Aquí se vende la felicidad

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Aquí se vende la felicidad (Sobre la dimensión existencial del ícono en la obra de Pedro Meyer)

1- Experiencia estética y cultura post-fotográfica En la compilación que hizo Martin Lister, titulada La imagen fotográfica en la cultura digital, hay un ensayo de Kevin Robins que tiene como título una pregunta: ¿Nos seguirá conmoviendo una fotografía? La postura de Kevin Robins es clara. Después de exponer un estado de opinión bastante generalizado, que parece presagiar la “muerte de la fotografía”, el autor hace una crítica de la cultura digital o, más bien, de los discursos que asocian el desarrollo tecnológico con la idea de progreso, de una manera tan radical que implica lo que el propio Kevin Robins califica como “una falsa polarización entre el pasado y el futuro”, donde el pasado sería la fotografía y el futuro sería la cultura digital. Voy a permitirme citar una frase de Robins que resume su posición crítica en este debate: El debate sobre la postfotografía se ha obsesionado con la “revolución digital” y por la forma en que esto está transformando los paradigmas epistemológicos de la visión. La preocupación predominante se centra en los aspectos teóricos y formales que se ocupan de la naturaleza y del estatus de las imágenes nuevas. Aunque resulte extraño, hoy en día parecemos sentir que la racionalización de la visión es más importante que las cosas que realmente nos afectan (amor, miedo, tristeza…) Entonces ¿existen formas de proceder constructivamente contra lo digital (sin convertirnos en contrarrevolucionarios, por así decirlo)? Para mí, es una cuestión de que exista o no la posibilidad de introducir o reintroducir lo que podría llamarse simplemente dimensiones existenciales en una agenda que se ha convertido


predominantemente en algo conceptual o racional…Se trata de nuestra capacidad de ser conmovidos por lo que vemos en las imágenes… De una manera más simple yo quisiera aclarar que mi atracción por la tesis central de este ensayo no me impide detectar los matices que tiene este problema de la llamada “revolución digital”. Primero, entiendo que esa dimensión existencial, de la que habla el prestigioso académico británico, corresponde a (además de ser el contexto de) la experiencia estética de la que forma parte nuestra relación con las representaciones figurativas. Lo que él llama nuestra capacidad para ser conmovidos por lo que vemos en las imágenes, no es más que nuestra capacidad para relacionarnos estéticamente con el mundo. Volveré sobre ese punto porque sí creo que ése es justamente el punto que ha sido desatendido en el debate sobre el impacto de la cultura digital en nuestras vidas. Pero si me molesta que ese punto sea desatendido es precisamente porque también creo que la cultura digital puede transformar –y, de hecho, transforma- los modos en que vivimos, racionalizamos y comunicamos nuestras experiencias estéticas. Y aquí ya no estoy hablando solamente de cultura digital, estoy hablando de la cultura en un contexto donde los medios de comunicación masiva parecen poseer una especie de hegemonía. Porque creo que si hay una “revolución visual” no es en el contexto aislado y aséptico del desarrollo tecnológico. Es en un contexto contaminado, interesado e incluso politizado, donde rigen técnicas de comunicación y persuasión colectiva dirigidas a estandarizar nuestra percepción del mundo, nuestro conocimiento, nuestros juicios y también nuestros gustos y nuestro universo estético. Esa estandarización tiene mucho de anestesia. Y aquí es donde vuelvo sobre la cuestión de la dimensión existencial. Yo creo que en esa dimensión existencial se reivindica al individuo frente a los procesos de estandarización propios de la sociedad de masas. Y en esa dimensión existencial se reivindica también la


dimensión estética de nuestra existencia, en la cual –y es solamente una hipótesis- podemos localizar muchos de los referentes de nuestra propia experiencia de libertad. ¿Qué conclusión derivo de estas especulaciones? Que la obra de Pedro Meyer merece un análisis que tenga en cuenta esa dimensión existencial y ese universo afectivo del que surge y al que se refiere. Porque, de hecho, la manera en que nos relacionamos con esa obra no puede ser ajena a esos aspectos. Y porque, además, esa es la condición que sigue marcando nuestra relación con cualquier objeto estético.

Pedro Meyer. Cementerio chino. La Habana, 1979

Mi suposición de que cualquier experiencia estética –al menos en al campo de la cultura visual- involucra lo erótico, lo mágico, lo misterioso, lo ilusorio e, incluso, una intuición de lo sagrado- se ha reforzado mirando y relacionándome con la obra de Pedro Meyer. Mi sospecha de que, en el caso de la fotografía, esos referentes se refuerzan en una experiencia que involucra el goce ante la semejanza (o ante la sutil presencia del doble), tanto como el


consumo estético de la pérdida o la desaparición del original (lo cual involucra también una particular vivencia del tiempo y el espacio) también se ha reforzado en mi relación con la obra de Pedro Meyer. Y mi convicción de que todos estos aspectos afectan y condicionan nuestra relación con el documento fotográfico, igualmente se ve reforzada a partir de mi contacto con la obra de Pedro Meyer. En consecuencia, creo que una obra que ha sido tan discutida desde el pretexto de su origen técnico (lo cual me recuerdo que la fotografía analógica fue discutida de igual manera en sus orígenes) alcanza mayor plenitud y mayor efectividad como objeto estético cuando es aceptada precisamente como objeto estético y no como “momento” técnico. Eso implica desplazar los ejes teóricos de la discusión, pero, sobre todo, implica desplazarnos desde el espacio de la discusión teórica hacia el espacio del goce.

