En busca de la Isla de las Sombras

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En busca de la Isla de las Sombras Mir Uberti Arghoost Toons Pablo Aranguren Julián Frnasci Alejandro Arrojo Sandra Barrozo Inés Huni Nicolás Castro Gómez Lucía González Bárbara Muñoz Evelyn Spalding Daniel Rulli Stella Benítez Sandra Becchia Ana Guantay Alejandra Karageorgiu Marina Aizen

M. Fernanda Karageorgiu Jorge Palomera Marcela González Eduardo Eleno M. Cecilia Luna Blanco Miryam Pirsch Silvia Colonna Marisa González Roberto Karageorgiu Carolina Cervantes Carolina Oteiza Noemí Balbiani Leonardo Etchart Carolina Rodríguez Angélica Quatrin Fabián Sosa

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E

l clásico Cadáver exquisito, impulsado por los surrealistas, consistía en la creación de una narración colectiva donde cada participante aportaba un fragmento al texto sin conocer lo que sus antecesores habían escrito. Tomando como base esta idea, incorporamos una variante: la participación de ilustradores. De esta manera, comenzamos con un título que el primer ilustrador recibió y le sirvió de punto de partida para crear la ilustración inicial de este cadáver exquisito cuya consigna fue "Crónica de un viaje fantástico". Luego la ilustración fue enviada al primer escritor quien dio comienzo a la narración, la cual debía respetar el formato de crónica y estar narrada en primera persona y en un género determinado. El siguiente ilustrador recibió sólo el texto creado por el primer escritor sobre el cual debía basarse su ilustración. A su vez, el siguiente escritor debió continuar la narración a partir de la última oración del escritor anterior -sin tener conocimiento del contenido completo del relato- y basándose en la ilustración del segundo ilustrador. Así sucesivamente hasta el final. Ninguno de los participantes tuvo acceso a los textos o imágenes hasta que el último participante entregó su trabajo.



Mir Uberti


Aquella mañana desperté con la sensación de que no sería un día como cualquier otro. Habitualmente tenía ese tipo de premoniciones y nunca fallaban. Extrañamente encontré junto a la puerta de mi casa un antiguo morral. Con Perico husmeando sobre mi hombro, lo abrí y revisé su contenido: un cuaderno con anotaciones, un reloj de bolsillo, una cuerda, una linterna, una llave... Al instante, me di cuenta que todo aquello pertenecía a mi padre. Había desaparecido tres meses atrás en un extraño viaje del cual no había querido contarme absolutamente nada. Tomé el cuaderno en busca de algún indicio de su paradero, pero varias hojas habían sido arrancadas y todo lo que pude deducir es que había viajado por mar durante siete días siguiendo la puesta del sol. Sin embargo, en una nueva pesquisa, descubrí un compartimento secreto que tenía la alforja y allí apareció la verdadera pista: un mapa agrietado con nombres extraños, coordenadas -aparentemente escritas en clave- y una cruz en tinta roja que señalaba un punto en el océano bajo el rótulo “Isla de las Sombras”. No había ninguna nota, ni nada más, pero todo indicaba que alguien me lo había enviado con un único propósito: que yo hiciera un viaje. Desde muy chica había acompañado a mi padre en sus expediciones y conocía a la perfección el oficio del navegante, pero cuando mi madre enfermó tuve que anclarme en tierra firme. Ella nunca le perdonó que él no hubiese hecho lo mismo, pero era un aventurero, un viejo lobo de mar... Mi padre me necesitaba y era la excusa perfecta para volver a sentir el húmedo viento del océano y el sabor a salitre en los labios. Así fue que, esa misma tarde, me dediqué a reclutar a la tripulación y a alistar un viejo barco para emprender la aventura en busca de la Isla de las Sombras.

