La rosa profunda, número 6

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La rosa Profunda R e vi st a d e c re ac ió n y pe ns am ien to

ISSN 1699-4671 – Mayo 2008 – Número 6


La rosa profunda nº6 Revista de creación y pensamiento Mayo 2008

ISSN 1699-4671

Dirección: Antonio Luis Bastida García José Manuel Martínez Sánchez José Eduardo Morales Moreno Consejo de Redacción: Mª Isabel González Arenas Juan Manuel Sánchez Meroño Consejo Asesor: Vicente Cervera Salinas Abraham Esteve Serrano José María Jiménez Cano Francisco Vicente Gómez Comité de Honor: Fernando Arrabal Luis Alberto de Cuenca Lucía Etxebarria Luis Antonio de Villena Diseño y maquetación: Jonathan Fernández Román José Eduardo Morales Moreno

Todos los textos publicados son inéditos


Índice P RESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 P OES Í A Arenas: Nocturno...................................................................................................................................... 7

León Berenguel Fenoy: El compadre ................................................................................................ 8 Ed. Expunctor: Toda de sangre ........................................................................................................... 9

José Garés Crespo: Variaciones .........................................................................................................10 Yolanda Gelices: Niña invisible..........................................................................................................12

Daniel Alejandro Gómez: Nieve del sur ..........................................................................................13

Juan Carlos Martínez Manzano: Pequeños poemas para tranquilizar a Emilio ............. 19

Vicente Mayoralas García: La huella del hombre .......................................................................20

Cristian Mínguez: Rosa a través del cristal ...................................................................................24

Jacinto Molero Merino: El ángulo perfecto ...................................................................................25

Orion de Panthoseas: Mis gentes ......................................................................................................26

Pedro Piñera Arenas: Luz / Hombre/Hombra ............................................................................27

Lucía Plaza: Un lugar en el mundo (guión poético) ...................................................................30 Violeta Sáez Garcés de los Fayos: Siembra...................................................................................32

Juan Manuel Sánchez Meroño: Law’s Delay .................................................................................33

NARRATIVA RELATO David Cano Gea: Un escritor sin guantes es hombre muerto..................................................36 Martín Cid: La comedia ........................................................................................................................38

Didac: Letanía ..........................................................................................................................................50 Ed. Expunctor: El globo y la muerte ................................................................................................54

David Fortea Etxeberria: Siempre hay un precio .......................................................................56

Rocío de Juan Romero: El encuentro ..............................................................................................67

Carmen Lafay: Sociología antártica ................................................................................................68 Damián Nicolás López Dallara: Color del Trigo (Tic-Tac 3)...................................................70

Juan Amancio Rodríguez García: Espadazos ...............................................................................73 María Sivana: Huelga de hormigas ..................................................................................................75


Mónica María Volpini Camerlinckx: La gallega .........................................................................77 Microrrelato

Arenas: Química ......................................................................................................................................81

Enrique Cabezón: Venēnum ...............................................................................................................82

Antonio J. Cano Sánchez: Nupcial ....................................................................................................83

David Fortea Etxeberria: Calor .........................................................................................................84 Pedro Julián Martínez Muñoz: Utopía de naciones ...................................................................85 Mónica María Volpini Camerlinckx: El agua ...............................................................................86

ENSAYO / A r t í c u l o s Luis M. Blázquez Durán: Las sorprendentes reformas de Wamba ......................................88

Liliana G. Chávez Díaz: Los Naufragios del testimonio: de la crónica informativa a la narración personal y viceversa en Álvar Núñez Cabeza de Vaca ..........................................90

Proto Gutiérrez: Retrato a mí mismo: Walt Whitman y Antonio Machado ...................... 98 Alejandro Hermosilla: La novela de la revolución mexicana: las metamorfosis del tirano ........................................................................................................................................................ 101

José Eduardo Morales Moreno: La aniquilación de la esperanza en José de Espronceda. Análisis del soneto “Fresca, lozana, pura y olorosa”. ..................................... 111


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PRESENTACIÓN

Odisea del asedio

La confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. J. L. Borges Decidió volver a la ciudad. A pesar de llevar cuatro años y medio en el Sahara, su vida seguía siendo una odisea del asedio. Siempre estaba cercado, sitiado, rodeado. No salía de una para meterse en otra, y no había día que entrase en algún lugar y no se encontrase inmediatamente acorralado. Para él, la expresión me voy fuera carecía de sentido, por ello utilizaba el giro me voy dentro, aunque dentro fuese la calle, porque estar en la calle también era estar en el interior de algún sitio. Esta forma de percibir el mundo ya venía de lejos. El primer recuerdo claro que tenía de vivir constantemente asediado se remontaba a los siete años, cuando, desobedeciendo órdenes paternas, se subió solo al ascensor y, por esa extraña ley que hace que ocurran ciertas cosas de las que nuestros padres nos han prevenido, se quedó encerrado en aquel cubículo cerca de tres horas. Desde entonces, el mundo se le aparece como una acumulación de espacios delimitados que se suceden en un eterno retorno: quiere decir que, una vez que se recorren todos los espacios que conforman el mundo, llegamos a aquél del que partimos. Es cierto que unos son más grandes que otros, pero al menos en la ciudad conocía los límites y podía evitar esa sensación de eterno retorno que estaba experimentado ininterrumpidamente en el Sahara mientras buscaba sus confines.

José Eduardo Morales Moreno

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POESÍA

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Arenas: Nocturno

A veces, en el silencio de la noche, me suelo dibujar tu cara en el aire. Rememoro momentos, recuerdo palabras, intento pintar tu esencia en el espacio. Casi siempre, en la oscuridad de la noche, te olvido palabras, te tacho indiferencias y te adorno y te exagero. Normalmente te comparo con una estrella, normalmente, siempre pienso que eres la más bella, la más fulgurante e infinita. A veces, cuando por alguna oculta razón me amanece, miro las olas, y su espuma rizada que se alza me recuerda cómo una onda marina en tu alta cabeza te acaricia y te vuelve del revés tu tan peinada altura. Nunca, cuando miro en la ventana de los atardeceres, pienso en ti, porque ya sé que el crepúsculo es tu regalo y los colores que me ofreces son anillos de tu piel y el sol se esconde entre tus dedos que lo acarician y lo dejan resbalar a tu lecho; y si algún día me obsequias con alguna gota de lluvia, sé que son de tus poros, entonces me parece como la tierra abre su insaciable boca y te sepulta por un rato lavándote con su barro. A veces, en la silenciosa y oscura noche, me suelo contar algún cuento, o algún sueño. Rememoro paisajes, pinto tiempos, y escucho los años que pasan, .........lentos. Casi siempre, cuando duermo, suelo imaginar que estamos muertos. (1993)

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León Berenguel Fenoy: El compadre

Manola impuso a la cabra que me dio y le regalé. Plena de agradecimiento murió sin saber porqué. Vino por favor no ofrezcan, que es mandato divino y agravian a los que lo bendicen, si cometiese tal desatino. Papas arrugadas y mojo, carne de cochino por doquier, garbanzas que no le falten, una pelota de gofio, dos baifitos y un pastel. Saco sin fondo si tiene, cuando devora y extermina, dice sin recato alguno: Éstas son las pequeñas cosas, que nos depara la vida.

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Ed. Expunctor: Toda de sangre

Nadaban tus manos sobre mi pecho y se sumergieron para abrazar mi alma. No sólo de sangre tus uñas pintadas, sino tus labios de sangre teñidos, y tus pestañas. Tú eras toda de sangre sobre mi pecho abierto, y mi pecho abierto era el nido donde dormían tus ojos cerrados y tus labios sedientos. Tú eras toda de sangre y dormitabas, sobre mi pecho abierto dormitabas, y te escondías y bostezabas con tus brazos rendidos y tu boca cansada. Tu boca cansada sobre mi pecho abierto bebía la sangre que de él florecía, y te alimentaba la sangre que mi pecho abierto en tu boca vertía. Mi sangre en tu boca, y tú, toda mi sangre, mi sangre toda.

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José Garés Crespo: Variaciones

Se nos metió la distancia subrepticiamente, indolente, descarada, con la impudicia del fuego fatuo, como de la mano de un ciego. Sucedía en nombre de un amor febril y nocturno, sin poder calcular el exceso de renuncias, ni considerar que el vuelo del amor es corto y suele laminar el fervor arrebatado. De nada sirvieron banderolas y tambores, ni los escapularios y sus cristales romos. Desembocaste en el meandro del placer y enturbiaste el futuro, el tacto sosegado, introduciendo en nuestra estancia el ojo anónimo, segando el necesario tiempo del perdón. El calor de la alcoba de Itaca vulnerado, las veletas del hogar vencidas, refugiadas, la sal derramada. Sorprendido, y sin poder desertar de la pena, me sumergí buscando la orilla, aire, una sonrisa para sobrevivir. las anotaciones que una noche, cogidos, hicimos pautando las sonatas de Thelemann, los conciertos de Haendel, los cánticos del sur. Ahora duermes. También el gallo. La semilla aguanta. La rosa de Jericó solo espera. El silencio gris de la noria y mis pies fríos, indiferentes al invierno, también otean y buscan la muchacha que olía a manzana, por la que me perdí en busca de mis orígenes. Pero volver, nunca volvimos al monasterio, ni al tránsito de la noche al alba, ni al perfil limpiamente resuelto y al aroma del café. Pero me desperté un día prójimo otra vez, sin hábitos, sin cadenas, apenas inhóspita sombra. Cansado y con el verbo sobrevenido, hay poco tiempo para saber de tu pasión, de tus actuales jadeos, de tu universo, del ritmo sensual de tus descuidos, de profanos ritos, de los filtros peregrinos que instauraste. Rompes el exilio del verbo, el orden de los códigos que establecen rejas, cuando no proponen cruces, oscilan mares, denuncian cielos, cambian nada. Tu que cegaste los caminos y la codicia, el aprecio del templo, la magia del romero, 10


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la hierbabuena y la rojiza luna menguante, dame la confidencia de tu mundo y sus lindes para llegar a ti y preparar el barbecho.

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Yolanda Gelices: Niña invisible

Tuve que aprender a mirar sin tocarte, mujer callada, majestad en lo mudo. Tuve que aprender a olvidarme de esperar el viento cálido tantas veces anhelado hasta convertir la distancia en corpórea. Y replegada entre sábanas de frío espiar desde las ventanas las rosas de este mundo, tan llenas de sol, esas niñas sonrientes con corona de reina. Sentada sobre escalones de mármol que no terminan nunca, que no llevan a ningún sitio, inmóviles como la indiferencia. Construyendo refugios en los que guarecerse de la lluvia, en los que acopiar provisiones y acorazar el pequeño corazón malherido. Años y años esperando una sílaba tierna, unos labios de seda -tal vez si me mirases-, una dulce bagatela de la mujer sepia, del silencio de hueso, de la impasible frigidez glauca. Pero ha pasado el tiempo y esa niña ya es tan sólo una brisa evanescente que apenas roza en la memoria, una minúscula fisura tatuada en mi pecho que ya no me conmueve. Otros se encargaron de colmar el plato vacío que perpleja sostenía entre mis manos.

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Daniel Alejandro Gómez: Nieve del sur

Vientos de hielo. Sopla la noche BLANCA; nieve: el alma del sur sobre los lagos. El manto blanco, sobre el rígido y verde vidrio del hielo: en el lago, como en un desierto de esmeralda… Patagonia y horizontes de soledad: de leguas NEVADAS. De nieve: Nieve DEL SUR, de azúcar y de crema, 13


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y de jazmín y espuma de mar …sobre los ANDES. Acerqué mis manos a una hoguera; y el fuego me quemó

como un vino de sangre, o como mis labios en tus labios. Tus besos de rosas y fresas sobre mis besos.

Hasta que la NIEVE DEL SUR se derritió en el calor, y en un crepúsculo de frías flores heladas.

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Junto al calor: en ríos BLANCOS y en lagos blancos. Junto al calor: cascadas blancas…. arroyos y océanos blancos. Y se derrite, su pálida piel, SU BLANCA PIEL, junto al calor, junto a mí.

Pescador sin pez

Desconsoladas olas como de dulce miel MORENA. Pescador, de turbulentos ojos, INSOMNES y hambrientos, arrojando su sedal ... HAMBRIENTO.

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Pescador, el tiempo te recorre la espalda y los viejos ojos; mientras las horas avanzan, avanzan y avanzan y ya descienden sobre ti y tu sedal… Las horas descienden, como sueños de sangre y de oro. La sombra sobre el reloj. Relojes nocturnos.

La noche en una red vacía, y en un anzuelo desierto. En el río desierto. El río que ya suspira, la hora de sombra Y MUERTE; cuando el pescador va llevando A SUS ESPALDAS

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la red inútil y el sedal DERROTADO. Cuando el pescador lleva, también, la noche tras sus párpados. LA NOCHE: que ya lo aguarda con una cena: repleta de peces invisibles, de lunas con blancos ojos abiertos… Y DE ESA ESPERANZA latiendo ¿INMORTALMENTE?

en los relojes:

que nunca tienen sueño….

