de la derrota mexicana. Es observable que el 2 de octubre tuvo efectos sociales desastrosos. Es un golpe a la autoestima colectiva y, sobre todo, una identificación secreta con el victimario, mediante una “sabiduría” popular que gusta de repetir que “como siempre” toda rebelión será reprimida. El 2 de octubre inhibe la iniciativa, la organización y la innovación. Tengo un amigo defeño cuyos maestros pertenecieron a la generación del 68 y que llegó a la conclusión que tomó de ellos emociones e imágenes que lo inhibían incluso a cobrar bien su trabajo, y a creer constantemente en que las cosas terminan mal. Nietzsche decía que no olvidar heridas esclaviza. Freud decía que no cerrar un duelo condena a la melancolía. No aceptar la separación termina en autorreproche y narcisismo. Sin embargo, ¿cómo pedirle a una cultura que olvide una masacre tan dolorosa en un régimen político que, precisamente, funciona gracias a la desmemoria histórica? ¿Cómo se olvida una frase que pide no ser olvidada? 2 de octubre no se olvida porque no ha podido ser superado. Lo difícil es que el 2 de octubre sólo podría ser superado si una generación joven rebelde mexicana triunfase en las calles. L

E

l material es un vehículo de expresión. El artista crea a través de su manipulación, alteración y experimentación. Su invención y utilización es un refinamiento de la inteligencia. Conocer cómo se usa es parte de la sabiduría de la creación. El artista comparte con la ciencia esa necesidad por la investigación y por el riesgo de la experimentación. En el Renacimiento, cuando los hermanos Bellini inventaron la pintura al óleo, robar la fórmula se volvió una obsesión de los artistas. Dalí, que era un mentiroso compulsivo, afirmaba que pintaba con barnices como los de Johan Vermeer, y en su manual de pintura prometía, sin cumplirlo, revelar cómo se hacían. James Abbot Whistler hizo las transparencias inimitables de sus paisajes abstractos con mezclas de barnices y aceites desconocidas hasta entonces. En esta búsqueda hay grandes fracasos que se convirtieron en caminos para seguir investigando. Para José Clemente Orozco era una preocupación existencial la fragilidad del muro, la vulnerabilidad del soporte, y trabajaba en sus pigmentos para que resistieran la fuerza del clima y del tiempo. Por eso, saber usar los materiales es un aspecto técnico que permite la libertad de creación. Aunque pareciera una contradicción, unir la creatividad a la disciplina técnica es una necesidad. El artista que evade esta enseñanza, que se niega a este aprendizaje, crea obras que no resisten el paso del tiempo. Una obra mal terminada impide ver lo que el artista trató de decir porque es más evidente su falta de dominio del material. Esto contrasta con el hecho de que los autonombrados artistas se niegan a utilizar materiales que llaman “tradicionales”. Convierten en material todo lo que no exija de un conocimiento técnico para ser usado. Desde Facebook hasta chicles masticados son soportes de obras o la obra misma. Pero en realidad el único material que el arte contemporáneo ha utilizado es la retórica. Sus obras, que son un producto del lenguaje, han recurrido a una tramposa manipulación de la palabra

para lograr valoración y apreciación intelectual. Esto es una consecuencia del rechazo al trabajo: es el no hacer, el no ensuciarse. Para que la obra consista en encender el aire acondicionado, como ahora en Documenta Kassel, se necesita una inmensa construcción retórica. Las teorías ya no logran ofrecer un material suficientemente sólido para hacer que la ausencia de creación tenga una validez artística. La retórica, la palabra y la especulación como materiales para crear una obra están mal utilizadas y las deficiencias son cada vez más evidentes. Los discursos son prácticamente iguales, explotan los mismos lugares comunes y términos. Estamos llegando a un siglo de anticreación sin que estas ideas se hayan renovado. Dar soporte verbal a las mismas cosas ha llevado a los teóricos a un callejón sin salida. Para que esto cambie se tiene que dar más libertad creadora a los teóricos. Ellos llevan el peso del arte contemporáneo y esta responsabilidad los está matando. Es demasiado. Si las obras son palabras, referencias fi losóficas, construcciones lingüísticas, es momento de que los teóricos se emancipen y exijan su derecho a ser reconocidos como los verdaderos creadores. Ya es irrelevante que la obra sea un objeto u otro. La no obra, la no presencia también se considera arte. Partiendo de ahí, las exposiciones deben ser mesas redondas, pláticas y ponencias. Si se exige que la obra sea analizada desde su sustrato teórico, ¿para qué la vemos? Lo que importa de ella son las palabras, el número de citas fi losóficas, la escalera teórica que la eleva hasta el cielo del arte. Si sobra lo tangible de la obra y debe dar paso a la intangibilidad de la teoría, entonces que ya no haya obras: dejen de acaparar museos, y usen auditorios, salas de juntas, centros de autoayuda. La palabra no necesita de espacio físico. La palabra necesita de un micrófono, de un pódium, de un libro. Hoy que el arte es ultra panfletario lo mejor que le puede suceder es salirse de los museos y ubicarse en el pulcro espacio del papel. Dejen los museos para los que hacen, los que se ensucian, los que usan su sabiduría y su pasión hacia los materiales. L


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