M. Fernanda Karageorgiu


Arghoost Toons


Con tan poco tiempo no fue demasiado lo que pude conseguir. Pero después de dos días de investigar pude encontrar a algunos hombres para que me acompañaran. A primera hora del día me dispuse a pasar lista de mis compañeros de ruta. El primero en llegar fue el hombre lleno de tatuajes. Medía más de dos metros y tenía un sinfín de tatuajes. En su espalda desnuda pude ver el dibujo de una sirena, enormes monstruos marinos y un galeote encallado. Unos pocos minutos mas tarde llegó un muchachito que me rogó lo dejara viajar con nosotros, le expliqué que la aventura que nos esperaba iba a estar plagada de infortunios y desastres. Él se tiró a mis pies y se puso a llorar. Le dije que aún no tenía la edad suficiente para que yo pudiera contratarlo como grumete. Mientras se ponía de pie me dijo, secándose las lágrimas con un pañuelo sucio, que no podía esperar a cumplir los dieciséis. Se fue en silencio, aunque muchas veces se dio vuelta y me miró con la esperanza que lo invitara a acompañarnos. Pero como nada le dije, se perdió a lo lejos. Después subieron al barco dos hermanos pelirrojos. Uno era flaco y el otro gordo. Hablaban un idioma extraño. Jamás lo había oído antes. Me saludaron levantando sus sombreros al mismo tiempo y yo les mostré donde iban a dormir por el resto del viaje. El último en subir fue el viejo mudo. Subió con una valija muy grande y muy pesada. El hombre de los tatuajes se acercó, le estrechó la mano y se la llevó hasta su camarote. Me pareció que el viejo me miraba de manera desconfiada cuando lo saludé pero quizás fue sólo mi impresión ya que su larga barba impedía ver bien su rostro. Me pasé buena parte del día anterior buscándolo por todos los antros que rodean el puerto. Alguien había dicho que no podía conseguir mejor capitán que él. Pregunté cómo podía ser que un mudo pudiera hacerse cargo de un barco, como podía controlar a tanta gente al mismo tiempo sin poder hablar. - Es que a él no le hace falta. – Me contestó el dueño de la taberna y me sonrió.

Jorge Palomera


Pablo Aranguren


Me quedé con aquel garabato desprolijo en las manos, todo estaba listo ya y él parecía entusiasmado, aquel destino era otro paraíso prometido y, ciertamente, el mapa no le hacía falta. Hacía ya tiempo que era un navegante sin demasiadas pautas, andaba sin rumbo, con poca compañía y sin demasiada guía y no le había ido del todo mal, lo dos extraños irlandeses habían sido su mejor adquisición, el dueño de la taberna se los había presentado… silenciosos, amables, de pocas palabras como a él le gustaba y yo, yo no supe jamás como retenerlo, estaba, constantemente, viéndolo partir, con esa mirada que siempre… siempre buscaba un horizonte que a mi me era inaccesible, quizá la mejor manera de retenerlo era dejándolo partir… El dueño de la taberna, era un hombre corpulento, al poner su mano en mi hombro fue como si me dijese que ese era su destino, y, de alguna manera extraña, también era el mío. La gente de mar sabe de esas cosas, de destinos, gaviotas, mares adentro y mares afuera, soledades, silencios. Inexplicables ojos mirando horizontes a los que jamás se llega… Jonás era así, como el mar, quieto en apariencia pero todo un tumulto de vida y de sorpresas por dentro. Aquel era otro de esos viajes fantásticos que habrían de ser el final de algo pero que, inevitablemente, terminaban siendo el principio. Yo siempre fui su punto de partida y paradójicamente, por mucho tiempo, me creí su punto de llegada… Se alejaba otra vez, él, su gorra marinera, los extraños irlandeses, su pequeña barca…

Marcela González


Juliรกn Fransci


Se alejaba otra vez, él, su gorra marinera, los extraños irlandeses, su pequeña barca, hacia la eternidad del mar. Observé cómo se convertían lentamente en una sombra apenas visible, a punto de atravesar el horizonte, y no pude evitar verme a mí misma. Verme ahí, cerca del borde del mundo, lejos de las playas. En el medio de ese azul que parecía nunca terminar. Me quedé en silencio, simplemente mirando, sosteniendo el trozo de papel que me había dado al irse. Y casi inconscientemente, casi sin darme cuenta, lo doblé como había doblado ya otros cientos y cientos. Era el último. El último trozo que necesitaba, el último trozo para finalizar mi propia barca. El último trozo para comenzar mi propio viaje. Los barcos de madera podían ser muy resistentes, pero yo tenía muy en claro que el papel irlandés era fuerte, era liviano y poco absorbente. Y eso era todo lo que necesitaba. Llena de energía, corrí hasta la bahía en la que había trabajado durante años y coloqué el papel plegado en el lugar exacto. Observé orgullosa mi propia nave, tal vez pequeña, pero preciosa. Al fin y al cabo, no necesitaba demasiado espacio. Con fibra indeleble escribí el nombre que tanto tiempo atrás había elegido, nombre que me había prometido escribir al finalizar el trabajo: Francisca. Y sin despedirme de nadie, porque estaba segura de que no había allí una persona que me recordara, o quizá porque estaba demasiado impaciente o porque siempre había mantenido mi propósito en secreto, busqué mi bolso, lo cargué de comida, agregué un poco de ropa y me hice a la mar. Eché una mirada a Francisca: los cientos de colores que bailaban en sus paredes parecían haber adquirido un brillo especial ahora que navegaban a través del océano. ¿Quién lo hubiera imaginado? ¿Quién hubiera imaginado que un papel, hecho para escribir, para dibujar, para jugar, iba a convertirse en viajero? Nadie. Nadie lo hubiese imaginado jamás. Pero, de todas formas, sucedía. Y ahí estaba yo, en medio del mar, atravesando las aguas…