Las cimas del cielo

Las crestas en cuyo altar se inclinan las ofrendas

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de las nubes. Aires de hielo; rocíos, de vidrio y nieve. Farallones poblados de cóndores y águilas, senderos de roca retorcida, y aguas blancas y bosques celestes. Heladas lunas de nieve. Hercúleos paraísos de cielos infinitos, DE TIEMPOS INEXISTENTES. De cimas que no pueden buscar a Dios, porque en cierto sentido ellas

ya son Dios.

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Juan Carlos Martínez Manzano: Pequeños poemas para tranquilizar a Emilio

El silencio es un animal muerto Que viene a tranquilizarte El ruido es una tarima Que se desplaza en las sombras de los puentes Metálicos, puente del carmenYa estás más tranquilo pero no dejas de mirarme con tus Ojos de bromuro Tu cuerpo se siente cálido En el tercer invierno que estás con nosotros. Los trozos de rescoldos navegan Para siempre entre tus juguetes.

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Vicente Mayoralas García: La huella del hombre

I Penetro en ti con fuerza primitiva, a golpe de azadón, herida abierta, con la ilusión al trote, el alma alerta, siempre expectante, siempre inquisitiva. Una misma mirada nos cautiva, la del cielo, a la vez nos desconcierta, en él están los frutos de mi huerta, maduros en su azul y verde oliva. Me siembro del olor de tus raíces y cavo en ti los sueños que me crecen del suelo para adentro, en las entrañas. Comparto tu verdad con las lombrices en esa oscuridad donde florecen las cosas más profundas, más extrañas. II Siempre anduve entre rastrojos con el paso vagabundo, mi huella entre los matojos sembró las hierbas de antojos sobre el anhelo profundo. Tanta inmensidad veía por delante y por detrás; extensa fisonomía que la tierra repetía mirando el cielo al compás. Supe que en aquella tierra no cabría el desaliento, pues tanta dureza entierra el hambre para el que yerra, al que trabaja, sustento. Fui jornalero de oficio, 20


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rebelde en su mansedumbre, acostumbrado al suplicio de ver en el cielo indicio y el agua tornar en lumbre. A cada golpe de azada, sin resultado aparente, sentía el alma aliviada, la tierra resucitada en verso de amor doliente. III Cuántas guerras en mi vida, cuántas vidas en mis guerras, cuánta sangre, cuánta herida, cuánta juventud perdida, sepultada por mis tierras. Cuántas cruces, cuántos muertos y cuánta victoria vana camina por los desiertos, antaño fértiles huertos, que cruzan mi ultramontana. Cuánto rezo impenitente y cuánto sueño escondido en el umbral de mi mente aparecen de repente y se van como han venido. Cuánta cicatriz abierta a borbotones rebosa por tanta palabra incierta que a la verdad desconcierta y en mi silencio reposa. Cuánta mordedura acecha detrás de la mansedumbre, de su caricia, sospecha. Yo no quiero su cosecha, su fruto es la costumbre. Cuánto cansancio sembrado y cuánta derrota a cuestas, y cuánto tiempo encerrado que pertenece al pasado dejó sus dudas expuestas.

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Cuánta lucha interna pace en los pastos del fracaso; cuánto fatal desenlace; cuánto hecho que no hace; cuánta pisada sin paso. Cuánta mentira en la sombra; cuánta promesa incumplida; cuánta esperanza se escombra al saber que no se nombra en los restos de la vida. Cuánto veneno he bebido, cuánta lucha vomitado para saber que he vivido, no sé si habré merecido estar a la vida anclado. IV ¿Ves estos ojos tan rojos, tan rojos y tan dolientes? Lloraron como torrentes mis lágrimas por rastrojos, víctima de sus enojos buscando nicho en la tierra. Cansado de tanta guerra y tanto muerto adiestrado busqué la razón que entierra toda mirada al pasado. A mi corazón maldigo tantas veces como lloro y tantas veces lo ignoro como tantas le persigo. Eres el premio y castigo del que vive enamorado, certero o equivocado siempre dictas tu sentencia dejando que la experiencia hable de ti malhablado. Voy con paso vagabundo en busca de una respuesta, no encuentro boca dispuesta que me conteste, y me hundo en el perfil más profundo de esa duda primitiva que nos lleva a la deriva

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buscando un Dios en las cosas que creemos engañosas, siendo sólo perspectiva. Junto a la piedra se esconde la penumbra de la sombra, allí donde el tiempo escombra y todo se corresponde. Allí ni el cómo ni el dónde tienen mayor importancia, sin altura ni distancia todo confluye en lo mismo: la inmensidad del abismo, la quietud en consonancia. Estas manos grandes, fuertes, hechas al trabajo duro, cavan hoyos de futuro en las lápidas inertes, santo y seña de las muertes, tantas muertes como credos y oraciones como miedos sepultados con promesas, las mismas que están impresas en la yema de mis dedos.

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Cristian Mínguez: Rosa a través del cristal

Rosa bella que a través del cristal transmites fiel y discreta la plenitud del amor inmenso que te llevó hasta el acristalado búcaro, donde efímera y hermosa contemplas tu breve e intenso espacio de tiempo...

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Jacinto Molero Merino: El ángulo perfecto

Regatear la verdad nunca fue una buena táctica, no abre espacios ni crea juego para conquistar corazones mas encuentra el hueco, el desmarque formidable en los cuadernos voluminosos de la envidia, la soberbia pero nunca fueron santo de especial devoción para dignos caballeros. La estrategia que trazamos aquellos que presumimos de exquisito trato al latido, a la palabra se ciñe en diagonales de esperanza bordea la comprensión hasta encontrar el ángulo perfecto y se sitúa justo al borde del área de la conquista, para hacer una invitación diáfana y sincera que resuma la táctica prevista, que no es otra que amar sin condiciones porque es la única condición que se precisa, en cualquier campo que pisemos, en cualquier alma que amemos, linda estampa de buenos jugadores del bendito deporte que es la vida.

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Orion de Panthoseas: Mis gentes

[España: Dictadura 1939 - 1975]

[… a los oprimidos políticos del mundo] … tañen las campanas; no hay gritos en la aldea y no es fiesta ni ha llegado nadie ni nada, como siempre; tañen en mi corazón, tañen sobre la piedra; … nadie será ajusticiado hoy, nadie, ya no es necesario, sólo tañen; las oigo como un doblaje que, ahora, me parece no haber cesado nunca, ¿… desde cuándo? … mis gentes las oyen en tres fechas al año, y vuelven a la brega como con vagos recuerdos de charlas de otros tiempos; … mis gentes ya no sufren, y labran campos por ver ponerse el sol rojo de ira o rojo a costa de sus sangres; … mis gentes apenas van a misa, apenas se reúnen, apenas cantan, mis gentes se miran en silencio; … mis gentes, cuando preguntan, dicen: “…oiga, señor ¿podemos recordar los nombres de los muertos?

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Pedro Piñera Arenas: Luz / Hombre/Hombra

LUZ

Y de seguro allá hay una luz que callada se anuncia; clara, pequeña, concisa: al errante se muestra, al perdido, al tremendamente agotado; y se erige a lo lejos, a lo lejísimo. Por encima, por debajo, entre rumor de gaviotas y hormigas alumbra para el que viene caminando de antaño…, por el aire, por las piedras, entre espuma o entre el jazz de la hierba exhausto que marcha él, tremendísimo, solitario, sin más compañía que el terrible verdor de su sombra: y no es la luna. ¡Y está tan lejos...!, pero está tan cerca. ¡Y casi no alumbra...!, pero se expone concreta. ¡Y tal vez no llegue...!, pero de seguro que espera.

HOMBRE/HOMBRA Hubo un tiempo en el que también yo estuve colmado y atrapado en ambiguo ruedo de caricias. Cada alba, cada noche, cada madrugada la morena mía 27


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me asestaba ricamente en su cama despacio… Ávida, errática, hembrunamente; eran ansias por gozarme lo que ella se llevaba entre las manos y las piernas: eran muchos los minutos en que supuraba libido por todos sus cuatro costados; también candor y dulzura… No iban reñidas triples cosas en la morena mía. Al cabo, bien es verdad que nacían noches de ambos abrazados, bien es verdad que al final quedaba presencia de ambos nocturna y aplacada, bien es verdad que al final permanecía modelado un cuerpo solo multiplicado en cien mitades… Pero primero nuestras lenguas deambulando por el prendido interior de todos los contornos, de absolutamente todos: salvo entregarse a la ineludible jurisdicción de la hembra…, ¡qué hacer un hombre cuando lo llevan hasta el borde mismo de la cama de tan incontestable manera de entender el recorrido de un cuerpo de macho! Imposible equilibrar los diez millones de lengüetazos que por todo mi cuerpo elevado en altas cimas ella desparramara, imposible distanciarse de tanto baboso trajín y de tanto agujero horadado y venerado, imposible sopesar el futuro discurrir cuando te acosa la carne tan amenazadoramente cruda… ¡Imposible no caer a pies juntillas en el eternamente pronunciado ay amor mío si supieras tú cuánto es lo que yo te amo! Y no obstante…, sabía yo que era la carne la que hablaba; yo en ello que fingía creer tras una de esas noches tan largas y tan húmedas: pero al cabo terminaba por creer lo que fingía. Otras veces era yo, puro macho cabrío, el que la asestaba en la cama de tan encipotado menester que le llegaba por sorpresa a mis momentos más tranquilos. Entonces iba en busca suya. Y no porque estuviera perdida, sino que eran muchas las ansias desbordándose desde los centros de mi centro, muchas eran las certezas de extraviarla en sitio alguno. Nunca supe si fui dulce o fui tierno; pero una cosa fue segura: puro macho cabrío. Caía desde alto sobre ella,

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desde esa altura que te otorga el peso de tan ancestralísimas pulsiones, que, en aquellos días, me tocó rememorar en los feos perfiles de mi cuerpo de hombre deformado. Era entonces cuando al caer tan muerto y de tan alto…, algo en mí desenvainaba, succionaba en blanco y negro y hasta en todos los colores, horadaba y perplejaba todos los huecos a mi alcance..., hasta cerrar los ojos de la morena mía: sí, era muerto y fiero, pero ella al cabo lo aceptaba. Y una vez como saciados y de regreso abajo se quedaban exhaustos y colmados los anhelos del centro del universo, quedaba noche larga y de besos discurrida, quedaba nadie poderoso y transformado, quedaba morena satisfecha y asustada… Quedaba dulzura, quedaba abrazo. Era entonces cuando yo, con voz casi de hombra en su oído susurraba… ¡Te amaré hasta más allá del millón de años! Y los dos fingíamos creer, abrazados, separados en uno solo, retumbando por toda la transformada habitación la ilusoria y verde promesa de eternidad que la carne recién acababa de brindarnos. Y después, después… Después sólo silencio y sólo un cuerpo solo multiplicado en cien mitades.

Del poemario Exodus

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Lucía Plaza: Un lugar en el mundo (guión poético)

Flashback. Voz en off: Un reloj de lugares a los que no se puede regresar. Un mapa de momentos. La última palabra que no fue dicha. Y el almíbar del recuerdo fluyendo Por el istmo de los labios. Primer plano: El periódico de hoy. Delta de sensaciones amnióticas en la Sección de Economía. Bolsa de Madrid. Ibex 35. Bruscas oscilaciones en la divisa de tu nombre. - Al cambio Un pellizco en el corazón. Plano general: Cielos plúmbeos. Llanos verde cereal roturados por una cicatriz de asfalto. Nacional 340. Plano Detalle: En el retrovisor, El decorado perdido de mi infancia. (La nostalgia subconsciente del vientre de mi madre). Ocultos en la guantera: Los fragmentos atesorados de las personas que nunca se olvidan. Y todos los indicadores de dirección que llevan hacia ti. Fuera de pantalla:

La vida a 180 km/h. Días-Meses-Años Resbalando demasiado deprisa. Cambios incontrolables. Sentimientos clandestinos. Y el inédito escozor en la piel De la irretroactividad de las palabras De las acciones.

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Travelling: El periférico brillo de las afueras. Una ciudad a contraluz que se desdibuja. Un rosario de nudos atenazando la garganta. Y toda una vida para echarte de menos. Fundido en negro. Fin. Créditos.

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Violeta Sáez Garcés de los Fayos: Siembra

Surca y trabaja la tierra Amante mío, mi fría ártica tierra, Siémbrala de amor. Planta Cálida simiente De besos, sangre contenida. Madura el verde racimo, Ven, derrama el vino.

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Juan Manuel Sánchez Meroño: Law’s Delay

Cuando el veneno no actúa más allá de la piel Y siguen nuestros nervios vivos, sin alivio, rozándose, se estanca el agua salada hasta su corrupción, en espera de una benévola sanción, fingida como nuestra culpa. Así, juzgados de una vez, poder paladear el fin de nuestra reserva, y escapar, convictos, al destierro que parezca libertad. No querremos expiar jamás nuestra pena, si podemos, al fin, agudizarla alcanzando su intensidad terrena proporcional al instinto que la produciría. Pues inocentes o malvados, preferimos que los plazos se emplacen, nos hagan insensibles y altivos, y nos creamos para siempre perseguidos y nos creamos para siempre invictos, en nuestra perpetua indefensión.

