La rosa profunda, número 7

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La rosa profunda Revista de creación y pensamiento

ISSN 1699-4671 – Noviembre 2008 – Número 7


La rosa profunda nº7 Revista de creación y pensamiento Noviembre 2008

ISSN 1699-4671

Dirección: José Eduardo Morales Moreno Consejo de Redacción: Mª Isabel González Arenas Juan Manuel Sánchez Meroño Colaborador: Carlos Jesús Escolano García Consejo Asesor: Vicente Cervera Salinas Abraham Esteve Serrano José María Jiménez Cano Francisco Vicente Gómez Comité de Honor: Fernando Arrabal Luis Alberto de Cuenca Lucía Etxebarria Luis Antonio de Villena Fundadores: Antonio Luis Bastida García José Manuel Martínez Sánchez Diseño y maquetación: Jonathan Fernández Román José Eduardo Morales Moreno Todos los textos publicados son inéditos


Índice PRESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 POES Í A Antonio Bastida: Imaginando .............................................................................................................. 8 Alexis Brito Delgado: Rasgos ............................................................................................................... 9 Dr. Bungalou Lumbago A’tresbandas: La memoria ..................................................................10

Pilar Cáceres: Como ese hombre que fue árbol ............................................................................12 Toni García Arias: La vida ...................................................................................................................16

Ana González Cantora: Anoche me desvelé...................................................................................17

Alejandro Lérida Hormigo: Llamada para una despedida .....................................................18

Damián Nicolás López Dallara: De nuevo a tierra firme .........................................................19 Vicente Mayoralas García: Sueño y cardo .....................................................................................21 Cristián Mínguez: No logro deshacerme de tus pétalos, rosa.................................................22

Francisco Jesús Muñoz Soler: Las guerras… / Zigzaguear… .................................................23

Orión de Panthoseas: El visitador de ciudades ...........................................................................24 Miguel Ángel Ortuño: Soneto .............................................................................................................25

Pedro Piñera Arenas: Ensueño ..........................................................................................................26

Emilia Reynaldo: Canción de Bella Durmiente / Con el cuerpo ............................................28

Juan Manuel Sánchez Meroño: Circunloquio ...............................................................................30 Víctor Vergara: Recordación presente ............................................................................................31 Mónica María Volpini Camerlinckx: Mi piel .................................................................................32

NARRATIVA RELATO Arenas: Ars moriendi .............................................................................................................................35

Luis Miguel Blázquez Durán: María................................................................................................36 Dr. Bungalou Lumbago A’tresbandas: De cómo seduce el Doctor en Pataphysica en un restaurante donde, naturalmente, ha sido invitado ...................................................................37 David Fortea Etxeberria: No lo hago mal del todo ....................................................................39

Daniel Alejandro Gómez: La Biblioteca y El Libro .....................................................................41

Ana González Cantora: Sábado de Gloria ......................................................................................46 Ricardo Pagani: Veo por mis ventanas ...........................................................................................48


Prana: Llámalo sueño ............................................................................................................................50

Fernando Proto Gutiérrez: Los dos reinos ....................................................................................51

Juan Amancio Rodríguez García: Pececillos .................................................................................54 Francisco A. Violat Bordonau: Es imposible es imposible .......................................................57 Mónica María Volpini Camerlinckx: La trampa .........................................................................66 Microrrelato

Ed. Expunctor: Nunca jamás ..............................................................................................................70

Santiago Eximeno: Ese niño soy yo ..................................................................................................71

David Fortea Etxeberria: El dibujante del Café Comercial .....................................................72

Basilio Pujante Cascales: Historia universal en un telegrama / El erudito ...................... 73 Mónica María Volpini Camerlinckx: Anastasia ...........................................................................74

Ensayos / artículos Aurora Galindo Esparza: El desgarro y el hermetismo: análisis de un poema “vanguardista” de César Vallejo ........................................................................................................76

Alejandro Hermosilla Sánchez: La integración y la desintegración del ritual mortífero en la modernidad mexicana: Tlatelolco..........................................................................................80 Carmen Lafay: A propósito de La muerte en Venecia...............................................................95 Almudena Santalla Rodríguez: Cuestión de punto de vista ....................................................98

PINTURA Pablo Hernández Hogert: Estratos de un presente convulso (por Carlos Jesús Escolano García) .................................................................................................................................. 103

María Sivana: Ver dos veces (por Carlos Jesús Escolano García) ...................................... 109


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PRESENTACIÓN

Indisolublemente vinculada al tiempo, la rosa. Símbolo de la belleza y de la esperanza, pero también del imparable avance hacia el muro / del arrabal final en que tropieza / la luz del campo del que hablaba Jorge Guillén. En cualquier caso, mientras no nos llega el turno de estrellarnos contra el muro cano que cada uno de nosotros tenemos reservado, podemos deleitarnos con los nuevos pétalos que le han brotado a La rosa profunda. Después de un par de números de sequía pictórica, irrumpen en las páginas de la revista los cuadros de dos artistas argentinos: María Sivana y Pablo Hernández, que nos ofrecen en sus pinturas dos mundos radicalmente opuestos. A la espiritualidad y trascendencia del yo en la serie de pinturas de María Sivana, tituladas “Del Samsara al Nirvana”, ante cuya contemplación nos invade una sensación de placidez y tranquilidad, se opone la incomunicación y la soledad en los espacios urbanos de los cuadros de Pablo Hernández Hogert, unos cuadros que levantan “acta de las ruinas físicas, humanas y morales que deja tras de sí el proyecto de una modernidad mal entendida y el artefacto mastodóntico creado por ella: la globalización”, como apunta Carlos Jesús Escolano García, que comenta las pinturas de estos dos artistas y arroja luz para su comprensión. En la sección de poesía encontramos, además de a autores que frecuentan las páginas de números anteriores de la revista (Orión de Panthoseas, Damián Nicolás López Dallara, Antonio Bastida, Juan Manuel Sánchez Meroño, Víctor Vergara, Pilar Cáceres, Toni García Arias, Cristián Mínguez, Pedro Piñera, Vicente Mayoralas García) a otros que publican aquí por primera vez, como Alexis Brito Delgado, Francisco Jesús Muñoz Soler, Ana González Cantora —con un canto a la imposibilidad de poseer el objeto amado—, Alejandro Lérida Hormigo —¡qué tristeza contagia el ritmo de su poema!—, Emilia Reynaldo —la Bella Durmiente..., la más triste de las princesas mórbidas—, Miguel Ángel Ortuño —un soneto al adiós, al desamor— y el Insigne y Eminentísimo Dr. en Pataphysica, de El Otro Ilustre Colegio Oficial de Pataphysica, Don Bungalou Lumbago A’tresbandas — cuyo poema sobre la memoria nos recuerda aquellos caminos de pájaros que lindan con la infancia—. En la sección de relato encontramos, igualmente, nombres que ya conocemos de otros números junto a autores nuevos: Arenas, Luis Miguel Blázquez Durán, David 5


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Fortea Etxeberria , Ana González Cantora, Ricardo José Pagani, Prana, Monica María Volpini Camerlinckx... No ha de ser casual que, procediendo de Borges el nombre de esta revista, confluyan en este número dos relatos que no son sino un homenaje al gran escritor argentino: Los dos reinos, de Fernando Proto Gutiérrez, y La Biblioteca y El Libro, de Daniel Alejandro Gómez, utilizan la materia borgiana para mostrar la multiplicidad del universo. Y si en la literatura de Borges encontramos paradojas, a una de ellas asistimos en el interesante relato del astrónomo Francisco A. Violat Bordonau: la paradoja Violat, la paradoja del lingote de plata, sobre la (im)posibilidad de los viajes en el tiempo. En una tesitura distinta nos sitúa el ilustrísimo Dr. Bungalou Lumbago A’tresbandas, que nos cuenta con su particular humor cómo seduce el Doctor en Pataphysica en un restaurante donde, naturalmente, ha sido invitado. Si en este relato encontramos langostas, en el de Juan Amancio Rodríguez García asistimos a la frenética actividad de dos pececillos capaces de sacar de quicio a cualquiera. En la sección de microrrelato, les ofrecemos cinco de autores que, salvo Santiago Eximeno, quien publica por primera vez aquí, ya son habituales en La rosa profunda. En la sección de ensayo, Alejandro Hermosilla desarrolla una serie de ideas acerca del ritual de la muerte en México; Carmen Lafay nos ofrece unas reflexiones sobre La muerte en Venecia; Aurora Galindo comenta el poema XVIII de Trilce de César Vallejo; y Almudena Santalla aborda la cuestión del perspectivismo en el ámbito de la lírica. No podemos cerrar esta presentación sin destacar y agradecer la labor que realiza el traductor Gonzalo Navarro, que en su página http://hougevy.net publica sus traducciones al francés de textos en español. Hace unos meses incorporó a su página la traducción de textos publicados en La rosa profunda por Ricardo José Pagani, Basilio Pujante Cascales, Juan Amancio Rodríguez García, María Sivana, Pablo Guerra Casado y Pedro Julián Martínez Muñoz, entre otros. Deseamos sinceramente que disfruten de los contenidos de este nuevo número, y ya saben: están invitados a enviar sus creaciones a La rosa profunda.

José Eduardo Morales Moreno

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POESÍA

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Antonio Bastida: Imaginando

Pienso en ti, te imagino cómo quisiera que fueras, te confundo entre el humo y la música de la vida. Eres un dulce ensueño que engaña a los sentidos. Eres utopía en mi mirada. Te deseo y no te veo, no existes ni existirás sino en la vida inventada, en los sueños deseados. En el cristal de los ojos te refugias y reflejas, mi corazón no te siente. Te ansío pero no te encontraré, te huelo, te esfumas, te adivino entre la muchedumbre, te olvidas de aparecer. Eres un dulce engaño. Inseparables almas de acero entrelazadas hemos sido. Siendo más duros que el acero hemos sido derrotados en esta unión. Etéreos vapores que nunca sacian, eternos temores que no se olvidan y que pueden ayudar a descifrar el camino hacia ninguna parte, somos ahora.

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Alexis Brito Delgado: Rasgos

Luces difusas iluminan tu interior, pero sólo alcanzo a contemplar pozos negros sin expresión, caras cansadas e indiferentes ojos tristes, labios fruncidos de las masas errantes al otro lado del espejo. Cerca de mí, apenas a un palmo, siento la fiebre que devora mi cabeza inclinada por el pesar.

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Dr. Bungalou Lumbago A’tresbandas: La memoria

En mi memoria burbujas de espanto sobrevuelan las astillas de mi pensamiento. ¿ Por qué ? Porque he derrochado la maleta de trofeos que gané picoteando en sus prietas carnes, violetas, de deseo ? o porque mi serenííííííísima lujuria hunde su puño con violenta exactitud ? Ahora vivo rodeado de la dulce crema de las tristezas ajenas y un crimen brutal, atento, me saluda desde la mortecina luz del atardecer.

De la insensantez de mis miembros se apropia mi memoria que regresa en torrentes de recuerdos a los hermosos días de abrazos y besos y 10


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caramelos de la infancia enfurecida, sonrojada por el calor maternal, donde los muchachos agitaban el tazón rebosante de líquidos enigmáticos y sugerentes en el palco de sus tiernas memorias imberbes.

Ella, mi memoria, enrojece, enrojece acumulando el torpe acontecer........ mientras yo adoro el triunfo de la pasajera locura que envuelve, en sus cabellos de oro, un instante ciego de amor.

Dr. Don Bungalou Lumbago A’tresbandas. Dr. en Pataphysica. © 8472 desde el reinado del Padre Ubú.

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Pilar Cáceres: Como ese hombre que fue árbol

Ya no me encontraron. ¿No me encontraron? No. No me encontraron Federico García Lorca

I

Como ese hombre que fue árbol por amor a las raíces de la tierra. Como ese hombre que cambió brazos por ramas y se volvió viento y lloró y tuvo por compañera la luna. Como ese hombre puro y solo aterido y tembloroso que fue muerto. Como ese hombre yo también ¡amor! un trozo de hierba escondida, un solo puñado de tierra.

II

Estas señales qué son qué es lo que parecen cuántos agoreros en sus canas riadas de versos las interpreten pero tú, ¿por qué vienes? por qué tu imagen esta noche así, tan frágil, tan crecida que yo no sé, no sé qué es… Pensar en ti el estupor universal auscultar en el aire tu ausencia domeñar el deseo a base de sombra donde la memoria 12


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perdida la entraña del enigma señala, amorosa, el recuerdo resplandor oculto de tu nombre. III A veces, el cerco de los días la terca lucha entre la nada y la vida. A veces, cerrando los ojos midiendo el espesor rojizo de su ausencia, presa de la humedad de sus palabras y aturdida con el sueño de su voz palpando el hueco de un arco envejecido como atenta aguja que viajase al vórtice de la tierra, soñando el olvido de mis manos en sus telúricos cabellos. Aquí las flechas no cejan de romperse: inútil dinamitar las entrañas de su sombra incapaz contra esta roca insondable que es su nombre. Estoy regresando al fracaso, aprendiendo el valor del sueño y quedándome por fin sin sed, con mi deseo al final ensombrecido imaginado animal moribundo con medio cuerpo enterrado aún respirando.

IV

Incluso llegando adónde llego dónde termino dónde aprieta el camino la lluvia no cesa su girar y girar y girar esta lucha inerme infatigable que me cuaja los ojos. Estuve una vez allí y regresé con una venda en los ojos espantada acorralada y sin destino.

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Mas luego vinieron los planetas y copulando con las nieves engendraron el inicio de los cantos celestes. Mira la luna qué quieta en su profunda tristeza qué sabia en su ironía pulcro lunar de esta galaxia interminable pregunta lucha divina. Estar herida de mundo herida de fiebre estar herida existir y no existir ser escarcha polen eterna rotura signo de lo quieto y en fuga viento. Todo mi cuerpo es un río infinito en la llanura del tiempo río que se hundió abandonado del cielo hasta donde la raíz alcanza el espacio. Extendida y seca de pura muerte anochecida su huella es trinchera de batalla. Destituyo de esta sombra me abandono en este surco. Escribo mi propia muerte como otros poetas intuyeron su destino.

V

De eso, de lo que no se ve pero sólo se siente y se sufre y se padece quiero hoy hablar contigo

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hermano de lo que te preocupa y te ahoga impidiéndote dormir de palabras fragmentadas de dolor largamente codiciado al que no dejas ir porque lo quieres más que a ti mismo, más que a todas las cosas del mundo, más que a Oriente y a Occidente juntos en medio de juguetes rotos, cenizas y un hálito de luz en medio de este vasto océano de luto vengo hoy a cerrar las manos junto a ti vengo ahora a llamarte hermano en silencio hermano mío

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Toni García Arias: La vida

Todo se evapora; mi voz, mis manos y todo lo que contienen.

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Ana González Cantora: Anoche me desvelé

Anoche me desvelé lejos del amanecer. Y te busqué con ciegos pies y ciegas manos por la inmensidad del lecho queriendo mitigar el agudo desamparo. Tú estabas ahí, al poco del silencio, a un solo palmo de mí. me anclé en las costas de tu cuerpo, te besé, te acaricié, me arropé con el tibio vaho de tus acantilados y, aun así, cómo te añoré. Entonces, para no dejarme vencer, me confederé con el servil crepúsculo de la lámpara y el compacto follaje de ese libro tan aburrido que nunca termino y que de tanto estar junto a la cama poco debe ignorar de los gozos íntimos -los tuyos y míos-; pero como si nada, ni un tanto de nada pude desbaratar la rebelión del sueño. Luego, harto ya de mi tiempo neutro, miré a hurtadilla el reverso de tu tiempo. ¡Ah!, pero ni te imaginas cuánto lamento haberlo hecho, pues si primero te añoré en el luego de ese luego te odié. Te odié porque respirabas lejanías. Te odié porque tenías candadas las puertaventanas de tus ojos y yo no podía ver ni ese tu otro mundo ni ese tu otro cielo; cielo y mundo que habitas en sueños. Te odié porque te miré y no te hallé. Te odié y aún te odio, y me odio, porque anoche averigüé que jamás te tendré del todo.

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Alejandro Lérida Hormigo: Llamada para una despedida

Quiero ser familiar con todo esto. J. A. Goytisolo

Me dices que tu avión sale a las cuatro, que no es momento para despedidas. Me has escrito una carta y mil razones que explican los motivos de tu ausencia. Y maldigo la mesa en que me apoyo pronunciando tu nombre entre cristales. Nunca podré explicarte, si te vas, que no soy nada cuando soy sin ti. Porque no hay amor más allá de los límites, ni realidad posible, que sea cierta. Y, sin embargo, el miedo es suficiente, la ingrata soledad es suficiente, para decirme adiós una vez más, para decir adiós definitivo. Aquí, cuando te vayas, será todo, alrededor de mí, un lugar recordado de todo lo que fuimos mutuamente para saber quién éramos tú y yo. Cercado inútilmente por las cosas, tu espacio y tu vacío y tu recuerdo, lo miro todo: indiferente todo. Quiero ser familiar con todo esto. Pero has escrito una fecha inevitable que odiaré para siempre mientras viva bajo la luz terrestre de algún bar olvidado en cualquier paradero de mi sombra. Hoy no me muero sin decirte adónde voy, porque dejo este mundo por buscarte.

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Damián Nicolás López Dallara: De nuevo a tierra firme

13 de septiembre-Valsaín, Segovia. Tras cinco días de lucha, un 23 de mayo del crítico 2008, fallece finalmente el navarro Iñaki Ochoa de Olza, alpinista español.

Para verte de nuevo subiré hasta el Annapurna Y le demandaré a Dios tu nombre con un grito. Para verte de nuevo subiré hasta el Annapurna Clavaré primero una bandera para honrarte Y se quedará en paz la Muralla con tu arte Y que no codicie un alma más el Funebrero. Tal vez Dios se olvidase por completo Sellar tu cuna novel con un candado fijo. Entonces mis manos ciegas hurgarían por las nubes Alguna cinta descuidada de tu bolso Que aún fuera prisionera De la gravedad que te insistía Volver bajando hacia tu casa. Para verte de nuevo subiré hasta el Annapurna Estiraré mis brazos en la atmósfera diurna. Y si la punta de mis dedos alcanzase Aquellos nuevos aposentos que estrenaste Pues con una frágil uña... Yo el mundo engancharía a tus mochilas, Para que el peso de esta tierra te jalase Otra vez a tierra firme. Para verte otra vez subiré hasta el Annapurna Y si aquella Cima escuchara mi lamento Oxigenaré una vez más tu helado cuerpo Si el Cielo te devuelve otra vez a tierra firme. ¡Ah, valiente! Que tu mirada azul hiriente Baje ya de ese etéreo escondite a tierra firme Besando aquellas nubes añoradas. Para hacerte de coraje escribiste poemas a la muerte 19


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¡Ay, Hidalgo! Ojalá esas manos le hubiesen dedicado Epopeyas a las mares inocentes. Y no a ese canoso asesino gigantesco Que sepultó tus últimos suspiros Bajo tierras de esquiadores. Tus molinos se han quedado sin Quijote fidedigno. A cambio de los tuyos Le ofreceré mis organismos A ese impiadoso Cirujano, Que con tus flameantes osamentas Profesó cobardemente Su improbatoria malapraxis. Para verte de nuevo subiré hasta el Annapurna Hasta dar con una roca escarbaré en la nieve dura Y encima de su mole grabaré este verso insigne Si con ello te trajese... Otra vez a tierra firme.

Nicolás López Dallara 13 de septiembre A la memoria de Iñaki Ochoa de Olza

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Vicente Mayoralas García: Sueño y cardo

Son las púas de mis sueños punzantes como ese cardo que sobrevive en mi tierra, la tierra de mis quebrantos, altanero y amarillo, como la sed del secano, en las espinas su angustia y en las raíces su llanto, y la mirada en el cielo, y en el cielo el desengaño. Así los sueños me hieren tan profundos, como aciagos, tan sublimes en recuerdos y en perspectiva tan parcos. ¡Cómo me duelen los sueños y cómo me hiere el cardo! Ambos habitan en mí, en mi pena, cuesta abajo, por donde corren mis ansias y mis anhelos truncados. En ese amor que me escarba y descuartiza en pedazos tengo al niño que me habita entre los surcos jugando, ajeno a este otro hombre de soledades sembrado y que sueña juventudes con la esperanza en el raso, porque morir nunca muere quien ama, como ama el cardo.

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Cristián Mínguez: No logro deshacerme de tus pétalos, rosa

No logro deshacerme de tus pétalos, rosa, cuando marchitados caen inertes, bellamente secos, sobre algún libro de poesía. No soy capaz de abandonarlos en un lugar donde ya no serán míos. No, no lo hago, te guardo fragmentada aquí o allá, pues aún en tu decadencia me sigues recordando la felicidad que me produjo contemplarte cuando florecías con todo tu esplendor.

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Francisco Jesús Muñoz Soler: Las guerras… / Zigzaguear…

LAS GUERRAS SE ESCRIBEN

Las guerras se escriben con letras torcidas de silencios y ausencias, escritos de sangre y mala letra.

 ZIGZAGUEAR LOS INACABABLES Y CERTEROS PEDREGALES

La tristeza no se acaba nunca, la felicidad sí. Por eso no disfrutarla cuando llega, es el mayor de los desperdicios. VINICIUS DE MORAES

Zigzaguear los inacabables y certeros pedregales que afligen y acompañan nuestras vidas, descalzándonos en la fugaz y trémula dicha y traspasadoras caricias de mullidos helechos penetren por los arcos de los pies hasta besar el libro de nuestros sentimientos, esos intensos y penetrantes momentos ese roce, ese beso, esas miradas recíprocamente entregadas que indelebles configuran esenciales recuerdos, tener plena conciencia de sentimientos únicos donde el despilfarro no tiene hueco.

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Orión de Panthoseas: El visitador de ciudades

… cuando pretendas conocer una nueva ciudad, viajero, ah, no acudas directamente a su corazón y haz un alto en sus pies y en su pubis, en su cintura y brazos, en sus hombros; llega a ellos y tócalos, escúchalos y ponte a toser o a escupir si te sientes morir, pero comparte lo que la ciudad da y la ciudad es; … y no, no es preciso que denigres al tiempo, o que llores o reniegues del hombre, no, como tampoco lo sería abrir de cuajo el mundo para despojar de su canto al mar; … sólo vive y sabe, viajero, sólo; luego ve y adéntrate, asciende en ti, huele una rosa y llévala contigo; comprenderás así por qué es tan frágil y por qué su aroma muere sin alcanzar la hez de donde tú ya vienes; … viajero, si vuelves, procura entrar despacio en la ciudad, despacio, muy despacio; jubilosos, tus nuevos amigos te estaremos esperando. … del libro “Todo es camino”. http://www.oriondepanthoseas.com [Weblog literario del autor: poesía, relato, novela, filosofía y otros]

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Miguel Ángel Ortuño: Soneto

Apurando el cigarro que en mi mano incendia y desespera sus cenizas, voy derramando el corazón a trizas, ensanchando el delirio cotidiano. Se avecina ya el último verano, verano de mareas ojerizas, de irritantes nostalgias enfermizas que arremeten con odio sobrehumano: traqueteo del tren que en mi cabeza con ímpetu reaviva la certeza de no volver a verte ya más nunca. Es tiempo del por siempre y del adiós, de querer desqueriéndonos los dos. Todo se apaga, amor, todo se trunca.

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Pedro Piñera Arenas: Ensueño

Completamente desnudo…, el horizonte. De aroma crudo. Puro, encuero vivo. Con breve rumor de hojas y nubes. En silencio…, la tierra, callada ella, prácticamente muda: como ha de estar, sin ser mancillada por pisadas de hombre. y… Duerme un perro. No ladra. Sueña él todo el rato echado sobre el hermoso discurrir del tiempo que ocurre, pero que no existe, que avanza… Pero sin demoler, sin derruir, sin derrumbar, sin pasar por encima siquiera. y… Alumbra una flor. Una flor roja… Roja porque sí, porque así es como mejor ella se anuncia. Luego las rocas, los riscos, prietos ellos, concretos, macizos… Exhibiéndose sin miradas que incordien. Y el río corriendo, siempre corriendo… Con su agua fresca, verde y ocre en el fondo que ruge. y… Nadie que llega hasta allí. Tranquilo, de compañías ausente, abusando con ansias feroces 26


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de su concreta condición de ser humano en guerra completamente: Y no hay caricias de hembra. Y no hay camino ni sendas. Y no hay amistad abusada. Y no hay familia. Y no hay deseos. Y no hay miedo. Y no hay anhelo. Y no hay esperanza: Sólo hay silencio y muerte que espera. Del libro Exodus

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Emilia Reynaldo: Canción de Bella Durmiente / Con el cuerpo

CANCIÓN DE BELLA DURMIENTE

Vamos a rasgar la tela de la Vigilia para que debajo surja como del agua manchada la cara mortal de cera los ojos cerrados los labios morados Dormirás dormirás setecientas veces maldecida por los espejos y por las poetas que ya dijeron “espejo” Adivina tú adivinador quién no es la más bella ni la más maldita del reino de furias Quién la más inhóspita de éste mi reino de entrepiernas Y vendrá (vendrá) arrancando a su paso embravecidas las telarañas y la piel los sentidos que te envuelven los dejará a los pies de la que fue la más triste de las princesas mórbidas. Vendrá de seguro alguien. Dormirás dormirás pero un día despertarás más allá de los umbrales donde nacen los sin nombre Tu corazón caliente Momento (cruciales son) de cubrir con llamas de principio a fin a todo (el cuento) velar y velar por un día y su correspondiente noche mis labios esmaltados: ¿el que espero?