Eduardo Eleno


Alejandro Arrojo


Y ahí estaba yo, en el medio del mar, atravesando las aguas, sin comprender por qué estaba haciendo aquello. Todos los días pasados había sido tan confusos… parecían un cuento. Pensé que al llegar a la costa, las cosas cambiarían. Decidí cambiar mis pensamientos para lograr lo que realmente quería. –Encontraré la piedra. –me dije a mí misma casi en un grito. Qué susto, ya estoy hablando sola como una loca. ¿De quién son esas huellas? Tendré que seguirlas para saber dónde van. Había un montón de gente buscando lo mismo que yo… sólo esperaba que él no estuviera ahí también, ya no soportaría verlo, no soportaría competir con él, aunque me gustaría ganarle de nuevo. La isla era hermosa, pequeña, con muchas aves volando cerca de la costa. Además, el día soleado me puso de buen humor. Pensé qué bueno sería vivir allí, pero la verdad, una chica de ciudad no tendría mucho éxito en ese lugar… me deshice de esa loca idea y seguí caminando. Las huellas conducían a una especie de cueva, o mina abandonada escondida en los riscos cercanos a la playa. Me dio miedo entrar, pero finalmente, luego de estar parada un tiempo, di el primer paso. Todo fue más fácil después, entré primero a una especie de antecámara bastante grande que tenía tres túneles, uno era hecho por el hombre, pero los otros dos eran más bien grietas en la roca, que seguramente conducirían a otra cámara subterránea. Me detuve un momento pensando qué camino tomar, hasta que comencé a transitar el túnel hecho por algún minero de los siete enanitos. Cada vez se achicaba más el espacio, se hacía difícil respirar. Lo único que me mantenía con ánimo de seguir era un tenue luz que se dibujaba en lo que sería el final del túnel. Las paredes rocosas, tenían piedritas brillantes, no eran diamantes, reflejaban un color celeste, casi azul. Me quedé maravillada por la belleza de ese pasaje, pero…

M. Cecilia Luna Blanco


Sandra Barrozo


Me quedé maravillada por la belleza de ese pasaje, pero esa fascinación encerraba algo que me asustaba, algo que me atraía pero me despertaba la sospecha de una inquietud. Esas luces que parecían guiar, iluminar el camino de los que nos animábamos a adentrarnos en el pasaje, atrapaban mi atención como si yo no fuera yo misma sino una mosca, una vulnerable mosca que se dirige a la mortal llama de su muerte. ¿Y si esa luz no era luz sino un señuelo? Esa luz, guía para caminantes era, a la vez, un peligro que en contacto con mi corona o con la tela de mi vestido podía convertirse (y convertirme) en antorcha, en tea que ardería hasta chamuscarme totalmente. Pero la meta estaba ahí, la boca que anunciaba la salida (o que al menos proclamaba la esperanza de que existiera) aparecía detrás de esas luciérnagas furiosas que deseaban hacer un nido de fuego en mi pelo. Si no atravesaba ese cerco, mi travesía finalizaría antes de la meta y ya había andado demasiado como para entregarme justamente allí. Con lo último que quedaba de mi cantimplora me humedecí las manos y salpiqué un suave rocío sobre mi cuerpo y mi pelo. Poco podrían hacer para no secarse al primer contacto, si se trataba de fuego pero al menos intentaría eso. Cuando terminé mis húmedos afeites visualicé el camino y tracé un mapa mental que me llevó a pasar a leves centímetros de cada luz sin tocarla, con la delicadeza de una geisha, con la precisión de un samurái. Enseguida, ante mis ojos, apareció la boca que sospeché salida pero la luz que de ella irradiaba no era natural sino una lámpara mayor, un peligro mayor y no el...