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NARRATIVA

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RELATO

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David Cano Gea: Un escritor sin guantes es hombre muerto

Ser poeta no es una ambición mía: Es mi manera de estar solo. Fernando Pessoa

Las miradas aparecen y desaparecen. En un momento, pupila contra pupila, se puede encontrar el mejor y más grande abecedario de la personalidad de un ser humano. Nunca he sido un observador, pero he aprendido que el silencio es el mejor aliado para llegar a comprender muchas cosas en este mundo. El amor, la apatía, la envidia, el afán de creerse superior, todo se podía encontrar. Desde mi primera novela me di cuenta de que para conseguir algo en la vida hace falta mirar los movimientos de todo lo que nos rodea, leer los objetos, hacer de lo que vemos un poema visual, porque para interpretarlos hace falta mirar mucho más allá de donde llega nuestra vista. Y no paraba de atormentarme la mirada de Lucía que, con unos diecinueve años demasiado bien llevados, pasaba de ciudadano a ciudadano por todas las partes del mundano autobús de la línea 6 que unía San Sebastián de los Reyes con la frenética y cosmopolita Madrid. La urgencia de su trabajo le hacía coger día tras día esa línea para acercarse hasta la capital. Pero pronto encontró un punto fijo en su recorrido visual. Juan creía que aún era domingo. Su profundo sueño no se solía remediar hasta bien pasado el miércoles de la semana, pero acertó al fijarse en los inmensos ojos verdes de la chica con el cabello más dorado que había visto nunca. Juan no permitiría que, a sus frescos y jóvenes diecinueve años, la locura guiara su vida por ese camino tan incierto y bacheado que todos debemos, algún día, pasar. No quiero romper la barrera, se repetía día tras día en ese asiento junto a la ventana en el que depositaba su desafortunada vida, llena de desasosiegos y desesperanza que, como él se recordaba continuamente, pronto terminaría. Pero el sol se ponía y volvía a salir, así repetidas veces. Calmaba las plantas y a los pobres transeúntes de la gélida noche. Pero tenía su parte mala: el sol te daba la noticia de que otro día empezaba y aquel en el que habías soñado ser Borges y tener tu propia Rosa de Paracelso se había ido y hoy tan sólo eres el escritor de unos poco plausibles horóscopos de contraportada de barato periódico local. Y Juan no se quitaba de la cabeza el oro que culminaba esa perfecta armonía de elegancia y sensibilidad que era Lucía. No le iba a hablar. No quería parecer un pervertido, ni quería molestarla; era tan hermosa. No lo entiendo, se decía Lucía. No entendía que sin hablar con una persona, alguien se pudiera sentir atraído de tal modo que las noches se terminen con su imagen y los días despunten con sus ojos pegados en el techo blanco de su habitación. No voy a hablar, al fin y al cabo tengo ya una edad, no necesito estar atenta, pero me voy haciendo mayor y los soles aparecen y desparecen, se hace la luz y en un abrir y cerrar de ojos todo es penumbra; pero es tan atractivo.

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La línea 6 cambiaba continuamente y Juan aún soñaba con que la suave brisa de verano del movimiento de Lucía fuera el antídoto para evitar el insomnio. ¿Se habrá casado?, ¿tendrá hijos?, se preguntaba día tras día. El sol sigue apareciendo y desapareciendo. Todo cambia. Juan no se afeitaba comúnmente, porque como un buen día su padre le dijo: Los hombres llevan barba, es algo que nos da el empujón para ser tratados como personas decentes. Pero, aunque no lo hacía por eso, hoy se había afeitado, dejándose la piel suave y esponjosa, tal como recordaba la cara de su padre cuando en las noches más duras del invierno apoyaba su cabeza en ella para refugiarse del frío. Hoy era el día en el que por fin iba a preguntarle a esa mujer que tanto tiempo había convivido con él, en ese autobús desde San Sebastián de los Reyes hasta la capital, su nombre. No, más que eso, iba a hacer una declaración de principios amorosos, como había visto hace un tiempo en no sé qué laureada película de Hugh Grant. No esperaba respuesta, si acaso una bofetada, pero estaba decidido, lo iba a hacer. Subió al autobús como se suben las escaleras de un hospital cuando tu mujer está de parto: sin respirar y sin esperar, pero habían pasado muchos soles, más de los que nunca habría pensado ver. Lucía no estaba, ayer se dio cuenta de que quedaban pocos viajes en su bonobús latiente. Con el final de ese crédito de viajes, terminaba también su relación de desmesurada distancia con el chico, ahora hombre, del pelo castaño y la mirada perdida. No me atrevo y no lo voy a hacer, pero quedará en mi corazón como el gran fallo que todos cometemos en nuestra vida, dijo Lucía mientras rozaba la palma de su mano contra su cada vez más indefenso corazón. No se lo creía, Juan se quedó inmóvil, tras pagar su viaje, en el pequeño rellano que separaba las dos partes del autobús. ¿Dónde está? Se preguntaba una y otra vez, miraba de un lado a otro y volvía a mirar. Se sentó en su sitio de siempre, sobre el que todos y cada uno de los días había discutido la manera de hacer sus cosas, sus miedos en el trabajo, incluso la manera de empezar a querer a su esposa aunque nunca fuera tan fuerte como lo que sentía por lo de la chica del pelo dorado. Depositó el ramo de lirios sobre sus muslos y finalmente hundió sus ojos en la carretera que tantas veces había visto pasar al oxidado autobús de la línea 6. A sus sesenta y cuatro años, decía, lo malo del paso del tiempo no es el devenir al que todos estamos avocados, esa muerte extraña y aterradora, sino el olvido. El no volver a recordar lo que se ha sido o lo que se ha querido, el que todo lo que algún día hubieras valorado se derrumbase en el ostracismo más irremediable. A veces siento que el pasado y el futuro se acercan con tanta fuerza por ambos lados que ya no queda sitio para el presente, pero sigo en el presente. Acaba de llegar a mi parada y este hombre que durante más de 50 años ha observado a Juan y a Lucía, el pelo dorado de ella, la barba de tres días de él, aquel hombre que os ha contado la historia de un amor desconocido, tiene que bajar del escenario de los sueños de otros y volver a la rutina del café con leche y el periódico partidista. No creo que vuelva a subir a ese autobús. No creo que vuelva a ver a Juan. Tanto he observado que me he cansado de ver pasar el tiempo de otros sin advertir que el mío casi está terminando. Me compraré un coche y terminaré esa novela que empecé hace un buen tiempo. Siento que con la muerte de Lucía se ha sentenciado mi final en este juego. Y otro Sol más se esconde entre la montaña, advirtiendo que otro mes termina y otro sueño se rompe y otra vida se escapa. 37


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Martín Cid: La comedia

La comedia es, como hemos dicho, mímesis de hombres inferiores, pero no en todo el vicio, sino lo risible, que es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y una fealdad sin dolor ni daño, así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y retorcido sin dolor. Poética, cap. V, Aristóteles

I Los pasos de Joseph resonaban huecos entre la sólida estructura de madera. Tenue como aquella noche cerrada se filtraba la luz, casi un extinto reflejo en la sólida construcción. Como un pálido eco brillaba la luna, iluminando el tenso gesto de Joseph K., antiguo detective. Olía a historias, a cuentos de viejas, a aquellos relatos de chimenea, a pólvora mojada y a cigarrillos mal apagados: así se escuchaban los murmullos en aquella noche cerrada del veintitrés de enero. Calle Covadonga. Edificio Lagos. Segundo piso. La sólida estructura de madera mojada se mantenía aún rígida, en la arrogancia propia de las grandes construcciones de principios de siglo. Entre crujido y crujido transcurrían los recuerdos del edificio, en un Madrid olvidado por las crónicas de sociedad y los ecos de los diarios: Como en un oasis, la casa se encontraba distante de las que le rodeaban. Construcciones uniformes, marrones y negras, con un jardín de dos metros por tres. El edificio Lagos es una de esas antiguas residencias de principios de siglo. Grandes espacios y elevados techos nos llevan a los aromas del café recién echo y del amanecer en calma. El edificio Lagos es uno de esos pocos lugares que aún permanecen en pie. Hoy convertido en tres residencias privadas, la construcción se hace eco de un lujo y un tiempo perdidos, quizá para siempre. A las tres de la madrugada de una noche del veintitrés de enero, Joseph K. se encontró ante la puerta. Se arregló aquella barba mal cuidada con un gesto rápido y estudiado, Un largo y raído abrigo negro gobernaba el aspecto de Joseph K., antiguo detective y moderno buscavidas. Una corbata gris a rayas bastante pasada de moda daba “color” al atuendo. Perfectamente conjuntada con ésta, la americana gris cruzada, siempre sin abrochar (esas americanas de una sola talla, no adecuadas para hombres corpulentos). El pelo corto desaliñado, coronado el semblante por un sombrero negro de mil noches de espera. No le hizo falta llamar a la puerta: le estaban esperando hacía ya un rato. Tras el umbral se deslizó la silueta de un mayordomo bastante entrado en años y en canas, con 38


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un rostro propenso a las arrugas, con unos ojos ajados por las cataratas, con la espalda colgante, el uniforme impecable. —Acompáñeme, señor K. —dijo el mayordomo mientras tragaba saliva—. El señor Andriasevich le está esperando. No hubo corrección en aquel sirviente, ni siquiera una pálida sonrisa, solamente la frase indicada y concreta. Joseph K., antiguo detective y alma solitaria, corrió tras sus pasos. La palidez estructural y decorativa de las escaleras habían dado paso a lo esperado: El más obsceno de los lujos. Entre cuadros mal combinados y muros peor dispuestos, entre floreros de imitación, dinero mal empleado, alfombras de oriente, perfumes de las islas... Entre la pobreza de un barrio humilde de Madrid se encontraba el edificio Lagos, en la calle Covadonga. Aquel hombre no tardó mucho en conducir a Joseph hasta su invitado: Tras el rastro de jadeos por el mayordomo dejados, tras el falso lujo, tras años de espera, allí estaba Andriasevich, el teatral Andriasevich, al que tantos años había esperado conocer. Se trataba de una gran biblioteca privada, una de esas con miles de volúmenes que, seguramente, nadie se había molestado jamás en leer. Mal iluminada (mejor decir teatralmente iluminada), la estancia había estado varios años sin abrir, eso se olía a la legua. De sus paredes, sobriamente pintadas de un marrón madera, colgaban retratos de gran tamaño, uno de los cuales pertenecía a ella. Sólo había una gran mesa, tras la cual se encontraba Andriasevich, sentado de espadas y rodeado de humo, en un sólido butacón negro. De pie y a la derecha de éste, se hallaba un hombre con aspecto de abogado. —Está bien, puedes retirarte —dijo el hombre de la derecha. Tras ello, hizo un gesto de complicidad a Joseph. La puerta se cerró, como en aquel “cuentecillo” del hombre ante La Ley. El hombre le tendió la mano y sonrió forzado, inclinándose levemente sobre su nariz aguileña. En aquel instante, esperado momento, Andriasevich se dio la vuelta. El humo recorrió en zig—zag su rostro, con aquella luz estudiadamente pronunciada sobre su cómico rostro de cejas retorcidas y rasgos marcados, de boca pequeña y de orejas grandes, de cabellos canos caídos sobre el rostro, de ojos grandes y arqueados, como los de los rusos... —Mi nombre es Lievin—, dijo el hombre, con una hipócrita y marcada sonrisa de la que se dejaban entrever sus dientes podridos—, o al menos es el nombre con el que el señor Nikolai Andriasevich desea que me conozca— con un gesto, le señaló una silla de reducidas dimensiones, dispuesta a la izquierda del individuo y en la esquina— . Soy el abogado del señor Andriasevich y como tal he de señalar la índole estrictamente privada y confidencial de este encuentro. Cualquier comentario por su parte será negado... —¡...Pero —interrumpió grosero Andriasevich— nada de eso sucederá! ¡¿Verdad que no?! —Hablaba Andriasevich con marcado acento eslavo, subrayando con gesto grandilocuentes las rebuscadas expresiones que empleaba. —Estamos ante él: ¡Joseph K..., un hombre de principios! Y estamos, sin duda, ante una persona con moral, ante un hombre que posee esa virtud perdida en el nuevo mundo. ¿Es usted

