Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas —antología—


The Latino Press First Edition, 2010 Copyright © 2014 by Juan Martins All rights reserved No part of this book may be reproduced by any means, including information storage and retrieval or photocopying except for short excerpts quoted in critical articles, without the written permission of the publisher. Published by The Latino Press Director: Isaac Goldemberg Latin American Writers Institute (LAWI) Eugenio María de Hostos Community College/CUNY 500 Grand Concourse Bronx, NY 10451, USA Tel: (718) 518-6680 E-Mail: igoldemberghostos.cuny.edu Juan Martins Caperucita ríe a medianoche y otras piezas –antología1st ed. / p.cm ISBN 1-884912-48-6 ALL ORDERS SHOULD BE ADDRESSED TO PEDIDOS A Ediciones Estival: estivalteatro@gmail.com Tel: (++58)4143463134 5. U.S. Latino Theatre. 1.Title. 2. Latin American Theatre. 3. Latin American Theatre 21st century. 4. Venezuelan Theatre. This publication is made possible with the support of the Office of the President, the Office of Academic Affairs and the Humanities Department of Hostos Community College of the City University of New York. The mission of the Latin American Writers Institute is to promote the work of Latino writers living in the United States. LAWI seeks to recognize and encourage cultural diversity in its membership and in all of its programs.


Juan Martins

Caperucita rĂ­e a medianoche y otras piezas

Latin American Writers Institute Eugenio MarĂ­a de Hostos Community College of CUNY



Caperucita ríe a medianoche

Premio Bienal de Literatura «Augusto Padrón». 2004



A mí me agradan mucho estas realidades… y el contacto con ladrones, macrós, asesinos, locos y prostitutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida… no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanza a la aventura.

Roberto Arlt

El bosque era enorme. Unos pinos altísimos y grises. De lejos vi a la niña que perseguía a un lobo aterrado. Lo juro.

Alejandro Rossi



Personajes Lobo, Veintidós años. Viste con el arquetipo de los jóvenes de la ciudad, su lenguaje es estructural en su personalidad, quiere decirnos de su condición social. Algo importante: es un joven de clase media que acepta y ha construido su contexto: estar en la calle. Caperucita, dieciséis años. Viste igual a Lobo. Clase media, ha huido de su casa. Lo que, por otra parte, explica su ingenuidad ante la violencia de Lobo. Beatriz, madre de Caperucita. Matute, cuarenta y un años. Su nombre de pila es Esteban. Policía civil. Abuela, viste elegante. La escena lo constituyen dos espacios bien diferenciados. Uno, un callejón sin salida de una gran ciudad. El otro, una tienda, pulcra y actualizada de ventas generales: es un bazar. En este bazar se distinguirán, a su vez, dos áreas que, en la medida que se presenten, estarán definidas en el texto: «atrás» que representa el corredor y el «frente», en cambio, la oficina de la Abuela —que sólo se identifica por una puerta que tiene de entrada— y, a su vez, la entrada de fachada a este bazar. Para nada quiere el autor un escenario naturalista. Al contrario, la continuidad de las escenas (por lo general en un ritmo aligerado) puede permitirle al director establecer una relación (des)lineal con el tiempo y el espacio, otorgándole libertad de criterio en el uso de la historia de la pieza, en tanto a lo que puede definir éste como un uso real del espacio: el elemento onírico quiere desarrollar diferentes niveles de interpretación para una puesta en escena, la cual no le es exclusiva al autor. El director es libre de disponer como quiera aquél espacio escénico.



Único acto Escena primera Avanzadas horas de la noche. En el callejón. Lobo, se mantiene creando un juego, cualquier juego con cartas, cuyas reglas sólo él y Caperucita conocen. Ésta, en el piso, trata de conciliar el sueño. El juego, que se desarrolla en el transcurso de las escenas, consiste en imitar a personas o a situaciones de comedia. Al fondo, un leve sonido de sirenas, sin que termine de atrapar la disposición del espectador. Lobo.— Coño de la madre. Caperucita.— Hmm... Hmm... Lobo.— ¡Maldita sea! Caperucita.— Hmm... ¿Qué pasa? Lobo.— Coño de la madre... Caperucita.—¡No me dejas dormir! Cállate. Lobo.— No joda..., déjame. Caperucita.— ¡No me dejas dormir! Lobo.— No me interesa que quieras dormir. Es hora de trabajar. Caperucita.—Un poquito... Lobo.— Coño, ¿no entiendes que te necesito? Caperucita.— Y yo necesito dormir. Lobo.— Yo jugar. (Pausa. Lobo, mantiene el juego) Caperucita.— No hemos hecho otra cosa... Lobo.— No puedo perder la destreza. Caperucita.— Sí, pero quiero dormir. ¿Podrás entender eso? Lobo.— Mira este nuevo juego. Caperucita (Semidormida aún).— Hmm... Lobo.— Anda ¡despierta! Caperucita.— Quiero dormir. Lobo.— No es hora de dormir. Caperucita.— Quiero dormir, vale.

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Lobo.— ¿Queeeé!... ¡Qué… te pasa? ¡No es hora de dormir! Caperucita.— Hoy sí. Lobo.— ¿Hoy sí...? Caperucita.— Tú hoy no hiciste nada. Lobo.— A veces me toca la organización. Tengo que administrar el trabajo... Caperucita.— Sí claro... Es más, no quiero seguir hablado. ¡Déjame dormir! ... Anda vale... (Se levanta) ¡Ya se me quitó el sueño! Lobo.— Mira, con este nuevo juego tendremos grandes sorpresas. Caperucita.— ¿De qué juego me estás hablando? Lobo.— Del nuevo. Caperucita.— ¿Otro? Lobo.— Sí otro. Caperucita.— Dime cuál. Lobo .— Después. Ahora continuamos con lo de siempre. Caperucita.— ¿Y para eso me quitaste el sueño? Lobo.— Si no jugamos, no vivimos. Caperucita.— Sabes a que me refiero. Lobo.— Al juego. Caperucita.— No. Lobo.— ¿A qué? Caperucita.— Coño, a dormir, ¡no me dejas dormir! Lobo.— Son las reglas de nuestro juego. Caperucita.— Terminemos de una vez. Lobo.— ¿De una vez con qué? Caperucita.— Con el juego, ¡me quiero ir a dormir! Lobo.— No ahora. Caperucita.— No empecemos de nuevo. Lobo.— Sabes que debes hacerlo. Caperucita.— ¿Qué más me queda, cuando has terminado con mi sueño? Lobo.— ¿Sueño? Caperucita.— Coño, dormir. ¡No me dejas dormir!

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Lobo.— No es hora de dormir, sino de trabajar. Caperucita.— Jugar… será. Lobo.— Es lo mismo para nosotros. Caperucita.— Dime entonces, ¿de qué se trata esta vez? Lobo.— De algo que no te vas a olvidar nunca. Caperucita.— Debe ser muy arrecho. Lobo.— ¡Arrechísimo! Caperucita.— Dime. Lobo.— ¿Qué? Caperucita.— El juego, ¿qué más? Lobo.— Pero antes... Caperucita.— ¡Ah... no! No me la vengas a aplicar. Lobo.— Son las normas, mamita. Caperucita.— Vuelves con lo mismo. Lobo.— Hay que hacerlo, ¿si no de qué vivimos? Caperucita.— ¿Pero tenías que quitarme el sueño? Lobo.— No es hora de dormir. Caperucita.— Sé que es hora de trabajo. Lobo.— ¿Entonces? Caperucita.— Déjame dormir un rato... cooño, un rato vale. Lobo.— Si no, no comemos. Caperucita.— Lo sé. Lobo.— Empecemos. Caperucita.— Un rato, ¿sí?... Lobo.— Hay que trabajar. Caperucita.— Terminas y me voy a dormir, ¿okey? Lobo.— ¡Busca las cartas! Caperucita.— ¿Las cartas? Lobo.— Sí, ¿qué con eso? Caperucita.— ¿Es éste tu nuevo juego? Lobo.— No. Caperucita.— ¡Nooo…, vale!... Me voy a dormir..., no me la calo. Lobo.— Carajiiita... carajita... Te llevo a donde te encontré. ¡Deja la vaina…!

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Caperucita.—¡No!... ¡No!... Lobo.— ¿Ves?, me necesitas. Caperucita.— Siempre me jodes. Lobo.— No. Yo te aprecio, mamita. Eso sí, a mi manera. Caperucita.— ¡No me lleves a donde mamá! Lobo.— Si traes las cartas. Si no... Caperucita.— ¡No! No quiero regresar a esa ladilla del internado. Lobo.— ¿Por qué no? Siempre me sacas en cara «que te falta esto o te falta aquello», «que en la casa de tu mamá»... Caperucita.— Son vainas mías cuando me haces arrechar. Lobo.— Continuemos. Caperucita.— Sí, pero terminemos con tu nuevo juego. Lobo.— Después. Caperucita.— O sea, ¿qué no me vas a dejar dormir? Lobo.— ¡Si no a donde tu mamá! Caperucita.— ¡Coño no! Lobo.— Pues, busca las cartas... Caperucita (Melancólica).— Sí ya voy... ¿Sabes? Lobo.— ¿Qué ahora? Caperucita.— Me hace falta mamá... Lobo.— No te entiendo. Déjate de güebonadas y busca las cartas. Caperucita.— Bueno vale, también tengo mis sentimientos... Lobo.— ¿De qué sentimientos me hablas..., cuando fuiste tú quien me pidió que te sacara de allí? Caperucita.— Si ya lo sé. No me lo recuerdes, ¿quieres? Lobo.— Me confundes, ¿quién es el que manda en tu vida? Caperucita.— Tú, porque eres lo más arrecho que le ha pasado a mi vida...

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Lobo.— Bueno, más te vale. Caperucita.— Bueno... Lobo.— Bueno. Caperucita.— Pero mamá... Lobo.— ¿Qué con tu mamá? Caperucita.— La casa... Lobo.— ¿La casa o tu mamá? Caperucita.— Sí mamá, pero también la casa. Lobo.— No te entiendo, mi caperucita. Caperucita.— ¡No me digas Caperucita! Lobo.— Está bien... Caperucita.— Teresa. Lobo.— Okey, Teresa. Caperucita.— ¡No te burles! Lobo.— No me burlo. Caperucita.— Dime: «mi querida Teresa». Lobo.—¡Ya va! Caperucita.— ¡Dímelo! Lobo.— No te entiendo, «mi querida Teresa»... Caperucita.— Ahora sí..., «mi amor». Lobo.— Bueno, está bien, busca las cartas ahora. Caperucita.— ¡No me interrumpas! Hablo de mi casa. Es mi juego, no el tuyo. Lobo.— Sí está bien..., habla de tu casa, Caperucita, digo, Teresa. Caperucita.— Dime: «por favor». Lobo.— ¡Ah no! Caperucita.— Dímelo o no te doy de esto. (Lleva las manos a su vagina con cierta agresividad.) Lobo.— ¿Me amenazas? Caperucita.— No, hablo en serio. Lobo.— Me jodiste, está bien. Caperucita.— Así... sí. Lobo (Retozando).— Por... fa... vor... Caperucita.— ¡Con fuerza! Lobo (Violento).— ¡Por favor! Caperucita.— Está mejor.

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Lobo.— ¡No abuses! Caperucita (Entra en el juego).— ¿No te he dicho que a las cinco de la tarde? ¿Exactamente a las cinco de la tarde?... Lobo.— ¿Qué pasa con la cinco de la tarde? Caperucita.— Llegaba la señora, la vieja Astrid. Lobo.— ¿La vieja Astrid? Caperucita.— Siempre con lo mismo. Lobo.— ¿Qué es lo mismo? Caperucita (Normal).— Ah... no..., no me hagas tantas preguntas. Así no se vale. Lobo.— ¿Cómo coño entonces? Caperucita.— Soy quien hace las preguntas. Lobo.— Está bien. Caperucita (Asume el juego).— Debes decir…¡Hola Astrid!... (Pasa de un extremo a otro. Ahora como Caperucita.) Astrid es tu mamá en el juego. Lobo (Normal).— Si, lo sé. Pero, espera, mi mamá no se llama Astrid… Caperucita (Normal).— ¿Viste? Lobo.— ¿Qué? Caperucita.— Que no me dejas jugar. Lobo.— Sigue, pana, sigue. Caperucita.— Déjame jugar. Lobo.— Eso no es un juego. Caperucita.— No sólo tú sabes de juegos. Lobo.— Pero impón las reglas para empezar. De eso vivimos, de reglas. Caperucita.— De acuerdo, lo sé. Lo sé. Esta vez me toca seguir el juego. Lobo.— Sí, pero sólo un rato, ¿okey? Caperucita.— ¡Bueno, ya! Déjame hablar de la señora Astrid. Lobo.— Ah, sí, la señora Astrid. Caperucita.— Ah... pero ¡ya va! Lobo.— ¿Qué ahora?

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Caperucita.— Tú tienes que hacer de Beatriz, o sea, de mi mamá... Lobo.— Me imagino que harás de Astrid, o-se-a, de mi mamá (!)... ¡Qué ladilla...! Caperucita (Con intención de burlarse).— No te doy de aquello... Lobo.— Está bien vale. Caperucita.— Empecemos entonces, recuerda que tienes que hacerlo de verdad. Porque esto sucede todos los lunes en la tarde. Todos los lunes. Lobo (En el juego).— ¡Hola, Astrid!... Caperucita.— No. Lobo (Cambia, sale del juego).— ¿No qué? Caperucita.— Algo más ridícula. Lobo.— ¡Ah!... Caperucita.— De nuevo... Lobo (En el juego).— ¡Hola Astrid!... (Cambia. Normal.) ¿Está bien así? Caperucita.— Sí, sigue... (A partir de aquí el texto exigirá los cambios de rol en los personajes, según lo defina los juegos que van aquí estableciéndose.) Lobo (En el juego).— ¡Hooola, Astrid! Caperucita (En el juego).— Hola, Beatriz. Lobo.— Ay..., Astrid, ¿cómo estás? Caperucita.— Bien, ¿y tú? Lobo.— Bien. Caperucita.— ¿Cómo está tu hija? Lobo.— Bien, ¿y tu hijo? Caperucita.— Está aquí ahora. Lobo.— Ah... ¿sí? ¿Cómo le va en el internado? ¿Acaso está de vacaciones? Caperucita.— Sabes que allá me lo tienen controladito. El dinero lo puede todo. Lobo.— ¿Y tus nietos? Caperucita.— Bien. Lobo.— Ay... Astrid...

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Caperucita.— Dime, Beatriz, ¿qué pasa? Lobo.— ¡Cómo me conoces!..., quiero decirte... Caperucita.— ¿Sí? Lobo.— Ay, Astrid..., no sé cómo decírtelo... Caperucita.— ¿Es tu marido? Lobo.— Sí, ¡tú si sabes! Caperucita.— Es que te conozco. Lobo.— Está viejo... Caperucita.— Sé que está viejo, ¿qué hizo ahora? Lobo.— Ahora le da por comprar películas pornográficas. Caperucita.— ¡No! Lobo.— Como oyes. Caperucita.— Después de viejo. Lobo.— Si tú lo vieras en eso. Caperucita.—¿Ya lo has visto? Lobo.— Sí. Caperucita.—¿Qué has visto? Lobo.— Se babea por esas películas. Caperucita.— Siempre solo. Lobo.— Siempre. Caperucita.—¿Cómo te diste cuenta? Lobo.— Me iba a mi tradicional siesta... Ya sabes que me gusta dormir en las tardes... Caperucita.— Sí, ¿y? Lobo.— Bueno, mija, es que desde la cocina empecé a escuchar cosas. Caperucita.—¿Qué cosas? Lobo.— Es que me da pena decírtelo. Caperucita.— Habla. Lobo.— Estertores. Caperucita.—¿Estertores? Lobo.— Quejidos, mi‘ja, como cuando te están haciendo el amor. ¿Se te olvidó? Caperucita.— No... Lobo.— Escuché: «dale, así, sabrosito, arriba, duro, duro papito... Aaaah...».

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Caperucita.— ¡Qué horror! ¿Qué hiciste? Lobo.— Estaba estupefacta. Caperucita.—¿Qué hiciste? Lobo.— Me acerqué más para saber qué estaba pasando... Caperucita.—¿Y qué pasó? Lobo.— ¿Qué va a pasar, chica? Caperucita.—¿Qué? Lobo.— Me quedé hasta el final de la película. Caperucita.—¿Y la viste toda? Lobo. — Nooo (!)... Esperé a la «Warner Brothers». Caperucita.—¿Minuto por minuto? Lobo.— Cada rato: «Ah...». Sólo eso se escucha en esas películas. Caperucita.—¿Pero te quedaste hasta el final? Lobo.— Sí, ¿y qué? Caperucita.— Que es vergonzoso. Lobo.— Ay, Astrid ya me estoy acostumbrando a eso. Caperucita.— ¿Y qué ha pasado después? Lobo.— Lo que tiene que suceder... Caperucita.—¿Qué? Lobo.— Se masturba. Caperucita.—¡Ay...! ¿Y tú lo has visto? Lobo.— Claro, con sus jadeos y todo. Caperucita.—¿Y él puede a su edad? Lobo.— Astrid, eso de que los hombres no pueden a cierta edad es puro mito. No pueden es con una, pero con otras son bien morbosos. Caperucita.— ¿Y cómo pudo, cuando a la vista de todos es un hombre recto? Lobo.— Para todos, menos para mí. Caperucita.—¡Qué horror! Lobo.—¡Y en mi casa! Caperucita.— Sí, en tu casa. Que tu Teresita no se entere de estas cosas... Lobo.— ¡No! Sería un mal ejemplo para ella. Tengo que cuidarme mucho de su educación. ¿Y qué con Teresa en todo esto?

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Caperucita (Dubitativa).— No sé, Beatriz, pero se escuchan muchos rumores de que tu Teresita se sigue viendo con mi hijo José Manuel... Lobo.— ¿Pero no está acaso aquí contigo? Caperucita.— Sí y ahora sale y entra cuando le da la gana. Para serte sincera, no sé si él está aquí Lobo.— ¿Y en el internado? Caperucita.— Hace lo que le viene en gana con eso. Se escapa, llega a la casa. Lobo.— ¿No dices que lo tienen controladito? Caperucita.— Algunas veces sí. Otras no. Lobo.— ¿Y dónde está ahora? ¡Debe estar con mi hija, metiéndole pajaritos preñados en la cabeza! Caperucita.— Beatriz, no culpes sólo a mi hijo... Lobo.— No me sigas hablando de eso, me pone histérica. Caperucita.— Y que los encontraron en el callejón de «Samy». Lobo.— ¿En el callejón de «Samy»? Caperucita.— Cerca de la tienda «María Piú», de la Abuela, como los chicos le dicen... Lobo.— ¡Pero a ese callejón sólo lo visita la chusma! Caperucita.— Por eso me preocupa. Lobo.— No aceptaré que a mi hija me la echen a perder. Caperucita.— Ni mi a mi hijo tampoco. Ellos pertenecen a otra clase, no tiene sentido que después de la educación que han recibido, se estén mezclando con esa chusma... Lobo.— Tienes razón, porque no... (Cambia. Interrumpe. Normal.) ¡Carajo ¡«Cape...»! ¡Ya está bueno!... Caperucita (Cambia).— ¡No me digas «Cape»! Lobo.— Es por cariño mi amor... Caperucita.— No hemos terminado. Lobo.— Me fastidio. Caperucita.— Si no sigues..., ya sabes... Lobo.— Sí, está bien, terminemos.

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Caperucita (Vuelve al juego).— ¿Y qué has hecho Beatriz? Lobo (Le sigue).— Nada. Espero. Caperucita.— ¿Sólo esperar? Lobo.— A esta edad una no tiene otra... Caperucita.—¿Y no le dices nada a tu marido? Lobo.— ¿Para qué? Caperucita.— Por lo menos para que deje de masturbarse. Lobo.— Es que él no se masturba. Lo intenta. Caperucita.— Me imagino... Lobo.— Astrid, es inimaginable. Caperucita.— ¿Y sucede todos los días? Lobo.— Ya sabes cómo son los hombres cuando envejecen. Caperucita.— Sí, claro. Lobo.— Como todos Caperucita.— Y mira de quién se trata... Del ejemplo de sus votantes... Pura perorata... Lobo (Cambia. Normal).— No vamos a seguir hablando de tu mamá. Me está fastidiando. Caperucita (Sale del juego. Normal.).— No interrumpas. Lobo.— Repetimos mucho el mismo juego. Caperucita.— Tú tienes la culpa, me recordaste a mi mamá. Lobo.— Me sé bien lo de tu mamá, pero no quiero volver con la misma vaina. Caperucita.— Tú me recordaste a mamá. Lobo.— Como que te voy a llevar para allá... Caperucita.— ¡No! Lobo.— ¿Vas a seguir con este juego? Caperucita.— Sí, ¿por qué no? Lobo.— Tenemos por regla cambiar de juego. Caperucita.— Sí, pero eres tú siempre quien decide todo... Lobo.— Soy quien consige el pan, el que lo trae a casa...

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Caperucita.— ¿Casa, de qué casa estás hablando? Lobo.— El que sabe lo que te conviene... Caperucita.— ¿De qué casa me estás hablando? Lobo.— Del callejón, ¿de qué más? Nuestro callejón. Donde tenemos nuestro nido de amor... Caperucita.— Tengo hambre. ¡No me hables de amor cuando tenga hambre! Lobo.— Te estás poniendo muy exigente. Caperucita.— Un poco de cambio no nos vendría mal. Lobo.— No me reclames... Caperucita.— ¡Tengo derecho! Lobo.— No lo tienes cuando no quisiste jugar. Hoy no quisiste hacer nada. Caperucita.— Sigamos con el juego entonces... Lobo.— Pero de nada sirve aquí tu juego. Caperucita.— Mis juegos y que no sirven, pero los tuyos... Lobo.— Con esos, nos mantenemos. Caperucita.— Es que tú no me dejas jugar. Siempre eres tú quien decide cuándo jugar y a qué hora jugar. Lobo.— Carajita es que tú no sabes hacerlo... Caperucita.— Crees que soy una inútil. Lobo.— No es eso mamita. Caperucita.— ¡No me digas «mamita»! Lobo.— Esta bien mi Caperucita. Caperucita.— Ni tampoco así. Lobo.— Cálmate, mi amorcito... Caperucita.— ¡No me jodas con eso! Lobo.— ¿No eres mi amor? Caperucita.— ¡No! Lobo.— ¡Cape...! Caperucita.— ¡Nada de Caperucita! ¡Tengo hambre! Lobo.— ¡Qué te crees? Caperucita.— La que te ha dado todo. ¿Te parece poco? Lobo.— No es para que me lo saques en cara.

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Caperucita.— Me tratas peor que a unas de tus putas... Lobo.— ¡Exageras! Sabes que me dejé de eso. Caperucita.— ¡No me dejas jugar! Lobo.— Bueno, terminemos con el juego. Caperucita.— ¿Ya para qué? Lobo.— Quién te entiende. Caperucita.— Es que también tengo mis derechos. Lobo.— Nadie te los está quitando. Caperucita.— ¿Cuándo vas a conseguir un buen trabajo? Lobo.— Tenemos un buen trabajo. Caperucita.— ¿Robando a los demás? Lobo.— No es exactamente así. Caperucita.— A mí no me vas a engañar con eso. Lobo.— La gente cae por su propia ambición. Caperucita.— ¡Coño Lobo, no te engañes! Lobo.— No, es verdad. Si te fijas bien… Caperucita.— Además del hambre, me tengo que calar tu mentira. Lobo.— La gente acepta que la engañes. Caperucita.— Es mentira. Lobo.— Todos vienen a nosotros. Caperucita.— Buscando ayuda y, a cambio, le robamos su dinero. Lobo.— Nadie los obliga... Caperucita.— En cierta manera sí. Lobo.— Yo nos los obligo. Caperucita.— No se trata de eso. Lobo.— ¿De qué? Caperucita.— Vienen por un poco de ayuda. Lobo.— Y se las doy. Caperucita.— Mentira. Lobo.— Dinero a cambio de mentira. Caperucita.— Es a eso a lo que me refiero. Lobo.— ¿A qué? Caperucita.— Coño, a que estamos robando a la gente. Lobo.— ¿Sí...? ¿Y se puede saber de qué vamos vivir?

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Caperucita.— Te dije, búscate un trabajo... Lobo.— ¡No empieces de nuevo! Caperucita.— Tenemos que cambiar de vida... Lobo.— No me vengas con esa ladilla. Caperucita.— Tenemos que cambiar de vida. Lobo.— No otra vez, mamita. Caperucita.— ¡No me vengas con esa vaina otra vez! Lobo.— ¿A qué te refieres? Caperucita.— Con lo de «mamita». Lobo.— Tú eres mi mamita. Caperucita.— Sí... pero... no..., quiero referirme a... Lobo.— ¿Qué pasa, dudas de nuestro amor?... ¡Qué!, ¿se acabó la pasión y tal...? Caperucita.— Es que... siempre quieres convencerme con eso de «mamita». ¡Coooño!... cómprame unas botas nuevas. Lobo.— Si quieres las botas tenemos que seguir trabajando. Caperucita.— ¡Esta vaina no es un trabajo! Lobo.— No dices lo mismo cuando gastas el dinero, cuando te metes tu vaina. ¡Verga!, me recuerdas a mi padre. Caperucita.— ¡Me vas a sacar las cosas en cara! Lobo.— ¡Es que no le ves la parte positiva! Lo bonito chama... Caperucita.— ¿Qué? Lobo.— Que también... es un trabajo, un trabajo. Caperucita.— Pero tenemos que cambiar... Lobo.— Y antes de cambiar, tenemos que comer. Caperucita.— Siempre diciendo qué hacer. Y cambiándome la conversación... Lobo.— No vamos a pasar toda la noche en esta discusión. Tengo que hablarte del próximo juego... Caperucita.— Dime de una vez de qué se trata. Terminemos con esto... Lobo.— Después. Caperucita.— No te entiendo.

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Lobo.— Lo entenderás en su momento. Caperucita.— Ah... no, con hambre y tengo que esperar por otro juego. Primero me das de comer. Lobo.— Está bien, vale... ¡cómete mi hamburguesa! Caperucita.— ¡Ah!... ¿ te la tenías escondida verdad? Lobo.— No, ¡cómetela de una vez! Caperucita.— ¿En dónde la tienes? Lobo.— Ya sabes. Caperucita.— ¿En la chaqueta? Lobo.— Sí... Caperucita.— Así te arreches, me la voy a comer. Lobo.— Pero sigamos con el juego. Caperucita.— Si me la dejas comer toda. Lobo.— De acuerdo. Mientras tanto tendré yo que buscar las cartas. (Busca.) Caperucita (Come con una mezcla de exaspero y de cuidado a un tiempo).— Bueno. Lobo (Se emociona).— Entonces pongo las cartas y tú haces de cualquier viejo tonto. Caperucita.— ¿De cualquiera? Lobo.— No te hagas la tonta. Caperucita.— No te preocupes, ahora con la «barriga llena, corazón contento». Lobo.— Te acercas y empiezas... Caperucita.— Calma, tenemos toda la noche. Lobo.— Pero no podemos perder tiempo. Caperucita.— De acuerdo, pero no me vayas a despertar temprano mañana. Lobo.— Tú siempre pensando en dormir. Caperucita.— Es que eres muy atorado. Lobo.— Sigamos. Caperucita.— Ya sabes, no me vayas a despertar. Lobo.— A las diez, ¿está bien? Caperucita.— Aunque en este rincón de mierda no hay mayor diferencia, quiero dormir un poco más. Lobo.— Por favor, Teresa, empieza... Caperucita.— Ah, bueno, así sí.

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Lobo.— Pongo las cartas... (Cambian. Entran al juego.) Caperucita.— ¿Cuánto cuesta el servicio?... Lobo.— No se preocupe por el dinero señor, aquí lo atendemos. Caperucita.— Pero dígame, ¿cuánto?... Lobo.— Siéntese, póngase cómodo. Le adivinamos su futuro. Caperucita.— ¿Todo? Lobo.— Todo cuanto necesite, señor... Caperucita.— ¿Cómo me lo garantizan? Lobo.— No se preocupe. Tenemos la experiencia y el conocimiento para eso. Aquí donde usted nos ve, somos universitarios. Caperucita.— Mienten. ¿Tienen las credenciales? Lobo (Cambian. Normal.).— ¡El viejo, nuestro próximo cliente, no hará esas preguntas...! Caperucita (Ríe).— Hay que poner todo a prueba mi querido Lobo. Lobo.— ¿Viste? Caperucita.— ¿Qué? Lobo.— Me dices Lobo y no me arrecho. Caperucita.— Así te conocí. Lobo.— Sigue, no te hagas la loca. Caperucita.— Con mis reglas. Lobo.— Sigue vale. Caperucita.— ¿De acuerdo? Lobo.— Sí. (Cambian. Entran al juego) Caperucita.— Entonces, ¿tienen las credenciales? Lobo.— Sí, no se preocupe, nuestro asistente las traerá. Caperucita.— ¿Tienen asistente? Lobo.— Claro señor... Caperucita.— Señorita, ¿es verdad eso de que aquí prestan todo tipo de servicio? Lobo.— El que quiera, señor. Caperucita.— ¿Todo?

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Lobo.— Sí, señor... Caperucita.— No me digas señor. Dime Willy. Estamos en confianza, ¿no?...bueno, venía por un asuntito. ¿Tú cuánto cobras?... Lobo.— ¿Por qué no le echamos las cartas primero? Caperucita.— Como tú quieras. Con tal de que no me vas tener toda la noche sólo para decirme cuánto cobras. ¿Esto es parte del servicio? Lobo.— En cierta manera. Caperucita.— Dime, ¿qué tienen las cartas? Lobo.— Nada. Es igual a todo juego de cartas. Caperucita.— Explíquese. Lobo.— Sencillo, tú cortas y yo reparto. Si tengo la mayor gano. Si tú la tienes, ganas. Es sencillo. Caperucita.— ¿Qué debo darte a cambio? Lobo.— Dinero. Caperucita.— ¿Cuánto? Lobo.— Depende. Empezamos con un dólar. Caperucita.— ¿Un dólar. Es más fácil para multiplicar, ¿no? Lobo.— Pero cada vez que pierdas, se multiplica por dos. Caperucita.— ¿Y qué recibo a cambio? Lobo.— Eso es negociable. Caperucita.— Dos por uno. Lobo.— ¿Cómo? Caperucita.— Si gano, usted me dará, además del dólar, la respuesta de algunas preguntitas que tengo. Lobo.— ¿Además del dólar? Caperucita.— Así es. Lobo.— No me conviene. Caperucita.— ¿Qué tienes que perder? Lobo.— ¡Okey! Si pierdo, medio dólar y una respuesta. Si gano dos dólares son míos. Dando y dando al minuto. Caperucita.— De acuerdo. Lobo.— Corto y usted reparte.

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Caperucita.— ¿Qué tienes? Lobo.— Tres de diamante. Caperucita.— Yo diez. Gané. Lobo.— Le toca su pregunta. Caperucita.— ¿Cuánto cobras la hora? (Cambian. Fuera de juego) Caperucita.— No, la «pinga», ¡esta verga no me la calo! No pana, esto no es así. ¿Quiere decir, que este es el juego que tienes como sorpresa? Lobo.— Si te pones a discutir conmigo, tendrás mucho que perder. Te voy a dejar sola en esta cañería de mierda. Caperucita.— ¡Esta mierda!, como tú la llamas, nos es una cañería. Es donde me has hecho el amor. Coño, donde nos hemos amado. Ahora se te ocurre llamarla mierda. Donde tú y... Lobo.— Sí lo sé, donde tú y yo hemos pasado «nuestros momentos más felices de la vida»... Caperucita.— Ahora resulta, coño de tu madre, que son «momentos felices», nada más. ¿Y todo lo que te he dado, no cuenta? Lobo.— ¡Vas a echarme en cara todo? Eso no se hace. (A partir de aquí descienden hacia una angustia apasionada. Están cerca el uno del otro, procurando una violencia, si se quiere, con matices eróticos y en la que terminan besándose en la boca.) Caperucita.— Lo que tú haces mejor que yo. Lobo.— Mando aquí. Caperucita.— No me interesa. Lobo.— Soy quien da las órdenes. Caperucita.— No sé cómo, si no tienes cerebro. Lobo.— Tengo más que tú. Caperucita (Solloza).— ¿Ves? Lobo.— ¿Qué? Caperucita.— Que no me amas. Lobo.— ¡Vete a la mierda! Me quieres manipular. Caperucita.— Eres tú quien lo hace.

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Lobo.— Vete a la mierda, te he dicho. Caperucita.— Eres un animal peludo. (Lobo besa a Caperucita. Se besan con pasión, acostumbrados, sin saberlo, a una rutina aprendida en la calle. Tal vez hagan el amor. Se deja escuchar una vez más las sirenas, como estructurando un hecho imaginado el cual formará, ahora, parte del espectador.) Lobo (Cambia inadvertidamente).— Ahora soy Willy. Caperucita (Igual).— ¿No te entiendo? ¿Y el amor? ¿Nuestro romance? Lobo.— El amor no cuenta. Caperucita.— ¿Cómo que el amor no cuenta? ¿Qué me quieres decir con eso? Lobo.— Es el juego lo que cuenta. ¿Acaso en nosotros el amor no es un juego? Caperucita.— No como tú lo ves. Tratas de decirme que el amor queda en un segundo lugar. Nuestro amor no puede confundirse con esos juegos que sólo nos sirven para comer, para conseguir la plata. Lobo.— ¡No me vengas con eso vale! Tú estás de acuerdo cuando jugamos. Dejémonos de filosofías baratas que no vienen al caso. Caperucita.— Me extraña, Lobo (!)… Lobo.— ¡No me digas Lobo! Caperucita.— Tú siempre recordándome que eres más inteligente que yo. Lobo.— No me vengas con eso. Caperucita.— Te vengo con lo que me dé la gana, cuando tratas a nuestro amor como si fuera uno de esos malditos juegos. Lobo.— De esos juegos vivimos. ¡Carajo!, no te puedes comer una hamburguesa porque te pones rebelde. No te me arreches. Caperucita.— ¿Arrecharme? Lobo.— Sí, está en el diccionario de la Real Academia Española: «arrecho o arrecha. Del latín. Arrectus, participio pasivo de arrigere, enderezar. Adjetivo:

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tieso, erguido. Brioso, arrogante, diligente. Dícese de la persona excitada por el apetito sexual». Aunque nosotros, tú y yo, la usamos para nombrar a la persona que está molesta o enojada. Por ejemplo: «¡tú si eres arrecha!»… Caperucita.— Sigues recordándome que eres el inteligente… Lobo (Ríe).— ¿O no será que realmente estás excitada? Caperucita.— Hasta me insultas... Lobo.— ¡Se acabó! Volvamos al juego. Caperucita.— ¿A cambio de qué? Lobo.— De que te compre tus botas. Caperucita.— ¿De verdad me comprarías las botas que tanto quiero?... (Pausa. Cambio de ánimo), siempre he pensado que realmente me amas. Y que momentos como estos hacen que nuestras vidas sean tiernas. Un par de botas significan un acto de amor. Significan que valió la pena que haya huido contigo a este rincón, y que mi madre sea la equivocada... (Bajan las luces. Oscuro) Escena segunda Aparece Beatriz, quien sorprende a Caperucita consumiendo cocaína. Beatriz.— ¡Teresa! Caperucita.— Nada, mamá, nada… Beatriz.— ¿Cómo que nada? ¡Si te encuentro hasta el culo con esa mierda! Caperucita.— Es que estoy deprimida, diría, inspirada mamá. Beatriz.— ¿Deprimida? ¡Drogada es lo que estás! Caperucita (Bajo los efectos de la cocaína).— Mamá, no lo veas así, sólo estoy sentimental. Está bien

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«guánfor», uf…, para volar… Beatriz.— ¿Y eso? ¿Cómo lo explicas? Caperucita.— Nada mamá, nada… Beatriz.— Ese polvo blanco que tienes allí. Éste, ¡carajo! (Tira el polvo) ¿Esto es lo que aprendes en el internado? ¿Para qué te pago los estudios? ¿Acaso para que te reúnas con ese José Manuel? Caperucita.— Ah, sí… Mamá. No te preocupes. Mira, las monjas nos daban clases, en donde, además de planchar, cocinar, coser y lavar, tenemos que aprender de «higiene doméstica»… Beatriz.— ¿Higiene doméstica? Esto mi niña no es, por favor, ninguna «higiene doméstica», esto... Caperucita.— Tú si eres mojigata mamá. Mira, con este polvo se sirve una tacita de manzanilla y tú, antes de tomarla, puedes inhalar algo para refrescar tus pulmones y destapar tus fosas nasales… ¿Sabes?, también nos hablan de educación sexual y… Beatriz.— ¿Cómo es la cosa? Caperucita.— Bueno mamá educación sexual. ¿En tu época de estudiante no se llamaba puericultura o algo así? Te quiero decir que las monjas nos dan puericultura. Y nos enseñan cómo ser buenas madres y respetando lo que la orden papal nos exige. O sea, nada de preservativos. Nada. Es fácil, mamá, porque t1odo es natural. Todo está en nuestro cuerpo. Porque sólo debemos hacer el amor cuando vamos a tener hijos y que eso de perder la virginidad, antes del matrimonio, es pecado… (Ríe. Cambia.) ¡Mentira toda esa vaina mamá! Mira mamá, es verdad: las monjas estaban tirando: hacen el amor hasta entre ellas… Beatriz.— ¡Respeta! ¡Y explícame de una vez por todas qué hace ese polvo blanco aquí! Caperucita.— Nada mamá, nada… Beatriz.— ¡Crees que soy estúpida o algo así!

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Caperucita.— Sí mamá, créeme, mamá, esas... mujeres… están tirando mamá, que te lo digo yo... Y tiran parejo. Les gusta la vaina… Beatriz.— Respeta, Teresa. Debes respetar, eso es sagrado. Esa gente no se mete contigo, al contrario, tratan de educarte. Caperucita (Pausa. Cambia).— ¿Mamá?... Beatriz.— ¡Ahora qué! Caperucita.— Chama, dime «Cape», como me dice el chamo José. Anda… vale. Beatriz.— Hablo de una cosa y tú de otra. ¡José no me interesa! Que me perdone mi amiga Astrid, pero no me interesa ese drogadicto. ¡Te tiene perdida, muchacha!… Caperucita.— Mamá, no me dejas decirte que esas mujeres «religiosas y educadoras» y todo, no están haciendo las cosas bien, mamá. Fíjate que en estos días encontraron, después de destapar un antiguo ducto del aire acondicionado, centenares de condones y preservativos… No me vas a decir que lo tenían para hacer pesebres. Para mí, que son los Padres quienes se las están pegando. Tienen sexo, están tirando mamá yo que te lo digo. Coño y cómo les gusta, porque estaba lleno de condones de todas las marcas. Incluso, algunos estaban sin abrir. ¿Tampoco lo van a usar de adorno, verdad mamá? Beatriz.— No quieres respetar a nadie. Caperucita.— No, nada mamá, nada. No, mamá… Beatriz.— ¡Te voy a volver a meter en el internado! ¡Ya verás! Creí que cambiarías. Había confiado en tu promesa de dejar a ese malandro de José Manuel. Y que me perdone mi amiga Astrid. Caperucita.— Nada, mamá, nada… Con José no… (En la medida que bajan las luces Beatriz y Caperucita derriban en fuerte polémica.) Beatriz.— ¡Cómo que nada? Tú vienes, te metes por las narices esa basura y quieres que me quede

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tranquila, como si aquí no pasa nada… Caperucita.— Siempre reclamándome todo. Y tú, mamá, qué te crees… Beatriz.— Soy tu madre. Caperucita.— ¡Qué madre y qué coño’e madre! Me vienes a dar lecciones de moral, cuando el viejo… Beatriz.— Cuando el viejo ¿qué? Caperucita.— Para nadie es un secreto que el viejo, se la pasa haciéndose la paja. Aquí y… que en nuestra casa… Beatriz.— ¡Respeta a tu papá! Caperucita.— No te engañes, mamá. Ése no es mi papá. Beatriz.— Pero es él quien te mantiene. Caperucita.— Un papá impuesto. Ése es un corrupto. Beatriz.— ¡Es tu padre! Caperucita.— Es un exmilitar enganchado en la política que sólo convence a sus aduladores de turno. Se parece tanto a su presidente. Y se llena la boca diciendo que su hija, Teresa, o sea, ésta que está aquí «tiene la mejor educación privada que se le puede dar a una hija». Mentira mamá, mentira… Beatriz (Mientras sale).— ¡Ya no te soporto más, ahora mismo hago diligencias para que te reingresen al internado! Caperucita.— Nada, mamá, tranquila, ya me voy y no te voy a dar más problemas. Lo tengo todo listo. José, que me quiere mucho, viene por mí. Y me prometió que vamos a ser muy felices. Sólo momentáneamente estaremos en el rincón Samy. Luego vamos a tener nuestra propia casa. ¿Entiendes mamá? Nuestra propia casa. Y la llenaremos de niños. (Ríe.) Será muy bonito mamá. Porque, aunque tú no lo creas, él es una persona buena que tiene cosas buenas para mí. Me iré, te dejaré tranquila y luego te traeré nietos, muchos nietos. Te dejo, mamá. Te dejo… (Apagón) -33-


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Escena tercera Continuación de la Escena primera. Una vez más se deja escuchar el sonido de las sirenas: gritos de gente que se alarma con la violencia de la calle. Voces en off, que no pretenden apabullar, acaso se escuchan: «¡Otra muchacha muerta! ¡Otra muchacha muerta!»… «¡Hey, tú, quieto allí y tú, güebón, contra la pared»… «Ustedes quietos allá. Mira, Cabo, anda a ver qué pasa en la tienda de ‘María Piú!’»… (Pausa. Silencio.) «¡Mi sargento, la puerta está abierta!»… Al tiempo que Lobo y Caperucita se muestran acostumbrados. Lobo.— Exageras. Caperucita.— No, te equivocas. En los pequeños detalles está el amor. Con que me regales las botas, a cambio del juego, me estás demostrando que sí vamos a ser felices. ¡No como esas botas de Willy! Lobo.— Juguemos entonces. Pero esta vez soy el señor Willy, sin enredos. Caperucita.— Juguemos… (Cambian para volver al juego.) Lobo.— ¡Corto y tú repartes! Caperucita (Visiblemente entusiasmada).— Señor Willy, ¿cómo está? Bienvenido sea. Lobo.— Bueno, ya sabes, vengo por lo mío. Caperucita.— ¿Está dispuesto a perder? Lobo.— Depende de cómo lo veas. Caperucita.— No le entiendo. Lobo.— Puedes tutearme. Caperucita.— Es una manera de respetar a los clientes. Lobo.— Tendrás esta vez intimidad conmigo. Caperucita.— Sigo sin entender. Lobo.— El «señor Willy» te explica... Caperucita.— Espero. Lobo.— Esta vez —aquella vez fue muy aburrido—, siempre que gane, deberás concederme un deseo. -34-


Caperucita ríe a medianoche

Caperucita.— Para eso estamos aquí. Lobo.— Sólo que ahora los deseos son diferentes. Caperucita (Muy segura).— Pide y se te concederá. Lobo.— ¿Segura? Caperucita.— Pide, adelante. Lobo.— De acuerdo: cada vez que gane, te quitarás una parte de la ropa. Caperucita.— Caramba…, señor Willy. Lobo.— ¿Estás preparada? Caperucita.— ¿Y qué obtengo a cambio? Lobo (Le muestra una botas que tiene reservadas para la ocasión.).— ¡Esto! Caperucita.— ¡No puede ser! Lobo.— ¿Qué sucede? ¿No te gusta? Caperucita.— ¡Mierda! Lobo.— ¿Qué? Caperucita.— A él nunca se le ocurre algo así. Tenías que venir tú a hacerme el regalo. (Trata de quitarse la ropa, como si aquello formara parte de una rutina) Lobo.— No, espera, así no. Caperucita.— Ah..., okey. Me dirás… Lobo.— Con las reglas. Caperucita (Abstraída).— Sí, está bien. Qué bueno, al fin tengo mis botas. Lobo.— No te preocupes, aquí está. Caperucita.— No le vayas a decir nada a José Manuel. Lobo.— ¿José Manuel? Caperucita.— Sí. A Lobo. Lobo.— ¡Ah…! Caperucita.— Empecemos, quiero llevarme las botas. Lobo.— Empecemos. Caperucita.— Cuando quieras. Lobo (Sale del juego).— ¿Entonces «Cape»? Caperucita (Cambia. Normal).— Está bien… (Como Caperucita.) ¡Por unas botas todo! Hasta me acostaría con esa mierda de Willy. Lobo (Como Lobo).— ¡Todo! Coño ve con cuidado que por puta te voy a entrar a coñazos... -35-


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Caperucita.— ¿Celoso? Lobo.— No. (Evasivo) Recuerda, recorto y reparto. Caperucita.— Empezamos. Lobo.— En eso estamos. Caperucita.— A ver… creo que ganaré… Lobo.— Tú tres y yo diez. ¡Gané! Caperucita.— Sí…, pero ya sabes…, a la primera que gane: las botas y… Lobo.— La camisa… (A partir de aquí, Caperucita progresivamente se desviste.) Caperucita.— Ya. Sigue, y terminemos que esas botas me las llevo. Lobo.— Reparte tú. Caperucita.— Reparto y corto…¡Ay! Esta vez sí. Lobo.— No cantes victoria. Caperucita.— ¿Doble? Lobo.— ¿A cambio de qué? Caperucita.— Dos a dos. Lobo.— Decido el atuendo. Caperucita.— ¡Vale! Lobo.— Pero no serán dos pares de botas. Caperucita.— Ya va. O sea, que este cuerpo que está aquí, ¿no vale? Mira lo rico papi… Lobo.— No he dicho lo contrario… Caperucita (Muestra su cuerpo).— ¡Mira!, mira bien… ¿adónde vas a encontrar algo mejor?... ¡Que sean dos pares de botas! Lobo.— Me gustan los retos, en vez de un par de botas más, que sea una chaqueta. Caperucita.— Este… ¡Va! Que sea una de las finas. Coño, pero no se lo vayas a decir al Lobo. Lobo.— Tranquila, no sabrá. Caperucita.— Tres, ¿cuánto tienes? Lobo.— Cinco. Gané: los pantalones. Caperucita.— Coño… Lobo.— Perdiste. Reparte. (Pausa)

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Caperucita.— ¡Tengo siete! ¡Tengo siete! Seguro que gané. Lobo.— No cantes victoria. Caperucita.— ¿Qué pasó? Lobo.— Tranquila. Caperucita.— Apúrate porque tengo frío. Lobo.— Tengo cinco. Caperucita.— Mierda. Lobo (Ansioso).— La franelilla. Caperucita.— Esta vez gano. Lobo.— Reparte. Caperucita.— Esta vez gano… Lobo.— Cuatro… Caperucita (Mientras sale de escena).— Siete. ¡Gané! ¡Gané! ¿Qué le vas a decir a Beatriz! Cuidado viejo morboso con decirle algo al Lobo… Está bien bonitas las botas vale… Y deja de hacerte tanto la paja frente a mamá… Lobo.— ¿Adónde vas?... (Pausa.) ¿Qué quiso decir esa carajita con eso? Me tiene arruinado. ¿Qué coño me interesa el Lobo? (Sobre el Lobo un cenital. Oscuro) Escena cuarta Vuelven al principio de la Escena primera. Caperuciaparece durmiendo en el mismo lugar en el que estaba Lobo al final de la Escena tercera. De manera que la escena se abre con el mismo cenital sobre Caperucita que duerme. Lobo, repite aquél juego de cartas. ta

Lobo.— Coño de la madre Caperucita.— Hmm... hmm... (Se deja escuchar levemente una caterva.) Lobo.— ¡Maldita sea! Caperucita.— Hmm... ¿Qué pasa?