 CON EL CUERPO Cuestión sólo de percibir con los labios lo que es ocasión de bienaventuranza y asombro, de tatuarse en la eterna fina piel lo que del cielo arrojaron porque no tenía dueño. ¿quieres decirme quién soy? no soy -mal que me peseel que viene degollando ¿quieres decirme a dónde voy, de qué están hechos

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cada uno de los nudos espesos de mis venas? ¡es que tengo tantas preguntas, dulces Hermanos! tantos ángeles de corral en las axilas que apenas podrían reconocerme mis parientes cercanos Cuestión sólo de ofrecer con el cuerpo lo que daño y quito con la sangre ¿y ahora qué? ¿a dónde iré a llorar inconsolada quién me lleva quién me arrastra? un hombre de rey o dos cabezas de león? mi lengua o sus cascabeles verdes siempre encendidos? cadenas… cadenas… ¡la noche, mar de muñecas! -toda mi nocheBienvenidos al caso de honra que debe contarse como si fuera un cuento mientras algunos miran pero fingen no oír.

Del poemario Cuerpos celestes (2006)

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Juan Manuel Sánchez Meroño: Circunloquio

Con Sorna el péndulo exprime una quimera de

danza

coral delinque abyecta el

rumor

atisbo de

comprensión sintética

en

salmos de la máxima TENSIÓN

Seca Rota Ajada Ante EL IMPOSIBLE OBJETIVO

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Víctor Vergara: Recordación presente

En el inmenso firmamento inmaculado donde el Espíritu puro se expansiona, hondo percibo la grácil armonía de la sabia y celeste compañía. Ingentes y radiantes intelectos me respaldan en amable empresa, de alcanzar de lo altísimo grandeza trasuntando los tópicos selectos. Las abrevaciones de antiguas inquietudes hoy me salvan de búsquedas abstractas, y en gozoso deleite inquisitivo inspirado en vibrantes juventudes, espontáneas ideas doy compactas, de un mi remoto estudio indefinido. Que alegría de tener correspondencia en aquellos ensueños de inocencia, de mi remota temprana adolescencia sumergidos en dulces letanías de Hugonotes, Capuchinos, Iscariotes de Homero, Troya y Helena muy amada, de Hugo, París y Cuasimodo sufriente, Dante en Florencia por su Beatriz, ardiente, y Francisco en Asís, con los lobos valiente. No obstante mi memoria acrisolada nuca olvidarse puede en tal jornada, no recordar cejijunto y deslumbrado a Moisés con las Tablas irradiada. Y ante este revival de mi actual suerte pido a mis neuronas se concierten y consigan expreso, resumir las cuentas de mi aquelarre en lecturas encubiertas.

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Mónica María Volpini Camerlinckx: Mi piel

Mi piel se está muriendo. La descubro secándose a cada instante a pesar de la lluvia de estos días. (Necesita tus besos). Mis manos se retraen ante la insoportable ausencia de ese cuerpo que acariciaban sedientas de infierno. Presiento escalofríos: Mi vida está mutando suavemente hacia otros espacios infinitamente lejanos. Y ya no me distrae observar esas gotas juguetonas que caen porque me faltan tus ojos para sostenerme el alma. Me envuelve la penumbra. Siento cada vez más cielo y menos tierra. Cuánto te amo. Tuvimos que adorarnos de esta manera para poder separarnos. (Pero cómo lastima esta lluvia que cae sobre mi alma… …irremisiblemente huérfana… …solitaria en pedazos).

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NARRATIVA

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RELATO

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Arenas: Ars moriendi

¡Yo, sin embargo, utilizo mi genialidad para pintar las delicias de la crueldad! Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont. Coge uno de tus dedos y, con calma, empieza a rascar despacio justo encima de la piel que recubre tu pecho. Verás cómo la dermis empieza a tomar un color rosáceo; sigue insistiendo hasta que su tinte sea morado. Pincha entonces con un bisturí afilado y rasga con cuidado, abriendo poco a poco los bordes de la herida. Observarás cómo la sangre sale en un chorro furioso, no te asustes y disfruta del sublime momento. Espera, mira, lame, prueba, relájate y saborea, respira el hedor de tu propio plasma. Con primor, cuando ya su efusión torne en lento gotear, coge de nuevo el bisturí y corta un trocito de carne. No muy grande, lo suficiente para que, formando un hueco cóncavo en la palma de tu mano, la deposites en su centro y, cerrando el puño totalmente, la puedas acariciar con el reverso de tus dedos; que brille allí con especial luminiscencia en su pequeña magrura. Procura que ninguna gota de tu sangre salte sobre el suelo, y si lo hace, la lames con las pestañas de tu lengua hasta que sus baldosas reflejen tu sonrisa ensangrentada... Ahora, mírate en el espejo. Que la imagen de horror devuelta deje ver tras tu tórax el bombeo licencioso de tu corazón, que el atisbo tras la dura y nívea costilla te permita abrir una párvula puerta hacia tu alma. Hazte, a continuación, con algo largo, fino y duro de metal: bastará con un estilete o un abrecartas bien afilado. No dejes de mirar al que te mira tras oscuras sombras bajo los ojos, al que te sonríe desde sus dientes desiguales, curvados sus labios de viciosa satisfacción. Mantén la herida abierta, introduce de nuevo tu incisiva y entrometida uña a modo de tenaza y con la otra mano dirige hábilmente el punzón hacia tu núcleo principal. Pincha, excítalo suavemente. Cuidado. No te dejes llevar por el deseo, no te dejes morir..., todavía. Es posible que tus sucias lágrimas se mezclen con tu sangre. Trágalas con avidez. Róete la lengua, o clávale tus caninos obscenos y quebrados si te apetece. Siéntate ahora. No podrás mantenerte en pie por más tiempo. Intenta calmar el temblor lascivo de tu mano, retira el arma, coge ímpetu, húndela con todas tus fuerzas y, justo en ese momento, mientras todavía te llega la última sangre bombeada, mientras cada uno de tus nervios crispados se alza en su última nota, siente al caer la sensación suprema, el orgasmo apoteósico de tu final.

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Luis Miguel Blázquez Durán: María

Abrió los ojos y lo primero que vio fue un color azul precioso. Primero se sintió muy bien, en paz. No sabía dónde estaba y al instante le desconcertó que tampoco sabía quién era, pero no importaba, pues la segunda sensación fue tan placentera como la primera; una ligera brisa acariciaba su cara. No oía nada y su mente estaba vacía de elementos, pero degustó la paz que le rodeaba sin importarle más de momento. No recordaba qué día era ni cuánto tiempo llevaba allí y pensó que quizás su felicidad consistía en esa atemporalidad. Sin embargo recordó un sonido desagradable, fue su primer recuerdo, como un chasquido y, curiosamente, su felicidad se esfumó. Ese recuerdo indicaba un antes y un después, y quiso saber sobre ese antes. Ahora tenía conciencia de que era alguien y necesitaba respuestas. ¿Quién era?, ¿qué hacía allí? Empezaron a llegar imágenes, tres niños pequeños, uno apenas un bebé de pocos meses que no paraba de llorar. Una mujer de cara agradable le daba el pecho mientras un hombre de ojos serenos sonreía felizmente. La estancia era pequeña y era algo oscura. Las imágenes salieron de ella, como si todo lo filmara alguien con una cámara. La casa era muy precaria, las paredes de lata, madera y cartones. Había unas cuantas casas más alrededor. Los hombres se afanaban en sacar algo de provecho a la tierra; las mujeres confeccionaban algunas prendas, molían semillas y cuidaban de los ruidosos chiquillos. Otra vez ese chasquido desagradable. ¿Por qué le producía ese miedo? Ahora el olor dejó de ser agradable, olía a quemado y quiso moverse, pero no pudo. Otra vez el chasquido, ella era María, ahora lo recordaba y la gente de las imágenes eran sus hermanos y sus padres. Pero, ¿por qué a medida que recordaba se sentía más angustiada? Volvió a tratar de incorporarse, pero con el mismo resultado. ¿Se habría caído? Quiso llorar pero no pudo. Sí era María y recordaba tener cinco años. El azul que tanta paz le había producido ya no le pareció tan bonito al saber que lo estaba viendo porque estaba boca arriba, en el suelo. El chasquido. Ahora sí lloró. No por el dolor físico que empezaba a recorrer su cuerpo hasta hacerse insoportable, sino por el conocimiento de sí misma, de su existencia, porque ahora recordaba que salió como todas las mañanas a recoger unos huevecillos para su padre, el hombre de la sonrisa serena; era lo que más le gustaba desayunar y su mirada de gratitud era el mayor tesoro que tenía. María no volvería a recoger huevecillos. María no olvidaría el chasquido que tanto le desagradaba, porque ese chasquido cambió su vida para siempre. Le voló las piernas y un brazo, amén de otras heridas importantes. Las minas antipersona no distinguen de edad, de intenciones, de ilusiones, de culpas o no culpas.

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Dr. Bungalou Lumbago A’tresbandas: De cómo seduce el Doctor en Pataphysica en un restaurante donde, naturalmente, ha sido invitado

A las 3 en punto de la tarde, no antes, penetra el Doctor en el salón ristorant; justo en la entrada saca su metro y mide la circunferencia de su panza apuntando meticulosamente el resultado en una libretita de piel de gato de angora que extrae de su chaleco de Misto and Midows Company. Su mirada vaga incierta hasta que reconoce al primo que le ha invitado, es decir, al hermano, quiero decir al primo hermano. Entonces, raudo se sienta en la mesa, saca el cuchillo, cuchara, tenedor, copa, salero, y un frasco con protóxido de nitrógeno (gas cuya absorción produce risa) que siempre lleva consigo en estos casos y una vez tomada –por lo que pudiera pasar- la posesión del territorio, saluda afectuosamente al citado primo. A este no le ha hecho ninguna gracia, pero “no hay que pedir peras al olmo” piensa para sus adentros y corresponde al saludo con la desgana propia de un príncipe de la iglesia al que le acaban de cambiar inesperadamente a su monaguillo de confianza. A la hora del cognac una aclamación general sorprende a nuestros comensales; algo se avecina y el Doctor en Pataphysica adopta una pose versallesca, otra vez por lo que pudiera pasar, levantando su copa con la mano izquierda, mientras inclina ligeramente la cabeza hacia atrás y deja su mano derecha reposar, lánguida, a la altura del corazón. Un pintoresco enfant acaba de entrar en el comedor. El chef, que es italiano aunque se ha hecho trasplantar –también por lo que pudiera pasar- un apellido francés, Monsieur Le Chateau du Bromure sans Momie (Señor el Castillo de Bromuro sin Momia), se acerca hacia el niño y su comitiva; la doncella le muestra una langosta a la que le falta un ojo, en clara muestra de reproche. El chef levanta los brazos, se atusa el bigote y examina cuidadosamente al crustáceo moviendo repetidamente la cabeza hacia los lados; los ruiditos tan característicos del siempre interesante acto de engullir han cesado; todo el mundo está atento a la escena haciendo cabalas para sus adentros – eso sí, sin llegar a los intestinos porque estamos comiendo y sería muy desagradable por otra parte– sobre como saldrá el buen chef –porque todos le consideran una buena persona aún sin conocerle en absoluto- del apuro gastronómico. Tensión. Monsieur Le Chateau du Bromure sans Momie no convence y, desesperado, busca a su alrededor implorando ayuda con el rostro descompuesto; todos se esconden debajo de las sillas disimulando, excepto el Doctor en Pataphysica que continúa exhibiendo su postura versallesca por lo que pudiera pasar. Y, efectivamente, pasa.

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El chef corre hacia el Doctor, el único que con su actitud parece ser capaz de disipar las nubes negras que planean, amenazantes, sobre el gorro de cocinero del atribulado chef, de cintura para arriba italiano, de cintura para abajo francés. Ella tiene las manos pequeñas. Los brazos gruesos, de pescadera. Los pechos grandes, de monja lechosa de monasterio. Las patas de gallo en su sitio. Es todo un modelo organizado de femineidad; esto último quizá, es lo que atrae la atención del Doctor; es lo que hace que distraiga, en forma alternativa, su mirada desde el muslo de faisán que yace en su plato al de hembra risueña que se cruza cabalgando sobre su otra pierna. Sentada, 54 grados perpendiculares a la masa o mesa (al postre es lo mismo) del Doctor en Pataphysica la mujer –de 54 años- deja caer su servilleta y mira a nuestro Doctor; éste, muy educado, observa la suya y –tras un instante de reflexión- se la ofrece a la señorita y recoge del suelo la otra regalándole a la dama su mejor sonrisa al tiempo que la pliega ejecutando –con maestría- una sorprendente figura geométrica. La llama de la gesticulación por posturas hace surgir –en el Doctor en Pataphysica- un pensamiento seguido –así como el galgo de competición persigue al artilugio mecánico de su pasión- de la chispa que solucionará el affaire del buen chef. La solución, inspirada por la cálida intimidad proporcionada por el intercambio de servilletas con la mencionada dama, es ya una realidad. Monsieur Le Chateau du Bromure sans Momie acompaña al Doctor en Pataphysica hasta el lugar de los hechos. Allí, con la astucia de un esquiador tirolés, el Patasabio Pataphysico agarra la langosta por la cabeza y le implanta un ojo de cristal. Los comensales se han quedado con la boca abierta; el chef se arrodilla, el enfant se inclina, la doncella se persigna, el mayordomo se toca. El crustáceo, insensible al milagro que acaba de producirse ya que está bien cocido y bien muerto, no dice nada. Al salir, homenajeado por una inútil efervescencia popular, el Doctor en Pataphysica, impasible como una rueca, anota, con el júbilo incandescente de su violenta pulcritud la nueva dimensión Pataphysica que ha adquirido su Pataphysica barriga.

Por el Doctor Don Bungalou Lumbago A’tresbandas. © Dr. En Pataphysica. 1999. (8474 según el reinado de Ubu Rey).

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David Fortea Etxeberria: No lo hago mal del todo

Yo me levanto a las siete y cuarto de la mañana y preparo el desayuno para los dos. Para cuando mi amor sale de la ducha, tiene la mermelada, la mantequilla, el café recién hecho y la tostada aguardando. Desayunamos juntos, y yo miro pasar los minutos en el reloj de la sala y pienso que no me apetece nada que se marche. Pero se va. Siempre lo hace. Y me siento triste. Poco a poco decido espabilarme, así que a eso de las nueve y cuarto me voy a la piscina, aunque me da mucha pereza, pero he decidido que tengo que mantenerme en forma. Allí nos juntamos los de siempre, hablamos de las casas, de los niños si los hay y de los colegios. Después, de vuelta al hogar, allá voy, que si la carne, que si el pescado, que si la fruta, que si el pan, la farmacia..., y de nuevo compruebo en mi bolsillo que es verdad lo que dice Feli, que todo se ha puesto muy caro. ¡Ah, y el periódico! Me gusta comprarlo porque es una especie de premio que me otorgo y que disfruto después de comer, cuando lo único que se me ofrece son culebrones moluqueños o documentales la mar de crudos sobre la reproducción de la araña peluda en la Antártida. Una vez de nuevo en casa, limpio, abrillanto y doy esplendor; preparo mi comida de hoy -que para mi amor será la del día siguiente- y se la dejo servidita en esas tarteras tan prácticas y tan majas que descubrí un día en el todo a un euro del barrio. A continuación viene la sesión de lavadora -que si blanco o de color-, y el lavaplatos. Luego friego los cacharros grandes “a mano” y por fin me siento a comer frente al mismo televisor de todos los días, junto a las tragedias y desastres de este planeta que ese presentador delgado, el mismo que ahora se ha dejado una perilla horrible, parece escupir contra mí con una especie de sonrisa en sus labios. La sobremesa me la alegran el periódico y una copita del licor de hierbas tan rico -y tan flojo- que trajimos de Grecia, de nuestro último viaje, de cuando todavía viajábamos. Y así pasan mis horas, aunque en ocasiones me quedo medio “sopa” en el sofá y la tarde se hace eterna, hasta que a eso de las seis comienzo a mirar de nuevo el reloj, vuelvo a contar los minutos, y entonces siento que mi soledad no durará mucho porque sé que en cualquier momento escucharé la llave en la cerradura y mi amor estará de nuevo en casa. Entrará por esa puerta diciendo aquello de “hola, cariño” y entonces le regalaré la sonrisa que llevo escondiendo todo el día. Algunas veces mi alegría se hace trizas cuando suena el teléfono y su voz me dice que saldrá más tarde, que si tiene una reunión, o un ágape inevitable, que si alguno de esos compromisos que los ejecutivos modernos tienen ahora y que siempre terminan en “ing”..., briefing...coaching... o que resulta que el Chief Assistant Manager bautiza a su niño o que el cretino del General Acount Developer se casa y quiere pagarse unas cañas... y claro, hay que estar, aunque tan sólo sea un ratito. Así que mientras ceno frente a mi otro locutor, el del turno de noche, me pregunto dónde demonios residen ahora los viajantes, y los comerciales, y los vendedores a domicilio, y por qué lo que antes era Director Comercial tiene ahora un nombre que es como el de álvarogabrielnoséquédetodoslossantos pero en inglés. Sí,

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¡qué sola se puede llegar a sentir una persona y qué largo se puede llegar a hacer un lunes! Cuando escucho el ruidito de la llave respiro aliviado, es como si me transformara en otra persona. Mi amor regresa, nos miramos y ambos sonreímos. Lo que sucede a continuación pertenece al ámbito de nuestras vidas privadas, pero en esos momentos me siento feliz. La verdad es que desde que me quedé sin trabajo, desde que me “invitaron” a prejubilarme con 50 años y me hicieron una de esas ofertas que más vale no rechazar, soy otro. Dejé de ser Agente de Seguros, y como decidieron que ya no tenía edad para convertirme en un Chief Consultant Acount Manager divino de la muerte, pues decidí vender mi coche, deshacerme de él y atreverme a circular por la vida más ligero, sin los dos nudos que siempre llevaba en la garganta: el de la corbata y el de la angustia, el estrés y los segundos de infarto en los semáforos. Ya no soy Ángel Fernández, Agente Colegiado número 0054683, soy de nuevo yo mismo, aunque es como si me hubiera transformado en un ser olvidado al que habían sepultado y que regresa a la vida como un zombi. Ahora soy dueño de mis días, de los buenos y los malos, y he dejado de creerme que hay que patinar por la vida como en una de esas pelis de ejecutivos agobiados. A quien le guste esa película, que se la trague. A veces cuesta, pero creo que, en general, no lo hago mal del todo.

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Daniel Alejandro Gómez: La Biblioteca y El Libro

Tuve noticias de la ciudad de la Biblioteca, pues yo estaba ansioso de conocer el secreto de las palabras. Es decir, las palabras como la fragua inequívoca de lo que somos; por ende, de nuestra dicha o infelicidad. Muchas veces caí en infortunados estados de ánimo por un simple insulto de alguien querido, alguna frase que yo pensaba injusta, alguna palabra que yo sentía que no encajaba conmigo; mas todo ello era, teniendo en cuenta la omnipotencia de la palabra, lo que debía aceptar, así como el calor y brillo del sol culminan acatando el curso de la noche. Empero, las palabras, las mismas que me dolían, al fin se me interiorizaban, enquistándose en mí; se hacían, sí, palpables y físicas, realizándose en mi cuerpo, digamos. Lo mismo sucede con las palabras de fortuna y de buena señal y favor: luego de alguna declaración de amor, por ejemplo, yo me entregaba hacia un gozo indescriptible, y veía, por ejemplo, los seductores labios de una mujer, sensualmente ofrecidos para mi buena estrella, y así como cargados de vino y de rosas… Y entonces el placer, el suave fluir de mi sangre, tibia como la dulce lectura de un libro en el silencio de la noche, se hundía como por mi cuerpo, me entraba por la carne y por la sangre. La palabra era parte de mí, yo era lo que me habían dicho: si me amaban, pues, yo me amaba. Si decían que era mala persona, al menos hasta que recogiera de este valle de lágrimas alguna otra sentencia contradictoria, refutadora, yo era mala persona. Así eran las palabras en el azar, cuando yo estaba fuera de la secta y expuesto plenamente al desorden, a los malos o buenos augurios de recibir palabras, lenguajes, verbos. Y viene todo esto a que las palabras me parecían-me parecen-, como ya habrán adivinado, algo casi físico, y de hecho ello son; tienen una calidad de influjo en mi cuerpo como el placer o dolor del amor, semejando, pues, al sensual poder de una muchacha sobre mí. Para quien esto suscribe, ciertamente, las palabras, más que el mundo puramente físico, eran y son las amigas del cuerpo cuando vienen en buen favor; mas mi cuerpo, digo, no es más que la cárcel de las palabras de fuera cuando están, en otro sentido, en contra: el cuerpo, pues: recipiente misterioso donde se vierte el contenido todopoderoso de las palabras, del lenguaje, del verbo. Es así que las palabras pueden dolerme intensamente, con un sufrimiento de atroz violencia dolorosa, o, sino, pueden ser fuente del placer más extasiado: una miel en el paladar que goza de la carne, de la materia física desde la punta de la cabeza hasta los dedos de los pies. Cualquier palabra dichosa y feliz, en fin, es capaz de purificar las peores malicias y pasiones físicas; y una simple palabra, digo, en mi caso puede limpiar el cuerpo mejor que cualquier sesudo, vehemente e infalible surtido de medicinas. Yo, claro está, siempre interesado, inquieto en lo intelectual, me uní a la secta. No voy a dar los pormenores de mi iniciación, sería violar el gran secreto; no obstante, la Biblioteca y su ciudad son obra de la secta, y en ellos no he de mentir ni

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omitir en demasía. Poco importan, en este caso, los principios de la secta, sus ideas de Dios y del orden del universo, del que se hablará un tanto aquí. Ahora he de hablar de mí: de lo que la secta piensa sobre las palabras, y sus evidentes posibilidades materiales. Nunca fui otra cosa que un hogar de las cosas que se dicen, como vengo diciendo. Y para mí, en consecuencia a mi iniciación en la secta, el universo no es más, en última instancia, que la disposición regulada de las palabras. Qué otra cosa son esas explicaciones de cielos, planetas y estrellas, a lo largo de los años y los siglos. Borges, el gran escritor argentino, decía, con destreza y certidumbre, que los grandes personajes de la literatura eran tal cosa: palabras, una sarta de palabras. Como los personajes de la ficción, los seres humanos de la realidad-verbigracia, quién escribe estas líneas-se pueden encerrar en un conjunto determinado de palabras, de lenguaje; las palabras y el lenguaje que la persona interesada, como un receptáculo, va recogiendo según su buena o su mala fortuna; lo que incide en la felicidad, en la infelicidad, en el sufrimiento, en el amor… Y lo importante es saber la disposición de ese mapa, de ese orden de nuestra personalidad, y, en consecuencia, de nuestra capacidad de sufrir o de ser felices… Concluyendo que no somos más, pues, que rejuntados de palabras, y con el influjo esotérico de la secta, yo tuve ansias de influir en ese orden secreto y subyacente que suponía y acerca del cual los ritos de la secta me adoctrinaron; de buscar las mejores palabras para mí… Acaso, pensaba, todo depende de nuestra suerte en la recepción de las palabras, y esa suerte, culminando así en un orden de infalible poder, podía dominarse, ceñirse al yugo de nuestra voluntad. Me dije, sí, que algún orden secreto, subyacente, debía de regir el mundo de la recepción de las palabras. Ninguna palabra sobre nosotros, me dije al fin, es un dado al azar. Todas las palabras están dictadas por un orden: el universo es un orden, y nosotros somos parte de él. Así que yo planeaba cambiar el azar por el orden. Quería ser un demiurgo de mi propio código y lenguaje personal: quería ser el dios de mis propias palabras. Y, en cierto sentido, descubrí en esta ciudad señalada por la secta, en esta Biblioteca de graves y regios muros, callados y blancos, que soy tal cosa… Me puse a buscar, hace un tiempo, ese orden. Ansiaba dirigir y dominar esa suerte de mis palabras. Buscaba a los amigos o amigas que pudieran decirme que era lindo, que era feo, que era valiente, que era dócil, todo lo que, según mi juicio, encajara con mi carácter, con lo que veía que era yo mismo; hasta que tuve noticias, en una reunión secreta de la logia, sobre la Biblioteca y su extraña ciudad. Llegué, luego de largo viaje, cuya situación, en bien del gran secreto, prefiero omitir, a esa ciudad. Era una pequeña, aislada y graciosa urbe ordenada, de mármol de perfiles rectilíneos, como un antiguo esplendor y sabor clásico. Todo tenía olor a sabiduría, y la ciudad parecía un ardid eminentemente mental, el intelecto en la piedra, en el mármol, en plazas, calles, y, claro, en la serenidad reflexiva, en la construcción asaz abstracta, fuera de toda pasión impurificadora y bajo la regla de la inteligencia, de la Biblioteca. El tiempo fluía dulcemente, al compás de la contemplación que yo realizaba de la ciudad; y en las fuentes escuchaba el sosiego del agua, la espuma como orlas de nieve. Semejante orden, semejante limpieza de mente para la construcción de una

