Nayagua n19

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sus fracasos, con su pálpito y sus difuntos, con sus verdugos y sus víctimas. En los vagones de este tren se entrelazan y conversan tapiz y palimpsesto de una época: Whitman y Pound, Poe y los infiernos, el Holocausto e Hiroshima, el paraíso de la democracia y el infierno de su perversión mercantilista, el esclavismo con su música y el macarthismo, el espejismo de la bonanza bursátil y el Plan Marshall, los villancicos de los belenes, el rey de Harlem y el contenido de un corazón conversando en el mismo diván. En los vagones de este ave con ruedas regresa la conversación socrática de Luis Rosales, también sus años de vejez, cuando ya le era difícil articular las palabras, la ronda de los amigos, la casa encendida de la poesía en el relámpago de sus ojos. Y regresan los poemas de Federico “en unos apócrifos, si osados, voluntariosos”. Voluntariosos, no es sino una cuestión de voluntad conversar con los muertos, como es una cuestión de voluntad civil enunciar lo silenciado: y frente a la bulliciosa, desenfrenada, locuaz y hasta gritona Nueva York, con más sigilo se enuncia en este libro la tragedia de lo silenciado: el infame silencio que supuso la ejecución de Lorca y el luto mudo que llevó Luis Rosales durante toda su vida, como el emigrante que guarda en la cartera la fotografía de su casa perdida. No es sino una cuestión de voluntad, que no de estilo, testificar sin delatar y sembrar lenguaje donde otros pretendieron el anonimato de la fosa. Ese es el héroe colectivo de este Nueva York imaginado por Rosales, reinventado por Federico, revisitado por Antonio Hernández. Usurpación, imitación, glosa, identificación, versión, reintrepretación, testificación, recreación, invención, verso, prosa, testimonio, experiencia, memoria, poco importa y cualquier cosa es pertinente y necesaria y legítima si no es traición o manipulación. No hay material innoble para la poesía excepto el de la confusión malintencionada y el autoenvanecimiento. O el de ser forense y no resucitador. Escribió Rene Daumal allá por 1954, cuando Macarthy se relamía las botas, Blas de Otero pedía la paz y la palabra, Luis Rosales ya había publicado La casa encendida, aún faltaban más de veintiseis años para que se pudieran publicar en España los Sonetos del amor oscuro y Antonio Hernández era un adolescente en Arcos de la Frontera : “Y acuérdate sobre todo del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, te hizo recordar a los tuyos, te hizo recoger tus andrajos. Acuérdate de tu guardián”. Ese guardián —en las voces de Rosales y Lorca, en el vientre de esa ballena fabril que es Nueva York— es la poesía, “o puede que sea todo más sencillo / o más elemental de endemoniado. / Que entre lo visto y no visto / nos hable un invisible amigo cotidiano. /// Por eso ahora vamos a hablar, como siempre de poesía / —la poesía es la máscara que nos descubre”.

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