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Lobo.— Coño de la madre... Caperucita.—¡No me dejas dormir! Cállate. Lobo.— No joda..., déjame con el juego. Caperucita (Mientras duerme).— Y deja de hacerte tanto la paja frente a mamá… (Trata de despertarse.) Estas botas si están bonitas vale(!) … Lobo.— Despiértate «Cape»… Caperucita.— Déjame dormir. Tengo sueño. Lobo.— Aceptas toda basura de ese Willy… Caperucita.— Lo aprendí de ti. Lobo.— Tú sabes que yo no me meto esa mierda de polvo blanco. Caperucita.— Pero bebes caña parejo… (Pausa) Tengo hambre. Lobo.— Anoche te comiste mi hamburguesa… (Cambia.) ¡Eso, mamita! Dime Lobo, anda dime. Caperucita.— Si me traes otra vaina para comer. Lobo.— ¡Vaya pue’! Caperucita.— Lobo… Lobo.— ¡Me excitas! Caperucita.— Okey, pana, tengo hambre. Lobo.— Anda vale, otra vez… Caperucita.— Lobo… Lobo.— ¡Qué bueno! Es… Ah… Caperucita. Lobo… (Ríe, se retoza) Lobo.— Diría que es romántico. Caperucita (Ríe).—Tú como que también estás drogado... Lobo… Lobo.— Ah… que bueno. Esto es amor. Caperucita.— Lobo… Lobo.— Digo que esto es amor. Una palabra puede significar amor. Lobo y niña pueden estar junto a ti. Acompañándote hasta ceñir la noche. Puede ser así el amor, una palabra. Caperucita (Ríe).— Yo te dije... que no te tomaras esa Pepsi «piche». Lobo.— No estoy drogado.

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Caperucita.— Pareciera. Lobo.— ¿Por qué me hablas así? Caperucita.— No quiero que sigas. Lobo.— Dime Lobo… Caperucita.— No voy a seguir con eso. Lobo.— Necesito que me digas Lobo. Caperucita.— Para mí que estás drogado. Lobo.— Eres tú quien se droga. Caperucita.— No estoy adicta como tú a la pega. Lobo.— La pega es por ratitos. Caperucita.— No sé vale, no voy a seguir con esa paja de «Lobo…, Lobo…, Lobo…». Lobo.— No me quieres complacer ¿verdad? Caperucita.— ¿Para qué? Lobo.— Es nuestro convenio. Si me complaces, te complazco. Caperucita.— ¿Y en qué me vas a complacer? Lobo.— En todo. Caperucita.— Mentira. Lobo.— ¿No me vas a agradecer lo que hago por ti? Caperucita.— ¿Qué será? Lobo.— Te traigo esa mierda que te metes, las hamburguesas, las botas… Caperucita.— Toda esa mierda es robada… Lobo.— ¿Y qué? Caperucita.— Que tienes que traerme cosas compradas, como buen marido. Lobo.— ¿Qué marido y qué ocho cuarto. Te volviste loca? Caperucita (Llora).— ¿Viste? Lobo.— ¿Ahora qué? Caperucita.— Que sólo yo te complazco. ¿Acaso no puedes tratarme con algo de cariño, como un marido normal? Lobo (Se ríe).— ¿Cómo un marido normal? ¿Qué vaina es esa?

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Caperucita.— Que dejemos de vender juegos de cartitas, que dejemos de engañar a la gente. Por lo menos compremos una franquicia… Lobo.— ¿De qué me estás hablando? Caperucita.— De tener algo decente que sea bonito donde la gente compre, con su toldito bonito y tenga un cartelito que diga «Cartas punto com, servicios para el crecimiento personal». Lobo.— No… y también llamamos a tu papá para que venga con sus reales y nos solucione todos nuestros problemas (!) Caperucita.— No me nombres a esa mierda. Por favor, hablemos de otra cosa. Lobo.— Tú sabes que te voy a comprar lo que me pidas, mi amor. Eres mi geba. Mi mujer chama. Porque decir chama en nuestra lengua, en nuestro país, es decir de una tipa, algo más que una amiga. Se dice de la gente a la que le tienes confianza. ¿Qué sería de mí sin ti? Caperucita.— Más te vale que sea verdad… Lobo.— Ya verás que te tengo una sorpresa… Caperucita.— Por cierto suelta de una vez esa sorpresa, ¿cuál es el juego? Lobo.— En su momento, mi amor, en su momento. Caperucita.— Sea lo que sea. Me avisas. Mira, ya pasó la noche y no me dices. Aquí estoy, despierta, cuéntame. Lobo.— No dije que te despertarás aún. Caperucita.— Vuelves con lo mismo. Lobo.— En su momento… Caperucita.— Si no ya verás que… Lobo.— Ah… no… Sin amenazas. Caperucita.— Lo que quiero es que me digas de una vez por todas de qué se trata. Lobo.— Lo que te puedo adelantar es que tendremos un «toldito» bien depinga.

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Caperucita.— ¿De verdad me vas a sacar de esta pocilga? Lobo.— ¿Ves? Caperucita.— ¿Qué? Lobo.— También llamas pocilga el lugar donde nos amamos. En donde hemos hecho el amor bien rico mamita. (Ríe) Caperucita.— Ah… pero es diferente. Lobo.— Es lo mismo, se trata de amor. Tú si sabes que es amor. Pero yo no. Tú dices que tu papá es una mierda. Pero el mío, chama, ni lo conozco… Caperucita.— ¡Viste que te drogaste con esa «Pepsi piche»… Lobo.— ¡Déjame contarte! Y prometo darte la esperada sorpresa. Caperucita.— Está bien chamo… habla. Lobo.— Yo sé que eres bien chamita. Pero no me lo tienen porqué sacar en cara. Te traje a este rincón y ya. Y que te faltan muchas cosas por vivir. (Cambia) ¡Espero que sea conmigo! Pero triste es no oír ni ver a un padre. Lo único que sé es que mamá se enamoró estando bien jovencita, bien bonita. Pero del tipo que se enamoró, o sea, mi papá, estaba pelando la bola que jode. Y ya conoces cómo se ponen si te buscas a alguien que está pelando bolas. Cuando lo tienes todo, existe racismo chama. Las viejas burguesas no aceptan nada. Pero mamá le daba mucha nota Esteban —así dicen que se llama mi papá—. Incluso, llegué a decirle a mamá que quien le daba nota a ella era mi papá y no ese «lameculo» con quien vive. Pero como Esteban estaba pelando bolas, le prohibieron a mi mamá verse con él. Bueno ya era muy tarde porque estaba preñada. O sea, había venido yo a este mundo chama con pasión. ¿Entiendes chama? Nací con burda de pasión. Y que va… eso no valió de nada porque mi abuela es una burguesa de mierda.

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Siempre me decía, cuando hacía algo incorrecto, que me parecía a mi padre. ¡Coño! ¿Para qué te van a criar si después te lo van a estar sacando en cara? Por eso no me gusta que me saques las cosas en cara. No lo hagas. Me da sentimientos vale… Caperucita.— ¡Coño! tu cuento es bien triste. Lobo.— En la vida todos tenemos un dolor aquí pana, en el corazón. (Se deja escuchar un ruido venido de una caterva.) Caperucita (Alarmada).— ¿Qué pasa? (Al fondo voces en off: «Busque bien cabo. No vamos a estar toda la noche aquí»… «Señor aquí no hay nada»… «Vayan al callejón y revisen dónde carajo está el cadáver»…) Lobo.— ¡Qué ladilla, vienen para acá! Caperucita.— ¿Qué hacemos? Lobo.— No hay problema, nos metemos en el hueco. Allí nadie nos encuentra. En nuestro rinconcito nadie nos ve… (a oscuras.) Caperucita.— No me vayas a estar cogiendo, ¡déjame las tetas vale!… Lobo.— ¡Ven apúrate! Ese cabo es una ladilla… Caperucita.— Esto cada vez es más estrecho… Lobo.— Lo que pasa es que estás algo gorda… Agáchate, ven, por aquí. ¡Cuidado con la mierda! (Pausa) ¿No será que estás...?... Caperucita.— ¡Fooo! Huele a mierda… (Cambia. Impresionada.) ¡Qué? ¿Qué dices? Preñada. Déjate de vainas… Lobo.— Ay… qué rico. Así… acércate que hace frío. Caperucita.— Déjame tranquila. Lobo.— ¿Qué, ya no te doy nota? Caperucita (Poco a poco, se dejan ver apenas por medio de un cenital. Poca luz.).— Con este olor a mierda quién va a estar pensando en sexo… Lobo.— Yo. Además de este lado no se siente. Anda acércate.

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Caperucita.— Es verdad, no se siente… ¿Lobo? Lobo.— Sí, ¿qué? Caperucita.— ¿De verdad tendré mi toldito? Lobo.— Te lo aseguro. Caperucita.— Entonces, para terminar, dime cuál es el nuevo juego. Lobo.— A su tiempo, deja que se vaya ese cabo ladilla. Caperucita.— ¿Lobo? Lobo.— Qué… Caperucita.— ¿Cuántas chamas están matando por aquí? ¿Tú no tienes nada que ver verdad? Lobo.— ¡No! (Voces en off: «Mi sargento, aquí no hay nada»… «Busca bien y si encuentras al Lobo, agárramelo»… «Sí señor… Esos carajitos siempre se esconden… ¡Nos los veo señor!»…) Lobo.— Shhh…Cállate no vaya a ser que nos descubran… Caperucita.— Lobo… Lobo.— Qué… Caperucita.— Me da miedo… Lobo.— «Cape», te siento el abdomen más hinchadito. Creo que estás preñada. Caperucita.— Cállate. Con eso no se juega. ¡Y deja de estar oliendo pega! Lobo.— Pero quién aguanta el olor a mierda. Caperucita.— Entonces dame. Lobo.— Sólo un poco… Caperucita.— Lobo, me está dando sueño y no es de noche. Lobo.— Es la pega. A mí también me está dando sueño. Caperucita.— Pero se siente como si fuera de noche, ¿verdad? Lobo.— Voy a dormir… Caperucita.— Yo también. Lobo.— Ven acércate. Así… rico.

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Caperucita.— ¿Es de noche? Lobo.— No sé… (Duermen. Oscuro.) Escena quinta Aparecen Matute y Lobo. Matute.— Quisiera saber de mi hijo. Lobo.— Aquí estoy. Matute.— Pero tú no eres mi hijo. Lobo.— Claro, aquí estoy. Matute.— No. Duermes. Lobo.— Estás aquí. Matute.— Tú y yo. Sólo es un sueño. Lobo.— No. Estamos aquí. Matute.— ¿Por qué me jodes tanto en mis sueños? Lobo.— No es un sueño. Estoy aquí. Matute.— Es un sueño porque todo ha quedado atrás. Lobo.— No soy un sueño, soy real. Matute.— Sé que no existes porque ahora me vas a repetir lo mimo: «no soy un sueño, soy real». Fíjate, te veo a la cara y no logro ver tu rostro. Eres una cara en blanco dentro de mi sueño. Lobo.— De la nada puedes esperar mucho. Matute.— No insistas. Eres una cara en blanco. Lobo.— Soy José Manuel. Veme. Matute.— Eres una cara en blanco. Lobo.— No. Existo. Veme. Matute.— Amaba a tu madre. Lobo.— Pero existo. Matute.— Eres un sueño sin cara que se repite. Lobo.— No es verdad. Matute.— Siempre me dices lo mismo. Por ejemplo, ahora, me vas a preguntar qué es lo que voy a decirte.

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Lobo.— ¿Qué me dirás? Matute.— ¿Ves? Lobo.— ¿Qué? Matute.— Me hiciste la pregunta. Lobo.— ¿Cuál? Matute.— La que me preguntas en todos los sueños. Lobo.— No entiendo. Matute.— ¿Cómo puedes entender si el que está soñando soy yo? Lobo.— ¿Qué diré, dime? Matute.— De aquí en adelante insistirás en que no eres un sueño, sino algo real. Sin embargo no todo queda allí. Me convencerás de que eres mi hijo. Lobo.— Sí, existo. Matute.— Y ahora me vas a decir que no es tu culpa… Lobo.— No es mi culpa que los padres de mi mamá no te dieran la oportunidad de vivir con ella el resto de nuestras vidas. Matute.— Espera, has cambiado lo que tienes que decir… Lobo.— Te he dicho que existo. Matute.— Tenías que preguntarme por qué no estoy con tu mamá. Mejor volvamos al principio del sueño. Lobo.— ¿Al principio del sueño? Matute (Le interrumpe).— Dónde está mi hijo? Lobo.— No sé. Matute.— ¿Sabes que te hace una suegra que no te quiere? (Pausa) Te manda a la mierda. Lobo.— No entiendo. Matute.— Estoy al principio del sueño. O sea, estamos aquí para encontrarnos como padre e hijo. Frente a frente, pero sin poderte ver la cara. Verás yo empezaré hablar de tu abuela. Lobo.— Ah… esa vieja. Matute.— Esa vieja me hacía la vida infeliz. Ahora voy a hablar de ella y tú me harás preguntas. Siempre es igual. -45-


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Lobo.— ¿Entonces de qué sirve que estemos hablando si siempre es igual? Matute.— Tú insistirás que eres mi hijo y me quedaré sin verte el rostro. Lobo.— Pero si eres mi padre. Yo existo. Matute.— ¿Ves? Lobo.— ¿Qué pasa ahora? Matute.— Vuelves con la misma pregunta. Lobo.— Terminemos, si es así, con tu sueño. Matute.—No te preocupes todo terminará. Lobo.— Terminemos. Matute.— Tengo que empezar por hablarte de mi suegra. Lobo.— Te escucho. (Matute Ríe) ¿De qué te ríes? Matute.— Sabía que dirías eso. Lo esperaba. Verás… Lo que pasaba con mi suegra era de telenovela. Lobo.— No entiendo. Matute.— Hay pocas cosas que entender. ¿Es que no entiendes que estamos en un sueño y en los sueños las cosas no se explican, se dan? Lobo.— Estamos en tu sueño. No en el mío. Matute.— Entonces, escucha. Lobo.— De acuerdo. Pero termina. Matute.— Mira, en este sueño yo hago de la abuela de Teresa, o sea, de la abuela de tu Caperucita. ¿Entiendes? Lobo.— Algo. Matute.— Nos estamos entendiendo. No olvides que estamos en tu sueño. Y en él tú gobiernas. Lobo.— No quiero continuar. No quiero saber de mi padre. Matute.— Ah… eso no depende de mí, sino de tu sueño. De aquí en adelante, seguirás con el sueño. Me explico. Tú haces de Ana… Lobo.— ¿Ana? Matute.— Sí, una amiga de la abuela de Teresa… Lobo.— Es que ni siquiera «Cape» la conoce.

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Matute.— No importa, te vuelvo a recordar que estamos en tu sueño… Lobo.— Ah… Okey. Matute.— Escucha bien lo que dice la madre de la madre de Caperucita, o sea, su abuela. Lobo.— Escucho. Matute.— No, debes preguntarme. Lobo.— No entiendo. Matute.— Recuerda que estás en tu sueño. Lobo.— Me confundes. Matute.— Sencillo, sólo que me sé de memoria tu sueño. Lobo.— Entonces terminemos de una vez para hacerlo más sencillo. Termina de imitar a la vieja. Y terminamos con el sueño. Matute.— Debes esperar que termine. Lo haré solo (se desdobla, narra): —¿Crees que voy a aceptar que mi hija se reúna con ése? —¿Qué pasa, vas a abandonar a tu hija? —me decía la amiga que, sin falta, me acompañaba todas las tardes con el té y las galletitas… —No —le contesta Ana—. Claro que no. —¿Qué vas a hacer? —Ay… mira, la gente no se dará cuenta. Para que no sea así, la caso con ese estúpido de Emar. Son felices. Nadie se da cuenta. Y ya. Lobo.— Así que todo resuelto. Matute.—Siempre, con esta gente todo se resuelve así. Sacando a uno y poniendo a otro. Lobo.— Y yo me quedo sin ti. Y tú sin mí. Matute.— Y yo sin ti, padre.

(Bajan las luces)

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Escena sexta Aparecen Lobo y Caperucita en el final de la Escena cuarta. Lobo.— «Cape»… Caperucita.— Hmm… Déjame dormir. Lobo.— Despierta que nos quedamos dormidos. Tuve un mal sueño. Caperucita.— ¿Cuál sueño? Lobo.— Otra vez soñé con mi papá. Bueno, mejor dicho, con quien es mi papá. Porque yo no sé quién es. En el sueño sí. Pero aquí en la vida no. Caperucita.— Cada rato sueñas con eso. Si no olieras tanta pega, no tuvieras pesadillas… (Cambia) Tengo hambre Lobo. Lobo.— Yo también. Caperucita.— Tenemos que buscar comida. Para eso vamos a necesitar algo de dinero. Lobo.— No te preocupes. El juego del que te hablaba nos resolverá. Caperucita.— ¡Dime cuál es de una vez, ¿quieres?! Lobo.— Será fácil. Te explicaré. Caperucita.— ¡Ya era hora! Lobo.— Vamos a la tienda de la abuela. Entramos como si nada. Como siempre. Y le robamos… Caperucita.— ¡Coño a la abuela? Lobo.— ¿Qué tiene de malo? Caperucita.— No me quiero meter con la abuela. Lobo.— ¿Y por qué no? Caperucita.— No sé porqué me acuerda a mi abuela… Lobo.— Eso es muy fácil de entender. Esa vieja se parece mucho. Es burguesa. Se cree una gran cosa. Y es una pobre vieja que cree saberlo todo. Sus hijos no la quieren. Y para mí, que vende cosas raras allí dentro. No sé. Pero entran todo tipo de personas. Fíjate que son más extrañas que nosotros. Es más, se parece tanto a tu abuela que a su nieta la metió

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en un convento. Y que, según dicen, prefirió ver a la hija preñada que casarlo con un pobre. Caperucita.— ¿La abuela? Lobo.— Sí, tu abuelita lo hizo. Y sin pedirnos permiso a nosotros. Nada más por eso es que me provoca robarla. Caperucita.— ¿Por no pedirnos permiso? Lobo.— No, no seas tonta. Sino por parecerse a tu abuela. Caperucita.— Ella conmigo es buena. Lobo.— Por eso le aguanto sus cosas… Caperucita.— Me trata con cariño. Siempre está pendiente de nosotros. Lobo.— Será de ti. Yo no cuento. Caperucita.— Cada vez que puede, nos ayuda. Lobo.— Te ayuda. A mí, en cambio, me tiene mala espina. Caperucita.— ¿Mala espina? Lobo.— O sea, me tiene arrechera: me odia. Caperucita.— Es que tú eres muy malcriado con ella. Tenle paciencia. Lobo.— Cada vez que le tengo paciencia, me jode la vida con sus gustos burgueses de mierda. Caperucita.— Eso no justifica que la vayamos a robarle. Por cierto, ¿qué habrá pasado que la policía se metió en su tienda. Lobo.— ¿Qué dices? Caperucita.— No te acuerdas que cuando nos quedamos dormidos buscaban por todas partes… ¿Qué vas a oír si estabas oliendo pega? Lobo.— ¡No me interesa! Entramos, aplicamos el juego. Y ya. Caperucita.— Será el robo. Lobo.— Como quieras. Caperucita.— Con una condición. No la vayas a joder como lo hiciste con el viejo de las cartas que por verme las tetas, y sin yo saberlo, le entraste a

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patadas apenas pudiste hacerlo a escondidas de mí. ¡No le vayas a entrar a patadas a la abuela! Lobo.— No le digas la abuela. Esa es la vieja Norma. Así se llama. ¡No le digas la abuela! Caperucita.— Está bien, sé que se llama Norma, que la vieja a veces es se pone fastidiosa, que tiene cara de lesbiana (Risas). Ahora que lo digo, ¿de verdad que la vieja tiene cara de lesbiana? Lobo.— Así son las viejas como ellas. No tiene oficio y, por hacer cualquier cosa, son capaces de lo que sea. Caperucita.— Eso no da para que te metas con Norma. Déjala tranquila. Lobo (Saliendo de escena).— De acuerdo, pero vamos que se hace tarde. Recuerda que a esta hora no tiene mucha gente. ¿Dijiste Norma? Caperucita . — Espera. (Lobo se detiene) Lobo (A la expectativa. Parado en el escenario).— ¿Qué? Caperucita.— No me dejes sola. Dame la mano. (Se toman de la mano y salen de escena. Oscuro) Escena séptima En el bazar de la Abuela. Desde el corredor. Lobo (Algo nervioso. Entran al bazar).— Entra, entra «Cape». Caperucita.— Voy, voy. Espera. Lobo.— ¿Dónde está Norma? Caperucita.— Debe venir ya. Lobo.— ¿Cómo lo sabes? Caperucita.— Ella nos huele… Lobo.— ¿Abuela! Ni modo, ¡Dónde estás? Caperucita.— ¡Abuela! Lobo.— Abuela (!) … Caperucita.— ¿Norma!... Caperucita.— No está aquí.

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Lobo.— ¿Norma!... Caperucita.— ¿Cómo puede dejar todo solo sin que la roben? Está oscuro. Enciende la luz. Lobo.— ¿Se te olvida que estamos entrando por detrás de la tienda? Caperucita.— Sí mi amor, lo había olvidado. Es que aún estoy dormida. Lobo.— Despierta porque ya sabes a qué venimos. Busca allá, en aquella puerta. Caperucita.— Recuerda que no venimos a hacerle daño a la abuela. Lobo.— Déjale de llamarle así. Caperucita.— Si me lo prometes. Lobo.— ¿Prometer qué? Caperucita.— ¿Acaso de qué estamos hablando?... De la abuela. Lobo.— Ah… ¿A cambio de qué te lo prometo? Caperucita.— No me vengas con eso otra vez. Lobo.— ¿Qué me das a cambio? Caperucita.— ¡Nada! ¿Para eso me trajiste aquí? ¿Este es tu famosito juego? Lobo.— ¿Qué a cambio? Caperucita.— A cambio de que no le hagamos daño a la abuela, tú juegas tu juego y yo el mío. Lobo.— De acuerdo. Otra cosa: deja de llamarla abuela. Caperucita.— Otra vez mandando y dando órdenes. Lobo.— ¿No ves, acaso, cómo tengo el control? ¿O crees que es fácil robar las llaves. Llegar hasta aquí. Entrar por la puerta trasera… Caperucita.— ¿Lo tenías planeado, verdad? Lobo.— No vale (!) …, Norma, tu abuelita, vino y me regaló las llaves, para cuando quisiéramos, su nieta Teresa, y yo: el Lobo, la robáramos. Caperucita.— No me gusta este juego… Lobo.— Tomamos lo que necesitamos y nos vamos. Caperucita.— Después devolvemos todo.

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Lobo.— Pero Teresa… Caperucita.— Esa es mi condición. Mira sé que no es mi abuela. Lo tomas o lo dejas. Ah, y otra cosa, no me digas Caperucita delante de la abuela. Lobo.— ¿Cómo sabes que está aquí?... Es más, hablando de eso ahora, eso te lo digo por cariño. Caperucita.— Lo sé, pero cuando hueles pega te pones necio. Lobo.— Tú sabes que no le haré daño. ¡Llámala! Caperucita.— ¡Abuela! Lobo.— ¿Será que no está? Caperucita.— La policía la asustó. Por eso cerró el bazar temprano. Ya sabes cómo es. Trabaja hasta tarde. Lobo.— Debe dormir. Caperucita.— ¿Duerme? Lobo.— Sí, muy cerca de las joyas. Caperucita.— ¿Al lado de las joyas? Lobo.— Para cuidarlas. Ya sabes… Caperucita.— ¿Y qué tanto cuida? Lobo.— ¿Dónde crees que guarda lo mejor de este bazar? Caperucita.— Eso lo entiendo, pero no significa que la vamos a robar. Lobo.— Tomaremos algo prestado. Ya te lo dije. Caperucita.— ¿Y para eso robaste las llaves? Lobo.— Más o menos. Caperucita.— Te volvió a dejar las llaves para que le cuidemos el lugar, sin embargo le robamos. Lobo.— Más o menos. Ella cree que se las devolví anteayer. Sólo es una cuestión de tiempo. Llevamos lo que necesitamos y las devolvemos. Caperucita.— ¡No me parece justo! Lobo.— ¿Quieres irte de aquí Caperucita? ¿Mudarnos de ciudad? Entonces deja esa mierda moralista y vamos a lo nuestro. Caperucita (Acercándose a la puerta).— Abuela… Lobo.— Espera, vamos a ver qué encontramos. -52-


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Caperucita.— ¿Qué vamos a buscar? Lobo.— Cualquier cosa que nos sirva. Caperucita.— ¿Sus joyas no están con ella? (Pausa) ¿Qué hay detrás de esta otra puerta sellada? Está muy dura, ¡ayúdame!… ¿Cómo no pudo notar esto la policía? Algo debe estar detrás de esta puerta. Lobo.— Es más, no sé cómo te diste cuenta de la puerta. Ni siquiera yo la noté. Te hablaba de aquella otra puerta. No esa puerta que acabas de encontrar. Coño, espera, allí debe haber algo. Déjame ver… (Se acerca. Trata de forzar la puerta.) Si la policía descubre esto va a sospechar… Caperucita.— ¿Por qué joden tanto a la abuela? Lobo.— ¿Qué te dije?... Caperucita.— Esta bien… Norma. ¿Por qué joden tanto a Norma? Lobo.— No sabes que están descuartizando a los muchachos y a las muchachas por aquí? Caperucita.— Con razón tanta mierda de policías. Lobo.— No todos son tan mierda… Caperucita.— ¿Y a quién están matando? Me asustas. Lobo.— ¿Te acuerdas cuando regresé por unas hamburguesas? Caperucita.— Sí, ¿qué pasa? (Pausa) Por cierto, tengo hambre… (Cambio de escena. oscuro. Transición.) Escena octava Aparecen Matute y Lobo. En las cercanías del bazar. A oscuras, exclusivamente iluminados por un cenital con la intención de centrar la escena en relación al texto. Por su parte, Matute trae en manos una bolsa que muestra venir de una experticia policial. Matute (Con voz de mando).— ¡Epa jovencito! ¡Párate allí! Ni un paso más. -53-


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Lobo (Se detiene).— Mire señor policía. No estoy haciendo nada malo. Matute.—No he dicho Lobo que estés haciendo algo malo. Respóndeme unas preguntas y ya. Lobo.— Okey, okey… Matute.—¿Qué llevas allí? Lobo.— ¿Dónde? Matute.—Allí, en tus manos. Lobo.— Ah, nada. Matute.— ¿Qué es? Lobo.— Una hamburguesa. Matute (Toma la bolsa en la que Lobo trae su hamburguesa. Revisa.).— ¿Esto no tiene drogas? Lobo.— No, dámela porque es para mi chama, mi niña. Matute.—¿Tú eres de los que se la pasa con un grupo de niñas y tomando drogas?... Cuidado con una vaina... Esas carajitas están quedando preñadas y caminan solas cerca de aquí. Las vamos a joder para que dejen de joder a la gente… ¿No sabes nada? Lobo.— No tengo nada que ver con el «Don gato y su pandilla» Qué va… señor hasta allí no llego yo. Matute.—Si… no me digas. Y yo soy «Matute» (!) El policía. Lobo.— Ah… sí…, por cierto, entonces tú eres Matute… Matute.— No. Me llamo Esteban. ¡Esteban para la próxima! Lobo.— Disculpe señor, pero no tengo culpa que «Don gato» lo llame Matute. Matute.— Esteban. ¿Con que así me llaman? Lobo.— Sí, Matute, qué digo, Esteban… Matute.— Mejor así. (Pausa.) Déjame ver qué tiene tu hamburguesa. Esto debe tener drogas y seguro que no te vas a ver con ninguna chama, sino con ese «Don gato y su pandilla». Buena vaina que

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me echaron llamándome «Matute». Tendrás que probarme que no tienes nada que ver con esos… Lobo.— No señor, con todo mi respeto… Matute.— Nos estamos entendiendo. Lobo.— Sólo entrégueme mi hamburguesa y me voy. Matute (Mientras revisa la hamburguesa).— ¿Sabías que han matado a una de esas niñas? Lobo.— No, ¿qué le hicieron? Matute.— Mejor dicho, ¿qué no le hicieron? La descuartizaron. Lobo.— ¿Cómo! Matute.— ¿No lo crees? Revisa esa bolsa negra de la experticia. Anda revísala. Lobo.— ¿Para qué señor? Matute.— Revísala. Revísala. Anda, es una orden. Lobo (Tratando de abrir la bolsa).— ¿Qué hay? Matute.— El brazo de la niña que descuartizaron. Lobo.— ¡Coño! Matute.— ¿Te asusta? Lobo.— ¡Coño que vaina es esa! Carajó, ¿qué haces con esa mierda aquí? Dios mío, Ave María purísima. ¡Verga, esa cosa si que es fea! (Se aparta de la bolsa con vehemencia. Deja caer el brazo de la experticia.) Mire coño, Matute, Esteban, como tú quieras, yo no tengo nada qué ver con eso. Yo me voy. Usted me da mi hamburguesa. Y seguimos amigos iguales. Es más, cuando quiera lo puedo ayudar. Matute.— No es tan fácil. Primero me tienes que responder algunas preguntas. ¿Estamos claro? Lobo.— Sí señor, está bien, ¿pero me da mi hamburguesa? Y recoja ese brazo que hiede a muerto. Matute (Sacando de su bolsillo guantes quirúrgicos).— Estás como muy educado Lobo. Disculpa, José Manuel... ¿A qué otra cosa puede oler el brazo de una víctima que acaban de descuartizar hace tres días?

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Lobo.— Coño señor, deme mi hamburguesa para irme. Y no ha pasado nada. Matute.— Eso digo yo. No sé por qué estás tan nervioso. ¿Adónde vas? Lobo.— A donde Teresa. Matute.— Es bueno que nos estemos entendiendo. Lobo.— Sí Esteban, pero es que si no soy educado, comienzas de nuevo a fastidiarme. Matute.— Espero que saques a Teresa de esa pocilga del callejón. Lobo.— Pronto saldremos de allí. Matute.— ¿Qué harás para eso? Lobo.— Será pronto. Matute.— Por cierto, ¿has visto entrar gente extraña a la tienda «María Piú»? Lobo.— No. No sé, no me interesa. Matute.— ¿Y eso, tú debes saber porque siempre están metidos donde Norma? Lobo.— Ahora no me interesa. Matute.— Algo tramas. Lobo.— Siempre estás pensando mal. Matute.— Es mi trabajo. Lobo.— ¿Y estás permitiendo a que las chamas las piquen en pedacitos. Las metan en una bolsa y las estén repartiendo por allí como si se tratara de galletitas? Matute.— Estoy evitando que el coño de madre que lo está haciendo lo vuelva hacer… Lobo (Interrumpe. Cambia).— Me tengo que retirar. Tengo a Teresa esperándome. Duerme sola y me da miedo que la vayan a joder. (Hace el ademán de retirarse) Matute.— ¡Espera! Lobo.— ¿Qué pasa? Matute (Mientras se retira).— Espera que me retire primero. No quiero que sospeche que me han encontrado hablando contigo. Recuerda que los

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buscan a ustedes. Deben salir de esa mierda de callejón. Harán una inspección y no deben estar allí. Ándate con cuidado. Ah…, se me olvidaba decirte, anoche soñé contigo. Lobo.— ¿Soñaste conmigo?... (Oscuro) Escena novena Continuación de la Escena séptima. Al fondo se deja escuchar el sonido de sirenas y la caterva de costumbre, el cual se confunde con golpes a una puerta. Caperucita.— ¿Qué habrá detrás de la puerta? Lobo.— Dejemos la puerta. No se va a mover. De una vez por lo que venimos. Caperucita.— Me da miedo… Lobo.— Te vas echar para atrás… (Cambia) ¡Norma…! Caperucita.— Espera. Lobo.— ¿Qué ahora? Caperucita.— Hagámosle creer que la estamos visitando. Lobo.— ¿Cómo? Caperucita.— Déjamelo a mí… ¡Norma...! Norma, abuela… ¿Dónde estás?... ¿Y cómo estás?... Abuela… Lobo (Le sigue).— Abuela… Caperucita.— Abuela... Lobo.— Abuela… Caperucita.— Ya estamos aquí… ¿Dónde estás?... Lobo (Igual).— Te traemos las llaves… Abuela (Se mantiene entre bastidores).— ¿Teresa?... Aquí estoy… Caperucita.— ¿Dónde? Abuela.— Aquí dentro… ¿Qué hacen allí atrás? Caperucita (Desde el mismo lugar).— ¿Abuela? Abuela.— ¿Qué? Caperucita (Advirtiendo a Lobo con señas y risas del

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juego que le sigue a la Abuela).— ¿Por qué tienes la puerta tan grande? Abuela.— Para cuidarte mejor… Lobo (Siguiéndole el juego).— ¿Por qué tan oscuro? Abuela.— Para cuidarte mejor… (Ríe) Caperucita (A Lobo).— Sigue anda Lobo. Vamos a ver… qué podemos preguntar… Ah… por ese baúl que está allí. ¡Anda pregúntale! Lobo.— Si está bien… A ver… ¿Y por qué un baúl tan grande? Abuela.— Para esconderte mejor… Caperucita.— Por qué esa ventana tan grande… Abuela.— Para verte mejor… Lobo (Cambia).— Ya, está bien, entra. Caperucita (Cambia).— Está bien. Okey. Tú primero. Lobo.— No tú… Caperucita.— ¿Qué, tienes miedo? Lobo.— No. Caperucita.— Entonces, entra. Lobo.— No tú. Caperucita.— Tú. Levanta más la voz. No te escucha. Lobo.— De acuerdo (!)… ¿Abuela!... Abuela.— Acá estoy. Caperucita.— ¿Dónde? Abuela.— Aquí donde siempre. Caperucita.— Esto está muy oscuro. Abuela.— Acá dentro. Enciendan la luz. Lobo (Desde la parte interior del bazar).— Distráela a ver qué encontramos. Caperucita (Retozando).— Recuerda que lo que nos llevemos se regresará. Lobo.— Sí, está bien y que tenemos que entregar las joyas, que debemos ir de callejón, que cambiaremos nuestras vidas, que a la abuela no debemos tratarla mal que… Caperucita (Revisa desde el interior del bazar).— Anda distráela que yo busca qué llevarnos.

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Lobo.— Sí, sí… Caperucita.— ¿Abuela?... Lobo.— «Cape», creo que hay algo por aquí… ¡Ay!... Ya me resolví la semana. Caperucita.— Esconde eso, que no te vea la abuela. Lobo.— Tranquila todo está bajo control. Caperucita.— Siempre dices eso y quién termina resolviendo soy yo. Abuela (Entra a escena).— ¡Hola niña! Caperucita (Se ríe, mantiene el juego).— Hola abuela… ¿Por qué tienes la orejas tan grandes? Abuela (Igual).— Para cuidarte mejor… Caperucita (Fuera de juego).— Hola abuela. Abuela.— Lobo… Caperucita (Con la intención de regresar al juego).— ¿Por qué esa sonrisa tan grande? Abuela.— Para hacerte reír. Lobo (Interrumpiendo).— Tú siempre de mal humor. Abuela.— ¿Y eso, entraron por detrás? Lobo.— Este… eh...sí. Abuela.— Ah, ahora recuerdo, que les dejé las llaves. Lobo.— Sí… eso es… Caperucita.— Ah… sí. Venimos porqué… Abuela.— Ya sé, vienen por ayuda. Lobo.— ¿Cómo? Caperucita.— ¿Qué dices abuela? Abuela.— ¿No me dijeron la última que les dejara las llaves? Caperucita.— Sí, claro, sí… Abuela.— ¿Qué pasa, venían por otra cosa? Lobo.— No, Norma, todo está bien… Abuela.— ¿Norma? eh… Caperucita.— No abuela. Es que José Manuel está cansado. Abuela.— ¿Cansado? Caperucita.— Sí, anoche estuvo hasta tarde trabajando. Abuela.— Te he dicho, hijo, que dejes de andar hasta

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altas horas de la noche. Mira que las cosas no andan bien. Caperucita.— Es verdad, ¿qué pasa? Abuela.— Dicen que están matando a las jovencitas. ¿No lo sabías? Caperucita.— Ando escuchando algo así, ¿es cierto? Abuela.— Claro mi niña. Caperucita.— ¡Coño! Abuela.— No te asustes, sólo cuídate. Lobo.— No le pasará nada. Aquí está el Lobo para protegerte. Abuela.— No te confíes. Caperucita.— ¿Qué les hacen? Abuela.— Las están haciendo pedacitos. Caperucita.— ¿Cómo, las violan? Abuela.— No, sólo eso: las pican en pedacitos. Caperucita.— Me están metiendo miedo. Abuela.— No te preocupes mamita. Caperucita.— ¿Y si me agarran? ¿Tú vas a cuidarme? Lobo.— Claro, mi amor. (Juega) Si viene alguien saco la navaja, me doy la vuelta y ¡zas! Lo saco del camino. Abuela.— No cantes victoria mijo. Lobo.— ¿Dudan de mí? Abuela.— Es que, cuando menos lo esperas, te atrapan. Caperucita.— Me están metiendo miedo. ¿Quieren dejar eso ya? Abuela.— ¿Por qué tanto miedo? Caperucita.— ¿Te parece poco Norma? Abuela.— ¿Norma? Tienes que estar muy nerviosa para llamarme así: Norma. Caperucita.— ¿Te parece poco? Abuela.— Aquí estás segura. Caperucita.— Eso espero. Lobo.— Norma, qué digo, abuela, ¿y por qué están viniendo por aquí tantos policías? Abuela.— Ah…, ése es Esteban. Lobo.— ¿Esteban?

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Abuela.— Al que le dicen Matute. Lobo.— Lo sé, lo que quiero preguntar es ¿qué hace Esteban por aquí? Abuela.— Espera y lo sabrás cuando llegue. Lobo.— ¿Qué? ¿Viene? Abuela.— Lo más seguro. Lobo (A la Abuela).— ¿Por qué estás tan segura? Caperucita.— ¿Qué con el policía? Lobo.— Nada sólo que el otro día lo vi. Caperucita.— ¿Lo viste? Lobo.— Cuando salí a comprarte la hamburguesa. Caperucita.— ¿Por qué no me dijiste? Lobo.— No tiene importancia. Caperucita.— Como no es a ti a quién van a reventarle el culo… Abuela.— ¡Niña! Caperucita.— Sí abuela y picarle a pedacitos (Cambia) ¿Cómo se verá una picada en pedacitos, con un brazo menos y la cuca picada por la mitad?… Sí abuela, no es a él a quien van a joder. Es a mí. Lobo.— Pero te estoy cuidando. Abuela.— Vamos a hacer una cosa, yo voy a dentro. Busco los panquecitos que tanto les gusta y se me quedan quietecitos… Lobo (Siguiéndola).— Sí abuela perfecto. Caperucita.— Pero… Abuela (Saliendo de escena).— Ya regreso niña no es para tanto. Caperucita (Musitando).— ¿Por qué coño no me habías dicho nada? Sabía de los policías y todo el rollo que está pasando aquí. Pero coño ¿que a las carajitas como yo las están picando? Lobo.— Cálmate. Caperucita.— ¿Cómo? Lobo.— Estoy para defenderte. Caperucita.— No te creo. (Cambia.) ¿Por qué te entusiasma que la abuela se haya ido?

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Lobo.— Así tengo más tiempo para ordenar las ideas. Caperucita.— ¿Ideas? ¿Para eso me trajiste aquí? ¿Este era el gran juego que me tenías? Una vieja loca, el hambre que mata, un bazar de mierda, un policía y niñas descuartizas… ¡Qué bolas! Lobo.— Ni que fueras tan niña… Caperucita.— Como tú quieras, carajitas…, niñas, cuartos oscuros o qué sé yo más… Lobo.— Cálmate por favor. (Pausa.) ¡Todas las mujeres son iguales! Caperucita.— Dime de una vez de qué se trata tu maldito juego. Lobo.— Con esa malcriadez de burguesita no ganarás nada conmigo. Caperucita.— No con eso ahora. Lobo.— Escucha, el juego es sencillo. Tomamos lo que necesitamos. Y nos vamos. Caperucita.— De acuerdo, pero no olvides que regresamos todo después. Lobo.— ¡Ya sé! Caperucita.— Aquí quién tiene que exigir soy yo. Explícame. Lobo.— ¿Qué? Caperucita.— El juego, ¿qué más? Lobo.— Es éste, ¿cuál otro pues? Caperucita.— Sigo sin entender. Explícame. Lobo.— Escucha: cuando regrese la abuela. Le apunto con esta arma. (Toma sorpresivamente su arma que hasta entonces escondía.) Caperucita.— ¡Carajo! ¿Dónde conseguiste esa mierda? Lobo.— Eso no importa ahora. Caperucita.— Tú como que eres el tipo que viene jodiendo a las carajitas. Lobo.— ¡Claro que no! Caperucita.— ¿Quién me lo asegura? Lobo.— Basta con que te diga que no soy. Caperucita.— ¿Y con esa vaina piensas joder a la abuela? -62-


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Lobo.— No. Y ella no es la abuela. Caperucita.— ¿Qué quieres decir? Lobo.— Que no se llama «la abuela». Caperucita.— Eso lo sé… Lobo.— Su nombre es Norma. Es una vieja loca sin galletitas ni cesta de canastas que se le parezca. Mira, esa Norma es lo que es. Una coño de madre. Caperucita.— No quiero oírte más… Lobo.— Y no está aquí para ofrecer sus gemas y joyas al mejor cliente. Esa vieja le saca el real al menos incauto. Caperucita.— ¡Basta! Lobo.— No espera, escucha lo mejor: está aquí para quitarle lo mejor a la gente. ¿Qué es lo mejor? Su dinero. Caperucita.— ¿Y qué con eso? ¿Qué con el hecho de que estemos aquí? Lobo.— Que quiere echarle una vaina a más de uno. Caperucita.— ¿Cómo hace? Lobo.— Les miente. Les miente a todos. Caperucita.— ¿Y cómo vas a hacer? Mejor guarda esa pistola de mierda. Vayámonos. Lobo (Guarda el arma).— Espera, allí viene. Abuela (Entra. Arreglándose algo en el entreseno: es una pistola que lleva sin hacerse sospechar. Esto lo hace de manera impulsiva y reiterativa en el transcurso de las escenas.).— Miren muchachos: panecillos con chocolate. Lobo.— Gracias abuela. Caperucita.— Gracias. Lobo.— Está divino. Caperucita.— Teníamos hambre. Lobo.— Sí teníamos hambre. Abuela.— Lo sé. Lobo.— Abuela, ¿trajiste las joyas? Abuela.— ¿Qué joyas? Lobo.— Las de siempre.

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Abuela.— ¿Quieres decir con las que trabajo? Lobo.— Sí. Caperucita.— No, no es importante. Terminemos de comer. Lobo.— No «Cape». Abuela.— ¿Por qué le dices «Cape» a Teresa? Lobo.— Por cariño. Caperucita.— Sí, él me quiere abuela. Abuela.— Espera un momento que busque las joyas. Las tengo por aquí cerca. Lobo.— Ah, gracias abuela… sabe que me interesa… Caperucita.— Pero… (Lobo le insinúa con gestos a Caperucita que deje a la Abuela buscar las joyas.) Abuela.— ¿No me digas que quieres saber de tu futuro? Lobo.— Si algo de eso… Caperucita (Interrumpe).— No, abuela, son cosas de José Manuel… Abuela.— Déjalo, no importa. Estaba por sacarlas. Creo que están por aquí… a ver…No recuerdo… Además así les adivino el futuro. Lobo.— Tómese su tiempo. Abuela.— Creo que las dejé… Lobo.— ¿Están todas? Abuela.— Ya va deja que recuerde... ¡Aquí está! Caperucita (Le susurra al oído a Lobo).— ¿Por qué tienes tanto interés? Lobo.— No te metas. Abuela (Se deja escuchar sirenas de alarmas).— Tranquilita Teresa estás muy nerviosa. Lobo.— ¿Te das cuenta? Todo está bajo control. Abuela.— ¿Escuchan esas sirenas? Caperucita.— No se escucha otra cosa por aquí que no sean esas sirenas. Abuela.— Me fastidian. Caperucita.— ¿Qué pasará? Abuela.— Buscan al asesino de la muchacha.