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europeo, verdad? —Andriasevich no se molestó en buscar en el rostro de Joseph una respuesta—. Entonces sabrá de lo que estoy hablando. Yo vengo de la madre Rusia, ¿lo sabía? Vengo del país más grande y próspero, de la región de las grandes estepas y de los personajes obscenos, país de contrastes y de revoluciones... Pero también un país con costumbres poderosas, señor. Nuestra moral ha sobrevivido a siglos de confusión y revoluciones... Mi abogado es también ruso —dijo señalando a Lievin—. ¿Conoce el dicho? “Un ruso sólo se fía de otro ruso”... Aunque también es cierto que lo he oído de otra manera: “Un ruso jamás se fiará de otro ruso”. Joseph K., antiguo detective y actual desempleado, se dispuso, como siempre hacía, a encender un cigarrillo: del bolsillo derecho de su americana extrajo un acartonado paquete de cigarrillos negros. Con gesto distraído, se lo llevó hacia los labios. Del bolsillo izquierdo sacó un mechero de gasolina. El sonido metálico de la piedra rompió la tranquilidad fingida de su anfitrión. Andriasevich se sobresaltó, haciendo un ademán de cómica indignación con ambas manos. —¡Pero... hombre! —dijo Andriasevich—. ¡¿Qué hace usted?! ¡Está usted con un ruso..! ¡Un ruso nacido y criado en la patria del gran Dostoievsky! —En este momento hizo una pausa, saboreó lentamente sus palabras y continuó—. Y un ruso que se precie proporciona a sus invitados lo mejor. ¡Lievin! —Realizó un movimiento con la mano izquierda, al cual respondió Lievin con un gesto afirmativo—. ¡Dale a nuestro amigo y futuro colaborador uno de esos puros que guardamos para las ocasiones especiales! El abogado, ese al que llamaban Lievin, se dirigió al extremo izquierdo de la sala y abrió una caja fuerte. A Joseph no le costó mucho, debido al fuerte sonido, averiguar la combinación de la caja fuerte: Diez, ocho, cinco y tres. Esos números debían ser multiplicados por otro, según los números que la caja fuerte tuviese: era sencillo. Si constaba de sesenta números, sería una simple regla de tres. Diez es a sesenta como ocho es a x. Así, el factor multiplicador sería cero coma seis. Siempre se debía probar dos veces, ya que no sabía si hacer el primer giro a la izquierda o a la derecha. Del interior de la caja fuerte extrajo una caja de plata de gran valor. —Veo que es usted curioso por naturaleza... —dijo Andriasevich, mientras miraba fijamente a los ojos de Joseph—. Me gusta la gente curiosa. Sólo los seres mediocres y las cabras no se interesan por lo ajeno. ¡El robo, señor... EL ROBO! — Aquí las reglas dramáticas pedían una pausa—. No sobre el amor ni la familia ni sobre la religión... ¡Sobre el robo se mantiene nuestra sociedad occidental! No se avergüence ahora. No está aquí por ser un corderito... —Soy conocido por Joseph, —dijo, mientras Lievin le ofrecía un enorme habano Romeo y Julieta— sólo Joseph, nada más. Mi trabajo es hacer lo que otros no se atreven a realizar. No es una cuestión de determinación ni de valor, sólo es mi trabajo. Andriasevich era un individuo curioso, ese tipo de personas que fingen, esas que hacen de su vida una actuación y que convierten a los que le rodean en bufones. Bastaba ver el conjunto: un mayordomo que parecía sacado de una película de la Universal de los años cuarenta; el actor profesional que caricaturizaba a un abogado...; el mismo Andriasevich, todo un ruso típico, de atuendo sombrío y costumbres excéntricas, con ese lenguaje rebuscado mezclado con esas expresiones petulantes sacadas de un libro de Puschkin.

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Andriasevich ofreció un gran corta—puros a Joseph, no podía ser de otra manera. Joseph, fingiendo desenvoltura, cortó la parte inferior del cigarro. Andriasevich tomó otro de la caja de plata y lo observó detenidamente. —¡Buen puro! —dijo Andriasevich mientras olía el cigarro, con pausa, dejando que el suave aroma de las hojas penetrase por todos los poros de su piel—. Sí, señor, muy buen puro... —Andriasevich miró socarronamente, con media sonrisa dibujada en su labio inferior—. Su nombre es Piotr Andrieyevich y es usted natural de Siberia. Siete años de trabajos forzados tras los cuales emigró. Fue despedido de dos empleos por robo y en la actualidad hay un hombre que responde a su descripción que está buscado por diez asesinatos. De aquello hacía ya mucho, demasiado tiempo. Joseph K., antiguo detective y antiguo... de todo... Sí, había estado buscado, pero fue en el antiguo régimen soviético, y por razones poco claras. Habían ido a por él, y Joseph decidió, como tantos otros habían hecho en idénticas circunstancias, huir del país que tanto había amado, de su Rusia: Dejaba allí su patria, los recuerdos de su familia, y a la mujer que prometió cuidar. —¿Qué me ofrece y por qué? —inquirió Joseph, desafiante. —¡La libertad! —dijo Andriasevich, mientras realizaba el enésimo gesto a Lievin—. Le ofrezco una nueva identidad y un futuro, le ofrezco no tener que regresar jamás a este país de ateos —Lievin depositó unos documentos sobre la mesa—. Son documentos auténticos, sellados por las autoridades oficiales rusas, nada de burdas falsificaciones a precios baratos. En ellos se le exime de toda responsabilidad en los diez casos de asesinato por los está usted buscado. Le ofrezco el dinero suficiente para no tener que volver jamás a preocuparse por un asunto tan banal. Le ofrezco la seguridad de que nunca nadie sabrá que ha estado usted aquí y le ofrezco una experiencia irrepetible... Todo por un trabajo sin complicaciones. —Los documentos de los que le ha hablado el señor Andriasevich —dijo Lievin, acercándose ligeramente a Joseph— son totalmente legales. Como abogado, puedo atestiguarlo. El señor Andriasevich le ofrece, además, los certificados legales que aseguran su total impunidad en el delito que va usted a cometer —de entre los papeles entresacó uno que le entrega a Joseph—. Esto es una confesión firmada por el señor Andriasevich en la que se confiesa autor del crimen que va usted a cometer. Yo actúo como testigo, para que todo esté dentro de la legalidad permitida. Joseph observó cuidadosamente la confesión: todo estaba ahí, nombres, fechas, las circunstancias exactas... Parecía todo demasiado preparado, calculado para hacerle caer en la trampa, un cebo demasiado apetecible para un lobo. Joseph observó detenidamente a Andriasevich. —¿Y qué será de usted? —preguntó Joseph. —¿No se fía? —re—preguntó Andriasevich, siempre burlón y siempre sonriente—. Le aseguro que todo es legal. Le doy mi palabra de honor, y la palabra de honor de un ruso católico es La Palabra. No hay engaño ni doble fondo, sólo un acuerdo entre dos rusos, señor Andrieyevich. —¿Qué he de hacer? —concluyó Joseph, ante la sonrisa finalmente relajada de Andriasevich.

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II Habían transcurrido ya tres horas desde aquel primer encuentro. Joseph K., antiguo detective y potencial asesino, siempre había adorado aquellas noches frías, cubiertas por esa niebla que sólo puede verse en una gran ciudad. Quizás le recordasen a aquellas noches blancas salpicadas de estrellas de su Rusia natal, tan frías y tan cálidas entre las construcciones esbeltas. Se había dirigido hacia la casa, y estaba ante aquella puerta de madera quemada, la que tantas veces había visto. Introdujo la llave, pero reflexionó antes de girarla. Por lo que pudiera pasar, y por lo excepcional de las circunstancias, extrajo la llave y llamó a la puerta. Tras ella apareció, como tantas otras veces lo había hecho, ella, la misma, Sonia, la bella Sonia de largos cabellos negros y ojos rasgados Aquella Sonia Alexandrovna de fino talle y estilizadas y poco pronunciadas curvas. Ella, Sonia, la mujer rusa por excelencia. Sonia sonrió a Joseph. —¿Lo has hecho? —preguntó ésta. —Me lo ha pedido, tal y como dijiste. Era una enorme casa de campo situada en un barrio residencial a las afueras de Madrid. Rodeado por la nada, era el escenario ideal para una película gótica o para un asesinato, lo mismo daba. Un enorme pasillo, decorado con cortinas de terciopelo rojo que daban acceso a las habitaciones; un salón decorado al estilo ruso de principios de siglo, con varias esculturas griegas y columnas de origen diverso; un sótano acomodado para ser una enorme bodega, donde él guardaba los licores más caros que podía encontrar; las otras habitaciones estaban decoradas para constituirse en espacios íntimos, cada habitación con un estilo definido y diferente, cuartos con tapices unos, con decoraciones griegas otros, habitaciones de mármol o de madera al estilo campesino; ese salón con aquel gran ventanal, testigo de tantas escenas y de tantas disputas...; un dormitorio con una enorme cama al estilo del diecinueve, con sábanas de seda y paredes que invitaban a pasar y quedarse, como había hecho Joseph tantas otras veces, como haría esa misma noche. No hubo que esperar una respuesta: Sonia se abalanzó sobre él y depositó sobre cada centímetro de su cara miles de caricias, Joseph contestó con un tácito beso... Ella, con un movimiento de cadera, separó los rostros unidos por el engaño. —A partir de ahora, —dijo Sonia casi en un susurro— hemos de tener cuidado. No nos podemos permitir ningún error. Tres días, sólo eso nos hará falta. —No, —dijo Joseph, mientras la miraba fijamente— esta noche: todo sucederá esta noche, como él ha mandado. Deberé dejar las cortinas del ventanal abiertas — señaló aquel gran escaparate de la casa— y así lo haré. —¿Una noche? —Una noche —dijo, mientras sacaba un papel del bolsillo izquierdo de su americana—. Aquí tengo su confesión. Será sencillo. En defensa propia, como lo habíamos planeado.

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—¿Y si no trata de impedirlo? —Lo hará... el honor del ruso. No podrá contra eso. —Él busca venganza, no probar su honor. —Si no trata de impedirlo te dispararé. —¿Lo harías? Sonia miró fijamente a Joseph, buscando aquella respuesta. Joseph, antiguo detective jocoso y burlón, contestó como había hecho tantas veces en tantas ocasiones distintas, con una sonrisa. —Es una cuestión de honor... Si no se decide a impedirlo, dispararé. Él acudirá creyéndote muerta y entonces lo haremos. Todo habrá acabado. Soportaron estoicos el silencio, como en una pausa teatral, ante el gran ventanal, sabedores que tras el cristal estaría él. Andriasevich, Andriasevich. Ella cambió su cuerpo entero de posición, mientras continuaba esperando la respuesta. Se levantó y con los labios susurrantes, habló. Mañana seremos libres, los tres —dijo Sonia, siempre en un gemido, mientras le atraía hacia sí y le sentaba en el sofá, y siempre sensual depositó en sus labios un beso prolongado—. Juntos para siempre los tres y unidos por el acuerdo de silencio... —¿Por qué? —preguntó él, riendo. —Necesitaba un nombre... —entonces le apartó, como él esperaba— eso es lo que hace a la persona: El nombre que deriva de la posición. Nunca he estado orgullosa de lo que hice, pero los tres somos parte del mismo engaño... Contrajo todos los músculos de su delicada cara de ojos rasgados y caracteres asiáticos, de arrgugas ocultas tras el maquillaje. Así lo soportó. —...Aunque nadie se atreva a reconocerlo... —¿Lo recuerdas? —preguntó Sonia, remarcando excesivamente el tono interrogativo—. Aquellos inviernos y los gruesos vestidos. Eso ha formado el temperamento ruso... No ha sido el hambre ni la falta de recursos, no... —ya no le miraba, tan solo recordaba los tiempos, las estaciones cambiantes en aquel eterno invierno—. Cuanto más al norte, más despiadados somos. Sólo había una forma de escapar de allí, y era consiguiendo un nombre: Porque si la prostituta busca un pedazo de pan, la casada va a la caza de una vida preciosa (Proverbios, 6, 26). —¿Lo recuerdas? —y entonces sonrió, ante la cita, ante ella, ante aquel tiempo que había parecido olvidado—. Desde niños... siempre a la caza de una vida preciosa. —Se levantó y Sonia se colocó frente a él, dejando que admirase su talle nórdico, su bata demasiado cara para que le llegase a agradar. Allí estaba, frente al gran ventanal, segura de ser observada. Allí estuvo, con media sonrisa perfilada y los dos botones superiores, con medio cuerpo encendido... Allí, siempre estará allí. —Finjamos por una noche y volvámonos tiburones hasta la mañana...: A la caza de la felicidad. Allí se quedó, Joseph, antiguo detective y actual... ¿quién puede saberlo? Sonia se marchó, y dejó tras de sí una estela de deseo, ansia y humo. Joseph, fingiéndose distraído, encendió un cigarrillo, tratando no sin esfuerzo de no observar el gran