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ciudad, me parecía del todo apropiada para esa ley que yo estaba buscando. Yo mismo, observando algún débil rojo de crepúsculo, que ya estaba pendiendo por sobre los capiteles y terrazas, pude sentir esa magia, esa magia que se cernía sobre mí. Miraba mis manos, palpitantes, rojas de sangre, y sentía esas ganas de palabras; mis manos, mi rostro en el agua límpida y quieta, mi voz entre el mármol pálido y las estatuas, mis pensamientos, todo ello necesitaba un código, una ley, una arquitectura de palabras y lenguaje. De ninguna manera era posible que el orden de la ciudad fuera ajeno, asimismo, a una inteligencia de orden; la disciplina del mármol, la piedra y los capiteles sin dudas se debían a la inteligencia y orden de las palabras que componen los seres humanos de la secta. Y yo miraba, pues, mi rostro en la fuente, la blanca piel como repetida por un cristal. Acaso, me dije, observando el monumento sobrio y elegante de la fuente, los seres humanos somos así de ordenados, poseemos una capacidad de disciplina equivalente a estos capiteles, terrazas; a las plazas y estatuas. Yo mismo, pues, gozaba como ante un espejo sobrio, límpido, pero pleno de fría pureza. Entonces, una tarde rojiza, cálida y agradable, me dirigí a la famosa Biblioteca. Se hallaba en un ángulo de una plaza de severas líneas; su color, en la fachada, era verde, verde claro como las orillas de uno de esos océanos en que se puede transparentar el fondo arenoso. Aquel material verdoso brillaba, me parecía, bajo la luz que iba sangrando ya hacia la oscuridad nocturna. Con sagrado respeto, subí por los escalones de la fachada. Una vez dentro, entrando en los diversos recintos, donde se apilaban los libros, yo comencé a deambular extasiadamente. Aquellos anaqueles, que se hacían notar como si pensaran en el silencio, los sentía hasta en mis labios; parecía que quería besar a las palabras, que mi carne y mi sangre pedían palabras. Caminé sobre el suelo de baldosas rojas, encarnadas; y mis pasos era como un soplo humano en el sereno silencio del estudio. Unas mesas se hallaban a distancia equivalente de las dos estanterías de los largos y gruesos muros, y la gente allí escribía. Parecía que escribieran en libros, libros grandes. No comprendía bien este hallazgo, evidente bajo la trémula luz de unos tubos blancos del techo y las lámparas de los escritorios. Yo me hallaba absorto en los anaqueles, que llegaban muy arriba en el muro: los libros eran de los más variados colores, pavoneados de fintas y ornatos de oros. Sin embargo, dicho desliz estético no aminoraba la severidad sabia, el rigor del estudio que allí parecía respirarse. Entonces pregunté a uno de los bibliotecarios, que me indicó la sala de los ordenadores. Comencé a caminar hacia allí, sin dejar de pensar. Yo sabía que todos los miembros de la secta tenían su libro, el libro con sus palabras; el libro que iba a resumir todas las palabras dichas, escuchadas, leídas, pensadas; las que recogemos como en un arroyo. El Libro estaba pues allí, deliciosamente dedicado a nosotros y sin necesidad de azar alguno, con una majestuosidad de discreta y callada disciplina: la secta nos consagraba, según se decía, un libro que contenía toda la descripción de nuestra personalidad y, en consecuencia, de nuestro posible porvenir, minucia por minucia, palabra por palabra. En una habitación, pues, estaban los ordenadores. Yo tecleé mi nombre: y ahí apareció el número de mi libro, el estante y anaquel en el que estaba; tenía que ir al segundo piso. Subí por unas escaleras plácidamente blancas, de quietud sepulcral; en el segundo piso, auspiciada por unos tubos blancos, se veía una mejor iluminación. Los lectores, en verdad los que escribían, parecían como poseídos por una extraña absorción, bajo aquella pensativa luz de meditación, mesura y reposo. Yo veía escribir

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a todos esos hombres en el libro, y me pregunté qué estarían escribiendo, en lugar de leer, mientras yo buscaba mi anaquel. Y entonces los libros pasaban ante mis ojos; el orden secreto estaba ya cerca, y yo sentía como que tocaba los misterios del universo, los mecanismos guardados del mundo y de mí. Llegué, pues, a mi libro. Era ridículamente normal, azul, con fintas doradas; era bastante alto, tenía el mismo grosor que los demás, puesto que, según me dijeron luego, el orden secreto, como los límites físicos de nuestro cuerpo, nos pone unos límites precisos y equivalentes a nuestra personalidad, a nuestra capacidad y desarrollo psíquico. Quedé un rato en reverente estupefacción, rígido, un momento inválido como Moisés ante el Sinaí. Mi corazón latía sereno, igual que el matemático ante la fórmula; todo allí, lo he dicho, tenía una disposición, un ámbito mental, calmo, disciplinado. Entonces tomé el libro y me dirigí hacia una de las mesas. Todos los que estaban cerca escribían, y parecían escribir en su libro, cosa que, repito, me sorprendió. Yo llevaba el libro bajo el brazo, en ese silencio de reflexión y mesura, bajo la vigilia perfecta e inagotable de los muros de mármol y los anaqueles. La mesa me pareció de una ridícula grosería: una madera marrón, ajada por varios años de lectores. Nadie más había en mi mesa; en el centro, como el sol disipándose por todos los confines del universo, o como la luz de la ciencia sobre mi rostro tembloroso de curiosidad y avidez de conocimiento, una lámpara irradiaba su claridad amarillenta. Entonces, cerca de la lámpara, vi un recipiente que contenía varios bolígrafos, de tinta azul. No le di demasiada importancia al asunto; pensé que, de algún modo, los lectores tomarían apuntes del gran secreto, el gran templo personal: el orden. Entonces abrí mi libro. Estaba en blanco. Pasé varias hojas; también estaban en blanco. Se advertía que el libro, tal como me habían informado, se cambiaba de tanto en tanto, puesto que las hojas eran bien blancas. El libro, sin embargo, o más bien el contenido conceptual del libro, existía desde el mismo momento en que yo me hice miembro de la secta; es así que, aunque con los cambios en el soporte material realizado por los guardianes de la Biblioteca, El Libro, siempre joven y vital, había estado allí, aguardándome como las nubes aguardan la lluvia, o la aurora, tinta en un rojo violáceo, siente la ardua cercanía del sol; y al fin estaba yo en el gran secreto, la piedra filosofal de mi persona: las palabras, en fin, que me definían no existían. Pensé lo que acabo de escribir entonces, hace casi una hora. Mas miré otra vez hacia los bolígrafos… Entonces se me hizo la luz. Creo, en fin, que el ser más dichoso del mundo es aquel que se puede decir, y escuchar asimismo, las palabras que desea, el que logra conquistar a sus propias palabras; es el demiurgo de sí mismo, es su propio dios. A la imagen y semejanza de su propio interior, semejante creador elige las palabras, las filtra, se queda con las mejores, aceptando incluso los defectos; puesto que, en modo contrario, dejaría de ser humano, y ello no se permite en las leyes de la secta. Entonces dicho ser es afortunado, y los que se internan en la ciudad de la Biblioteca, ya iniciados y saciados en los misterios de la secta, tienen el privilegio de instaurar ese orden, ese secreto pavor, esa magia demiúrgica.

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Bueno, así que yo empecé a escribir en el libro en blanco: vago, violento, culto, inteligente, agradable, de correctas facciones, tenaz, empecinado, de buen corazón, agresivo. Como verán, cito muchos defectos, pero es que soy humano. Pero ante estas características, escribiendo en mi libro, sentía el fluir de mi sangre, una agradable solidez en mi cuerpo, la pesadez de la vida como cayendo dulcemente sobre mis hombros; y, bajo los pies, las baldosas encarnadas y todo el suelo del mundo adquirían una realidad asaz palpable, tangible. Mi carne y mi sangre me hacían flotar en una sensación casi paradisíaca, al compás de las palabras que iba escribiendo: las palabras, pues, realizadas en lo material. Y, como los otros escribientes, me tomé un tiempo para dejar de pensar en mis características, y en este mismo libro; pues ocupé algunos momentos de esta magia en narrar aquí toda esta historia, toda esta aventura en busca del orden de mí mismo y del universo que me rodea para todos ustedes, para los hombres del futuro que decidan leer mi libro, ya que El Libro de cada uno queda disponible para cualquier miembro de la secta que decida realizar el peregrinaje hacia la ciudad de la Biblioteca. Y, mientras escribo, sobre mí, en una ventana de esta Biblioteca, veo pues la severa disposición de la ciudad, ya débil, opacada bajo la creciente opresión de la oscuridad. Me digo que, si bien somos personas creadas por un orden de azar, por el orden que nosotros mismos imponemos al azar, los seres humanos de la secta pueden, como demiurgos y creadores, hacer cosas disciplinadas y de orden desde ese mismo azar que ordena El Libro. Y yo veo caer la noche en la ciudad de estos hombres; y siento ya el pálido aliento, el peso, en fin, de la luna y de las estrellas sobre el tibio crepúsculo que se va agachando ante la inminencia de la sombra; y es entonces que comprendo que nosotros pasamos, mas nuestras obras pueden perdurar; perduran como la ciudad, perduran como el libro que estoy escribiendo. Si alguien lee este escrito, estará viendo mi rostro: un rostro borrado por el tiempo, como una escritura en la arena que es desahuciada por la cálida brisa, pero que perdura en el alma de otros hombres, de otros hombres que habrán de escribir, a su vez, su propio libro en esta ciudad, y entre los sabios, abstractos y callados muros de la Biblioteca…

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Ana González Cantora: Sábado de Gloria

Ya le pesan los pasos. También este sol. Está tan maduro que le agosta las fuerzas. Y encima no hay ni un riacho de brisa ni una estera de nubes. Nunca hasta hoy sintió que la casa estuviera tan apartada del pueblo. Y no lo está. Ahí asoma. Aunque no, todavía no puede entrar: el cobertor está sobre la barandilla del balcón. Quizá no sea tan mal día, después de todo, porque lo cierto es que apenas si quedan ya cuatro perras chicas en la libreta de ahorro. De modo que deberá tener paciencia. Y aquella peña buena será para descansar mientras todo transcurre. En realidad, Ventura jamás dijo que hubiese hecho voto alguno de observar la abstinencia carnal. No, en absoluto. Sobrada servidumbre es la de haber nacido distinto a los demás, algo que en él empezó a hacerse patente mucho antes de cumplir su primera decena de años. Maricón él y puta su madre: eso es, a decir verdad, lo que más chascarrillos originó siempre en todo Melandi. Pero La Chela supo enseñar bien a su hijo. Tal así, que si éste casualmente escuchaba comentar a espaldas vueltas alguna impertinencia enseguida se volvía y replicaba, eso sí, siempre con comedida entonación, que mejor ser puta o maricón que no cornuda o tonto del pueblo. Y otro tanto cabe decir respecto al oficio. De ahí lo de poner el cobertor sobre la barandilla: “Si lo ves no entres. Espera a que el hombre termine su faena y se vaya”, le dijo su madre, cuando éste aún empezaba a corretear la libertad de su quinto verano. Treinta y siete años tiene ahora. Suficientes hombres y suficientes horas de espera para dar brillo y forma a la peña que hay poco antes de llegar a casa. Es su sillón. El sillón de la reina, como él lo llama. Pero antes fue su castillo. Ventura lo trepaba por acá y por allá, cocinaba flores con tierra o piedras lo mismo que su madre preparaba las lentejas y la carne, masticaba manzanas cuando el aire le llegaba del pomar de Antón, escupía al camino desde lo alto pretendiendo desorientar una sempiterna fila de las hormigas, o saltaba y subía y volvía a saltar con la sola intención de ver hasta dónde podía volar... Y también desde lo alto vigilaba si las desvaídas amapolas seguían estando en el balcón. Después ya no. Llegó la pubertad y Ventura se aficionó a leer publicaciones concebidas para distracción de las mujeres. Lucrecia, Selene, Esmeralda, Amyra, Cristal...; todos, todos le parecían nombre de reina. Y precisamente por eso, por querer ser una reina, por anhelar amar y sufrir como lo hacían ellas, por ser él un corazón de mujer preso entre paredes de hombre, luchó mil horas y algún ciento más en una guerra que con sólo deshojar una margarita era fácil ganar. Pero todo aquello pasó. Hace años que dejó de odiarse con odio. Hoy tiene treinta y siete, y aunque no es una reina se siente mujer de pies a cabeza. “¡Por fin!, la puerta...”. De la casa sale un hombre y pasa por delante de La Chela sin saludar. Es más, éste esconde lo que quiera que lleve dibujado en la mirada volviendo su rostro hacia el otro lado. “¡Jesús, quién lo iba a imaginar! Si es Amorín, el hijo de don Servando”. Pero mejor callar: en casa no se comenta nada de lo que tenga que ver con la clientela. Y como ya es hora, madre e hijo se sientan a comer, frente a frente. Es él quién sirve la mesa. “Recuerda luego que no has quitado el

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cobertor”. Ventura asiente con la cabeza y baja la vista, como pidiendo disculpas por el olvido. Segundos después, entre cuchara y cuchara de lentejas, La Chela halaga a su hijo con una pícara sonrisa.

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Ricardo Pagani: Veo por mis ventanas

Tengo una silla tejida en mimbre, con patas y respaldo en esa madera que parece palo de escoba. Pero no lo es, o por lo menos no resultó tan endeble con el paso de los días. Esa silla es ideal para concentrarse, ya que si bien uno descansa su cuerpo, no resulta lo suficientemente confortable como para dormitarse o hacerse chiquito y buscar el fondo como invitan a hacerlo los sillones del living. Hay una especie de pacto que tengo con ella y cuando la necesito siempre me espera a la derecha de la ventana que apunta al sur, la más fría, la que no conoce el sol. Mi preferida. Me siento y busco en mis bolsillos algo de sol, que en estos días de junio, pareciera estar de vacaciones. Afuera todos son grises, y hasta el verde de este enorme ficus que es sacudido por la tormenta, toma el tono del cielo. Bajo apenas los ojos, y veo ese colchón de hojas que dejamos en otoño, adivinando encontrar matices caramelo, pero el agua fue haciendo su trabajo, y lavó toda la tierra de la planta, embarrando el piso, ya plomizo y cada vez más oscuro. Me detengo a ver cómo resisten las ramas el zamarreo del viento, y recordaba esa tarde de julio, cuando volvía desamparado ante una lluvia similar, con un embate de frente que nublaba mi vista y disimulaba mis lágrimas. Y mis pies firmes, no torcían la dirección, como el tronco del ficus, comprendiendo que el aire que en verano te refresca, en el invierno es despiadado a veces, y que el agua que buscamos para lavarnos en un río, por estos días rasga nuestro cuero hasta lastimarnos, hasta aturdirnos. Hay un paredón que junta verdín sobre la columna que sostiene mi ocasional paisaje de invierno. Nunca entendí si ese moho que se forma es una planta, un animal o un fantasma, pero se que me asusta desde la misma palabra: moho, y desde siempre traté de quitarlo de mi vida raspando tapiales con los tacos de las zapatillas. Hoy estaba de este lado de la ventana sin poder salir , y pedí que la furia de las gotas hicieran su trabajo; pero se atontaban y caían devaluadas luego de haber golpeado en todas las hojas de por ahí. Es raro que no haya algún bicho, pensaba que quizás cierta variedad de araña fuese cubierta por humores impermeabilizantes y anduviesen bajo la lluvia como centinelas que cuidan que nada cambie, que esté todo preparado para salir de cacería al terminar el aguacero. U hormigas que trabajen denodadamente para prevenir posibles derrumbes y anegamientos de nidos. Ni perros, menos que menos gatos. Alguna vez vi algún pájaro, a pesar de lo que dicen que si se les mojan las alas no pueden volar; levanté la vista hacia los cables de la luz, pero solamente vi un par de zapatillas revoleadas, que ya resisten casi tres meses, y ni piensan en caer.

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La intensidad de la lluvia, así como la de la luz fue cayendo también a mí alrededor. Probé una vez más y si, salía humo de mi respiración y podía sentirle su silbido. Estaba esperando algo diferente, no tenía otra cosa que hacer, podía quedarme allí toda la noche. Pero recordé que a mis espaldas había una ventana más grande que esta, la que abríamos por las tardes para que entrase el sol y templara nuestra merienda. La miré de reojo, y vi que las miles de gotas que se estampaban empujadas por el viento del oeste se coloreaban con los reflejos de la luz de neón de la calle, simulando esos bajorrelieves de cobre que me enseñaron a hacer hace casi cuarenta años. Me levanté, terminé de correr las cortinas y apoyé mi cara sobre el vidrio, pensando que quien me viera desde afuera, se reiría, al verme pintado de indio comanche.

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Prana: Llámalo sueño

Anoche estaba en casa, leyendo una novela de Vila-Matas. Como de costumbre, me encontraba totalmente abstraído, en un estado casi de meditación budista, cuando escuché un ruido y elevé la mirada por encima del libro. Allí enfrente, sentado en la silla de mi mesa de estudio, había un hombre que me miraba inquisitivamente, aunque su media sonrisa hacía presagiar cierta burla regocijante. Pensé que me había quedado dormido y que aún estaba soñando. El hombre se inclinó hacia mí, entrecerrando sus ojillos (recuerdo sus ojos, el brillo inteligente de sus pupilas dilatadas). Mientras me escrutaba, yo sólo sentía un irreprimible impulso de pellizcarle la mejilla. Entonces, por primera (y última) vez, me habló: —¿Qué piensas de mi libro? —exclamó, al tiempo que se levantaba para arrebatármelo de las manos y agitarlo, alzándolo ante mis narices. Silencio. Después, un carraspeo... Podía leer la expectación en su cara. Yo intentaba encontrar las palabras mágicas que me sacaran de tal aprieto, palabras que sin ser pedantes ni condescendientes expresaran la admiración que causaba en mí el universo en que el autor me había introducido y del que ahora, cruelmente, me acababa de sacar. Entonces me di cuenta de que el mejor homenaje era, no cabía duda, el silencio. —¡Preferiría no hacerlo! —le contesté, triunfal. Él únicamente soltó una carcajada por respuesta y se desvaneció con la misma celeridad con que había aparecido unos segundos antes. Por la mañana, nada más despertar, palpé la manta, buscando el libro. No lo encontré. Al levantarme, aún soñoliento, advertí que estaba en el suelo, en el mismo lugar donde se había volatizado aquel fantasma con cuerpo. Al abrirlo, advertí una señal de lectura; marcaba un punto que yo no recordaba haber señalado al interrumpir la noche anterior la lectura. Miré la página, deteniéndome en un párrafo con asterisco. Era el extracto de una reseña: “Se trata de una novela escrita ‘para que sea más fácil morir’ y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico”. La novela se titulaba A merced de una corriente salvaje, de Henry Roth. Su primer libro, Llámalo sueño.

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Fernando Proto Gutiérrez: Los dos reinos

En un sótano postrado como albergue de prostitutas, filósofos y poetas danzando, embebidos en la bohemia, hastío y vino de los suburbios porteños, vislumbré a Losada dibujando un mapa. Era una noche puta y sucia. Losada quiso evitar mis desvaríos sobre antiguos manuscritos, y se marchó presuroso. Abandonó, sin embargo, en su mesa, los mapas de una tierra fantástica que reverberaron en mí como la arquitectura de Tlön Uqbar, Orbis Tertius, aunque por vagas razones tuve la sensación de que no se trataba de un sueño forjado por los hombres. Reconocí en las nerviosas letras de Losada, la siguiente frase: “Cuatro líneas y cinco puntos erigen la totalidad del universo”. Medité entonces sobre aquella inscripción ateniense que proclamaba la necesidad de conocer la divina geometría, y recordé inmediatamente el concepto de creación luminosa que estudiaron Grosseteste y Bacon, en un pobre tiempo, negándome a confiar que el mundo es ordenado por el ritmo de complejos anagramas matemáticos. El mapa que había dibujado Losada me hundió en la vil duda por no encontrar ninguna relación entre ficción y sacras geometrías, e indagué la posibilidad de concebir los números como metáfora. Samuel Schwartz conjeturó, en este sentido, que la conquista proteica del fuego, en relación a la Mitología Natural, había sido el fundamento del sol inteligible urdido por los platónicos; acaso Losada comprendía que una sucesión infinita de números no es sino la metáfora de un atómico y único sentido, cuyas interpretaciones generan la serie. Tal hipótesis supondría que existe verdad, y en ella participan las consiguientes interpretaciones, como los sueños en la realidad, de modo que el todo está en las partes y las partes en el todo, dibujando los pétalos de una perfecta egipcia rosa. Concluí, perplejo, que existen en la tierra portales a universos magníficos que unos pocos, pintores o juglares, conocieron. Es así que analicé cómo los misterios iniciáticos antiguos trazaban un viaje de ascenso y descenso en busca de la energía original de la vida; el heb-sed o el mito platónico de Creta gravitaban sobre la separación entre alma y cuerpo, es decir, practicar la muerte para renacer, dionisiaco elixir teatral. No creí haber revelado claramente el dilema Losada hasta que vi, en The Ancient Egypt´s Enciclopedy de Michele Strauss, la divina geometría enunciada por mi profesor: cuatro líneas y cinco puntos formando Tches. Los vastos desiertos de Arabia, el plutónico elixir de un mago sediento en los túmulos de un paraíso saturnino, los cielos y sus aureolas de luz y fuego, lábaros de un reino nefasto, el prácrito y el náhuatl, las ciclópeas piedras talladas en el nombre de un dios antiguo, el universo todo, desde el primer átomo de hidrógeno hasta la instauración del logos universal, posa insaciable y sosegado en un mísero grano de arena. Losada no me había evitado. Losada había escapado ante el des-ocultamiento de una verdad monstruosa: la divina geometría del universo está inscripta en la sutil forma de un reloj de arena. Las galaxias son unidas las unas a las otras por medio de una magnánima espiral tejida por cuerdas suprasensibles; en efecto, si la materia se complejiza de tal forma 51


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que la letra deviene en enciclopedia, cada galaxia funciona entonces como un quark que tiende a formar, en el transcurso de la eternidad, el cuerpo de un hombre subsistente por sí mismo; posiblemente la cadena sea eterna, posiblemente cada reloj de arena funcione quizá como el quark de un sistema aún más complejo de relojes unidos por el entramado de inconmensurable número de supercuerdas, configurando una sublime imagen fractal. Desconozco las intenciones de Losada. También ignoro si estudió la letra Tches. El mapa que había trazado señalaba coordenadas, nombres y breves descripciones de países semejantes a los visitados sólo por Gulliver. A unos cincuenta kilómetros de Dhaulagiri, Nepal, Losada situó el reino amarillo de Lipips, majestuosa ciudad construida en el seno de una diminuta hoja de olivo. Losada citaba así la presencia de una rama de la filosofía Lilliputiense, afirmando que sus habitantes estudian ética, música y astronomía a partir del sublime mecanismo de la respiración: el mal es ligado a la muerte y a la inhalación profunda de aire que permite alcanzar las más agudas notas, así como un paisaje oscuro representa las fuerzas inconscientes y una silueta clara y distinta simboliza la redención, se teoriza la analogía por la que el mal es al bien lo que el fondo es a la figura. De esta manera, todo pensamiento grave requiere en Lipips morir y despertar cada instante, rítmica y armoniosamente. No son pocos los navegantes que según Losada retornaron ebrios a tierra firme, provenientes de Fascigur, uno de los ríos perdidos del Hades, de cuyas aguas, beber tan sólo una gota implicaría destruir una estrella. Aphis, rey de Lis, ordenó a los Nopis, guerreros de los tiempos primordiales, proteger cada espejismo de la desidia y de la ignorancia. La puerta de una pulpería en Barcelona es la entrada al desierto rojo de Sandunken, donde florece Sirigul, el árbol de los diez mil ojos. En el mismo desierto, cerca del laberinto de Kalón, se encuentra la región de Siketnon, donde el desierto infinito es ahogado por eternas tormentas. En Fuerte Olimpo, Paraguay, Losada no da mayores precisiones sobre el lugar donde antaño fue construida la ciudad de las torres invertidas, cuyas cúpulas, según las sospechosas crónicas de los viajantes, penden sobre un magno abismo de fuego. En Tsaidam se elevan las montañas azules, donde los Mahozires construyeron fortalezas según los planos del cementerio del PèreLachaise. Cerca de Isiro, en Zaire, se erige uno de los más extraños países descritos por Losada; se trata de Filhón, un antiguo reino cuyas ciudades fueron construidas durante el plenilunio de la era trigésimo primera (según el calendario de aquella región), sobre las barbillas de una pluma. Según Losada, cada filamento de la pluma funcionaría como la cuerda de una cítara; todo el reino busca la armonía por medio de la música, aunque al igual que en Egipto, Filhón se divide, a causa de sus magnitudes insondables, en dos regiones: Galanmer, al norte, donde mayormente gustan de las disquisiciones lógicas en torno al ser, mientras al sur, en la región de Trajc, los sabios debaten sobre el sujeto y su mediación en el acto de conocer. Según otras versiones, cuya veracidad es grotescamente discutida, Galanmer representaría el principio estético apolíneo, en tanto los sabios de Trajc practicarían una filosofía más allá de la filosofía y de las dicotomías racionales. Losada afirma en su descripción que tanto la región sur como la región norte permanecen en guerra, aunque por causas no estudiadas, cada cuatro mil años ocurre un intercambio de posiciones, de tal forma que los ciudadanos de Trajc marchan hacia el norte para practicar un pensamiento

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sustentado por arquitecturas lógicas, mientras los sabios de Galanmer, al sur, abandonan la razón. En Filhón, sólo los poetas conocen el arte de los arpegios. Tiempos ingenuos hubiera creído que los mapas de Losada son meras descripciones de países fantásticos y sin entidad, pero la letra Tches me hace suponer que hasta el más inverosímil relato participa de una esfera sublime y verdadera; en este sentido, cuatro líneas y cinco puntos generan el universo, de manera que dibujando un reloj de arena, y adscribiéndole a los puntos del triángulo superior las palabras vida y sueño, y a los puntos del triángulo inferior las palabras pensamiento y muerte, se infiere que la vida es a la muerte lo que el sueño al pensar, siendo posible intercambiar, como en un juego de ajedrez, pensamiento por sueño, y vida por muerte, de modo que el mármol porteño fácilmente puede ser sustituido por la materia fantástica que teje el reino amarillo de Lipips; todo pensamiento potencialmente es ficción, también Tches juzga posible que todo hombre potencialmente sea su sueño, su pensamiento, en el devenir de la vida y de la muerte que eleva y mata, el reloj de arena rota eternamente. Dios, más allá de sí mismo, contempla asombrado la metamorfosis de su magno tiempo, la forma en que cada grano de arena desciende tempestuosa y musicalmente, para dar paso al vacío.