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Caperucita.— ¿Cuál muchacha? Abuela.— La hija de Willy. Caperucita.— Así se llama mi papá, bueno mi padrastro. Abuela.— Qué casualidad. Caperucita.— Qué casualidad… ¿Y vienen para acá? Abuela.— Sí, no dejan de fastidiarme. Lobo (Visiblemente nervioso).— Bueno, ¿no vamos a preocuparnos por eso? Saca las joyas abuela que estoy emocionado. Caperucita.— ¿Quién será ese asesino? Abuela.— Despreocúpate, aquí estamos seguro Teresa. Caperucita.— No cantaría victoria Lobo (A Caperucita).— Vamos a lo nuestro. Abuela.— Cuando quieran. Caperucita.— Será cuando quiera él. Lobo.— Déjate de vainas y empecemos. Caperucita.— No tengo nada qué ver con esto. Me voy… Lobo.— ¿Vas a empezar de nuevo? Siéntate y quédate tranquila. Abuela.— Aquí vamos, siéntate Teresa y tú también José Manuel. ¿Qué tanto se traen entre ustedes? Caperucita.— Nada, abuela, son cosas de enamorados… Lobo (A Caperucita).— Empecemos contigo. Miren las gemas. (Pausa) ¿Qué ven? Abuela.— No. Contigo José Manuel. Caperucita.— Sí, contigo. Lobo.— De acuerdo, conmigo. (Pausa) ¿Qué pasa ahora? Abuela.— Debes tocar las joyas para poder empezar. Lobo.— Ah, si es verdad. Abuela.— Veo que te acercas al bazar, pero veo algo muy malo. Lobo.— ¿Qué pasa? Abuela.— Llegas con un arma.

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Lobo.— ¿Con un arma? Abuela.— Si, te acercas y ahora apareces junto a… Caperucita.— ¿Junto a quién? Abuela.— Es lo que trato de ver. Las joyas a veces dicen lo que quieren. No lo que ves. Caperucita.— ¿Qué? Abuela.— A ti. Caperucita.— ¿A mí? Abuela.— Sí y discutes con él. Caperucita.— ¿Quién es él? Abuela.— ¿Quién más? José Manuel. Caperucita.— ¿Entonces?... Abuela.— Entran por el corredor del bazar. Caperucita (Nerviosa).— ¿Sí? Lobo.— ¿Y qué sucede? Abuela.— No sé, pero vienen dispuestos a robar. Y las joyas no se equivocan. Lobo (Saca el arma para apuntar a la Abuela).— Sí, a robarte Norma. Lo siento, las joyas las tomaremos prestadas. Abuela.— ¿Y así le pagan a la abuela? Caperucita.— Abuela, perdónanos. Te la devolveremos. No estuve de acuerdo Norma, sólo que por ahora las necesitamos. Es para irnos del callejón y abandonar toda esta mierda, ¿comprendes? Y es cuando pensamos… Abuela.— Que podían robarme. Caperucita.— No exactamente. Lobo.— Sin discurso. Nos llevamos las joyas y punto. Abuela.— No se preocupen. Caperucita.— ¿No te molesta? Abuela.— No. Lobo.— Entonces. Tomamos las joyas y nos vamos. Abuela (Insolente).— Una preguntita (!) Lobo y Caperucita.— ¿Cuál? Abuela.— ¿Y cómo piensan devolverme las joyas? Lobo.— Eso es asunto mío.

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Abuela.— Ah… qué interesante. Caperucita.— No te preocupes abuela… Abuela.— No. No lo estoy. Lobo.— ¿Cómo? Abuela.— Nada. Sé que me las devolverán. Caperucita.— Apenas podamos, te la traemos de vuelta. Abuela.— No será necesario. Caperucita.— ¿Las regalas? Abuela.— No. Lobo.— ¿Qué piensas hacer? Abuela.— Nada. No lo haré yo, sino Esteban. Lobo.— ¿Esteban? Abuela.— Sí, el policía. Como le dicen por aquí: Matute. Caperucita.— ¿El morboso de Matute? Abuela.— Él. Lobo.— ¿Se puede saber cómo nos va a detener? Abuela.— Ya viene en camino. Caperucita.— Coño. Lobo.— Nos vamos por la puerta de atrás. Abuela.— Es tarde. Lobo.— Tarde. ¿Quieres explicarte? Abuela.— Escucharon las sirenas. Caperucita.— Siempre. ¿Qué con eso? Abuela.— Ya debe estar asegurando la puerta para que nadie entre. Le llamé mientras discutían cuando entraban. Lo tengo todo calculado. Lobo (Se dirige a la parte trasera del bazar. Es importante que el director de escena tenga definido los espacios, como exige el texto.).— Voy a asegurarme de que no haya llegado. Caperucita.— ¡Ay! Abuela yo no quise… Abuela.— Tranquilita mija que tengo todo controladito. Lobo (Entra nervioso).— ¡Sí! La puerta está cerrada. Caperucita.— ¿Y por qué no termina de entrar?

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Abuela.— Porque le dije que el «Pica niñas» estaba aquí. Y que debía asegurar la puerta del corredor. Allá fuera debe estar lleno de policías… Caperucita.— ¿El «Pica niñas»? Lobo (Interrumpe).— Mira Norma, déjate de vainas que tenemos que irnos. Caperucita.— Ay no abuela… Abuela.— Tú tranquila. Lobo.— Si no nos dejas ir te vamos a joder. Caperucita.— Abuela me da miedo. Abuela.— Cuando quieras me puedes meter un tiro. Estoy vieja, no tengo nada que perder. Caperucita (A Lobo).— ¡No vayas a disparar esa mierda! Baja esa pistola. Dejamos entrar al Matute ese y nos vamos. Lobo (A Caperucita).— ¿Te vas a rajar? Abuela.— Es más sensata. Lobo (A la Abuela).— Mejor te meto el tiro y se acaba esta mierda. Caperucita.— ¡No! Abuela.— Tienes más que perder. Al menos que… Caperucita.— ¿Al menos qué? Abuela.— Que me sigan al pie de la letra. Caperucita.— Tú también con juegos. Abuela.— Todo en la vida es un juego. Lobo.— ¿A cambio de qué? Abuela.— De que los libere. Caperucita.— ¿Cómo? Abuela.— Fácil, ya lo tengo todo pensado. Caperucita.— ¿Sabías que veníamos? Abuela.— Sí. (Ríe.) ¿Creían que me iba a hacer la abuelita? Caperucita.— ¿A cambio de qué? Abuela.— A su tiempo. Caperucita.— Ahora sí que «se subió la gata a la batea». Lobo.— No. Te apunto y disparo. Caperucita.— ¿Sí?... No seas estúpido. ¿Cómo vamos a salir? -68-


Caperucita ríe a medianoche

Lobo.— No sé…, no sé. Cualquier vaina antes que la cárcel. Caperucita.— no seas bruto José Manuel. Lobo.— ¡No me digas bruto, mal agradecida! Es más, mira cómo le vuelo la cabeza. Abuela.— Antes no olvides que les tengo una propuesta. Lobo.— Habla rápido. Tienes treinta segundo. Y contando… Abuela.— Si bajas el arma. Caperucita.— Baja el arma Lobo. Abuela.— Escúchala. Lobo (Baja el arma).— Okey, no tengo todo el día. Abuela.— Así, nos entendemos. Le dije al «Pica niñas». Caperucita.— ¿Quién es? Abuela.— ¿No sabías que le dicen así? Caperucita.— No. Bueno, si había escuchado algo. No sé, estoy nerviosa. Lobo.— ¿Y entonces? Caperucita.— ¿Ese «Pica niñas» está aquí, es cierto eso? Abuela.— Tranquila mi niña. Le dije a Matute que estaba aquí, que tenía que venir, que es un buen momento para atraparlo, que cuando llegara sellara la puerta trasera del corredor, que yo no me encontraba, pero vigilaba desde la tienda del frente. Se lo creyó y ahora está aquí. Caperucita.— ¿Y qué vamos a hacer? Abuela.— Depende de José Manuel, de tu lobo. Lobo.— ¿Por qué coño de mí? Abuela.— Tú decides. Lobo.— Con una condición. Caperucita.— ¡Lobo! No estamos como para poner condiciones. Abuela.— No importa. Déjalo. ¿Cuál? Lobo.— Nos prestas tus joyas. Abuela.— Sí, está bien.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Caperucita.— Gracias abuela. Abuela.— Las joyas no me importan. Sólo el juego. Caperucita.— ¿Por qué tanto interés? Abuela.— A su tiempo. Lobo.— Sí, ¿por qué? Abuela.— A su tiempo. Ustedes sólo tienen que cumplir las reglas. Decídanse. Caperucita.— Está bien. ¿Y cobramos por el juego como hicimos con Willy? Lobo.— No seas ridícula «Cape». ¿No te das cuenta que no estamos en el callejón? (Cambia. A la Abuela) Espero por usted. Abuela.— Te dije que las joyas poco me importan. Lobo.— No lo creo, pero como no tengo nada que perder. Caperucita.— Cuando llegue Matute lo metemos en el juego. Lobo.— ¿Significa que debo apuntarle con la pistola y desamarlo? Abuela.— Exacto. Caperucita.— ¿Y cómo le avisas para que entre? Abuela.— Con mi celular, para eso existe la tecnología. Caperucita.— Estás actualizada. Abuela.— Todo va según mis planes. Caperucita.— ¿Y qué haremos? Lobo.— ¿Con quién estás tú «Cape»? Abuela (A Caperucita).— Tú, te sientas conmigo. Y tú Lobo, le caes por detrás cuando entre. Lobo.— ¿Así de fácil? Abuela.— Tú decides Lobo. Es eso o los dejo solos en manos de Esteban. Lobo.— ¿Dónde me meto? Abuela.— Adentro, en mi oficina… Lobo (Saliendo de escena se dirige a la oficina del bazar).— Si me engañas empiezo a usar esta mierda de pistola. Soy capaz hasta de usarla contra mí… ¿Norma?... -70-


Caperucita ríe a medianoche

Abuela.— ¿Qué pasa? Lobo.— ¿Por cierto, qué hay detrás de la puerta sellada del corredor. No me has dicho? Abuela.— ¿Dónde? Lobo.— Allá en el corredor, ¿por dónde más? Abuela.— Nada, cosas mías. Caperucita.— Abuela porqué no olvidamos todo y ya. Abuela.— No. Algo nos espera detrás de la puerta. Caperucita.— ¿Cómo lo sabes? Abuela.— Sólo esperaba por ustedes. Caperucita (Suenan golpes a la puerta).— ¿Quién tira de la puerta? Estoy asustada. Abuela.— Se me adelantó Esteban. Lobo (Desde la oficina).— ¡Ya sabe, las joyas son mías! Abuela.— Tienes mi palabra. Y tú siéntate de una vez por todas. (Ambas toman asiento) Caperucita.— Bueno, ¿qué pierdo después de todo? Abuela.— Eso es mi niña, sea obediente. Escena décima Al fondo, algarabía, gritos de Matute: «¡esperen allí. Sólo esperen mi orden. Repito, sólo esperen mi orden». Un fuerte ruido. Acaban de tirar la puerta del frente del bazar. Lobo, espera en el área de la oficina. El ambiente oscurece. Lo cual permite una breve transición de una escena a otra, sin que se tenga que abandonar la anterior escena del todo. La espera de éstas, Caperucita y la Abuela, toma cierto carácter fotográfico sobre el escenario. Entra Matute. Abuela (Aparece procurando arreglarse algo del entreseno).— No tenías que hacer tanto ruido. Matute (Señalando a Caperucita).— ¿Y ésta? Abuela.— Teresa. Teresa Esteban. Esteban Teresa. Caperucita.— Hola, «Cape», digo, Teresa. Matute.— Hola

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Abuela.—. ¿Los muchachos están afuera como acordamos? Matute.— Sí, pero ¿está el «Pica niñas»? Caperucita.— ¡Qué? Abuela.— Lo que buscas está en la puerta sellada. Anda ve. Entra al corredor. Matute.— ¿Cuál puerta? Abuela.— No te hagas el tonto. Entra y revisa. Matute (Sale hacia el corredor. Casi al mismo tiempo entra Lobo).— No se muevan de aquí, ya regreso. Lobo.— ¿Dónde está el resto de los policías? (Apuntando con el arma a la Abuela) ¿«Cape»…? Caperucita.— ¿Qué ahora? Lobo.— Cierra la puerta que ese Matute le entró a patadas. Anda. (Sale Caperucita) Caperucita.— Voy. (Se dirige al corredor) Lobo.— No, no seas tonta. Allí está Matute. Me refiero a la puerta del frente. Caperucita (Se detiene. Cambia para dirigirse a la puerta de entrada).— Pero si está cerrada. Lobo.— Coño no importa, asegúrate de cuántos policías son. No te asomes mucho. Ten cuidado. Abuela.— Si sale a la calle o la ven o encuentran algo que esté fuera de los planes, los atrapan. Soy yo quien da las órdenes José Manuel. Lobo.— ¿Y el tal Matute? Caperucita (Regresa a escena).— Tonto está adentro, en el corredor. Lobo.— Ah, es cierto. Me estoy poniendo nervioso. Abuela.— Si no quieres que él te vea. Escóndete. Lobo (Mientras se quiere esconder de Matute).— Aquí me quedaré. Lo encañono. Y le quito su arma. Si no lo quiebro a punta de pólvora. Matute (Entra, viene del corredor).— Norma no puedo abrir la puerta porque… Lobo.— ¡Quieto allí pajarito, si no te quiebro! Dame el hierro, el arma, ¡rápido!

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Caperucita ríe a medianoche

Matute.— No vayas a disparar. Tranquilo Lobo, no ha pasado nada. Tranquilo. Lobo.— ¿Qué vas a hacer abuela. Todo está bajo mi control? Tú Matute, siéntate. Matute.— ¿Dónde? Lobo.— En la silla, bobo. Tú «Cape». Toma las joyas. Matute.— Esto es un robo. Lobo.— No vale…(!) Estamos organizando una fiestecita. (Pausa) ¿Qué carajo esperas «Cape»? Saca las joyas. Caperucita.— No las encuentro. ¿En qué momento escondiste las joyas Abuela? Abuela (Ríe sarcásticamente).— Sólo yo sé dónde están. Secretos de vieja hija. Lobo.— Okey. Vamos a organizarnos en esta fiesta. Ve con la abuela… Caperucita (Insegura).— ¡Norma!... Lobo.— No ahora, coño, «Cape». No te me rajes vale. Caperucita.— Sí mi amor, está bien… Matute.— Mi amor (!)… Lobo.— Tú cállate Matute. Matute.— Esteban, para la próxima. Lobo.— ¿Qué esperas abuela? Abuela.— Está bajo la caja grande. Mira abajo. Agáchate. Allí. Cuando se descuidaron las coloqué… (Al distraerse Caperucita, toma el arma que trae en el entreseno. Apunta a ésta sobre la sien) ¡Quietos todos! Quietecitos todos que aquí mando yo. Lobo.— Esta vieja de mierda. Abuela.— La abuela, hijo, la abuela. Matute.— ¡Muy bien Norma! Abuela (A Matute).— No te apresures. Tú siéntate. Y llámame la Abuela. Y tú Lobo, dame acá esas pistolitas porque puedes hacerle daño a alguien. Caperucita.— ¿Viste Lobo? Tú y tus juegos. Esto está muy complicado. Me quiero ir (Llora)

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Abuela.— Tú mija tranquilita, ya te dije, tranquila que nosotras las mujeres nos entendemos. Caperucita.— ¿Me vas a dejar ir? Abuela.— No como para tanto. Ve y asegúrate que no venga nadie. Que te pueda ver desde aquí. Cuidadito. Sí anda. (Sale Caperucita) Matute.— ¿Qué vas a hacer? Abuela.— Todo a su tiempo. Matute.— Aquí hay gato encerrado. Abuela.— Cállate Matute. Caperucita (Regresando).— Los policías siguen allí. Abuela.— Espero que no me estés engañando. Caperucita.— No abuela. Claro que no. ¿Qué nos vas a hacer? Abuela.— Jugar. Lobo, Caperucita y Matute.— ¿Jugar? Abuela.— Exacto. Caperucita.— ¿Este era finalmente el juego Lobo? Lobo.— No tan igual mi amor. Abuela.— ¿De qué hablan? Lobo.— Nada Norma, cosas de nosotros. Abuela.— ¡Cuidado pues! Matute.— ¿Entonces? No digo, sabía que este lugar se las traía. Lobo.— ¿Quién iba a pensarlo de «María Piú»? Caperucita.— Yo confío en la abuela. Abuela.— Así es mi niña. Si quieren saber, todo empieza con las joyas. Matute y Lobo.— ¿Con las joyas? Abuela.— Sí, fácil: ustedes se sientan en la mesa. Y uno a uno se someterá al designio de las joyas. Matute.— ¿Y cuál es fin del juego? Abuela.— Les diré. Caperucita siéntate cerca de mí. Tú Lobo o, mejor, José Manuel, por acá. Cuidando con las malas intenciones. Y tú, Esteban mirando hacia el corredor. Matute.— ¿Por qué mirando hacia allá?

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Caperucita ríe a medianoche

Abuela.— Iba a eso. Ya verás. No intenten nada. Estoy dispuesta a lo que sea. Esta pistolita es pequeña, pero poderosa. Es más, ahora usaré la de Esteban. (Cambia de arma. Desactiva el resto de ellas) Caperucita.— ¿No hablas en serio, verdad? Matute.— Teresa, te puedo decir, desde mi experiencia, que habla muy en serio. Yo que tú… Abuela.— Me lo tomara en serio. Lobo.— Terminemos con esto. Y recuerda lo que nos prometiste. Matute.— ¿De qué hablan? Abuela.— Cosas de nosotros. Matute.— Aquí, el jodido, soy yo. Caperucita.— Empecemos. Abuela.— ¡Eso es! (Apuntándole a Matute) ¡Cuidado no te aproveches! Matute.— Sólo buscaba familiarizarme. Abuela.— El que toca las joyas tendrá la suerte echada. Tendrá que hacer lo que «ellas» nos digan. Caperucita.— ¿Cómo en el juego de «penitencia»? Abuela.— Así es. Matute.— ¿No te parece infantil Norma? Abuela.— Tú, Esteban, haz lo que te digo. En estos momentos no soy tu amiga. Matute.— Ya veo. Abuela.— A ver… a ver… a ver… qué nos tienen mis bellas gemas para hoy. Aquí encuentro una escena muy extraña. En la que te encuentro, Teresa, en una especie de parque conversando con tus amigas… Caperucita.— ¡Eso es en el club! Abuela.— Así parece. Te toca tocarlas. Caperucita.— ¿Tocar qué? Lobo.— Sí, ¿qué? Abuela.— Mis gemas. Matute.— ¿Si no, qué? Abuela.— Uso mi pequeña pistolota. ¿Qué te parece?

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Matute.— ¿Y mis muchachos? En cualquier momento van a entrar. Además no pasará mucho tiempo sin que el jefe se entere y venga por nosotros. Abuela.— Lo tengo todo pensado. En su momento, sólo cuando te indique, les dirás que ya tienes al «Pica niñas». Matute.— ¿Así de fácil? Abuela.— Así de fácil. Caperucita.— ¿Y aquí está el «Pica niñas»? Lobo.— No chica, ¿no ves que es una trampa? Caperucita.— No me está gustando. Lobo.— No se trata de que nos guste, sino de lo que nos pida la abuela. Abuela (A Lobo).— El juego hijo. El juego. Matute.— Con hijo y todo de aderezo. Abuela, Norma, como quieras que te digan. Déjame aclararte algo… Abuela.— ¡No quiero! El juego. Sólo me interesa el juego. Caperucita.— Déjalo que hable abuela. Matute.— En cualquier momento te vas a cansar y es cuando entro yo. Lobo.— O yo… Abuela (Apunta con el arma a Lobo sobre su cabeza).— Entonces te vuelo la cabeza. Pagará otro por el que me traicione. Así se cuidaran entre ustedes. Caperucita.— ¡Tranquila abuela, haremos lo que nos dices!… Abuela (A Caperucita).— Y tú, a ver si calmas a ese Lobo. Caperucita.— Cállate Lobo. Abuela.— Gracias mi niña. Matute.— Tú mandas Norma. Abuela.— Así me gusta. Continuemos. Abuela, Esteban, abuela para la próxima. A ver… habíamos quedado contigo… Caperucita.— ¿En el parque?

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Caperucita ríe a medianoche

Abuela.— Más bien veo un bosque. Matute.— ¿Un bosque? Abuela.— Con altos pinos grises. Y tú, Teresa, hablas con los animales… Debes continuar tú… Caperucita.— No entiendo. Lobo.— Tampoco yo… Matute.— Yo menos. Abuela.— Sencillo: ven las gemas e imitan lo que ven… Lobo.— ¿Lo que ven? Abuela.— Allí está todo. Sólo se ven sobre las gemas y ellas se encargan de todo… Continúa Teresa. Ve las gemas. Caperucita.— ¿Pero?... Matute (Le sigue a la Abuela. Hace el ademán).— Sí, anda, ve. Mira, acércate a las joyas. Lobo (Igual).— Anda ve. Abuela.— Tocaste la gema. ¡Ya empieza el juego! (Bajan las luces) Escena undécima Cambio transitivo de iluminación. Dos horas más tarde. Lobo.— ¿Hasta cuándo tenemos que repetir el juego? Abuela.— Hasta que diga. Caperucita.— Abuela estoy cansada. Matute.— ¿Crees que mis muchachos allá pueden esperar? Abuela.— Todo está bajo control. Matute.— ¿Cómo? Caperucita.— Estoy cansada. Abuela.— Toma. Matute.— ¿Qué? ¿Qué quieres con ese celular? Abuela.— Llámalos. Matute.— ¿Para qué? Abuela.— Diles que se retiren.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Matute.— No lo van a creer. Abuela.— Diles que es una orden. Matute.— Es absurdo. Abuela (Apuntando al Lobo).— Lo será más con un tiro a la cabeza. Lobo.— ¡Deja de apuntarme con esa mierda! Matute.— Está bien… ¿Aló? ¿Fredy, eres tú? Okey, código «cuarenta y siete a». Sí, retiro. ¡Es una orden coño! Retírense. Llamo luego para saber que quiere la Abuela. Sí, Norma ¿quién más? Repito, código «cuarenta y siente a». Abuela.— Me gusta así. ¿Ven? es sencillo todo. Lobo.— ¿Hasta cuándo estaremos así? Abuela.— Hasta que el juego termine. Caperucita.— Abuela me duele la barriga… No me siento bien. Lobo.— Ahora que lo dices, tampoco yo. Matute.— Esto es una mierda. Abuela.— Sigamos con el juego, (Apunta a Lobo) o aquí pagará alguien. Caperucita (Cómplice).— Sí está bien. Abuela.— ¡Al juego! Matute.— ¿Otra vez?... Lobo (En el juego).— ¡Caperucita!... ¡Caperucita!... Me sigue Caperucita… Matute (Interrumpe).— Coño no otra vez, esto me fastidia. Abuela.— ¿A quién prefieren que les dispare? Caperucita.— ¡No! ¡No! Esteban, déjese de cosas y sigamos con el juego antes de que nos metan un tiro por su imprudencia. Abuela.— Así es mi niña. Matute (Continúa en el juego).— Miren, miren cómo corre Caperucita detrás del Lobo. Lobo (En el juego).— ¿Detrás de quién? Caperucita (En el juego).— Del Lobo. Abuela (En el juego).— ¿Y qué hace?

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Caperucita ríe a medianoche

Matute.— Corre. Caperucita.— ¿Detrás de quién? Matute.— Del Lobo. Abuela.— ¿Y cómo están vestidos? Matute.— Sólo el Lobo. Lobo.— ¿Sólo el Lobo? Matute.— Sí, Caperucita está desnuda. Lobo (Igual).— Porque… Abuela (Normal).— No es a ti quien te toca dar características de Caperucita. Lobo (A Matute).— Recuerda que sólo al personaje le toca decir como es él. Lobo a Lobo, Caperucita a Caperucita y la Abuela a la Abuela. Como en el cuento, ¿entiendes? Matute.— Ah… sí claro. Caperucita (A Matute).— Te acostumbrarás (Cambia) Me duele la barriga. Lobo.— A mí también. Abuela.— ¡Sigan con el juego! Matute.— Okey, okey… El Lobo corre aterrado… Caperucita.— ¿Por qué? Lobo.— Tiene miedo. Matute.— Porque Caperucita le sigue. Caperucita.— ¿Desnuda? Abuela.— ¿Será que lo va a violar a él? Lobo.— El lobo dice: «auxilio, auxilio». Caperucita.— Caperucita dice: «espérame». Matute.— ¿Y qué hace el Lobo? Abuela.— Corre el Lobo. Matute.— ¿El Lobo? Caperucita (Corre alrededor del resto).— Y corría por el amor del Lobo. Lobo.— Pero el Lobo confundido, corría y corría. Caperucita (Identifica el ritmo del juego).— Para expresar su amor puro, se despoja de su ropa. Lobo.— Lo que confundía a Lobo… Abuela.— Y en el bosque se dejaba ver la escena de amor.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Caperucita.— Caperucita corría con la ansiedad de atraparlo. Abuela.— Muy cerca estaba Caperucita de alcanzar su felicidad. Lobo.— Y así Lobo, se confundía en el entramado del bosque. Caperucita (Fuera de Juego. Normal).— ¡Echaste a perder el juego! Lobo (Igual).— ¿Por qué? Abuela.— Muy sencillo: no terminaste con la escena de amor. Matute (Normal).— ¿Escena de amor? Caperucita.— ¿Acaso se te olvidó que Caperucita le hace el amor al Lobo? Matute.— ¡Coño! Abuela.— Estas son las reglas del juego. Matute.— ¿Pero Norma?... Abuela.— Abuela, Esteban, Abuela… Matute.— Sí, sí, sí… Abuela estamos cansados. Tenemos más de una hora jugando. Caperucita.— Y me duele la barriga. Lobo.— A mí también, además me duele la cabeza. Caperucita.— A mí también. Abuela.— Ahora resulta que a todos les duele algo. ¿Y qué a ti, Esteban? Matute.— Tranquila abuela, no he dicho nada que me duela. Se hará lo que digas. Abuela.— Entonces al juego. (Vuelven al juego) Caperucita.— Y ya muy cerca de los acontecimientos esperados… Matute.— Caperucita toma por la cola al Lobo. Caperucita.— El Lobo confundido y asustado… Abuela.— Queda rendido a la desnudez. Matute.— ¿Imagínense al Lobo siendo tocado por el tierno y desnudo cuerpo de Caperucita? Lobo.— ¡Guauuu! ¡Qué rico!

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Caperucita ríe a medianoche

Matute.— Con erección y todo… Abuela.— ¿Qué puedes esperar de una situación romántica como esta? Caperucita.— Amor eterno. Matute.— Con pene erecto y todo… Caperucita.— Y propuesta matrimonial… Matute.— Sí claro, cómo no… (Ríe.) Abuela.— Corres aún Caperucita. Matute.— Y el Lobo, asustado, se rinde ante Caperucita. Caperucita.— Y se besan. Lobo.— Lobo se deja besar. Caperucita.— Con mucha pasión y amor. (Caperucita y Lobo se besan.) (Fuera de juego) Abuela.— ¡Muy bien! Ahora si tenemos el final feliz. Matute.— ¿Ahora qué? ¿Con esa pistola piensa tenernos a tu antojo? Caperucita.— Abuela estoy cansada y me siento mal. Lobo.— Yo también. Matute.— Eso es el síndrome de «tensión interna». Lobo.— ¿El qué? Matute.— Es la crisis de nervios que sufren los que están bajo esa situación de rehenes. Lobo.— Ah… ya entiendo. Matute (A la Abuela).— ¿No será que tu formas parte de algún grupo armado? Caperucita.— ¿Sí abuela? Lobo.— ¡Sí y tiene contactos importantes con el BLIN? Matute.— ¿El BLIN? Lobo.— Sí, «Grupo Blindado de Liberación Nacional». Matute.— No lo conozco. Lobo.— ¿Son de Colombia? Abuela (Interrumpe).— No jodan… ¿Quieren? Caperucita (A la Abuela).— ¿Qué pasó? Matute.— Estamos jugando a Caperucita. Caperucita.— ¡Ah!…

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Abuela.— Sigamos con el juego. Lobo.— No otra vez abuela… Me duele mucho la cabeza. Abuela.— Te va a doler de verdad cuando te llene de plomo. ¡Sigue con el juego! Lobo.— Okey, tranquila sólo dinos qué hacer. Abuela.— El juego de los fisgones. Caperucita.— No otra vez abuela, no quiero. Abuela (Amenaza con el arma).— ¿Qué prefieren? Matute.— Habla en serio. Abuela.— Esta vez tú, Caperucita, haces de espectadora. Caperucita.— ¿De espectadora? Abuela.— Sí, de público. Caperucita.— Ah… Matute (Al Lobo).— Ni modo. Abuela.— Así me gusta. Tú, Esteban, siéntate al lado de José Manuel. Caperucita.— ¿Y yo? Abuela.— Tú siéntate al frente de ellos como todo público. (Pausa) Caperucita.— ¿Aquí está bien? Abuela.— Sí. Matute (A la Abuela).— ¿Entonces? Abuela.— ¿Entonces qué? Lobo.— ¿Qué hacemos? Abuela.— Hace rato lo hicimos. Ya saben por dónde empezar. Matute (A Lobo).— Si lo dice usted. Abuela.— Espero por ustedes. (A Caperucita) Y tú, a lo tuyo. Caperucita (A la Abuela).— Si tú lo dices. (Entran al juego) Matute.— ¿Qué ves? Lobo.— A esas adolescentes. Matute.— ¿Qué hacen?

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(Caperucita, simula ser la adolescente en referencia. Va desarrollando sus gestos de acuerdo al texto: se muestra, juega, se toca, ríe. Llora y se masturba.) Lobo.— Aquella ríe. Matute.— ¿Y qué? Lobo.— Nada. Sólo miro. Matute.— ¿Puedo mirar? Lobo.— Ya que estás allí. Matute.— Se está riendo. Lobo.— ¿Verdad que tiene una sonrisa bella? Matute.— Déjame ver bien. Lobo.— Está hecha para mirar. Matute.— Pero es una niña. Lobo.— ¿Y qué? Matute.— Carajo que es una niña. Lobo.— Pero está como para mirarla. Matute.— Es una linda muchacha, no lo pongo en duda, pero de allí a… Lobo.— …No te engañes. Tú miras lo que yo miro. Matute.— ¿Qué? Lobo.— Sus piernas. ¿No ves sus piernas? Matute.— Sí, claro que miro. Creo que ella está llorando. Lobo.— ¿Llorando? No, no está llorando. Matute (Buscando con la mirada).— ¿Se lamenta? Veo que tiene sus manos sobre su vientre. Lobo.— ¿Qué se va a estar lamentando, no ves que se está masturbando? Matute.— ¿Sí…? Lobo.— Ve bien Matute.— Pero se está retocando. Lobo.— Pero de placer, no de dolor como quieres pensar. Matute.— ¿Y cómo lo sabes, están muy retiradas como para ver bien? Lobo.— Me refiero a la morenita que está sentada. Matute.— Ah… creí que te fijabas en la de la faldita. Lobo.— Esa está es bailando.

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Matute.— Ah… A ver… noto que se da vueltas sobre la grama… Lobo.— Está dale que dale. Matute.— ¿Y no le importa que las estemos viendo? Lobo.— Se hacen la vista gorda, pero sígueles la corriente y míralas. Matute.— Pero no dejan de ser unas niñas. Lobo.— Mira. Matute.— Miro. Lobo.— Mira. Matute.— Miro. Lobo (Tratado de masturbase).— Ah… Matute (Mira a Lobo).— ¿Qué te pasa? Lobo.— Nada, mira. Matute.— Miro. Lobo.— Ah… Matute.— ¿Y qué hace la que está detrás del banco? Lobo.— ¿La negrita? Fumando marihuana. Matute.— ¿Sí?... y tú qué haces que estás con una movedera? Lobo.— ¿Qué crees tú? A buela (Interrumpe).— Este juego tiene un final erótico. Aplaudan. Todos deben aplaudir. (Todos aplauden. Cambia) ¡Ahora vamos con el otro juego! Matute.— Ya termina, ¡quieres Norma? Abuela.— ¡Es qué tengo que volarle la cabeza al Lobo para que comprendas? Caperucita (A la Abuela).— ¡No! Siento que me voy a desmayar… Me duele… Abuela.— No ahora, mi niña… Lobo.— De acuerdo. (Pausa) Propongo algo. Matute.— ¿También tú Lobo? Lobo.— José Manuel, para la próxima… Matute (A Lobo).— No me jodas tú. Lobo.— ¿Qué más da? Matute.— Ni modo.

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Abuela (A Matute).— No déjalo, (A Lobo) ¿cuál es tu juego Lobo? Lobo.— El juego de las cartas. Caperucita.— No José, por favor. Lobo.— Confía en mí «Cape». (Pausa) Abuela.— No me opongo a los nuevos juegos. Pero primero mi juego. Matute.— Con la condición de que terminemos. Abuela.— Depende. Caperucita.— ¿Depende de qué? Abuela.— El que vaya ganando, lo voy liberando. ¿Qué dicen? Matute.— Me gusta. Lobo.— ¿Y mi juego? Caperucita.— Por favor, José Manuel, deja que esto termine. Matute.— No inventes Lobo. Lobo.— Tú dirás abuela. Abuela.— Coloquen sus sillas mirando hacia el corredor. Caperucita (Toma las sillas).— ¿Está bien que las coloque aquí? Abuela (A Caperucita).— Tú siempre tan obediente. Lobo.— Yo diría que «Jalabolas». Caperucita.— No seas ridículo. Lobo.— ¡Y tú una mocosita burguesa de mierda, culito pelado y mimada, asistente de buhonero, come mosca y come mierda! Caperucita.— ¡Y tú una mariquita universitaria! Sí. Eres un marico. Matute.— …Ahora si nos jodimos con ustedes peleando. (Señalando a la Abuela, insinuando el verdadero peligro) Abuela.— Podrán pelear todo lo que quieran. ¡Pero se me sientan. Y al juego carajo! Matute.— Usted dirá abuela qué hacer. No hay problema.

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Abuela.— Siéntense y miren. Lobo.— Sí, está bien. Abuela.— Así es… Caperucita.— ¿Y qué miraremos hacia el corredor? Abuela.— Miren, que yo pongo las reglas. Lobo.— ¿Sólo eso? Abuela.— Por ahora sí. Caperucita.— Este juego se parece al otro. Y no cobramos esta vez. No hay clientes Lobo. No está Willy. Lobo.— Cállate. Abuela.— Seguiremos en el mismo juego. Caperucita.— ¿Y de qué se trata ahora? Abuela.— Ya verás en su momento. Lobo.— Me duele la cabeza. Matute.— ¿Tú también? Abuela.— Olvídense de sus dolores. Caperucita.— ¿Me siento así sobre la silla? Abuela.— Espera te ayudo. (Se distrae con Caperucita.) Lobo (A Matute, musitándole al oído).— ¿No puedes quitarle esa mierda de pistola? Matute (Igual).— Síguele la corriente. Abuela.— ¡Cuidado con vainas, les estoy escuchado! ¿Acaso quieren que le vuele la cabeza a mi queridita Teresa? Caperucita (Histérica).— ¡No me vayas a hacer daño abuela! No vale, aún estoy muy joven. Soy una chamita vale, no quiero que me jodan tan temprano en la vida. Abuela.— Diles entonces que se queden tranquilos. Caperucita.— ¡Cállense! ¿O quieren que me vuelvan mierda? Lobo.— Tranquila abuela. No le hagas nada a mi Teresa. Matute (A Lobo).— ¿Te das cuenta porqué no he hecho nada? Habla en serio y en esto hay que ser muy profesional.

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Abuela (A Lobo).— Compórtate tan bien como Esteban. Lobo.— Haremos lo que nos pida. Abuela.— Mejor así. Caperucita.—Yo me quedo tranquila (Cambia) ¿Es para el corredor que tenemos que mirar? Abuela.— Correcto. Y tú, Esteban, mira también. Matute.— ¿Qué sentido tiene hacer el mismo juego? Caperucita.— ¿Otra vez abuela el mismo juego? Estoy cansada. Nos tienes aquí más de dos horas… Abuela (Amenazante).— Sólo que aquella vez los puse a mirar hacia la vitrina de la calle. Ahora, por favor y sin quejas, deben mirar hacia el corredor. Y responder. Caperucita.— Estoy mirando. Matute.— ¿Entonces? Lobo.— Sí, ¿entonces qué? Abuela.— Ya saben. Lobo.— ¿Otra vez las mismas preguntas? Abuela.— Esta vez serán otras preguntas. Caperucita.— Estoy lista. (Entran en juego) Lobo.— Empecemos. Abuela.— ¿Qué hay detrás de la puerta secreta? Matute.— Galletitas. Abuela.— Frío, frío… Caperucita.— ¿La capa roja de la «Caperucita»? Abuela.— Frío, frío… Lobo.— Los dientes postizos del «Lobo». Abuela.— Más o menos tibio. Matute.— El pulóver de la «Abuela». Abuela.— Tibio, algo tibio. Lobo (Fuera de juego. Molesto).— Coño siempre tibio. Ah…, ya sé, allí hay un pene grande y venoso. ¡Lo que llaman un pene azul! Abuela (Normal).— Sin salirte del juego. Lobo.— Sí, espera, disculpa, ya entiendo, un «pipí» chiquito. ¿Está bien que lo diga así?

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Abuela.— Sin cinismo. (Le apunta con el arma a Matute.) ¿Estamos claro? Matute.— Coño. Lobo (Resignado).— Clarito. Caperucita (Normal).— No inventes. No inventes. Abuela.— ¿Continuamos y sin interrupciones? Matute.— Sí, sin interrupciones. (Vuelven al juego) Abuela.— ¿Qué hay en la puerta sellada? Matute.— «Don gato y su pandilla». Abuela.— Bastante tibio, muy tibio. Lobo.— La gorra de Matute. Abuela.— Bastante tibio. Caperucita.— El garrote de Matute. Abuela.— Todavía tibio. Lobo (Ríe. Normal).— Coño Matute, la vaina es contigo. Abuela (A Lobo. Normal).— ¡No interrumpas! Matute (Normal).— Empiezo a entender. Abuela (Igual).— Entonces empieza. Matute.— Sí entiendo. Abuela (En el juego).— ¿Qué hay detrás de la puerta sellada? Caperucita (Normal).— ¿Dónde? Lobo (Igual).— Coño la puerta que no podías abrir ahora. Caperucita.— Ah… Abuela (Hace un disparo al aire).— ¡Sin interrupciones! Caperucita (En el juego).— Una vieja estúpida, cagada y llena de miedo. Abuela.— Bastante tibio. Continúa. ¿A ver qué hay detrás de la puerta sellada? Matute (Normal. Fuera de juego).— Déjenmelo a mí. Caperucita (Normal).— Si estás tan seguro. Matute (En el juego).— Falditas de niña. Abuela.— Caliente, empezó a calentarse el lugar. Caperucita.— Medias de adolescentes. Abuela.— Empieza a sentirse más caliente.

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Caperucita ríe a medianoche

Caperucita (Normal).— ¡Gané! Abuela.— ¡Aún no! Matute.— Pulseras de niña. Abuela.— Más calor. Lobo (En el juego).— Ya estoy entendiendo. Pantaleticas de niña. Caperucita.— ¡José! Lobo (Normal).— Tranquila, mi amor, es parte del juego. Matute.— Zapatillas de niñas. Abuela.— Se siente que la temperatura aumenta. Lobo.— Sostenes. Abuela.— Más calor. Matute.— Cuerpo de niña. Lobo (Igual).— Teticas, culitos, cinturitas… Caperucita.— ¡José! Matute (Igual).— Cuerpo pequeños y grandes. Abuela.— ¡Ahora sí hay calor! Lobo.— Carajitas bien buenas. Caperucita.— ¡Me estás haciendo arrechar! Abuela (Normal).— ¡Mantengan el juego! Matute (Igual, continúa en el juego).— Pedazos de cuerpecitos de niñas. Abuela.— ¡Muy caliente! ¡Me quemo! Lobo (Fuera de juego, extrañado).— Pies, vientres, manos, cuerpos enteros de niñas. Abuela.— ¡Ay me quemo! Lobo.— No estoy entendiendo. Matute (Fuera de juego).— Fácil de entender: La abuela es el «Pica niñas». Caperucita y Lobo.— ¡Qué? Abuela (Normal).— ¡Correcto! Se ha ganado amigo el premio mayor. Caperucita.— ¿Vas a dejar ir a Esteban? Lobo.— ¿No entiendes gafa? Escucha bien, la abuela es el «Pica niñas». Abuela.— Sí, se ha ganado el premio mayor: un tiro en la frente.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Matute.— En ningún momento nos iban a dejar a salir. Abuela.— Correcto. Matute.— Teníamos la sospecha, pero no estábamos seguro. Caperucita (A Matute).— ¿Cómo te enteraste Esteban? Abuela.— Sí, Esteban, explícales… Matute.— Nadie que te apunta con un arma te dice querida, sino tiene un interés de antemano. Caperucita.— ¿Un interés? Lobo.— Ya estoy entendiendo. Matute.— La próxima víctima eres tú, Teresa. Caperucita.— ¡Cómo? Abuela.— Sí, mi querida, tú me eres mi obra maestra: picar en pedazos a mi propia nieta, tenerla como la principal cosecha. Matarte y tenerte con las demás, es algo que vengo planeando desde hace tiempo. Picarte parte por parte. Caperucita.— ¡Estás loca! Coño de tu madre. ¡No soy tu nieta! Matute.— ¿Y qué esperabas del «Pica niñas», cartas de amor? Lobo.— ¿Para hacerlo, nos dispararás? Abuela.— No será necesario. Matute.— ¿Qué has hecho ahora? Abuela.— ¿Se acuerdan de los panecillos de chocolate? Caperucita.— Sí, ¿qué con eso? Abuela.— Están envenenados. Tarde o temprano harán su efecto. Lobo.— ¡Cómo, moriremos? Abuela.— Eso espero. Caperucita.— ¡Con razón me dolía la barriga! Abuela.— Correcto. Lobo.— ¡Coño! Caperucita.— ¡Maldita! ¡Hija de puta! Abuela.— No, hija de tu tatarabuela. Caperucita.— Déjate de mierdas.

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Caperucita ríe a medianoche

Matute (A la Abuela).— ¿Y qué crees, que vas a salir con vida de aquí? Abuela.— No me interesa salir con vida, sino crear mi obra maestra: en poco tiempo ustedes caerán muertos. Y a ti Esteban te vuelo la cabeza. Y ya. El resto lo conocen. Y tú Teresa, mi nieta, serás mi crimen perfecto… (Cae al suelo Lobo, moribundo) Caperucita (A la Abuela. Grita).— ¡Qué..., qué dices? (A José) ¿Qué tienes José? ¿José! (Se desmaya, cae sobre Lobo, aún consciente levanta la mirada y cae de nuevo sobre Lobo.) Abuela.— ¿Qué crees que tiene? Caperucita (Igual).— Asesina de mierda. Nos mataste. Lo tenías planeado. Tú no eres mi abuela, ¡eres una coño de madre! (La Abuela ríe con sarcasmo.) Matute.— ¿Sabes, Teresa? Caperucita.— No sé, nada me interesa más ahora que José. Matute.— Él, es mi hijo. Caperucita.— ¿Me quieren volver loca ustedes? ¿Qué estás diciendo Esteban? Ah (Pausa. Mira abstraída a Matute. Se mantiene caída sobre Lobo.), Sí es cierto, te llamas Esteban como en el sueño de Lobo. Y mi Lobo siempre sueña contigo. Unos día soñaba que tú sólo le hablabas y otros que moría en tus brazos. Ahora entiendo que no muere en tus brazos sino en los míos. (Llora desespera. Abraza fuerte a Lobo.)… Lobo, mi amor despierta. Sé que estás allí. Hemos encontrado a tu padre. (Ríe entrellanto.) Me has jugado una trampa. Anda despierta, que Esteban, como en tu sueño, es tu papá… No estás solo, aquí te está llamando tu papá y yo que te amo… Abuela (Mordaz).— Hay que sentimental (!)… Te voy a volar la cabeza Matute y a Ti Teresa te picaré en pedazos, sólo en pedazos… Matute (a la Abuela).— No podrás

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Abuela (A Matute, apuntándole con su arma).— ¿Cómo lo sabes si te tengo apuntado con esta arma? (De aquí hasta el final de escena, todo acontece a oscuras, creando una relación con el tiempo y el espacio) Matute.—En cualquier momento mis muchachos están por entrar. Sólo que no calculé el tiempo exacto. Como te dije, no estaba seguro que eras tú. Abuela.— Entonces te disparo. No me importará el resto. Matute.— ¿Sabes Abuela? Abuela.— ¿Qué? Matute.— Me da gusto saber que aquí se encontraba la asesina. Sabía que era mujer… Abuela.— ¿Cómo lo supiste? Matute.— La pista me la dio el cuento de Caperucita Roja… (Se escuchan varios disparos. Al fondo la caterva policial: «Mi sargento se encuentra bien». «Creí que no llegaría a tiempo cuando vi que le amenazaba con esa pistola.» «Todo está bien Cabo Fredy. Revise ahora si Norma continúa con vida». Pausa: «No jefe, está muerta». «¿Y los muchachos? Sí mi sargento, están con vidas, pero están muy pálidos, hay que llevarlos al hospital». «Gracias a Dios que esos muchachos están con vida» «¿Jefe?». «¿Sí?». «¿Entonces estábamos en lo cierto al sospechar de esa vieja?» «Así es Fredy. Así es…». Silencio. Final de escena) Escena duodécima En el mismo lugar de la Escena primera Lobo.— Despierta. Caperucita.— Hmm... Hmm... Lobo.— ¡Despierta!