Miryam Pirsch


Inés Hüni


…leve riesgo que yo pensaba correr cuando comencé a huir de él. A medias escondida detrás de aquel muro de piedras y paja, sabiendo que sólo me quedaba menos de un cuarto de agua en mi cantimplora, decidí esperar agazapada hasta que la luz se atenuara. Me senté, crucé mis manos sobre mis piernas cansadas, apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Me desperté dos horas después, aproximadamente. Ya la luz no se veía, ahora sólo se escuchaba el canto de las ranas. “Hay agua en alguna parte”, pensé. Y me largué a caminar nuevamente. El peligro parecía haber desaparecido. El cansancio de mis piernas y brazos, también. Recuperé las fuerzas como nunca antes hubiera sospechado. Y avancé. Poco hizo falta que caminara para que por fin lo viera: allá abajo, cristalino y cantarín, corría el arroyo que tanto había buscado. ¡Por fin! Podré beber agua buena y no la que tengo guardada, que me parece que es lo que me está haciendo ver y sentir cosas extrañas. Tomé el primer palo que encontré y decidí comenzar a bajar por la pendiente. Estaba frío y resbaladizo, tuve mucho cuidado. El perfume de las plantas acuáticas iba llegando a mi nariz y mi corazón se alegraba por ello. Bajé despacio, apoyando primero un pie, después el otro y muchas veces arrastrándome para no caerme. Al fin, logré tocar el agua. Qué tranquilidad! Qué belleza! Qué rica estaba! Y vacié la cantimplora y la volví a llenar con el agua de ese río milagroso. No me duró mucho la paz. Estaba terminando de llenar el recipiente cuando escuché crujir unas ramas detrás de mí. El frío del agua pasó a helar mi sangre. “Me encontró!”, pensé aterrada. Y cerré los ojos. Mi respiración se agitó. Mi cerebro no paraba de decirme: corré!! Pero mis piernas no respondían. Helada y petrificada. Respiré una vez más y mi cuerpo decidió por mí: me tiré al agua. El río hizo todo lo demás. Pude abrir mis ojos unos minutos después y sólo vi el crepúsculo en el cielo. Me acosté en el agua y me dejé llevar. Sobre la orilla, vi su figura impotente, maldiciendo en su idioma, gesticulando ampulosamente por no poder seguirme. Si se mojaba, se moría. Brindé por ello con el agua del río. Y sonreí.

Silvia Colonna


Nicol谩s Castro G贸mez


Al principio no me vio. Me quede mirándolo absorta. Era un monstruo que sacaba huevos de oro del río. Los ponía en una bolsa, metía la mano en el agua y cuando encontraba uno sonreía y le podía ver los dientes brillosos y blancos. Se desplazaba con cuidado como si tuviera miedo de romperlos. Fue llenando la bolsa y se la coloco al hombro. De repente el monstruo se dio vuelta hacia donde yo estaba. Me quede dura por unos segundos hasta que se dio vuelta y siguió caminando por el río pero sin sacar huevos de oro. Mis ojos buscaron al monstruo pero lo único que veía era una línea difusa. En la oscuridad se filtraban unas líneas de luz, sin embargo si uno miraba hacia arriba lo único que encontraba era un gris oscuro a lo que en mi mundo normal se le llamaría cielo. Como si buscara una salida que no conocía o que no recordaba pensé en como podía irme de allí sin embargo a la vez que pensaba una salida una especie de modorra me atacó y sin querer me dormí. Me desperté y aunque no recordaba nada de lo anteriormente vivido como si no fuera yo la que habitaba ese cuerpo, pensaba abriendo los ojos y mirando a mi alrededor y me encontraba sepultada en algo que parece materia pero que no lo era, y ya no sabía si era un sueño esa realidad extraña y entonces comenzaba a moverme con asombro porque recordaba que tenía frente a mí a un río y esa nueva realidad no se parecía en nada a lo que yo conocía. Mientras buscaba con los ojos y las manos el nuevo lugar en el que me encontraba, me preguntaba dónde estaba y lo más extraño es cómo había llegado hasta allí.

Marisa González


Lucía González


Recordé vagamente haber bebido un brebaje oscuro y dulzón. No sabía dónde ni tampoco el motivo…lo peor del caso era esa sensación de que también había sido en otro lugar y en otro tiempo que no era el mío. Mientras pensaba esto, fui cayendo en una especie de sopor. Ignorando el extraño ambiente que me rodeaba, me dejé ir… De pronto me vi, como si estuviera suspendida del cielorraso de una habitación. Era yo, dormida sobre un libro abierto ¡Que situación rara verse una misma como si estuviera mirando una película! Poco duró esa imagen: una fuerza extraña comenzó a alejarme, atrayéndome en una especie de torbellino ascendente. De pronto los giros cesaron y entré en un túnel por el que esa fuerza incontrolable me llevaba. A medida que la velocidad aumentaba me di cuenta que no sentía el viento sobre mi cara y que el túnel – al comienzo de una negrura absoluta – me mostraba escenas que creía recordar, aunque no podía precisar de cuándo ni de dónde. De pronto, todo se detuvo y me encontré en un lugar extrañísimo, como si alguien hubiera armado sólo para mí una escenografía con los paisajes más bellos que había soñado y nunca pude ver sino en fotos. Me hallaba parada sobre la arena de una playa blanquísima (que sin embargo no sentía bajo mis pies). A mi izquierda, el mar turquesa se movía en suaves ondas. Miré hacia atrás y vi las montañas nevadas más altas que jamás hubiera imaginado. A mi derecha había una selva tropical tan variada como exuberante y de un verde tan potente que ningún pintor hubiera sido capaz de reproducir. Pero no estaba sola: hacia mi se dirigía un joven, vívida imagen del David, ataviado a la usanza hawaiana. Un par de metros antes de poder tocarnos me detuvo con un ademán y habló: - No me ves ni me oyes, simplemente nos comunicamos: mi imagen es la que quieres que sea. Tus sentidos quedaron allá. - ¿Dónde estamos? ¿Cómo llegué aquí? - En un Universo Paralelo. Llegaste por error. Yo te indicaré el camino de regreso para que vuelvas a ser completa y puedas seguir tu camino