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ventanal. Seguramente ya estarían allí, Andiasevich y el abogado. Lo observarían como tantas otras noches lo habían hecho sin que él lo hubiese sospechado. Estarían allí los dos, o quizás sólo Andriasevich.., con aquella fingida indiferencia, mirando a ese desconocido tocar a su esposa, acariciarla y besarla, poseerla como él había hecho tantas veces. Y la vería a ella, la que había considerado carne de su carne, aquella mujer rusa pobre a la que había sacado de la miseria, dos en uno por siempre... Y todas esas cosas que suelen decirse... Al principio la miraría con lágrimas en los ojos, con esa especial impotencia que sólo los poderosos pueden sentir. Pero más tarde, cuando las noches se comenzaban a repetir, la miraría, casi disfrutando de la escena, mientras tramaba en secreto una oscura venganza. Se habrían trocado sus lágrimas en felicidad, porque él era un hombre poderoso, Andriasevich, Nikolai Andriasevich... Y ahora podía mostrar su poder... El mismo hombre que años atrás había hecho asesinar a su primera esposa... Andriasevich, Andriasevich... Fantasías en la mente de Joseph. Habían sido todos actores de una película de genéro: la chica de mala reputación, su amante de vida descarriada, el marido celoso... Todo demasiado orquestado y predispuesto, con un final ya escrito. Como malos actores, fingiendo desconocer el desenlace, tratando de convertirse, una vez más, en un personaje ridículo. Más de una vez se lo había dicho: Todo esto es absurdo. Su marido ya lo sabe. Lo había sabido desde mucho antes que sucediera, y lo supo cuando ya por fin sucedió. Quizás fue la misma Sonia la que confesó, discupándose torpemente para evitar la caída y el desgarro final en su vida, como sucede en una obra de teatro. Lo sabía y le llamó a él, y se comportó como esos gangsters que emulan torpemente a los malvados de la pantalla... Con todo ese glamour contratado, con ese actor aficionado representando al abogado, esa puesta en escena deliberadamente teatral, los cigarros cubanos, el gran ventanal con las cortinas siempre descorridas, como en un teatro... Quizá el engañado fuera él (aquello era lo más probable), y en ese instante ella estuviera deleitándose ante la contemplación de su figura frente al espejo, retocándose el maquillaje, cepillándose el cabello y jactándose en esa belleza capaz de convertir a los hombres en corderos, como en aquella pieza de teatro. Se levantó y miró hacia las ventanas, observó la frondosa vegetación que ocultaba la conspiración. Fue hacia el mueble—bar y se sirvió una ginebra con tónica, sin hielo y sin limón. De pie, encendió un cigarrillo, esperando la resolución mientras en su mente se agolpaban palabras mezcladas por el humo de un cigarro. —Ya soy un hombre viejo, —decía Andriasevich— y ya lo era cuando nos casamos, aunque todavía no estaba en esta situación. Ya sabe, un hombre de mi posición... Bueno, usted me entiende... —aquí se hacía necearia una sonrisa de camaradería—. Como ruso que es usted... Pero hay cosas que no se perdonan, cosas... —¡Acudiré allí y la mataré! —sentenciaba Joseph—. ¿Esb eso lo que me pide, no es cierto? —No sólo eso, señor Andrieyevich..., si me permite que le llame por su antiguo nombre. ¡La libertad! recuérdelo, está usted comprando la libertad, y un simple asesinato no compra la libertad.

III

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Llegó como lo había hecho tantas otras noches, con menos ropa y más maquillaje. Él, sentado en aquel gran sofá recubierto de terciopelo rojo que tanto les gustaba a ambos. Bebía a tragos cortos y fumaba con prolongadas aspiraciones. Se fingía distraído, como había que hacer en las partidas de póquer: Se imaginaba un gran jugador y trataba de disimular sus triunfos. De vez en cuando sonreía y hablaba con la mirada. Sé las cartas que llevas y apuesto. Esa era la única manera de vencer con un farol, intimidando, fingiéndose seguro de la jugada, y nunca hablando más de la cuenta... —¿Crees que estará ahí? —preguntó ella, mientras dejaba caer su cuerpo recién perfumado sobre el sofá, muy cerca de Joseph. —Lo está, de eso puedes estar segura. —¿Lo habrías hecho? —preguntó, tras uno de esos incómodos silencios prolongados. El reloj de pared se dejó escuchar, lento en aquel leve tintineo que marcaba las horas. Su mecanismo era ya viejo, y se atrasaba constantemente. Se movía quedo el péndulo dorado, así como las seguras miradas de Sonia. Tal como hablaba el cansado mecanismo del viejo reloj, así le traicionaron sus labios. —¿Lo habría hecho? —se dijo Joseph, cediendo finalmente una mirada. —¿Me habrías matado? Ella apartó la mirada. Ya no esperó respuesta. —Por supuesto —dijo Joseph sin titubeos. —¿Lo vale? —He de pensar que sí... —¿A cuántos? —Sólo a algunos —habló—. Antes tenía que trabajar más a menudo... Ahora puedo permitirme elegir mi clientela... ¿Lo sabe? —así susurró. Andriasevih le miraba seco, concentrándose en cada poro, en cada pequeña imperfección del rostro de Joseph. —Desde luego, —decía Lievin— he de subrayar que esta conversación nunca ha tenido lugar... —¡Cállate..! —desde luego, se trataba de una interrumpción preparada—. El señor... bueno, quienquiera que usted sea y como quiera llamarse... ¡Estoy al corriente de lo de mi mujer con otros hombres! Hay cosas que no pueden ocultarse en un matrimonio... Una esposa que llega a casa más amable de lo habitual y el olor... sobre todo el olor. ¿Le gusta oler, señor K..? Es como el olor de un buen vino..., madurado en su punto justo... No como esos que tienen un vino caro y lo dejan reposar hasta que cuando lo prueban sabe ya a vinagre... No, es el punto justo, entre los días diez y trece... ¡Ese olor! Es como la comunión... Primero la confesión... He de confesarte algo —diría ella—. Cuéntamelo todo, hijita mía —él cerraba los ojos y se dibujaba la escena, entre una gran sonrisa de complicidad—. He conocido a alguien... —diría ella entre sollozos—. Luego vendrán los salmos: —¿Podrás perdonarme..? —esas

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preguntas inevitables y estúpidas. Eres mi esposa, —elevaba el rostro y se mostraba erguido—ante el cielo y ante los hombres... ¡Palabras sordas! —Una gran parodia por fin—. ¡Te perdono! Ahora, no lo pienses más... —Ven aquí, mi gran zar, —diría ella conclusiva—. Y, por fin, la comunión... —Andriasevih parecía cada vez más ajeno a todo, ante la atenta mirada de Lievin—. Acercarse y comenzar a sentir el perfume, siempre embriagador y siempre eterno, el mismo por los años... Y luego sentir cercano el tacto de tu mano acariciándolo... ya totalmente embriagado... y el sabor... ¡Dios mío, el sabor! Delicioso y suave, como aquel primer caramelo... —paladeaba cada frase de sus labios salida, cada gesto estudiado, como un mal actor que recita un texto que no logra comprender—. Pero, junto ese adorable perfume de primavera... ese olor añil, con toques mentolados, que penetra en la nariz... Desde luego no puedes dejar de imaginarte la escena: Ella, tu esposa fiel... (¡...no, tu amante!) entregada a un ser despreciable y sin honor... Y la impotencia de sentirse incapaz de satisfacerla, sabedor de que en esos momentos no es tu rostro el que ve, no son tus dedos los que la tocan... Por todo eso y por el honor, por ella misma... —Andriasevich, satisfecho de sí mismo, se relaja finalmente—. Sí, toda religión conlleva un sacrificio y eso es todo lo que pido... Sonia miró hacia la ventana, distraída. Leves manchas de luz se reflejaban sobre su silueta esbelta, deliberadamente perfilada por la luz. Poseía Sonia un hermoso cabello negro liso, siempre suelto y siempre caído dos centímetros sobre los hombros. Joseph la observaba atento, cavilando sobre lo que estaba dispuesto a hacer..., por ella, por él..., nunca seguro de lo que haría, nunca seguro de su lealtad ni de su política. El reloj, ingrávido, dio la hora. —¿Lo sabe? —preguntó por fin. Silencio. Joseph sonrió. Se levantó y se dispuso a servirse otra ginebra. Había preguntas a las que era inútil responder. —¿Por qué lo hacemos? —preguntó ella. —¿Por qué no? —Porque —dijo Sonia casi susurrando— terminamos convertidos en bestias a la caza de un trozo de pan... Porque nunca más nos atreveremos a mirarnos frente a frente al espejo... ¿Lo has pensado? Allí, frente a tu imagen... Sí, todavía joven..., pero tras haberte traicionado, tras haber cruzado por fin ese umbral invisible del que ya no hay marcha atrás... Entonces te das cuenta..., esa ya no eres tú. Sí, son los mismos ojos, los labios que tantas veces has vendido, tu mismo pelo... Pero esa mujer ya no eres túi, ya nunca volverás a verla, porque se ha marchado y sabes que nunca regresará. —¡Una pálida sombra…! —dijo él, sarcástico—. ¡No interpretes más el papel de mujer maltrecha y utilizada! Eres tú, la que siempre has sido... Una vez conocí a una niña pequeña... ¡Una auténtica belleza!. Esa niña que ya se daba cuenta de que todos los ojos se fijarían en ella, esa misma niña que un día me dijo: “¿Cuidarás de mí? ¡Prométemelo!” Esa niña ya había dejado de buscar promesas... —¿Y aún me lo reprochas? Aquella noche... Cambió nuestras vidas, ¿verdad? En la vieja madre Rusia... —...Aún me gustabas...

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—...Llamaste a la puerta y él mismo te abrió. —...Por eso fue tan difícil. —...Te quería, Piotr, mi padre te quería. Joseph K., antiguo detective y asesino, apenas lo recordaba. Eran esas imágenes que se procuran olvidar para siempre, y para ello un hombre pone todos los medios a su alcance. Él era aún joven, poco más que un adolescente enfermo, y ella había sido siempre el único objeto de su pueril deseo. El día que fue a pedir su mano, él dijo “no”. No pudo soportarlo, y ella le animó a hacerlo. No podremos huir sin el consentimiento de mi padre, Piotr. No hay nada que nosostros podamos hacer. Tal vez encontremos una solución, querido mío, tal vez. Y así sucedió: Ella encontró una solución definitiva, y él la ejecutó. Desde aquel día, desde el día en que asesinó al padre de Sonia…, el joven Piotr murió, y ya nunca más pudo reconocer su rostro ante el espejo. —...Desde entonces prometí —dijo Joseph— que cuidaría de ti. —¿Por qué? —Jamás recibí un maldito rublo por ese trabajo.... El teléfono sonó, agudo y terrible. Ambos se miraron y esculpieron una sonrisa. —Si es él, —dijo ella, casi inaudible— no volverá a llamar... Esperaron, como malos actores que eran. Durante los dos minutos siguientes ninguno movió un sólo músculo, esperando la resolución, buscando la debilidad en el rostro del contrincante. Como dos boxeadores antes de entrar en combate, así se tantearon, escrutando los ángulos de sus facciones ya cansadas, tensando los músculos, mirándose una vez más. —Estará disfrutando con esto, —dijo Joseph— saboreando el momento... No vendrá hasta que se haya cumplido el plazo. —...Una noche —Sonia se mostraba más y más sugerente— y se habrá terminado —él la miró y se dió por fin cuenta. El teléfono volvió a sonar—. ¿Sabes que ni una sola vez me tocó? Una pieza de colección, eso era. Lo sabía desde el principio, desde mucho antes del principio... Él me lo dijo, con ese tono burlesco suyo, mientras me miraba fijamente, seguro de que lo haría: Juntos los amantes por una última noche, mientras la segura muerte les espera a uno de ellos... Hasta que el rocío de la mañana enturbie la noche... ¿Resulta cómico, no es cierto? —¿En qué te fijaste? —inquirió ella—. Vamos, Piotr, Joseph... ¡Dame una razón! —¡La matarás! —siguió Joseph, imitando los gestos y el acento de Andriasevich—. Tras vuestra última noche juntos, tras unas breves horas de eternidad, de besitos y mentiras, de miraditas bajo la luz de las velas... ¡La matarás! Yo nunca podría hacerlo, ella... Claro que lo harás. Le contarás cualquier cosa... Que yo os estaré espiando desde la ventana de enfrente y que acabaré por perder los nervios... ¡No importa! Que se sienta segura entre tus brazos, que tus manos de asesino la acaricien antes de que se quede tibia... Entonces será el momento, entonces entraré... —No importaba lo que yo hiciese... —dijo Sonia—. Él siempre se mostraba indiferente y distante, en su posición de gran hombre...