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Caperucita ríe a medianoche

Caperucita.— Hmm... ¿Qué pasa? Lobo.— Levántate... Caperucita.—¡No me dejas dormir! Cállate, vale. Lobo.— Te traje algo bueno. Caperucita.— ¡No me dejas dormir! Lobo.— Despiértate que vamos a comernos esta hamburguesa. Caperucita.— Bueno, si es así me levanto ya. No te la vayas a comer toda. ¿Sabes José? (Comen) Lobo.— No, ¿qué? Caperucita.— Soñé. Lobo.— Otra vez con tus sueños… (Oscurece hasta el final del acto y fin de la obra) Caperucita.— No en serio, me asusté mucho con el sueño, porque en él, Norma, la vieja, nos había raptado y resultaba ser que era el «Pica niñas». Y nos había matado a todos… Lobo (Ríe).— Que sueños tan raros tienes. Cómete la hamburguesa. Caperucita.— Está divina. Lobo.— Sí, ¿verdad? Caperucita.— Después de comer jugamos. Lobo.— Si tú quieres.

Fin de Caperucita ríe a medianoche

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Mención de honor como Finalista en el «V Premio El espectáculo Teatral», 2011, España.



A la memoria de mi padre



La revolución renace siempre, como un fénix Llameante en el pecho de los desdichados. Esto lo saben el charlatán bajos los árboles De las plazas, y su barba argentina, su cascabel sonoro, Silbando entre las hojas, encanta al pueblo Robusto y engañado con maligna elocuencia. Y canciones de sangre acunan su miseria. Luis Cernuda



Personajes Marcel Duchamp, el artista (Francia, 1887-1968). Gilles Aillaud, el pintor (París, 1928 – 2005). Bette Davis, mujer joven. Valentino, al principio novio de Bette Davis. Cambiará de rol. Gilles, 27 años. En otros momentos es Gilles Aillaud. Herves, mujer de 27 años. Bertha, Hermana de Gilles, 32 años. Gabriel, joven. Apuesto. Psiquiatra. Pasajeros y voces en off que pueden ser representados por un actor y una actriz o ambos a la vez de acuerdo a lo que exija el texto. Escena, la ciudad, quizás Londres, en otra ocasión Nueva York, París. Se representa de acuerdo a lo que exige el texto. La ciudad es una abstracción en la memoria de los personajes. Todo es sobrio sobre la escena, más bien, dispuesta en proyección de imágenes sobre un ciclorama (o como su director defina en el espacio a modo de pantalla): carteles de lugares inverosímiles. La ciudad como expresión de lo absurdo, puesto que lo más importante serán, en el contexto de esas imágenes, los(as) actores/actrices en la enunciación de ese espacio escénico: la violencia, lo urbano. Es la simetría de una ciudad nocturna. La escenografía, como decía, sobria, apenas sillas. Para el autor es importante que en esas imágenes estén proyectadas las obras «Vietnam, la batalla del arroz» de Gilles Aillaud y «Vivir y dejar morir o el trágico final de Marcel Duchamp » por Gilles Aillaud, Eduardo Arroyo y Antonio Recalcati las cuales logran confundirse con publicidad. También, imágenes del artista mencionado Marcel Duchamp y de Andy Wharol. Con la intención de mostrar, en una relación lúdica con la escena, que todo sucede en una


galería de arte, otras veces en aquellos espacios urbanos de la ciudad. La ciudad es una galería, una representación de lo mediático y de la «alteridad». Con todo, lo que debe prevalecer es la síntesis y el discurso del responsable de escena. Cada final de escena es, si se quiere, una transición la cual permite introducir una escena en la otra al juicio de aquél, su director, quien propondrá a su vez, si es su criterio, la secuencia de aquellas escenas y de sus cuadros respectivos. Podrá entonces construir una secuencia diferente. Desde esa perspectiva, suprimir aquello que considere necesario. La presencia del pintor Gilles Aillaud como personaje es un referente de lo ficcional que le permite al autor crear una noción de ruptura con el tiempo real de los acontecimientos, incluso, con los personajes mismos: la alteridad.


Cuadro 1 11:45 am. Gilles Aillaud y Marcel Duchamp. Se proyectan imágenes del artista Marcel Duchamp que expresan su relación con el «arte ready-made» y aquellas otras donde se hacía fotografiar vestido de mujer por Man Ray. También, la «Mona Lisa» de Wharol y Duchamp respectivamente. Marcel Duchamp.—Veinticinco víctimas. Gilles Aillaud.— Todas mujeres. Marcel Duchamp.— Diecisiete jóvenes, Gilles Aillaud.— cinco mayores. Marcel Duchamp.— Siete adolescentes. Gilles Aillaud.— cinco niñas, Marcel Duchamp.— dos ancianas, Gilles Aillaud.— tres con dieciocho años, Marcel Duchamp.— dos con veintiuno, Gilles Aillaud.— tres de cuarenta y dos. Marcel Duchamp.— Todas vestidas de «Mona Lisa», Gilles Aillaud.— de cabellos largos. Marcel Duchamp.— La imagen es terror. Gilles Aillaud.— ¿Te asusta? Marcel Duchamp.—Va más allá del miedo. Gilles Aillaud.— Disecciona los cuerpos. Marcel Duchamp.— El cuerpo es objeto. Gilles Aillaud.— Brazos, Marcel Duchamp.— rostros, Gilles Aillaud.— labios, Marcel Duchamp.— dolor. Gilles Aillaud.— Su más reciente víctima la hizo ver como tu fotografía de la «Mona Lisa». Marcel Duchamp.— ¿Cómo? Gilles Aillaud.— Una vez diseccionada. Le ha pintado tu bigote en su rostro despellejado. Marcel Duchamp.— ¿Mi rostro?

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Gilles Aillaud.— No, tu imagen. Marcel Duchamp.— La imagen es muerte. Gilles Aillaud.— Eso creo. Marcel Duchamp.— ¿Pinta mi rostro sobre sus víctimas? Gilles Aillaud.— No lo sé. Todo es objeto para él. Marcel Duchamp.— Todo es muerte. Gilles Aillaud.— Así es. Marcel Duchamp.— Se hace pasar por ti. No será difícil. Gilles Aillaud.— No es así. Marcel Duchamp.— ¿Sabes algo? Gilles Aillaud.— También se hacía pasar por Duchamp. Marcel Duchamp.— ¿Por mí? Gilles Aillaud.— No, por la imagen que tiene de ti. Marcel Duchamp.— Siempre se sustituye por una celebridad. Gilles Aillaud.— Lo relaciona con la pintura, en ese entorno. No será difícil. Marcel Duchamp.— Tengo entendido que todas gustan de tu pintura. Gilles Aillaud.— Unas sí, otras no. Marcel Duchamp.— En él la imagen es muerte. Gilles Aillaud.— Nos repetimos en la imagen. Marcel Duchamp.— La historia es una imagen en tiempo real. Gilles Aillaud.— La pintura es inocente, la palabra poderosa. Marcel Duchamp.— Que nadie joda la palabra. Gilles Aillaud.— La palabra no es culpable. La esquizofrenia funciona como enfermedad. Marcel Duchamp.— Siempre son los demás los que se mueren. Gilles Aillaud.— Creo que el odio es un sentimiento que sólo puede existir en ausencia de toda inteligencia. Marcel Duchamp.— Contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros.

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Gilles Aillaud.— Lo que nos justifica. Marcel Duchamp.— No somos culpables. Gilles Aillaud.— Los límites de tu lenguaje es el límite de tu mente. Marcel Duchamp.— Entonces al asesino lo encontraremos en el lenguaje. Dentro de las palabras. Gilles Aillaud.— El arte no existe. Tú no existe, yo no existo. Marcel Duchamp.— El espectador es quien se impone. Gilles Aillaud.— Y eso es lo que está buscando ese asesino: celebridad. Marcel Duchamp.— Siempre son los demás los que se mueren. Marcel Duchamp.— Nos dice lo tonto que se refleja nuestros nombres fuera de la obra. Gilles Aillaud.— Lo importante no es qué se pinta sino cómo. Marcel Duchamp.— Tú no eres un radical, ¿cómo puede inspirar la muerte. Eres un nivel de conciencia. Gilles Aillaud.— Eso, de la conciencia, pertenece más al surrealismo que a mí. Me interesa, como a ti, las ideas, los conceptos: la idea del arte. Marcel Duchamp.— Creo que la pintura muere /La escultura muere /después se le llama historia del arte Gilles Aillaud.— ¿Y qué tiene que ver un maldito asesino atravesado en esta idea del arte? Marcel Duchamp.— Nada, ¿acaso el más decente no ha terminado ser un criminal? Gilles Aillaud.— De eso está lleno la historia. Marcel Duchamp.— Nos cuesta reconocer que somos gobernados por criminales. Y eso lo aceptan. Gilles Aillaud.— Entiendo, un criminal más, no hará mayor diferencia. Marcel Duchamp.— Somos inocentes. Gilles Aillaud.— ¿Acaso es el sueño el responsable? Marcel Duchamp.— Es culpable, en ese caso, Sigismund Schlomo Freud.

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Gilles Aillaud.— ¡Los austriacos son asesinos! Marcel Duchamp.— ¡No!, no somos Dios. No tengo complejos de persecución, mi querido amigo Gilles. Gilles, suprime cualquier forma de culpabilidad. Europa es responsable de su historia, no sus pensadores. Decir eso no te hace sentir algo ridículo. Torpe. Tan torpe como decir: ¡los judíos son asesinos! Gilles Aillaud.— Me arraigo al lenguaje. Marcel Duchamp.— Pero cuidado con las ideas que surjan de él. G illes A illaud .— Cómo podemos justificar que en nombre de la pintura se comentan crímenes atroces. Marcel Duchamp.— No sé, será asunto de otros. No tuyo. Gilles Aillaud.— Mi nombre me hace responsable. Tengo una responsabilidad con la historia. Marcel Duchamp.— Entonces creo que nos estamos entendiendo en esta forma de las palabras. Gilles Aillaud.— Todo es lenguaje. Marcel Duchamp.— En este asesino las palabras son peligrosas. Gilles Aillaud.— Cada palabra la asocia a un crimen en particular. Marcel Duchamp.— Las palabras se vuelven un peligro en su codificación. Gilles Aillaud.— Es un código abierto. En cada exposición, galería de la ciudad, deja un nuevo signo que hay que interpretar. Marcel Duchamp.— Sí, ayer fue Andy Wharol. Hace dos meses mi nombre. El año pasado había sido Max Ersnt. Nunca sabemos a ciencia cierta si usará tu nombre o el mío más adelante. Gilles Aillaud.— No sabremos. Marcel Duchamp.— Así es. No sabremos. (Oscuro) -106-


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Cuadro 2 Toda cosa muerta palpita… Todo [la cosa, el objeto], me mostraba su rostro, su ser interior y me revelaba su alma… Kandinsky

[1] 11:15 pm. Cualquier lugar de la ciudad. Nueva York. Se deja escuchar la pieza de Janis Joplin: «Cry Baby». En escena semidesnudos Batte Davis y Valentino, en actitud amorosa, centrados en una experiencia más bien sensual. Bette Davis.—Once cuarenta y cinco minutos «pm». Valentino.—Desahuciado. Bette Davis.—Desocupado. Valentino.—Desahuciado Bette Davis.—Once cuarenta y cinco minutos pm. Valentino.—Desanimado, desaforado.(Pausa) Bette Davis.—Quiero vivir. Valentino.—Para qué. Bette Davis.—No sé. Valentino.—Querer vivir, es una vida más. Bette Davis.—Once cuarenta y cinco minutos. Valentino.—Quiero tu vida. Bette Davis.—No quiero tu piel. Valentino.—Lo he perdido todo. Bette Davis.—Te tengo. Valentino.—Fuera de ti. Bette Davis.—Desalmado. Valentino.—Fuera de ti. Bette Davis (Risotada).—¡Perdiste! Valentino.—Me has hecho trampa.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Bette Davis.—Juego según las reglas. Valentino.—Tú eres muy tramposa. Bette Davis.—Lo aprendí de ti. Valentino.—Quédate conmigo. Bette Davis.—Tanto cariño me confunde (!) Valentino.—Qué tiene de malo que te dé algo de cariño. Bette Davis.—No es eso. Valentino.—¿Qué entonces? ¿Te quedas? Bette Davis.—Tengo un compromiso. Valentino.—Siempre con tus compromisos de última hora. Bette Davis.—¡No ahora! Tú y yo hemos hablado claro. Valentino.—No ha sido suficiente para mí. Bette Davis.—Por favor, Valentino. Valentino.—Sólo quiero que me digas dónde estarás. Bette Davis.—No es justo. Valentino.—Digo igual. Bette Davis.—Bésame. (Se acarician, es una rutina sexual. Se besan.) Valentino.—Se me pierde tu calidez. Bette Davis.—No te pongas a estas alturas amoroso. Valentino.—Todas las mujeres piden que las amen, Bette Davis.—Y los hombres también. Valentino.—en cambio, tú... Bette Davis.—Lo hemos conversado antes. Valentino.—Sólo dime dónde estarás. Bette Davis.—Galería «Durbay». Valentino.—Qué hay a esa hora. Bette Davis.—Una exposición. En las galerías hay exposiciones. Valentino.—Lo sé, ¿te olvidas que me conociste en la universidad? Bette Davis.—No me gusta cuando te pones así. Valentino.—Mejor seguimos con el juego. Bette Davis.—Me queda poco tiempo.

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Valentino.—Me gustas cuando estás cerca de mi cuerpo. Bette Davis (Se mantiene cerca, lo sensual seguirá, quizás sin el propósito amoroso, caracterizando a la escena).— Me gustas. Valentino.—Y tú a mí. Bette Davis.—Comprende, me gustas en esta distancia. Valentino.—Esto no termino de entenderlo. Bette Davis.—Quédate tranquilo, déjame desearte. Valentino.—Once cuarenta y cinco pm., «Durbay». ¿Qué con la pintura en todo esto? Bette Davis.—Hago mi trabajo. Valentino.—¿Cuando me besas haces tu trabajo? Bette Davis.—¡No! Valentino.—No te molestes. Bette Davis.—¡Cómo se te ocurre? Valentino.—Me confundes. Bette Davis.—¿Valentino? Valentino.—Sí, dime. Bette Davis.—¿No te estarás enamorando de mí? Valentino.—Te deseo. Bette Davis.—¿Qué hora es? Valentino.—Qué tiene que ver la hora. Bette Davis.—Tengo que irme, ¿qué hora es? Valentino.—Once veinticinco minutos. Bette Davis.—Debo irme. Valentino.—También yo. Bette Davis.—Tú, ¿adónde vas? Valentino.—A reunirme, como es de costumbre con Gilles Aillaud. Bette Davis.—¿Gilles Aillaud? Valentino.—No lo conoces. Es un pintor por cierto. Bette Davis.—¿Ahora? Valentino.—Sí, en la parada de la avenida «Hiroshige». Bette Davis.—¡Qué casualidad!

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Valentino.—Qué pasa (!) Bette Davis.—Cerca de la galería «Durbay». Valentino.—Sí, lo sé. ¿Qué con eso? Bette Davis.—No, por nada. Pienso en voz alta. Valentino.—Piensas mucho en voz alta, cariño. Bette Davis (Evasiva) .—Bésame. (Se besan esta vez apasionadamente. Hacen el amor. Hay una distancia entre ellos, sin que cuente la pasión con que lo hacen.) Valentino.—Se nos hace tarde. Bette Davis.—Tenemos tiempo para el juego. Valentino.—No dependamos del juego. Bette Davis.—Es terapéutico. Valentino.—¿Acaso te aburre hacerme el amor? Bette Davis.—Es divertido. Valentino.—¿Hacerme el amor? Bette Davis.—El juego. Valentino.—¿Y hacerme el amor? Bette Davis.—Todo, mi cariño. Valentino.—¿Y el amor? Bette Davis.—El amor es divertido. Valentino.—No digo «el amor», sino nuestro amor. Bette Davis.—Tú como que te estás enamorando.(Ríen a cargadas para luego dejar venir una pausa larga.) Valentino.—¿Te diviertes? Bette Davis.—Se me hace tarde. Valentino.—¿No eras tú quien quería jugar? Bette Davis.—Todo está en un tiempo. Valentino.—Gilles debe estar esperando. Bette Davis.—¿Por qué dejas de abrazarme? Valentino.—Te tienes que ir. Bette Davis.—Pero no he dicho que dejes de abrazarme. Valentino.—Está bien, te deseo. Bette Davis.—¿Puedo hacerte una pregunta? Valentino.—Sí, claro. Bette Davis.—¿Quienes visitan la galería?

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Valentino.—No sé, intelectuales, burgueses que no tienen nada qué hacer. Bette Davis.—¿Hay jóvenes? Valentino.—¿Vas a trabajar hoy allí o qué? Bette Davis.—¿Te preocupa? Valentino.—Es que esta vez me estás preguntando por jóvenes. Bette Davis.—Tú como que te estás enamorando de mí... Valentino.—Dime, ¿por qué te interesa esta vez que sea un joven? Bette Davis.—Es un asunto mío. Valentino.—También es mío. Bette Davis (Pausa).—Háblame de la gente que visita la galería. Valentino.—Deberías saberlo mejor que yo. Tú eres la culta. Bette Davis.—Que estudie artes no significa que deba conocer a todo el que visita a la galería Durbay. Valentino.—Gilles esta vez tendrá que esperar. Bette Davis.—¡Vístete! Valentino.—Me gustaría irme así. Bette Davis.—Con ese bastón de extra…, entre tus piernas, te confundirán con cualquier estridente de la galería. Valentino (Mientras busca vestirse).—¿Ves? Bette Davis.—¿Qué? Valentino.—Conoces a la gente que visita a la galería. Bette Davis.—Bueno, si quieres, vete semidesnudo. Yo me maquillo, me pinto algo en el rostro. Y ya. Montamos la cómica. Valentino.—Hacemos el ridículo. Bette Davis.—¡Coño! Tan poco respeto tienes por las artes. Valentino.—No es eso. Bette Davis.—No me jodas, ¿quieres? Valentino.—Ya vamos a empezar otra vez.

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Bette Davis.—¡No dirás que he sido yo! Valentino.—Perdóname. Bette Davis.—Dejemos algo en claro: comparto tu habitación. Y cuando nos provoque. Lo hacemos, ¿vale? Valentino.—¿«Provoque»? ¿Así llamas a lo nuestro? Bette Davis.—No me fastidies. Valentino.—Perdóname… (!) Bette Davis.—A las tres y quince. Valentino.—¿Tres y quince? Bette Davis.—Sí, de la madrugada. Valentino.—Está bien, nos vemos allí. Bette Davis.—Eso me gusta. Sumiso mi amor. Valentino.—Desahuciado. Bette Davis.—Desocupado. Valentino.—Desahuciado. Bette Davis.—Tres y quince minutos. Valentino.—«Bar Trus». Bette Davis.—«Bar Trus». Valentino.—Sí, «Bar Trus». Bette Davis (Cambia. Pausa).—¿Irías a la galería? Valentino.—Si quieres. Bette Davis.—No, mejor no. Valentino.—Lo sabía. (Mientras que se retira como si todo aquello fuera parte de una rutina.) Valentino.— Recuerda. Bette Davis.— ¿Qué cosa? Valentino.— No eres Bette Davis. Sandra, eres mi querida Sandra Luengo. Bette Davis.— No hablemos de trabajo. Deja eso en la mierda de la comisaría. Valentino.— Como quieras. Bette Davis (Igual) .—No faltes. Valentino.—Te amo. (Oscuro)

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[2] 11: 45 pm. La ciudad. Su principal centro cultural: la galería. Es una tertulia con música urbana: «U2» (With or Without You): un desplazamiento musical que subraya la condición del ambiente. Sólo eso. Todo queda en el uso imaginario que le otorgue su director de escena. Aparecen Gilles y Bette Davis. Gilles.—Cada vez que vengo aquí. Bette Davis.—¿Te diriges a mí? Gilles.—Sí, creo que sí. Bette Davis.—¿Lo crees? Gilles.—«Vietnam, la batalla del arroz», Bette Davis.—¿Cómo? Gilles.—por Gilles Aillaud. Bette Davis.—¿Quién? Gilles.—«1968, óleo sobre lienzo». Bette Davis.—¿Me hablas a mí? Gilles.—La figura débil de la niña del «Vietcom», muestra la victoria moral de un pueblo como el vietnamita. Bette Davis.—Mira, aclaremos algo... Gilles.—Lleva dominado al soldado norteamericano. Bette Davis.—No vine aquí para escuchar... Gilles.—Victoria... Bette Davis.—toda esa verborrea. Gilles.—La luz parda. Bette Davis.—¿De qué hablas?... Yo con esta ganas de… Gilles.—En paso lento la joven lleva a la derrota al soldado norteamericano. Bette Davis.—hacerte el amor. ¿Para eso me has jodido la noche. Gilles.—Si ves en la forma del cuadro. Bette Davis.—...¡Ya va!

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Gilles.—¿Por qué todo tiene que ser sexo? Bette Davis.—¿Acaso no estamos aquí para eso? Gilles.—No necesariamente. Bette Davis.—Son once cuarenta y cinco minutos. Gilles.—Esta pieza me ha traído hasta aquí. Bette Davis.—¿Aquí? Gilles.—Ésa pieza. Bette Davis.—¿El cuadro? Gilles.—No sólo es un cuadro, es una obra de arte. Bette Davis.—Para mí es un cuadro. Gilles.—Es más que eso... Bette Davis.—...espera, espera. Gilles.—Ante esta pieza, espero, espero todo lo que sea necesario. Bette Davis.—¿Tú no eres Gilles? Gilles.—No. Soy ahora el espectador de esta pieza. Bette Davis.—Mira, yo no sé nada de obras de arte. Yo lo que sé es que teníamos que reunirnos en esta galería a las once cuarentena y cinco minutos de la noche... Gilles.—No es la hora lo que importa... Bette Davis.—Cuando tienes ganas de echar un polvo, pasarla bien, qué coño importa ese cuadro de mierda. Gilles.—Importa... Bette Davis.—No entiendo qué hago aquí a media noche. Con ganas de pasarla bien. De olvidarme de toda esa vaina. Gilles.—Puedes irte cuando quieras. Bette Davis.—Tienes razón. Gilles.—Entonces, ¿tendrás tiempo para ver conmigo esta pieza? Bette Davis.—¿Puedo preguntarte algo personal? Gilles.—El color sepia nos quiere transmitir cómo la historia se impone como signo de nuestra memoria. Bette Davis.—¿Eres homosexual?

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Gilles.—El paisaje se limita en otro que quiere protagonizar culturalmente: dos momentos de la historia. Bette Davis.—Si no eres homosexual, eres marico. Gilles.—La derrota del militar por la pasión de un pueblo, de su cultura. Un espacio de ese paisaje limita al otro. Bette Davis.—Ya entendí..., tampoco soy tan estúpida. Gilles (Pausa. Silencio).—Dejemos lo sensual por un lado... Bette Davis.—¿Sensual? Vamos a aclarar algo... Gilles (Como abstraído por su idea).—Puedes darle a ese silencio unos minutos de tu vida: mira la pieza. Bette Davis.—Yo no he llegado hasta aquí para ver ese cuadro. Esa vaina se hace los domingos por la mañana. Gilles.—La mirada de la joven, es la mirada del mundo. Bette Davis.—Me dijeron ve. Llega a la galería. Y llegué. Gilles.—Ya lo sé. Mira esa pintura. Bette Davis.—¿A eso he venido? Dímelo tú. Gilles.—Quiero que ahora veas la parte del «cuadro», como lo llamas tú, que te dice del silencio. Bette Davis.—No es a lo que estoy acostumbrada. Gilles.—Mira al silencio. Bette Davis.—Si cambiáramos este cuadro por uno de desnudos, entendería qué vine a hacer aquí. Gilles.—A eso hemos venido. Bette Davis (Cambiando de humor).—Entonces será fácil para mí. Gilles.—Lo único que tienes que hacer es mirar. Bette Davis.—Con tanta gente aquí. No será difícil. Gilles.—Usa tu intuición. Bette Davis.—Claro, mi amor, yo vine aquí a putear y lo voy a hacer. Gilles.—En la pintura también hay sensualidad.

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Bette Davis.—Sí, ya entendí. Gilles.—Mira y siente con tu lado irracional de la vida. Bette Davis.—Sólo es cuestión de ver aquí, en esta galería, cómo viven. Gilles.—No exactamente. Bette Davis.—Algo tengo que hacer. Gilles.—Tener al otro, es tenerte a ti. Bette Davis.—Ajá, ¿y qué hacemos mientras tanto? (Pausa. Ríe) Ah... ya sé..., Gilles.—No te distraigas. Ve, usa tu mirada. Bette Davis.—miro en tu rostro. Pensándolo bien, eres buenmozo. Gilles.—Hay más belleza en el silencio. Bette Davis (Trata de alcanzar el rostro de él sin éxito).— Prefiero tu belleza. Gilles.—No me refiero a esa vacuidad. Bette Davis.—¿Vacuidad? No vale, eres bonito. Gilles.—Vacío. Bette Davis.—Ah, okey, pero déjame tocarte el rostro. Gilles.—No es importante. Bette Davis.—Son once cuarenta y cinco minutos de la noche. Estamos en el medio de la ciudad. Yo soy una profesional, espero por ti. Gilles.—Entonces, mira el cuadro. Bette Davis.—¿Sabes? Gilles.—¿Qué? Bette Davis.—Eres buenmozo. Gilles.—No vienes aquí para eso. Bette Davis.—Ya sé que no. Me han pagado bien, pero tengo derecho a no aburrirme. Gilles.—Mira al cuadro. Bette Davis.—Está bien. Hagamos un trato. Gilles.—¿Cuál? No tengo mucho tiempo. Bette Davis.—Mi amor, tenemos toda la noche. Gilles.—No es tan sencillo, Bette, ¿ese es tu nombre? Bette Davis.—Hola, mi nombre es Bette Davis. Bette Davis, como la actriz. (Le estira la mano.)

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Gilles.—No entiendo (!) Bette Davis.—No. No es así. Se saluda primero. Gilles.—Qué dices. Bette Davis.—Buenmozo, pero mal educado. Gilles.—No perdamos más tiempo, Bette Davis.—Se dice así. Buenas noches, mi nombre es... (Cambia.) Por cierto, no conozco tu nombre. Gilles.—Gilles Aillaud... Bette Davis.—¿Francés? Gilles.—Sí. Bette Davis.—Okey, voy de nuevo: «buenas noches. Mi nombre es Gilles Allaud. Gilles (Le corrige).—Gilles Aillaud. Bette Davis.—Sí, sí, está bien. Como sea: ...«buenas noches, mi nombre es Gilles Aillaud». Y estiras la mano, con delicadeza. Así. Gilles.—Tomemos esto con seriedad. Bette Davis.—Estoy más seria de lo que crees. Gilles.—¿Entonces? Bette Davis.—«Mi nombre es Gilles Aillaud. ¿Cómo te llamas tú?» (Pausa corta.) Así. Gilles.—Te dije ya: Gilles Aillaud. Bette Davis.—¿Ves? no es difícil. Gilles.—«Vietnam, la batalla del arroz». Bette Davis.—Ah, sí, el nombre del cuadro. ¡Qué vaina con el cuadro! Gilles.—Es importante que prestes atención, que pongas la mirada sobre esta pieza. Bette Davis.—¿El cuadro? Gilles.—La pieza. Hay una diferencia entre decir «cuadro» y «pieza». Éste último es más conceptual. Bette Davis.—No te estoy entendiendo. No importa… Gilles.—El término «pieza» alude al artificio constructivo de la obra. Bette Davis.—Quiero decirte, que no entiendo de lo que me estás hablando. Gilles.—No es lo que me interesa.

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Bette Davis.—Buenmozo, por lo menos sonríe. Quizás así pueda entenderte. Gilles.—¿No te explicaron qué vendrías a hacer aquí? Bette Davis.—Lo que siempre hago con los buenmozos. Gilles.—No exactamente. Bette Davis.—Tendrás que explicármelo, por favor. Gilles.—Eso intento. Bette Davis.—Desde que llegamos sólo me has puesto a ver ese cuadro, perdón, esa pieza. Y no creo que para eso nos contraten. Gilles.—De eso se trata. Bette Davis.—Hasta donde yo sé a mí me llaman para el amor, para divertirte. Y listo. Gilles.—¿Qué hora es? Bette Davis.—No sé. Gilles.—Dime la hora de tu reloj. Bette Davis.—Doce y cinco minutos. Gilles.—¿Necesitas droga? Bette Davis.—¿Qué, vendes? Gilles.—No. Bette Davis.—¡Ay, no! Te voy a decir algo. Lo que tú quieras, amor labial. Lo que tú quieras, beso negro. Lo que tú quieras. Pero drogas no. Lo que tú quieras, saca-saca. ¿Sí? Gilles.—Tu rostro es delicado... Bette Davis.—Otra vez, allí vamos…(!) Gilles.—Tu rostro está bien delineado. Justo cada detalle en su lugar. Bette Davis.—¿Me estás seduciendo? Gilles.—Lo que te hace muy hermosa. Bette Davis.—¿Me estás seduciendo? Gilles.—Tu cabello corto, bien peinado, es como si quisiera saludar a la noche. Bette Davis.—¡Qué raro todo esto que me dices! Gilles.—Tus cabellos dibujan mi propia ansiedad.

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Bette Davis.—¿Acaso no es un poco cursi tu manera de hacer el amor? Gilles.—No es de sexo de lo que estamos hablando. Bette Davis.—Me parece que sí. Gilles.—Es de belleza. Bette Davis.—Te voy a hablar claro, una vez más, Gilles.—Antes de que continúes… Bette Davis.—La belleza para mí depende de tu billetera, del dinero. Tú perdóname. Gilles.—No se trata de perdón, sino de lo que eres capaz de visualizar. Bette Davis.—Claro, no soy tan bruta. Gilles, ¿ese es tu nombre, verdad? Gilles.—Sí. Bette Davis.—Sé que lo mejor que podemos hacer es quedarnos para ver estos cuadros. Gilles.—No sé entonces qué es lo que te molesta. Bette Davis.—No es que me moleste, pero creo que me juegan una broma pesada. Gilles.—¿Desconfía de una buena conversación? Bette Davis.—En este oficio, sí. Gilles.—¿Podrías hacer una excepción? Bette Davis.—¿Qué obtengo a cabio? Gilles.—Lo que quieras. Bette Davis.—Dinero. Gilles.—Hecho. Bette Davis.—¿Ves? Gilles.—¿Qué? Bette Davis.—Al dinero. Gilles.—Qué con él. Bette Davis.—La belleza queda reducida al dinero. Gilles.—Si tú quieres, sí. Bette Davis.—¿Qué piensas? Gilles.—No estás aquí por casualidad. Bette Davis.—¿Me permites que te sea sincera? Gilles.—Adelante.

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Bette Davis.—¿Qué coño crees que vengo a hacer aquí! Salgo de la universidad…, Gilles.—Eso me interesa… Bette Davis.—No me interrumpas. Gilles.—Disculpa. Bette Davis.—me arreglo. Me visto como la puta más refinada de la ciudad… Gilles.—«Puta» no es el término más adecuado… Bette Davis.—No me interrumpas. Gilles.—Continúa. Bette Davis.—De hecho soy la «puta» más elegante de la ciudad. ¿No te das cuenta? Gilles.—No lo pongo en duda. Bette Davis.—Me hablan de ti. Pregunto sobre el pago. Y vengo hasta aquí. Gilles.—¿Por eso estás bonita? Bette Davis.—En cierta manera. Gilles.—Gracias. Bette Davis.—No he terminado. Gilles.—Es cierto, continúa. Bette Davis.—Me dicen: «ve a la galería Durbay». Y aquí estoy. Gilles.—¿Y? Bette Davis.—Y nada. Que me están dando ganas de echar un polvo. Así de fácil. Gilles.—Pero hay algo más. Bette Davis.—Para mí no. Gilles.—No es por casualidad que tú estás aquí. Siempre hay algo más. Bette Davis.—Me lo imagino. Gilles.—Sí no miras a la vida a través de estos «cuadros», como lo llamas tú. Entonces no sabrás dimensionar la belleza… Bette Davis.—Ya me lo has dicho. Gilles.—Debes aprender a diferenciar un momento bello de uno vacío. Bette Davis.—¿Otra vez con la palabrita?

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Gilles.—Las palabras son necesarias. Bette Davis.—Lo sé. G illes .—Entonces cuidemos de palabras como «puta»… Bette Davis.—No, Gilles, ¿me permites que te tutee? Gilles.—Está bien, no te preocupes. Bette Davis.—Entiendo el propósito de esa palabra de acuerdo a cómo puedas percibirla… Gilles.—Veo que nos entendemos. Bette Davis.—Claro, soy puta, pero no estúpida. Gilles.—No he querido decir eso. Bette Davis.—Te quería decir que, depende de dónde uses la palabra, tendrá su sentido o no. Gilles.—El sentido de la palabra «puta» también depende de la intención, del carácter emocional que le inferimos. Bette Davis.—Disculpa, voy a ser menos intelectual. Gilles.—De acuerdo, me divierte. Bette Davis.—¿Te divierte? Gilles.—Claro, de alguna manera estamos hablando de la belleza. Bette Davis.—Puta a lo Duchamp. Gilles.—Puta renacentista. Bette Davis.—Puta a lo Picaso. Gilles.—Puta expresionista. Bette Davis.—Puta abstracta. Gilles.—Puta del cinetismo. Bette Davis (Ríe esta vez con más fuerza).—Puta puta. Gilles (Señala cualquiera de las imágenes).—¿Quién pintó a ésa? Bette Davis.—No lo sé. Gilles.—Continuemos. Bette Davis.—Puta burguesa. Gilles.—Puta marxista. Bette Davis.—Puta fascista. Gilles.—Puta capitalista. Bette Davis.—Puta neoliberal.

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Gilles.—Puta vieja. Bette Davis (Pausa corta).—Ya veo que estás de mejor humor. Gilles.—El arte es humor. Por cierto, ¿cuál es tu nombre? Bette Davis.—Ya te dije, soy Bette Davis. Gilles.—Yo soy Gilles Aillaud. Bette Davis.—Ya me lo dijiste. Gilles.—Estamos ante otra realidad. Bette Davis.—Como puedes ver, no tengo problema en seguir con el juego. Gilles.—¿Ves que hermosa es la joven vietnamita? Bette Davis.—Todo es hermoso. Gilles.—Estamos empezando a entender el sentido de la belleza. Bette Davis.—Está allí, siempre presente. Gilles.—Es lo que trato de decirte. Bette Davis.—Para mí, tiene su sentido práctico. Gilles.—¿Práctico? Bette Davis.—Del día al día. Gilles.—¿Cómo? Bette Davis.—Hoy estoy hablando contigo, mañana lo haré con un patán. Gilles.—Eso puede cambiar. Bette Davis.—Sí, claro (!) Vamos a estar aquí todas la noche. Tú resolverás el problema de la belleza: «Vietnam, la batalla del arroz». Yo espero. Como tú quieras mi amor. Gilles.—Es posible. Bette Davis.—Yo, resuelvo mi mesada. Tú feliz. Sencillo. Gilles.—Quería decirte algo. Bette Davis.—¿Sabías que cobro caro por hora? Gilles.—No hay problema con eso. Bette Davis.—Mira, buenmozo, me caes bien. Eres bonito. Y has sido muy educado conmigo... Gilles.—No te preocupes.

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Bette Davis.—Prefiero decirte la verdad. Gilles.—Eso no importa. Bette Davis.—A mí sí, ya te lo dije. Y estoy bien por eso. ¿De acuerdo? Gilles.—¿Me permites? Bette Davis (Prefiere mantener su humor).—No (!)…, aquí no. Gilles.—Que te hable de este «cuadro». Bette Davis.—¿No es lo que estamos haciendo aquí desde que llegamos? Gilles.—Gilles Aillaud… Bette Davis.—¿Eres tú, no? Gilles.—El pintor de esta pieza. Bette Davis.—O sea, ¿que tu eres el pintor de esta vaina? (Pausa. Espera disculparse) Perdón, «la pieza». Gilles.—Te explico. Bette Davis.—Es mejor que lo hagas porque tú, definitivamente, eres fuera de serie. Gilles.—Gilles Aillaud. Bette Davis.—Es decir, ¿tú? Gilles.—Algo así. Espera. Bette Davis.—Todo lo que quieras. Los minutos los pagas tú. ¿Una pregunta? Gilles.—Si me prometes continuar. Bette Davis.—¡Trato! Gilles.—Dime. Bette Davis.—¿Te molesta si me das un adelanto? Gilles.—¿Adelanto? Bette Davis.—No es que desconfíe, pero si vamos a estar toda la noche, mejor dejemos las cosas claras. Así ganas tú y gano yo. Gilles.—Entendí, ¿cuánto quieres? Bette Davis.—Hagámoslo así: cada hora me pagas el adelanto. Gilles.—De acuerdo, ¿cuánto es? Bette Davis.—Cien. Gilles.—¿Dólares?

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Bette Davis.—Sí. Gilles.—Está bien. Bette Davis.—¡Espera aquí no! Gilles.—¿Dónde? Bette Davis.—Tú sigue conversando. Y discretamente me lo pasas entre manos. No te fastidia que sea así, ¿verdad buenmozo? Gilles.—Como quieras. Bette Davis.—¿Me decías de Gilles Aillaud? Gilles.—«La brutalidad de nuestra pintura constituyó un escándalo»… Bette Davis (No convencida del todo).—Ajá… Gilles.—Es decir, porque Marcel Duchamp… Bette Davis.—¿Marcel qué…? Gilles.—Marcel Duchamp, el artista. Bette Davis.—Okey, ¿entonces? Gilles.—«Conocía, por aquel entonces, la plenitud de su gloria». Visitó la exposición. Bette Davis.—¿Ésta? Gilles.—Sí. Bette Davis.—¿Pero sucedió en mil novecientos sesenta y cinco? Gilles.—Sí. Bette Davis (No convencida).—Claro. Gilles.—«La exposición La figura narrativa en el arte contemporáneo, la cual visitó y «sólo comentó que los cuadros no estaban bien pintados y que servían para nuestra publicidad. Y él sabía de lo que hablaba, puesto que había vivido de ese sistema». Bette Davis.—¿Quiere decir que esto es publicidad? Gilles.—Siempre, todo lo es. Bette Davis.—¿Tú, yo, esta galería? Gilles.—Quizás. Bette Davis.—Espera, voy a tratar de entender. Gilles.—En aquella época... Bette Davis.—¿Mil novecientos setenta y cinco? Gilles.—No, en el setenta y ocho.

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Bette Davis.—¿Estamos en mil novecientos setenta y ocho? Gilles.—Sí. Bette Davis.—Pero, ¿cómo? Gilles.—Eso no importa. Bette Davis.—A mí, sí. Porque esta noche, cuando me vestí, eran las nueve p-m. Mes de marzo. Año de dos mil diez. Gilles.—Correcto. Bette Davis.—¿Y ahora me dices que es París del setenta y ocho? Gilles.—Sí. Bette Davis.—Hace frío y esta ciudad se parece a París. Gilles.—Así es el tiempo, qué importa. Bette Davis.—Si te hace feliz. Gilles.—En ese entonces me importaba lo humano y «me fue imposible volver a la pintura de antes. Ahora me importaba lo humano». Bette Davis.—¿Eso es lo que quieres? Gilles.—¿Qué? Bette Davis.—¿Estoy aquí para entender la parte humana de esa vietnamita? Gilles.—En parte. Bette Davis.—Aclaremos algo, una vez más. Gilles.—A ver… Bette Davis.—¿Tú eres Gilles Aillaud? Gilles.—Ése es mi nombre. Bette Davis.—¿El pintor? Gilles.—Justo. Bette Davis.—Pero tú, acaso, ¿tienes veintisiete años? Gilles.—Veinticinco. Bette Davis.—Si no soy tonta con las matemáticas, deberías de tener setenta y cinco años. Gilles.—Eso es imposible. Bette Davis.—Bromeas, está bien, lo acepto. Gilles.—Esta exposición es inaugurada en mil novecientos sesenta y ocho.

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Bette Davis (Extrañada).—¿Qué día es hoy? Gilles.—Doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho, ¿por qué? Bette Davis.—¡No me jodas! Gilles.—Hablo en serio. Bette Davis.—Esta «cita a ciegas» es ya bastante extraña. Gilles.—No hay nada de extraño en la realidad. Bette Davis.—Que me tengas a la espera. Lo entiendo, ¡pero que me digas que hoy es doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho! Gilles (Mira a su reloj).—Y son las doce y cuarenta y cinco minutos. Bette Davis.—Voy a ser escatológica: ¡no-me jo-das..! Gilles.—No. Con las damas bellas no me meto. Bette Davis.—Gracias por la parte que me corresponde, pero aclaremos un poco el panorama. Haz un pequeño esfuerzo, ¿quieres? Gilles.—Debes abrir tu mente. Bette Davis.—Desde que llegué lo estoy haciendo. Gilles.—No hay nada extraño aquí. Bette Davis.—La sola presencia mía, en medio de la noche, cuando tú y yo —según las reglas del juego— deberíamos de estar en medio de un «mete y saca» o «saca-saca». Gilles.—«Mete y saca» no es exactamente como llamaría esta experiencia. Bette Davis.—No nos engañemos: yo, una puta y tú, un pintor. ¿Qué puede tener de normal en medio de esta galería? Gilles.—No es difícil de entender. Estamos en una galería. Bette Davis.—¿Qué con eso? Gilles.—Todo es abstracto. Bette Davis.—Para mí es muy sencillo: te llevo a la calle. Le preguntamos a cualquiera qué día es hoy. Y verás que el loco aquí eres tú.

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Gilles.—No es en la calle donde está la realidad. Bette Davis.—¿Dónde entonces? Gilles.—Aquí. Bette Davis.—¿En esta galería? Gilles.—En el «cuadro». Bette Davis.—Volvemos a lo mismo. Gilles.—Es el carácter humano de esa niña que quiero que veas. Bette Davis.—¿La vietnamita? Gilles.—Correcto. Bette Davis.—Hay más de dos mil setecientas cincuenta y siete putas. Ciento setenta de primera clase. Otras setenta y siete estudiantes como yo. El resto, ya sabes dónde encontrarlas. Pero te has fijado en mí. O sea, yo. Confieso que me gusta la pintura. Sin embargo, perdona que te lo pregunte: ¿no había otra además de mí? Gilles (Señala hacia el público como si quisiera puntear hacia el cuadro «Vietnam, la batalla del arroz».).— ¡Por eso! Bette Davis (No lo toma en serio. Señala a cualquiera del público que para ella representa un espectador de la galería.).—Por esa mujer. Confieso que tiene mejor culo que el mío. Gilles.—La pintura. Bette Davis.—No creo que esa pintura nos cambie el año y te haga, ahora, ver a ti como si tuvieras veintisiete años… Gilles.—Veinticinco. Bette Davis.—En vez de sesenta y cinco años. Gilles.—Es la realidad de la pintura la que me interesa. Bette Davis.—¿Quiere decir que tú y yo somos parte de la pintura? Gilles.—Un poco eso es lo que trato de decir. Bette Davis.—Me gustaría que me lo explicaras como si tuviera siete años. Estoy algo cansada con la

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idea del tiempo aquí. De manera que me quede claro y cuando te pregunte por la fecha de hoy, no sea doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho. No. Cuando te pregunte la hora no sea cinco minutos antes de la hora real. Me interesa que hoy sea doce de marzo de dos mi diez. Es decir, que me digas algo coherente. ¿Me explico? Gilles.—Está en tu imaginación. Bette Davis.—¡De nuevo con psicología barata! No te ofendas, ¿sí? Gilles.—No se trata de eso. Bette Davis.—¿Qué entonces? Gilles.—Depende de cómo entiendas a la realidad. Bette Davis.—Sí, ya me lo has dicho. Gilles.—Esta casualidad,… Bette Davis.—¿Así lo llamas, «casualidad»? Gilles.—a esto que llamas casualidad, es más bien la realidad. Bette Davis.—Todo está al revés. Gilles.—La imaginación hace su parte. Bette Davis.—Aclaro, empiezo a aburrirme. Nunca terminan siendo la una de la mañana. Gilles.—La realidad se adjetiva. Bette Davis.—Por cierto…, Gilles.—¿Sí? Bette Davis.—«del tiro», creo que me vendrá la menstruación. Estoy nerviosa. Gilles.—La pintura nos conecta con otro tiempo… Bette Davis.—Ahora, además de nerviosa, estoy alarmada. (Pausa corta. Mira hacia el público como si se tratara de alguien de la galería. Señala.) ¡Señorita! perdone, qué día es hoy, (espera respuesta) de acuerdo, (pausa, igual) ¿doce de marzo? Bien. ¿Y el año? (Pausa larga, espera respuesta.) No entiendo. Gilles.—Entenderás. Bette Davis.—¡Ya va! Gilles.—Es la realidad de la pintura, la cual es diferente.

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Bette Davis.—Es decir. ¿que esa niña del «Ak47» con la que arrastra al soldado norteamericano, ha cambiado el día hoy y el año? Gilles.—No exactamente. Bette Davis.—No entiendo nada. Gilles.— Lo entenderás. Bette Davis.—No es que me interese entender. Lo que me interesa es que me debes cien. Gilles.—Ah, perdón. Toma. Bette Davis.— ¡Cuidado que no te vean! Gilles.— ¿Ves? Bette Davis.— Qué pasó. Gilles.— ¿Cómo sabes que son la una de la madrugada? Bette Davis.— Es cierto. Gilles.— Eso es creer en tu imaginación. Bette Davis.— No, por el contrario, es fácil recordar que tienes que cobrar. Gilles.— No es así. Bette Davis.— Como quieras. (Pausa) Van cien. Gilles.— Lo sé, despreocúpate. Bette Davis.— Seguro. Gilles.— Es cuestión de ver la realidad. Bette Davis.— Para mí, como te decía, la realidad… Gilles.— Sé que vas a decir… Bette Davis.— Estás muy consciente de todo. Gilles.— Estoy sensibilizado, conectado con mi inconsciente más bien. Bette Davis.— Con qué. Por mi parte,… Gilles.— Antes de que continúes, quiero que le eches un último vistazo a la pintura. Bette Davis.— En eso estoy desde que llegué. Gilles.— Está vez quiero que veas con el corazón. Bette Davis.— Una pregunta. Gilles.— Lo que quieras. Bette Davis.— ¿En Vietnam hay putas? Gilles.— ¿Qué clase de pregunta es ésa?