Roberto Karageorgiu


Bárbara Muñoz


Yo te indicaré el camino de regreso para que vuelvas a ser completa y puedas seguir tu camino. Ésas habían sido sus palabras, la última expresión de mi mentora, maestra y amiga. Trazos de una conversación arrinconada en esquinas oscuras del pensamiento. Y ahora, después de meses de somnolencia y quietud, su mensaje volvía a repiquetear en mi cabeza, lleno de un nuevo significado que todavía no acertaba a descifrar. ¿Era el camino de regreso la clave para volver a ser completa? Seguir mi camino… ¿hacia dónde? Después de la última vez, de la última ida y vuelta, de la última pieza perdida, a pesar de guardar lindos recuerdos, no había reunido el valor suficiente para volver a mirar atrás. Hasta hacía apenas unos instantes. Quizá había sido el vestido rojo, quizá las fotos, revivir situaciones más allá del papel y del marco. Volver a estar en aquella montaña donde perdí el primer recuerdo, en aquella playa donde cada sonrisa seguía a una anterior y precedía a una nueva. Mientras sigo divagando, ha vuelto a salir el sol, entibiando una tímida esperanza de mañana. ¿Será éste el momento de seguir? Tal vez haya esperado demasiado tiempo una señal que podría no llegar jamás. Me levanto, comienzo a caminar. Es sencillo, primero un pie, después el otro. Miro a ambos lados y veo sombras que van mutando de color. Minuto a minuto me voy convenciendo de que la oscuridad no va a durar para siempre. ¿Podría acaso haberlo descubierto antes? ¿era imprescindible un alto en el camino para después retomarlo con renovadas energías? Durante un rato, o tal vez muchos, pensamientos felices me acompañan. Un imprevisto me hace detenerme entonces. Es él, otra vez él llenado mi mente de dudas, mis ojos de lágrimas. Me quedo. Caigo. Me levanto mientras su recuerdo se desvanece. Algún día voy a volver, voy a volver para ser completa cuando tu mirada haya dejado de doler. De nuevo un pie, otro, otro más. El camino se hace más fácil. A partir de ahora, el viaje va a ser mejor. Cambian los paisajes y voy cambiando yo.

Carolina Cervantes


Evelyn Spalding


Este viaje me está matando. Quiero parar; los zapatos me exprimen, la transpiración está a punto de ahogarme y mis ojos se vuelven tan bizcos que me mareo. Nunca imaginé que huir de los Monstruos Violetas me iba a dar tanto trabajo, de haberlo supuesto, casi podría haber elegido enfrentarlos. Pero ya es tarde, en este juego de corridas, no voy a ser la primera en parar. Con miedo, busco entre las rocas un escondite o un atajo, ya no me importa. Miro al cielo y los cráteres de la luna me recuerdan las sabias palabras de mi tío José “cuando no sepas a donde ir, busca debajo de tu tierra”. Salto de alegría y salto varias veces, hasta desparramar bien lejos toda la tierra. En ese momento encuentro una tapa amarilla que escaleras abajo descubre un túnel. Vuelvo a mirar, y los Monstruos Violetas siguen ahí… qué rayos, esto se ha vuelto demasiado personal para mi gusto. Deslizo mi pie derecho y ¡zapate!, se me cae un pedazo de tobillo. Increíble, lo que me faltaba. No importa, voy a seguir este túnel, nada malo puede salir de escarbar en mis tierras. Salto a una roca espesamente marrón, y ¡zaz! una pizca de frente que salta, llevando con ella toda mi fé en el tercer ojo que no encuentro… ¡Ay! Tantas cosas que no encuentro y este rompecabezas perfecto con el que no puedo jugar. Y ha de ser perfecto, porque yo siempre entiendo todo. A mi nadie me engaña. Salvo los monstruos… qué fastidio estos monstruos, se transforman, se disfrazan. Odio cuando se disfrazan. Ahora, puramente violetas, los pierdo de vista. Basta. Mejor sigo, que perder partes de mi cuerpo no es tan grave. Peor es no saber a dónde ir.

