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que estaba acostumbrada y, sobre todo, era real. —¿Dónde estamos? —preguntó Josh, mirando a su alrededor una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz tenue. Se hallaban en un recibidor alargado, un tanto estrecho y, a primera vista, impoluto. Las paredes estaban forradas por unas tablas de madera pulida de color claro y sobre el suelo había alfombras tupidas de cañas blancas. Una sencilla puerta principal, al parecer cubierta por papel, aparecía al fondo del pasillo. Josh estaba a punto de dar un paso en dirección a la puerta cuando la mano de hierro de Flamel lo sujetó por el hombro. —No te muevas —advirtió en voz baja—. Espera. Observa. Vigila. Si retienes esas tres palabras en tu mente, quizá sobrevivas los próximos días. Rebuscando en su bolsillo, extrajo una moneda de veinticinco centavos. Se la colocó sobre el pulgar y la lanzó al aire. Ésta giró y giró hasta que comenzó a descender en medio del recibidor. De pronto, se percibió un silbido... y, entonces, un afilado dardo, con la punta como una aguja, atravesó la moneda metálica, empalándola mientras ésta flotaba por el aire y clavándola en la pared del lado opuesto. —Habéis abandonado el mundo seguro y mundano que hasta ahora conocíais —informó Flamel con un tono de voz serio, observando a los dos hermanos—. Nada es lo que parece. Debéis aprender a cuestionarlo todo, a esperar antes de realizar cualquier movimiento, a observar antes de dar un paso hacia delante y a vigilarlo todo. Yo aprendí todas estas lecciones en la alquimia, pero a vosotros os parecerán inestimables en este mundo, por donde habéis deambulado sin apreciar nada de él. —Entonces señaló hacia el fondo del pasillo y continuó—. Mirad y observad. Decidme: ¿qué veis? Josh fue el primero en distinguir un diminuto agujero en la pared, aunque parecía una simple mancha en la madera. Cuando se aseguró de que aquello era un agujero, se dio cuenta de que había docenas de pequeños agujeros en las paredes. Se preguntaba si cada uno de ellos contenía en su interior un afilado dardo lo suficientemente fuerte como para atravesar el metal. Sophie, en cambio, se fijó en el detalle del suelo, y es que éste no parecía estar unido en las junturas con las paredes. En tres lugares diferentes, situados tanto a su izquierda como a su derecha, cerca del rodapié, se distinguía claramente un agujero. Flamel asintió con la cabeza a cada uno de los hermanos. —Bien hecho. Ahora observad. Ya hemos comprobado lo que los dardos pueden hacer, pero existe otro peligro... Entonces, extrajo un pañuelo de su bolsillo y lo arrojó al suelo, cerca de una de las angostas aperturas. Se escuchó un único tintineo metálico y, acto seguido, una espada afilada con la forma de media luna emergió de la pared, rasgó el pañuelo en mil pedazos y volvió a deslizarse hacia su guarida. —De forma que si los dardos no consiguen su objetivo... —comenzó Josh. —Las espadas terminarán el trabajo —atajó Sophie—. Bien, ¿cómo llegaremos hasta la puerta? —No llegaremos —respondió Flamel mientras daba media vuelta y empujaba la pared de la izquierda. A continuación, se escuchó un breve chasquido y una parte de la pared, como si de una puerta se tratara, se retiró hacia atrás, dejando entrever una amplia y ventilada habitación. Los mellizos reconocieron de inmediato la estancia: se trataba de un dojo, un salón de entrenamiento de artes marciales. Desde pequeños, habían asistido a clases de taekwondo en academias repartidas por toda Norteamérica, ya que habían estado viajando junto con sus padres de universidad en universidad. Muchas de ellas contaban con clubes de artes marciales en la misma universidad, así que sus padres los apuntaban siempre al mejor dojo que encontraban. Tanto Sophie como su hermano eran cinturón rojo, un rango inferior al cinturón negro.


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