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Bette Davis.— Eso depende. Gilles.— ¿A ver? Bette Davis.— Hacerte ver las cosas desde otro punto de vista. Gilles.— ¿Soy yo quien debe verlo? Bette Davis.— Sí, te pregunto: ¿en Vietnam hay putas? Significa colocar la vida de una manera más horizontal, más cercana a la vida. Gilles.— La vida está aquí. Bette Davis.— Es lo que trato de decirte. Gilles.— Pero tú tienes un punto de vista, yo otro. Bette Davis.— Sin lugar a dudas buenmozo (!) Gilles.— No bromeo. Bette Davis.— Yo tampoco. Gilles.— Entonces, por favor, mira la pintura. Bette Davis.— Te dije: «eso hago». Gilles.— ¿Ves a la chica? Bette Davis.— Si yo te pregunto: «¿en Vietnam hay putas?» Es porque quiero una respuesta. Gilles (Forzando la respuesta).—Imagino que sí. Bette Davis.— No es suficiente… Gilles.— No sé. Veo, a diferencia de ti, una «cosa» muy diferente en la pintura. Bette Davis.— Si te pregunto: ¿la joven de la pintura es una puta? No es que yo esté interpretando que esa joven, con sus pies en el lodo y el sobre su rostro la humedad, sea puta por su condición de pobre. Gilles.— ¿Entonces? Bette Davis.— Nada, sino que la vida está representada en la pintura. Gilles.— Nuestra pintura. Bette Davis.— Sí, permíteme que también sea mía. ¿No te parece? Gilles.— Lo intento. Bette Davis.— Sí, pero desde otra óptica. Gilles.— Es la misma. Bette Davis.— Van cinco minutos…

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Gilles.— Despreocúpate. Bette Davis.— Es que ya sabes…, el adelanto? Gilles.— Ah…, claro. Bette Davis.— Perdona, buenmozo. Gilles.— Descuida. Bette Davis.— ¡No me des el dinero aquí, te lo he dicho por favor! Gilles.— Disculpa, no estoy acostumbrado. Bette Davis.— ¿A estar con putas? Gilles.— No, quiero decir, a pagar... Bette Davis.— ¡Ah! te molesta pagarle a una puta. Gilles.— No es eso. Bette Davis.— De ser así, respóndeme la pregunta. Gilles.— Cuál pregunta. Bette Davis.— La chica, ¿estamos hablando de la pintura, no? Gilles.— Siempre. Bette Davis.— Espere. Gilles.— Eso no es lo importante. Bette Davis.— Sí lo es. Gilles.— Te hablo de lo humano en una pintura. Bette Davis.— ¡Exacto! Gilles.— Así que si esa chica tuvo un pasado de puta, no es lo más importante, sino las condiciones del paisaje: la guerra. Bette Davis.— ¿Qué fecha es hoy? Gilles.— Ya te dije, doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho. Bette Davis.— Aceptamos que sea así. Después de todo, cariño, eres tú quien está pagando la cuenta. Gilles.— No vine a eso. Bette Davis.— Vayamos a lo que es propio. Para lo que estamos hechos. Tú pagas, yo «saca-saca»... Gilles.— No necesariamente. Bette Davis.— Dime, ¿esa chica vietnamita es puta? Gilles.— Usemos otra palabra. Bette Davis.— ¿Cuál?

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Gilles.— Dejemos el tema (!) Bette Davis.— Estamos hablando de lo mismo. Gilles.— Es un problema de lenguaje. Bette Davis.— ¡Ni lo pienses! Gilles.— Si lo dices, lo anuncias. Bette Davis.— Eso es una tesis feminista. Gilles.— No, más bien significación. Bette Davis.— Significación, eso es. Gilles.— No haremos de esto una cátedra. Bette Davis.— Pero evades mi pregunta. Gilles.— No. Bette Davis.— ¿Puta o no? Gilles.— Debo decirte que no. Bette Davis.— Está claro que no me lo dirás. Gilles.— No. Por supuesto que no. Bette Davis.— La mujer: puta, madre y amante. Nunca, inteligente. Gilles.— A eso me refiero. Bette Davis.— ¿No te parece que en todo deben estar una mujer y hombre? Gilles.— En la pintura están. Bette Davis.— ¿Te imaginas que el niño esté acompañado de una maestra y de un maestro al mismo tiempo? Gilles.— Sí. Bette Davis.— El sacerdote y la sacerdotisa. Gilles.— Un papa y una papista. Bette Davis.— Hay que ponerlo en práctica. Gilles.— ¿Crees que la vietnamita es inteligente? Bette Davis.— Sí, lleva su «Ak47» humillando al soldado norteamericano, es porque tiene una responsabilidad ante la historia. Gilles.— Y aquí tiene forma de pintura. Ella lleva su cuerpo partido por la luz en el ojo del agua, tirado, suspendido, Mientras pisas el placer de su orgullo. Bette Davis.— Eso puede verlo cualquiera.

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Gilles.— La condición humana se hace pintura. Bette Davis.— ¿Y cómo puedes saber todo eso siendo tan joven? Gilles.— Te dije que soy Gilles Aillaud. Bette Davis.— ¿Ese no es el autor de la pintura ? Gilles.— Así es. Bette Davis.— ¿Por qué te haces pasar por él? Gilles.— De eso se trata, ser otro. Bette Davis.— Qué coño quieres decir con «otro». Gilles.— El tiempo no cuenta, es una abstracción. Bette Davis.— Esa vaina es de locos. Gilles.— No te molestes. Bette Davis.— No estoy molesta. Gilles.— Es una oportunidad para ver la realidad diferente. Bette Davis.— Te estás poniendo muy catedrático. Gilles.— Es para explicártelo. Bette Davis (Pausa corta).— Qué tal si hablamos de otra vaina, por ejemplo, de sexo. Gilles.— Es redundante. Bette Davis.— Hablemos de la vida. Mira la gente hermosa que nos rodea. Gilles.— La pintura y la vida se reúnen aquí. Bette Davis.— Sí, pero lo haces muy académico. Estás muy intelectual. Y para follar sólo hace falta eso: follar. Gilles.— Es necesario. Bette Davis.— La gente quiere otras cosas. Gilles.— ¿Cuáles? Bette Davis.— Pasarla bien, ya. Gilles.— La pintura es la vida. Bette Davis.— Le interesa a pocos. Gilles.— Te equivocas. Bette Davis.— No estés tan seguro. Gilles.— Mi realidad está en el marco de esa pintura. Bette Davis.— Creo que no estás bien de la cabeza. Gilles.— Te confundes.

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Bette Davis.— Como quieras buenmozo. Te repito: eres quien está pagando. Gilles.— No lo veas así. Relájate. Bette Davis.— Hablo como quiera aquí o en el medio del «saca-saca». ¡Te quedó claro? Gilles.— No te molestes. Bette Davis.— Eres tú quien debe hablar con libertad. Gilles.— Y lo hago. Bette Davis.— No estoy segura. Gilles.— Date cuenta, tú eres Bette Davis. Bette Davis.— Sí, ese es mi nombre. Bette Davis. Gilles.— Me refiero a que eres Bette Davis. Bette Davis.— Tú, Gilles Aillaud. Gilles.— Quiero decir que eres la actriz de cine mudo: Bette Davis. Bette Davis.— Ese es mi nombre artístico, ¡guapo! Gilles.— No, sé que eres Bette Davis. Bette Davis.— Me pones nerviosa. Gilles.— Es la realidad. Bette Davis.— ¡Qué quieres decir con esa locura de mierda? Gilles.— Te lo voy a demostrar. Bette Davis.— ¡Más te vale! Ella, Bette Davis, tiene edad para ser mi tatarabuela… Gilles.— Qué día es hoy. Bette Davis.— ¿Vas a seguir con eso? Gilles.— En serio, ¿qué día es hoy? Bette Davis.— Ya lo hemos dicho: doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho. Gilles.— No es así. Bette Davis.— Ni modo, eres tú quien paga. Gilles.— Acaso tu apariencia húmeda curtida de rasgos duros, abandonada por una mancha de carmesí rojo… Bette Davis.— Sí, en efecto, uso carmesí rojo, pero es un estilo. No una imitación. Gilles.— Por la misma razón.

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Bette Davis.— Qué quieres decir. Gilles.— Tus ojos son los de ella. Bette Davis.— Qué con mis ojos. Gilles.— Hermosos, algo cursi, pero a su vez hermosos. Bette Davis.— Creí que nunca tendrías una palabra hermosa para mí. Gilles.— No se trata de eso. Estamos en tiempo y espacio diferentes. Bette Davis.— Mira, no me importa si estás loco de remate, pero lo importante te lo vuelvo a decir: tú eres quien está pagando. Gilles.— Y los dos estamos aquí. Bette Davis.— ¿Oye? Gilles.— ¿Sí? Bette Davis.— ¿No me estás seduciendo ? Gilles.— No exactamente. Bette Davis.— Acuérdate que soy una puta. Gilles.— Quizás me lo afirme la realidad. Bette Davis.— ¿La realidad? (Oscuro)

[3] 11:00 pm. Cualquier Bar de la ciudad. París. Aparecen Herves y Gilles. Sentados, el ambiente en penumbra. Herves es personificada, en ese juego de alteridad, por la misma actriz que representa a Bette Davis. Herves.— Entonces. Gilles.— ¿Seguimos? Herves.— Siempre. Gilles.— No siempre. Herves.— Qué más hacer.

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Gilles.— ¿Está bien que lo haga esta noche? Herves.— Claro. Gilles.— No estoy seguro Herves.— Te has preparado. Gilles.— La realidad no se parece a tu pintura. Herves.— Lo tengo claro. Gilles.— No es igual cuando decides hacerlo. Herves.— Te lo había advertido. Gilles.— Una cosa es que entendamos que el signo está en la pintura… Herves.— Sí, lo sé. Y otra la realidad. Gilles.— Los signos determinan no sólo tu estado de ánimo, sino que esos signos cambian la vida. Es una danza que modifica la realidad. Herves.— Nosotros somos signo. Gilles.— Nos hacemos pintura. Herves.— Verbo también. Gilles.— Realidad alterna. Herves.— Tomo este vaso y se convierte en una figura, quizás, expresionista. Gilles.— Si se quiere surrealista. Herves.— Este vaso se fragmenta, el tuyo, una figura de la realidad. Gilles.— Si queremos saber qué contiene el vaso, habrá que partirlo. Entrar en él. Herves.— Y así la realidad. Gilles.— En este restaurante… Herves.— Bar. Gilles.— Sí, como quieras. Herves.— Es nuestro Bar. Gilles.— Te quería decir que la realidad es el lugar de tu inconsciente. Herves.— Mi inconsciente, es tu subjetividad. Gilles.— Tú eres el otro. Herves.— El otro soy yo. Gilles.— Si Dios no tiene unidad Cómo he de tener yo.

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Herves.— Dios. Gilles.— Yo. Herves.— El otro, Gilles.— el silencio. Herves.— Este vaso es el doble de la imagen que la representa. Gilles.— ¿Herves? Herves.— ¿Sí? Gilles.— ¿Estás drogada esta noche? Herves.— Esta noche no. Gilles.— Quería estar seguro. Herves.— No seas ridículo. Gilles.— También tú has tenido tu momento de medio marica. Herves.— Es una palabra muy fuerte para definirme. Gilles.— ¿Qué? Herves.— Dios y el sexo. Gilles.— ¿Qué? Herves.— Olvídalo. Gilles.— No. Herves.— El sexo, como el tiempo, es una abstracción. Gilles.— Tú eres el otro. Herves.— Estamos en lo del signo. No me interesa saber, al menos por ahora, quién era o no homosexual. Gilles.— El signo de la realidad. Herves.— En este Bar lleno de homosexuales, ¿no te parece una paradoja? Gilles.— La realidad es una ironía. Herves.— Entonces la modernidad tiene que ver con la libertad del amor. Gilles.— Es un asunto asexuado. Herves.— No tiene que ver con el tiempo, más bien con el pensamiento. Gilles.— Todo es paradójico. Herves.— Irónico.

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Gilles.— Termina de tomarte tu trago. Y pedimos otros dos. (Herves hace el gesto para pedir servicio. Al público.) Herves.— Pero mi vaso es real. (Rompe el vaso.) Es el fragmento de una realidad. Gilles.— Ése, lo pagas tú con vaso y todo. Herves.— Recoger estos vidrios se parece al país. Gilles.— ¿Al país? Herves.— La ironía está fundada en la estupidez. Gilles.— ¿No te parece muy filosófico como para pedir dos tragos más? Lo haré yo. (Produce el gesto) Herves.— Hasta ese gesto es irónico. Gilles.— ¡No exageres! (Al público. Pidiendo.) Dos tragos más. Herves.— Te lo demuestro: tú, me sigues el juego. ¿De acuerdo? Gilles.— ¡Qué trabajo me da pedirte que me consigas una prostituta refinada! Herves.— Todo pide su sacrificio. ¡Hecho? Gilles.— Que sea una estudiante universitaria. Son más sanas. Herves.— ¡Vale! Gilles.— Tú dirás. Herves (Toma su vaso).— Simetría de cristal, Gilles.— asesinada una joven en joyería. Herves.— Vacío del verbo. Gilles.— Trescientos veinte asaltos en una noche. Herves.— Soporte del color: Gilles.— siete estudiantes muertos, ahogados en bombas lacrimógenas. Herves.— El cristal del ojo ve en tus labios… Gilles (Pausa corta. Interrumpe).— Recuerda, tiene que ser estudiante. Herves.— ¡Continúa! Gilles.— Prométemelo. Herves.— Sí, continúa. Gilles.— ¡Dímelo! Herves.— Estudiante universitaria.

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Gilles.— ¡Dilo! Herves.— Te lo prometo. Una estudiante. Gilles.— Estudiante de artes plásticas. Herves.— Pides mucho. Gilles.— ¡Prométemelo! Herves.— Coño, ¡ya veré de dónde la saco! (pausa), ¿no te interesa que sea de filosofía? Gilles.— ¡Deja la ironía! Herves.— No, en serio. Gilles.— ¿Sabe de pintura? Herves.— La chica es inteligente. Gilles.— ¿Seguro? Herves.— Sí, pero usa una palabrita que no me gusta para nada. Gilles.— ¿Cuál? Herves.— «Saca-saca» o «mete-mete». Ya no recuerdo bien. Gilles.— Eso no la hace menos inteligente. Herves.— Pero si muy puta. Gilles.— No me interesa. Herves.— Prefieres, en cambio, que piense. Gilles.— Ese es el verdadero valor de una mujer. Herves.— ¿Qué sea puta? Gilles.— Ahora la estúpida eres tú. Herves.— Me estás evadiendo el juego. Y no es el trato. Gilles.— Espera. La condición más importante de la mujer es que sea inteligente. Herves.— Qué quieres a una puta o a una intelectual. Gilles.— A una mujer inteligente. Herves.— Entonces no hace falta que sea puta, ¿o sí? Gilles.— Es un asunto mío. Herves.— Como quieras. Gilles.— Una condición. Herves.— Sí…(!) ¿Cuál? Gilles.— Que le guste la pintura. Herves.— ¿No es suficiente con que tú seas pintor? Gilles.— Asunto mío.

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Herves.— Ustedes los pintores sí que son raros. Gilles.— No menos que este juego. Herves.— ¿Ves? Gilles.— ¿Qué ahora? Herves.— La gente aquí se divierte, mientras hablas de mujeres inteligentes. Gilles.— Es natural, estamos en un restaurante. Herves.— Bar. Bar de ambiente. Gilles.— Lleno de putas lesbianas. Herves.— Bar de ambiente. Gilles.— Como sea. Herves.— No es tan importante. Gilles.— Como sea. Este lugar no es mío. Herves.— Lo haces tuyo cuando entras por esa puerta. Gilles (Pausa. Transición. Ausente).— La sinagoga ha sido atacada por siete fanáticos… Herves (Pausa corta. Silencio).— Tu rostro figura el cuerpo... Gilles (Cambio, interrumpe).— Ya sabes, que entienda de pintura. Herves.— Porque el alma está fuera de su cuerpo. Gilles.— En la plaza «Altamira» han sido asesinadas cuatro mujeres en lo que va de mes. Herves.— Y desde el cuerpo insinúas tu ausencia. Gilles.— Ciento setenta muertos en un fin de semana. Herves.— Verbo, el silencio de la memoria. Gilles.— Doscientas treinta y dos armas incautadas. Herves.— Digo palabra. Gilles.— Quinientos setenta y dos indigentes. Herves.— Y el sustantivo se introduce. Gilles.— Ciudad. Herves.— Muerte. Gilles.— Mentira. Herves.— Poder. Gilles.— Derrota. Herves.— Corrupción. Gilles.— Partido.

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Herves.— Transición. Gilles.— Mil setenta muertes. Herves.— El día, es también, un compuesto gramatical. Gilles.— Suspendidas por siete días consecutivos las garantías constitucionales. Herves (Cambio. Pausa).— Tómate tu trago. Gilles (Fuera de juego).— Tú también. Herves (En el juego, ausente).— Palabra, silencio del rostro. Gilles.— En lo que va de año, mil trescientos setenta y siete muertes por violencia doméstica. Herves (Cambia, fuera de juego).— Se terminó tu trago. Gilles (Cambio).— El tuyo también. Herves.— ¿Brindamos? Gilles.— Cuál sería el motivo está vez. Herves.— Ya tengo la chica. Gilles.— ¡Brindemos entonces! Herves.— No brindo por la chica. Gilles.— ¿Por quién? Herves.— Más bien por qué y no por quién. Gilles.— Por qué. Herves.— Por la alteridad. Gilles.— Eso es más bien es un motivo literario. Herves.— No me refiero al hecho literario. Gilles.— En cambio yo… Herves.— No confundas las cosas porque soy quien lidia con buscarte la chica. No tú. Gilles.— Ahora es mi realidad, no tuya. Herves.— No lo pongo en duda. Gilles.— Como ves, la realidad es una mentira. Herves.— Y es aquí. No en la galería donde está la vida. Gilles.— ¡No me lo repitas! Herves.— A veces es necesario. Gilles.— Me haces ver como un pervertido. Herves.— Te estás poniendo algo moralista. Gilles.— ¿Ves?, siempre me lo tienes que recordar.

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Herves.— Estoy ayudando. Gilles.— Amigas como tú no hacen falta enemigos. Herves.— Y este juego es parte de eso. Gilles.— El juego no lo va a resolver. Herves.— Esto lo hemos discutido antes. Gilles.— Es que tú eres psicólogo y yo artista. Herves.— El juego se introduce en tu inconsciente. Y hace su trabajo. Gilles.— Ya me lo has dicho antes. Herves.— Terminemos. Gilles.— Creo que ya estoy preparado. Herves.— Asunto tuyo es. Gilles.— Bien lo has dicho. Gracias. Herves.— Espera. Gilles.— ¿Sí? Herves.— Termínate tu trago. Gilles.— Gracias. Herves.— Hazme un favor, ¿quieres? Gilles.— ¿Cuál será? Herves.— Termínate tu trago con parsimonia. Gilles.— ¿A cambio de qué? Herves.— Y mira a tu realidad. Gilles.— ¿Miro o imagino? Herves.— Ambas cosas. Gilles.— No podré hacer ambas cosas. Herves.— Usa tu imaginación. Gilles.— Siempre lo hago. Herves.— Abusas de ella más bien. Gilles.— ¿Qué quieres decir Herves? Herves.— Con nosotras las mujeres hay que ser concreto. Gilles.— No empieces. Herves.— Tengo una responsabilidad. Cuando salgas de aquí te verás con ella. Gilles.— ¡Cómo? Herves.— Ya está todo preparado. Gilles.— ¡Eres una verdadera mierda!

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Herves.— Sí. Así es. Gilles.— ¿Cómo te las arreglaste? Herves.— A lo que tu llamas «mierda» para mí es una realidad. Gilles.— Tú tienes más experiencia. Herves.— No es la experiencia lo que las mujeres ven en ti. Gilles.— De nuevo… Herves.— Trata a las mujeres como lo que somos: inteligentes. Es todo. Gilles.— Lo intento. Herves.— Esfuérzate. Gilles.— ¿Para qué hora la citaste? Herves.— A las once y cuarenta y cinco minutos de la noche. Gilles.— ¡Eso es ya! Justo a la hora de mi exposición. Herves.— El tiempo de la realidad, es un tiempo abstracto. Gilles.— gracias. Herves.— No me des las gracias que es tu otro yo quien te habla. Gilles (Cambia. Mira hacia al público).— ¿Ves? (Señala hacia al público como buscando la imagen de cualquier televisor) Herves.— ¿Qué cosa? Gilles.— Están anunciando que las torres del parque central se encienden. Fue provocado. Herves.— Eso no es muy lejos de aquí. Gilles.— Ojalá no suspendan mi exposición. Herves.— Sólo es un fuego en medio de la ciudad. Gilles.— Es cierto, sólo es un fuego en medio de la ciudad. Herves.— ¿Me harías un favor, Gilles, al llegar a la galería? Gilles.— Para algo estamos los amigos. Herves.— No le vayas a hablar a ella de «Vietnam, la batalla de arroz».

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Gilles (Pausa. Silencio).— Seguro. Herves.— Prométemelo. Gilles.— Te lo prometo. (Oscuro)

[4] 1:45 am. 12 de marzo de 1968. Esta vez otra ciudad: París. Continuidad de la escena [2] Se mantiene abientando: «U2» (With or Without You).: algo ligero en la intensidad del volumen, más bien, en descenso. Gilles.— Tu afinado rostro crea aquí otra realidad. Bette Davis.— ¿Sabes? Gilles.— Es como una figuración abstracta de la realidad. Bette Davis.— Estoy empezando a entender el papel de esa chica de la pintura en la historia de la mujer… Gilles.— Y tus labios carmesí es la violencia del cuerpo. Bette Davis.— No, en serio, no sé por qué razón del destino estoy aquí. Gilles.— «Razón del destino». Es un lugar común. Bette Davis.— Me funciona. Es lo que importa. Gilles (Cambia).— ¿Qué entiendes de la chica de la pieza? Bette Davis.— Que la mujer tiene un rol histórico en lo que fue una revolución. Gilles.— ¡Muy bien! Bette Davis.— No necesito que lo apruebes. Te dije, recuerda que soy inteligente. Gilles.— Eso no se discute. Bette Davis.— Tú y yo, sabremos porque estamos aquí.

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Gilles.— Qué crees. Bette Davis.— Reconocer este lugar como un espacio imaginado. Gilles.— Es posible. Bette Davis.— Tú estás allí y yo acá, cubriendo un lugar real, lo imaginado. Gilles.— A pesar de lo que dices, esa pintura es real. Bette Davis.— Por lo mismo (Pausa, cambia) Una pregunta: ¿tienes ganas de follar? Gilles.— No te preocupes. Bette Davis.— Está bien, sabré esperar. Gilles.— Por favor. Bette Davis.— Esa chica de la pintura es probable que haya tenido sexo con todo su regimiento, pero en ese momento estaba cumpliendo con su responsabilidad histórica. Gilles.— Exacto. Bette Davis.— ¿Ves que te entiendo? Gilles.— Es historia, también, pintura. Símbolo. No lo olvides por favor. Bette Davis.— No tienes que decir tantas veces «por favor». Comprendí. Gilles.— Está bien, aceptamos la realidad alterna. Bette Davis.— ¿Realidad alterna? Esa vaina me suena a literatura. Gilles.— No, es la vida. Eso existe. Bette Davis.— Si tú lo dices. Gilles.— Las cosas suceden y no sabemos por qué. Bette Davis.— El tiempo, la pintura no existen sino en nuestra memoria. Gilles.— Alguna explicación tiene que tener. Bette Davis.— Así lo creo. Gilles.— Tú estás aquí. Bette Davis.— Es lo que importa para mí. Gilles.— Yo soy dueño de tu tiempo. Bette Davis.— Usted ordena. Por cierto, avísame cuando vayamos al sexo.

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Gilles.— A eso me refiero cuando… Bette Davis.— Tendrás de todo,… Gilles.— Hablo de alteridad, me refiero a… Bette Davis.— Es lo mejor que sé hacer… Gilles.— …un tiempo, metidos en la misma realidad. Bette Davis.— El sexo oral es un arte. Gilles.— Pintura. Bette Davis.— Arte del amor, Gilles.— silencio, Bette Davis.— Cuerpo a cuerpo. Gilles.— Vida, arte. Bette Davis.— Tocar el otro cuerpo, Gilles Aillaud, es un arte. Gilles.— Nos dice que la vida también es… Bette Davis.— Es la belleza. Gilles.— La realidad es bella. Bette Davis (Cambia. Pausa larga).— ¡Gilles! Gilles (Abstraído).— Es dar lugar a la imaginación. Bette Davis.— Gilles. Gilles.— ¿Sí? Bette Davis.— ¿Qué hora es ? Gilles (Mira a su reloj).— Tiene razón. Bette Davis.— Todo el tiempo que tú quieras (Gilles hace el gesto de estar pagándole con dinero. Oscurece)

[5] 11:40 pm. Aparecen Gilles y Bertha. Una parada de bus. Cualquier espacio de la ciudad. Bertha.— ¿Por qué decides acompañarme? Gilles.— Nada me cuesta, voy a la galería. Bertha.— ¿Cuál galería? Gilles.— A la esquina del metro. Bertha.— ¿Qué sirven? Gilles.— ¿Qué dices?

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Bertha.— Ya sabes. Gilles.— Claro que no. Bertha.— ¿Tú no eres de esta ciudad? Gilles.— No. Bertha.— ¿Y de dónde vienes, acaso, qué sirven a esa hora por favor? Gilles.— ¿Además de la exposición? Bertha.— Sí, claro. Gilles.— No me interesa. Bertha.— Necesito algo de cocaína, o sea, «perico», «volarme la noche». ¿Entiendes? Gilles.— ¿Y sólo vas a esos lugares a «volarte»? Bertha.— No. Gilles.— ¿Qué haces, te gusta el arte? Bertha.— Cómo te lo digo, primero, dime si me vas acompañar al metro. Gilles.— Sí, tengo tiempo. Bertha.— Si quieres caminamos. Gilles.— Mejor esperamos el bus. Bertha.— El de las once y cuarenta de esta noche. Sin falta llega. Gilles.— Lo sé, soy de esta ciudad, pero veo que estás informada. Bertha.— Esta noche la pasaré muy aburrida. Gilles.— Tengo un compromiso. Bertha.— ¿Una cita? Gilles.— Algo así. Bertha.— No importa. No podemos tardar mucho. Esta ciudad es peligrosa. Gilles.— Lo sé. Bertha.— Sé que lo sabes, pero los dos aquí a esta hora… Gilles.— Es peligroso. ¿Y cómo estoy seguro que no me vas a joder? Bertha.— ¿Y tú a mí? Gilles.— Entonces nos protegemos. Bertha.— Así es. Gilles.— ¿Cómo puedes estar tan segura?

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Bertha.— Sé quién eres. Gilles.— ¿Sabes por ejemplo que mi nombre es José Ferrer? Bertha.— No es así. Gilles.— ¿Cómo? Bertha.— Gilles Aillaud, tú eres Gilles Aillaud. Mi hermano. Gilles.— Cómo los sabes. Bertha.— No te asustes. En el medio cultural eres muy conocido. Leí la entrevista que te hicieron. Gilles.— ¿Eres periodista? Bertha.— No, escritora. Tu hermana. Gilles.— Ah…, no lo sabía. ¿Qué dices? Bertha.— Bertha Duchamp. Gilles.— ¿Duchamp, eres familia del pintor? Bertha.— No, es pura casualidad. No es la primera vez que me confunden. Gilles.— Duchamp. Bertha.— Sé que tienes admiración por él. Gilles.— ¿Alguien te envió? Bertha.— Es casualidad. Me había entusiasmado en ir a ver tu pieza «Vietnam, la batalla del arroz». Gilles.— ¿Quién eres? Bertha.— Bertha Duchamp. Gilles.— Ya sé…: crítico de arte. Bertha (Risotada).— No, para nada. Gilles.— Te envío seguro, la revista «Arte» de España. Bertha.— No, nada que ver. Gilles.— ¿Seguro? Bertha.— Seguro. Gilles.— ¿Has visto «Vietnam, la batalla del arroz». Bertha.— En fotografía. Ya tendré tiempo. Gilles.— Qué escribes. Bertha.— No sé. Algunos le llaman poesía óptica. Gilles.— He oído hablar de eso. Bertha.— ¿Me has leído? Gilles.— No, me refiero a este tipo de poesía.

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Bertha.— Ah sí, eso digo lo que hacía una periodista, más por la actitud que por el estilo. Gilles.— ¿Actitud? Bertha.— ¿Quieres que te hable de eso? Gilles.— Tengo tiempo. Bertha.— Pero la exposición es dentro de unos minutos. Gilles.— Mientras, podemos hablar. Bertha.— Es fácil. Gilles.— Soy todo oído. Bertha.— Todo objeto que te rodea es motivo de poesía. Gilles.— Lo sé. Bertha.— ¿Oye? Gilles.— Dime. Bertha.— Te ves muy joven para ser ese pintor de un cuadro que se pintó en mil novecientos sesenta y ocho. Gilles.— ¿Qué día es hoy? Bertha.— Doce de marzo. Gilles.— Qué año. Bertha.— Dos mil diez. Gilles.— No, te equivocas, es doce de marzo de mil novecientos sesenta y nueve. Bertha.— No me jodas (!) Ése es el año en el que nací. Gilles.— Mira en tu periódico. Bertha (Con desconfianza, lee. Revisa).— ¡No puede ser! Gilles.— ¿Qué pasa? Bertha.— ¿Cómo hiciste? Gilles.— No he hecho nada. El tiempo es la realidad. Bertha.— Me asustas. Tengo tres días que no me meto nada: ni alcohol ni sexo ni siquiera un jugo de naranja adulterado. Gilles.— Esa es la realidad. Bertha.— Dónde estamos. Gilles.— En la misma ciudad de siempre. Bertha.— No es posible.

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Gilles.— En la misma parada de bus. Bertha.— ¿Esto es una broma? Gilles.— Tan cerca del metro como siempre. Bertha.— Con una diferencia de años, poca cosa… (!) Gilles (Pausa).— Me decías que escribes… Bertha.— Pero no estamos en la realidad de mi escritura. Gilles.— Esta realidad es diferente. Bertha.— Así parece. Gilles.— Podemos continuar hablando y el tiempo seguirá siendo mismo. Bertha.— Aún esto parece un juego. Gilles.— No lo es. Bertha.— ¿Qué interés puedes tener en que el tiempo se detenga? Qué fastidio. Gilles.— No es mi culpa. Bertha.— No digo que sea tu culpa. Gilles.— El tiempo se transfiere. Digo: «Vietnam, la batalla del arroz»… Bertha.— ¿Y qué sucede? Gilles.— El tiempo se hace real. Bertha.— ¿Cambia? Gilles.— Sí. Bertha.— ¿Por qué debo creerte? Gilles.— El periódico dice: «doce de marzo de mil novecientos sesenta y ocho. Bertha.— Esa es una buena razón. Gilles.— Si dices: «Vietnam, la batalla de arroz» ¡Zas! Todo cambia. Bertha.— Ya veo. Gilles.— ¿Ves las cosas que en estos momentos estoy viendo? Bertha.— Sí, claro, más bien la pregunta debo hacerla. Gilles.— Sólo quería saberlo. Bertha.— Ahora entiendo porque apareces tan joven en la entrevista. Gilles.— El periodista también estaba sorprendido.

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Bertha.— ¿Y cómo pudiste salir de esa? Gilles.— No hice nada. Bertha.— ¿Nada? Gilles.— Sucede. Y ya. Bertha.— ¿Y qué hacemos tú y yo? Gilles.— No lo sé. Bertha.— Cada vez que aparece un crimen, suceden cosas como estás. Gilles.— ¿Crimen? Bertha.— Sí. Gilles.— Justo en esta cuadra de la galería. Bertha.— Correcto. Gilles.— No te preocupes. Bertha.— ¿Habrá alguna relación entre los crímenes y la pintura? Gilles.— No sé de qué hablas. Bertha.— Mataron al crítico de arte Valerio Tormert. Gilles.— Nada que ver conmigo. Bertha.— Estoy segura. Gilles.— Ni miedo tengo. Bertha.— Exacto, tú no eres el asesino. Gilles.— ¿Por qué a un crítico de arte? Bertha.— Tengo la misma pregunta. Ahora me pregunto… A las once y cuarenta minutos de la noche. A cuatro cuadras de la galería «Durbay»: donde sólo hay putas, drogadictos, chulos. Y a cuatro cuadras, la ciudad. Confunde pero es la realidad. Gilles.— Tú estás presente. Bertha.— Creo que sí (ríe). Gilles.— Y no eres un sueño. Bertha.— Soy de carne y hueso. (Pausa) ¿Qué tal estoy? Gilles.— Eres bonita. Bertha.— Al fin, algo coherente en esta conversación. Gilles.— ¡No vuelvas a decirme que eres mi hermana! Bertha.— Pero no estoy seguro de esa realidad.

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Gilles.— Eres real: cabello hermoso. Tus afinados pechos se muestran erectos sobre tu camisa. Esa voluptuosidad, para mí, es hermosa. Y me excita. Bertha.— ¿Lo crees? Gilles.— A eso le agregamos tus labios. Bertha.— Qué tienen. Gilles.— Salen de su piel, me provocan. Bertha.— Qué tanto. Gilles.— Disculpa mi atrevimiento. Bertha.— No tienes porqué disculparte de tus sueños. Gilles.— No es un sueño, es la realidad. Bertha.— No exactamente. Gilles.— Te siento, te veo. Bertha.— Pero en tus sentimientos, no en la realidad. Gilles.— Son los minutos que son… Bertha.— Y los segundos que son, pero no es real. Gilles.— ¿Podrías ser más específica? Bertha.— Estás en tu pensamiento. Gilles.— El cuerpo que tienes y que siento cerca de mí es real. Bertha.— Es parte de tu imaginación. Gilles.— Imposible. Bertha.— No lo es. Gilles.— El cuerpo es más real. Bertha.— En el pensamiento se hace tan real como en tus deseos. Gilles.— Tú eres real. Bertha.— Eso piensas. Gilles.— La galería «Durbay» queda a cuatro cuadras de aquí. Bertha.— Y estás en la calle «Hiroshige». Gilles.— Me esperan. Bertha.— Es una chica. Gilles.— Cómo lo sabes. Bertha.— Soy parte de tu pensamiento. Gilles.— ¿Por eso eres mi hermana? Bertha.— Exacto.

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Gilles.— ¿Y una puta? Bertha.— Si quieres. Gilles.— Te deseo. Bertha.— Lo sé. Gilles.— Quién te envió. Bertha.— Nadie. Ya te lo dije. Gilles.— Ya debería estar en la galería. Bertha.— No vas a llegar tarde. Gilles.— ¡Claro que no! Bertha.— Hoy, mejor dicho, mañana tendrás un encuentro con Gilles Aillaud. Gilles.— ¿Gilles Aillaud soy yo! Bertha.— En tu pensamiento. Gilles.— ¿Acaso eres mi conciencia? Bertha.— Eso es muy cursi. Gilles.— No eres real entonces. Bertha.— Es más importante que eso. Gilles.— Domino mi sueño, te domino a ti. Bertha.— Eso que llamas «sueño» es parte de lo real. Gilles.— Que sean las once cuarenta y cinco minutos de la noche es un hecho real. Bertha.— Te confundes entre tu imagen y la realidad. Gilles (Ausente).— Hace un frío cojonudo. Bertha.— Y te esperan Gilles.— ¡No me sigas jodiendo! Bertha.— Es tu pensamiento. Gilles.— Sí, ya me lo has dicho. Bertha.— Sólo que tu pensamiento se repite. Así, transciende. Gilles.—Esa vaina es autoestima de la barata. Bertha.— Aprende a ver la realidad en su verdadera dimensión Gilles.— Soy pintor. Bertha.— No es lo que tiene importancia. Gilles.— Es ridículo. Bertha.— Mi hermana te espera. Gilles.— ¿Tu hermana?

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Bertha.— Bette Davis. Gilles.— ¿Quién es? Bertha.— Te dije, mi hermana. Gilles.— ¿Acaso eres tú quien la contrata? Bertha.— Ya lo sabrás. Gilles.— Ah…, claro, estoy en mi pensamiento…(!) Bertha.— Estás entendiendo. Gilles.— Es ridículo. (Acá el texto —«Escritura» de Eugenio Montejo— se representa a oscuras, mientras, se proyecta la imagen de «Vietnam, la batalla del arroz»): Bertha.— Alguna vez escribiré con piedras, Gilles.— midiendo cada una de mis frases Bertha.— por su peso, volumen, movimiento. Gilles.— Estoy cansado de palabras. Bertha.— No más lápiz: andamios, teodolitos, Gilles.— la desnudez solar del sentimiento tatuando en lo profundo de las rocas su música secreta. Bertha.— Dibujaré con líneas de guijarros Gilles.— mi nombre, la historia de mi casa y la memoria de aquel río que va pasando siempre y se demora entre mis venas como sabio arquitecto. Bertha.— Con piedra viva escribiré mi canto Gilles.— en arcos, puentes, dólmenes, columnas, Bertha.— frente a la soledad del horizonte, Gilles.— como un mapa que se abra ante los ojos de los viajeros que no regresan nunca. (Cambio) Gilles.— ¿Por qué el poema? Bertha.— No sé, dímelo tú. Gilles.— Qué coño, ¿acaso eres mi memoria? Bertha.— Es probable que sea un recuerdo. Gilles.— Acaso soy tu hermano, José Ferrer. Bertha.— No, eres Gilles Aillaud. Es importante para la causa. (Oscuro) -154-


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Cuadro 3 De hecho, pienso con la pluma, pues a menudo mi cabezano sabe lo que mi mano escribe. Ludwig Wittgenstein

[1] Unos días antes. Aparecen Valentino, Gabriel y Bette Davis. Cualquier lugar. Valentino.— Cómo puedo determinar que no estuve en la luna con mi pensamiento. Gabriel.— Cantar de los cantares. Valentino.— Decir: «tengo cinco dedos», Gabriel.— es porque lo he aprendido. Valentino.— Dios me da la certeza. Gabriel.— Antes de decir, la palabra me hace Valentino.— y me da existencia. Gabriel.— Dios es pensamiento Valentino.— y mi cuerpo es en él. Gabriel.— Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; Lo busqué, y no lo hallé. Valentino.— Cantares. Bette Davis.— 3:2-1. Valentino.— Cantares. Gabriel (A Batte Davis).— No es tu turno. Valentino.— Déjala. Bette Davis.— ¿Por qué no ha de serlo? Gabriel.— Dios y pensamiento es su unidad en la mente de los labios y se hunden detrás del deseo

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—no hallarás el alma de la piedra— porque es hecho de residuo, Bette Davis.— en el movimiento del recuerdo. Gabriel.— ¿Creen que podremos dar con los culpables? Valentino.— No sabremos si hay culpables, sino sometemos al pensamiento. Bette Davis.— Más que al pensamiento, es a la memoria. Gabriel.— Para nosotros el recuerdo tiene forma de pintor. Valentino.— La pintura se nos hace pesquisa. Gabriel.— Mientras asesinan a personas. Bette Davis.— Descuartizan. Gabriel.— Enjuician. Valentino.— Torturan. Gabriel.— Desencarnan. Bette Davis.— Destruyen. Gabriel.— Construyen. Valentino.— Destruyen. Bette Davis.— Sin piedad, vuelven a la muerte. Valentino.— Unos por cristianos. Gabriel.— Otros por no/cristianos. Bette Davis.— Aquellos se hacen dioses. Y matan en su propio nombre. Valentino.— Mientras que otros sólo pintan. Bette Davis.— El arte no es culpable. Gabriel.— Estamos ante el final del arte. Valentino.— El arte no existe. Bette Davis.— Existe. Es tu conciencia de él la que existe. Gabriel.— A veces, desde esa conciencia cometemos los peores crímenes. Bette Davis.— Ya sabemos que desde esa conciencia, cometerán sus crimines. Bette Davis.— El juicio será el valor de los criminales. Gabriel.— En el dolor.

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Valentino.— Todos seremos víctimas de ese atentado. Bette Davis.— Descuartizan. Gabriel.— Y el fuego creará una nueva conciencia de ese dolor. Bette Davis.— Por las noches busqué en mi/lecho… Valentino.— Buscar en Dios. Gabriel.— La redención final. Bette Davis.— Hasta dar con el criminal. Valentino.— Sin que los culpables puedan enterarse. Gabriel.— Todo sucederá en una galería. Valentino.— La niña se mostrará en la seda negra y rasgada en su rostro. Aún hermoso, la guerra no la detendrá. Conserva algo de belleza al no ver sus labios sino la mirada que me introduce en el placer. Luego, la guerra. Esto será una guerra. Gabriel.— La niña aparecerá, ahora, con forma de soldado. Bette Davis.— Mi cuerpo llora, se deshace al regocijo. Valentino.— El regocijo es la pasión de la muerte. Bette Davis.— ¡Hay que detenerlos! (Cambio, como si lo anterior fuera un rito que los agrupa. Es un estado emocional a otro: niveles de conciencia que se establecen sólo en el ritmo de las palabras.) Gabriel.— Con el dolor no vamos a resolver nada. Bette Davis.— Es necesario vaciar este sentimiento por más tonto que te parezca. Valentino (A Bette Davis).— Estoy de acuerdo contigo. La tarea no será nada fácil con este criminal que tenemos ante nosotros. Gabriel.— ¿Qué haremos? Valentino.— Es un juego. Bette Davis.— No entiendo. Valentino.— Nada complicado. Gabriel.— Explícate. Valentino.— Es un problema de lenguaje. Gabriel.— Estamos en eso desde hace rato. Bette Davis.— ¿Alguien me lo puede decir en cristiano?

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Valentino.— Debes estar preparada. Bette Davis.— Me lo he aprendido todo de este Gilles Aillaud. Gabriel.— No será suficiente. Valentino.— Es cierto, no es suficiente. Bette Davis.— ¿Entonces? Valentino.— Tú serás su debilidad. La mujer que él desea. Bette Davis.— O sea, de puta. Gabriel.— Sí. Bette Davis (A Gabriel).— ¿Y tú? Gabriel.— Estudiante de arquitectura. Bette Davis.— ¿Cómo ? Valentino.— Creará que es su amigo. Gabriel (A Valentino).— ¿Y tú? Valentino.— Será fácil: soy tu amante. Bette Davis.— ¿Acaso no lo somos? Valentino.— Esta es otra realidad. Gabriel.— ¿No estamos en la realidad? Valentino.— No lo sé. Gabriel (A Bette Davis).— ¿Qué crees tú? Bette Davis.— No lo sé. Valentino.— Es un juego de azar. La realidad será un azar. Gabriel.— ¿Del lenguaje? Bette Davis.— ¿Cómo las palabras? Valentino.— Así creo. Gabriel.— Será una realidad en otra. Valentino.— Si descubrimos lo que queremos. Será suficiente. Gabriel.— Pero tenemos poco tiempo. Valentino.— Así creo. Gabriel.— Siete horas. Valentino.— Todo corre a partir de las once y cuarenta y cinco minutos de esta noche. Bette Davis.— Cómo así. Valentino.— Que a partir de esa hora, ya no serás mi amante. Si no de él.

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Bette Davis.— La palabra como una puta. Gabriel.— Quizás. Valentino.— Tú estarás como la modelo que aparece desnuda, sentada ante un tablero de ajedrez en una galería. Al frente, Duchamp. Mira concentrado al juego. La realidad, esta realidad, es ese tablero de ajedrez. Y todo tiene un espectador. Bette Davis.— ¿Quiénes son? Valentino.— La ciudad. Gilles (Explica como si todo es parte de un plan previo).— La ciudad, nos ve. Nos mira. Bette Davis.— ¿Y cómo sabrá el resto de la ciudad que esto es parte de un plan? Gabriel.— Tú serás la mujer que estará desnuda frente al tablero. Descubriendo la pasión de Duchamp. Bette Davis.— ¿Duchamp? Gabriel.— Pero en ese caso, no será Duchamp. Bette Davis.— Sí, ya entendí. Gabriel.— No es lo que crees. Bette Davis.— Ya entendí. Él es Gilles Aillaud. Gabriel.— No lo es. Bette Davis.— ¿Enonces? Valentino.— Él no es Gilles Aillaud. Bette Davis.— Quién es. Valentino.— Eso es lo que tenemos que descubrir. Bette Davis.— ¿Debo desnudarme? Valentino.— Qué crees. Bette Davis.— ¿No te pondrás celoso? Valentino.— Somos profesionales. (Transición a la escena posterior)

[2] 11:45 pm. Cualquier día. Psiquiátrico. Gilles esta vez atendido por el Psiquiatra. Los personajes están ausentes en su pensamiento: el «habla» de

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estos es una abstracción. El lugar, cualquier espacio en blanco y sobrio. Hay un leve desplazamiento de la escena anterior, introduciendo una imagen en otra en el mismo espacio escénico. Gilles.— Le he dicho toda la verdad. Psiquiatra.— ¿Durbay? Gilles.— ¿Qué sucede? Psiquiatra.— ¿Qué significa para usted? Gilles.— El nombre de la galería. Todos lo saben. Psiquiatra.— ¿Significa algo para usted esa galería? Gilles.— ¡Por supuesto doctor! Psiquiatra.— Qué debo suponer. Gilles.— ¿Es que usted no lee la prensa? Psiquiatra.— ¿Qué debo leer? Gilles.— Ah, ¡comprendo!, usted es Bertha. Psiquiatra.— Cómo puedo tener un nombre de mujer. Gilles.— Para Bertha todo es posible. Psiquiatra.— Soy su doctor Gilles.— Eres el crítico de arte. Ya lo comprendí. Psiquiatra.— No, se equivoca. Usted es Javier Cifuentes. Y está en el psiquiátrico «Dr. Lois». Gilles.— No me confunda. Usted es el crítico de arte. Psiquiatra.— ¿Qué relación tiene con el crítico de arte? Gilles.— Ninguna que no fuera la de criticar mi obra. Psiquiatra.— Qué tanto lo conoció. Gilles.— Muy poco! Es un mediocre, arrogante de mierda. Psiquiatra.— No sé exprese así señor Javier. Gilles.— Gilles, Gilles Aillaud. Psiquiatra.— Es mejor que lo sepa de una vez : usted es Javier Cifuentes. Estudiante de Artes Plásticas. Gilles.— Ése es el coño de tu madre. Psiquiatra.— No se enoje. Gilles.— No me joda. Soy Gilles Aillaud el creador de «Vietnam, la batalla de arroz». Psiquiatra.— Entonces, ¿eres pintor?