Carolina Oteiza


Daniel Rulli


Por instinto corrí. Eludí el hueco por donde asomaba la engañosa escalera y seguí, rauda, por la sinuosa plataforma. Sentía sobre mi espalda la oblicua y hambrienta mirada de los felinos monstruos que me rodeaban. Mi cabello al viento tapaba por momentos mis ojos, provocando aun mas temor pues podía errar el paso y caer en sus fauces. No sabia que era capaz de correr tanta distancia ni tan velozmente. Deje atrás la horrible ciudad hasta llegar al monte. Seguí huyendo entre los eucaliptos envuelta en la penumbra del amanecer. Finalmente llegue a un espacio abierto, llano, sin árboles. Una luz parpadeaba en lo alto, a cierta distancia. Me acerque curiosa, ya calmada, libre del temor y la angustia que la atroz circunstancia pasada me había causado Unos muchachos se movían alrededor de un aerostato. El quemador encendido iluminaba la estructura mientras el aire caliente henchía el colorido globo. De pronto me encontré acurrucada en la barquilla junto a dos nuevos amigos que, con amable sonrisa, me invitaron a subir. Ascendimos lentamente. El aire fresco nos estremeció. La belleza del cielo, salpicado de nubes naranja pálido, amarillo, rosa y celeste claro, me hizo llorar. Una tropilla galopo asustada al oír nuestras exclamaciones de asombro y entusiasmo, dejan tras de si una estela polvorienta. Por un momento el viento nos llevo siguiendo el curso del río cuyas aguas reflejaban el irisado cielo. Un apretado grupo de sauces llorones se erguía en la ribera como una formación de celosos guardianes. Poco a poco, ascendimos mas. El paisaje era fascinante: los rayos del sol caían dorados sobre la tierra permitiendo ver con claridad llanura, colinas, montes, caminos y caseríos. Una impetuosa corriente nos elevo e impulso a gran velocidad. La barquilla se hamaco peligrosamente. Nos aferramos con fuerza a ella. El viento nos pegaba en el rostro obligándonos a volver la cabeza para respirar. Una bandada de extrañas aves volaba hacia nosotros. Fue inútil tratar de desviarnos. Pasaron entre nosotros, destrozando con sus fuertes picos el aerostato y golpeándonos con sus alas, defendiendo quizás, su espacio aéreo. El calor se escapo por los numerosos agujeros. Perdimos altura. Inevitablemente caíamos. Rogué que el viento nos llevase hacia un monte, donde los árboles suavizarían el golpe. Faltaban pocos metros. Me prepare para el aterrizaje. -¡Vamos, responde! ¡Hace diez minutos que te hablo parado frente a vos, y no me ves ni me ois! Reconocí su voz. -¿Es posible? ¡Vos siempre viajando…!