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Juan Amancio Rodríguez García: Pececillos

Esos niños son unos caprichosos. Ahora que estamos en verano regando toda la tarde, uno no se imagina lo que se les antoja. Se les antoja bajar a los pozos, solamente por capricho. El otro día andaban por aquí los gemelos de Cosme, ese Carlos y ese Marcos, que son como dos lagartijas de aquí para allá, y me ven que voy a sacar agua y me dicen: —¿Va a agotar el pozo? Esos chicos de Cosme son listos. Saben que si no les contestas es porque esperas que te digan más. —¿Cuánto tarda en llenarse? Ahora giro la cabeza y los veo a mis pies inquietos como dos culebrillas, raquíticos. —Esa mula está impaciente, Víctor. Eso es cierto. La he dejado medio enganchada al timón y se me ha quedado mirando boquiabierta con cara de tonta. Es la mula más holgazana que he tenido en sesenta años. No tiene prisa por trabajar. Lo que quiere es agotar cuanto antes el pozo y volver a descansar. Así que vuelvo a ocuparme de ella. —¿Brota rápido? ¿Cuánto tarda en llenarse? No pueden dejar ni un pozo tranquilo. Son como Cosme, que si te descuidas te hace un barreno en la misma cocina para que tengas agua continuamente. Conocen todos los pozos, los que no tienen barreno y los que sí, y el orden en que Cosme los ha ido haciendo, incluso si ellos no habían nacido. —Este pozo no tiene barreno. ¡A que no! —¡A que no! —No tiene, no, gracias a Dios. —¿Por qué gracias a Dios? Cosme es el mejor barrenero. Le llaman hasta para que vaya a Madrigal. ¿Por qué gracias a Dios? Iba a responder. Iba a decirles que si no es necesario hacer un barreno, es un buen pozo. Iba a decírselo aunque estaban a mis espaldas. Pero arreé a la mula y empezó a subir agua y a correr por el caño hasta la acequia y al escuchar el agua se han quedado eclipsados, ¡bolinches!: las dos caras de pan con los ojos como platos y las bocas abiertas. Después ya ni se acuerdan de lo que hablaban. Tienen memoria de pez. Vuelven a moverse como lagartijas detrás de mí hacia la huerta.

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—¿Cuánto tarda en brotar? Levanto la trampilla para las patatas. Iba a contestarles. Pero me giro y veo que están eclipsados al escuchar el sonido del agua al filtrarse en la tierra. De verdad que suena igual que si las patatas bebieran agua de un charco como un perro. —Tienen sed, Víctor. Yo que usted agotaría el pozo entero. ¿Tarda mucho en brotar? Luego la trampilla de los tomates. —Víctor, tienen sed. Yo que usted agotaría el pozo. ¿Tarda mucho en llenarse? Se mueven tanto que ahora no sé dónde están. Yo quito las ramas muertas del pedrisco. Sí, están asomados al pozo. —Se está agotando, Víctor. ¿Tarda mucho en brotar? No hace falta desenganchar la mula. La mula ahora descansa y no va a querer moverse hasta que el pozo vuelva a llenarse y haya que dar el último riego con la fresca. —Bajar y subir. —Hasta las pantorrillas, Víctor. —Hasta las pantorrillas, Víctor. Se encaraman al brocal. Al fondo brilla un hilillo del reguero del manantial. Dentro de poco crecerán y no cogerán entre el brocal y la noria y tendrán que olvidarse de bajar a los pozos con noria. Los arcaduces rechinan y se balancean, gotean sobre las espaldas: se retuercen de lo gélidas que están. Si esa mula no fuera una holgazana, la noria podría romper algo a esos chicos. Oigo cómo pisotean el agua. —¡Ya está brotando, Víctor! —¡Subid! —¡Hasta las pantorrillas! Cada vez hay más brillo ahí abajo, a medida que brota el agua. Se retuercen del frío. ¡Cómo suena! Sí, lo recuerdo. Chapotean, nadan, ríen. Sube el eco de las risas. Aunque sólo veo dos bocas brillantes flotando en el brillo del agua, parece que hay cien niños allí abajo. Estoy casi a punto de quedarme eclipsado, pero aún antes veo que el agua llega por las cinturas y los ecos suben cada vez más rápidos. Aunque quisieran ahogarse, con esas cabezas redondas e infladas, flotarían. Y si el pozo se llenase y ellos no pudieran salir, ellos vivirían allí chapoteando y echarían escamas y aleta. Pero me asusto. Yo no podría bajar a buscarles. No cojo entre la noria y el brocal. —¡Ya! ¡Subid! ¡Subid! ¡Sub

id!

Al trepar por los arcaduces, escurriendo agua, los ecos de las risas vuelven a las bocas. Alguna sale entre los labios. Luego tiritan sólo un momento. Me acerco al talego. Ellos están a mis espaldas. 55


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—¿Por qué no haces un barreno? Cosme es el mejor barrenero. Iba a responderles. Iba a contarles una cosa que me contó mi abuelo sobre los barrenos y los barreneros, mientras el último sol aún con fuerza se bebía el agua de sus cuerpecillos brillantes. Pero me giro y allí están eclipsados al escuchar... ¡Señor! ¡Sabandijas! ¿Hay algo que haga menos ruido que un trapo destapando un trozo de pan y tocino?

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Francisco A. Violat Bordonau: Es imposible es imposible

La sala de conferencias, el Aula Magna de la Universidad de Valladolid, estaba repleta: como solía decirse no cabía un alfiler, aunque en este caso ni un alfiler ni una lenteja ni un perdigón... La sala estaba llena, todos sus asientos ocupados y todavía se agolpaba personas, físicos y matemáticos en su mayoría, en los pasillos y en el fondo de la inmensa habitación cubriéndolo de batas blancas. La conferencia se titulaba Imposibilidad física de los Viajes Temporales y estaba siendo impartida por uno de los mayores físicos españoles de todos los tiempos, el Profesor Santos Sanz: gran físico y astrónomo, eminencia en el campo de las distorsiones gravitacionales, brillante teórico y gran divulgador. En realidad uno de los pocos divulgadores españoles que podían compararse con el gran Asimov primero y Sagan después. Alto, joven y guapo, de sedoso pelo rubio con grandes ojos azules soñadores, musculoso y en forma pese a sus cuarenta años (no, no tenía tripita todavía), estaba dotado de una potente voz de bajo que modulaba de una manera tan cautivadora que era frecuente verle en los programas de televisión, e incluso escucharle en algunos de radio, en donde sobresalía sobre los demás participantes por el tono de su voz. Al evento habían acudido no sólo académicos e investigadores sino también multitud de profesores, especialistas, un numeroso público formado por estudiantes y gran cantidad de reporteros tanto gráfico como de la televisión. No faltaban ingenieros, especialmente algunos norteamericanos enviados por algún laboratorio de investigación con la idea de aprender (¡o copiar!) algo de Santos Sanz. El conferenciante había abandonado el puesto que le habían reservado, una amplia mesa de madera clara (seguramente nogal) con micrófonos y un cartel con su nombre, para levantarse y acercarse más, mucho más, al público. Esto había cautivado a todos: la informalidad pese al rigor, la familiaridad pese a la profundidad de sus razonamientos, el que se pasease micrófono en mano mientras parecía charlar amistosamente con el público asistente... se aproximaba y cautivaba al público con su informalidad. –Es imposible que un cuerpo material viaje por lo que habitualmente llamamos Tiempo –decía en esos instantes mientras miraba a sus oyentes. –Sencillamente la cantidad de energía necesaria sería monstruosa. Esto ya lo demostró Violat en 2006 a través de Wikipedia con su curiosa “Paradoja del lingote de plata”. El público se removió en sus asientos, no tanto por el desconocimiento acerca de la paradoja que acababa de mencionar sino preparándose para conocerlo todo acerca de la misma, ya que sin duda el ponente les ilustraría sobre lo que significaba. –Por si alguno de ustedes no conoce dicha paradoja les diré que hace algunos años, veinte para ser exactos, mientras consultaba datos en la enciclopedia electrónica Wikipedia, encontré una curiosa paradoja que me hizo pensar larga y profundamente.

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Escrita por un astrónomo cacereño en 1985 pretendía demostrar la imposibilidad de los viajes temporales utilizando un sencillo argumento: la imposibilidad física de multiplicar la materia. Un curioso y acertado razonamiento, ¿no creen? Los periodistas aguzaron sus orejas (aunque ya no escribían notas a mano, si no que se fiaban de la fidelidad de sus grabadoras/reproductoras digitales) y se dispusieron a prestar todavía más atención, si ello era posible. –La paradoja –comenzó a explicar el doctos Santos– se llama así porque el sujeto que se mueve a través del tiempo es un lingote de plata. Sí, ya lo sé, es un extraño viajero: sin embargo es tan válido como otro cualquiera. Incluso es mejor que un ser humano ya que no se vería alterado por radiaciones o aceleraciones bruscas en caso de que éstas existiesen. “Tal como el autor explicaba todo comenzó no lejos de aquí, en Salamanca, mientras estudiaba Dirección Empresarial. Debido a que hacían prácticas contables en una de sus asignaturas al autor no se le ocurrió otra cosa que invertir dinero en bolsa, arriesgándolo; tuvo tanto éxito que con el dinero de las ganancias al vender sus acciones eléctricas adquirió un lingote de plata de un kilogramo. “Y fue cuando se le ocurrió la genial idea, la que demostraba que era imposible viajar en el tiempo de una manera física: no hacía falta tirar de fórmulas complicadas ni de tensores espaciotemporales. Nada de matrices cuatridimensionales complejas e invariantes ni del cálculo avanzado en once dimensiones. El simple razonamiento deductivo, el que todos sabemos usar, bastaba para ello. “Empecemos por abrir una cuenta en un banco por ejemplo el dos de enero (el día uno es fiesta), alquilar una pequeña caja de seguridad y encerrar dentro de ella el lingote durante un año entero. ¿Qué ocurre si hemos abierto la cuenta el primero de enero y al final del año, el día treinta y uno de diciembre, vamos al banco y abrimos la caja de seguridad? Pues que dentro de ella encontraremos el lingote tal y como lo dejamos. Es evidente: si no lo hemos tocado en un año allí debe de estar tan fresco como una rosa, aunque en este caso sería una fría barra de brillante metal plateado. “Bien, tenemos la barra de metal, el lingote de plata, en el interior de la caja de seguridad y lo sacamos para llevárnoslo a casa. Ahora es cuando comienza lo que podíamos denominar experimento mental, el que demuestra la paradoja. “Supongamos que tenemos una máquina del tiempo, un dispositivo físico capaz de retroceder en el tiempo y lo usamos para retroceder un día: a la mañana del treinta de diciembre. Esperamos a que abran el banco, hablamos con el encargado de las cajas de seguridad y le pedimos que nos acompañe a la nuestra, la abrimos… ¿Y qué encontramos dentro?: pues el lingote de plata. Eso es más que evidente, ¿no? El público al unísono puso cara de perplejidad y asombro al no ser capaz de seguir el rápido razonamiento del profesor. Sin embargo enseguida se relajaron. –Sí, dentro de la caja de seguridad encontramos el lingote. Es evidente ya que todavía no lo hemos retirado. Recuerden que lo sacamos en la mañana del treinta y uno de diciembre, no en la del treinta. La Flecha Temporal viaja unívocamente desde el Pasado al Futuro y no al revés: esto es una evidencia física irrefutable. “La información viaja siempre en una única dirección: del Pasado al Futuro y no al revés. Cuando nosotros tomamos el lingote el día treinta y uno no afectamos para

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nada a la línea temporal del pasado, de manera que el lingote estará en la caja de seguridad cuando vamos a por él retrocediendo en la línea temporal. “Bien, prosigamos. Hemos abierto la caja, encontramos dentro de ella el lingote tal como lo dejamos el día dos de enero y nos lo llevamos. Ahora volvemos a montar en la máquina, retrocedemos otro día y desembarcamos en el veintinueve de diciembre. “Esperamos a que abran el banco, hablamos con el responsables de las cajas de seguridad y le pedimos que os acompañe a la nuestra, él acepta, abrimos la caja… ¿Y qué encontramos dentro? El público, que ya había entendido perfectamente el sencillo razonamiento, en voz baja respondió “un lingote de plata”. El Profesor Santos asintió con la cabeza. –En efecto, señoras y señores, encontramos dentro un lingote de plata. El mismo lingote que encerramos dentro el día dos de enero. ¿Por qué está el lingote, si ya lo hemos retirado dos veces? Sencillamente porque, como antes he indicado, la Flecha Temporal apunta en una única dirección: del Pasado al Futuro. No hay ninguna manera natural de enviar información del Futuro o del Presente al Pasado: la Naturaleza lo prohíbe. La información avanza siempre del Pasado al Futuro: por eso las personas que arriesgan su dinero en la bolsa pueden perderlo todo, porque no disponen de información de cómo se comportarán sus valores “mañana”. “Nuestro viajero temporal, ya con dos lingotes en su casa, vuelve a tomarlo y tiene ya tres. ¡Noten que se está haciendo rico a gran velocidad! “Ahora, una vez que ha demostrado que cada vez que retroceda al Pasado encontrará un lingote, vuelve a repetir indefinidamente el proceso: monta en la máquina, retrocede un día (al veintinueve de diciembre, al veintiocho de diciembre, al veintisiete de diciembre…) hasta que finalmente llega al día dos de enero, fecha en la que él mismo depositó el lingote. “¿Qué ocurre al final de su último viaje? Sencillamente que se encontrará con una gran cantidad de lingotes de plata. ¿Cuántos exactamente? Depende del número de días laborables que tenga el año: como poco trescientos o más… El público sonrió con la idea: sería fantástico poder disponer de una gran cantidad de lingotes de plata y venderlos, ya que cada uno de ellos podría reportar al propietario un mínimo de quinientos euros… –Pero no queda aquí la cosa; no, señoras y señores, no termina aquí la cosa. “El viajero puede razonar de este modo: ya que la información avanza del Pasado al Futuro pero nunca retrocede… ¿Por qué no puedo retroceder dentro del mismo día a horas distintas? Y astutamente lo pone en práctica. “De este modo en su siguiente viaje retrocede a la una y media de la mañana del treinta de diciembre, apenas media hora antes de que cierren el banco: entra, toma el lingote y regresa a su tiempo. Retrocede a la una de la tarde, media hora antes del viaje anterior, toma el lingote y regresa a casa. Vuelve a viajar ahora a las doce y media de la mañana (media hora antes del último viaje), toma el lingote y retrocede. Y así un cierto número de veces hasta llegar a pocos minutos después de abierto el banco. En cada una de las ocasiones habrá un lingote de plata esperándole dentro. Es más que evidente: ¡nadie lo ha sacado desde el día dos de enero!

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El público, que había vuelto a captar toda la sutilidad del razonamiento, emitió un largo murmullo de satisfacción al pensar en la fortuna en lingotes de plata que el viajero temporal podría acumular. Suponiendo que en cada jornada, en cada retroceso de media hora, tomase uno podría disponer de diez lingotes cada día: uno cada media hora durante las cinco horas que el banco estuviese abierto… –Sí, señoras y señores, paciente público, el viajero temporal puede retroceder tantas veces como quiera en saltos cada vez más pequeños y siempre encontrará un lingote de plata esperándole. ¿Por qué? Bueno, ustedes mismos ya lo saben: porque la información siempre avanza del Pasado al Futuro y nunca al revés. El lingote que ha sido sacado de la caja de seguridad no puede lanzar un mensaje destinado a sí mismo, que retroceda en el tiempo, avisándose a sí mismo e informándole que veinticuatro, cuarenta y ocho o setenta y dos horas después su propietario lo tomará… De todos modos, ¿de qué serviría dicho mensaje? De nada, realmente. “¿Y qué ocurre al final? Pues que el viajero, el afortunado propietario del lingote de plata, se encontrará con una gigantesca cantidad de ellos… Si sólo da un salto por día podría terminar con más de trescientos kilos, si son dos saltos por día más de seiscientos kilos, si son tres saltos al día más de mil kilos… la cantidad sería fabulosa, tan grande como uno quisiese. Una cantidad que tendería a infinito… Los periodistas levantaron la cabeza sumamente interesados, algo que también se repitió entre las filas de los científicos, estudiantes, ingenieros y profesores invitados. Si el viaje en el tiempo fuese posible sería una manera fácil de enriquecerse. Sería una manera fácil de terminar con la economía mundial. Sería una manera fácil de financiar invasiones, batallas, nuevos imperios… –¿Y por qué limitarnos a esperar un año?: podemos dejar el lingote en el banco cinco o seis años y al cabo de los mismos hacer un montón de saltos, tantos que al final llenaríamos la casa de lingotes de plata. ¡Llenaríamos la casa de riquezas! Sus palabras causaron un profundo efecto: todo el mundo comenzó a murmurar y a charlar con sus vecinos de butaca. La conferencia estaba en pleno apogeo. –Sin embargo señoras y señores, amable público, la paradoja Violat demuestra que esto es sencillamente imposible. Veamos por qué. Los rostros de los varios cientos de personas que abarrotaban el Aula Magna demostraron que sus propietarios se habían concentrado de nuevo. –En primer lugar el afortunado viajero no podría vender los lingotes. Tengan en cuenta, por si desconocen este punto, que todos los lingotes de metales valiosos (plata, oro, platino…) tienen grabados un número de serie que permite reconocerlos como legales. Este número de serie acompaña a una documentación en la que se indica cuándo, dónde y por quién ha sido fundido. Es una manera de evitar que ladrones sin escrúpulos roben anillos de casados o dientes de oro, los fundan y los vendan de manera ilegal borrando, de paso, sus delictivas huellas. “Nuestro viajero se encontraría con que podría vender fácilmente un lingote acompañado de su documentación original y legal, pero nunca dos o tres lingotes juntos ya que éstos tendrían la misma numeración. ‘¿¡Cómo la misma!?’ se preguntarán ustedes ahora: sencillamente porque los lingotes son copias idénticas unos de los otros. Son meras fotocopias de un único original.

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Un nuevo murmullo, esta vez de incredulidad, recorrió las filas del público asistente: todos se miraban los unos a los otros con dudas. Nadie acababa de comprender qué quería decir el docto investigador con sus últimas palabras. –El lingote tomado del banco el día uno de junio es completamente idéntico al del día dos, al del tres y así sucesivamente… Todos son copias idénticas, fotocopias podríamos llamarlos. Hasta el último átomo de ellos es idéntico en todos los lingotes. Digo más. ¡Es que realmente todos ellos son el mismo lingote! “Es evidente que esto tiene que ser así: ¡Es que estamos manejando el mismo lingote de plata! Todos los átomos, todos los electrones, protones y neutrones que contiene son los mismos: son copias idénticas de un único original. Hasta el más ínfimo arañazo que aparezca en uno de ellos los encontraremos en los demás. “Dado que es imposible para nuestra tecnología, y probablemente también la del futuro, construir un dispositivo electrónico o electromecánico capaz de duplicar la materia es sencillamente imposible viajar en el Tiempo. Fin del experimento. “Pero dejando aparte el razonamiento filosófico, que es el que acabamos de hacer, la Física también nos demuestra que es imposible el viaje temporal. Desde el punto de vista del viajero temporal y desde el nuestro, personas espectadoras que nos hemos quedado en tierra, se ha producido una duplicación, triplicación o en general multiplicación de la materia. ¿Cuánta energía es precisa para duplicar un lingote de plata? Una cantidad sencillamente astronómica y que sólo podríamos generar por medio de un reactor nuclear. Una máquina del tiempo necesitaría un potente reactor nuclear para poder viajar. Un potente y muy pesado reactor, me atrevo a añadir... Como el público se mostrase confuso y murmurase incrédulo el Doctor Santos pasó a explicarles el razonamiento de manera clara y sencilla. –Vamos a ponernos en el lugar de una persona del siglo XIX que es visitada por nuestro viajero temporal. Supongamos que un docto físico del año 1899 vestido con seria levita negra está trabajando en su laboratorio, primitivo laboratorio, y de repente aparece ante él un viajero temporal sentado en su reluciente y flamante máquina del tiempo. Primero no había nada, luego una máquina y un hombre. “Para él se ha producido una creación de materia, de masa, a partir de la nada: donde en un principio no había más que espacio vacío ahora puede ver, tocar y pesar un ingenio mecánico en cuyo interior hay un hombre vestido de manera extraña. Supongamos que pesa el conjunto máquina + viajero y este conjunto asciende a doscientos kilogramos. Desde su punto de vista se ha producido la creación de materia cuyo peso y masa es de doscientos kilogramos. ¿Qué cantidad de energía sería precisa para producir esa creación? Una cantidad sencillamente fantástica: una central atómica normal se vería en apuros para poder generarla. “Por lo tanto estos dos razonamientos, la creación de copias completamente idénticas entre sí y la creación de materia, demuestran de una manera clara y contundente que los viajes en el Tiempo no existen ni existirán jamás. Un último razonamiento acaba de cerrar la losa en la tumba de los viajes temporales. La inexistencia de viajeros del tiempo. Nunca, en la historia de la Tierra, nadie ha conocido un viajero temporal. Ergo… este último razonamiento, claro y contundente, demuestra por tercera vez dicha imposibilidad. ¡Es imposible, es imposible!

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Al escuchar esta última frase, emitida con voz potente, el público comprendió con toda claridad la línea argumental del Profesor Santos y comenzó a aplaudir ruidosamente cuando éste terminó de lanzar la última frase con fuerte voz. Algunos colegas, emocionados, llegaron incluso a ponerse de pie para que todo el mundo comprobase que le aplaudían por su brillantísima y contundente demostración. La sonrisa del Profesor Santos era brillante, magnífica, completa: la sala entera, abarrotada, le aplaudía por su brillante exposición y razonamiento. No podía esperarse un éxito mayor. Tenía asegurado su futuro como investigador: acababa de conseguir que todos los fondos destinados a la investigación sobre el viaje temporal, a punto de aprobarse pero todavía pendientes, fuesen desviados hacia su propio Departamento de Investigación. Se terminó el despilfarro de sus rivales: ni los profesores ni los investigadores volverían a gastar un solo euro en entelequias sin sentido alguno. Los cientos de millones destinados a la investigación serían suyos. Sin embargo la sonrisa se le fue apagando poco a poco cuando reparó en una persona, un anciano vestido de negro situado en el fondo de la sala, que negaba con su cabeza y demostraba un absoluto desprecio a su persona y sus razonamientos con su gesto y sus ademanes. El anciano había aparecido de la nada ya que un instante antes no le había visto. Y era imposible no haberle visto porque vestía de negro, oscura mancha de triste tinta sobre fondo de batas blancas que portaban sus colegas a modo de uniforme. Ninguna puerta se había abierto ni tampoco los espectadores del público, codo con codo, se habían apartado para dejarle entrar. ¡Y lo que era peor!: se había puesto a gritar ”¡Mentiroso, mentiroso!” a pleno pulmón mientras avanzaba a grandes zancadas hacia él. Los aplausos se fueron apagando a media que el anciano se aproximaba rápidamente al estrado donde el conferenciante permanecía mudo esperando algo… Cesaron los aplausos y un silencio sepulcral se fue extendiendo por la sala a medida que el viejo, a grandes zancajos, devoraba los contados pasos hasta el comienzo de la gran estancia. No sabía por qué pero algo en el anciano le resultaba familiar. Muy familiar. Voz, ademanes, zancadas, decisión, constitución física… Le conocía de algo pero no acababa de saber quién diablos era el viejo chiflado ni qué narices quería. –¡Tonterías! No eres más que un asno, un embustero, un inútil… un fraude. El público había cesado de aplaudir al contemplar al anciano avanzar, con paso decidido, a lo largo del largo pasillo. Su cabello blanco, largo y sedoso, flotaba al viento tras él al moverse. Y se movía con bastante agilidad, por cierto… Ya había subido, en dos grandes saltos, los escalones que separaban al público del alto estrado y se había colocado a menos de dos metros del conferenciante. –¡Cómo se atreve a hablarme así señor! ¡Cómo se atreve! –protestó el Profesor Santos elevando la voz y modulándola para demostrar que estaba siendo ofendido. Un silencio sepulcral se había extendido por toda la sala. Los asistentes, sorprendidos, guardaron silencio esperando a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Sin duda el anciano era uno de los investigadores a los que Santos, con sus trabajos, había condenado al silencio y al ostracismo intelectual. –Me atrevo –gritó el anciano con voz potente y alta, para que todos pudiesen escuchar sus palabras –porque me consta que no dices más que tonterías. Los razonamientos que has empleado no son más que falacias. Son completamente falsos y

