SOEZ

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En un zapato que me quedaba grande, vivía una pulga de Malacara.

Yo no lo usaba, estaba debajo de la cama, escondido de la escoba hacía meses. El día que por fin lo saque de ahí abajo, descubrí la pulga y grité del asco. La pulga me miró. Yo vi cómo me miraba. Tenía cara de pulga superada. Los bracitos se los había puesto en la cintura, y me miraba in-dig-na-da. Yo la soplé, pero la muy desgraciada fue a parar a la parte de adentro del zapato, donde no podía verla. Metí mis dedos, para tratar de aplastarla, de sacarla para afuera y pisarla, o darle muerte de alguna forma. La pulga no aparecía, y con mis dedos no llegaba a tocarla.


La mañana siguiente, me acordé de la pulga, agarré el zapato, una lupa

y me senté en el borde de la cama, dispuesta a atraparla. Busqué por todos lados sin éxito. ¿Qué habría pasado con la asquerosa pulga? En el desayuno unté la tostada con mermelada de frutilla, la que viene con semillas, y un segundo antes de morder, vi en la punta de la tostada, confundida entre las semillas a LA PULGA. Era tarde, la tenía en la boca. Cerré los ojos y me la tragué, con la esperanza de que mis jugos gástricos deshicieran a la pulga de una buena vez por todas.


A la tarde, volví del trabajo pensando que la naturaleza ya había hecho su trabajo, y que la pulga ya no me molestaría más. Me senté en la computadora, prepare un mate y cuando abrí el libro de cuentos: LA PULGA! Lo cerré muy fuerte, para aplastarla del golpe y cuando abrí, ahí estaba la pulga de nuevo, con los bracitos en la cintura, mirándome con cara de piola.


Loca

y re loca me metí en la ducha pensando que estaba imaginando cosas. Que no podía ser. Que seguro lo estaba inventando, y que el agua me haría bien. Salí, me envolví el pelo en la toalla y me mire al espejo. Ahí estaba de nuevo, jodiéndome la vida. La pulga en medio de mis cejas, sacándome la lengua. Corriendo me di un manotazo en la cara, para aplastarla rápidamente. Nada. Había desaparecido de nuevo.


Ya totalmente desconcertada lo llamé al Croata, que estaba saliendo del

Dojo, y me hablaba en un idioma que yo no entendía. Primero pensé que me hablaba en japonés, pero después pensé que se había CONVERTIDO en un japonés, de tanto practicar las Katas. Tenía miedo de encontrarme con un marido diferente al mío. Igual, pero con los ojos achinados. Bah, ajaponesados. Corté el teléfono, me miré de nuevo al espejo, tenía marcada la mano que me había pegado en la frente, un marido japonés y una pulga escurridiza.


Hasta que de repente: RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINGGGGGGGGG RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINGGGGGGGGGG Por suerte todo había sido un sueño, la pulga no existía, El Croata no era japonés y yo estaba durmiendo calentita con Astor hasta que me despertó el sodero tocando el timbre.




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