Noemí Balbiani


Stella BenĂ­tez


-“¡JAJAJA!” -“Tienes razón, siempre viajando y conociendo el mundo en este hermoso y económico globo!” -“Además de todo esto, cuido la naturaleza, ya que mi globo no contamina.”; le explicaba al abuelo en la carta que escribía respondiendo a su anterior misiva enviada a través del águila especialmente entrenada por ambos. Mientras escribía se me dibujaba una gran sonrisa recordando todos los momentos en que junto al abuelo mirábamos extasiados el globo terráqueo, el cual el viejo cuidaba como oro y limpiaba todos los días junto a la estufa de la cabaña. Asimismo en la carta le decía: - “¡Abuelo, en este momento estoy pasando por la sabana africana y una pareja de leonas me está mirando!” -“¡Es tal cual me lo contabas de pequeña!” -“¡Ay abu querido! Cuando vuelva y te muestre todas las fotografías que estoy sacando!” -“¡Las pondremos en un álbum junto al globo terráqueo! Así iremos mirando cada una y te iré mostrando en qué parte del mundo la saqué”. No cabía en el globo (aerostático) de la emoción y no veía la hora de regresar para abrazar y besar a mi abu querido. Mientras tanto, el águila especialmente entrenada esperaba parada en el borde de la canasta del globo a que concluyera mi escritura y le colocara prolijamente plegada la nota en el tubito de ensayo amarrado a una de sus patas. Ella sabía perfectamente en qué dirección estaba la cabaña del abuelo. Y hacia allí partiría rauda y veloz trazando una línea recta para llegar y cumplir con su misión. Concluí mi relato escrito, y tal cual estaba estipulado doblé prolijamente la carta y la introduje en el pequeño tubo de ensayos que tenía el águila unida a una de sus patas, lo cerré cuidadosamente, coloqué mi mano derecha suavemente junto al águila para que tal como la habíamos entrenado, posara sus garras sin lastimar a su remitente, y esperando la palabra mágica que habíamos acuñado junto al abuelo, partir raudamente en línea recta hacia su destino. Quedé nuevamente sola y volví a contemplar todo ese maravilloso paisaje de la sabana que todavía el hombre no había podido destruir con sus máquinas y construcciones con la excusa del “desarrollo”. Revisé la cámara fotográfica por enésima vez, cuidando de limpiar todos sus viejos mecanismos y recordando con una sonrisa al abuelo cuando me dijo : - “Amanda, así que quieres llevar tu cámara digital último modelo?” “¿Y dónde la vas a recargar?” No podía parar de reírme pensando en lo astuto que había sido el querido viejo al darme aquella vieja cámara rescatada de su Italia natal en medio del bombardeo de los alemanes. El águila habría recorrido ya miles de kilómetros haciendo escalas en distintas islas para alimentarse y beber, atravesando cientos de mares y guiándose solo con su visión y su intuición, hasta divisar ese bosque conocido, donde sabía estaba la cabaña de su viejo entrenador. Se dirigiría hacia allí como una flecha esperando divisar al viejo con una sonrisa de oreja a oreja al saber que traía noticias de su nieta. Pero algo había sucedido….ya no recibiría respuesta de mi querido abuelo…

Leonardo Etchart


Sandra Becchia


Pero algo había sucedido….ya no recibiría respuesta de mi querido abuelo… era menester pensar en el próximo paso con urgencia. Recogí mis pertenencias rápidamente, acomodé mis desgreñados cabellos y sequé las huellas que las lágrimas habían surcado sobre mis mejillas porque no había tiempo que perder… el viaje debía continuar independientemente de la ausencia de ayuda y confiando únicamente en mi instinto para asegurar así el éxito de mi empresa. Retomé el polvoriento sendero tras los robustos árboles con la esperanza de que la noche no me encontrara en ese lugar tan desolado. Súbitamente apareció frente a mí la imagen borrosa de un ser al que no pude identificar. Tal vez eso se debía al arremolinado viento que levantaba el polvo del camino evitando así verlo en forma nítida, pero eso no impidió escuchar su voz… una voz que me era familiar aunque un tanto distorsionada. Esa voz decía… “adhuc tempus… adhuc tempus…” y sin más, la forma se elevó entre los árboles transformándose en un águila que batía fuertemente sus alas y que, antes de emprender su vuelo dispuesto a desaparecer entre las sombras de un atardecer oscuro y sombrío, fijó en mí su mirada penetrante emitiendo un chillido ensordecedor. No podía dar crédito a lo ocurrido. Todavía resonaba en mis oídos la frase “adhuc tempus”. La había escuchado por primera vez en casa de mi abuelo siendo niña cuando mi padre, en una acalorada discusión con mi madre, amenazaba con descubrir un secreto familiar del cual nunca supe nada. Al verme tras la cortina de la sala viendo la escena mi madre dijo suavemente al oído de mi padre “adhuc tempus” que posteriormente averiguaría que el significado de dichas palabras era “aún hay tiempo”. ¿Qué habría querido decir? ¿Por qué esa voz conocida me traería ese mensaje para regresar a mi niñez? Una vez más recordé que ya no recibiría respuesta de mi querido abuelo… entonces tomé coraje y comencé a caminar con firmeza y decisión. Debía averiguar el sentido de aquellas palabras… “adhuc tempus”…