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lo sabes. No buscas más que robar el dinero de las becas en provecho propio arruinando las investigaciones de otro Departamento que está en oposición con tus investigaciones. No eres más que un ladrón y un embustero y así te lo digo a la cara. Santos se quedó mudo de asombro, de vergüenza y de espanto: el viejo, ese chiflado desconocido, acababa de anunciar públicamente lo que nadie salvo él sabía. Sus propias investigaciones y el examen de los trabajos del Departamento con el que competía le había demostrado que cabía una posibilidad, una remota posibilidad, por la cual las ecuaciones de campo y los tensores espaciotemporales complejos que sus rivales empleaban en sus ensayos podían llegar a materializarse algún día en un invento práctico. En una máquina del tiempo que fuese práctica, que funcionase… La máquina del tiempo podía construirse, pero él acababa de clavar su ataúd y se sentía muy orgulloso de haberlo hecho. Sin embargo... algo no cuadraba del todo. –No sabe usted… –comenzó a decir débilmente el Profesor Santos Sanz cuando fue nuevamente interrumpido por la poderosa voz del desconocido. –Sé perfectamente que conoces los trabajos de Morales y su equipo, sé que sabes que es perfectamente capaz de construir una máquina que funcione ya que has comprobado a escondidas sus ecuaciones, sus primeros ensayos y que sólo aspiras a robar los cientos de millones que el Rector quería destinar a su trabajo en beneficio propio. En tu beneficio personal. Por eso has ideado esta ridícula conferencia, para arruinar sus investigaciones. –¿Nos conocemos, señor? –preguntó intentando aparentar un tono burlón, aunque se le notó en la faz y en la voz que estaba asustado, muy asustado y que su plan había sido sacado a la luz y expuesto en pública audiencia. –Nos conocemos, en efecto, señor. Pero antes de que le dé mi nombre, que usted, señor, conoce muy bien permítame decirle a los presentes por qué su mera existencia es un delito contra la Humanidad. Y lo voy a decir ahora mismo. Los presentes, mudos ante la batalla dialéctica que les había sorprendido, permanecían expectantes e indecisos ante la resolución del enigma. Silencio total. El anciano le arrebató de la mano a Santos el micrófono con lo cual su voz pudo llegar con claridad hasta el final de la inmensa habitación. –Por culpa de tu estupidez, arrogancia, egoísmo y ansia de dinero el equipo del profesor Nicolás Morales, tu directo competidor, no obtendrá la sustanciosa cantidad de dinero que necesita para sus investigadores. Mañana mismo el Rector firmaría el documento por el cual la jugosa beca Salvador Sánchez de investigación sería destinada a tu propio departamento. Morales se quedaría sin nada, agotaría los escasos recursos materiales, económicos y humanos que tiene en un único experimento que demostraría a sus propios ayudantes que el viaje temporal es posible. En la mañana del 23 de abril, dentro de cuatro meses, la primera máquina temporal, un sencillo mecano de piezas metálicas con algunos chips y un minúsculo generador de campo, retrocederá media hora en el tiempo demostrando que es posible construir generadores de campo e inversores de flujo que eviten la Paradoja Violat, la “paradoja del lingote de plata” que tan bien acabas de explicar. “Sí, señoras y señores, la paradoja del lingote de plata es completamente falsa. No porque el aquí ilustre profesor les haya mentido, ¡no!, sino porque el razonamiento físico que está utilizando no es cierto, es una simple falacia: desde el punto de vista de

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la Física parece, sólo parece, que hay una creación de materia cuando en realidad lo que ocurre es que es la misma materia la que se mueve a lo largo del continuo Espacio-Tiempo. “Nuestro ilustre sabio, el Profesor Santos Sanz, lo sabe y ha pretendido ocultarlo a todo el mundo. No se obtienen fotocopias del lingote de plata: una vez que uno ha tomado el metal y lo ha sacado de la caja de seguridad el lingote desaparece de ésta, ya que hay un colapso en la función de onda de la incertidumbre mecánico-cuántica asociada al evento. Sólo puede haber un único lingote a la vez, no dos o cien, por lo cual el lingote simplemente desaparece. Cuando el viajero ha tomado la decisión irrevocable de sacar el lingote de la caja de seguridad se produce el colapso en la función, el metal desaparece tanto del Futuro (es vidente, ya que a partir de ese momento ya no estará más en la caja… salvo que vuelvan a introducirlo dentro) como del Pasado, ya que el viajero puede tener la intención de violar las leyes de la Física intentando duplicarle… La Naturaleza, señoras y señores, no es tonta… Puede parecerlo pero no lo es. Es una evidencia física irrefutable. “La Paradoja Violat sólo es aparente, pero no real. No podemos tener una multitud de lingotes idénticos formado por el mismo conjunto de átomos, electrones, protones, neutrones, mesones, piones y quarks cuyos estados cuánticos sean idénticos: la Naturaleza lo prohíbe. Dos cuerpos con idéntica constitución a nivel atómico no pueden existir, es materialmente imposible hasta el duodécimo decimal. Simplemente es imposible, tienen que creerme. ¡Es imposible, es imposible! “Cuando el Profesor Morales tenga que cerrar su investigación, despedir a su equipo y entregar el costoso equipo habrá desaparecido la única oportunidad para construir un generador de campo viable. El avance que la Humanidad podría haber logrado se retrasará durante veintisiete años, retraso que pagaremos caro cuando descubramos, dentro de una treintena de años, que otras civilizaciones del Universo (porque las hay, señoras y señores, las hay) han ocupado el espacio que nosotros podríamos haber llenado viajando en el Tiempo y mejorando nuestro futuro. Jamás podremos extendernos por el espacio y colonizar otros mundos aprovechando sus recursos, salvo violando las normas y leyes que estos seres alienígenas nos han impuesto de manera injusta por haber llegados los últimos a la fiesta... El público no sabía cómo responder: unos callaban, otros movían la cabeza dudando, algunos simplemente estaban estupefactos mientras que el resto no sabía qué partido tomar. El anciano, en mitad del estrado, casi al lado del profesor Santos Sanz, había acaparado toda la atención y ahora era el dueño de la conferencia. –¿Y cómo puede saber usted, señor, todo eso? –preguntó con un mal tono burlón el Profesor Santos intentando disimular en vano su asombro y su miedo al anciano. Era evidente que estaba derrotado, pero jamás se rendiría sin pelear. –Lo sé, caballero –le respondió el anciano acercándose– por el mismo motivo que sé que ha sido preciso realizar seis saltos temporales antes que éste para poder encontrar la solución al problema que has causado, grandísimo mentecato. Lo sé porque burlando las imposiciones de los alienígenas, los dueños actuales de los viajes temporales, he saltado cinco veces al Pasado, a este momento, con la intención de cambiar nuestro futuro. En los cinco primeros saltos los distintos intentos por obtener un cambio, un resultado positivo, han sido estériles: o bien me sacaban de la sala a rastras o bien todos se reían de mí, sin olvidar la vez que he sido recluido en un sanatorio mental o encarcelado por obstaculizar tus malvados tejemanejes... 64


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“Este es el quinto intento. La computadora me ha indicado qué hacer para obtener el resultado óptimo con un cambio mínimo: evitar que los experimentos para obtener una máquina capaz de viajar por el Tiempo se vean frenados en seco por tu estulticia. La única manera posible es la solución a la paradoja del lingote: no puede haber materia con los mismos estados cuánticos idénticos. Eso ya lo sabes, ¿no? –¡No! –gritó el Profesor Santos del presente. –Lo siento –le respondió el Profesor Santos del futuro. –Mi nombre es Pablo Santos Sanz y vengo a corregir un error que debía haber corregido hace años: evitar que cambies drásticamente nuestro Futuro. Evitar la dictadura militar mundial y la guerra que acontecerá, el empobrecimiento mundial y la miseria de la Humanidad. Y todo por tu culpa. Únicamente por tu culpa. Pero esto se acabó. Es el fin. Adiós. El anciano se aproximó a su otro yo, el del pasado, el que había evitado el desarrollo de la Humanidad en el terreno de los viajes temporales. Y le tocó. En ese instante se produjo un fuerte estallido de luz azul, una pequeña onda de aire ocasionado por la destrucción de la misma materia y ambos hombres, Pasado y Futuro, desaparecieron en un breve destello de intensa luz azul. La paradoja temporal había quedado resuelta al momento. Positivo y negativo se anularon. En ese mismo instante, mientras el público elevaba un murmullo de incredulidad por lo ocurrido, la línea temporal cambiaba bruscamente: el equipo de Morales, dentro de unos meses, conseguiría fabricar el primer prototipo de máquina del tiempo, lograría los fondos de la beca, al cabo de unos pocos años haría viable la técnica de los viajes en el tiempo y la Humanidad iniciaría un rumbo que una única persona, el Gran Mentecato, estuvo a punto de negarle una vez.

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Mónica María Volpini Camerlinckx: La trampa

La siesta de otoño era apenas una fría invitación al letargo Leticia respiró profundamente y trató de calmar su ansiedad contenida durante tantas horas. Al entrar en su casa se sintió segura, los vecinos estarían durmiendo, no podrían oír ni siquiera el canario si cantaba en el patio. Los vecinos, lindo conjunto de locos le habían tocado… Sintió bronca por no tener algunos años menos. Si tuviera treinta, todo sería más fácil, él la desearía más. Fue al baño y se dio una ducha rápida con un gel perfumado que parecía acariciar cada centímetro de su cuerpo. Después se frotó suavemente con una toalla para secarse, pero sintiendo la sensación de que ese perfume perduraba en su piel. Tenía cuarenta y dos años…se preguntó si todavía tendría edad para hacer esas cosas. “Las chicas malas generalmente son chicas bien jóvenes”, se dijo, “así que yo deberé ser una excepción a esta regla”. Lentamente se pasó una emulsión perfumada por todo el cuerpo y se sintió como si fuese muy joven, y su corazón le dijo que debía aprovechar ese momento. Fue a su armario y eligió un vestido pensando que a él le gustaría, y se lo puso cantando… —I…Will always love you……. Cuando sonó el timbre ella estaba totalmente vestida. Retocó la pintura de sus labios para que parecieran tan solo con un toque muy suave pero brilloso de rosa, se puso otras gotas de perfume francés y corrió a la puerta. Se sentía radiante. —Leticia... —Marco Antonio... —¿Estás sola? —Ahora estás vos…, ya no estoy sola. —¿Está segura? ¿Los niños…? —En la escuela… Olvídate del peligro. —¿Estás segura de que quieres esto..., Bombón? —Sí...,y si me llamas así… —Puedes decirme que no… puedes arrepentirte —No me ofendas con tus dudas… ¿Acaso ya no me deseas? —Sí. Pero…, los vecinos, tu vida de todos los días… —¡Deja que yo maneje mi vida! —Entonces…, solo déjame decirte que te amo. —No sólo te dejo…, sino que te lo ruego.

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Él la miró… Dónde estarían esos cuarenta y dos que ella decía que tenía. El cabello renegrido le caía sobre los hombros y su perfume penetrante solo podía invitar a una cosa. Era conocerla y amarla, todo a la vez… Dónde se habría escondido hasta el día en que se conocieron… —No vas a besarme. —Perdona, estás tan hermosa. —Siempre dices lo mismo… —Te gustan las cosas ocultas. —Nos gustan… Ella caminó hasta la puerta y se volvió. Lo miró muy seria, como si algo se estuviera estropeando. —Olvidé decirte algo… —Dime, amor… —le preocupó su mirada— lo que sea. —Hoy no tendremos el tiempo de siempre. —Está bien…, por un minuto a tu lado recorrería cualquier distancia. Tan solo disfrutemos. Leticia recobró su sonrisa y le rogó que la siguiera. Le gustaba recorrer aquellos pisos que hoy no debía limpiar, la cocina a la que no se acercaría para lavar los platos. No. Aquel día toda esa casa estaba a sus pies, y ella la disfrutaría de la mejor manera. Él la miró, lo regaló salvajemente su mejor lascivia de aquel verano que no se quería marchar, y le dijo que el deseo por ella se le había hecho cruel necesidad durante todos aquellos últimos meses, y la invitó a compartir con el sus próximos veinte años…Ella entornó los ojos y dijo que sí. Aquello era realmente vivir. —En el dormitorio no, Marco Antonio. Allí me veo obligada a hacerlo con el padre de mis hijos…hoy quiero que me poseas acá…, sobre la alfombra… —Sos divina…, sos animal…, y sos mía…, por eso te amo tanto. Media hora más tarde, ambos yacían jadeantes, chorreando un cansancio animal por los poros y sedientos de agua fresca sobre sus labios y también sobre la piel. Estaban callados, pensando en la profundidad de todo aquello. Entonces ella sintió la cruel necesidad de recordarle la hora… —Son las cinco menos cuarto. —Sí. Ya sé…, están por llegar los niños. Me voy… —Volverás…, estoy segura. —Tal vez esta misma noche. Media hora más tarde llegaban dos hermosos muchachitos repletos de problemas escolares y reprimendas de maestras que, según ellos, no los lograban entender. Después la tarea, casi obligarlos a bañarse, preparar la cena, tender la mesa y esperar al padre que, como todos los días, llego con su mejor sonrisa… —Qué lindo es llegar a casa, Leti…

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—Qué lindo es sentirte llegar… De pronto, los niños los rodearon, formando un coro de gritos, ademanes y risas. En un santiamén la cena estuvo servida y todos corrieron alegremente a sus lugares, hambrientos de comida y de compartir las noticias del día que había transcurrido. Los niños hablaban a la vez, y ellos se miraban sonriendo. Los platos se sucedían y el postre preferido del más pequeño llegó al fin sobre la mesa. Leticia iba y venia con las mejillas arreboladas y una sonrisa en los labios que parecían a punto de explotar de dicha. De repente, su marido estiró una mano para tomar la suya y se la besó con ardor. Entonces Leticia le dijo unas palabras cariñosas en secreto bien al oído. Los niños seguían gritando y riendo sin parar pero ellos ya estaban reviviéndolo todo. Ambos se sentían felices, porque habían encontrado la manera de soportar aquellos chillidos interminables sin que eso destruyera la dulce intimidad del hogar. —Me encantó tu idea de hoy, Leti… —A mí también, amor… —Te transformaste realmente en una tigresa…hacía tanto tiempo que no te disfrutaba de esa manera… —¿De veras, Marco Antonio…? —Mmm…, sí. Y espero que se repita. —Cuando quieras… —¿Puede ser mañana por la siesta, reina? Digo…si es que estarás solita. —Por supuesto, amor.

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Microrrelato

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Ed. Expunctor: Nunca jamás

Mientras volaban de regreso a casa no dijeron ni una palabra. Sólo una vez que tomaron tierra comenzaron a hablar sobre lo que habían visto en aquella isla. Ninguno de los dos había tenido la culpa de que los pillasen mirando por aquella ventana, pero conversar y discutir sobre aquellos temas era un pretexto perverso para encender el ímpetu y la pasión. Sin embargo, siempre les pasaba lo mismo, y lo sabían. Se excitaban a rabiar, se provocaban hasta el extremo, se incendiaban de deseo; se miraban, se desnudaban, se acariciaban. Querían seguir, profundizar, llegar hasta el final, culminar, pero, aunque su amor era infinito, sabían que era imposible, que no podrían hacerlo nunca. Nunca jamás. Se conformaban con las posibilidades que tenían al alcance de sus manos y de sus bocas, y las explotaban al máximo. Al día siguiente volaron otra vez a aquella isla. Querían volver a mirar por aquella ventana, observar de nuevo a aquella pareja. Hacía años que Peter Pan y Campanilla habían descubierto el placer de mirar y se habían convertido en unos voyeristas empedernidos.

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Santiago Eximeno: Ese niño soy yo

Ese niño soy yo. El niño de la mirada huidiza, el que corría a refugiarse entre los arbustos que rodeaban el patio del colegio cuando los mayores preguntaban por él. El niño que no quería volver a casa porque sabía que papá –como siempre, como siempre– había bebido, el niño que no escuchaba, que no quería escuchar, los llantos de mamá. Ese niño, ahora convertido en hombre, de pie frente a su propio hijo, sosteniendo el cinturón con mano temblorosa, dispuesto a impartir el castigo que tantas veces ha recibido. El hombre que alza el cinturón y llora como un niño. Ese niño soy yo.

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David Fortea Etxeberria: El dibujante del Café Comercial

Ayer se rompió el pacto de cuentos y retratos que habíamos mantenido durante semanas. Ella siempre ocupaba la misma mesa del Café Comercial, junto al cristal que la aislaba del caos de la glorieta. Pedía un té, sacaba su cuaderno de tapas rojas y lomo anillado, y escribía. Yo, cuatro mesas más allá, la dibujaba, persiguiendo con mi carboncillo los matices de su rostro y tratando de capturar todos los ángulos que su perfil me ofrecía. Nunca supe su nombre ni escuché su voz, hasta que ayer ella se acercó y dejó sobre mi mesa este cuento. Después cogió sus retratos, susurró un adiós, y la puerta giratoria sopló hacia mí su ausencia.

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Basilio Pujante Cascales: Historia universal en un telegrama / El erudito

HISTORIA UNIVERSAL EN UN TELEGRAMA

Big bang (stop). Big boom (stop).

 EL ERUDITO El erudito empuja suavemente la puerta de la biblioteca y comienza a pasear entre los anaqueles repletos de libros. El erudito se detiene delante de algunos volúmenes, lee y acaricia sus lomos pero no se decide por ninguno. El erudito observa con templada nostalgia a las estudiantes que pueblan la biblioteca, desde sus setenta años de profesor jubilado. El erudito toma el periódico del día, que yace en una mesa baja en el medio de la sala. El erudito, con paso cansado, lleva el diario hasta un apartado y silencioso rincón, y poniéndose las gafas comienza a escrutarlo. El erudito se detiene en una de las páginas y apunta algo en un minúsculo papel que ha sacado de su chaqueta. El erudito se levanta, y dejando en la mesita el periódico, se dirige hacia la puerta. El erudito, antes volver al frío de la calle, guarda con delicadeza el papelito en el que ha anotado, con letra temblorosa, su indagación erudita del día: SONIA, 120 de pecho, francés a pelo. 96826...

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Mónica María Volpini Camerlinckx: Anastasia

Tita se había cansado de aquella vida monótona que le tocó sufrir día tras día. Su madre le había advertido lo que sería casarse con el tonto de Julián, pero sus hormonas estaban demasiado rebeldes aquella primavera del 71, cuando fueron los dos corriendo solos por aquel playón del ferrocarril y regresaron siendo tres. Entonces hubo que casarse enseguida, para poder usar el vestido blanco, como todas. Después inventar una placenta previa y no sé cuántas cosas más, para que el niño naciera en regla. Así comenzó su monótona vida con Julián, que a las seis de la mañana salía para el trabajo. A veces le daba un beso, o le decía “Chau, Negra…”. Una amiga le recomendó Internet. Allí se metió. Ahora sería Anastasia. Y de esa manera conoció al Virrey… Ese sí era un hombre. Le dio su msn y todos los días recibía una carta de amor, regalos…, siempre que podía corría al cyber. Un día quedaron en verse el martes a las cinco en punto. La mañana anterior Julián murió. Tuvo tiempo de enterrarlo y todo. Al día siguiente –aunque con un poco de culpa- ella acudió a la cita. Pero no había nadie. Y, aunque parezca mentira, no entendió el mensaje.

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Ensayos / artículos

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Aurora Galindo Esparza: El desgarro y el hermetismo: análisis de un poema “vanguardista” de César Vallejo

XVIII Oh las cuatro paredes de la celda. Ah las cuatro paredes albicantes que sin remedio dan al mismo número. Criadero de nervios, mala brecha, por sus cuatro rincones cómo arranca las diarias aherrojadas extremidades. Amorosa llavera de innumerables llaves, si estuvieras aquí, si vieras hasta qué hora son cuatro estas paredes. Contra ellas seríamos contigo, los dos, más dos que nunca. Y ni lloraras, di, libertadora! Ah las paredes de la celda. De ellas me duele entretanto, más las dos largas que tienen esta noche algo de madres que ya muertas llevan por bromurados declives, a un niño de la mano cada una. Y sólo yo me voy quedando, con la diestra, que hace por ambas manos, en alto, en busca de terciario brazo que ha de pupilar, entre mi dónde y mi cuándo, esta mayoría inválida de hombre. César Vallejo

El poema que me propongo analizar forma parte de la obra Trilce (1922), de César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892 - París, 1938). La producción literaria del escritor peruano se puede agrupar en tres etapas: la de su niñez y juventud en su tierra (hasta 1917), la de su estancia en Lima (1918-1923) y la de su período europeo (de 1923 hasta su muerte). A cada etapa de su vida corresponde un libro o conjunto poético, presentando la evolución poética de este autor transiciones bruscas y extremas: en efecto, comienza en una línea cercana al modernismo, que estaba ya casi abandonado; a continuación, asimila con sorprendente originalidad las corrientes vanguardistas; y por último, arrebatado una honda solidaridad con los que sufren,

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termina entregado a la poesía social. Trilce pertenece a su tormentosa etapa limeña, durante la cual estuvo preso ciento doce días. Esta experiencia terrible cambió para siempre a Vallejo, y por ello en este libro, dominado por la atmósfera carcelaria, su poesía da un giro total y desconcertante. Se mantienen aquí los motivos habituales de su poética, pero sometidos a una lucha con el lenguaje y a una voluntad de experimentación que llevan al poeta al abismo de lo desconocido y lo aproximan al vanguardismo, si bien de un modo muy particular: el vanguardismo de Vallejo se refleja no sólo en lo estético, sino también en lo metafísico. Los poemas de Trilce encierran una extraordinaria y desconcertante tensión psíquica capaz de provocar un tremendo impacto en el lector. Empezaré tratando los aspectos formales (métrica, sintaxis, léxico), y seguidamente pasaré a ocuparme del contenido. Desde el punto de vista métrico, esta composición, relativamente breve, consta de cinco estrofas que tienen un número de versos desigual (tres, tres, seis, seis, cinco, respectivamente). Se trata de versos libres, sin rima y de desigual medida, algo muy característico de Vallejo. Como podemos observar, predomina el endecasílabo, pero hay también eneasílabos (vv. 13 y 19), decasílabos (vv. 9, 11 y 17), un hexasílabo (v. 12), un dodecasílabo (v. 6), un tridecasílabo (v. 23), y un alejandrino (v. 7). En la totalidad del poema encontramos solamente tres rimas: una asonante entre los vv. 6 y 7, una consonante entre los vv. 19 y 22 y otra asonante entre los vv. 20 y 21. Estos rasgos formales refuerzan la impresión de que el poema, más que comunicarnos algo, está reproduciendo unos instantes del flujo discontinuo del pensamiento, abstractos, oscuros y subjetivos. En cuanto al lenguaje y la expresión, son sumamente oscuros y complejos, reflejo del estado de ánimo del poeta, que esta etapa vanguardista busca destruir las barreras lógicas y normativas de la lengua para construir un nuevo universo. Aunque predomina el vocabulario sencillo, hay ciertos términos cultos y poco comunes (“albicantes” en v. 2, “aherrojadas” en v. 6 y “terciario” en v. 21), así como palabras innovadoras y vanguardistas (“bromurados” en v. 17 y “pupilar” en v. 22). Tenemos oraciones breves (vv. 1, 11-12), pero la mayoría son extensas, y muchas de ellas compuestas: hay cinco oraciones subordinadas de relativo (vv. 3, 15-16, 16-18, 20, 2223), dos condicionales (vv. 8 y 9) y una interrogativa indirecta (vv. 8-9). La dicción está entrecortada con abundantes pausas (incluso una pausa fuerte en el v. 11) y algunos encabalgamientos (vv. 8-9, 11-12, 14-15). Este rasgo crea una sensación de confusión y angustia, a lo que contribuyen también las interjecciones de los vv. 1,2 y 13 y la oración exclamativa de los vv. 11-12. Otro elemento a destacar es el claro predominio de las formas nominales sobre las verbales; en efecto, la carga semántica y poética está en los nombres, los adjetivos y las abundantes oraciones de relativo, que forman sintagmas sumamente intensos y expresivos: “criadero de nervios, mala brecha” (v. 4), “Amorosa llavera de innumerables llaves” (v. 7), “esta mayoría inválida de hombre” (v. 23). Los verbos, en general, tienen una semántica simple y actúan más bien de enlace entre los sintagmas nominales (“dan” en v. 3, “estuvieras” en v. 8, “son” en v. 9, “seríamos” en v. 10, “tienen” en v. 15), salvo tres de ellos, que expresan la idea del sufrimiento (“arranca” en v. 5, “lloraras” en v. 11, “duele” en v. 14), y la perífrasis de sentido oscuro “ha de pupilar” (v. 22). Pasemos ahora a intentar examinar el contenido del texto. El poema nos habla de un encierro en el que se encuentra el poeta, encierro que alude a la vez a su

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experiencia real en la cárcel y a un encierro metafórico de su espíritu. Las dos primeras estrofas describen de una manera profundamente subjetiva su tormento en la celda; en la tercera dirige un lamento a un personaje femenino que podría liberarlo; la cuarta contiene la terrible imagen de las paredes como madres muertas; y la última habla de su total aislamiento, la confusión y su debilidad. En sus poemas vanguardistas, Vallejo recurre a una nueva forma de expresarse mediante la cual quería ofrecer una forma de visión “emocional”, semejante a la del niño o el hombre primitivo, más cercana a lo instintivo que a lo racional: no busca transmitir un mensaje claro y concreto, sino sugerir en una serie de imágenes sus sensaciones, siendo las predominantes la angustia, la soledad y la impotencia. La angustia queda reflejada en las interjecciones y exclamaciones que ya hemos mencionado y en pasajes como “criadero de nervios” (v. 4), “si vieras hasta qué hora son cuatro estas paredes” (vv. 89), y toda la estrofa cuarta. De su triste soledad nos hablan su anhelo de que el personaje femenino estuviera con él (vv. 10-11) y el v. 19. Su impotencia, por último, la vemos en las expresiones “sin remedio” (v. 3) y “mayoría inválida de hombre” (v. 23), así como en las alusiones a la inutilización de sus extremidades (vv. 6 y 20-21). Los elementos que aparecen repetidos en el texto son bastante llamativos, pues son los que crean en gran medida el dramatismo y la intensidad del poema. Los dos primeros versos son paralelos y anafóricos, e introducen la idea insistente del encierro que persiste durante todo el poema; esta idea reaparece en el v. 13, casi idéntico a 1 y 2, quizá como contundente respuesta a la estrofa anterior, donde el poeta imagina ser liberado por la “llavera”. Como hemos señalado, Vallejo innova con el lenguaje, usando términos de lo más diverso y haciendo atrevidas uniones de sustantivos y adjetivos (como “diarias aherrojadas extremidades”, v. 6); sin embargo, hay dos términos muy simples que se repiten cuatro veces: el sustantivo “paredes” (vv. 1, 2, 9 y 13) y el numeral “cuatro” (vv. 1, 2, 5 y 9). Con esta insistencia obsesiva se hace hincapié en el agobio y el desasosiego que provoca el encierro claustrofóbico, los cuatro muros “que sin remedio dan al mismo número” (v. 3). La distribución numérica tiene gran relevancia en el poema; por ejemplo, en oposición a este angustioso número cuatro parece situarse el número dos, relacionado con la mujer liberadora, a la que explica que “contra ellas” -las cuatro paredes- “seríamos contigo, los dos, más dos que nunca” (vv. 10-11). En la cuarta estrofa reaparece el número dos, para comparar dos de las paredes con dos madres muertas que llevan a su hijo (dos hijos en total) de la mano (vv. 15-18). Por último, en la última estrofa declara que la mano derecha actúa por las dos manos, y que busca una tercera extremidad (vv. 20-21). Junto a elementos propios de la poesía vanguardista -el nihilismo, el subconsciente, el absurdo y el hermetismo-, el poema presenta motivos característicos de todas las etapas de la obra de Vallejo: la tensión psicológica, la vulnerabilidad, el malestar y la desazón, el autorretrato de su vida interior y la figura de la madre perdida. Además de las madres muertas aludidas de forma explícita en los vv. 16-18, la figura femenina a quien se dirige en la tercera estrofa representa también, con casi total seguridad, al personaje de la madre. Esta mujer ausente evoca las sensaciones contrarias a las que dominan en el poema: es la liberación del encierro, y por ello, en oposición a la insistencia en las cuatro paredes que lo asfixian, ella es designada con un sintagma en el que se repite la raíz de “llave”, “llavera de innumerables llaves” (v. 7), lo que da lugar a la figura retórica de la derivación. Frente al sufrimiento que domina en el texto, ella es “amorosa” (v. 7), frente al número cuatro del encierro, las llaves que ella tiene son “innumerables” (v. 7), frente a la soledad, el poeta y ella

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serían dos (vv. 11-12), y frente a la prisión, ella es “libertadora” (v. 12). Otro elemento habitual en la poesía de Vallejo es la confusión y la angustia que causa el tiempo, y la anómala percepción que el ser humano tiene de él. Vemos aflorar esta idea del tiempo concebido de un modo subjetivo y prácticamente surrealista en las expresiones “diarias aherrojadas extremidades” (v. 6), “si vieras hasta qué hora son cuatro estas paredes” (vv. 8-9) y “ha de pupilar entre mi dónde y mi cuándo” (v. 22). La poesía de César Vallejo es subterránea, visceral y obsesiva. Refleja su sobrecogedora tensión interna, pero a la vez es una muestra de la propia incomunicabilidad de su experiencia vital. Este insólito hermetismo que logra en sus poemas vanguardistas parece incluso contribuir a plasmar con más crudeza el desgarramiento existencial del poeta. Sin embargo, el dolor de Vallejo no entiende de modas o corrientes literarias: a lo largo de sus distintas etapas, su poesía nos revela el mismo sufrimiento de su alma rota, que tan sólo hallará una esperanza a la que poder asirse cuando opte por unir su dolor al de los demás sufrientes en la lucha para cambiar el mundo.