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Gilles.— Por supuesto. Psiquiatra.— Conozco poco de ti. Y lo que conozco, Javier Cifuentes, es que usted no es pintor. No sabemos por qué está aquí. Gilles.— Tampoco yo. Psiquiatra.— Nosotros nada sabemos. Gilles.— Además de pintor, soy fotógrafo. Psiquiatra.— Debe dormir señor Javier. Gilles.— Gilles Aillaud. Psiquiatra.— Trate de dormir. Gilles.— Me engañaron para traerme acá. Psiquiatra.— Mañana podrá explicarnos un poco mejor. Gilles.— Tráigame a Bette Davis. Psiquiatra.— Tómese su medicina. Mañana estará mejor. Gilles.— Coño, ¡traigame a Bette Davis! Psiquiatra.— ¿Quién es ? Gilles.— Estuve con ella hace un rato. Ella conoce mi obra «Vietnam, la batalla del arroz». Psiquiatra.— Con la única persona que ha estado es con nuestra enfermera. Gilles.— Sé que usted es el crítico de arte y ha tenido la desfachatez de hacerme esta broma pesada. Psiquiatra.— Me veré obligado… Gilles.— Lo que evita pararme de aquí es que usted me tiene encerrado. Psiquiatra.— Si no, ¿qué haría? Gilles.— Continuar con mi viaje. Psiquiatra.— ¿Cuál viaje? Gilles.— Debo recorrer la ciudad. Psiquiatra.— Sé más específico. Gilles.— ¿A cambio de qué? Psiquiatra.— No estás en condición de exigir. ¿No le parece? Gilles.— Lo que no entiendo… Psiquiatra.— A ver, ¿qué es lo que no entiende?

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Gilles.— Si es el crítico de arte, ¿cómo es que se encuentra vivo? Psiquiatra.— Soy su médico. Este es un hospital psiquiátrico. Y usted debe tomar la medicina. Gilles.— Entiendo se ha hecho pasar por doctor para evadir a la policía. Psiquiatra.— ¿Tiene usted algo en contra de la policía? Gilles.— No, sólo quiero continuar con mi viaje. Psiquiatra.— Me gustaría conocer un poco más de ese «viaje». Gilles.— Prométame que me sacará de aquí. Psiquiatra.— Haré mi mejor esfuerzo. Gilles.— Necesito algo más que su esfuerzo. Psiquiatra.— Mejor duerma. Mañana continuamos. Gilles.— Está bien, haremos el viaje. Psiquiatra.— Tengo tiempo, espero por usted. Gilles.— Pero hay una condición. Psiquiatra.— Me dirá. Gilles.— Para comprender las condiciones de ese viaje, tenemos que seguir las reglas del juego. Psiquiatra.— ¿Juego? Gilles.— Es un juego. Psiquiatra (En su rol de psiquiatra).— Comprendo. Gilles.— ¿Seguro? Psiquiatra.— Sólo dígame qué hacer. Gilles.— Bien. Psiquiatra.— ¿No será mejor que llame a la enfermera? Gilles.— ¿A Bette Davis? No será necesario. Psiquiatra (Siguiéndolo).— Sí, a Bette Davis. Gilles.— Ella sabe todo. (Pausa, reclamándole) Aquí, quien tiene que jugar es usted. Psiquiatra.— Está bien. Gilles.— Fíjese como elaboro mis imágenes… Psiquiatra.— ¿Sus imágenes? Gilles.— Sí, las que uso para pintar. Psiquiatra.— A ver…

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Gilles.— Pienso en un lugar de la ciudad. Psiquiatra.— ¿Y qué con ello? Gilles.— ¡Espere!, déjeme terminar. Psiquiatra.— Perdone. Gilles.— Mejor así. Psiquiatra.— ¿Debo participar con las imágenes? Gilles.— Exacto. Psiquiatra.— ¿Cómo? Gilles.— Fácil, piensas en un lugar de la ciudad. Psiquiatra (Siguiéndole, consciente de su rol).— ¿Lugar? ¿Persona? Gilles.— ¡Sí! Correcto. Eres inteligente. Psiquiatra (Cambia).— ¿Tú tienes algo que ver con el asesinato de la calle «Hiroshige»? Gilles.— ¡Duchamp! Psiquiatra.— ¡El artista Marcel Duchamp? Gilles.— Sí. Psiquiatra.— No entiendo, acaso, ¿es el asesino? Gilles.— No, sino que cuando rompes con el juego, uno de los dos debe decir: «Duchamp». Psiquiatra.— Mejor llamamos a Bette Davis para que nos ayude. Gilles.— No es necesario. Psiquiatra.— Continúa. Gilles.— Depende de ti. Psiquiatra.— Aún sigo sin comprender. Gilles.— Le explico, digo una palabra. Psiquiatra.— ¿Cualquiera? Gilles.— Y la asocias con algo de la ciudad. Psiquiatra.— Creo entender. Continúa. Gilles.— Calle «Hiroshige». Y tú, sigues con la palabra «Durbay». Psiquiatra.— «Durbay», ¿la galería de la calle «Hiroshige» Gilles.— ¿Ves? eres inteligente. Psiquiatra.— Claro, soy tu médico. Gilles.— ¡Continuamos?

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Psiquiatra.— Tengo todo el tiempo que me da mi guardia. Continuemos. Gilles.— Bette Davis. Psiquiatra.— Actriz. Gilles.— Hombre. Psiquiatra.— Indigente de la «Avenue Park». Gilles.— «Avenue Park». Psiquiatra.— Travestís. Gilles.— «Central Park» Psiquiatra.— Drogadictos. Gilles.— «Time Square». Psiquiatra.— Corredores de bolsa. Gilles.— Andy Warhol. Psiquiatra.— Lesbianas. Gilles.— Culos. Psiquiatra.— Pintura. Gilles.— Walt Whitman. Psiquiatra.— Me celebro y me canto a mí mismo. Gilles.— Creo en ti, alma mía, el otro que soy... Psiquiatra.— Ciudad. Gilles.— Estoy enamorado de cuánto crece al aire libre… Psiquiatra.— Walt Whitman, un cosmos... Gilles.—¡Duchamp! (Pausa. Fuera de juego.) No debes decir la palabra «ciudad», sino cosas asociadas con la ciudad. Psiquiatra.— «Durbay». Gilles (Fuera de juego).— ¡Muy bien! Psiquiatra.— ¿Continuamos? Gilles (Continúa ausente, en el juego).— Bette Davis. Psiquiatra.— Actriz de cine. Gilles.— Amor. Psiquiatra.— «Sex Chop» Gilles.— Penes. Psiquiatra.— Pasión. Gilles.— «Staten Island». Psiquiatra.— Belleza. Gilles.— Muerte en «Court–Borough Hall».

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Psiquiatra.— Once y cuarenta y cinco minutos «p», «m». Gilles.— Pintura. Psiquiatra.— Asesinato. Gilles.— Surrealismo. Psiquiatra.— Prostitución. Gilles.— Mientras camino por la «Avenue Park». Psiquiatra.— Fotografía. Gilles.— Vida. Psiquiatra.— Disección, muerte. Gilles.— ¿Rener? Psiquiatra (Fuera de juego).— ¿Quién es Rener? Gilles.— Usted es Rener Weber. Psiquiatra.— ¿Quién? Gilles.— Si no es Bertha, es Rener. Psiquiatra.— Soy tu doctor. Gilles.— Rener, el crítico de arte, ése es tu nombre. Psiquiatra.— Doctor Francis Miller, psiquiatra. Tu médico. Gilles.— No. Psiquiatra.— ¿Continuamos? Gilles (Igual).—No sé si usted ha entendido. Psiquiatra.— Sí, le he entendido José Ferrer. Gilles.— Entonces, ¿ya entendió la dimensión de mi pintura? Psiquiatra.— Descanse. Descanse. Gilles.— Debe saber qué pasó con mi pintura. Psiquiatra.— Necesitamos que duerma. Gilles.— Hay que continuar con el juego. Psiquiatra.— Necesitamos que duerma. Gilles.— No quiero dormir. Psiquiatra.— Ya lo hará. Gilles.— Luego de dormir, seguimos con el juego. Psiquiatra.— Jugaremos. Gilles.— ¿Rener? Psiquiatra.— Dígame Javier…, perdón, Gilles.

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Gilles.— Su nombre no es Bertha, pero su artículo en torno a mi obra «Vietnam, la batalla del arroz», ha sido muy bueno. Psiquiatra (Le sigue).— Gracias. Gilles.— Buenas noches Rener. Psiquiatra.— Hasta mañana. Nos vemos en la galería «Durbay». Gilles.— ¿Debo dormir? Psiquiatra.— Sí, mañana quizás te entreviste. Allí me detallas cómo creaste «Vietnam, la batalla del arroz». Gilles.— Rener. Psiquiatra.— Disfruta de tu sueño.

[3] Es el sueño de Gilles en continuidad con la escena anterior. Los personajes que a continuación aparecen estarán sentados en sillas y alienados horizontalmente frente al público. Al centro, Gilles. La misma escena aparece en pantalla, cuyos personajes proyectados establecen diálogo con aquéllos. Sonidos aleatorios: golpes de puerta y el de la lluvia se mezclan con una pieza de los Beatles («Misery»), con la sintonización de una radio que se confunde, a un tiempo, con diferentes sintonías en también diferentes lenguas. Pausa, voz de radio: «el recuerdo bajo el olvido, estilos, sonidos, la música es un estado de la paranoia. Apenas perceptible entre el día y la noche». Más adelante la voz metálica de cualquier cantante de blues clásico. Ruido de conexión. Vuelve la radio. Todo, al libre criterio de su director. Marcel Duchamp (A Gilles).— Es tuyo el crimen de la calle «Hiroshige». Gilles.— Fue necesario. Gilles Aillaud.— Mi pintura no es para la muerte. Gilles.— En la pintura están los signos.

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Psiquiatra.—Siempre estás en tus sueños. Gilles Aillaud.— Esos signos no son reales. Marcel Duchamp.— No uses mi pintura. Psiquiatra.—Ni el amor existe en tu realidad. Gilles Aillaud.— La has alterado. Gilles.— No tengo porqué escucharlos. Psiquiatra.—Sigues en el sueño. Marcel Duchamp.— El signo está en tu mente. Gilles Aillaud.— En tu inconsciente. Psiquiatra.—Eres Gilles Aillaud sólo en tu mente. Marcel Duchamp.— Crees que soy real. Psiquiatra.—Y todo está en tu mente. Gilles.— Fue necesario. Psiquiatra.—Produces angustia. Gilles.— La angustia soy yo. Marcel Duchamp.— Nada es real en ti. Gilles Aillaud.— Bette Davis no existe. Psiquiatra.—Es tu imaginación. Marcel Duchamp.— Maquiavélica. Gilles Aillaud.— Malvada. Psiquiatra.—Morbosa. Gilles Aillaud.— E insinuante. Psiquiatra.—Pero que quiere sustituir a la realidad. Gilles.— Debo asistir a mi exposición. Marcel Duchamp.— Es una mentira. Gilles.— Llegaré tarde. Gilles Aillaud.— Es una mentira criminal. Psiquiatra.—Desafiante para la ciencia. Marcel Duchamp.— Y el resultado es el número de muertos. Gilles Aillaud.— Proporcional a tu maldad. Psiquiatra.—Creas una nueva realidad que sólo existe en el caos de tu mente perversa. Gilles.— No insistan. Marcel Duchamp.— El arte no miente. Gilles Aillaud.— No engañes a más inocentes. Gilles.— Debo llegar con puntualidad,

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Marcel Duchamp.— Reduces tu moral a un silogismo religioso. Gilles Aillaud.— Que sólo mentes perversas como la tuya lo siguen. Psiquiatra.—Fornicas con tu hermana. Marcel Duchamp.— Quitas vidas. Psiquiatra.— Extorsionas a las personas. Gilles Aillaud.— En nombre de Dios. Marcel Duchamp.— Usurpas identidad de otras personas. P siquiatra .—Creando para ello un orden moral inicuo. Gilles.— Debo ser puntual, Psiquiatra.—Proyectas el deseo hacia tu madre en tu hermana. Gilles.— a las once y cuarenta y cinco minutos de la noche. Psiquiatra.—Bette Davis no existe sino en tu mente. Gilles.— La deseo y es real. Psiquiatra.—Y has perdido la noción del tiempo y la realidad. Marcel Duchamp.— La pintura producirá ese desasosiego necesario. Gilles Aillaud.— Entonces dejaremos de existir en tu mente. Gilles.— ¡Cállense! Psiquiatra.—No podrás evitarlo. Gilles.— Ustedes no existen. Psiquiatra.—Te equivocas, somos reales. Gilles Aillaud.— Acéptalo. Marcel Duchamp.— Y abandonemos esta locura de una vez por todas. Psiquiatra.—Abandona de tu mente a esa Bette Davis. Gilles.— Mi misión es lo más importante. Marcel Duchamp.— Cálllate. Gilles Aillaud.— Tu envidia ha confundido el verdadero sentido de la realidad.

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Psiquiatra.—Haz creado culto a tu persona. Marcel Duchamp.— Para someter a todos a tu voluntad. Psiquiatra.—Todo sólo existe en tu mente. Marcel Duchamp.— De allí los símbolos que usas. Gilles.— Dios me ha dado el signo. Psiquiatra.—¿Ves? es tu propio culto llevado a una dimensión peligrosa. Marcel Duchamp.— No uses nuestra pintura ni la de nadie. Gilles.— Es el signo. La realidad. P siquiatra .—Vas a tratar tu asunto en comisión médica. Gilles.— ¡No son reales! Psiquiatra.—La angustia se ha reproducido en tu propia hermana. Gilles Aillaud.— No tienes ninguna misión que no sea la de un loco. Marcel Duchamp.— Tu personalidad se reproduce en forma de un líder político. Gilles Aillaud.— Lamentablemente. Psiquiatra.—Es un estado, ya presente, de alienación ideológica. Marcel Duchamp.— Colectivizada. Psiquiatra.—Lo peor es que está a la orden del día. Gilles Aillaud.— Detén tu sueño. Gilles.— Ha llegado mi momento y dejaré de que existan al final de mi sueño. Marcel Duchamp.— Despierta. Gilles Aillaud.— Regresa. Psiquiatra.—Cumple tu misión. Marcel Duchamp.— Despierta. Psiquiatra.—Y detendrás el caos. (Oscuro)

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[4] 2:45 am. La calle. Aparecen Gilles y Valentino. Valentino.— Siete, ocho, Gilles.— doce. Valentino.— Catorce. Gilles.— Diecisiete. Valentino (Cambia).— Hoy llegaste algo tarde. Gilles.— Dos y quince de la mañana. Valentino.— Son las dos y cuarenta y cinco minutos. Gilles.— Quince. Valentino.— ¡Esa no cuenta! Gilles.— Claro que sí. Valentino.— Los travestís no. Gilles.— ¿Cómo sabes que es un travestí? Valentino.— ¿Ese es un macho! Gilles.— Ya quisieran algunas mujeres estar así. Valentino.— Sí, pero no cuenta. Gilles.— ¡Dieciséis! Valentino.— ¡Trampa! Gilles.— No te descuides. Te traicionó tu moral. Valentino.— La cosa moral, cuenta. Gilles.— Para mí, no. Valentino (Le invita).— ¿Quieres? Gilles.— Sabes que no me meto esa vaina. Valentino.— Qué aburrido. Gilles.— ¿En qué estás trabajando? Valentino.— Coño, con lo talentoso que eres tú, si te digo, me robas la idea. Gilles.— No tengo culpa por ser disciplinado. Valentino.— Lo tuyo va más allá de la disciplina. Es talento. Gilles.— El talento solo no cuenta. Valentino.— Es que no dejas de ganar premios.

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Gilles.— No es mi culpa. Valentino.— Sí, lo sé. Es por tu talento. Gilles.— La disciplina desarrolla el talento. Valentino.— Los que compran tus piezas va directo al grano. Compran y ya. Gilles.— No es culpa mía. Además tú compras esa mierda de droga con lo que me dan. Valentino.— No te preocupes. Te cancelaré dólar a dólar. Gilles.— No lo digo por eso. Tú lo sabes. Valentino.— Prefiero seguir con el conteo de mujeres. Gilles.— Sonó machista. Valentino.— Depende, porque veo en esos cuerpos otra forma de la vida. Gilles.— Eso te lo he dicho antes. Valentino.— Reconozco en ti un pintor mayor. Gilles.— Tú también lo eres. Valentino.— La luz no es sino una opción poética. De alguna manera es la transfiguración del cuerpo el cual se hace estético en la percepción. Si tomo de ese objeto su relación con la luz, retrato la emoción del personaje. Y a mí, me interesa. Gilles.— Muy bien, así que ese no es un travestí, sino la limitación de la mirada. Valentino.— Así el país. Gilles.— Eso te lo he dicho antes. Valentino.— También tengo que reconocértelo. Gilles.— Esa niña en mi pintura, te lo he dicho antes, domina a un militar norteamericano. Te dice que la voluntad de un pueblo no se podrá doblegar. Valentino.— Eso es política, no arte. Gilles.— Todo va más allá. El país, es arte. Valentino.— Hay que ver más allá. Gilles.— Eso es lo que hacemos. Valentino.— Has dicho que el país es una mirada, el cuerpo de la pintura. Gilles.— Todo lo que veas, es el país.

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Valentino.— El país no es pintura, eso es otra cosa. Gilles.— No confundo la realidad. Valentino.— ¿Acaso ves a esas mujeres como una entidad artística? Gilles.— Te dije que sí. Valentino.— Has hecho una abstracción de la pintura, no de la vida. Gilles.— La vida es arte. Valentino.— No separo uno de lo otro. Pero sé cuándo tengo ganas de ver mujeres y cuándo, en cambio, quiero ver pinturas. Gilles.— Ver a mujeres es una cosa y otra es ver pintura. Valentino.— Parece que no lo tienes claro. Gilles.— Ésas son mujeres, tú eres una pintura. Valentino (Ríe).— ¡No me jodas! Gilles.— Kandinsky dice que sentía «moverse en la pintura». Es decir toda la vida, su antropología, la condición de ser hombre: el campesino, la vida rusa está presente en él. Y él en su pintura. Es un movimiento. Valentino.— ¿Tú eres la pintura? Gilles.— Exacto. Valentino.— ¿No será que te estás alienando? Gilles.— Por ejemplo, tú y yo seremos víctimas de un atentado el cual se refleja en mí como una imagen. Valentino.— El amor se ha sustituido en un acto violento. Gilles.— Nos estamos entendiendo. Valentino.— Te verás con Gabriel. Gilles.— Te dije que ese marchante es un capitalista de mierda. Yo creo en la revolución. Valentino.— Pero lo necesitas. Y déjate de esa mierda de la revolución. Estamos tiempos diferentes. Gilles.— El tiempo no ha pasado. Todo cambiará. Ya verás. Valentino.— Qué quieres decir.

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Gilles.— Nada, todo a su momento. Valentino.— Cuándo abandonarás ese fanatismo y nos harás ganar dinero. Gilles.— Que todo sea por mi exposición de «Vietnam, la batalla del arroz». Y será la llegada del tiempo. Valentino.— Qué dices. Gilles.— Todo en su momento… Valentino.— Si tú lo dices. Gilles.— Llama a Gabriel. Valentino.— Así lo has querido. Sin él, sin Gabriel, no hay exposición. Tú lo sabes. Gilles.— Llegaré tarde.

[5] Gilles y Gabriel. Trascurre simultáneamente con la anterior, como fragmentándola, creando un espacio ficcional entre el tiempo de una y otra escena. Quedará al juicio del director en qué momento introduce estos diálogos. Una y otra vez en el contexto de aquella, la escena [3] Gabriel.— Todo está consumando. Gilles.— ¿No te han confundido con alguien de nosotros? Gabriel.— Creen ellos señor que soy su marchante. Gilles.— ¿Has podido evadir a ese Valentino? Gabriel.— Pan comido. Gilles.— No te confíes. Gabriel.— Soy un profesional. Gilles.— Valentino es inteligente. Gabriel.— Lo sé. Gilles.— No descuides ningún detalle. Gabriel.— Todo está consumado, te lo dije. Gilles.— ¿Bertha? Gabriel.— Qué con Bertha. Gilles.— Necesito verla.

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Gabriel.— La verás cuando lo indiquen. Gilles.— No me interesan ellos. Gabriel.— Coño es tu hermana. Gilles.— No me contradigas una orden. Gabriel.— Disculpe señor. Gilles.— Soy tu superior en la cadena de mando. Gabriel.— Su palabra es el tiempo señor, Dios me lo indicó. Gilles.— La revolución también. Gabriel.— ¿Se seguirá el «plan B»? Gilles.— Así es. Gabriel.— Qué le digo entonces a Bertha. Gilles.— Que me llame al teléfono de código. Gabriel.— Sí señor. Gilles.— A las once y cuarenta y cinco minutos de la noche. Gabriel.— Es la hora. Gilles.— Galería Durbay. Gabriel.— Hay cambios señor. Gilles.— No entiendo. Gabriel.— Se lo indicará Bertha. Gilles.— Eso está mejor. Gabriel.— El lugar cambio. Gilles.— Creo entender. Gabriel.— Les advertiré entonces. Gilles.— Vete ya, no deben vernos juntos. (Oscuro)

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Cuadro 4 Perdemos al azar, Y al saberlo tiramos Nuestros dados de nuevo Emily Dickinson

[1] 11:20 pm. Año 1968. Aparecen en un bus. Los Pasajeros y la voz en off del chofer participan en aquella presencia de lo urbano, apoyado con la proyección de las imágenes usadas: el director de escena decide cuál puede ser esa relación simbólica que establezca (entre la imagen proyectada y la escena: dialogan, incluso, parte de esta escena es planeada en pantalla). Único dispositivo: sillas. En escena Gilles y Valentino. Tema musical: «Cry Baby» de Janis Joplin. Pasajero 1.— ¡Arrepiéntete! Gilles.— ¡Parada! Voz del chofer.— Próxima parada: galería «Durbay». Pasajero 2.—¡Ha llegado la revolución! Voz del chofer.— Se les recuerda a los pasajeros que deben pedir en voz alta su parada. Pasajero 1.—Ha llegado el cambio para el país. Pasajero 2.—Arrepiéntate. Gilles.— Lo que faltaba (!) Pasajero 1.— Hoy se presenta en la galería «Durbay» el pintor revolucionario Gilles Aillaud. Pasajero 2.— Quien compendió la vida del pueblo vietnamita en mil novecientos sesenta y ocho. Pasajero 3.— ¡Cállate!, hay quienes trabajamos… Pasajero 4.—Es tarde. Pasajero 1.— Hora de la revolución. Valentino.— Otra vez estos fanáticos. Gilles.— ¿De quién sería esta maldita idea?

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Pasajero 1 (Lanza volantes con violencia).— Estamos en otros tiempos. Pasajero 2.—El arte cambió. Pasajero 3.— Y también es revolucionario. Gilles.— Espero que esto no sea idea de la galería. Valentino.— ¿Para esto me pediste que te acompañara? Gilles.— No tengo nada que ver en esto. Valentino.— ¿Seguro? Gilles.— Como tú y yo estamos aquí. Valentino.— Tengo mis sospechas. Gilles.— Sabía que el tiempo es una jugada. Valentino.— ¿Estamos acaso detenidos en una jugarreta del tiempo? Gilles.— ¿Son estos personajes reales? Valentino.— Eso me pregunto. Pasajero 1.— ¡El país es una liberación! Pasajero 2.—El arte te libera. Pasajero 3.—¡Mentira! Pasajero 1.—La liberación es orgánica. Pasajero 2.—El arte es revolucionario. Pasajero 3.— Es una ridiculez. Gilles.— Panfleto. Esto es un panfleto. Valentino.— Diría que es publicidad. Gilles.— Vulgar publicidad política. Pasajero 1.—¿No es el arte política? Gilles.— ¡No me jodan! Valentino (A Gilles).— ¿Te molesta! Gilles.— No sólo es una molestia, es ¡paja! Valentino.— Es una contradicción estar aquí. Gilles.— Ridícula y verdadera contradicción. Pasajero 1.—El arte es contradicción. Gilles.— ¿Tenemos que soportar tanta mariquera en tan poco tiempo! Pasajero 2.—Hasta la galería. Pasajero 1.— La ciudad es la galería. Pasajero 3.— ¿No tienen otro lugar dónde ir a joder?

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Gilles.— Les advertí que no quería nada de publicidad. Valentino.— Es el precio de la fama. Gilles.— Creo que confunde mi presencia en esta ciudad. Pasajero 1.—¡Viva Duchamp! Pasajero 2.—¡La revolución! Pasajero 3.— ¡Viva la guerra! ¡Y no me jodan! Pasajero 1.— Fascista. Pasajero 3.—¡Comunista! Pasajero 2.—El arte, Pasajero 1.—es la revolución: Pasajero 2.—Vietnam. Pasajero 1.—La paz. Gilles.— ¿Qué vaina es esta? Valentino.— Si no lo sabes tú. Gilles.— Creí que tenías información. Valentino (Al público, buscando en abstracto al chofer de un bus que es más una abstracción escénica que realidad.).—Próxima parada. Gilles.— Aún no hemos llegado a la galería. Valentino.— Prefiero seguir caminando. Gilles.— Aquí no hay parada. Es inútil. Valentino.— Mejor intentarlo. (Ahora al fondo la pieza «My Baby» de Janis Joplin. Todo se confunde al mismo tiempo: música, pasajeros y los diálogos de Gilles con Valentino.) Pasajero 2.—¿Tienes un gato? Pasajero 3.— No. Pasajero.— Cómo se llama. Pasajero 3 .— Todo va a cambiar. Pasajero 1.— En estos momentos habrán muchas preguntas. Pasajero 2.— ¿Qué harás en la galería? Gilles.— ¿Ves? Valentino.— ¿Qué? Gilles.— ¿Acaso no le oíste? Están nombrando a la galería.

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Valentino.— ¿Y qué con eso? Gilles.— Cómo saben que vamos a la galería. Valentino.— Qué dices, estás alucinando. Gilles.— Acabo de oírles. Valentino.— Estos hablan de política. No de la galería. Gilles.— Creo que tú eres parte de esta mala broma. Valentino.— Estás paranoico. Gilles.— Presta atención. Pasajero 1.—¡Estamos aquí para darle a conocer a la comunidad nuestro descontento con el stablismenth. Gilles.— Sólo espera. Valentino.— Tengo toda la noche. No tengo apuro. Gilles.— Yo sí. Valentino.— Quién te espera. Gilles.— Nadie. Valentino.— Nadie que me importe, ¿verdad? Gilles.— Ya estamos cerca de la galería. Valentino.— Tranquilo, aquí el tiempo no transcurre. Gilles.— ¿No? Valentino.— Siempre será el mismo minuto. No cambia. Gilles.— ¿Cómo puedes estar tan seguro? Valentino.— Fíjate en tu reloj. Gilles (Mira a su reloj).— No ha transcurrido nada. Valentino.— ¿Estás más tranquilo ahora? Gilles.— ¡Cómo puede ser eso? Valentino.— Es la lógica de tu pensamiento. Gilles.— No entiendo. Valentino.— Es el cuerpo fragmentado. Gilles.— No entiendo. Valentino.— Es el tiempo fragmentado, el tiempo no es el tiempo, sino el que se representa. Gilles.— No entiendo. Valentino.— Somos una imagen en la pantalla. Gilles.— No entiendo nada.

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Valentino.— El tiempo existe mientras mi cuerpo esté representado en la pantalla. Soy imagen. Gilles.— No entiendo. Valentino.— El tiempo no existe, sucede en tu memoria. Sucede en tu imaginación. Somos cuerpo imaginado. Tú eres el personaje imaginado. Gilles.— Soy Gilles Aillaud.. Valentino.— Así es. Gilles.— Soy la realidad. Tú estás aquí y yo también. Valentino.— El que estemos aquí, no lo hace real. Gilles.— Y tú Duchamp. Valentino.— Sí tú quieres. Gilles.— No entiendo. Valentino.— Porque no quieres. Gilles.— Estoy aquí. Valentino.— Tú estás allí, eres real. Gilles.— Eso digo. Valentino.— Pero no el sentido que quieres. Gilles.— Yo veo a esos pasajeros. Este bus. La galería, el chofer. ¿Y tú? (El resto de los personajes están ausentes. Una imagen detenida.) Valentino.— Los veo. Gilles.— ¿Entonces? Valentino.— Eso no lo hace real. Gilles.— No entiendo. Valentino.— Estamos en tu pensamiento. Gilles.— Qué quiere decir eso. Valentino.— Cómo te explicas que llegues a tiempo a la galería. Gilles.— Y por eso hablan ellos (señala los pasajeros) de la galería «Durbay». Valentino.— Si quieres. Gilles.— Si no quiero que estén allí. No estarán, ¿es así? Valentino.— Algo así. Gilles.— ¿Puedo cambiar esa realidad? Valentino.— Depende de lo que entiendas por ella.

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Pasajero 1 (A Guilles y Valentino).— ¿A qué se debe esa conversación tan abstracta? Pasajero 2 (Al Personaje 1).— Es una conversación sin sentido. Ni para ustedes ni para nadie aquí. Gilles (A Valentino).—¿Qué dicen? Valentino.— Ellos te hablan. Gilles.— ¿A mí? Valentino.— Seguro. Gilles.— Esto es una ruptura del tiempo. Valentino.— Creo que sí. Pasajero 1.—«Ruptura del tiempo». Pasajero 2.— ¿Tú lo entiendes? Pasajero 3.— No, ¿y tú? Pasajero 1.—No. Gilles.— Funciona como un sueño. Valentino.— Si así prefieres llamarlo. Gilles.— Tengo que llamarlo de alguna manera. Si no, cómo puedo explicármelo. Valentino.— Estás camino a la galería. Y cualquier tiempo que transcurre no será tan importante. ¿Entiendes ahora? Gilles.— Son los efectos de la droga. Creo que entiendo. Valentino.— No sé si será así. Gilles.— Con cuál realidad debo quedarme. Valentino.— Eso dependerá de tu pensamiento. Gilles.— ¿Cómo así? Valentino.— Lo que pienses de aquí a tu encuentro con la galería dependerá de ti. Gilles.— «Vietnam, la batalla de arroz». Valentino.— En eso piensas. Gilles.— Es una realidad subjetiva. Valentino.— Y dependerá de tu imaginación. Gilles.— La imaginación es Gilles Aillaud. Valentino.— Eso. Gilles.— ¿Un crimen? Valentino.— ¿Cómo?

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Gilles.— Asesinato. Valentino.— Así es. (Los Pasajeros repiten verbos, sonidos: aparecen una vez en pantalla, otra veces, en el escenario con ritmo ascendente hasta oscurecer.)

[2] 2:45 am. Aparecen Gilles y Gabriel en un bar de la ciudad. Gilles.— ¿Tienes un cigarrillo? Gabriel.— Sí. Gilles.— ¿A quién esperas? Gabriel.— A una amiga, ¿y tú? Gilles.— Nada. No sé. A una amiga también. Gabriel.— ¿Aquí? Gilles.— ¿Qué con eso? Gabriel.— Es que «aquí» como dices… Gilles.— ¿Qué con eso? Gabriel.— ¿Tienes «amigos» o «amigas»? Gilles.— Ah, no. De eso nada. Gabriel.— Eh…, eh… no me refiero a eso. Gilles.— «Eso», como dices, no me interesa. Gabriel (Pausa).— ¿No te acuerdas de mí? Gilles.— Me eres familiar. Gabriel.— Soy estudiante de arquitectura. Gilles.— No vine aquí para hablar de pintura. Gabriel.— Vienes por la vida. Lo sé. Gilles.— Como veo que me conoces bien, entonces tengo poco qué explicarte. Gabriel.— Quizás tenga que explicártelo a ti. Gilles.— ¿A mí? Gabriel.— No te quitaré más tiempo. Gilles.— Por favor. Gabriel.— ¿Vienes de la galería «Durbay», ¿cierto? Gilles.— ¿Cómo lo sabes?

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Gabriel.— Allí está la diferencia. Gilles.— Poco me importa esa diferencia. Quiero pasarla bien. Es todo. Gabriel.— ¿Qué hora tienes? Gilles.— ¿Qué con la hora? Gabriel.— Es importante. Gilles.— Tomarme este trago. Es importante. Gabriel.— No puedes llegar con tu cuadro «Vietnam, la batalla del arroz» y creer que no pasa nada. Gilles.— No es nada. Sólo es una pintura. Gabriel.— Una pintura que fue creada en mil novecientos sesenta y cinco y exhibida en mil novecientos setenta y ocho. Gilles.— Sí, ha sido así. Gabriel.— Mírate. Gilles.— Qué conmigo. Gabriel.— Te ves igual. Te conservas con la misma edad. Gilles.— Eso creo. Gabriel.— Dos mil diez. Esperas una chica. Avenida «Hiroshige». Dos y cuarenta y cinco de la mañana. Esperas una chica. Gilles.— ¿Es ilegal? Gabriel.— No si tuvieras setenta y cinco años. Gilles.— ¿Cómo sabes todo eso? Gabriel.— Porque he venido estudiando tu obra. Muchos no lo saben. Yo sí. Gilles.— La pintura no tiene tiempo. Es eterna. Gabriel.— Sí, pero los hombres no. ¿Dónde está tu secreto? Gilles.— ¿Y cómo sabía que estaba aquí? Gabriel.— Eso no tiene importancia ahora. Gilles.— Es un secreto. Gabriel.— Entonces, tiene importancia para ti. Gilles.— Exacto. Y ya me estoy aburriendo. Gabriel.— No te aburrirás cuando te diga que Batte Davis..

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Gilles.— ¿Qué pasa con ella? ¿Quién te envió, cómo sabes de ella? Gabriel.— No tiene importancia. Gilles.— Sí que la tiene. Gabriel.— Bette Davis tampoco es de esta época. Gilles.— ¿Acaso fuiste tú quien la contrato? Gabriel.— No. Gilles.— ¿Eres de la CIA o algo así? Gabriel.— Por supuesto que no. Gilles.— Ya Valentino me advirtió de esto. Gabriel.— «Que todo es subjetivo». Gilles.— Sí. Gabriel.— Aquello de los pasajeros en el bus pudo ser subjetivo. Esto no. Gilles.— Sé que esto en la tasca Belmont. A dos cuadras de la galería «Durbay». Dos y cuarenta y cinco minutos de la mañana… Gabriel.— Todo es real, pero tú no. Gilles.— No me jodas. Gabriel.— Hablo en serio. Gilles.— No me parece. Gabriel.— Poco importa. Gilles.— Qué carajo dices. Gabriel.— Es como la lectura de un libro: depende de tu lectura. Gilles.— Qué coño dices. Gabriel.— Depende de tu óptica. Gilles.— Poco me importa si esta conversación es una lectura. Y con la mierda que vienes. Gabriel.— Te lo diré: ¿sabías que cuando dejaste la galería, dejaste atrás una densa de nube de mariposas Monarcas? Gilles.— ¿Qué? Gabriel.— Es cierto, sólo tienes que comprobarlo. Gilles.— Es risible. Gabriel (Le toma de su hombro esa mariposa).— ¿De dónde crees que viene?

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Gilles.— Casualidad. Gabriel.— Todo es posible. Nada es real. Gilles.— Ah, ya entiendo. Tú eres uno de esos pasajeros que dejé atrás. Gabriel.— Por ejemplo, Van Gogh nunca se quitó su oreja. Ha sido de una pelea que tuvo con su amigo Paul Gauguin. Gilles.— Ajá…, Gabriel.— Lo que me interesa de Van Gogh es su profunda soledad. Gilles.— ¿eso qué tiene que ver conmigo? Gabriel.— Casi todo. Gilles.— ¿Me vas a decir que ahora me voy a cortar una oreja? Gabriel.— Sería ridículo. Gilles.— No me extrañaría. Gabriel.— La soledad cambia la realidad. Gilles.— Vamos al grano. ¿Qué quieres? No me gustan los hombres. Gabriel.— No me evadas con esa estupidez. No eres así. Gilles.— Qué coño tengo que ver con la oreja de Van Gohg. Gabriel.— ¿Cómo te explicas las mariposas que traes de la galería? Gilles.— ¿Cómo puedo asegurar que me dices la verdad? Gabriel.— Ya lo sabrás. Gilles.— Bríndame un whisky, ¿quieres? Gabriel.— ¿Qué hora es? Gilles (Mira a su reloj).—Dos y cuarenta y cinco minutos. Gabriel.— ¿Ves? Gilles.— Qué. Gabriel.— El tiempo se mantiene igual. (Oscuro)

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Cuadro 5 11:45 am. Un año antes. Herves y Gabriel. Una galería abandonada: ruinas de un galpón. Esta vez se presentan en pantalla, tanto el ambiente como la misma imagen de Gilles, en el mismo tiempo real que éste hace presencia sobre la escena: es una proyección de una realidad en otra. Se confunden, dialogan. Herves.— Tú eres el asesino. Gabriel.— Eres culpable. Gilles.— Culpable de qué. Herves.— De descuartizar a jóvenes. Gilles.— No soy culpable. Herves.— Eres real. Gilles.— No, soy una proyección. Herves.— Eres real. Gabriel.— ¿Eres pintor? Gilles.— Hablen ustedes con mi abogado. Herves.— No estás en condición de exigir. Gilles (A Gabriel).— Me traicionas. Tú no eres real. Gabriel.— ¿No te has dado cuenta de tu situación? Gilles.— Esto no es real. Herves (Risotada).— Qué patético eres. Gilles.— Soy Gilles Aillaud. Gabriel.— Y yo, Leonardo Da Vinci. Gilles.— Soy Gilles Aillaud. Herves.— Y yo, «Gatúbela», ¡coño de tu madre! Sólo que estoy disfrazado de hombre …, marico (!) Gilles.— No me voy a rebajar a tu nivel. ¡Traidora! Gabriel.— ¿Por qué usas el nombre de Gilles Aillaud? Gilles.— Ése es mi nombre. Herves.— Eres un maldito hijo de perra. Gabriel (A Herves).— Cálmate. Herves (Amenazando a Gilles).— ¡Voy a partirle la cara en dos a este hijo de puta! Gilles.— Tú también eres un traidor. Lo serás.

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Gabriel (A Herves, por lo bajo).— No lo eches a perder, ¿quieres? Gilles.— No trato con contrarrevolucionarios Herves.— ¿Qué coño dices? Gilles.— Soy un revolucionario. Gabriel.— «Sabemos que Gilles Aillaud es un creador plástico difícil de encuadrar, porque no sólo fue un gran pintor y un gran escenógrafo, sino también un filósofo que supo plasmar sus reflexiones en los espacios y lienzos creados por él, además de dramaturgo (escribió La máscara de Robespierre y Vermmer y Spinoza), ensayista y poeta. El universo escénico de este creador está formado por espacios para teatro que son auténticas obras poéticas y verdaderas metáforas de un arte que se mueve entre la escultura y los paisajes oníricos marcados por conceptos filosóficos. Gilles Aillaud comenzó a pintar en la guerra influido por su padre, un reconocido arquitecto. El escenógrafo mantuvo una intensa amistad con figuras de la cultura, como Michel Foucault». Herves.— Pero, ése, no eres tú. Tú no eres más que un grandísimo coño de su madre. Gilles.— No voy a escuchar a quien viene de la CIA. Gabriel.— Tú usas muchos nombres. La lista es larga. Gilles.— ¡No! Soy Gilles Aillaud. El pintor más importante de Francia en la década de los sesenta. Y ahora del mundo. Herves.— ¡Vas a pagar por todas esas jóvenes que tenían derecho a la vida! Loco de mierda. Gilles.— No tienen nada contra mí. Gabriel(A Herves, por lo bajo).—Es verdad. Ve con cuidado. Gilles.— ¿Qué dicen? No tengo tiempo, tengo compromisos. Debo irme. Gabriel (A Gilles).— Contéstame la pregunta. Herves.— No te saldrás con la tuya.

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Gilles.— Habla. Herves.— ¡Habla! Gilles.— Confiesa. Herves.— Te tenemos. Gilles.— Será mejor que hables. Herves.— Te restará años si hablas. Gilles.— Vamos, eres inteligente, sabes que es lo que más te conviene. Herves (Con violencia sobre Gilles).— ¡Habla hijo de la gran puta! Gilles (Ausente, sobre el ritmo del texto).— Soy el grande que viene a crear la revolución en estos días de cambios porque tengo la misión de los días o de los otros y con ello debo hacerles ver a todos los gentiles que es hora de cambiar y que entiendan que la hora nueva ha llegado de estos tiempos y en adelante o ayer me seguirán y estarán conmigo y repartirán la palabra por todos los rincones del mundo y trascenderán sobre mi palabra y me van a creer y conmigo vendrá la pintura y la belleza del arte vestida de muerte y de fuego y de terror y de sangre y de dolor y de tristeza y de hambre y de desolación y de abandono y de destrucción o esa imagen sustituirá aquellas otras que no son reales como ustedes que ahora me niegan y pecan como gentiles que son y seré el otro y el otro seré yo en las ciudades donde cada galería me rendirá el homenaje justo que limpiará a los países de la mentira y a todas las ciudades y seré dueño de la vida de cada quien porque llegará la nueva ética en ese orden revolucionario y hoy será día de revolución o dejaré de vivir como dejarán de vivir muchos y caerán edificios y caerán del cielo los cuerpos del pecado y seré tú y seré el mayor acto de amor y pondré el pecado en la maldita mierda del mundo y tú y el otro serán hundidos en sus cuerpos y la imagen como un gran ojo que nos

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ve fijará la vida y ese ojo te dirá qué hacer y será el gran señor de cada individuo y hundido ya no sabrás qué hacer con esa imagen que te sustituye que te cambia que te odia que te hace inútil… Gabriel (A Herves).— ¡Déjalo ir! Herves.— ¡Cómo? Gabriel.— Déjalo ir. (Oscuro)

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Cuadro 6 [1] 11:45 pm. Caracas. Un año después del 12 de marzo de 2010. Bette Davis y Gilles. Bette Davis.— Gilles te amo. Gilles.— No debes amarme. Bette Davis.— Piensas estar solo. Gilles.— Mi único amor es la revolución. Bette Davis.— No te entiendo. Gilles.— Claro que sí. Bette Davis.— ¿Qué vas a hacer hoy? Gilles.— Cumplir con mi misión. Bette Davis.— Tu misión es amarme. Gilles.— No insistas. Bette Davis.— Te amo. Gilles.— ¡Cállate! Bette Davis.— ¿Por qué vuelves con eso de hacerte daño? Gilles.— Asunto mío. Bette Davis.— No lo puedo evitar…, Gilles.— Todo por la revolución. Bette Davis.— te amo. Gilles.— Tienes que entenderlo. Bette Davis.— No lo entiendo. Te presento a mis amigas y desaparecen. Gilles.— Tienes que entenderlo. Bette Davis.— ¿Me quieres explicar qué está sucediendo? Gilles.— Haces muchas preguntas. Bette Davis.— Son necesarias. Te amo. Gilles.— No digas eso. Bette Davis.— No puedo evitarlo.

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Gilles.— Debes ayudarme. Bette Davis.— No sé qué coño hacemos aquí en esta galería de mierda. Gilles.— Era una galería. Ya no lo es. Bette Davis.— ¿Qué dices? Gilles.— ¿No te gusta el arte? Bette Davis.— Ya esto no se trata de arte. Llegamos aquí —a esta pocilga que llamas galería—. Vemos las imágenes. Y una amiga desaparece… ¿Qué lugar es éste? Gilles.— Lo entenderás. Bette Davis.— Lo único que entiendo es que me enamoré de ti. Te sigo, estoy de galería en galería. Tratas con la gente. Y me voy a la cama contigo. Cuando te da la gana me llamas. Gilles.— Aquí entiende más de la revolución. Bette Davis.— Me llamas y me sorprendes con dos pasajes a esta ciudad de Caracas. Ahora estamos aquí, en medio de esta mierda. Gilles.— No es mierda. Es una galería. Bette Davis.— Lo sé. Gilles.— ¿Entonces? Bette Davis.— Lo que no entiendo es que sea en Caracas. Gilles.— Eso no es importante. Bette Davis.— Ya no sé qué lo es. Gilles.— Cómo puedes estar tan segura que estamos en Caracas. Bette Davis.— Me quieres confundir. Gilles.— No es así. Bette Davis.— ¡No me jodas! Vámonos a follar y ya. Visitemos la ciudad. Gilles.— No es tan sencillo. Bette Davis.— Para mí, sí. Gilles.— La imagen representa lo que tú quieras. Todo se proyecta en tu mente. El mundo, la vida, están en tu mente. Es en la mente que podemos

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dominar a todos. Las cosas cambian. La imagen aliena, eres parte de ella. Bette Davis.— ¿Cómo! Gilles.— No me interrumpas. Bette Davis.— Vámonos a follar y déjate de vainas. Gilles.— Eso, ahora es superfluo. Bette Davis.— Ya te conozco, una mamada me cuesta algo de tertulia. Y a mí me gusta mamártelo. Gilles.— Si me amas, como dices, escúchame. Bette Davis.— Antes, te lo mamo. ¿Tienes alguna objeción? (Ríe) Gilles.— Te hablo en serio. Sucederán cosas… Bette Davis.— Siempre me lo dices. Gilles.—Traerán una exposición itinerante de pintores revolucionarios y prepararán una muestra de mis piezas. Bette Davis (Aburrida).— Ajá… Gilles.— Y tú estarás allí para conocerme. Bette Davis.— No te entiendo. Gilles.— Nos conoceremos y moriremos en ese lugar.. Bette Davis.— Estás loco mi amor. Gilles.— Moriremos por la revolución. Bette Davis.— Moriremos de amor. (Ríe. Nerviosa) Gilles.— No, moriremos en cambio por la revolución. Bette Davis.— ¿Te quieres explicar mejor? Gilles.— Aún no me conoces. Bette Davis.— ¿Te drogaste? Gilles.— En serio, aún no me conoces. Bette Davis.— Sí creo conocerte. Gilles.— Se han descubierto los signos de mi pintura. Bette Davis.— Cuáles signos, ¿a qué te refieres? Gilles.— Una vez descubierto esos signos, la angustia viene a lugar. Bette Davis.— ¿La angustia de quién? Gilles.— Todo está en los signos. Bette Davis.— Me lo has dicho.