2- Íconos Debo confesar que mi trabajo como curador de la exposición Iconografías ha estado marcado por ese tránsito desde el espacio de la teoría hacia el espacio del goce. Sin embargo, la estructura de la exposición premeditadamente exige la puesta en práctica (tanto como la puesta en escena) de una racionalidad. Incluso la centralidad que se le ha dado al concepto de ícono obliga a introducir algunas reflexiones para detectar mejor en qué medida el movimiento alrededor de ese concepto está asociado al itinerario dentro del propio espacio museográfico. Estamos partiendo de una definición simple de ícono. Podemos dejarlo en que se trata de un signo figurativo que se refiere a un objeto por medio de una relación de semejanza que es abstracta en mayor o menor medida. En contextos más específicos, como los espacios religiosos, el ícono representa una figura sagrada. En el mundo de la computación, el ícono


es un elemento que representa un archivo, comando o programa dentro de una interfaz gráfica. En algunos estudios sobre la semiología de la fotografía se ha asumido la clasificación que hizo Peirce de los signos, dividiéndolos en íconos, índices y símbolos. Y durante mucho tiempo se ha aceptado que el signo fotográfico funciona más como un índice (dada las relaciones de contigüidad, y casi de contacto, de las que se supone que surge). Con esa percepción se ha justificado también a menudo la presunta infalibilidad de la representación fotográfica, su verosimilitud y su funcionalidad dentro de los sistemas de representación contemporáneos. Aquí no voy a debatir ese tema, probablemente demasiado denso, pero quiero hacer notar que detrás del proyecto de esta exposición está mi intuición de que muchos experimentos que hace un artista como Meyer con la fotografía (montajes, citas, yuxtaposiciones, modificaciones, apropiaciones y reconstrucciones de la figura) están basados, o conducen a un desplazamiento de lo indicativo por lo simbólico y que, en consecuencia, Pedro Meyer, como muchos de los artistas contemporáneos, nos pone ante un tipo de representación en la que resulta inoperante y más bien impertinente atenerse a esa diferenciación entre ícono e índice con la que incluso ha tratado de plantearse una distancia casi esencial entre fotografía y pintura, por ejemplo. Enfatizar el concepto de ícono en el contexto de este ensayo, y en el contexto de la exposición que estoy comentando, obliga a releer algunas de las tesis de Panofsky. Creo que las condiciones del saber contemporáneo en el campo de la cultura visual imponen análisis más complejos, que no pueden quedarse encerrados en los límites de la iconología tradicional. Sin embargo, como bien ha demostrado Déborah Dorotinsky en su revisión de la obra de Pedro Meyer, la iconología sigue siendo interesante como punto de partida para


estudios que derivan en la semiología del signo fotográfico, siempre que sea coherentemente enmarcada por enfoques más plurales. La familiaridad de Dorotinsky con la antropología y la sociología le otorgan ventaja en un debate donde predomina la sensación de que el análisis iconográfico se agota en el documento y que el análisis semiológico se agota en el significado. Pero en realidad, el protagonismo que tiene el concepto de ícono dentro de mi discurso sobre la obra de Pedro Meyer se debe más a mi deseo de referirme, de manera un tanto oblicua, a lo que los estudiosos de la cultura visual contemporánea han llamado iconosfera. Y es que el carácter cuestionador y provocativo de la obra de Pedro Meyer se expresa mediante una relación crítica con el universo de íconos que constituye el contexto de nuestra experiencia visual contemporánea. Detrás de la confianza con que este autor ha asumido las nuevas tecnologías para la representación fotográfica hay igualmente una desconfianza ante los medios y ante el uso propagandístico que se hace de las imágenes. Las “herejías” de Pedro Meyer no van entonces dirigidas solamente a perturbar la relación de los fotógrafos con la tecnología, son también planteamientos políticos que cuestionan la manipulación de las nociones de “verdad” y “realismo” con fines de persuasión y control. Atendiendo a esas premisas es que en la exposición Iconografías se trata de articular un discurso que, desde lo visual y lo conceptual, llame la atención sobre algunas de las zonas claves dentro de la obra de Pedro Meyer: su producción de retratos, su atención a las situaciones ceremoniales y las imágenes de culto, su fascinación por lo pictórico y su construcción paradójica de una visualidad que reformula las referencias al “barroquismo” y el “realismo mágico” en el contexto de una cultura “pop”.