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Alejandro Hermosilla Sánchez: La integración y la desintegración del ritual mortífero en la modernidad mexicana: Tlatelolco

Esta ponencia se ha realizado gracias a la concesión de una beca posdoctoral por parte de la Fundación Séneca de Murcia (España) para el desarrollo de una investigación sobre narrativa mexicana del siglo XX, centrada en la obra de Sergio Pitol. “La cultura misma, la cultura en general, es esencialmente, ante todo, digamos incluso a priori, cultura de la muerte. Y, por consiguiente, historia de la muerte”. Jacques Derridá. “Aquí (en México) se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor tenemos por la muerte”. Xavier Villaurrutia.

Por diversos motivos, y de una manera más especular que en Occidente, podríamos decir que el signo-muerte es el rasgo fundamental que define al estatuto de lo mexicano desde sus raíces pre-hispánicas hasta sus actuales vaivenes con la modernidad. La muerte es omnipresente en este país y su presencia festiva, irreverente así como traumática o catártica en el mismo, desvela todo un sin fin de matices y complejos significantes y significados de los que intentaremos descifrar algunos de ellos en las siguientes páginas. Pero antes de comenzar a referir mi discurso, sí que considero que debo apuntar un hecho decisivo: aún y a pesar de la mixtura entre las concepciones de la muerte católico-cristianas y las indigenistas que resuenan en las celebraciones del día de Muertos en México así como en múltiples concepciones conscientes o inconscientes del carácter o “pathos” mexicano en la actualidad, si, en mi opinión, hay un concepto cuya resonancia atraviesa todo el entramado histórico de los últimos cinco siglos hasta el punto de afirmar que el mismo es central para interpretar los hechos acaecidos en Tlatelolco o incluso, más recientemente, en Ciudad Juárez, (aunque, en este último caso, más bien se trataría del mecanismo del chivo expiatorio) no es sino la noción sacrificial de la muerte que se poseía en la época indígena 1. Yo observo ahí, como Octavio Paz, el verdadero carácter mortuorio de gran parte de la sociedad mexicana que no ha podido ser opacada por siglos de colonialismo, una revolución y demás aspectos de una transición democrática muy sui géneris. Y pienso que una aguda observación de gran parte de los dramáticos hechos 1

Asunto en el que coincido, plenamente, con la manera de estudiarlo y de presentarlo de Octavio Paz en su célebre “Crítica de la pirámide” en postdata.

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de la historia mexicana no podría aseverarse en su totalidad, si no se atisba y se entiende como punto nodal de los mismos, el rito ancestral, repetitivo, legislativo y visceral de sacrificar y devorar víctimas complacientemente que se realizaba en el área dominada por el Imperio azteca con el fin del mejor desenvolvimiento del mismo y la intención de afirmar su voluntad de poder, que diría Nietzsche, 2 así como su salud intestinal y espiritual. Por todo ello, pienso que el primer libro al que tenemos que referirnos para observar las relaciones del mexicano con la muerte no es sino Historia general de las cosas de la Nueva España de Fray Bernardino de Sahagún que, como todos sabemos, se basó, -acaso por la fuerza soberana de un azar objetivo que ya prefigurara el futuro caótico que impregnara de horror la Plaza de las Tres Culturas- para redactar su obra en los informes de los estudiantes indígenas del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Es en la descripción de fisonomista que realiza Fray Bernardino de Sahagún en el capítulo segundo de este libro, “Que trata del calendario, fiestas y ceremonias, sacrificios y solemnidades que estos naturales de esta Nueva España hacían en honra a sus dioses”, donde hay que empezar a cifrar los vínculos primeros y últimos que pudieron sustentar una matanza como la de Tlatelolco de la misma manera que es en el mismo proceso de la escritura de Sahagún donde habría que empezar a cifrar la recurrente nostalgia del hombre mexicano referida por Roger Bartra, su sentimiento de inferioridad descrito por Samuel Ramos y su asfixiante sensación de soledad estudiada por Octavio Paz. Nos indicará Bartra, citando el imprescindible La querella de México de Martín Luis Guzmán: “Desde la Conquista o desde los tiempos precortesianos, el indio está allí, postrado y sumiso, indiferente al bien y al mal, sin conciencia, con el alma convertida en botón rudimentario, incapaz hasta de una esperanza”. 3 A su vez, subrayará: “cuando la cultura mexicana adopta a la melancolía como uno de sus signos distintivos y peculiares, en realidad está conectándose y diluyéndose en el amplio torbellino de la historia occidental”, uno de cuyos primeros epígonos es, por supuesto, el libro de Sahagún. Por tanto, es necesario volver a constatar que, una vez acaecido el hecho supremo y mayestático, -la caída de Tlatelolco y la prisión de Cuauhtémoc-, que señala el fin de la hegemonia azteca en Mesoamérica, el trauma del indigenismo prehispánico comienza a forjarse con la dominación colonial ante la que no tiene respuestas y, sobre todo, con la sobreescritura cultural que se realizará en los más diversos territorios que reescribe una nueva historia futura de México y remodela, 2

Al respecto de esta última afirmación, es muy importante observar lo que nos refiere Claudio Lomnitz en su Idea de la muerte en México: “los indios mexicanos creían que una persona podía apropiarse de los espíritus o éstos invadir a otros seres humanos. A diferencia de los cristianos, para quienes las almas del cielo, el infierno, el limbo o el purgatorio estaban bajo llave, los indios mexicanos creían que la teyolia y el tonalli tenían mucha libertad de movimiento y podían residir en aves o piedras; a su vez, la gente podía tomar plumas y piedras y extraer su fuerza; y podía capturar las almas en espejos o extraerlas de esclavos o cautivos. A este respecto, existe una profunda diferencia entre el sacrificio azteca y el cristiano: mientras que los aztecas se apropiaban de la vitalidad de las víctimas del sacrifico, los cristianos promovían la redención de toda la humanidad a través del sacrificio”, en Lomnitz, Claudio. Idea de la muerte en México. Traducción de Mario Zamudio Vega. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera edición. 2006, pág., 156. 3 Bartra, Roger. La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. Ediciones Grijalbo. México. D.F. 1987, pág., 49.

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destruye, incinera y cambia subrepticiamente su pasado. Y, asimismo, deforma y transforma su relación con los muertos y la muerte. La pirámide vertical que componía la sociedad azteca y establecía un rígido orden primario de relaciones entre gobernantes, subalternos y pueblo así como promovía un trasvase y un canal profundo entre los cielos y la tierra en los que los Dioses ejercían de naturaleza y se confundían con la misma hasta ser tan reales como ella, desaparece aparentemente. Los muertos quedan aislados en su propio mundo y los Dioses desaparecidos entre las esferas naturales. La conexión del “inferus” externo e interno del mundo queda, igualmente, desvanecida pero esto no significa que haya desaparecido. Tan sólo queda enterrado en las profundidades de las psique maltratada del indígena y esto no implica que haya sido exterminada de raíz. En justicia, podríamos afirmar que subyace en las profundidades del inconsciente colectivo prehispánico que, como todos sabemos, deformará y transformará, a su antojo, vidrieras de catedrales y fachadas de iglesias impregnándolas con su propio estilo. Y de la misma manera que se produjo con los objetos artísticos o de otra índole a todos los niveles, también se produjo con la nueva religión y su particular relación con la muerte, como nos indica Claudio Lomnitz respecto a la entusiasta aceptación de los indios de los “días de muertos” que “fue una manera de mantener vínculos verdaderos con sus antepasados y, al mismo tiempo, de apropiarse del poder del cristianismo”. 4 Por tanto, en principio, afirmaría y llamaría la atención sobre el hecho de que es en esta estructura piramidal pre-hispánica –aparentemente enterrada para siempre y que fuera vislumbrada con tanta agudeza por Fernando del Paso en su profética José Trigo y, más tarde, descrita con prolijidad en su movediza Palinuro de Méxicodonde se encuentran buena parte de los diferentes ritmos y procesos de entendimiento del mexicano ante la muerte. Creo que es allí –en el rito sacrificial que rodea la estructura piramidal de la sociedad pre-hispánica- desde donde hay que comenzar a vislumbrar las distintas reacciones y representaciones del mexicano frente a la muerte y, por supuesto, es desde allí adonde debemos dirigirnos para comprender desde una perspectiva antropológica la mecánica brutal y sin miramientos con la que fueron asesinados miles de jóvenes en Tlatelolco. Sin lugar a dudas, la relación con la muerte que en el caso de las culturas indígenas se ha podido extraer de la relación donada por Sahagún, era extrema pues la misma, sentida como un acto fluido y natural, estaba presente en todo momento en la vida de esta sociedad hasta el punto de que, como todos sabemos, incluso los héroes luchadores del juego de la pelota enfrentados a la batalla del honor y la gloria estaban condenados a morir en algunos casos aunque consiguieran elevarse como triunfadores en el difícil juego si no a ser expulsados por mor de la fuerza de una tradición y ritos compulsivos que fusionaban lo lúdico y lo trascendente de manera espontánea. Como vemos, en un principio, el hombre mexicano de las distintas culturas que componían este poliédrico país se vio abocado –aun, en verdad, la mayoría de veces sintiéndose afortunado por regirse a las normas y reglas de una sociedad en la que se le aseguraba un nuevo despertar en la vida mortuoria- a un contacto directo con la experiencia extrema de la muerte que perfilaba una práctica de la vida determinada por el contacto con este desfiladero desconocido que lo configuraba, de una manera ineludible, como un jinete de dos mundos. El hombre de la cultura pre-hispánica no era un ser para la muerte sino que era más bien un ser cuya vida era un exacto 4

Lomnitz, Claudio. Idea de la muerte en México. cit., pág., 209.

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paréntesis rescatable entre los dos momentos decisivos de su vida, el pre-nacimiento y la muerte como paso a una nueva y más pre-clara y gozosa vida, la verdadera vida: la vida de los muertos. Desde este punto de vista –lo que explicaría el porqué, por ejemplo, Pedro Páramo es una novela de muertos que se rigen por sus propias reglas y, en ese sentido, Rulfo al permitirlos hablar retratara la verdadera memoria y el inconsciente colectivo de este país- la vida era una prueba, un pasaje hacia un mundo oblicuo, desconocido, prometido y sentido como real que era el que determinaba las estructuras formales de las distintas sociedades. Y teniendo en cuenta este aspecto, es, desde luego, entendible que fuera a través del concepto de la vida entendida como purgatorio, como ha destacado con sutileza Claudio Lomnitz, que el sincretismo del catolicismo y las culturas indígenas formalizase su peculiar pacto simbiótico que decretase los estatutos de la cultura de la Nueva España que todavía continúan ejerciendo su poder en el mundo moderno mexicano. Nos refiere el pensador norteamericano: “La administración de la otra vida de los indios tuvo como primer objetivo reducir el tiempo de violencia de los conquistadores y desarrollar una narrativa positiva de implantación de una nueva ley”. Teniendo en cuenta esto, “la doctrina del purgatorio fue mucho más útil que el énfasis temprano en la salvación; en efecto, las tribulaciones del alma en la otra vida fueron dramatizadas y extendidas a lo largo de los prolongados esfuerzos por poner en práctica los nuevos regímenes de propiedad y trabajo”. 5 La idea paradisíaca y los mundos ulteriores de la cultura pre-hispánica habían de fundirse de alguna forma así como los conceptos de la vida sentida como una prueba, un estadio imperfecto en el que a través de nuestros actos éramos condenados de una u otra manera hacia un mundo mejor o peor. Y es tanto en los motivos sacrificiales que debían sufrir los indígenas para seguir sustentando este mundo en beneficio de uno futuro y ancestral así como en la resignación que debían poseer para alcanzar un mundo mejor dentro del rígido mundo diagramado por el catolicismo en los dominios de la llamada Nueva España, 6 donde han de encontrarse muchos de los motivos de la nostalgia, que ha caracterizado al hombre mexicano desde el principio de la composición de esta sociedad. Y si bien es cierto que esto llevó, por ejemplo, a sugerir a Octavio Paz las características mortales de la cultura mexicana así como a Samuel Ramos 7 –siguiendo 5

Ibíd., pág., 209. Nos sugiere, a este respecto, Claudio Lomnitz que “La imagen de interdependencia orgánica entre las clases adquirió forma a través de un elaborado conjunto de creencias y prácticas orientadas hacia la muerte y los muertos. El movimiento de ese mundo al purgatorio, y de ahí al cielo, sirvió como suplemento, extensión y complemento lógicos de las relaciones de intercambio que legitimaban y daban coherencia conceptual al sistema de clases de México. Dentro de se marco, las almas del purgatorio representaban la versión extrema de la pobreza; estaban absolutamente desamparadas; sin embargo, como los pobres, no podían ser ignoradas por completo, salvo a expensas de su propia salvación última. En consecuencia, los vínculos entre los ricos y los pobres, y de manera más general, entre los capaces y los incapaces, se complementaban en la otra vida. El alma inmortal cerraba el círculo ideológico de la hegemonía colonial, completando el largo ciclo de intercambios que quedaba inconcluso a la muerte de un individuo. Las recompensas en la otra vida compensaban la injusticia mundana”. Ibíd., pág., 325. 7 Indicaría Samuel Ramos: “lo que hay que enseñar al pueblo mexicano, más urgentemente, es a vivir. Porque aunque parezca que saber vivir es una cuestión del instinto, lo cierto es que todos los pueblos necesitan de una larga y dolorosa experiencia para aprender la ciencia de la vida. Ahí está nuestro 6

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en esto a Vasconcelos- a proferir su famosa frase sobre lo imperioso que era para el mexicano aprender a vivir más que aprender a morir, lo cierto es que la muerte fue la única que vino a auxiliar a los pobres y desamparados de la tierra, su mayor aliada en la desgracia y la enfermedad de una vida castrada. Y por este motivo, ponerla en primer plano dentro de la vida era, sin duda, autentificar la verdad de una cultura así como prestigiarla y diferenciarla de la occidental en que la muerte es el tabú del que no se habla, lo no existente, lo no-visible y no tangible y, por tanto, la mayor mentira o la detractora contra la que hay que luchar. Desde luego, creo que es allí donde debemos fijar los comienzos de la particular relación irónica, festiva y cruenta a la vez del mexicano con la muerte y sus muertos. Sometidos a la llaga expiatoria de una cultura que impuso la muerte metafórica y real en primer plano de su sojuzgamiento como la católica con todo un instrumento de torturas para desfigurar sus vidas y desnutridos de su simiente y raíz vital y original, podemos afirmar que para los indígenas de la época colonial la vida era tan sólo un breve pasaje diurno que, en ocasiones, era hasta mejor evitar. La muerte era la verdadera certeza, la presencia continua tanto visible (en el castigo público) como invisible que fundaba una sociedad opacada en la que la vida era soportada, denigrada y vilipendiada. Y, sin embargo, paradójicamente la muerte es la circunstancia más desconocida, la experiencia no comunicable, imposible de pensar, penetrar y auscultar. Y, pienso, que precisamente por su carácter de misterio irresoluble como por su capacidad para solventar de golpe todas las preocupaciones connaturales de una vida no “viva” y siempre “sujeta” a un más allá comunicable, no sólo comenzó a ser vista como amigable sino, a su vez, como una faceta deseable del vivir puesto que lo impulsa y determina. Nos dirá, por ejemplo, Federico Ortiz Quesada: “Sólo el mexicano puede sacar vida de lo muerto”, pues su relación con la misma “es la afirmación vital de una civilización que persiste quinientos años después de una tragedia cósmica”. 8 De esta manera, la muerte se convierte en la compañera del ser despreciado y humillado que un día vendría a arroparle en su seno con una promesa incierta que tal vez pudiera depararle más fortunas que las de esta triste vida como también la igualadora que desprendía el poder de los ricos y los dominadores envolviendo a todos en un torbellino social que, finalmente, hacía justicia. Es decir, para el mexicano la verdadera justiciera es la muerte. Su verdadera amiga. La no mentirosa y, en este sentido, algo que resulta sorprendente para el occidental como los múltiples nombres que recibe en México, no resultan para nada extraños al contemplarlos desde este punto de vista. A la muerte se le tutea, se le teme, se le respeta y se le toma como una compañera más, -la que no fallará y siempre vendrá antes o después a nuestra llamadaen cuanto es la única faceta de la vida en la que se puede creer en un mundo donde todas las creencias ulteriores fueron dinamitadas sin piedad. Nos vuelve a indicar Ortiz Quesada sobre esta particular relación: “A diferencia de otros países, en México la muerte vive. (…) Es un personaje que nos acompaña todos los días y es tan familiar que se la perdido el miedo”. 9 pueblo, que sabe aguantar la vida, lo que no es saber vivir; pero, en cambio, sabe morir, que es la negación de toda sabiduría” Obras Completas. Tomo II. Hacia un nuevo humanismo. Veinte años de educación en México. Historia de la Filosofía en México. Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección General de Publicaciones. México 1976. pág., 81. 8 Ortiz Quesada, Federico. Muerte, morir, inmortalidad. Taurus. Ediciones Santillana. México.D.F. Primera edición. 2005, pág., 45. 9 Ibíd, pág., 51.

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Por tanto, la muerte en México y en un medio mucho menos tecnificado que el europeo es un símbolo más de la naturaleza, un proceso más y que se instituye dentro del medio cultural como una liberación, una frondosa manera a través de la que la naturaleza se venga de la existencia de la cultura y además libera al individuo de la esclavitud de la vida, su infinito purgatorio y revela una “otra” puerta, otra dimensión desconocida que, tal vez, podría ser mucho mejor que la realidad vivida. Como nos ha indicado Eduardo A. Sandoval Forero: “nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta, y es así que el mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir sino del vivir”. 10 Por ello –además de por los motivos religiosos ulteriores que determina la relación cosmogónica del mexicano con este fenómeno- no debería resultarnos extraño su manifestación como fenómeno masivo festejado que sobrevuela por los estantes de cientos de tiendas y se encuentra presente en todos y cada uno de los motivos manifiestos de la vida popular y cotidiana mexicana. La muerte es la acompañante y la que da risa, la que es irónica y la verdadera compañera en un medio que es un suspiro dentro de nuestro mundo, como supo la poesía nahualt: “Vivimos en tierra prestada/ aquí nosotros los hombres/ allá donde están los sin cuerpo,/ allá en su casa./ ¡Sólo un breve tiempo/ y se de poner tierra de por medio de aquí a allá/”. 11 Además, auspiciar el culto a los muertos y ubicarlo en primer plano de la cultura, era el mejor medio de diferenciarse del colonizador occidental, retomar o adoptar una identidad acorde con los nuevos tiempo, contrarrestar las fuerzas opresivas de la cultura imperante y preparar un espacio anímico para defenderse de la avasallante modernidad y su frío tecnicismo en un futuro. Ubicar a la muerte, la calavera, el esqueleto en primer plano, y retorcerla, deformarla, llevarla al paroxismo, desintegrarla, presentarla con un talante kitsch, sintetizarla, liberarla y mostrarla única y resplandeciente, es una manera eficaz de tomar un punto de vista que muestre a Occidente lo que sus atributos e ínfulas culturales fueron capaces de hacer en este país así como, a su vez, mostrar latentemente que, más allá de las tecnologías, el dinero y el avasallante capital, nadie podrá frenar su empuje. Por esto, la muerte es la Diosa sabia del país mexicano y a través de su relación con ella se establece su profunda cosmogonía subterránea que no miente o que, más bien, tiende a lo “verdadero” mortal y finito frente a las falsedades defendidas por el usual gobierno de turno así como se instituye una manera de vencer, opacar o, al menos, frenar de una forma sutil la colonización que debió absorber toda una sociedad para poder sobrevivir. Nos dice, precisamente, Heidegger: “La Muerte es una posibilidad del ser que el Dasein mismo tiene que asumir. Con la muerte, el Dasein se espera él mismo en su poder ser más propio”. 12 A su vez, la muerte en el ritual cotidiano mexicano, obra otra labor de una importancia capital. Asimilar el visceralismo, el barbarismo y llevarlo a una 10

Sandoval Forero, Eduardo A. Cuando los muertos regresan. Cuadernos de Cultura Universitaria. Nº 8. Universidad Autónoma del Estado de México. Tercera edición. 2000, pág., 16. 11 Matos Moctezuma, Eduardo. Vida y muerte en el Templo Mayor. Fondo de Cultura Económica. México. D. F y Asociación de amigos del Templo Mayor. Tercera edición. 1998. pág., 107. 12 En Derrida, Jacques. Aporías. Morir-esperarse (en) los “límites de la verdad”. Traducción de Cristina de Peretti. Ediciones Paidós Ibérica. S.A. Barcelona. Primera edición. 1998, pág., 107.

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sobreexaltación que culmina en una aspiración artista e inmortal. Porque, en mi opinión, ubicar la muerte en el primer plano de la vida cotidiana significa tanto autentificarla como la verdadera unificadora de una nación (de una manera totalmente antitética a la de la Virgen de Guadalupe pero complementaria) como manifestar la importancia del tiempo vital del que disponemos. Intentaré explicarme mejor. Si la Virgen de Guadalupe como madre protectora, cumple la función –entre otras muchas- de resaltar en un medio tan carnal como el mexicano la naturaleza espiritual y virginal del ser humano mezclando indigenismo y catolicismo disolviéndolos en una síntesis prístina que conjuga los sentimientos y pensamientos de una cultura y los lleva a una dimensión simbólica plurívoca, la muerte recuerda que más allá de los movimientos ulteriores está la soterrada realidad, la oscuridad y los poderes terrenales de este mundo contra los que hay que luchar en vida de una u otra manera. Y para ello no hay mejor compañera terrenal a la par que simbólica e intransferible que la muerte. La muerte no concede una fe en el más allá sino el más acá. En el aquí y el ahora. Y tenerla como amiga y compañera incita a la valentía, a dejarse fluir en el ritmo cotidiano de los acontecimientos e, igualmente, a liberarse y enfrentarse con su verdad en el ritual del erotismo. Porque a ella es a la que siempre nos dirigimos pero también la que nos acompaña y a la que hay que vencer. Por ello, pienso que su culto es tan esencial como las continuas manifestaciones cotidianas y representaciones que de la misma se hacen, teniendo en cuenta que dispone al hombre mexicano sobre el desfiladero de incertidumbre que es su vida y lo enraíza con los distintos vaivenes de la misma, de una manera ineludible al perfilarlo sobre un pasado asesinado que puede resucitar con su contacto. Y a ese respecto, no resulta para nada azaroso el que, como destacara Beatriz de la Fuente, refiriéndose a las estructuras mortuorias de los pueblos precolombinos del Occidente de México: “las únicas construcciones que permanecen de esa época, sean las tumbas de tiro, las cuales se pueden contar por centenares, en tanto que sólo conocemos los edificios de las casas y los templos, en donde se llevaba a cabo la vida terrenal, a través de las maquetas que han permanecido como objetos de ofrenda funeraria”. 13 Y en este sentido, si se mira desde un determinado punto de vista, tanto las nutridas aglomeraciones de multitudes en el Distrito Federal así como el escaso control de la natalidad que tienen sus habitantes que nutre el país de jóvenes, se pueden entender tanto como un desafío a esa muerte risible, irónica pero inevitable con la que se convive día a día y de la que se es extremadamente consciente hasta el punto de intentar vencerla en el coito fecundador aunque se sepa que esto es imposible. Y si se vuelven a retomar las primeras nociones del sentido sacrificial de las sociedades indígenas, todavía se entenderá aún más esto, si tenemos en cuenta que acaso el temor a ser sacrificado y a morir por los rituales establecidos de la colectividad y la sociedad, ha dejado un reguero inconsciente de temor en el individuo que siente la necesidad de disgregarse, desdoblarse y engendrar descendencia para vencer este temor y obligación atávica. Además, si esta tierra ha de perecer, como subrayara la profecía del quinto Sol (Ollintonatiuh), bajo la fuerza de uno de los tantos temblores de tierra que no son para nada extraños en el Distrito Federal, la experiencia de la muerte es tan constante y presente en esta vida que no queda otra manera que fusionarse con ella para dar 13

De la Fuente, Beatriz. Arte prehispánico funerario. El occidente de México. Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección General de Publicaciones. México. 1974, págs., 18 y 19.