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—¿Por qué has continuado? Son ya demasiados años fingiendo... —No se puede escapar de alguien como él... Y concluyó finalmente: ¡...Entonces podrá ser mía por fin! Y así habrá ganado, por fin, el gran Andriasevich habrá vuelto a triunfar. —¿Por qué has continuado? —preguntó Sonia—. Hasta este lugar..., tan lejos de tu tierra. —Jamás cobré por aquello... Era algo personal. Te quería, si alguna vez lo hice, fue esa única vez. No se ama durante un tiempo, durante dos años o una semana, no... Se ama por un instante, y es ese reflejo lo que nos da la ilusión de seguir queriendo a esa persona... Ella sacó de la liga una pistola y con sensualidad la introdujo por entre la camisa de Joseph. Éste no mostró nerviosismo, sólo una sonrisa ante lo inevitable. Sonia le acarició suavemente, y fue ascendiendo con el arma en la mano, mientras Joseph sentía el aliento cálido sobre su cuello. Se detuvo un momento para hacer un pequeño rodeo en la nuez. Joseph tragó saliva. —¡Brindaremos por ese momento! —con sensualidad ella acarició con la pistola sus labios—. ¿Lo harás...? —las reglas del teatro mandaban aquí un silencio—. ¿Le matarás? —Dispara. —¿Lo harás, Joseph? —¿Serás capaz de hacerlo? Ella dibujó una horizontal en sus labios, y con elaborada pausa apretó el gatillo: La pistola estaba descargada. Se acercó a sus temblorosos labios y los besó, sensual. —Ahora —dijo Sonia— sé que lo harás. Los dos rieron sonoramente, como en una pantomima. Cayeron al suelo, muertos ya de la risa. Ella le abofeteó, en un gesto mitad rabia mitad burlesco. Rió una vez más, aceptando su destino. Él la tomó y, aguantando la risa, lanzó la pistola lejos. Continuaron riendo. Él le dio dos golpes en la cabeza, sin pretender hacerle daño, en señal de complicidad. Su sonrisa se tornó casi en un llanto. —¡Ahora sé que me vas a matar! —así se sentenció ella. Lo sabías antes de que llegase. Ya lo dijo él: Interpretad el papel de amantes una noche más. Una última representación para un público escogido. Él ha sido el arquitecto de esta farsa. —¿Cuánto nos resta? —Casi no queda tiempo... —¿Sabes —ella giró el rostro y le miró fijamente— que juré vengarme? Desde el día en que me llevaste contigo... Pero todo cambia con el tiempo... —La inercia es mala consejera. —Para mí —dijo Sonia, ya para sí misma, sin mirarle siquiera— no fue sólo un instante, puedes creerme. ¡Te llegué a odiar durante tantos años...! El reloj, guardián del tiempo que ha de venir, resonó leve. Ella lo supo una vez 48


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más. Sonrió. —Se ha cumplido. Joseph se levantó y de la parte posterior de su pantalón extrajo un revólver. La miró, ya la última vez. Ella rió, ya por última vez. Él, contagiado por su risa, sonrió también. Apuntó cuidadosamente, tratando de contenerse. La risa de ella se fue volviendo estruendosa y cómica, patética. —No te muevas, casi no puedo apuntar —dijo él, incapaz de soportar la risa. Ella rió. Se escuchó un disparo. El eco de la risa continúa. Fundido en negro. La puerta se cerró. Joseph tuerce la mirada. El cadáver, con gesto descompuesto, se encuentra sobre el sofá. Él se acerca a ella y la mira con cordialidad, perfilando media mueca. Dispone el dedo índice sobre la mejilla, levemente, recordando una vez más su tacto. La recuesta. Con dulzura, coloca ambas manos sobre el regazo y acaricia con sus dedos todavía temblorosos los labios aún cálidos. En el exterior, se escuchan los quejidos de un hombre. Suena el timbre. Él se sienta. Suena de nuevo el timbre. Él espera. Silencio prolongado. La llave se introduce en la cerradura. Abre y entra Lievin, que introduce a Andriasevich, en silla de ruedas. Joseph le mira. El sonido de la silla de ruedas le repica los oídos. Lievin lleva a Andriasevich al lugar donde se encuentra ella. La examina (por supuesto, sigue estando muerta, no se crean otra cosa). Mira a Joseph. Éste empuña su pistola y dispara contra Andriasevich: Dos balas sordas bastaron. Lievin lo mira sin sobresaltos. Joseph mira a Lievin. Éste levanta las cejas y tuerce ligeramente la cabeza. Joseph se va. Fundido en negro.

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Didac: Letanía

Tardó un rato largo en bajar el escalón. Yo esperaba mientras ella intentaba descender con aquel vestido ceñido y aquellos tacones de aguja. Cuando consiguió llegar hasta mí yo ya me había fijado en aquel cretino. Ella dijo algo, yo asentí sin hacerle el más mínimo caso. Seguía absorto en aquella atrocidad humana que deambulaba por el comedor. La Sra. De Gori empujó mi codo de forma disimulada. “Veo que el espectáculo os divierte”, susurró en mi oído de una manera odiosa. De buena gana hubiera estampado mi copa en su cara hasta sacarle los ojos. No obstante pensé en mis elegantes mangas de camisa superpuestas sobre mi chaqueta de un modo tan refinado. Se me escapó un suspiro. Lo noté, y en seguida sentí arder mis mejillas. Con una mirada rápida, disimulada, abarqué la totalidad de la sala con el fin de sorprender a alguien que, a su vez, sorprendiérame en tan terrible falta. La Sra. De Gori volvió a insistir, “Mi querido Pilo, te veo muy nervioso”. Mis ojos furibundos buscaron su mirada miserable, la atravesaron. No la veía a mi lado, la pensaba muriendo lenta, dolorosa y siniestramente entre mis manos. Así no ensuciaría mis mangas. Ante esta visión no pude reprimir una risa atroz y enérgica. Sentía mi mandíbula desencajarse sin remedio. Entonces advertí que todo el mundo me miraba. ¿Y qué? Toda aquella gente no era nadie para mí. Lancé mi copa desde donde me encontraba estrellándola sobre el cretino. Aquel ser mísero que deambulaba borracho y sin vida. Incapaz de disfrutar de las grandezas para las que la malévola fortuna nos había dejado crear. Hace tiempo ya que descubrí que no somos más que un sinquerer. Somos una parte de la nada. La mierda que a algún idiota le sobró. Somos incompletos, imperfectos. Nacemos del mal y hacia el mal nos encaminamos. La vida busca su destrucción. Todavía me pregunto cómo pude creer algún día en un dios misericordioso. No, ése no era mi dios. Mi dios buscaba día y noche, año tras año mi rebelión. El hombre es ruin por naturaleza y huye de cualquier atisbo de bondad que no peque de soberbia. Está incapacitado para el bien puro. Pero, a pesar de esta incapacidad, el hombre sí ha demostrado ser capaz de desarrollar su maldad hasta la desazón más cruel. Si Dios nos dio este putrefacto aliento llamado vida, no hay duda de que nuestra muerte es la mayor de las deslealtades hacia nuestro creador. Después de abandonar la fiesta en casa de la Sra. De Gori, caminé sin rumbo entre la neblina de las calles. No se podía divisar nada a más de doce pasos de distancia. En lo alto se descubrían unas potentes luces que teñían de naranja la espesa niebla que me rodeaba. Decidí enrollarme la bufanda hasta la altura de los ojos y abroché mi chaqueta hasta lo más alto que me concedió la cremallera. La avenida era larga y, a lo lejos, divisaba la sombra de los árboles. A mi lado su fino tronco emergía de la niebla y desaparecía entre su espesor allá en lo alto. Recordaba que, de niño, por aquella misma avenida, había corrido yo saltando para tocar las ramas que, pesadas, se abatían sobre los viandantes. Me daba vergüenza y asco recordar aquello. Pensaba que entonces no era más que un crío, sin embargo un 50


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sentimiento de culpa asfixiaba mi alma. Debía llegar a casa lo antes posible. Temía no conseguirlo. Cuando estuve ante el portal noté mis manos temblorosas al intentar meter la llave en la cerradura. Dentro de mí brotaba un extraño resorte de alegría y temor a la vez. Estaba pensando demasiado, necesitaba calma. Al entrar al piso vi los platos sucios todavía en la mesa. Más allá, en la pequeña mesita del salón de estar, en plena oscuridad, se distinguía sin embargo el cenicero repleto de colillas, y sobre una revista una pequeña bolsita. Sin encender la luz me senté en el sofá y busqué el mando del televisor. No tardé en encontrarlo, aunque se había escurrido entre las dos piezas de almohadones. Eso me irritó. Encendí el televisor. Sin detenerme a mirar lo que aparecía en la pantalla, me levanté con el mismo resorte que había sentido en el portal. “Muy bien, muy bien”, pensaba y repetía mi cabeza mientras me frotaba las manos temblorosas. Abrí el minibar y saqué de él una pequeña cajita. Regresé al sofá y extraje de la cajita un montoncito de papel de aluminio y una cajetilla de papel de liar. Acompañado por la luz azulada que despedía el televisor quemé el costo. Su olor me tranquilizaba ¿O no? No lo sé. Era una mezcla de tranquilidad frenética que me llenaba de sensaciones. Quería reír de alegría, algo por dentro lloraba ya de alegría. Algo por dentro me maldecía también. Quería llorar de tristeza. Entre caladas rápidas y nerviosas miraba ante mí las imágenes del televisor tras el humo. Pero no las veía, sólo era humo. Todo era humo. Oí de lejos, como en sueños, el sonido del teléfono. Me desperté, era de día y el sol entraba por la ventana, me abalancé furioso contra la ventana y bajé la persiana. Dejé entrar la luz por sus pequeñas aberturas. El teléfono había parado de sonar. Mis mejillas estaban húmedas, hacía tiempo ya que lloraba cuando dormía. Hacía tiempo que no reía nunca. Sólo de vez en cuando, cuando en sueños veía a mi hermano pequeño. No sé por qué, pero, a veces, me despertaba mi propia risa. El teléfono volvió a sonar. Desperté amodorrado. El calor de la estufa había estado dándome en la cara mientras dormía y esto me dejó una sensación de aturdimiento. La televisión estaba encendida, aunque sin volumen, e iluminaba tímidamente el salón de estar. Las persianas seguían bajadas. Me levanté somnoliento y me dirigí hacia mi habitación. El montón de ropa seguía en la cama, se distinguía en la oscuridad. Algo de luz entraba por la persiana y con su ayuda me senté en la silla y encendí el ordenador. No sé bien qué hora era, pero tenía que entregar un artículo para la revistilla en la que trabajaba antes de que se acabara el día. No tengo ni idea de a quién podía importarle mi opinión, pero tampoco me importa que a la mayoría de la gente le moleste pensar. Mejor para mí. Escribí, “Todo bazofia”, no pasé de ahí. Volví al comedor y me lié un cigarrillo con la mezcla del papel de aluminio. Con grandes caladas bailoteé idiotamente hasta la silla de delante del ordenador. Leí: “Todo bazofia”. Pensé que era demasiado sincero, así que miré en carpetas antiguas y escogí uno de los inocentes articulachos que escribí cuando iba a la universidad. Entonces tuve remordimientos. Me indignó que todavía me pareciera mal hacer algo como eso. Lo malo, lo bueno, todo era nada. Estoy cansado de sentir una culpabilidad que no entiendo. Mi educación, mi mala educación ambientada en una cultura restrictiva... Hice clic en enviar.

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En la calle el aire era frío, aunque ya no quedaba rastro de la niebla de la noche anterior. Mi cabeza estallaba y notaba una sensación extraña e incómoda en los dientes. Las aceras estaban abarrotadas de gente; en esta ciudad, en esta calle y a estas horas siempre estaban tomadas por la muchedumbre. Al otro lado de la calle se alzaba el antiguo edificio del sindicato, ante el edificio había un jardín que algún genio había convertido en parque infantil, pero que había acabado siendo un colillero para maquinatas o subnormales por el estilo. ¡Qué asco le tengo a esa gente! En la escala de la degeneración humana están por debajo del reflejo de un hombre en un espejo. Mucha cera para su vela iba a necesitar Diógenes en nuestra época. Justo al otro lado de aquella Alameda se alzaban unos edificios que en su tiempo fueron el no va más de la ciudad. En un tiempo aun más remoto el lugar donde se alzaban los edificios fue el colegio San Roque y San Sebastián. El colegio del cual yo volvía dando saltos intentando alcanzar las ramas bajas de los árboles. Ese recuerdo volvió a hacerme sentir asqueado, aunque reprimí la emoción lo suficiente para que no se me notara en el rostro. Seguí caminando hasta llegar a la mitad del puente de San Roque. Debajo de éste una vegetación salvaje brotaba en las profundidades tapando un hilo de agua que era el río Uxola. Los álamos, chopos, o lo que fuera aquello, surgían de aquella vegetación de zarzas y hierbajos con sus troncos rectos y gruesos, traspasaban en su altura la medida del puente y dejaban caer algunas de sus pesadas ramas sobre los viandantes. Al lado de las hojas de uno de estos álamos me detuve, estaba a la mitad del puente. Las zarzas dejaban ver algo del antiguo colegio femenino de San Roque. Me di la vuelta. Por la baranda opuesta del puente se veía el centro de la ciudad iluminado. El perfil de una cúpula y el campanario destacaban iluminados a la derecha del puente de San Jorge, que se divisaba a lo lejos. Era una postal magnífica, empezaba a anochecer, la luna aparecía fantasmal sobre un cielo con mezcla de tonos azules y negros. En lo alto, una luna amarilla rendía un haz de luz sobre la cúpula y el campanario artificialmente iluminados. Una sensación extraña crecía en el interior de mi pecho, sentí que me sobraba el aire y comencé a correr entre la gente que, espantada, se apartaba torpemente ante mi huida. Estaba incómodo. Siempre me ha sudado mucho la espalda cuando conduzco. El cartel de “Murcia 19 Km.” me despejó un poco. Una vez en la ciudad busqué aparcamiento en la zona donde viví en mis años universitarios, sin embargo ya no quedaba nada de aquel lugar. Los rascacielos ocupaban aquella zona que años pasados fue el barrio con más mala fama de la ciudad. Totalmente vencido y hastiado dejé el coche en uno de esos aparcamientos subterráneos que quitan las ganas de vivir. Los alrededores de la facultad de la Merced seguían repletos de terracitas con jóvenes estudiantes, aunque ya no había rastro de los hippy- punkies que llenaban los parques cercanos de malabares y gritos etílicos. Buenos tiempos, supongo. Por mi parte me pasé unos años tan drogado que recuerdo bastante poco, aunque, eso sí, con una gran alegría. Me senté en una terraza que hay justo al lado del edificio de la Merced. Aquel antro siempre fue una institución entre los estudiantes, y por lo que se veía todavía lo era. Con más dificultad de la deseada pedí una cerveza a un camarero con granos y pelo grasiento, del que puedo asegurar que no era de Valladolid. Seguramente era alemán, polaco, bosnio o simplemente tartamudo. Eso es algo que escapaba totalmente a mi interés, así que procuré hablar despacio para que me entendiera:

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“Ceeer..veee..za”. El tipo me miró con ojos incrédulos y ridículos, era evidente que no me había oído o que le importaba un rábano lo de su encefalograma plano. Seguro de que el hijo de barbaria aquel no me comprendería, decidí señalarle una cerveza que tomaban unas chicas en la mesa de al lado. El muy cretino me sonrió como si lo hubiera entendido y todo aquello le hiciera gracia. No podría decir por qué, supongo que porque soy un poco gilipollas, le devolví la sonrisa. Una de esas sonrisas incómodas y contagiosas que te dejan media hora con un careto de colgado de caballo. Para resarcirme, y una vez alejado el sujeto aquel con la difícil misión de traerme una birra, decidí liarme un porro. No tardó ni dos segundos en aparecer el cretino aquel con la cerveza. ¡Vaya! Supongo que había subestimado su capacidad psicomotriz. Le pegué un largo trago a la cerveza, estaba sediento. Suspire y fijé la mirada en ningún lugar, pero no conseguía sentirme bien del todo. Me sentía observado. ¡Me cago en la leche!, pegué un salto que casi me subo a la mesa. El individuo aquel de la palabra fácil estaba mirándome con ojos apurados, creo que él también se asustó. Me resigné como puede y controlándome lo máximo posible le pregunté qué le pasaba. El muy pirado fijó la mirada en el porro. “¿Quieres?”, le pregunté sorprendido y excesivamente incomodado. Me contestó, como bien pudo, que no estaba permitido fumar. Entendí que aquella situación era difícil y requería de mucha mano izquierda, así que le miré fijamente, le sonreí de forma amistosa, le guiñé el ojo y con un tono conciliador lo envié a la mierda. Aquel pobre tarado no debía llevar mucho tiempo en España, pues se fue tras echarme una mirada de complicidad que no supe bien cómo interpretar. Al acabar mi sexta cerveza ya no quedaba nadie en la terraza. Me levanté como pude y me dirigí al parking. De camino me encontré ante un portal que en mi juventud siempre estaba abierto. Unas escaleras conducían hasta un patio en lo más alto del edificio. En aquel lugar, la única mujer de la que creo haber estado enamorado me dejó para regresar a su país. Ya no la recordaba. Me había olvidado de su nombre. La puerta estaba cerrada. Conduje hasta mi ciudad, al norte de Alicante. Hasta mi casa. Me senté en el sofá, las persianas seguían bajadas y todo era oscuridad. La televisión concedía sombras y luces huidizas a la estancia. Sonó el teléfono. Lo cogí al tercer ring. Al otro lado de la línea, la voz de mi hermano pequeño. No se le oía bien, y no pude entender la conversación, tan sólo sé que me preguntaba si podía darle el número de algún camello. Colgué sin contestar. Regresé al sofá y decidí meterme lo que había en la bolsita de encima de la revista, junto con unos cuantos tranquilizantes y una botella de bourbon. Ahora sé que ya no volveré a reír mientras duermo. Quizá ya no volveré a reír. Quizás no vuelva. Todo bazofia. Gosia, se llamaba Gosia. Quizás.

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Ed. Expunctor: El globo y la muerte

Nada más dejarla sobre la mesa, se quedó mirando la botella. No tardó en empezar a sentir un enjambre de pirañas diminutas devorándole y corroyéndole las entrañas desde el principio hasta el final. Notó cómo una prensa hidráulica le comprimía el cerebro. Los ojos le hervían y echaban chispas sobre su boca ardiente, que salivaba lava y entre cuyos labios asomaba una lengua agonizante y en llamas. Sin embargo, a pesar de estar incendiado por dentro, su piel estaba fría como la superficie de la mesa blanca o de la botella amarilla. No supo si fue por el contraste de temperaturas o por las pirañas que le corroían los intestinos o por el fuego que le quemaba por dentro, pero un ataque de náuseas le hizo vomitar sobre la mesa, manchando de sangre la botella. En cuanto cesó el vómito y pudo abrir los ojos hirvientes, a los pocos segundos de ver cómo había quedado la mesa, pensó en uno de los cuadros de Viktor Vólkov Vólkovich titulado Solilunio amaneciento: un lienzo del tamaño de la mesa donde el blanco, el amarillo y el rojo se combinaban de una forma que producía sensaciones horribles, repulsivas, mórbidas. Después de vomitar creyó que remitían las llamas y las pirañas y el helor de su piel, pero antes de que se afianzase aquella creencia en su interior advirtió que su glotis comenzaba a hincharse, y pensó en el último globo que había hinchado, hacía tres meses y doce días, y pensó que los globos se hinchan igual que la glotis. Tres... Cuatro.... Cinco.... Seis... Notaba cómo la garganta le oprimía, era como ponerse una corbata y apretar mucho el nudo pero por dentro y hacia fuera, algo así como ponerse dentro de la garganta un diminuto gato hidráulico y bombear: siete, ocho, nueve..., pero más lento, más espaciados los golpes de aire, y cada golpe de aire que entraba en su glotis era un golpe de aire que no entraba en sus pulmones y que no salía por su nariz. Aún entraba un poco de aire y, aunque su organismo boqueaba como un pez sobre el asfalto, le dio por pensar otra vez en los globos en general y en aquel globo en particular. Y es que no entendía por qué todos los globos del mismo tamaño no necesitan la misma cantidad de aire para explotar. De la última bolsa de globos que había comprado, hubo unos que explotaron con sólo diez bocanadas de aire, otros con once, otros con doce, otros con quince... En realidad, lo que le encantaba a él era notar cómo, a partir de la octava bocanada —pues antes de la octava ningún globo explotaba— se iba tensando la goma hasta que el globo explotaba y notaba el impacto del aire comprimido al liberarse contra las palmas de sus manos. Pero ella no vio cómo hinchaba el último globo. Era de noche y ya habían recorridos doscientos kilómetros, así que se turnaron y su mujer se puso al volante. A los pocos minutos, mientras sonaba la ‘Scare symphony’ del último disco de The Burst, recordó que había unos globos en la guantera. Hacía años que había globos por todas partes en su vida. No sabía muy bien por qué, pero un día retomó aquella

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costumbre de la infancia y desde entonces no pudo parar. Mientras su mujer tarareaba la sinfonía de The Burst con la vista fija en la carretera, él cogió el globo de la guantera y empezó a llenarlo de aire: una, dos, tres, cuatro, cinco bocanadas. Paró unos segundos para tomar aire rodeando el globo con las manos y manteniendo cerrada la boquilla del globo con el pulgar y el índice de la mano derecha. Seis, siete, ocho, nueve. A partir de aquí, el globo podía explotar con cualquier otra bocanada de aire. Di...ez. Notaba cómo la goma del globo se tensaba. Apretaba suavemente el globo con sus dos manos para notar el aire comprimido en su interior. On...ce. Y la goma del globo se le ajustó a las palmas de las manos. Do... No hubo doce. El globo explotó y se hizo trozos que salieron disparados en direcciones aleatorias. Uno de los trozos, lleno de saliva, se estrelló contra la mejilla de su mujer, que con el ruido y el golpe se asustó, y soltó el volante involuntariamente para llevarse las manos a la cabeza, no sin antes hacerlo girar, de modo que las manos ni siquiera llegaron a su cabeza. Cuando él recuperó el conocimiento todo estaba boca abajo. Había un charco de sangre bajo el asiento del conductor, en el techo, y él notaba un dolor tremendo en las piernas, y le costaba respirar. Pero él no era de aguantar la respiración. Daba igual, porque no era justo. Cuando el decimocuarto golpe de aire hinchó por completo su glotis y le impidió seguir respirando, su corazón tardó unos pocos segundos en dejar de latir por completo. Su cabeza cayó flácida sobre la mesa, dando un golpe seco y haciendo que la botella amarilla de plástico se volcase y derramara sobre la mesa, mezclándose con la sangre, la poca sosa cáustica que él había dejado, y ya no pudo pensar que aquella mesa con aquellos nuevos colores y formas no difería mucho de otro cuadro de Viktor Vólkov Vólkovich titulado El globo y la muerte.

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David Fortea Etxeberria: Siempre hay un precio

La muerte tiene una mirada para todos. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Cesare Pavese

El hombre llamado Marcelo apuró de un trago el orujo que quedaba en el fondo de la copa. Miró en dirección a la calle y lo único que rebotó contra sus pupilas fue el logotipo horrible y chillón de aquella cadena de hamburgueserías. Depositó unas monedas sobre el mostrador y dejando a medio encender el cigarrillo sobre el plástico rojo del cenicero con nombre de una marca de cerveza, salió al exterior. Vestía gabardina beige sobre un elegante chaleco con botones de marfil y cubría su cabeza con un sombrero de fieltro marrón. Con la gabardina abotonada y las manos en los bolsillos, cualquiera que le observara transitando por las atestadas calles del centro de la ciudad bajo la niebla gris y la contaminación pensaría que era policía. Lo gracioso del caso es que, efectivamente, era policía; pegada a su sobaco, como un bulto que hubiera nacido con él, el frío de la culata de la browning le recordaba que debería aparecer por Jefatura. Pero antes aún tenía que hacer un par de cosas. Descendió por los adoquines resbaladizos de Preciados y dejando atrás el kilómetro cero se adentró en la Plaza Mayor que a esa hora, temprano en la mañana, lucía fresca y casi desierta. Pasó bajo el arco y torciendo a la izquierda enfiló las callejuelas que en ligera pendiente llevaban hasta la calle del Almendro, donde delante de la taberna un gato cruzó ante él, rápido como una ráfaga, llevando algo en su boca. Giró a la derecha e introdujo la llave en la cerradura vieja de la puerta cubierta de polvo e irrumpió en el portal, destartalado y de paredes desconchadas. Cuando llegó al tercer piso y franqueó la puerta de la miserable pensión donde tenía alquilada una habitación no parecía estar fatigado para la edad que tenía. Entró y se sentó sobre la cama, cubierta con una deshilachada sobrecama, sobre la cual no había dormido una sola noche. En el cuarto de baño, equipado únicamente con lo imprescindible, de un vaso de cristal asomaban unas cuantas maquinillas de afeitar desechables, algunas de las cuales estaban aún sin usar, y un cepillo de dientes con su correspondiente pasta dentífrica. A la derecha del lavabo, una toalla de ambiguo tono amarillo. Los rollos de papel apilados en un rincón, uno sobre otro, parecían una babélica torre en su ascenso hacia el húmedo techo. Se miró en el espejo y observó lo que veía. Tenía la piel muy morena, casi gitana, y canas duras como cepillos y cortadas al dos cubrían su cráneo. La cicatriz que le surcaba la nariz de este a oeste parecía ahora, con el frío, más fresca que nunca, y restos de una antigua viruela salpicaban sus mejillas. A pesar de afeitarse todos los días, la barba, dura, afloraba sobre su curtido rostro y le daba un aire desaliñado. 56