Pedro Meyer. Hollywood pop. México, 2006

Con un esfuerzo de síntesis mucho más estricto llegaríamos a compactar esos temas en dos campos que se yuxtaponen: el signo gráfico y el cuerpo humano. La representación de los signos (textos, figuras, o íconos) dentro de las fotografías hace notar la importancia que les concede el autor como dispositivos que organizan el espacio social, pero también como dispositivos que reorganizan la estructura interna de cada foto y reorientan el sentido de las lecturas posibles, en una especie de transversalidad, con la que se rompen las tradicionales lecturas lineales de la imagen fotográfica. Mientras las representaciones de signos gráficos llaman la atención sobre la dimensión social de los temas fotografiados, las representaciones del cuerpo, tanto por medio del retrato como por la prolífica producción de desnudos, están conectadas más directamente


con esa dimensión “existencial” en la que podemos intuir al autor como persona. Esa variedad de retratos, autorretratos, cuerpos desnudos, cuerpos mutilados, cuerpos espiados, cuerpos que se exhiben, cuerpos que actúan y cuerpos sin vida me hace pensar inevitablemente en el cuerpo del autor. Más bien, hace que me pregunte sobre la relación que tiene el autor con su propio cuerpo, pensando sobre todo en ese doble estatus de presencia y ausencia que tiene dicho cuerpo en la representación, y ateniéndome a la idea de que ese cuerpo es el referente final de la experiencia estética.

Pedro Meyer. Muerta en la tina. Londres, 1990

Si de la lectura psicoanalítica que hace Benjamín Mayer de estas obras se puede entender que las representaciones son mecanismos para establecer, restablecer e, incluso, restaurar lazos sociales, de mi propia lectura deduzco que la representación del cuerpo del otro es una manera de representar, como lazo social, lo que, en última instancia, es una relación


narcisista, pues el cuerpo del otro indica al cuerpo propio, en lo que tiene de referente final de las representaciones del mundo y de uno mismo. Pero más allá de esta arriesgada incursión en el lenguaje psicoanalítico, me interesa destacar que toda esa zona de la obra fotográfica de Pedro Meyer refleja, de modo más explícito, su relación hedonista, lúdicra y erótica con la realidad. Si la “felicidad” es uno de los posibles significados de esta obra, es tal vez en tanto metáfora para referirse a un sentido de plenitud estética de la imagen. Creo que el lado cándido de la obra de Pedro Meyer está en su búsqueda persistente de ese sentido de plenitud estética que otorgaría a la imagen una calidad confortable y vital. 3-Epílogo (Aquí se vende la felicidad) Hay una foto de Pedro Meyer que muestra un cartel publicitario con la leyenda “Happiness Sold Here”. La fotografía contiene una alusión claramente irónica al mundo de irrealidad que proponen los medios de comunicación y al carácter fantástico de la “felicidad”, tal como se propone desde los discursos publicitarios. Refleja, por lo tanto, uno de los aspectos que siempre han interesado a Pedro Meyer: la contradicción entre los discursos y la propia realidad.


Pedro Meyer. Aquí se vende la felicidad. Houston, 2006

Pero el caso es que también la obra de Pedro Meyer se basa en la creación de ficciones, de ilusiones y de fantasías que no necesariamente son parodias de lo real, sino representaciones en las que la imagen aparece como un estado de lo real. La relación con esas representaciones conlleva también una suerte de armonía entre el sujeto y la imagen, que reproduce la aspiración a una armonía entre el sujeto y la realidad. Por cierto, en esa armonía imaginada y nunca alcanzada podríamos encontrar una de las posibles acepciones de la “felicidad”. Yo quise extraer la frase del cartel para dar título a este texto pensando además en el carácter vital, vivencial y existencial de la obra de Meyer. A pesar de lo abstracto e indefinible del término “felicidad” (o quizás precisamente por ello) me parece que es una noción que apunta directamente al sujeto. Es algo que señala estrictamente al individuo y a su subjetividad.


Preguntarnos si puede seguir conmoviéndonos una fotografía es como preguntarnos si una fotografía puede seguir proveyéndonos de una cierta felicidad. Kevin Robins responde al final de su texto diciendo que “las imágenes seguirán siendo importantes (…) porque median de manera afectiva, y a menudo de forma conmovedora, entre las realidades interiores y exteriores.” Yo digo que las imágenes seguirán siendo importantes porque no dependen de la tecnología (ni siquiera dependen de la fotografía), porque el aparato más elemental para la producción de imágenes es nuestra propia subjetividad y porque toda transacción entre las “realidades interiores y exteriores” siempre tendrá, como un referente distante, pero imperturbable, nuestra propia imagen de la felicidad.

Juan Antonio Molina


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