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sentido a la existencia en el encuentro erótico que la niega y la aplaza pero, al mismo tiempo, afirma su poder. Como, por otra parte, acaso sea la congregación multitudinaria y su reclusión en los muros ocultos de la ciudad, la única defensa que le queda al hombre mexicano así como su sutil venganza establecida contra los sucesivos Dioses –pre-hispánicos y católicos- que le fueron abandonando y doblegando a su antojo sin cumplir su estatuto divino al perecer ante el Dios de la técnica dejándolo solo y dispuesto a enfrentar la muerte en una realidad que sólo atiende a vencer por medio del acto amoroso, lo que, tal vez, atestiguaría el porqué en una irónica y enjundiosa reflexión Carlos Monsivais considerara a esta ciudad antitética de sus supuesto apocaliptismo. 14 Así, se entenderá que la muerte inunda absolutamente todos los conceptos de la vida en México y no resulta extraño que el culto de la Santa Muerte se haya extendido allí como en ningún otro lugar. Criticado por la iglesia, mirado de reojo por quienes dan su pan a los muertos vivos en los días festivos y los poderes oficiales, sin embargo, este culto no es sino una manifestación extrema –y acaso la más sincera aun siendo totalmente desarrapada- de las dinámicas que preceden y contienen a la sociedad mexicana y que hemos estado estableciendo hasta ahora. Conformado por rateros, ladrones y personas de extracción social baja, en este culto no sólo se da cuenta ni se pide a la muerte por el robo, el asesinato o el acto vengativo como muy rápidamente se ha querido sentenciar. Es más, diría que en último término aquellos que piden favores a la muerte lo hacen por unas causas que ahondan, exteriorizan y dan cabida a muchas de las ramificaciones del inconsciente profundo del mexicano de los que hemos hablado hasta ahora. Los que nada tienen, los perdidos sobre las mieles de sus propios cuerpos sin otras ligaduras que su propia piel, saben que hay un resquicio dentro de la incertidumbre de la existencia, que no falla nunca. En realidad, seguramente, es la única verdad absoluta que han podido encontrar. El único material que nadie puede robarles ni usurparles: la muerte. Aquella que les abrazará en su seno a ellos, sus amistades y enemigos y los disolverá en su soplo inaudible. Aquella que vendrá en su ayuda para terminar con las penas de una vida que, en ocasiones, hubiera sido mejor no haberla vivida. Y, en este aspecto, desde luego que es santa porque su promesa de llegada, continua renovación de víctimas y siempre próxima resurrección en la llamada de una pariente, un amigo o nosotros mismos, se cumplirá sin objeción ni remisión alguna. Además, si volvemos la mirada de nuevo hacia las culturas indígenas y comprobamos la función de la muerte, adentrada en la vida, como mediadora de un paso hacia una “otra” vida, la Santa Muerte no sería sino la magnificación sobrenatural de una potencia mortal exacerbada en el indigenismo, los distintos gobiernos que el catolicismo ayudó a implantar y que la Revolución instituyó en su ideología central, 14

Expresaría Monsivais: “¿Qué es una mentalidad apocalíptica? Hasta donde veo, lo antagónico a lo que se observa en la Ciudad de México. Allí, en medio de cifras pavorosas que cada quien inventa (y que suelen quedarse cortas), muy pocos se van porque, sociedad laica a simple vista, muy pocos toman en serio las predicciones del fin del mundo, de este mundo. (…) En las reuniones se discute si se vive la inminencia del desastre o en medio de las ruinas, y el humor colectivo describe los paisajes urbanos con el entusiasmo de un testigo de primera fila del Juicio Final: “¡Qué horror, tres horas en mi automóvil para recorrer dos kilómetros!/ ¿Ya oíste hablar de los que caen desmayados por la contaminación?/Falta el agua en muchas partes/ Nada más de viviendas se necesitan otros tres millones”, en Monsivais, Carlos. Los rituales del caos. Ediciones Era.S.A. Primera edición: 1995, pág., 20.

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como José Revueltas comprendió y describió como nadie: “La Revolución era eso: muerte y sangre. Sangre y muerte estériles; lujo de no luchar por nada sino a lo más porque las puertas subterráneas del alma se abriesen de par en par dejando salir, como un alarido infinito, descorazonador, amargo, la tremenda soledad de bestia que el hombre lleva consigo”. 15 Así, gracias a este culto, los parias, los desterrados reconocen su condición, no la huyen y se sinceran con la vida. Y las críticas al mismo son incomprensibles teniendo en cuenta que los seguidores de este culto únicamente llevan al paroxismo y acreditan, a veces de manera fantasiosa pero siempre de una manera cruda, la idea de purgatorio desarrollada por gran parte de la sociedad mexicana. Sucede que si la idea de purgatorio es aceptable, no puede serla la del infierno. Porque negociar con la muerte es ya vislumbrar la vida como infierno. Adelantarse y pre-figurar el cementerio y vivir en un medio apocalíptico cuya asunción de manera estética puede llegar a fascinar a las clases medias o altas de este país, a los cientos de turistas que llegan al mismo en busca de nuevas emociones o incluso a los acostumbrados a habitar esta vida, pero no puede llegar a ser entendida como tal por todos aquellos que se niegan a asumir esta realidad en la que cientos de personas no tienen más que apoyarse que en su futura muerte y en las que las tentativas del trabajo o cualquier otro afán correctivo siempre llevan al desanimo. En resumen, el culto de la Santa Muerte es la mayor respuesta a todo un estado de cosas y, en ocasiones, la única salida a una situación insostenible que borda el suicidio vital. En este aspecto, la neurosis generadora de este culto no responde más que a unas necesidades de una colectividad no tan distinta de las que caracterizan al día de los muertos o incluso al culto a la Virgen, una vez que la materia prístina de la realidad mundana se encuentra impregnada de desnutrida carnalidad, se mide por el afán de lucro, se sospecha de todo y todos y sólo nos resta esperar la muerte como una bendición sostenida que se hace esperar. Por ello, autentificar a la muerte por encima o al mismo nivel de la virgen o en contacto con ella, es autentificar la naturaleza de esta tierra, si entendemos cuáles son sus raíces primigenias. Y esto lo supo como nadie José Revueltas que no pudo evitar ponerla en primer plano como signo de descomposición de todo sueño libertario y de integración de las diversas capas de la población en México dentro de El luto humano, lo vio con extrema claridad Graham Greene en El poder y la gloria y lo metaforizó como nadie Salvador Elizondo en su extraordinaria Farabeuf. Una novela en la que supo explorar de manera fortuita, salvaje y simbólica los signos muerte y tortura a través de una experiencia individual solitaria, ritual, repetitiva y extrema que si se lee, en clave mexicana, no deja de referirnos al difícil tránsito que la solitaria sociedad mexicana debía recorrer para integrarse dentro del totalitario mundo moderno dispuesto a apropiarse de sus raíces, orígenes e incluso comerciar con su propia muerte. Y es que la muerte es el motivo central de toda la producción literaria mexicana así como el signo que incide, de una u otra manera, en su compleja disposición política y social. Y si desciframos gran parte de las claves de la narrativa mexicana desde el Periquillo Sarmiento hasta Los bandidos de río frío pasando, por supuesto, por El zarco de Manuel Altamirano o la novela de la revolución y revisamos sus motivos últimos así como el componente esencial de su estructura ontológica, observaremos 15

Revueltas, José. El luto humano. Ediciones Era. México. D.F. Séptima reimpresión. 1.986, pág., 155.

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con claridad que es la muerte, santa o no, proscrita o perdida, oficializada, buscada, temida o admirada, el referente último y primero que acompaña a sus protagonistas y los obliga a vivir y sojuzgar la medida de gran parte de sus actos. Ella es la más fiel compañera y la fascinante empresa que está en los motivos últimos de unas vidas muchas veces truncadas y que no llegan a germinar en la medida en que tampoco lo hicieron las vidas de los primeros indígenas a partir de su contacto con los conquistadores post-colombinos. Y por ello no resulta extraño que un sutil ironista como Jorge Ibargüengoitia, capaz de desmontar y remover los conceptos aparentemente más resistentes y petrificados, a la hora de tratar este tema en Las muertas se apartara sutilmente de su registro habitual y no pudiera evitar un rictus serio en su escritura que refleja la profundidad real del tema tratado y su verdadera importancia a la hora de dictaminar el estatuto antropológico y real de la sociedad mexicana. Así, por ejemplo, sería visualizada con éxito la sociedad mexicana por Sam Peckickam en su delirante Quiero la cabeza de Alfredo García al plantearnos una historia en que la cabeza de un muerto termina por influenciar de manera definitiva a toda una pléyade de seres humanos que perecen miméticamente en sus diversos contactos con ella, una vez que la misma es retirada de su hábitat original en el cementerio. O, de la misma manera, Alejandro Jodorowsky en La montaña sagrada, la presentaría en las impactantes escenas primeras de la película como el atributo básico de una sociedad en la que el juego de los diversos actantes y poderes simbólicos, políticos, esotéricos y religiosos –y en esto la visión de Alejandro no está muy lejana de la de Luis Buñuel en su célebre El ángel exterminador- acuñan un sistema de representación matemático para difuminar su poder. Como, por otra parte, tampoco resulta extraño que ahora que el paso del tiempo va ubicando los logros del muralismo en su verdadero lugar, no sea sino José Clemente Orozco quien no dudó en retratarla y exponerla en primer plano de su estética a través de sus figuras desarraigadas y los brochazos negros y expresionistas de la misma, el autor cuyo influjo y calidad artística –más allá de los populismos e intenciones didácticas del movimiento- se observan como más perdurables. En fin, -por más que de una manera u otra tanto Buñuel como Alejandro se refieran al signo Tlatelolco en la sociedad mexicana aunque sea indirectamentepareciera que mi reflexión ha ido apartándose de este tema central que debía estructurar mi discurso pero, sin embargo, confío demostrar que esto no es así. Una vez hecha esta digresión sobre las capacidades de la muerte en México, considero que es momento de retomar el tema de la Santa Muerte para seguir instituyendo sus motivaciones que la enraízan con el indigenismo y su relación expansiva tan cercana al signo Tlatelolco. Efectivamente, se ha dicho que el culto a la Santa Muerte deriva y data del que se ofrendaba a Mictecancuhtli y Mictecacihualt –Dios y diosa y de la muerte, respectivamente- encargados de guardar el Mictlan, “la región de los muertos”. Según parece, los hombres que morían de causas naturales eran quienes llegaban a este confín tras atravesar amplias pruebas y obstáculos habiendo de atravesar asimismo un río. Hecha la salvedad de las concomitancias de esta tradición con la del libro de los Muertos egipcios y el famoso Hades al que son conducidos las almas en la tradición occidental a través del Leteo que situara Dante justo encima de la montaña del purgartorio, lo cierto es en las tradiciones aztecas se solía entregar una serie de

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ofrendas a estos Dioses. Por lo que, si estudiamos la cuestión con un mínimo de sutileza, nos daremos cuenta de que, aun pudiendo prefigurar el culto a la santa muerte en este ritual, es más justo indicar que es a partir del mismo desde donde se puede comenzar a prefigurar la noción festiva tradicional que rige el día de Muertos en México. Sin embargo, basta con tener en cuenta este concepto –el posible inicio del culto a la Santa Muerte en ese ritual- para constatar la tradición subterránea que prefigura la adoración de esta figura en México, teniendo en cuenta que la versión del renacimiento de este culto más favorable a nuestros propósitos es la que indica que el mismo surgiría de manera espontánea en la provincia de Hidalgo en 1965, exactamente tres años antes de los sucesos de Tlatelolco. 16 Es decir, justo cuando la modernidad estaba comenzando a realizar su primer gran proyecto expansivo en México y la tercera cultura, la tecnológica, que celebra la plaza de las tres culturas en Tlatelolco, estaba arraigando en el país de manera definitiva, separando aún más la verdadera nación del Estado. Puede parecer absurdo pero justo un año después de que se firmara en esta plaza el Tratado de Tlatelolco que dejaría libre de armes nucleares a toda la zona de América Latina, estallaron los trágicos sucesos de Tlatelolco. Y si se ha ido siguiendo con un mínimo de atención la difusa línea que une las distintas partes de este discurso, se entenderá mejor la reflexión última que quiero transmitir. Como siempre ha sucedido en México, la llegada de un nuevo proceso cultural se saldó con un baño de sangre. En este sentido, la tercera cultura, -la tecnológica y laica que traía consigo el capitalismo salvaje, la recreación kitsch de los motivos de la cultura mexicana y la entera y práctica comercialización de los territorios de este país para gobernarlo a su antojo- considero que fue, definitivamente, acogida en México a partir de las muertes que riegan con su sangre la plaza de las tres culturas de Tlatelolco y que suponen a su vez la última reacción desesperada ante este nuevo estado de cosas. Si nos fijamos, la estructura piramidal de la sociedad indígena se seguía correspondiendo con la estructura de los distintos gobiernos que se fueron sucediendo en México tras su fallido pero hermoso intento revolucionario. El mismo Vasconcelos había alertado de que, más allá de sus intentos educativos y su deseo de ilustrar a su población, lo cierto es que había una raíz subyacente indígena contra la que era imposible luchar en México y a la que había que considerar con radical seriedad antes de imponer cualquier proyecto reformador. 17 A este respecto, en Tlatelolco, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz actuó como un emperador azteca con sus súbditos. Sus gritos y protestas alteraban el buen funcionamiento de la sociedad, sus proclamas herían el aire y no permitían el solaz de los descendientes de Cuauhtémoc y Moctezuma. Los estudiantes, como los antiguos 16

Aunque, por ejemplo, Serge Gruzinski señala que ya en el siglo XVIII se practicaba este culto por parte de ciertas cofradías religiosas coloniales reconvertidas en sectas secretas, hay quienes sugieren que tiene sus raíces en un culto popular procedente de Chiapas o Guatemala 17 Y Roger Bartra, por ejemplo, no dudó a la hora de afirmar el “desprecio de las clases dominantes por la vida de los hombres que se encuentran en la miseria. Hay hombres cuya vida no vale mucho a los ojos de los amos” y su (…) muerte puede alcanzar proporciones estadísticas monstruosas. (…) Esos hombres mueren como animales, pues viven como tales”, a la hora de dictaminar su conocido dictamen sobre la muerte fácil en México que, con tanta justeza, se puede asimilar a los hechos acaecidos enTlatelolco, en Bartra, Roger. La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. cit., págs., 74 y 75.

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miembros de las sociedades pre-hispánicas, los distintos componentes de la población estaban para servir y no para protestar. Y sin dudarlo y sin pensarlo, sin misericordia y sin tener porqué conceder explicación alguna sobre este hecho, el rayo criminal y divino del poder los golpeó. No había una razón ni un motivo para ello. Tan sólo, de nuevo, la verdad del acto sacrificial mortuorio que había instituido a la sociedad mexicana desde sus orígenes y que volvía a erigir su ley por fuerza de una especie de pulsación inconsciente y ritual que no pudo ser opacada por el catolicismo pues el mismo se mostró igualmente punitivo y castigador ni por la modernidad que no prometía un mundo mejor. El que no se supieran los culpables teniendo en cuenta los antecedentes rituales pre-hispánicos era lo más lógico teniendo en cuenta que sus actos estaban regidos por la ley divina y que lo natural era esas muertes así como no responsabilizarse de las mismas. Exactamente, aquellas muertes eran tan naturales como las de tantos adolescentes arrojados por voluntad propia o no a los cenotes encantados de servir a su Emperador como supo bien Poniatowska que no dudó en cerrar La noche de Tlatelolco con la significativa frase que un soldado le dirigió al periodista José Antonio del Campo de El Día: “Son cuerpos, señor…”. 18 Por ello, la incredulidad que produce este acto y la cantidad incesante de muertos recogidos es tan asombrosa para los estadistas y sociólogos modernos. Porque los que mataron a los estudiantes –y entiéndase esta afirmación- no fueron hombres sino las fuerzas primigenias ancestrales de una nación que invocaban obediencia al observarse desasistidas, una vez que siendo la Revolución un recuerdo lejano, las nuevas pautas de la modernidad instauraban el libre flujo de ideas democráticos que pervertía, desde sus mismos cimientos, las pautas y conjuros del poder mexicano desde sus orígenes. Desde los tiempos de las culturas pre-hispánicas, pasando por los rígidos designios católicos, las figuras egregias y patriarcales como Porfirio Diaz y los baluartes revolucionarios y contrarrevolucionados empeñados la mayoría de ellos en llevar la razón a través de las armas. Nos diría Octavio Paz: “Para los herederos del poder azteca, la conexión entre los ritos religiosos y los actos políticos de dominación desaparece pero (…) el modelo inconsciente del poder siguió siendo el mismo: la pirámide y el sacrificio” 19 para, a continuación, añadir “los verdaderos herederos de los asesinos del mundo prehispánico no son los españoles peninsulares sino nosotros, los mexicanos que hablamos castellano, seamos criollos, mestizos o indios”. 20 Años después, la llegada de la tercera cultura será un hecho. Y, sin ir más lejos, la derrota del PRI ya preconiza, en cierto modo, este cambio como la batalla producida entre los candidatos del PAN y el PRD en las últimas elecciones, refleja, a su vez, lo dificultoso y traumático del mismo. Es por ello que con la llegada de la tercera cultura, –y supongo que ahora se entenderá con total amplitud esta afirmación- que la Santa Muerte llega a extenderse de manera inclemente por toda la sociedad mexicana teniendo en cuenta que con la llegada de la modernidad, la festividad de los muertos comienza a ser desprovista de su significado tradicional y empieza a parecerse a una atracción turística si entendemos, además, como indica Lomnitz, que “la difusión de ese culto se puede entender como un síntoma de la segunda revolución secular de México –el vínculo cada vez más tenue de la nación con el Estado-, puesto que, en él, 18

Poniatowska, Elana. La noche de Tlatelolco. Ediciones Era. México. D.F. Segunda edición (corregida): 1998. Cuarta reimpresión. 2001, pág., 274. 19 Paz, Octavio. El peregrino en su patria. Fondo de Cultura Económica. S.A. México. D.F. Primera edición: 1987, pág., 282 20 Ibíd., pág., 302.

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la Muerte no es ni un simple emisario de Dios ni la representante del Estado: desde el punto de vista de sus devotos, es prácticamente un agente independiente”. 21 Como, a su vez, se podrá comenzar a vislumbrar – en una época en que el gobierno está totalmente vigilado- el cómo las fuerzas tradicionales del gobierno que necesitan al chivo expiatorio necesario para consolidarse, distraer la atención de la población sobre aspectos trascendentales de la política que conciernen a la misma y necesitan volver a vincularse con las raíces primigenias de las que les llega su fuerza y gracias a las cuales pueden decretar la vida y muerte de sus súbditos, se desplacen hacia lugares fronterizos, anónimos y, aparentemente, intransitados como Ciudad Juárez para volver a ejercer su poder divino. Además de que, si es cierto que como señala Ernest Becker, siguiendo en esto a Rheingold, “el temor a la muerte es algo que crea la sociedad y, al mismo tiempo lo utiliza contra la persona para someterla”, 22 no hay mejor manera de controlar a todo un país que, a través de la visión anónima de unas muertes que golpean sin misericordia el alma del mismo y amenazan con frenar sus impulsos dialógicos y plurales. De la misma manera, -y teniendo en cuenta el advenimiento de los nuevos tiempos modernos a un México amenazado de separarse de sus raíces - se comprenderá, sin que esto la justifique, el surgimiento de una generación literaria como la del “crack” que intuye que es en el exterior del país y no en sus profundos ramajes desde donde se están engendrando los cambios que modificarán en el futuro su esencia. Y, asimismo, se entenderá que las clases desfavorecidas y populares de este país se arraiguen con la misma fuerza incomprensible para un espectador ajeno a sus trágicos avatares cotidianos tanto a la Virgen de Guadalupe como reflejo divino que muestra las impurezas de este mundo sin perdón y concede asilo espiritual como a la tradicional fiesta de muertos –más allá de la posible perversión de su primigenio mensaje-. Pues, en suma, para el mexicano dialogar con la muerte significa comprender su naturaleza y sus orígenes para concretarlos en la vida. Como dialogar con la Virgen es síntoma de la necesidad de concretar un país donde la noción de venganza y el peligro de la violencia sacrificial sean exterminados para siempre. En definitiva, los ejemplos de Tlatelolco, el símbolo de la prisión cerrada de Lecumberri o vidas truncadas como la de Lucio Cabañas en el pasado reciente de México anuncian el final de toda una época cuyas ideas deben remodelarse para seguir perviviendo como anuncia la estrategia que decretan los asesinatos de Ciudad de Juarez (primer signo mortuorio del tiempo posmoderno en México) y pre-anuncia el culto a la Santa Muerte. Y nos refieren, de nuevo, a una sociedad necesitada de dictaminar medidas de defensa eficaces contra sí misma y su impulso de muerte, repensar la modernidad y rescatar las ideas redentoras y benefactoras del cristianismo –a lo que ayudaría una relectura gnóstica del mismo- para que, sin que el tronco indígena de su pasado sea negado sino puesto en el primer plano que se merece, el victimismo sacrificial quede opacado para siempre de sus territorios y la frase lapidaria dictaminada por Bartra en La jaula de la melancolía – (“a los mexicanos sumergidos en la amargura, la cultura nacional les propone el único gesto heroico

21

Lomnitz, Claudio. Idea de la muerte en México. cit., pág., 464.

22

Becker, Ernest. El eclipse de la muerte. Traducción de Carlos Valdés. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera reimpresión. 1979, págs., 35 y 36.

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posible: morir fácilmente, como sólo los miserables saben hacerlo”) 23- quede, al menos opacada. Si esto sucede así, los muertos de Tlatelolco, al menos, habrán asegurado con su estéril sacrificio, la pervivencia y convivencia democrática de las nuevas generaciones de vivos. Pues, desde luego, en México, la muerte y los muertos están más presentes que en ningún otro lugar y, paradójicamente, es el rescate que se realiza de los mismos, lo que permite autentificar la vida en este país. Un país que cuanto más dialogue, se pregunte e interrogue sobre la muerte, más cerca estará de las raíces de su origen y más vivo se mostrará ayudando a dar respuesta al ser humano sobre esta cuestión básica que es tabú en otras culturas y que está, afortunadamente, todavía pensándose y haciéndose. En un gerundio constante en el que colaboran tanto los vivos como los muertos que deben dar su dictamen para que este mundo siga existiendo pues morirse ellos (tanto de nuestra memoria como en el trasiego continuo de la vida cotidiana) –fundamento último del culto a los muertos en México para míes morir la colectividad, su historia y su última razón de ser. Significa la muerte del diálogo que permita la comprensión con las distintas partes y motivos de su historia y, por tanto, la muerte de su presente y futuro pues, como ha destacado Louis-Vincent Thomas, sobre la concepción de los muertos en el África negra –asimilable, en ciertos aspectos a la mexicana- la muerte real de un individuo asimilable al de una colectividad no se produce sino hasta que: “la familia del difunto se extingue, o cuando por haber perdido el recuerdo del muerto ya no hace sacrificio de él”. 24

Bibliografía. Bartra, Roger. La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. Ediciones Grijalbo. México. D.F. 1987. Becker, Ernest. El eclipse de la muerte. Traducción de Carlos Valdés. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera reimpresión. 1979. De la Fuente, Beatriz. Arte prehispánico funerario. El occidente de México. Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección General de Publicaciones. México. 1974. Derrida, Jacques. Aporías. Morir-esperarse (en) los “límites de la verdad”. Traducción de Cristina de Peretti. Ediciones Paidós Ibérica. S.A. Barcelona. Primera edición. 1998. Lomnitz, Claudio. Idea de la muerte en México. Traducción de Mario Zamudio Vega. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera edición. 2006. Matos Moctezuma, Eduardo. Vida y muerte en el Templo Mayor. Fondo de Cultura Económica. México. D. F y Asociación de amigos del Templo Mayor. Tercera edición. 1998. Monsivais, Carlos. Los rituales del caos. Ediciones Era.S.A. Primera edición: 1995.

23

Bartra, Roger. La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. cit.. pág., 79. Thomas, Louis-Vincent. Antropología de la muerte. Traducción de Marcos Lara. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera edición. 1.983, pág., 53. 24

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Ortiz Quesada, Federico. Muerte, morir, inmortalidad. Taurus. Ediciones Santillana. México.D.F. Primera edición. 2005. Paz, Octavio. El peregrino en su patria. Fondo de Cultura Económica. S.A. México. D.F. Primera edición: 1987. Poniatowska, Elana. La noche de Tlatelolco. Ediciones Era. México. D.F. Segunda edición (corregida): 1998. Cuarta reimpresión. 2001. Ramos, Samuel. Obras Completas. Tomo II. Hacia un nuevo humanismo. Veinte años de educación en México. Historia de la Filosofía en México. Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección General de Publicaciones. México 1976. Revueltas, José. El luto humano. Ediciones Era. México. D.F. Séptima reimpresión. 1.986. Sahún, Fr. Bernardino de. Historia general de las cosas de la Nueva España. Editorial Porrúa. S.A. México D.F. Décima edición: 1999. Sandoval Forero, Eduardo A. Cuando los muertos regresan. Cuadernos de Cultura Universitaria. Nº 8. Universidad Autónoma del Estado de México. Tercera edición. 2000. Thomas, Louis-Vincent. Antropología de la muerte. Traducción de Marcos Lara. Fondo de Cultura Económica. México. D. F. Primera edición. 1.983.