Carolina Rodríguez


Ana Guantay


Comencé a planear el último tramo de este viaje fantástico. Junté unos pocos elementos necesarios, algunas provisiones y partí. Antes de la primera hora ya había pasado la línea de lo previsible. Me dispuse a entrar en terreno peligroso. Atravesé aquel lugar inhóspito con la mirada del águila en la nuca, en mis sienes su chillido agudo y penetrante como un presagio. El águila y su mensaje… El camino se hizo más seguro al tiempo que aparecían las primeras estrellas. Caminé entre árboles oscuros y húmedos hasta llegar a un paraje solitario, una especie de pueblo abandonado. Casas pequeñas de techos bajos y puertas anchas parecían sembradas por doquier entre las sombras de la noche. Sin embargo, ningún rastro de vida humana podía divisarse. Mi ánimo se estaba tornando irritable y el cansancio del viaje se hacía sentir entre mis costillas. De pronto mis ojos encontraron la puerta que tantas veces se me había aparecido en sueños. Pero ahora, plagada de realidades, la encontré más vieja, más oscura, más secreta… Golpeé dos veces. No esperaba hallar respuesta de ser vivo alguno. Sin embargo, debía insistir. Necesitaba encontrar una respuesta. Volví a golpear. -Por favor… necesito descifrar el mensaje. Sé que puede ayudarme. Minutos interminables, ¿horas?, la noche como un velo frío y desmoralizante. La puerta se abrió lentamente. -¿Adhuc tempus? Por las dudas apuré el paso. No había nadie en ese lugar. Atravesé un recibidor oscuro y luego una sala y un pasillo ancho y gris antes de divisar la luz que se filtraba por debajo de la puerta. La abrí despacio, con la delicadeza con la que hubiera tratado al portador de mi tesoro más preciado. Allí, en medio de esa habitación, se hallaba la clave. Entre tantos libros apilados, llenos de polvo y años, había uno que llamó particularmente mi atención. Un reflejo azul de fuego lo iluminaba desde la chimenea. Abierto en su mitad, portaba la frase reveladora, el mensaje secreto, la clave de todo: “Aún hay tiempo”. Rápidamente tomé el libro entre mis manos y ya no sé lo que ocurrió a continuación. Debo decir que me sentía tan extraña que no fue fácil creer en mis propios ojos cuando la chimenea se puso en movimiento dando paso a una incógnita aún mayor. Era imposible oponerse a la tentación de entrar por aquel pasadizo…

Angélica Quatrin


Alejandra Karageorgiu


Corro y no puedo parar, me deslizo en el aire, como si fuera líquido y yo una anguila. Me siento ágil y liviana. Todo parece temblar en el pasadizo y el brillo fosforescente que se ve al final me hipnotiza y no me deja volver atrás. Al llegar no puedo más que sorprenderme. Es una habitación enorme con todos mis recuerdos, desde que nací hasta ayer. Y no hablo del primer chupete ni del cordón umbilical disecado. Ahí está todo mi pasado. Mis alegrías y mis frustraciones, mis amores y mis traiciones, mis miserias y mis logros. Por eso tengo miedo. Se parece tanto a lo que siempre han descrito como la antesala de la muerte. Y por eso trato de escapar, de trepar la pared opuesta hasta la ventana, pero la ventana está tapiada por la primera maestra que me puso en penitencia por no pedirle permiso para ir al baño. No puedo volver a la puerta de entrada porque el piso es como una cinta transportadora que me aleja cada vez más. Y sólo me queda la posibilidad de alcanzar el hogar y deslizarme por la chimenea. Tengo que esquivar la pelea que tuve con mi mejor amiga cuando teníamos quince años y saltar por encima del ex novio pesado que sigue insistiendo en salir conmigo. Tropiezo con mi mamá que me dice que no voy a poder llegar, que por qué no le pregunté a ella antes, que eso me pasa por no haberle hecho caso. Casi sin aliento, con la luz fosforescente apagándose, llego a la chimenea, con la ayuda de mi abuela, que me acaba de hacer un té de canela. La chimenea, gruesa al principio, se va angostando de a poco, pero no me impide salir a la superficie.

Fabián Sosa


Marina Aizen


Por eso de vez en cuando tomo una pequeña valija y parto hacia ese lugar que todos ustedes conocen. Ese lugar que parece el cordón de una vereda. Los ojos me hacen de linterna en la noche, y hace rato aprendí a caminar en la oscuridad. A veces sobre esa línea, ese cordón, camino un tramo. A veces me siento a descansar. ¿Dicen que espera? No lo sé. Descanso no es espera. ¿O sí? Tal vez sin descanso no haya espera. Lo cierto es que paso allí largo tiempo. ¿Sola? No siempre, muchas veces vienen los recuerdos, que son como personas. No, no me digan que soy nostálgica. Apenas un poco diferente al común de la gente, pero nostálgica no, pues yo camino hacia el futuro. Acompañada por mi propia vida, alimentada de recuerdos. ¿Qué sería de una persona sin la memoria? La memoria es la compañía de los viajeros eternos. No, ya no hay un destino más que el caminar. Por eso nos encontraremos siempre, ya verán. Estaré con ustedes en breve, y volveré a partir. A veces extraño mi cama, es cierto. Por eso vuelvo siempre a casa. En algún lugar del mundo plantamos una cama que es la nuestra. Tal vez todos ansiemos volver a ella un día. La cama de casa. La chimenea cerca. La valija. Los amigos eternos. Esta paz.


Fin



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