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—Son aparatos muy útiles. Aún recuerdo la época en la que confiábamos nuestros mensajes a los vientos o a las aves adiestradas. Parece que fuera ayer —añadió—. Me alegro de que la estratagema os ayudara. Desgraciadamente, lo más probable es que hayáis revelado vuestro destino a Morrigan y a Dee. En estos momentos, sabrán quién envió el Viento Fantasma y sin duda imaginarán que tengo un enclave aquí. —Lo sé. Y por ello te pido disculpas, por facilitarles el camino hasta ti. Hécate se encogió de hombros, un leve movimiento de los hombros que provocó un arco iris de luces en la cola de su toga. —Dee me teme. Se hará el fanfarrón y asumirá una pose, me amenazará, incluso quizá intente conjurar algún hechizo de poca monta o algún encantamiento, pero no osará enfrentarse a mí. Ni solo ni con la ayuda de Morrigan. Necesitará, al menos, dos miembros más de los Oscuros Inmemoriales para luchar contra mí, e incluso así, no estaría seguro de su victoria. —Pero Dee es arrogante. Y ahora posee el Códex. —Por teléfono me dijiste que no todo. —Así es, no todo. Nicolas Flamel extrajo las dos páginas del interior de su camiseta y se acercó a Hécate para entregárselas. Sin embargo, la esbelta dama se dio la vuelta y alzó la mano, como si quisiera protegerse los ojos, y comenzó a soltar una especie de vapor por sus labios. De pronto, los jabalíes rodearon a Flamel, con el hocico abierto y con los afilados y puntiagudos colmillos apuntándole directamente. Entonces Sophie cogió aire para chillar. En ese mismo instante, su hermano mellizo ya estaba dejando escapar toda su fuerza contenida en un solo grito y Scathach se había apeado del todoterreno y con una de sus flechas apuntaba directamente hacia Hécate. —¡Detenlos! —exclamó. Sin embargo, los Torc Allta hicieron caso omiso a las palabras de Scathach. Pausadamente, Hécate se volvió hacia Nicolas Flamel y se cruzó de brazos. Después, miró por encima del hombro a Scathach, quien de inmediato tensó la cuerda del arco. —¿Crees que eso puede hacerme daño? —preguntaba la diosa a la vez que se carcajeaba. —La punta de la flecha fue sumergida en sangre del mismísimo Titán —respondió Scathach en voz baja mientras el viento absorbía sus palabras y las transmitía al resto—. Si no recuerdo mal, perteneció a tu familia, ¿verdad? Y, corrígeme si me equivoco, su sangre es una de las pocas maneras que quedan para eliminarte de la faz de la Tierra. Los mellizos se limitaban únicamente a contemplar el espectáculo. Entonces los ojos de la Inmemorial se tornaron fríos y, durante un breve instante, se convirtieron en espejos dorados que reflejaban la escena que estaban presenciando. —Esconde las páginas —ordenó Hécate al Alquimista. Inmediatamente, Flamel introdujo de nuevo las dos páginas bajo su camiseta negra. Después, la anciana dama murmuró una sola palabra y los Torc Allta se alejaron del Alquimista y se adentraron en la densidad de la maleza, donde desaparecieron, aunque los recién llegados sabían que aún estaban cerca. En ese instante, Hécate dio media vuelta y se dirigió a Flamel. —No te hubieran atacado a menos que yo se lo hubiera ordenado. —Y no lo dudo —exclamó Nicolas con una voz entrecortada. Entonces bajó la mirada y advirtió que las botas y los bajos de sus pantalones estaban cubiertos de babas e hilos blancos de saliva de los Torc Allta que evidentemente dejarían una mancha de por vida. —Jamás muestres el Códex, o algún trozo de él, en mi presencia. Ni tampoco en la presencia de ningún miembro de la Raza Inmemorial, pues sentimos una aversión hacia él —finalizó, intentando escoger la mejor palabra para definir la sensación que le provocaba el libro. —A mí no me afecta —interrumpió Scathach, aflojando la cuerda del arco.


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