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Gilles.— Lo que no te he dicho es que en el cuadro habla de la resurrección de una nueva época. Bette Davis.— Sí, claro… Gilles.— Debes creer que ya es la hora. Bette Davis.— ¿De irnos? Gilles.— No, de la muerte de todos. Bette Davis.— Qué coño dices. Gilles.— Once cuarenta y cinco. Bette Davis.— Sé que esa es la hora. Y me está dando hambre. Gilles.— La hora definitiva. Bette Davis.— Déjame entender una cosa. Gilles.— No hay tiempo. Bette Davis.— ¿Por qué siempre tienes contigo esa mariposa encima de tu hombro? Gilles.— ¿Mariposas? Bette Davis.— Sí, mariposas Monarcas. Gilles.— Ése es el signo. Bette Davis.— Pero en el cuadro no veo ninguna mariposa. Por ejemplo, hace unos minutos tenías reposando una y ya no está. Gilles.— Es el signo de la muerte. (Oscuro)

[2] Valentino y Bette Davis. Acá la escena se desarrolla simultáneamente con la anterior. Dos tiempos —en sus diferencias— escenificados en uno. En ese caso Bette Davis será representada por otra actriz y apenas se deja escuchar el tema musical: «Cry Baby» de Janis Joplin. Valentino.— Ese tipo te va a matar. Bette Davis.— No lo sé, me confunde. Valentino.— Bette…, Bette Davis.— No me digas Bette...

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Valentino.— Ahora eso no me importa. Bette Davis.— Te va a matar. Valentino.— Lo sé. Bette Davis.— Se nos escapa de las manos. Valentino.— El caso se está politizando. Bette Davis (Compulsiva).— Te deseo. Valentino (Le abraza con voluptuosidad) .— Te estás haciendo adictiva a él. Bette Davis.— Estoy confundida. Valentino (La besa, con pasión. Ella le abandona la intención).— No me tocas. Bette Davis.— No es necesario, Valentino (Igual).— Te va a matar coño. Bette Davis (Ausente).— deséame…, Valentino.— Lo hago coño. Bette Davis.— tócame… Valentino.— Te estoy tocando. Bette Davis.— Me siento en ti, pero abrázame. Valentino.— No soy ese maldito Gilles. Bette Davis.— Le amo. Valentino.— Coño, no soy Gilles. Bette Davis.— Ayúdame Valentino. Valentino.— Acabará con tu vida. Bette Davis.— Ayúdame. Valentino.— Te va a descuartizar. Picar en dos pedazos. Te follará hasta por los ojos, incluso ya muerta. Te picará los brazos y tus restos irán a parar al escusado. Bette Davis.— Es tarde. Valentino.— Qué coño dices…(!) Bette Davis.— Le amo. Valentino.— Qué coño de madre vas a estar enamorada. Bette Davis.— Me iré a Caracas con él. Valentino.— Lo sé, ¿se te olvidó que estamos tras su pista? Bette Davis.— Se me ha olvidado todo.

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Valentino.— Pero te vas a Caracas… (!) Bette Davis.— Prométeme algo. Valentino.— No quiero prometerte nada. Lo atrapamos y lo jodemos. Bette Davis.— Por favor. Valentino.— Estás alienada. Él te transformó. Bette Davis.— A ti también. Valentino.— Déjate de vainas. No le estoy pasando culo, ni regalándole flores de compromiso. ¡Partirle la cabeza es lo que quiero! ¿Llamas a eso amor? Bette Davis.— Era un riesgo que teníamos que correr. Valentino.— Al punto que el tipo tenga que partirte el culo. Bette Davis.— No lo veo así. Valentino.— Se nota. Bette Davis.— Prométeme que no enviarás a nadie en comisión. Valentino.— Debo protegerte. Bette Davis.— Prométemelo. Valentino.— Con una condición, permitirás que te llame con el nombre de Duchamp. Bette Davis.— ¿Duchamp? Valentino.— Sí, Duchamp, 11: 45. Es la clave. Bette Davis.— No es necesario. Valentino.— Si no. No vas. Bette Davis.— Está bien, Duchamp, 11:45. Valentino.— Recuerda, Duchamp, 11:45. (Oscuro)

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Cuadro 7 6: 55 am. Bertha y Gilles . Bertha.— ¿Qué harás? Gilles.— Esperar el momento. Bertha.— Te tomarás esto en serio, ¿no es así? Gilles.— Hago todo cuanto me pidas. Bertha.— ¿Me amas? Gilles.— Sí. Nunca me importó que seamos hermanos. Bertha.— Eso no me preocupa. Gilles.— ¿Sabes?... Bertha.— Están a punto de atraparte. Gilles.— Lo importante es que no sospechan de ti. Bertha.— Debe ser así. Nuestra misión transcenderá por encima de nuestras vidas. Gilles.— Tú eres mi misión. Bertha.— Sigue amándome. Gilles.— Aún en la muerte. Bertha.— Donde seremos bendecidos como santos. Gilles.— Hemos cumplido con la palabra. Bertha.— Nos espera la eternidad. Gilles.— Bette Davis murió en la galería. Bertha.— Esos «infieles» se lo merecen. Gilles.— Siempre haré lo que me digas. Bertha.— Te tengo una nueva misión. Gilles (Ausente).— Lo que digas. Bertha.— Debe morir Bette Davis. Gilles.— Te dije que murió, con los demás. Bertha.— ¡No! La dejaste ir. Gilles.— Ha muerto. Bertha.— No me mientas. No es necesario. Gilles.— Por favor, Bertha, déjala ir. Bertha.— ¿Acaso te enamoraste? Gilles.— No.

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Bertha.— Espero que no. Gilles.— No me importa ese Valentino, pero con Bette es diferente. Bertha.— De Valentino ya me encargué. Gilles.— ¿Qué hiciste? Bertha.— No tiene importancia. Ya no existe. Eso es lo que importa. Gilles.— Por ti, la bendición es mi muerte. Bertha.— Lo sé. Todos deben morir. Gilles.— Todos. Incluyéndome. Bertha (Ausente, alienada).—Me entristeció verte en el psiquiátrico. Gilles.— Fue necesario. Bertha.— Cualquier sacrificio será poco. Gilles.— Que todo sea por la palabra. Bertha.— Yo soy la palabra. Gilles.— Los sacrificios serán siempre poco. Bertha.— Está bien, te entendí. No permitiré que a Bette Davis la descuartices. Gilles.— Gracias. No es que no pueda, pero con ella es diferente. Bertha.— Nada es diferente. Gilles.— Bette Davis, sí. Bertha.— Aun seamos hermanos, la misión va primero. Gilles.— Tú y yo somos la misión. Bertha.— La galería «Durbay» debe desaparecer. Gilles.— Junto con mi pieza «Vietnam, la batalla del arroz». Bertha.— ¿Qué dices? Gilles.— La pintura. Bertha.— Tú no eres pintor. Gilles.— Ya lo siento así. Bertha.— ¡No confundas tu misión! Gilles.— No la confundo. Bertha.— Ese cuadro debe desaparecer. Gilles.— Pieza.

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Bertha.— ¿Pieza? Gilles.— Se le dice «pieza», no «cuadro». Bette Davis.— Eso lo entiendo, pero ahora no me importa. Gilles.— La pintura es parte de nuestra misión. Bertha.— Sí, ¡basta! No me lo recuerdes. Sé cuál es la misión. Gilles.— Lo hacemos para instaurar la nueva era del arte. Bertha.— ¡El arte nos salvará! Gilles.— ¡Aleluya! Bertha.— Pero todos deben morir. Gilles (Ausente).— Sí, todos. Bertha.— Por el arte nuevo. Gilles.— Por el arte nuevo. Bertha.— Recuerda que la piel de nuestras víctimas se utilizará para la nueva pintura. Gilles.— Tengo reservado sus cueros cabelludos. Bertha.— Gracias amor. Gilles.— Debo decirte algo: la muerte de Valentino tuvo un costo para la misión. Bertha.— Lo sé. Gilles.— ¿Sabes ya entonces que vienen por nosotros? Bertha.— Así es. Gilles.— ¿Qué haremos? Bertha.— Este viejo galpón, que ahora es un galería, volará en pedazos. Y con ella las tres cuartas partes de esta ciudad de Londres. Gilles.— ¿Bertha? Bertha.— ¿Sí? Gilles.— ¿Por qué Londres? Bertha.— Porque es la ciudad donde nacimos. Y nadie debe olvidarlo. Nadie. Gilles.— Nadie. (Se dejan escuchar voces: «FBI y Scotland Yard. ¡Salgan de allí con las manos en alto! No tienen salida». Pausa. Más adelante la voz de Bette Davis: «soy

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yo, Bette Davis, con nombre real de Sandra Luengo, quien te partirá el culo coño de tu madre, ¡sal de allí maldito Gilles!». En el lugar, la algarabía propia de un asalto policial. Al fondo la música tema, en ascenso. Leve.) Bertha.— ¿Estás preparado? Gilles.— Sí. Bertha.— Dime, ¿qué hora es? Gilles.— seis y cuarenta y cinco minutos. Aún está oscuro. Bertha.— No, son las once y cuarenta y cinco minutos de la noche. Gilles.— Nuestra hora, no la de ellos. Bertha.— Te amo. Gilles.— Te amo. (Continúan las voces en alto. Se reproduce el fuerte sonido de una explosión, mientras llega la oscuridad total. Música tema en alto. Pausa. Cambio. De pronto, la escena [2] del Cuadro 2, la cual irá desapareciendo en breve hasta contener, una vez más, el espacio escénico de oscuridad.) Fin de Duchamp, 11:45

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Saldré de tu piel de cuero

—pieza en un acto para dos actores en 9 retratos— Primer premio en el XVI Concurso Nacional de Literatura. Ipasme año 2008, mención dramaturgia



A josĂŠ marĂ­a, mi hijo, metido en la memoria



Yo seré comprendido con ojos, corazón, cerebro, se me comprenderá con ombligo y uñas, saldré de tu piel de cuero a rastras y apretaré la piel como las cuerdas del arpa. Daré en una iglesia el concierto de lo eternamente nuevo. Günnar Björling

…Cuando el espíritu se desvanece aparece la forma.

Charles Bukowski

Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito.

Jorge Luis Borges (de Ajedrez)



Personajes Pentti, hombre de cincuenta y cinco años. Al final de acto se hace ver mayor a esta edad. Rabbe, hombre de cuarenta y siete años. En cualquier lugar de transeúntes de la ciudad. Acaso un parque. En el escenario sillas. Cuatro o más de acuerdo a la dinámica que le imponga el director de escena. Estas sillas, prefiere el autor que —más por una relación subjetiva con su escritura que racional—, sean de metal, algo minimalista en su decorado: de figuras lineales y abstractas. Se sugiere, incluso estando escrita para dos actores, que sea representado por cuatro con salidas y entradas indistintas. Como quiera que sea, queda todo al criterio de su director. Puesto que esto no es más que un regodeo hermenéutico del autor que se ajusta en algún momento en el texto.



Único acto [1] —Primer día, 9:45 am., primera jugada— 7 de septiembre. 1975 Pentti y Rabbe, sentados de espalda al público. Algo de penumbra. Pentti.— Alfil torre. Rabbe.— Reina. Pentti.— Espera la salida del caballo. Rabbe.— Todo se va a terminar. Pentti.— Pensé en la torre. Rabbe.— Este lugar no es malo para morir. Pentti.— Qué cara de culo tiene. Rabbe.— ¡Quitarme los ojos!... Pentti.— Apostar al peón. Rabbe.— …es más clásico. Pentti.— Arrancarse los dedos… Rabbe.— ¡Con esa jugada se va a matar! Pentti.— Y se va a desangrar. Rabbe.— De esa manera no… Pentti.— Otros prefieren ahorcarse. Rabbe.— Te llevarán a la horca por jugar tan mal. Pentti.— Las bellezas de las mujeres no se arrancan de las uñas. Rabbe.— Quizás desangrado sea mejor. Pentti.— Alfil cuatro. Rabbe.— Torre tres. Pentti.— Uña por uña como la muerte. Rabbe.— Torres tres. No alfil cuatro. Pentti.— Torre tres. Uña por uña. Rabbe.— ¡Torre tres! (Sentados aún se voltean, dando cara al público. Ambos se mantienen en una relación más subjetiva que directa

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en la comunicación, de acuerdo a como lo exige el texto. Asciende la luz.) Pentti.— Ese día, Rabbe.— ¡No muevas esa pieza! Ésa no. Pentti.— tus labios tenían la tarde sobre la fisura, Rabbe.— Este tipo está perdido. Pentti.— golpeando la madurez de mi cuerpo. Rabbe.— Coloca alfil cuatro [b] en torre tres [d]. Pentti.— A un lado de la aflicción. Rabbe.— En esta ciudad de mierda ya no hay quien lo haga. Pentti.— Colocando el temor de la boca abierta. Rabbe.— ¡Como si tuviéramos todo el día! Pentti.— Sobre sus amantes. Rabbe.— Haz la juzgada. Pentti.— A la entrada de Rekiavik. Rabbe.— Éste vino a la guerra. Pentti.— El miedo se cierne. Rabbe.— Aquél, en cambio, vino a jugar. Pentti.— En la caída de la ciudad. Rabbe.— Mueve, coño, la pieza. Pentti.— Aún cree en la sensualidad de los cuerpos. Rabbe.— Torre tres. (Se mueven, aún sentados, quedando de perfil al público. Hasta este momento la luz ha venido ascendiendo. Movimiento de las sillas, reiterado, aludiendo a un juego de ajedrez. Nada es alienado a las reglas del juego, es una relación con la alteridad del espacio.) Pentti.— Alfil cuatro. Rabbe.— ¿Alfil cuatro? Pentti.— Sí, alfil cuatro. Rabbe.— Dije torre tres. (Se deja escuchar un fuerte estruendo. Es un golpe seco sobre madera, aludiendo al movimiento de las piezas de ajedrez sobre el tablero. Alto.) Pentti.— Alfil cuatro rey. Rabbe.— Torre tres.

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Pentti.— Esa jugada no existe. Rabbe.— Nada existe. Pentti.— Pero en la gente existe. Rabbe.— Para mí, no existe la gente. Pentti (Al Público).—¿Usted existe? Rabbe.— Simple silogismo. Pentti (Al público).— ¿Ves? Allí están. Rabbe.— Sigo insistiendo en torre tres. Pentti.— La gente existe. Rabbe.— De acuerdo. Pentti.— Esa jugada también existe. Rabbe.— Llevas mucho tiempo para jugar. Pentti.— Por ejemplo, mírale los labios a esa mujer. Rabbe.— ¡Esa jugada está bien! Pentti.— Cree que queda algo del cuerpo. Rabbe.— No vayas a sacar a la reina. Pentti.— ¡Qué le queda a ella de su cuerpo en esta ciudad de mierda? Rabbe.— Te dije… ¡perdiste la torre! Pentti.— Toma tus cosas, llénalas de ti. Rabbe.— Ah…, entiendo, es parte de tu estrategia. Pentti.— Sí, está bien, párate de allí. Toma tus cosas. Rabbe.— Ya no hay jugadores como antes. Pentti.— ¿Te refieres a la ciudad? Rabbe.— Déjame que me concentre en el juego. Pentti.— ¿Yo? Rabbe (Al público).— Señor, permiso, no me deja ver el juego. Pentti.— Las mujeres son como el juego. Rabbe (Igual).— Estos dos tipos no juegan todos los días. Pentti.— Quiero ver cómo esos amantes culpan a sus labios de la monotonía. Rabbe.— ¿Es que este tipo no me va a dejar ver el juego! Pentti.— Lo que no saben estos amantes es que detrás de ellos espera el otro.

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Rabbe (Al público).—¡Coño de tu madre!, quítate del medio. Pentti.— Aquél (señala alguien del público), dibuja la noche con todo el rastre del día. Rabbe.— ¿Qué si soy grosero? No estoy viendo el juego. Pentti.— Unos acá. Otros allá. Rabbe.— Se te va a agotar el tiempo. Pentti.— Mira aquél. Rabbe.— Saca la jugada. Pentti.— Curtido de mierda. Rabbe.— ¡Esa es la jugada! Pentti.— Metido con el tiempo en la piel. Rabbe.— Me gusta cuando hace ese tipo de jugada. Pentti.— Así se miran unos a otros al caminar. Rabbe.— Aguántatela ahora, vamos a ver qué vas a hacer. Pentti.— Aquélla está llorando… Rabbe.— ¡Pero déjala chico! Pentti.— Así son los amorosos. Rabbe.— Suelta la reina. Pentti (Mira a Rabbe con cierta ausencia).—¿Es el juego de la vida? Rabbe.— Si coloca Alfil blanco en c4, será la vida. Pentti (Igual).— El juego, como puede notarse. Rabbe (Ausente).— Así de sencillo. Pentti.— Prefiero ver la vida. Rabbe.— Qué más vida que esto. Pentti.— Respirar el aire. Rabbe.— Sí, respiro el juego. Lo veo. Lo toco. Pentti.— ¿Cuántas veces te has parado allí? Rabbe.— Tantas veces sea necesario mueves el peón. Pentti.— Todas las mañanas. Rabbe.— No siempre es así. Aquí hay otros jugadores en otras mañanas. Pentti.— Se sienta, toma su pequeño bolso… Rabbe.— Otras mañanas toma las blancas primero. Esta vez las negras.

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Pentti.— … y saca su pedazo de pan duro… Rabbe.— … todo depende… Pentti.— … algo mojado… Rabbe.— ¿Peón tres reina? Pentti.— … lentamente se lo lleva a la boca… Rabbe.— No entiendo. Pentti.— No hay nada que entender… Rabbe.— La jugada es simple… Pentti.— …cuando se está en su lugar, no hay nada hay nada qué entender. Rabbe.— Es el simple funcionamiento de las reglas. Pentti.— Más que funcionamiento de las reglas (!), se trata del hambre. Rabbe.— Sin reglas no hay juego. Pentti.— Hambre. Rabbe.— Juego. Pentti.— Hambre simple y coño de madre hambre. Rabbe.— Jugada. Pentti.— Frío. Rabbe.— Momento estratégico. Pentti.— Cansancio. Rabbe.— Ritmo. Pentti.— Desolación. Rabbe.— Trazado del juego. Pentti.— «La gente que cree en la política es como la gente que cree en dios: sorben aire con pajitas torcidas»… Rabbe.— ¡Torre tres! (Movimiento de sillas: los actores se levantan, se vuelven a sentar. A partir de aquí quedará, a juicio del director de escena, los cambios de ritmos y utilización de estas sillas en su particular dinámica) Pentti.— El hambre es como melancólica, hay que sentirla. Rabbe.— Esa jugada está mejor. Pentti.— No me refiero a tener hambre, sino al «hambre».

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Rabbe.— Proteges con el caballo. Pentti.— A esa puta de mediodía llamada hambre. Rabbe (Cambia. Fuera de juego, pero aún ausente de Pentti).— Estuve de primavera con las drogas. Pentti.— No es droga, sino hambre. Rabbe .— No hay diferencias. Pentti.— Si que las hay. Rabbe (Mirando al público).—¿Me habla usted a mí? Pentti.— Ya terminó de comer. Rabbe.— Uno rey blanco. Dos [ce] alfil negro. Pentti.— Ahora se va a quitar las pantaletas. Rabbe.— Caballo peón tres. Pentti.— Qué mala costumbre. Rabbe.— Ese movimiento está mal. Pentti.— Sí, es cierto el comportamiento del hambre es marginal. Rabbe.— ¡Peón tres! ¿No ve vas a decir que la vieja no está buena? Pentti.— ¡Coño! Rabbe.— Se está haciendo la paja. Pentti.— Se está moviendo rico. Rabbe (Al público).— Una mujer con unas tetas así. Pentti.— Está mostrando una teta. Rabbe.— Y paraditas, perdona, no es una vieja… (Continúan ausentes uno del otro de acuerdo a cómo lo exija el texto) Pentti.— Amigo, ¡se desnuda! Rabbe.— Torre tres. Pentti.— Pensándolo bien, no es tan vieja. Rabbe.— ¡Alfil dos! [be] … si es una carajita. Pentti.— Carajo se está metiendo el dedo completo. Rabbe.— … Suavecito… Pentti.— Esas tetas no deben tener más de dos mamaditas. Rabbe.— Reina peón, tres blanco.

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Pentti.— Aquél se toma las bolas. Rabbe.— Sí que tiene bríos. Pentti.— Qué indiscreto. Rabbe.— No lo culpo. Pentti.— Tengo entendido que si te quieres hacer escritor, debes cogerte más de una mujer… Rabbe.— Qué tal ésta. Pentti.— … bebes mucha cerveza… Rabbe.— … y otra cerveza… Pentti.— Otras mujeres… Rabbe.— Llegar borracho a casa. Meterse en la tina… Pentti.— …beberse otra cerveza… Rabbe.— Torre, reina tres ce negra. Pentti.—Escuchar a Bach, Mozart, quizás, a Vivaldi. Pero borracho. Rabbe.— Tiene la mano completa metida. ¡Pedazo de vagina que tiene! Pentti.— …beberse otra cerveza… Rabbe.— Bach que no te abandone. Quizás otros, él no. Pentti.—Bach, sí, siempre. Rabbe.— Se desnuda. Esos senos son bellos, a pesar de que están llenos de mierda. Pentti.—Aceptar que tienes que vivir en ese pequeño cuartucho. Rabbe.— ¿A quién coño le importa? Pentti.— Casi todo lo que escribes tendrás que tirarlo a la papelera. Rabbe.— Aquel tipo está que se hace la paja. Pentti.—Después regresas con la puta vestida de verde. Rabbe.— Es una indigente. Pentti.—Siempre se sienta allí. Esta vez le dio por desnudarse. Rabbe.— Me había comentado que lo hacía. Pentti.—Ahora lo hace. Rabbe.— En el mejor momento tenía que venir la policía.

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Pentti.—Ella, que se pasea por la «Park Avenue». Rabbe.—Ese policía lo único que sabe hacer es golpear a la gente. Pentti.— Golpea duro en el teclado. Rabbe.— Duro como un perro. Pentti.—Rey uno [de]. Rabbe.— No respires, golpéalo duro. Pentti.— Y no te arreches cuando te des cuenta que de nada te ha servido escribir. Rabbe.—La vieja, mira, está cagada de la risa. Pentti.—No importa, da igual. Rabbe.— Que se haga la paja tranquila (!)… Pentti.—Hay tiempo. Rabbe.— Esos policías son una mierda. Pentti.— ¡Serían sabios! Rabbe.— Ya no se puede estar tranquilo aquí en «Park avenue». Pentti.— Sabia es la vieja que tiene el cuerpo lleno de mierda. Rabbe.— Yo lo disfrutaba. Pentti.— Saya,… Rabbe.— Coño de tu madre,… Pentti.— la puta de vestido verde, Rabbe.— Déjale la teta tranquila policía del coño. Pentti.— si no, búscate una de vestido azul. Rabbe.— Qué más da, si aquí lo estaban disfrutando. Pentti.— El placer del cuerpo se decanta igual sin el alma. Rabbe.— Ya son felices, se la llevaron. Pentti.— Por eso prefiero al perro de Hilm, (Sonido de movimientos de piezas de ajedrez. Alto. Movimiento de sillas.) Rabbe.— ¡Torre tres! Pentti.— que, recogiendo de la basura, no me pregunta nada, Rabbe.— Alfil, caballo reina. Pentti.— me acompaña. Es un sabio el viejo Hilm.

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Rabbe.— Marca el reloj. Sabemos que moverás al rey. Hazlo. Pentti.— Lo amo. Amo a su silencio, Rabbe.— Peón cuatro. ¿Otra vez? Pentti.— no pregunta nada… Rabbe.— Bobby no preguntará nada. Marcará el cronómetro. Pentti.— Una botella y un viejo sabio al lado. Es todo lo que se pide antes de emborracharme. Rabbe.— Este es el juego esperado. Pentti.—Allá se la llevan. Rabbe.— Ac4 más T2c negras. Pentti.— No dejan de mirarla. Rabbe.— Todos estamos ambiciosos por el cuerpo. Pentti.— Miran el cuerpo perdido en la memoria. Rabbe.— Torre cuatro ce. Pentti.— ¿Qué haces con el cuerpo de las mujeres? Rabbe.— ¡Destrozado! Pentti.— Depende. Rabbe.— ¿Qué nos quiere decir con esa jugada? Pentti.— El cuerpo se deja en su lugar. Rabbe.— Piénsalo. Pentti.— Él es bello. Rabbe.— Tiene los ojos más bellos de la ciudad. Pentti.— Siempre con esa sonrisa que nos asienta. Rabbe.— Que nos mira. Pentti.— En esta fiesta, seguro que lo encontrarás. Rabbe.— Bello, seguro. Pentti.— No le falta dinero. Rabbe.— Nos llega presuntuoso de sus logros, entre whisky —no bebe vino barato—. Pentti.— En esa fiesta lo verás. Seguro. Rabbe.— Pero en el baño, ahora mismo, se están cogiendo a su mujer. Pentti.— Así se descompone el cuerpo. Rabbe.— Torres be cuatro. Pentti.— ¿Por qué los cuerpos se descomponen?

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Rabbe.— Desde el desamor. Pentti.— Se hacen pedazos en la sangre del cáliz. Rabbe.— Es lo que queda de la habitación, pedazos del odio. Pentti.— Lascivo y repugnante. Rabbe.— En el desafecto de la ciudad. Pentti.— Es cierto, porque a él, en cambio, no se lo llevan preso. Rabbe.— Se le va a terminar su tiempo. Pentti.— Lo dejan allí aún acariciándose las bolas. Rabbe.— Es el desamor de la ciudad. Pentti.— A él si no se lo llevan preso. Rabbe.— ¡T4c! Pentti.— «la gente está exhausta, infeliz y frustrada, la gente es... Rabbe.— … amarga y vengativa, la gente está engañada y temerosa,... Pentti.— … la gente es iracunda y mediocre»… Rabbe.— … y los veo pasar, algunas veces odiosos, no amando, sino odiando… Pentti.— … odiando al lugar donde van… Rabbe.— … odiando el lugar de donde vienen… Pentti.— Unos odian a los otros… Rabbe.— O bien por lo que visten… Pentti.— … o por la sonrisa estrecha del otro… Rabbe.— Ellos no miran a nadie. Pentti.— Ven sus propios enojos. Rabbe.— Y el enojo del otro. Pentti.— Pero insisten en caminar del aquel lado de la acera. Rabbe.— Sólo trazan el pasado. Pentti.— Yo los veo arrastrándose con una memoria aburrida. Rabbe.— Me estrecho en la sonrisa de éste. Pentti.— Mientes. Deseas sus nuevos zapatos tanto como él. Rabbe.— «Puede que no lo crea/

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Pentti.— ...pero hay gente…/ Rabbe.— …que va por la vida /con muy poca / Pentti.— fricción o /angustia./… Rabbe.— …/Visten bien, comen…/ Pentti.— …bien, duermen bien. /Están contentos con su vida». Rabbe.— Sólo trazan el pasado. Pentti.— Torres tres. Rabbe.— ¿Perdón? Pentti.— Torres tres. Rabbe.— (Ausente) ¿Se dirige usted a mí? Oscuro. (Es importante destacar que estos «oscuros» —de aquí en adelante— son más bien descensos de luz en plano de colores que se pueden representar al fondo del escenario en un ciclorama. A objeto de definir los cambios de escena: un color por vez)

[2] —Antes del primer día— Cualquier día de septiembre Pentti y Rabbe, sentados uno frente al otro. Algo está marcando su desavenencia con el espacio. Es diferente. Como si el espectador regresara al tiempo, a la memoria de los personajes. Pero se encuentran, aparentemente, en una habitación. Rabbe.— Mucho gusto, mi nombre es (en finlandés) Rabbe, Rabbe Enckell. Pentti.— (En finlandés) Pentti. Rabbe.— ¿Pentti? Pentti.— Sí, Pentti Saarikoski. Es finlandés. Rabbe.— Pero usted no parece finlandés. Pentti.— Usted tampoco.

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Rabbe.— Mi abuelo. Pentti.— Su abuelo qué. Rabbe.— Es finlandés. Pentti.— ¿Paterno? Rabbe.— Sí, cómo lo sabe. Pentti.— ¿Su apellido no es Saarikoski? Rabbe.— Sí, como el poeta finlandés: «Cuando llega la noche y todas las noches/se vienen a la mente,/¿cómo voy a vestir mis pensamientos de palabra». Pentti.— Qué es. Rabbe.— El poeta, como usted. Pentti.— No soy poeta. Rabbe.— Quiero decir que se llama como usted, Pentti Saarikoski Pentti.— Curioso. Rabbe.— ¿También se llamaba Rabbe? Pentti.— ¿Quién? Rabbe.— Su abuelo. Pentti.— No, pero era finlandés. Rabbe.— Obvio. Pentti.— Como el poeta. Rabbe.— ¿Seremos familia? Pentti.— Quizás, no sé. Rabbe.— ¿En qué año llegó su abuelo? Pentti.— No sé, no conocí a mi abuelo. Rabbe.— Tampoco yo. Pentti.— ¿Dónde vive usted? Rabbe.— A dos cuadras de aquí. Pentti.— «125 Avenue Park». Rabbe.— Sí, cómo lo sabe. Pentti.— También vivo a dos cuadras de aquí. Rabbe.— ¿En el 125…? Pentti.— No lo sé. Rabbe.— ¿No lo sabe? Pentti.— Sucede, y suele suceder, que no sabemos dónde tenemos un fragmento de nuestra memoria. De esa maldita y coño de madre memoria.

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Rabbe.— Un momento, antes de que se siga molestando, ¿usted no tiene casa? Pentti.— Sí, le dije que a dos cuadras de aquí. Rabbe.— Pero si vive a dos cuadras de aquí… ¿Este u Oeste? Pentti.— Este. Rabbe.— ¡También yo! Pentti.— En el edificio Alexandro Müller. Rabbe.— Y cómo es que no sabe. Pentti.— No sé qué. Rabbe.— Coño, dónde vive. Pentti.— Si un día amanece y no eres feliz porque no tienes trabajo ni tampoco qué comer. No eres pensionado. No tienes una tarjeta de crédito y una mujer que mantener. Otros sí. Tú nunca la tendrás… Rabbe.— Pero, ¿no puede pagar la renta? Pentti.— En efecto mi muy apreciado amigo (!) Rabbe.— ¿Debía usted seis meses de renta? Pentti.— Sí. Rabbe.— ¿Y llenaba su cuarto de putas vestidas de verde? Pentti.— Algunas veces vestidas de azul. Rabbe.— Es curioso. Pentti.— Tenía un inquilino en el 125 que no tenía ni a su madre. Rabbe.— Yo tengo a la mía. Pentti.— Sí lo sé. Rabbe.— Joder, cómo lo sabe Pentti.— No lo sé. Rabbe.— Mi nombre es Rabbe. Pentti.— No se dice Rabbe, sino (en finlandés) «Rabbe». Rabbe.— Sí, pero con una madre de Calabozo —hija de gallegos—, un padrastro de Guanare y cuarenta y siete años. Lo mejor que te puede pasar es llamarte Rabbe. Pentti.— Me gusta mi nombre, Pentti.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Rabbe.— ¿Qué hora tiene su reloj? Pentti.— Nueve y cincuenta y nueve minutos. Rabbe.— Creí que eran las nueve y cuarenta y cinco minutos. Pentti.— Eran cuando usted llegó. Rabbe.— ¿Y usted a qué hora llegó? Pentti.— A las nueve y cuarenta y cinco minutos. Rabbe.— ¿Qué vino a hacer acá? Pentti.— Lo mismo que usted. Rabbe.— Ah… vino por la pensión. Pentti.— Pienso que sí. Rabbe.— Creí haber estado dos horas. Pentti.— Cuando se espera el tiempo es como si pesara. Cuando no tienes mujer. Rabbe.— No tienes auto… Pentti.— … No tienes tarjeta de crédito… Rabbe.— …Lugar dónde dormir… Pentti.— … Ni dónde beberte una cerveza… Rabbe.— … y caerte borracho. Pentti.— Y maldecir. Rabbe.— Por eso lo corrí. Pentti.— ¿A quién? Rabbe.— Al inquilino del «125 Avenue Park». Pentti.— Cuatro. Rabbe.— Cuatro, ¿qué? Pentti.— Cuatro días viniendo acá para esa maldita pensión. Rabbe.— Doscientos cincuenta dólares no es nada malo. Pentti.— Quizás hoy sea martes. Lento, lento, pero martes. Rabbe.— ¿Sabes jugar ajedrez? Pentti.— Verlo. Rabbe.— ¿Qué cosa? Pentti.— El ajedrez, ver jugar ajedrez. Rabbe.— Quizás mañana juegan. Pentti.— Entonces lo veré.

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Rabbe.— ¿Y la pensión? Pentti.— Si cobro pago el cuartucho de mierda. Rabbe.— Tengo postales de Finlandia. Pentti.— Las que tengo me las dio mi padre. Así dicen que las dejó antes de marcharse. Rabbe.— Eran de mi abuelo. Pentti.— ¿Qué edad tiene tu abuelo? Rabbe.— No sé, no lo conocí. Pentti.— Dicen que a los finlandeses les gusta el ajedrez. Rabbe.— Como a los rusos. Pentti.— ¿Los finlandeses no son rusos? Rabbe.— Por eso todos los jueves vengo al «Park Avenue» Pentti.— ¿Por los rusos? Rabbe.— No, por el ajedrez. Pentti.— El ajedrez me recuerda a mi hermano. Rabbe.— Acaso, ¿era ruso? Pentti.— No. Rabbe.— ¿Entonces? Pentti.— Entonces, ¿qué? Rabbe.— Tu hermano, ¿era ruso? Pentti.— Le gustaba el ajedrez. Rabbe.— No voy a alquilar la habitación en el «125». Pentti.— ¿No? Rabbe.— A él le gusta el ajedrez también. Pentti.— ¿A quién? Rabbe.— Al inquilino. Al inquilino de mierda que estamos hablando. Pentti.— Curioso. Rabbe.— ¿El ajedrez? Pentti.— El inquilino. Rabbe.— ¿Qué hay de curioso en alguien que no te paga la renta? Pentti.— No, eso no. En que, como yo, no pague la renta, sea un borracho y se cague en la puerta de la habitación.

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Rabbe.— ¿También te cagas en la puerta de la habitación. Pentti.— Sí. Rabbe.— Curioso. Pentti.— ¿Ves? Rabbe.— ¿Ajá?… Pentti.— Que hayas, mientras esperamos en esta cola del seguro, tantas coincidencias entre nosotros… Rabbe.— ¿A qué hora es el juego mañana? Pentti.— A las nueve y cuarenta y cinco minutos. Rabbe.— Espera. Ordenemos un poco las cosas… Pentti.— Será mejor. Rabbe.— Usted es borracho. Pentti.— Ajá… Rabbe.— Contésteme, sí o no. (Se deja escuchar una voz al fondo, un poco cansada, arrítmica como la de los funcionarios públicos: «¡el siguiente!») Pentti.— Sí. Rabbe.— ¿Su abuelo era finlandés? Rabbe.— Sí. Rabbe.— ¿No era ruso? Pentti.— No. Pentti.— ¿Le gusta el ajedrez? Pentti.— A veces. Rabbe.— ¿Se caga en la puerta de la habitación? Pentti.— Cuando me emborracho. Rabbe.— ¿Debe dinero? Pentti.— Mucho. Rabbe.— Le dije que me contestara sí o no. Pentti.— Sí. Rabbe.— ¿Y su madre? Pentti.— ¡Joder!, qué con mi madre. Rabbe.— ¿Era puta? Pentti.— No, borracha. Rabbe.— ¿Le gustan las putas? Pentti.— ¿A mi madre! Rabbe.— No, coño, a ti. Pentti.— Las de vestido verde, ¿qué significa esta

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vaina? ¿Eres policía o qué coño? Rabbe.— Estoy organizando las ideas. Pentti.— ¿Y qué tiene qué ver las putas con las ideas? Rabbe.— Nada. Pentti.— Ya va, ya va, por qué coño me interrogas. (La misma voz en off: «¡el siguiente!».) Rabbe.— Mañana el juego será a las nueve y cuarenta y cinco minutos. Pentti.— ¿Y no es la próxima semana? Rabbe.— No, mañana martes. Pentti.— ¿Y hoy no es martes? Rabbe.— Mañana. Pentti.— Me gustaría reunirme con usted en esa ocasión. Rabbe.— Le invito entonces a ver el juego. Oscuro

[3] —Martes, 9:45 am.— Quizás 7 de septiembre Rabbe y Pentti, sentados. Se deja escuchar la algarabía de gente, grupo de religiosos o evangélicos. Otro levanta la voz en pro de los derechos de los animales. Otra, por la liberación de la mujer. Todos a la vez. Fuera de escena y por lo alto, creando una relación con el espacio escénico de la primera escena. Rabbe.— Aún no ha empezado. Pentti.— Son las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Rabbe.— Siempre es a esa hora. Pentti.— Usted, qué espera. Rabbe.— No me diga usted, mucho gusto, mi nombre es (en finlandés) Rabbe.

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Pentti.— Pentti. Rabbe.— ¿Viene a ver el juego? Pentti.— Sí. Rabbe.— ¿Le gusta? Pentti.— Algo. Rabbe.— Hace calor. Pentti.— ¿Se dirige a mí? Rabbe (Ausente).— El calor me hace daño. Pentti.— En Finlandia siempre es frío. Rabbe.— Tengo la tensión arterial alta. Pentti.— A mí, me gusta el frío. Rabbe.— Este país es caliente. Pentti.— ¿Sabe algo? Rabbe.— No, qué. Pentti.— Hace unos días vi a un hombre, Rabbe.— Qué con eso, aquí hay muchos. Pentti.— las manos le desangraban, Rabbe.— ¿Por qué? Pentti.— se había arrancado las uñas. Rabbe.— ¿Las uñas? Pentti.— Uña por uña. Rabbe.— Aquí hay muchos hombres. Pentti.— Hasta que la policía se lo llevó. Rabbe.— ¿Habrá muerto desangrado? Pentti.— No lo sé. Gritaba que lo ahorcaran. Rabbe.— ¿Cuándo? Pentti.— Hace días. Rabbe.— No, sino que ¿cuándo gritaba? ¿Cuándo se lo llevaron? Pentti.— Viendo el juego de ajedrez. Rabbe.— ¿Éste? Pentti.— Sí, quizás. Rabbe.— ¡Entonces usted ha venido antes! Pentti.— Pentti, mi nombre es Pentti… Rabbe.— Ah, disculpe, ¿entonces Pentti? Pentti.— A las nueve y cuarenta y cinco minutos. Rabbe.— ¿Justo?

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Pentti.— Quizás. Rabbe.— El juego está por empezar. Pentti.— Alfil cuatro. Rabbe.— No. Torre negra tres [b]. Pentti.— Alfil cuatro. Rabbe.— Se me hace familiar tu acento. Pentti.— También el tuyo se me hace. Rabbe.— Empezaron con una jugada muy extraña. Pentti.— Por lo general no es así. Rabbe.— No. Pentti.— Da igual. Rabbe.— No, no es igual. Pentti.— ¡Exageras! Rabbe.— Debes tomar el juego con la seriedad del caso. Pentti.— Es el juego. Rabbe.— Allí está la vida. Pentti.— ¿Dónde? Rabbe.— Coño, ¡en el juego! Pentti.— También en el hecho de sacarse uña por uña. Rabbe.— En el querer irte a la mierda contándote el culo o desangrándote el cuello, no dice nada del ajedrez. Pentti.— Dice mucho. Rabbe.— ¡No me jodas! Pentti.— Apenas te estoy conociendo. Rabbe.— Entonces aprende del ajedrez. Pentti.— Eso hago. Rabbe.— Torre negra 3b. Pentti.— Alfil cuatro… Rabbe.— No. Pentti.— Si ves bien hacia la calle… Rabbe.— ¿Qué con eso? Pentti.— Verás esa fila de camiones llena de soldados. Rabbe.— Sí, me es inevitable escucharlos: — «¡Hijo de puta!».

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Pentti.— Se refieren al anciano: — «¡Mueve el culo de ese banco!». (Estos diálogos en el parlamento pueden ser representados por voces en off) Rabbe.— No dejan de gritar: — «¡Desertor!». Pentti.— «¡Jodido marica!». Rabbe.— «¡Gallina!». Pentti.— Un camión detrás del otro: — «¡Venga, únete a nosotros!». Rabbe.— Otro soldado: — «¡Nosotros te enseñaremos a pelear mamarracho!». Pentti.— Son soldados. Rabbe.— Escucha lo que les responde el viejo: — «¡Yo luché en la segunda guerra mundial!». Rabbe.— El viejo tiene voz a pesar de todo. Pentti.— Mira, los soldados le arrojan mierda: — «¡Musiú!» Rabbe.— Se está comiendo el cambur que le arrojaron. Pentti.— Es eso, ¿menos importante que el ajedrez? Rabbe.— Si te detienes bien sobre el juego. Pentti.— Sí, entiendo que los peones son los soldados… Rabbe.— ¡Exacto! Pentti.— Entiendo. Rabbe.— C7c. Pentti.— ¿Qué código es ese? Rabbe.— La jugada. Pentti.— ¿Sí? Rabbe.— Y lo sabes. Pentti.— Claro. Rabbe.— Ve el juego. Pentti.— Allá afuera también hay juego. Rabbe.— Lo sé. Pentti.— Más real, basta con levantar la mirada. Rabbe.— Para mí, el juego es una realidad.

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Pentti (Ausente).—¿Por qué será que esa (señala al público) puta de vestido verde siempre está allí? Rabbe.— No sé, estoy pendiente de los peones. Pentti.— Los peones son como los hombres de pensamiento o, mejor, como el pensamiento. Rabbe.— ¿A qué te refieres exactamente? Pentti.— A Marx, por ejemplo. Rabbe.— ¿Marx? Pentti.— Sí, a Carlos Marx, al judío alemán. Rabbe.— ¿Qué carajo tiene que ver con Marx? Pentti.— Porque están para mandarlos a comer mierda. Rabbe.— No te entiendo. Pentti.— Son inútiles. Rabbe.— ¿Cómo los peones? Pentti.— Así es. Rabbe.— ¡Cuidado! El alfil te puede estar escuchando. Pentti.— Es la idea. Rabbe.— ¿Ver el juego? Pentti.— No. Más bien darte el lujo de mandar todo a la mierda y tomarte en su lugar una cerveza. Rabbe.— Ah… sí, una cerveza bien fría. Pentti.— Cayendo la hermosa gota y húmeda. Rabbe.— Para hacer a Marx más útil. Pentti.— ¿Cómo los peones en el juego de ajedrez? Rabbe.— Tanto como un juego de ajedrez. Pentti.— Así que cagándote en esos nombres aprendes. Rabbe.— Lento como la mierda bajo el río. Pentti.— Sí, lento pero eficaz. Rabbe (Ausente).—Tienes un hermano finlandés, ¿verdad? Pentti.— Creo que sí. Oscuro

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[4] —La semana anterior— 3 de septiembre En la habitación de Rabbe, a su vez, en cualquier lugar. Rabbe.— Debo ir al seguro. Pentti.— ¿A qué? Rabbe.— A cobrar la pensión. Pentti.— Pagan poco. Rabbe.— Son doscientos cincuenta dólares. Pentti.— Desde que me retiraron de la lista de los disidentes. Rabbe.— Cómo lo lograste. Pentti.— Compre dos helados y cuatro bombones… Rabbe.— ¿Qué tiene que ver? Pentti.— Para regalárselos a la secretaria. Rabbe.— ¿Y ella es puta? Pentti.— No seas ridículo. Rabbe.— Sin ofensas. Pentti.— La de vestido verde. Rabbe.— Sí, claro, es puta. Pentti.— Si así lo quieres ver. Rabbe.— ¿Cómo hiciste? Pentti.— Fui al «Park Avenue». Rabbe.— ¿Y te la pegaste? Pentti.— No. Rabbe.— Qué bobo… Pentti.— Comimos helados. Le gusto. Rabbe.— Con eso es suficiente. Pentti.— Dos besos, una mamada de teta, una promesa. Otro helado, otro beso y ¡zas! fuera de la lista. Rabbe.— ¿En el parque? Pentti.— Estábamos solos, sé dónde fui. Rabbe.— Es una ecuación erótica. Pentti.— Para muchas cosas. Funciona así. Mejor que por la vía tradicional: te evitas la burocracia.