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Carmen Lafay: A propósito de La muerte en Venecia

El Gran Teatre del Liceu de Barcelona ha sido recientemente elegido para presentar en España una ópera del compositor británico Benjamin Britten (19131976), figura controvertida a causa de su personalidad, su pacifismo durante la segunda guerra mundial y su homosexualidad. Britten compuso Death in Venice en 1973, sobre la novela corta La muerte en Venecia, que publicó Thomas Mann en 1912. Para ella el compositor construyó una partitura que se adapta a cada situación —piano para los monólogos del protagonista, xilófonos, gongs y cuerda para las apariciones del joven Tadzio— con una expresiva e inquietante fuerza estética. Willy Decker, el director de escena, ha querido plasmar ante el espectador la psique del protagonista utilizando recursos como el ritmo de tipo cinematográfico para mostrar su agitación interior, el entorno de color negro que acoge los soliloquios de Aschenbach o la estridente coincidencia de espacios exquisitos con otros vulgares y grotescos. Britten escribió Death in Venice estando muy enfermo, cuando se aproximaba el desenlace de su propio óbice. Cabe decir, además, que el libro Los jóvenes de Britten (2006) de John Bridcut, reveló el capricho del compositor por una serie de adolescentes a lo largo de su vida. La obra de Mann trata de un viaje —el último viaje— de Gustav Aschenbach, prestigioso y maduro escritor, que quedará fascinado por un muchacho que conoce en su mismo hotel. Este personaje está basado en la figura del compositor Gustav Mahler, que Thomas Mann admiraba y que acababa de fallecer. La atracción de Aschenbach por la simetría y la estética del joven Tadrio se sitúa por encima del simple deseo físico: «… Y siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado». A partir de este encuentro, la vida de Aschenbach gira en torno al chico, a quien observa en silencio: «… En un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana». En la novela se hace referencia a Sócrates adoctrinando a Fedro (Platón: Fedro o de la Belleza) sobre el deseo y la virtud, hablándole del espanto que experimenta el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un reflejo de la belleza eterna. Sócrates concluye que la belleza es el camino, y no el medio, del hombre sensible al espíritu. Ashenbach, ante el sensualismo que experimenta frente al objeto de su amor, trata de justificarse: «… No había humillación alguna en obedecer los caprichos del dios del amor, y acciones que si se hubieran hecho por otros medios hubieran sido censuradas como obra de cobardía —arrodillarse, jurar, suplicar tenazmente, someterse como esclavos— no solo no redundaban en desdoro del amante, sino que por ella merecían grandes alabanzas». Ni siquiera la epidemia de cólera que se desata en Venecia consigue apartar al escritor de Tadrio. Incluso hace un intento de 95


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rejuvenecimiento tiñéndose el pelo para ocultar las canas y dándose unos toques de pintura en los párpados y los labios, saliendo de la peluquería maquillado, «ebrio de felicidad, confuso y temeroso». La patética ridiculez del personaje se manifiesta también en la última escena del libro: «Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba. Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla». Willy Decker, especialista en escenificar óperas de Britten desea reflejar que el tema de La muerte en Venecia no es el descubrimiento de las tendencias homosexuales de un escritor en la madurez de su vida, ni tampoco la muerte. Para él, el texto habla de la vida. No hay en Aschenbach ningún deseo de morir, dice, sino de continuar creando y buscando belleza para comunicarse con los demás. Quiere superar su crisis creativa, está dispuesto a enfrentarse a sus contradicciones y a sus instintos; quiere vivir, pero la única salida que existe es la muerte. Tadzio y Aschenbach son dos figuras solitarias destinadas a encontrarse en el transcurso de un lento viaje. Tanto el texto como la música consiguen, gracias a una simbología relativamente simple y clara, llegar al lector y al espectador como lo que son: la expresión de un mundo interior en tensión —una tensión tan intelectual como erótica— que, a la vez, redime y condena. El Ballet de Hamburgo ha apostado también por ofrecer en el Gran Teatre del Liceu la obra Tod in Venedig sobre el mismo tema. John Neumeier, fundador, director y coreógrafo, se ha sentido fascinado por el componente mítico de la novela de Thomas Mann y ha trabajado dos conceptos: el amor y la muerte, una dualidad que se hace extensible a la banda sonora que comparten Johann Sebastian Bach y Richard Wagner —el primero como representante del mundo intelectual creado por Aschenbach, y el segundo el del contra-mundo extático y dionisiaco al cual sucumbe este personaje tras su encuentro con Tadzio. También el cine se ha manifestado en relación a la obra de Thomas Mann. Morte a Venecia, la película de Luchino Visconti, data de 1971. Posee una colección de las más bellas imágenes jamás filmadas, y es un total alegato a la sensibilidad y a la apreciación de la belleza. A destacar la omnipresencia de la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler, en especial el Adagietto, que se integra en el filme como una pieza imprescindible a la hora de transmitir las emociones y sentimientos que evoca. Una obsesión que recorre toda la película es el presagio de la muerte, cada vez más presente; y la idea de la vejez, de la fealdad de la decrepitud que la anuncia, aparece con insistencia. Visconti opinaba que: «Quien ha contemplado con sus ojos la Belleza ya está condenado a morir». Aunque resulte difícil desmenuzar técnicamente esta música de Mahler a causa de su magia, que escapa al análisis racional, me atrevería a decir que el carácter triste y melancólico del Adagietto puede atribuirse al empleo combinado de un tono menor, una cadencia armónica vaporosa de constantes modulaciones, y a un romántico fraseo melódico de notas largas que dan sensación de languidez debido a su cromatismo, fraseo que está puntualmente salpicado con breves amagos de filigranas que parecen

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coronar ese lento oleaje como si fueran leves destellos de una pasión ya apagada. El arpa, con su lirismo bucólico, refuerza todo lo anterior. No quiero concluir este breve repaso de la aportación de otras artes como la música, el cine y la danza a La muerte en Venecia sin añadir que Mann habla del arquetipo de la vida que surge frente a la muerte, eso es, de la idea de la vejez decadente que debe apartarse para dejar paso a la fuerza de la juventud, tema este de tantas obras de todo tipo, simbolismo que encontramos en muchos libros, películas y obras de teatro.

Nota sobre la autora.- Carmen Lafay (Barcelona, 1954), española, es médico especialista en radiodiagnóstico, escritora, presentadora de radio y bailarina ocasional. Ha publicado dos novelas: Yo no soy tuya, sobre la violencia doméstica, y Nosotras y ellos (seducir en Barcelona), finalista del Premio Delta de Novela, acerca de las relaciones entre ambos sexos vistas a través de un grupo de amigas.

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Almudena Santalla Rodríguez: Cuestión de punto de vista

Cuando uno se acerca a un texto, lo primero que se percibe al iniciar la lectura es el punto de vista. ¿Es una tercera persona la que habla? ¿O es un yo aparente real el que inicia el relato? La realidad o ficción de los hechos pasa a un segundo plano. El lector busca identificarse dentro de la historia. En líneas generales, la tercera persona se suele relacionar con la objetividad del narrador a la hora de plasmar su relato, sobre todo en la narrativa del siglo XX, que termina con la tradicional autoridad del narrador omnisciente propia del siglo XIX. El siglo XX abre sus puertas al desarrollo del punto de vista y del perspectivismo, cobrando especial relevancia la distinción que establece Genette entre narración y focalización. Y en pos de dicha objetividad Henry James, en los prefacios a la edición de sus obras publicada en Nueva York (1907-1909), propone como ideal estético de la novela el de la máxima objetividad, que se consigue presentando a los personajes y su mundo ante los lectores sin la intromisión de un narrador intermedio. En la misma línea, incluso, R. Baena afirma que “el buen narrador es el que no aparece, el que no se deja ver, pero que está ahí dirigiendo la narración”. En medio de todas estas teorías, surge el Neorrealismo de los años 50, que introduce el modo de cámara, que se limita a observar externamente lo que sucede, sin un narrador presente. La pretensión era obtener una objetividad total. Ahora bien, en poesía esa objetividad tan mal identificada con la tercera persona en ocasiones, sufre un proceso diferente. Si en narrativa se identifica la primera persona con un acercamiento y en poesía el yo poético con las emociones personales del autor, la tercera persona en poesía se considera menos frecuente por ese alejamiento y esa objetividad que se presume. Mallarmé afirmaba que la desaparición elocutiva del autor produciría una poesía pura, suprimiendo la primera persona del enunciado. Pero si en narrativa puede llegar a ser efectivo, no es así en poesía. Siempre queda la huella del poeta: desde la elección de la estrofa, de la estructura rítmica y rímica, a la elección de un registro preciso. La elección de no aparecer es la intención por su parte de objetivar, pero la supresión de los deícticos de persona no suprime la subjetividad del poema. Hay tres tipos de poemas con esta intención de hacer desaparecer aparentemente la voz autorial, de los que mencionaré dos: los narrativos y los descriptivos. Y con dicha desaparición lo que se consigue es el efecto contrario: una mayor fusión entre fuente y emisor. En los primeros, los poemas narrativos, pertenecientes a la lírica, la concentración expresiva es mayor y con la ausencia del narrador se pretende la reflexión, la emoción directa, sin intermediarios. Y no hay que obviar que dicha emoción se ve suscitada por las palabras que ineludiblemente ha emitido ese narrador ausente, por ese ambiente creado en el que el lector se sumerge de manera directa.

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EL NIÑO HERRERO.Ceñido al duro yunque de la fragua un niño adolescente martillea su espíritu inmaduro en el metal que forja a todo herrero en el oficio. Templado en ese horno, que es su vida, la mente se dilata, el corazón se agosta, golpe a golpe, y en virutas se fragmentan los sueños más amados. El alma es un depósito de esquirlas dolorosas, desguace de inocencia, guillotina de anhelos e ilusiones, a fuerza de jornales y destajos donde las horas mienten al esfuerzo y todo queda absorto en la costumbre. Tiznado de aprendiz y vulnerable por la necesidad, pules tu horma fundiéndote en el hierro, que es tu sino.

Este poema nos ofrece un buen ejemplo para atestiguar la aparente objetividad, pero la profunda subjetividad, sin embargo, que empapa estos versos. Nos encontramos ante un poema narrativo-descriptivo, en 3ª persona, sin la intrusión del “yo” narrador. Todo el cuadro está al servicio de un epifonema final, si hablamos en términos retóricos: el descubrimiento por parte de un adolescente de la dureza de la vida. Se pretende ilustrar una verdad que sostiene el poeta. El autor ha elegido desaparecer de su enunciado para que el efecto final sea mayor, pero con la marca del poeta, haciéndose garante de la interpretación de su vivencia. El intento de objetivar una escena en presente tiene un fuerte contenido emocional cuando lo objetivado se supone que es una vivencia personal de quien escribe. El poeta coloca en la conciencia del lector una estampa de su infancia, pero, con la pista de que es autobiográfico y la fuerte impresión de realidad vivida, percibe el lector también la intención del poeta de objetivar su propia experiencia, lo que paradójicamente la hace más cercana e íntima. En este poema, el presente narrado no es otro que el presente del recuerdo del poeta. Y, aunque el título no lo haga explícito, el contexto, con la ausencia del narrador por un lado y la sensación de proximidad del presente por otra, hacen que el “yo” ausente quede mucho más en primer plano. El lector asiste, pues, a una escena recordada. Al tener una fuerte carga descriptiva, esta presencia del “yo” se hace más presente, pues las imágenes reflejan matices de estados interiores: la mente se dilata, el corazón se agosta, los sueños se fragmentan, el alma es un depósito de esquirlas, … El exterior del poema se convierte así en la máxima interioridad, pues el lector ve lo que se describe desde la perspectiva desde la que se nos presenta. Y dicha desaparición del “yo” nos hace asistir a la mediación de la mirada nuestra y la voz del autor, que dejan su huella en la perspectiva y la vibrante manipulación del lenguaje. No se trata, por tanto, exactamente de que hagamos nuestra la mirada de quien ve, sino que 99


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percibamos el sentir del poeta a partir de la imagen interior que construyamos con su lectura. Todo el conjunto es un desdoblamiento del yo, un yo que se abstrae y se sale del poema para verse a sí mismo desde fuera, desde otra perspectiva física y temporal. El poema crece por las imágenes precisas, mantenidas de principio a fin en el mismo contexto: la fragua. La dureza de su vida va marcada a golpes de martillo, de calor y herrumbre, de agotamiento y frustración, de pérdida de ilusiones, del paso precoz a la madurez, en definitiva. En los poemas descriptivos, definidos por Carlos Bousoño como “símbolos de estados interiores”, la forma del poema se convierte en máxima interioridad. Estamos viendo a través de los ojos del poeta, percibiendo la realidad descrita desde su propio prisma, con sus emociones plasmadas en palabras, lo que produce un gran acercamiento entre el poeta y su lector.

EL ROSTRO Es un rostro distante de sí mismo, de mármol su expresión, sin emociones; un barbecho al relente de las sombras perdido entre las zarzas de lo abstracto. Un rostro impenetrable, sin matices, ajeno a todo tránsito y estímulo que surge en la penumbra de su “yo”. Un contorno de arcilla que protege secretos y vivencias sin mañana. Un rostro que se esparce en el olvido y deja su retrato en el silencio.

Un rostro. Un rostro inerte, sin emociones, lleno de frialdad. La interpretación queda sujeta al lector que lee y pinta ese rostro en la mente: Alzheimer, verdugo, autista o asesino enajenado, o quién sabe, ese vecino o aquél cuya expresión le heló la sangre. Cada uno puede darle su propia interpretación, de tal manera que el poema cobra mil rostros, cobra vida en cada uno que lo lee. El vacío se expresa en todas sus formas: distante, mármol, impenetrable, sin matices, barbecho, ajeno a estímulos,… incluso en el terreno verbal: un solo verbo, el resto elíptico. No hay un “yo” patente, ni una idea clara del propietario de ese rostro. La descripción es toda una narración estática, sin movimiento. Y es a través de esa mirada ausente del “yo” que vislumbramos su percepción de ese rostro, formando un triángulo, pues, formado por el yo que observa, el rostro observado y la presencia del lector que interpreta y siente, que crea su propia identificación del rostro. Esa mirada del poeta está presente en la elección de las imágenes, de los elementos del poema, transmitiéndonos su propia impresión, cual arcilla en bruto, para que nosotros, en nuestra mente, le demos forma y así cobre vida propia.

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La ausencia de un “yo”, por tanto, de forma explícita no significa de ningún modo que no haya sido dicho, fraguado y sentido por un “yo” físico y real. El modo de presentación es el que varía. En narrativa puede quedar la escena más objetivada, pero en poesía su sello y su presencia quedan evidenciados por otro tipo de pistas que hay que vislumbrar y así poder mirar y percibir el sentimiento del poeta.

Almudena Santalla Rodríguez Licenciada en Filología Inglesa

Bibliografía: IMÍZCON, TERESA, y otros: Quién cuenta la historia, Ed. Eunate, Pamplona, 1999. LUJÁN ATIENZA, ÁNGEL LUIS: Pragmática del discurso lírico, Arco Libro, S.L., Madrid, 2005. Poemas de VICENTE MAYORALAS GARCÍA.

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PINTURA

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Pablo Hernández Hogert: Estratos de un presente convulso (por Carlos Jesús Escolano García)

Pese a caer en la redundancia, o más bien en la repetición cansina, se hace difícil no dejarse atrapar por la melancolía al levantar acta de las ruinas físicas, humanas y morales que deja tras de sí el proyecto de una modernidad mal entendida y el artefacto mastodóntico creado por ella: la globalización. Lejos de toda lamentación nostálgica y estéril de la arcadia perdida, enseguida nos percatamos de la carencia de un elemento vital en todo sistema, incluido el nuestro: el hombre, y con él toda su vertiente humanística. Así, al igual que el ángel de la Historia que retomó Walter Benjamin de Paul Klee, avanzamos inexorablemente hacia delante, pero echando la vista atrás sólo vemos los fragmentos y las ruinas de lo que fue: es el peaje que cobra el progreso. La obra de Pablo Hernández Hogert parece querer levantar acta de esta realidad y, en consecuencia, mediante sus pinturas intenta radiografiar los escenarios (léase en su acepción espectacular) por los que discurre la sociedad líquida contemporánea.

Me fui (Óleo sobre tela de 80 x 50 cm.). 2006.

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Condenados a un deambular permanente, y por ende al desarraigo, este estado de las cosas nos induce a redimensionar este problema y extenderlo a nuestro ámbito interno también. Como apunta Paul Auster: “De algún modo, todos estamos perdidos, y no sólo en las ciudades, sino también dentro de nosotros mismos”. Esta sentencia toma cuerpo en Me fui, donde la necesidad de tomar distancia provoca una modificación de la realidad, que genera en consecuencia, según Freud, un extrañamiento relacionado con lo siniestro. Con una composición despojada de todo artificio innecesario, Pablo crea un paisaje urbano de corte apocalíptico, casi bladerunneriano con ese sol nuclear que baña el entorno con luz negra. A base de dos manchas de color que reverberan una con otra, el hombre escapa de una ciudad que vista a distancia se torna agreste.

Desencuentro (Óleo sobre tela de 100 x 80 cm). 2007. Esta configuración del paisaje urbano en forma de metrópoli bulímica es la diana en la que Pablo lanza sus dardos denunciando las consecuencias funestas que traen estos no-lugares. Como plasma en Desencuentro, una de estas consecuencias es la incomunicación, leit motiv de una época y una sociedad paradójicamente 104


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hipercomunicada y conectada. El ser humano se individualiza y se encierra en sí mismo de tal modo que simula unas figuras totémicas que tienen su correspondencia en las torres de edificios anónimos que tienen tras de sí. Pablo ha situado estos edificios-cuerpo bajo un feísmo deliberado, su pintura se fractura y se corrompe: no hay más que ver el cielo y, sobre todo, un sol ya decadente. Pintura metafórica de un mundo convulso. Como toda maquinaria, las nuevas Babylon se sustentan en una fuerza humana anónima. En unos seres relegados y renegados, los parias de una tierra quemada.

Sustentable (Óleo sobre tela de 100 x 80 cm.). 2007 Sustentable materializa a estos personajes invisibles. Bajo el paraguas de un realismo social que recuerda al del primer Agustín Ibarrola y el grupo “Estampa Popular”, convergen en un mismo espacio el paisaje urbano y el paisaje humano, el centro y la periferia. La metrópolis se convierte en pesada carga, masa informe, espacio del anonimato. Del mismo modo, el ser humano se torna mercancía, fuerza de trabajo, objeto; eufemismos que nos son muy familiares pero —no lo olvidemos— nos trasladan a los mismos términos que se empleaban en Auschwitz.

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Pablo Hernández no quiere representar a un tigre, sino la tigridad.

Arena (Acrílico y arena sobre tela de 100 x 100 cm.). 2008. Fernando Savater afirma que la infancia es la etapa de mayor plenitud y felicidad en el ser humano. Será por la inocencia, la ingenuidad, la falta de prejuicios o todo ello junto, pero no le faltaría razón a Savater tras comprobar en Arena cómo es el recuerdo de esa infancia el que sirve de refugio a un presente convulso. Sonidos, imágenes, recuerdos, sensaciones que permanecen en la imaginación como un retrato abocetado, unas líneas que merodean el tiempo. Y comprobar, como en La Jetée de Chris Marker, el vértigo de un hombre marcado por una imagen de su infancia. Una imagen que no es más que la de su propia muerte, todo pasado no es más que eso, un ha sido, ha pasado, la muerte de unos momentos irrecuperables, pero grabados a fuego en la memoria. Es curioso comprobar en el cuadro el contraste y la anomalía que supone la presencia de unos zapatos de adulto en el borde de un arenero de juegos infantiles.

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Ahí está el vértigo, en una imagen mínima, como el instante del parpadeo, pero en cada parpadeo se efectúa un viaje en el tiempo. Es curioso cómo, parafraseando a Virginia Woolf, a veces las cosas se juntan. En este caso, de la mano de Miguel Hernández, un pintor bonaerense y el oriolano que escribe estas líneas sobre De Orihuela, tu pueblo y el mío, nunca mejor dicho. A modo de homenaje e incluso de alegoría, Pablo Hernández enlaza la poesía y la pintura creando una imagen mixta. Pero, ¿cómo se logra una imagen literal? La eterna cuestión planteada desde Horacio sobre cómo se puede representar icónicamente la poesía y viceversa es complicada. Lejos de actuar como un entomólogo y embalsamar estas dos vías de creación, Pablo plantea un camino paralelo que rodea esta cuestión y se deja guiar por la libertad de todo proceso creativo indistintamente de su entidad ontológica.

De Orihuela (Acrílico soble tela de 50 x 50 cm). 2008.

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Sirviéndose del soneto “Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos”, hace emerger, de una superficie compuesta a base de trazos nerviosos y matéricos, el rostro y, sobre todo, los ojos del poeta Miguel Hernández. Una mirada que se enfrenta sin dilación al espectador y que presagia el penoso final del poeta, subrayado por el predominio de la pintura roja que inunda y borra la voz del poeta: su poesía. Pinturas: Pablo Hernández Hogert [web] Comentario: Carlos Jesús Escolano García

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María Sivana: Ver dos veces (por Carlos Jesús Escolano García)

Jean-Luc Godard suele reclamar la necesidad de distinguir entre tres clases de películas: de imágenes, de ideas y de imágenes e ideas. La característica peculiar de este último grupo sería, siempre según Godard, la de estar compuesto por películas que afirman sus imágenes como vehículos de ideas sin perder nunca por ello su dimensión fundamental de imágenes. Esta máxima godardiana se podría trasladar, salvando todas las distancias, a la pintura de María Sivana.

Samsara 1 (Óleo sobre tela. 60x80 cm.)

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En este nuevo ejercicio de búsqueda personal, María se adentra en los terrenos de la introspección espiritual de la mano de la abstracción más desnuda. De este modo, sus pinturas, en un estilo que se podría calificar de expresionismo abstracto, vehiculan e iluminan unos conceptos que buscan correspondencia formal con unas superficies que se expanden más allá de los límites espaciales del cuadro.

Samsara 8 (Acrílico sobre tela. 70x80cm.) No cabe duda de que estamos ante un ejercicio autobiográfico, una cartografía del “yo”, ya que, como ella misma afirma, la pintura me acompaña en mi búsqueda personal y espiritual para acercarla a la visión de mi mundo perceptual privado. Como toda escritura autobiográfica, ésta se levanta sobre las arenas movedizas constituidas por la sombra, el fragmento, la dispersión o los fantasmas. Es decir, exorcizar una parte del sujeto, aquella relacionada con el trauma; pero al mismo tiempo esta mirada al interior también entronca con la esfera del (auto)conocimiento personal. Ésta parece ser la vertiente por la que se decanta la artista en esta serie de pinturas que se agrupan bajo el título “Del Samsara al Nirvana”, título con evidentes referencias al budismo.

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Samsara 5 (Tinta y óleo sobre tela. 60x60cm.) De este modo, la ascensión espiritual de corte inmaterial la liga en los lienzos a un purismo formal únicamente interrumpido por una línea quebrada que, a modo de cicatriz, fractura el cuadro. Esa cicatriz articula la composición, de modo que nuestra mirada recorre un trayecto vertical siempre en consonancia con estas inquietudes de trascender los límites materiales para saltar a un espacio superior de carácter metafísico.

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Samsara 7 (Óleo sobre tela. 70x90 cm.) Pero no hay que olvidar, como recordaba al principio, que estamos ante pinturas cuya principal característica es la de ser fundamentalmente imágenes con toda su carga material, amén de vehicular ideas.

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Gestación (Acrílico sobre tela. 60 X 80 cm.) Retomando este carácter material de la pintura, o sea, el color y las texturas, me llama la atención el carácter gestual y violento que asumen los trazos y las capas de pintura, provocando incluso chorreos. Sin embargo, en una visión menos fragmentada y más unitaria, el carácter que se revela es la creación de unas atmósferas y unos ambientes etéreos y livianos. Es como si la gravedad de la materia pictórica se hubiera sublimado a base de veladuras y gradaciones progresivas. De esta manera, María Sivana encuentra una coherencia entre forma y contenido, una materia visible que sirve como trampolín hacia lo intangible e invisible. La pintura se transfigura en vía hacia el conocimiento, de pequeñas ventanitas hacia el cosmos, como ella misma apunta.

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Bosque de almas (Acrílico sobre tela. 70x80 cm.) Es tentador establecer una serie de paralelismos formales entre estas pinturas de María y las de Rothko, ya que ambas se mueven en una dimensión espiritual de carácter existencialista, utilizando unos motivos y técnicas muy similares.

Camino al Nirvana 2 (Acrílico sobre tela. 70x80 cm.) 114


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Evidentemente, no quiero entrar al trapo sobre las similitudes y diferencias de ámbito taxonómico entre ambos, ya que esto no nos llevaría a ningún sitio. Simplemente trato de apuntar una serie de sinergias y resonancias entre alguien que abrió un camino y otros que desbrozan ese camino para seguir manteniéndolo vivo y vigente.

Samsara 11 (Acrílico sobre tela. 70x80 cm.) En definitiva, estamos ante unas pinturas que funcionan a modo de colirio visual que busca restaurar la mirada del espectador de nuestros días, mirada cegada por la cancerígena proliferación de imágenes indiferentes, convirtiéndose en un verdadero acto de resistencia contra el reinado de la banalidad.

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Del Samsara al Nirvana (Acrílico sobre tela. 100 X 100 cm.)

Se trata, ni más ni menos, de una pintura capaz de explorar el espacio que Paul Klee acotó con su famoso: “el arte no reproduce lo visible; más bien lo hace visible”. Imágenes que revelan. Pinturas: María Sivana [web] Comentario: Carlos Jesús Escolano García

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