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Rabbe.— ¿Y te la pegaste? Pentti.— Comimos helados Rabbe.— ¡Qué? Pentti.— No sólo del cuerpo se vive. Rabbe.— Sí, está bien (!)…Sales de la casa y te encuentras una mujer que te desea. Que el único hombre con quien quiere estar es contigo. Pentti.— Así es. Rabbe.— Qué ridículo. Pentti.— A veces buscan de ti un amor platónico... Rabbe.— ¡Jaque! Pentti.— …Sí, a veces las mujeres nos juegan jaque,… Rabbe.— Ese jugador no está a su nivel. Pentti.— … otras veces, también te quedas sin alma. Rabbe.— Éste no va a durar mucho en este juego. Pentti.— … y regresas a tu casa en busca de ella. Rabbe.— Esperaremos otro juego. Pentti.— Esa mujer ni cuerpo ni alma tiene. Su voz es estridente. Rabbe.— Cuál mujer, dónde está. También quiero disfrutarla, ¿tienes su teléfono? Pentti.— Me refiero a la del helado… Rabbe.— Ah… Pentti.— … Mientras comía helado, me gritaba… Rabbe.— Este juego también es estridente. Pentti.— Deja el ajedrez. ¿De qué juego me hablas? Rabbe.— Es un juego de mi imaginación. Pentti.— Ni modo. Tú en lo tuyo y yo a lo mío. Rabbe.— Éste juego en particular está aburrido. Pentti.— La poesía puede estar en lo estridente. Rabbe.— El ajedrez, si lo revisas bien, es poesía. Pentti.— No digas güebonadas. Rabbe.— ¿No lo crees? Pentti.— Te explico algo si me lo permites. ¿Me lo permites? Rabbe.— Coño sí, claro.

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Pentti.— Para la poesía, tiene que vivir la angustia, desesperación, la muerte y quizás consigas, en el mejor de los casos, escribir unos pocos buenos poemas. Si acaso, leer algunos. La poesía es de pocos, incluso, son pocos los que la leen. Así que la puedes encontrar en cualquier mierda. Y si no, qué importa. Ella no está para que hagamos mérito. Rabbe.— Igual sucede con el ajedrez. Pentti.— Que haya sido un lector es ya un lugar privilegiado. Rabbe.— Ser un jugador también. Pentti.— Vuelvo a decirte, es de pocos. Rabbe.— Ya va. Un momento. Pentti.— Tú dirás. Rabbe.— ¿No viniste a buscar la planilla del seguro? Pentti.— Y tú eres el que está hablando de un juego que ni siquiera vemos. Acaso, ¿de qué hablas? Me quieres explicar por favor. Rabbe.— ¿No estás borracho? Pentti.— Como tú, juego. Rabbe.— Empiezas a entender. Pentti.— Prefiero estar mirando a las personas. Rabbe.— El juego es parecido. Pentti.— Es sencillo. Rabbe.— Sé que es sencillo. Pentti.— Quiero decir que es cuestión de saber mirar a la gente. Rabbe.— Estás evadiéndome. Pentti.— (A alguien del público) Aquél que está allá… Rabbe.— Qué con él. Pentti.— Se ve una persona seria, ¿verdad? Rabbe.— ¡Espera! Cómo haces para ver. Allí lo que está es la ventana. No estamos en el parque. Pentti.— Sígueme el juego. Rabbe.— Está bien, ¿qué con él? Pentti.— Sé de él que le gusta martillar pollos a martillazos. Rabbe.— ¿Tiene una carnicería? -230-


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Pentti.— Algo así. Rabbe.— Qué costumbre tan extraña. Pentti.— Es un amigo común de otro amigo mío. Rabbe.— ¿Tienen amigos comunes? Pentti.— Sólo vengo a ver jugar el ajedrez cuando voy al parque. Rabbe.— Y es de todos sabido que allí hay más de un loco. ¿Qué con eso después de todo? Pentti.— Él fue una vez a su casa… Rabbe.— ¿Quién? Pentti.— El amigo común. Rabbe.— Ah… okay. Pentti.— Y éste le dijo que prepararían un pollo, pero antes perseguía al pollo por toda la casa. Le dio un martillazo hasta que al pollo le colgaba el ojo de un nervio y seguía corriendo ese pollo. Y no se moría. Había sangre por todas partes antes de que el pollo cayera al piso. Rabbe.— Coño, ¿sí? Pentti.— Tal cual sucedió. Rabbe.— Es un enfermo. Pentti.— Lo más curioso es que no se comieron el pollo. Rabbe.— Bueno, hay quien tiene su desliz. Pentti.— Sí, pero ya lo hizo costumbre. Todos los jueves a las cuatro de la tarde. Rabbe.— ¿No es hoy jueves? Pentti.— Sí. Rabbe.— Y son las cuatro. Pentti.— Correcto. Rabbe.— Coño. Pentti.— Es jueves, con una temperatura media de veintinueve grados centígrados. Y son las cuatro de la tarde. Rabbe.— Usa corbata. Pentti.— ¿Ves? Rabbe.— ¿Qué pasa?

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Pentti.— Me sigues bien el juego. Rabbe.— Usa corbata. Pentti.— ¿Quién? Rabbe.— El hombre de quien hablas. De quién coño más entonces. Pentti.— Nunca se quita la corbata. Rabbe.— Así parece, ¿no? Pentti.— De hecho, hasta donde sé, es un reto para él martillar en el ojo del pollo. Vestido, así, de traje. Rabbe.— Hoy debemos acostarnos temprano. Pentti.— Es cierto, mañana tenemos que ver ir al seguro. Rabbe.— Rabbe. Pentti.— ¿Dime? Rabbe.— Quítate de la ventana, llevas horas allí. Oscuro

[5] Es Rabbe y Pentti, representando, a su vez, a otros dos personajes respectivamente. En cualquier lugar. Quizás el parque. Rabbe.— ¿Qué hacen esos tipos allí? Pentti.— ¿A quienes te refieres Claes? Rabbe.— Sencillo mi amigo Henry. (Señala alguien del público) Pentti.— ¿Sí? Rabbe.— Siempre vienen al juego. Pentti.— ¿Siempre? Rabbe.— No tienen otra cosa qué hacer. Pentti.— Es un entretenimiento nacional. Rabbe.— ¿En qué año estamos? Pentti.— Por favor Claes. Rabbe.— No en serio, Henry, en qué año estamos. Pentti.— Tres de septiembre de mi novecientos sesenta y ocho. -232-


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Rabbe.— Hoy es un día importante. Pentti.— Cómo lo sabes. Rabbe.— No pareces coterráneo. Pentti.— ¿Qué sucede con la fecha? Rabbe.— Esa fecha es histórica. ¿O es que, acaso, te parece más a los de aquí? Pentti (En finlandés).— No me ofendas. Rabbe.— No, es cierto, no te ofendas. Pentti (Igual).—¡No me compares con el ruido de este país! Rabbe.— Terminas acostumbrándote a tanto ruido de este país. Pentti.— No quiero parecerme al país. Rabbe.— ¡Acéptalo! Pentti (En finlandés).— Siento mi país, su distancia, sus vientos. Rabbe.— ¿Aún te sigue gustando ese frío insoportable? Pentti (Igual).— Me quedo con el frío. Rabbe (En finlandés).—¿Qué puede haber de aventura en eso? Pentti.— Me gustan mis recuerdos. Rabbe (Igual).— Me gustaría que te olvidaras de eso. Pentti.— ¿Cómo puedo olvidarme de mi país? Rabbe.— Olvidándote. Pentti.— No te entiendo. Rabbe.— ¿Cómo, ya te olvidaste de nuestra propia lengua? Pentti.— Te hablo en finlandés. Rabbe.— Lo sé, me refiero es a esa necia persistencia necia de recordar algo. Pentti (En finlandés).— ¡Antipatriota! Rabbe.— Creo ser más patriota que tú. Pentti (Igual).— Mi padre luchó en la segunda guerra mundial. Rabbe.— Ya sé que tu padre luchó en la segunda guerra mundial. Pentti.— No me ofenda. -233-


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Rabbe.— Soy sincero. (cita al poeta finlandés Caj Westerberg): «Se compra y se vende/se vende y se compra/ nuestra propia vida. / Vaya, vaya. / Bien cara es/ y se vende barata.» Rabbe.— Qué es. Pentti.— El poeta finlandés Caj Westerberg… Rabbe.— Ajá… Pentti.— Nació en Porvoo en mil novecientos cuarenta y seis, en la costa del sur. Curso estudios en Estados Unidos. Ha trabajado de marinero y empleado en una librería. Y mira qué bien escribe. Por eso me gusta. Rabbe.— Ya sé de tus gustos literarios. Pentti.— Y yo de tus gustos por la pintura. Nada cambia. Rabbe.— Entonces no te molestes. Pentti.— No lo estoy. Rabbe.— Te conozco cuando te arrechas. Pentti.— ¿Qué con eso? Rabbe.— Empiezas hablando finlandés. Pentti.— ¿Y qué? Tú me entiendes. Rabbe.— A veces. Pentti.— Te estás olvidando de todo. Por cierto, ¿no has ido más al «125 Park Anenue»? Rabbe.— No, ¿a qué? Pentti.— A visitar a tu padre. Rabbe.— Dicen que su hermano lo está molestando. Pentti.— ¿Con que? Rabbe.— Cuando se emborracha le da por cagarse en la puerta de su casa. Pentti.— ¿Y por qué vive con él? Rabbe.— Insiste en que es su hermano. Pentti.— ¿Y qué hace tu padre? Rabbe.— Después de dos días les da por visitar instituciones públicas. Pentti.— ¿Adónde van? Rabbe.— Están empeñado en un seguro ahora.

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Pentti.— ¿Será que en eso vamos a terminar? Rabbe.— ¡Cómo? Pentti.— Abandonados. Rabbe.— De alguna manera ya lo estamos. (Pausa) Pentti.— Esos tipos no le quitan la mirada al juego. Rabbe.— ¿Por qué será que uno de ellos mira tanto a aquella mujer? Pentti.— ¿Cuál? Rabbe.— La de vestido verde Henrry Parland. La de vestido verde (!) Pentti.— Sí como quieras Claes Andersson (!) La puta. Rabbe.— No todas las mujeres de vestido verde son putas. Pentti.— No Claes Andersson. Rabbe.— Claro, Henrry Parland, la veo. Pentti.— A los finlandeses nos gustan las putas. Oscuro

[6] Antes del 11 de septiembre Rabbe y Pentti en su habitación pero se conservan, en la realidad de la escena, uno detrás del otro: buscando el cariño perdido de los hermanos. Delante de ellos, las sillas. Rabbe.— No entiendo porque siempre estás callado o qué guardas detrás de ese silencio. Pentti.— No olvides que somos hermanos y hay mucha distancia entre nosotros. Necesito de tu afecto. Rabbe.— No me vengas con esa mierda. Pentti.— No, te hablo en serio. Rabbe.— Es mentira sólo has querido arrancarte las uñas, córtate el cuello. Ahora me hablas de afecto. Es una mentira. Pentti.— A veces un apretón de manos podría ser suficiente.

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(Pentti se le acerca a Rabbe con afecto: es la pérdida del amor en la infancia, su búsqueda en el gesto.) Rabbe.— No me interesa. Pentti.— Podemos rescatar lo perdido. Rabbe.— Es ridículo. Pentti.— No hay nada de ridículo en que dos hermanos se quieran unir. Rabbe.— Qué coño dices. Pentti (Erige su mano en gesto de saludo).— Un saludo por ejemplo. Rabbe (Dejándole a Pentti la mano extendida).— A veces las cosas pueden ser diferentes. ¿Qué quieres de mí? Pentti.— Tu afecto. Rabbe (Ríe).— Me estás gastando una broma. (Tratando de darle la mano) Pentti.— No es así. Rabbe (Cambia).—¡Estoy harto! Pentti.— Amargado. Rabbe.— Envidioso. Pentti.— Come mierda. Rabbe.— Lameculo. Pentti.— Egoísta. Rabbe.— Chulo. Pentti.— Arribista. Rabbe.— Pendenciero. Pentti.— Burgués. Rabbe.— Marxólogo. Pentti.— Comunista. Rabbe.— Marico. Pentti.— Bisexual. Rabbe.— Verdista. Pentti.— Azulista. Rabbe.— ¿Qué coño quieres? Pentti.— Haz silencio. Rabbe (Pentti intenta tocarlo).—¡No me toques! Pentti.— Coño vale, no sigamos con eso, ya ha pasado unos años. No deseo que nadie me toque. No lo

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soporto. Todo lo que sea contacto físico lo rechazo, lo detesto. ¡Suéltame! Pentti (Se le acerca violentamente y abraza con fuerza a Rabbe).— Hermano te aprecio. Rabbe (Va aceptando el abrazo poco a poco).— Coño, vale. Pentti (Continúa abrazándolo).— Entiende por favor. Rabbe.— Siempre he entendido. Pentti.— He querido decirte… (Los gestos de afecto se empiezan a mostrar en la medida que van compartiendo viejos afectos, sentimientos abandonados. Recuerdos expresados en el gesto del cuerpo.) Rabbe.— También yo. Pentti.— Coño vale hablemos. (Continúan los gestos de aquí hasta que oscurezca la escena: es una imagen de Ygmar Bergman en «Gritos y susurros». Lo amoroso predomina.) Rabbe (Entusiasmado).—¿Qué pasó con ese viaje a Finlandia? Pentti.— ¿Qué crees? Rabbe.— Debió ser fabuloso. Pentti.— Fíjate que llegué hasta la biblioteca. Rabbe (Descienden las luces).—¿Qué bueno? Pentti.— Ese viaje ha sido bueno. Rabbe.— También te tengo una sorpresa. Pentti.— ¿Y cómo te fue en la galería? Rabbe (Ya a oscuras).—¿Qué contarte?... Pentti.— Eso me alegra. Rabbe.— Pentti… Pentti.— ¿Sí? Rabbe.— Qué bueno que nos estemos hablando otra vez. Pentti.— A mí también me alegra. Rabbe.— Pentti, aléjate de la ventana. Pentti.— Es lo que hago. Oscuro

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[7] En el parque, cualquier día. Rabbe.— Buenos días. Pentti.— Buenos días. Rabbe.— Nueve y treinta y cinco minutos. Pentti.— Hoy es el juego final. Rabbe.— Voy a atrapar a ese desgraciado. Pentti.— Ya son las nueve y cuarenta y cinco minutos. Rabbe.— Sí, esa es la hora en la que voy a atrapar a ese desgraciado. Pentti.— ¿A quién? Rabbe.— Fascista. Pentti.— ¿A qué fascista te refieres? Rabbe.— Un asesino. Pentti.— Peón negro 3c. Rabbe.— Cruel. Pentti.— Peón blanco 2d. Rabbe.— Cincuenta mil personas. Pentti.— Marcó el cronómetro. Rabbe.— Sólo en un mes, cincuenta mil almas judías. Otras no. Pentti.— ¿Jugará Torre negra 3d? Rabbe.— En una oportunidad. Despertó, más temprano de lo habitual, a las treinta y cinco mujeres de la cabaña cuarenta y cinco. Todas mujeres. Jóvenes muchas de ellas. Las puso en la fila. Y sólo porque una de ellas le preguntó «¿qué pasaba?» Él mismo tomo su arma sin mediar y le disparó en la frente. A él le gustó. Lo disfrutó. El sonido de la bala era seco, como si entrara en la carne un animal muerto. Calló lentamente la delgada y bella mujer —respirando los pocos segundos que le quedaba de vida—. En él se dejaba ver una sonrisa de placer y odio al ser humano. Lo repitió. Lo hizo con cada una: una detrás de la otra en un

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ritual monótono. Repitió, recargó el arma ante los ojos incrédulos de sus subalternos —aquello les parecía aún demasiada crueldad porque ellos mismos tenían que recargar el arma—. Duró más de dos horas. Y parecían años. No terminaba. La muerte tenía entonces nombre al entrar la mañana: Kermman Shultz, el oficial a cargo. Pentti.— ¡Torre negra 3b! Rabbe.— Hoy es un día especial. Pentti.— Marca cronómetro. Rabbe.— Porque tendrá que pagar todos esos crímenes. Pentti.— Estamos seguro que este juego final será interesante. Rabbe.— Será el juego final. Sin lugar a dudas. Pentti.— Alfil cuatro [c]. Rabbe.— Odiaba a la vida, la muerte era su signo. Pentti.— Marca cronómetro. Rabbe.— Huyó a la Argentina. Como puedes entenderlo, le dieron refugio. Lo cobijaron. Se escondió en ese lugar. Ahora protege a terroristas. Pentti.— ¿Cuándo jugará? Rabbe.— ¡Ni te imaginas qué ha tenido que hacer para continuar con su campaña de crimen, muerte! Pentti.— No entiendo, volvió con Torres 3b. Rabbe.— No hay mucho que entender… Pentti.— Peón 3 [d]. Rabbe.— … Se trata de un asesino de mierda… Pentti.— Cronómetro. Rabbe.— De acuerdo al lugar que llega, se cambia de piel,… Pentti (A alguien del público).—¿Seguimos el juego? Rabbe.— pero cambia para morder, con ahínco, a sus víctimas. Las muerde duro una vez que las descubre. Pentti.— ¿Y qué tiene que ver con nosotros los finlandeses?

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Rabbe.— Es hoy responsable de un atentado, que no tiene antecedentes por su magnitud, en Buenos Aires. El suceso provoca cerca de setenta muertos y es reivindicado tiempo más tarde por un comando de origen árabe. Pero todos sabemos que el que está detrás de esto es Kermman Shultz. Pentti.— En eso no nos metemos lo finlandeses. Rabbe.— No se trata de los finlandeses. Se trata de la muerte que a veces se esconden bajo una piel ya mentirosa. Pentti.— Eso digo de este jugador. Rabbe.— Hoy es un día especial. Pentti.— Estamos seguro que hoy es el juego final. Rabbe.— No vengo a hablarte del juego final. Pentti.— ¿No jugara Torre 3b? Rabbe.— Debajo de mis piernas tengo un arma. Pentti.— ¡Coño qué vamos a hacer con eso? Rabbe.— No se trata de qué vamos a hacer, sino qué voy a hacer. Pentti.— Sí, carajo, qué vas a hacer. Rabbe.— Primero debo decirte que mi nombre no es Rabbe, sino Iván Levy. Pentti.— ¿Iván Levy? Rabbe.— ¿No te dice nada el apellido? Pentti.— Aquí hay muchos Levy. Rabbe.— No tantos. Pentti.— Sí, muchos. Rabbe.— Hoy es un día especial. Pentti.— Ya me lo dijiste. Rabbe.— No te hablo del juego. Pentti.— Ah… ¿te acordaste del juego? Rabbe.— ¿Qué juego? Pentti.— Coño el juego. Coño… Rabbe.— No te arreches. Pentti.— Hablas de judíos. Rabbe.— De seres humanos Pentti.— Qué con el ajedrez.

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Rabbe.— con tiros en la cabeza Pentti.— Ajá… Rabbe.— en la frente, Pentti.— ¿Y? Rabbe.— cuerpos desnudos, Pentti.— ¿Dónde? Rabbe.— sobres sus huesos la piel Pentti.— Morboso. Rabbe.— y la lágrima en el cuello Pentti.— El juego. Rabbe.— y hundidos en la tierra, Pentti.— Cochina la vaina. Rabbe.— hediondos, Pentti.— Vayamos al juego, ¿sí? Rabbe.— otros, Pentti.— El juego. Rabbe.— amontonados Pentti.— ¡Torre 3b, jugó! Rabbe.— uno encima del otro, Pentti.— El juego coño. Rabbe.— sin tiempo para el sepelio, Pentti.— Coño. Rabbe.— podridos en los ojos, Pentti.— Espero entonces. Rabbe.— ya no tienen tiempo de mirar… Pentti.— ¡Qué coño con eso? Rabbe (Cambia. Pausa corta).—¿Sabes para qué sirven las armas? Pentti.— Para matar gente… (Al público, como queriendo recordar sobre el juego.) Carajo, no hagas esa jugada… Rabbe.— Francia, mil novecientos treinta y nueve: mil quinientos cincuenta. Pentti.— ¿Qué partido fue ese? Rabbe.— Leningrado, doce de abril de mil novecientos cuarenta y uno: tres mil.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Pentti.— ¿Estamos hablando de ajedrez? Rabbe.— Belgrado, once de septiembre de mil novecientos cuarenta y dos: dos mil setecientos. Pentti.— Coño. Rabbe.— Dos mil setecientos Pentti.— ¿Otro juego? Rabbe.— asesinados. Pentti.— Coño. Coño. Coño. Rabbe.— Hechos mierda. Pentti.— Los rusos juegan bien el ajedrez. Rabbe.— Brazos, Pentti.— Mejor hablamos del juego. Rabbe.— ojos, Pentti.— ¿Entonces? Rabbe.— culos, sangre, muerte. Pentti.— ¡Mierda!, mejor veamos el juego. Rabbe.— La muerte no es juego. Pentti.— El juego amigo. Rabbe.— Vasta de tanta muerte. Pentti.— ¿No jugará Torre 3b? Rabbe.— Debajo de mis piernas tengo el arma. Pentti.— Ya me lo dijiste Rabbe. Rabbe.— Rabbe Enckell. Pentti.— ¿No es Iván Levy? Rabbe.— Para ti Rabbe Enckell. Pentti.— Mi nombre es Pentti Saarikoski. Rabbe.— No es cierto. Pentti.— Mira, el juego pasa y nos estamos enredando aquí. (Rabbe se mantiene en silencio) Pentti.— Me tienes cagado con esa arma de mierda. Rabbe.— Voy a disparar. (Oscuro)

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Saldré de tu piel de cuero

[8] Jefatura policial 10 de septiembre Aparecen Rabbe como «Iván Levy» Y Pentti como «Ville Vale». Se requiere que esta duplicidad, en el sentido estético, sea parte de la estructura de aquella alteridad escénica. Rabbe.— Cuarenta detenidos y nada. Pentti.— Omar, Rabbe.— Calif, Pentti.— Alí Josef, Rabbe.— Al-Brahan Junior, Pentti.— Un tal Raphal, Rabbe.— Cuarenta y cinco, corrijo. Pentti.— Tres heridos y un medio muerto. Rabbe.— Cuatro demandas. Pentti.— Dos extradiciones. Rabbe.— veinticinco llevados a prisión, Pentti.— Uno a la horca. Rabbe.— Con la horca no estoy de acuerdo. Pentti.— Eso es una responsabilidad del gobierno iraquí. Rabbe.— Es igual. No estoy de acuerdo. Pentti.— No estamos para impartir justicia. Rabbe.— Lo sé, estamos para imponer el orden. Pentti.— Creí que te habías olvidando de lo que aprendiste en la academia. Rabbe.— Por favor, no me vengas con esa paja. Pentti.— A quién le interesa el orden Iván, Iván Levy. Rabbe.— A ti, Ville Vale, te preocupa tu país. Pentti.— Mira Iván, sé lo importante que es para ti atrapar a ese Kermman Shultz. Rabbe.— No me voy a echar para atrás. Pentti.— Sigamos con esta cuenta horrible.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Rabbe. (Pausa) — Hay que entregar el informe. Pentti.— Sigamos con esta ladilla del informe, por favor. Rabbe.— Estoy en eso. Pentti.— En esta mierda hasta los lápices hay que contar. Rabbe.— Una motocicleta. Pentti.— El coño de madre de Terence digo que nos las iba a descontar de la nómina. Rabbe.— ¡Se equivoca! No le pares bola. Pentti.— ¿Te puedo hacer una pregunta? Rabbe.— Treinta desayunos. Pentti.— (Pausa) ¿Me escuchaste? Rabbe.— Si la respuesta me lleva menos de tres minutos. Hazla. Pentti.— No llevará dos. Rabbe.— ¿Seguro? Pentti.— Sí. Rabbe.— Llevas un minuto. Pentti.— ¿Hasta cuándo vas a aguantar esa vaina de ser el hermano de Pentti? Rabbe.— Hasta donde sea necesario. Pentti.— ¿Y cómo se cree el cuento? Rabbe.— Para algo tuve que recordar mi finlandés. Pentti.— Y bien que lo hiciste. Rabbe.— Kermman Shultz. Pentti.— ¿Qué con su nombre? Rabbe.— Es su nombre real. Pentti.— Lo sé. Es más fácil decirle «Pentti». Rabbe.— Hasta donde sea necesario. Pentti.— ¿Sea necesario qué? Rabbe.— Coño, capturarlo. Pentti.— ¿No sospecha? Rabbe.— Creo que tiene sus dudas. Pentti.— ¿Y qué coño hacen en el «Park Avenue»? Rabbe.— Ver el juego en principio. Pentti.— Qué ladilla.

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Saldré de tu piel de cuero

Rabbe.— ¿Qué? Pentti.— El juego, es una ladilla. Rabbe.— No si te acostumbras. Pentti.— ¿Y qué descubres allí de él? Rabbe.— Que es divertido. Pentti.— No me refiero al juego. Rabbe.— ¿A qué entonces? Pentti.— Al hecho que lo acompañes a ver el juego. Rabbe.— Que cada vez que le nombro «Torre 3b». Pentti.— ¿Qué? Rabbe.— El juego. Pentti.— ¿Ajá? Rabbe.— Es una jugada del ajedrez. Pentti.— Ah… Rabbe.— Cambia, se transforma. Pentti.— ¿Qué pasa con él? Rabbe.— Le da por ser poeta. Pentti.— ¿Qué, acaso, se pone a recitar versos? Rabbe.— Sí, a los poetas finlandeses. Pentti.— Coño, qué ladilla. Rabbe.— Pana, eres un inculto. Pentti.— ¿Y desde cuándo acá tú sabes de poesía? Rabbe.— Obvio, mi amigo, antes de hacerme policía. Pentti.— Se te habrá olvidado. Rabbe.— A veces cita a Charles Bukowski. Pentti.— ¿A quién? Rabbe.— Al poeta. Pentti.— ¿Ese tipo no estaba metido en peos por ser comunista? Rabbe.— Eres de terror. Pentti.— No soy tan bruto. Rabbe.— Es un poeta norteamericano. Muy conocido. Pentti.— ¿Y qué haces con todo eso? Rabbe.— Descubrirlo, carajo, capturarlo: mandarlo a la mierda. Pentti.— Amigo —y qué bueno que ahora estamos hablando—, usted va a parar a loco.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Rabbe.— Estoy muy cerca. Pentti.— ¿Qué tanto? Rabbe.— A dos juego y medio. Pentti.— ¿De qué? Rabbe.— ¿De qué carajo va a ser? Pentti.— No te molestes (Cambia. Pausa)… Tres bolígrafos, una resma de papel, cuatro ceniceros… Rabbe.— ¡De atraparlo coño! Pentti (Sigue revisando para el informe, como si no le importara la conversación).— Espero que antes no te hagas poeta (!) Rabbe.— Sigamos con el informe. Pentti.— Dos unidades móviles. Rabbe.— Estamos metidos en un peo con esos dos carros. Pentti.— ¡Continúa! Rabbe.— (Mientras bajan las luces a oscuro) Cuatro cajas de municiones, Pentti.— Un kilo de marihuana, Rabbe.— Mil dólares en desayunos, Pentti.— Tres putas (risas). Rabbe.— No metas a las chicas en esto. Pentti.— Esto está saliendo muy caro. Rabbe.— No lo pagas tú. Pentti.— Claro. Rabbe.— Una chaqueta antibalas, Pentti.— Desde que me reasignaron a tu caso… Rabbe.— Siete plumillas, Pentti.— Cuatro libros, Rabbe.— Tres ce des. Pentti.— Un kilo de explosivos. Rabbe.— Coño. Pentti.— Así dice aquí. Rabbe.— Ese Kermman Shultz se las trae. Pentti.— ¿Qué coño pretende? Rabbe.— Continúa. Pentti.— Seis preservativos,

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Rabbe.— ¿Seis preservativos? Pentti.— Sí. Rabbe.— ¿Qué estuviste haciendo con las chicas? Pentti.— Tres boletos al cine. Rabbe.— Cuidado con las chicas. Pentti.— No mezclo putas con trabajo. Rabbe.— Otro lápiz… Oscuro

[9] En el parque. 11 de septiembre Rabbe.— Para el asesino. Pentti.— Dónde. Rabbe.— Muy cerca de mí. Pentti.— ¿A quién te refieres? Rabbe.— Seguro que dejará a un sustituto. Pentti.— ¿De qué cosa me hablas? Rabbe.— Ya sabes. Pentti.— Cómo puedo saberlo. Rabbe.— Tengo todo controlado. Pentti.— Estoy nervioso. Rabbe.— Es natural. Pentti.— ¿Qué demonios piensas hacer? Rabbe.— Lo que hace tiempo debí hacer. Pentti.— Coño, Rabbe, déjate de vainas. Rabbe.— Es en serio. Pentti.— Lo mismo digo. Rabbe.— Nunca antes había hablado tan en serio. Pentti.— Guarda esa verga, ¿quieres? Rabbe.— No te preocupes. Pentti.— ¡Si que eres arrecho! Rabbe.— Sólo hago mi trabajo. Pentti.— ¿Cómo profesor universitario?

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Rabbe.— No. Pentti.— Mira, no sé qué coño te pasa. Rabbe.— Nada. Pentti.— ¿Nada? Con esa arma del coño. Rabbe.— No es un arma de mierda. Pentti.— No...(!) y yo soy el abuelo de Caperucita Roja. Rabbe.— Con ella, haré justicia. Pentti.— Coño, Rabbe, qué justicia y qué coño de madre. Rabbe.— Esto no es la Argentina. Pentti.— ¿Argentina? Rabbe.— Sí, no hay quien le abrigue más sus asesinatos. Pentti (Alto).—¡Me confundes! Rabbe.— Es sencillo. Pentti.— Para ti. Rabbe.— Ya no tiene a la viuda de Perón a su favor. Pentti.— ¿Qué coño dices? Rabbe.— No es complicado. Pentti.— ¡Me lo quieres explicar? Rabbe.— Voy a explicártelo. Pentti.— Coño sí, por favor. Rabbe.— Tomo el arma, Pentti.— Y la guardas. Rabbe.— coloco la punta del arma sobre el abdomen, Pentti.— ¿A quién? Rabbe.— discretamente, Pentti.— ¿Qué, está cerca? Rabbe.— le digo mi nombre, Pentti.— Ah, ya entiendo. Rabbe.— cuando le diga mi nombre, Pentti.— ¿Rabbe? Rabbe.— sabrá de qué se trata. Pentti.— ¡Es el jugador! Rabbe.— le diré que todo ha terminado. Pentti.— ¡Yo te ayudo!

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Rabbe.— No tienes nada qué hacer. Pentti.— Puedo ayudar. Rabbe.— Ya lo has hecho. Pentti.— ¡No he hecho nada! Rabbe.— Haz hecho mucho. Pentti.— ¿Qué dices? Rabbe.— Las veces que nos hemos reunido han servido para mucho. Pentti.— Yo jugaba. Rabbe.— Mientras hacía mi trabajo. Pentti.— ¡Cómo dices? Rabbe.— Tengo ya los indicios necesarios. Pentti.— ¿Indicios? Rabbe.— Todo está grabado, registrado, escrito, digitalizado. Pentti.— ¿De qué coño hablas? Rabbe.— Míralo como si fuera tu juego. Pentti.— Yo jugaba con las palabras. Rabbe.— (Alto) ¡Mientes! Pentti.— ¿Por qué me gritas? Rabbe.— No te grito. Sólo te recuerdo el rigor del juego. Pentti.— O sea, ¿tener un arma bajo las piernas? Rabbe.— Sí. Pentti.— ¿Una hija de puta arma bajo piernas? Rabbe.— Lista para ser usada contra el asesino si es necesario. Pentti.— Sí, como quieras (!) Rabbe.— Será fácil. Pentti.— ¿Y desde cuándo sabes usar armas? Rabbe.— Desde que jugamos. Pentti.— Sigo sin entender. Rabbe.— No es necesario entender mucho. Pentti.— No era así que yo jugaba. Rabbe.— Lo sé. Pentti.— Qué sabes. Rabbe.— El juego ha cambiado Pentti.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Pentti.— Se más explícito, ¿quieres? Rabbe.— Te voy a dar un ejemplo, ¿tienes tiempo? Pentti.— El que quieras. Rabbe.— «Sé que nunca he estado en la luna»… Pentti.— ¿...? Rabbe.— «Quiero decir: el no haber estado en la luna es algo tan seguro para mí como cualesquier fundamento que pudieras proporcionar al respecto». Pentti.— Obvio. Rabbe.— Espera. Pentti.— ¿Qué quieres decir? Rabbe.— Las cosas que damos por sentado. Pentti.— Eso lo entiendo. Rabbe.— Las cosas están allí claras para mí. Pentti.— Torre 3b. Rabbe.— No. Pentti.— ¿No qué? Rabbe.— No evadas. Pentti.— Acaso, ¿no estás jugando? Rabbe.— ¿Abrirías mi cerebro para saber que es el cerebro lo que tengo allí? Pentti.— Es morboso. Rabbe (Risotada).— Ahora me pareces gracioso. Pentti.— No le encuentro la gracia. Rabbe .— ¡hipócrita! Pentti.— Respeta. Rabbe .— Aquí ya no se trata de respeto. Pentti.— ¿De qué coño entonces? Rabbe .— Sencillo. Pentti.— Sencillo un coño. Rabbe .— Estás muy grosero, ¿no y que te gusta la poesía? Pentti (En finlandés).—¡Vete a la mierda! Rabbe .— No te arreches. Pentti.— No sé a dónde quieres llegar. Rabbe .— De eso se trata: a dónde llegaremos. Pentti.— Alfil 4c. Rabbe .— Te dije que ya no se trata del ajedrez.

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Saldré de tu piel de cuero

Pentti.— ¿De qué carajo entonces? Rabbe .— He abierto el cerebro… Pentti.— ¿El cerebro de quién? Rabbe .— Del asesino. Pentti.— Eres una mierda. Rabbe .— Me refiero a su pensamiento. Pentti.— Ah, hablas en sentido figurado. Rabbe .— Así es. Pentti.— Esconde el arma entonces. Rabbe .— Hablo desde la lógica del pensamiento. Pentti.— Eso lo tenemos claro. Rabbe .— Es que ahora esa misma lógica soy yo quien la aplica. Pentti.— Me doy cuenta. Rabbe .— Ahora sé, por ejemplo, porque se vomitaba en la puerta de mi casa. Pentti.— Me has hablado de él. Rabbe .— Alfil 4c. Pentti.— ¿No y que con el ajedrez no? Rabbe .— Todo cambia. Pentti.— ¿Rabbe? Rabbe.— ¿Sí? Pentti.— ¿Te encuentras bien? Rabbe.— Mejor que nunca. Pentti.— Nada nuevo. Tienes quince minutos diciéndomelo. Rabbe.— ¿Cuál es tu temor? Pentti.— Que empieces a volarle la cabeza a más de uno. Rabbe.— No soy un asesino. Pentti.— Actúas como tal. Rabbe.— «Actúo con completa certeza. Pero esa certeza es la mía». Pentti.— ¿Filosófico? Rabbe.— No. Pentti.— ¿Qué entonces? Rabbe.— Es mi certeza encontrarme con él.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Pentti.— ¿Con quién? Rabbe.— Con Kermman Shultz. Pentti.— No le conozco. Rabbe.— Claro que sí. Pentti.— ¿Cómo puedes estar tan seguro? Rabbe.— «El dudar tiene ciertas manifestaciones características en circunstancias particulares. Si alguien dijera que dudara de la existencia de sus manos, habiéndolas mirado por todos lados, habiéndose asegurado de que no se trataba de ‘espejismos’, etcétera, no estaríamos seguro de tener que llamar a eso dudar como el del que duda, pero su juego no sería el nuestro». Pentti.— No me interesan tus clases de filosofía. Rabbe.— Ludwing Wittgenstein. Pentti.— ¿Quién? Rabbe.— Es un pensador austriaco. Pentti.— ¿Y qué me interesa? Rabbe.— Mucho Kermman Shultz. Pentti.— ¿Cómo me dijiste? Rabbe.— Kermman Shultz. Pentti.— ¿Kermman Shultz? Rabbe.— Soy Iván Levy. Pentti.— Cómo. (Pentti, en un asombro algo esperado, trata de escapar del lugar. Rabbe lo detiene con el arma. Pentti se resigna ante lo inevitable. Vuelve a tomar lugar. A nivel de la escena, movimiento de sillas.) Rabbe.— ¡Siéntate! Pentti.— Lo esperaba. Rabbe.— ¡Haz dejado a tus muertos! Pentti.— ¡judío de mierda! Rabbe.— Me reconoces, ¿cierto? Pentti.— Claro. Rabbe.— Sabes ya que tu cuerpo es tu cuerpo. Pentti.— Policía y judío. Además medio marico cuando se lo propone. -252-


Saldré de tu piel de cuero

Rabbe.— Sabía que tenías una sospecha. No me importan tus ofensas. Pentti.— Desde que lo descubrí en tu acento. Rabbe.— Por eso no podía perder más tiempo. Pentti.— Ya es tarde. Rabbe.— Nunca lo es. Pentti.— Crees que podrás detener el atentado. Rabbe.— Sí, lo sé. Pentti.— Entonces a esta hora… Rabbe.— Nueve y cuarenta y cinco minutos… Pentti.— Así es. Rabbe.— ¿A cuántos más vas a matar esta vez? Pentti.— Eso no te lo puedo asegurar. Rabbe.— ¡Eres un asesino de mierda! Pentti.— Nada cambia. Rabbe.— ¡Criminal! Pentti.— ¡Judío! Rabbe.— ¿Te molesta verdad? Pentti.— No tienes una idea de cuánto odio la vida. Rabbe.— No tienes que decírmelo. Pentti.— Odio no mi vida, sino la de ustedes. Rabbe.— Pensabas huir. Pentti.— ¿Y qué con el resto de la gente? Rabbe.— ¿Qué gente? Pentti.— Los jugadores, los transeúntes, todos. Rabbe.— Bajo mis órdenes. Pentti.— ¿Incluso los jugadores? Rabbe.— Esos no. Pentti.— Pero, ¿Por qué no se asustan como el resto? Rabbe.— No sé. Pentti.— ¿Qué son, judíos también? Rabbe.— Sí. Rabbe.— Con razón. Rabbe.— Con razón de qué. Pentti.— Son como animales. No sienten, no miran. Rabbe.— Quizás acabas de detener la historia. Pentti.— ¿Ves?, cuando te lo propones, eres medio marico. -253-


Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Rabbe.— No me ofendes. Pentti.— Usa esa arma del coño y acabamos con esto. Rabbe.— No es tan fácil. Pentti.— Sí, apuntas y aprietas el gatillo. Rabbe.— Basta con que te apunte. Mi gente hace el resto. Pentti.— ¿Más judíos? Rabbe.— Sí. Pentti.— Entonces correré para que lo hagas. Rabbe.— No te daré el gusto. Pentti.— ¿Y cómo vas evitarlo? Rabbe.— ¡No se dice más! Te voy a encarcelar con cuatro coño de madres judíos que se convirtieron al cristianismo. Pentti.— ¿Y qué? Rabbe.— Primero te cogen. Les gustan los viejos que se las tiran de jodidos. Pentti.— No tengo problemas con mi homosexualidad. Será un placer. Rabbe.— Te tienen arrechera «mama güevo». Pentti.— Sabes que tengo mis abogados. Fácil me dan la extradición a Siria. Lo sabes. Rabbe.— No tendrás tiempo, antes te vuelo yo mismo la cabeza coño de tu madre. Pentti.— ¿Y dónde está el poeta carajo? Rabbe (En finlandés).— No tiene nada qué ver. Pentti.— ¿Y por qué me lo dices en finlandés? Insisto, eres medio marico. Rabbe.— Con eso no te escaparás. Pentti.— Siempre dije, cuando viví en tu habitación, que esa obsesión al trabajo es de maricos. Rabbe.— Te meto un tiro, Pentti.— Pero con eso no tengo problemas. Sólo dime dónde y cuándo con los cuatro tipos (risotada). Rabbe.— mejor dos hijos de puta. Pentti.— Sabía que tarde o temprano me atraparías. Rabbe.— ¿Y por qué escogiste la nacionalidad finlandesa? -254-


Saldré de tu piel de cuero

Pentti.— ¿Quién va a sospechar de un finlandés? Rabbe.— Sabes que soy hijo de finlandés judío y madre española... Pentti.— Judío y medio marico. Rabbe.— Pero te atrapé. Pentti.— Lo dices tú. Rabbe.— Como a un perro, Pentti.— ¿Un perro? Rabbe.— te mataré. Pentti.— Odias tanto como yo. Rabbe.— Odio tu sentido de la muerte. Pentti.— Por eso somos hermanos (!) Rabbe.— Un hermano un coño. Pentti.— Es lógico. Rabbe.— Nada de juego. Pentti.— Es un problema de lenguaje. Rabbe.— Te voy a meter esta arma por el culo. Luego te disparo. Pentti.— Te olvidas, Rabbe.— De qué. Pentti.— de que eres policía. Rabbe.— Cómo sabes todo esto. Pentti.— Te esperaba. Rabbe.— Qué orgullo de mierda tienes. Pentti.— Dices la verdad. Rabbe.— No aceptas que te atrapé. Pentti.— No me subestimes. Rabbe.— En eso tienes razón. Pentti.— Judío pendejo. Rabbe.— Asesino. Rabbe.— Ya me lo dijiste. Pentti.— Vengo preparado. Rabbe.— ¿Otro atentado? Pentti.— Puedo decírtelo. Rabbe.— Qué me pedirás a cambio. Pentti.— Tranquilo. Rabbe.— Tu seguridad,

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Pentti.— A esta hora, Rabbe.— Me la paso por las bolas, Pentti.— Las Torres deben estar tiradas al piso. Rabbe.— porque eres un perro. Pentti.— Sigamos entonces con el juego. Rabbe.— Todo aquí es parte de un montaje policial. Pentti.— Me lo imaginé. Rabbe.— Tienes una imaginación patética (amenazante). Pentti.— Perdona, tengo estilo, hermano… Rabbe.— Hermano un coño. Pentti.— Tranquilo. Rabbe.— Qué te traes, Pentti.— A esta hora de la mañana debe haber más de tres mil muertos. Rabbe.— Coño de tu madre. Pentti.— Inevitable. Rabbe.— ¿Tienes que ver con lo de los aviones? Pentti.— ¿Dudas? Rabbe.— ¿Quiénes te enseñaron? Pentti.— Ya lo sabes. Rabbe.— Claro. Pentti.— Judío, pero inteligente. Rabbe.— Estás atrapado. Pentti.— El terrorismo tiene mucho que enseñarte. Rabbe.— ¡Estás liquidado con toda tu basura junta! Pentti.— Eso no cambia nada. Rabbe.— Sí, por lo menos, no cometerás más crímenes. Pentti.— Tengo mis sustitutos. Rabbe.— Vendrás conmigo. Pentti.— Te equivocas. Rabbe.— Qué dices. Pentti.— No iré. Rabbe.— Sí, claro que sí cabrón. Pentti.— ¿Cómo puedes subestimarme tanto? Rabbe.— Ah, entiendo. Pentti.— ¿A ver? Rabbe.— Tienes un segundo plan.

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Saldré de tu piel de cuero

Pentti.— Exacto. Rabbe.— Qué harás. Pentti.— Piensa. Rabbe.— ¡Hijo de puta! Pentti.— Así es. Rabbe.— ¿Tienes un segundo atentado? Pentti.— Sabía que eras inteligente (!) Rabbe.— (En finlandés) El coño de tu madre. Pentti.— Que me insultes en finlandés no cambia las cosas. Rabbe.— ¿Vas a reventar el lugar? Pentti.— Muy acertado (!) Rabbe.— Cómo. Pentti.— Porque crees que tengo el guardapolvo conmigo. Rabbe.— ¿Estás cocido de explosivos? Pentti.— Afirmativo. Rabbe.— Qué mierda. Pentti.— (Señala al público) Mira. Rabbe.— Qué. Pentti.— Ya los jugadores no están. Rabbe.— Y qué con eso. Pentti.— Te acuerdo a tu lógica, la historia cambió. Rabbe.— Pendejo son policías. Pentti.— ¿Crees que no lo sé? Rabbe.— Ya no hay tiempo. Pentti.— Aprieto este botón y ya. ¿Lo ves? (Le muestra.). Así de sencillo. Rabbe.— Te vuelo la cabeza antes. Pentti.— Te propongo algo. Rabbe.— No seas estúpido. Pentti.— Te sientas a un lado del tablero… Rabbe.— Qué dices. Pentti.— Jugar. Rabbe.— Loco de mierda. Pentti.— Qué más da. Ya estamos muertos. Rabbe.— Antes mueres primero.

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Caperucita ríe a medianoche y otras piezas

Pentti.— Primero saldré de tu piel de cuero. Rabbe.— ¿Qué dices? Pentti.— Cito al poeta finlandés. Rabbe.— No me jodas. Pentti.— Representante del modernismo sueco, dio a conocer las vanguardias europeas de principios de siglo. Rabbe.— ¡Vasta! Pentti.— Escribió en sueco. Rabbe.— Cállate. Pentti.— Sé que lo sabes. Rabbe.— No me provoques. Pentti.— Los alemanes tenemos el gusto por eso. Rabbe.— Eres finlandés y asesino. Pentti (Se burla).— Quise olvidarlo por un momento. Rabbe.— ¿A quién engañas? Pentti.— Dame unos minutos. Rabbe.— ¿Qué quieres? Pentti.— Ya estaba cansado. Rabbe.— Te agarré. Pentti.— Mientras, ¿por qué no jugamos? (Pausa larga. El escenario va oscureciendo hasta que se escucha un fuerte estruendo: esta vez un estallido que derrumba todo a su alrededor. A mismo tiempo las voces de Rabbe y Pentti y los fuertes movimientos de sillas de acuerdo a la dinámica que el director de escena trae hasta aquí.) Pentti.— Alfil torre. Rabbe.— Reina. Pentti.— Espera la salida del caballo. Rabbe.— Todo se va a terminar. Pentti.— Pensé en la torre. Rabbe.— Este lugar no es malo para morir. Pentti.— Qué cara de culo tiene. Rabbe.— ¡Quitarme los ojos!...

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Saldré de tu piel de cuero

Pentti.— Apostar al peón. Rabbe.— …es más clásico. Pentti.— Arrancarse los dedos… Rabbe.— ¡Con esa jugada se va a matar! Pentti.— Y se va a desangrar. Oscuro. Final de Saldré de tu piel de cuero

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Índice

Caperucita ríe a medianoche ........................................5 Duchamp, 11:45 ............................................................95 Saldré de tu piel de cuero...............................................207



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