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Exhaló entre sus manos y olió su propio aliento. Olía a alcohol y tabaco. Limpió sus dientes y se despojó de la gabardina, dejándola extendida sobre una silla que parecía ir a derrumbarse de un momento a otro como si de una explosión controlada se tratara. Retornó a la habitación y se sentó ante la mesa. Un ordenador portátil y un teléfono, además de una lamparilla, eran los aparentemente únicos pobladores de aquella mesa. Levantó la tapa del ordenador y descolgó el teléfono. Se agachó y, retirando la tabla que ocultaba la cajonera de la mesa, dejó al descubierto el hueco que deberían de haber ocupado tres cajones de tamaño mediano y donde ahora dormitaban un par de cintas de grabar, esféricas, de esas que giran y giran y que parece que siempre se van a enredar. Había tenido suerte al no haber notado nadie la falta de esas cintas en Jefatura. Total, no era ni la última ni la primera vez que desaparecía material de aquellas dependencias, en su trabajo había chanchullos que se daban por hechos. Descolgó el teléfono y marcó un número de un barrio acomodado de Madrid. La señal de espera resonaba en el auricular aunque él sabía que en el domicilio de destino de la llamada el teléfono no emitiría sonido alguno, si acaso un pequeño chasquido en alguna parte del cable que discurría adherido a los bajos de la cama de matrimonio. Las cintas comenzaron a girar. Inmediatamente, lejanos, como ecos irreales procedentes de algo que no quisiera escuchar, los primeros sonidos comenzaron a llegar a través de los altavoces situados a ambos lados del ordenador. Escuchó las risas, más suaves y juguetonas cada vez, las primeras resistencias y los arrumacos de una voz de hombre a cada momento más cariñosa, y finalmente el frotar de las ropas y los primeros jadeos de aquella voz femenina que había sido parte de su vida durante diecisiete años. Bajó el volumen de los altavoces al mínimo. No quería escuchar, pero tenía la prueba, otra prueba más. Del bolsillo de su gastada camisa extrajo una billetera cuarteada y de ésta una fotografía. Miró la sonrisa de la mujer que parecía burlarse de él desde el fondo de sus profundos ojos negros e inmediatamente, de manera instintiva, agujereó con el cigarrillo aquellos dos pozos de sombra. Arrojó la foto al suelo, hecha una bola, como quien se desprende de algo que deja de ser útil. Guardó el archivo en el directorio de costumbre y apagó el ordenador. Cogió la gabardina y miró el reloj. Las diez y media. Tenía tiempo. Cuando volvió a darse de bruces con el frío de la mañana ya sabía que iba a morir. La Jefatura de policía estaba desde primeras horas repleta de gente. Personas de muy diferentes condiciones y con muy distintas vidas se mezclaban allí, cada una en su particular situación. Las prostitutas desfilaban en cordada custodiadas por dos agentes hacia los calabozos sorteando las filas de personas que aguardaban para renovar sus documentos, y unos metros más lejos, apenas separados de la salida por unas mamparas, delincuentes que parecían habitar allí prestaban declaración frente a subinspectores en mangas de camisas y con cigarrillos en los labios que más que policías parecían funcionarios. Todos aquellos hombres llevaban un rictus extraño en el rostro. Marcelo irrumpió en la tercera planta donde intercambió un gruñido con un compañero de otra brigada, la antiterrorista, que se dirigía a la calle y que parecía llevar los ojos en la nuca y la úlcera en la mirada. “Vaya vida que llevan estos” - pensó -. Por un momento y aunque era perfectamente consciente de lo que le aguardaba, pensó que no había estado del todo mal haber sido destinado a Homicidios. Se las había tenido que ver con muchos maleantes, algunos verdaderos asesinos y sádicos, pero pensó que cualquier cosa había sido mejor que deambular por la calle sin saber si va a ser tu coche el que explota al ponerse en marcha o tu cabeza la que estalla al

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detenerte en un semáforo. En fin... de todas maneras si había más vidas después de ésta, si tal y como algunos afirmaban la reencarnación era algo posible, esperaba que le tocara ser una flor o un simple ladrillo, algo sin responsabilidades, sin miedos y, lo que es más importante, sin remordimientos. Pensó en su esposa y en el hombre que a esa hora estaría con ella en la cama. Les imaginó, gozando juntos, desayunando juntos, en la ducha juntos, comiendo juntos... ¿cómo sería? Probablemente se tratara, a tenor de lo esporádicas de sus visitas, de un piloto de líneas aéreas, un viajante, un marino o algo así... y de repente pensó que le daba igual. Aquel hombre, seguramente más joven que él a juzgar por su voz, le había robado un trozo de su existencia y aunque se trataba de un trozo que hacía tiempo estaba medio podrido, si había algo que él no necesitaba a estas alturas era que un niñato irrumpiera a empujones en su ya malograda existencia para terminar de robarle su hogar, su bata de andar por casa, su albornoz, sus zapatillas, su coñac y su mujer. Así que tendría que andar espabilado si quería que todo saliera como lo había planeado. Llegó a la mesa, abarrotada de papeles que hacía semanas que no leía; había dejado de prestarles atención desde que le negaran el ascenso y la subida de sueldo correspondiente, y todo porque algún imbécil se había dedicado a difundir por ahí que él empinaba el codo más de la cuenta estando de servicio. “Estar de servicio - se decía -. Menuda gilipollez. Como si yo no llevara de servicio casi veinte años. Como si no hubiera hecho de la calle mi vida y de vigilar esta puñetera sociedad mi única razón para regresar a casa. Y todo para que una mujer que ni siquiera quiso darme un hijo me reciba con falsos besos cuando todavía su cabello tiene el aroma de un perfume que no es el mío. Hay que joderse, de servicio... ” Se sentó después de quitarse el sombrero de la cabeza y arrojarlo por el aire en dirección al perchero hasta que se enganchó certeramente en aquél como un dardo en el centro de una diana. Sería la última vez que lo hiciera. Sin decir nada a nadie y haciendo caso omiso de su jefe que ya estaba gruñendo, comentando que dónde había estado, abrió el cajón superior derecho y depositó allí la pistola. Del segundo cajón extrajo un abultado maletín de cuero y comenzó a extraer papeles viejos que según iba revisando troceaba y arrojaba en la papelera. Pronto la papelera resultó pequeña. Encendió el ordenador, y de la lista de tareas un aviso llegó a sus ojos: “No olvidar echar la primitiva”. Era lunes. “La primitiva- pensó -. Diez años jugando a la primitiva para que no me toque nada de nada. La echaré, claro que sí, pero se vendrá conmigo a la tumba”. Retiró las fotos de encima de su mesa, aquellas en las que aparecían él y su esposa en los años en que fueron lejanamente felices y las arrojó con marco y todo a la papelera. Su compañero de enfrente, que había aprendido a no hablarle más que lo justo y por supuesto aún menos a reprocharle sus anárquicos horarios de entrada y salida, exclamó: -¿Qué ocurre, Marcelo? -Nada. Hago limpieza. Marcelo prendió otro cigarrillo y justo en el momento en que su compañero amenazaba con formular alguna otra pregunta indiscreta, decidió utilizar el método de silenciamiento veloz y le arrojó el humo a la cara. El otro calló mientras meneaba ostentosamente las manos intentando desvanecer aquella masa de humo. Funcionó a la perfección. No volvió a abrir la boca. De repente una mano familiar se posó en su hombro izquierdo mientras otra asomaba por el lado derecho de su rostro, a la altura de sus ojos, y enseguida supo por el sello escandaloso del dedo anular que aquella mano pertenecía a Juárez y que el café 58


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que sostenía era el mismo que les unía desde hace siete años. No cruzaron palabra. Juárez únicamente se agachó, depositó el café sobre la mesa y puso su dedo sobre el mensaje que todavía impregnaba la pantalla - “No olvidar echar la primitiva” - y dijo muy serio: -Te toca a ti. -Lo sé - respondió Marcelo -Esta semana hay un pedazo de “bote”. Juárez se alejó, llevando consigo el vaso de café, y Marcelo giró sobre las ruedas de la silla mientras veía cómo la espalda de su compañero se perdía entre el bosque de personas que poblaba la estancia. “Je, tiene gracia, seguramente será él quien encuentre mi cuerpo” - pensó -. Finalmente, dos horas más tarde, cuando todo el mundo salía de la Jefatura rumbo al bar de la esquina para almorzar, se desvió del rebaño y marchó en dirección opuesta. Mentalmente hizo repaso de la situación. Llevaba todo lo necesario. Entró en la tienda de la lotería y rellenó el boleto con los mismos números que llevaba poniendo desde hace años y puso también, de memoria, los de Juárez. Entregó el boleto a Pepe, el lotero, junto con las cuatrocientas pesetas, y guardó cuidadosamente plegado el comprobante en el bolsillo izquierdo junto al dinero y las llaves. Diez minutos más tarde desaparecía en la boca del metro. Hubiera podido proseguir en metro el resto del camino hasta su casa, pero prefirió apearse en Cuatro Caminos y caminar hasta allí. Necesitaba tener la mente despierta y después de comprar un periódico se dirigió hacia el parque de Santander. Era un parque atípico, estrecho, que bordeaba dos de los cuatro lados del terreno inmenso, cerrado, perteneciente al canal de aguas. Estaba repleto de árboles y, a diferencia de otros parques de Madrid, uno no se sentía asaltado por vendedores de rosas o repartidores de propaganda de establecimientos de asquerosa comida rápida. Bastaba con limitarse a esquivar los excrementos de perro que inundaban el césped como deformes minas abandonadas tras la batalla. Eligió un banco al Sol del mediodía, ese Sol de los días de invierno claros e iluminados de Madrid. Extendió el periódico y trató de concentrarse en la lectura de las noticias que golpeaban al planeta como pequeños y repetidos golpes en la frente de un boxeador. No podía. No se percató de ello, pero sus manos descendieron hasta que el periódico quedó en plano horizontal sobre sus piernas. Marcelo fijó sus ojos en un hombre de mediana edad que leía en el banco de enfrente y que después de un rato de comprobar que aquel hombre con sombrero no apartaba la mirada y sintiéndose molesto se levantó y se alejó de allí azorado. Marcelo se levantó también al cabo de un cuarto de hora y, con paso decidido y la decisión en el cerebro, se dirigió hacia su casa. Arrojó el periódico en la primera papelera que halló en el camino. Diez minutos después saludaba a Ramón, el portero bizco de aquel portal de la calle Galileo y subía las escaleras hasta el primero derecha. Plantado frente a la puerta, con la llave en la mano, decidió que entraría sin que se dieran cuenta. No había problema. Durante años había tenido que entrar en muchos, demasiados lugares de mala muerte de puntillas y con la tensión en el dedo, acariciando el gatillo sin saber qué le aguardaba al otro lado de la puerta. Pero esta vez lo sabía, esta vez llevaba ventaja, y ganaría. La cerradura no hizo el más mínimo ruido cuando introdujo la llave y pronto el pasillo se extendió ante él como una autopista ante un ferrari. Entró

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pisando suavemente la moqueta azul y escuchó unas voces procedentes del salón. Se dirigió hacia allí y justo antes de doblar la esquina se parapetó detrás del cortinón que, visto desde el interior del salón, ocultaba en parte el acceso al pasillo. Escuchó. Su mujer charlaba animadamente con un hombre, el mismo cuya voz llevaba él escuchando meses a razón de un día a la semana desde la mugre de la habitación de aquella pensión de media suela. Olía a comida. Suculento. De fondo, como un murmullo lejano y a muy bajo volumen, el presentador del telediario recitaba las noticias con voz tremendamente mansa. Decidió hacer su aparición. Lentamente, sin prisa, como saboreando aquel momento, se plantó en el dintel justo enfrente de las dos personas que entre carantoña y carantoña daban cuenta de unos espaguetis sabrosos. De inmediato la cara de la mujer palideció y exclamó un susurro al reconocer el rostro que no esperaba ver hasta la noche y el odio en los acuosos ojos marrones. Vio brillar la browning plateada e inmaculadamente limpia que había sido durante años la envidia de los compañeros de departamento de su marido. El pánico brotó en su interior. -Marcelo..., ¿qué... ? -Sorpresa. Cállate - dijo él, cortante - será mejor para ti. El que habla aquí soy yo. -Escucha, puedo explicarte todo... - intentó terminar la frase, pero las palabras no subían a sus labios, perecían por algún recoveco de su garganta, atenazadas por el pánico -. -¡ Cállate!. Y tú - dijo, mirando al hombre joven que enfundado en un albornoz azul comenzaba a alzar las manos- levántate y sitúate ahí delante del sofá. El hombre joven, rubio, obedeció y se encontró de pronto ante aquel sujeto con cara de muy pero que muy pocos amigos. Intentó balbucear algo pero ni siquiera pudo. Desde donde se encontraba, Marcelo dominaba toda la situación. Pensó que el niñato aquel, de casi dos metros, era la imagen exacta de un cobarde. Ladeando ligeramente la cabeza, habló en dirección a la mujer: -Ahí le tienes. Mírale, mírale bien. ¿Por quién me has cambiado? -Marcelo, déjale marchar, te prometo que todo volverá a ser... -¿Como antes? ¿Que todo volverá a ser como antes? Mira, rica, me he deslomado durante toda la vida para que no te faltara de nada. Cuando te casaste conmigo bien te dije lo que hacías, que te esperaba una vida de aguardarme despierta, en vela, sin saber si me habrían pegado un tiro en cualquier garito o en un callejón apestoso, que la vida junto a un poli no era de color de rosa, y yo te he compensado de todo eso con cosas materiales para que la soledad no te comiera viva. ¿Te ha faltado algo? ¿Alguna vez me he portado mal contigo? ¿Has pasado hambre o no te he respetado? Yo juraría que no, o por lo menos no tanto como para que me pagues así. De acuerdo en que siempre hay un precio... pero lo que no soporto es que me cambies por un imbécil engominado al que le sacas por lo menos diez años y que se llama..... -Ro... Rodolfo. - musitó el hombre joven que solo quería que le tragara la tierra o que alguien le sacara de allí - . -¿Quién te ha preguntado, soplapollas? ¡ Manda huevos!, ¡ y encima tiene nombre de marica ! - y diciendo esto sacó de detrás de la gabardina un cilindro alargado, un silenciador-.

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Al ver aquello la mujer y el hombre sintieron un escalofrío y ambos se agitaron nerviosos. Ella sonrió amargamente con una mueca extraña y sin avisar, como un recado del destino, el tremendo título de aquel terrible poema de Pavese, el mismo que ella declamara ante el auditorio reunido en el salón de actos de su antiguo instituto, hace tantos, tantísimos años, flotó dentro de su mente mientras observaba el odio que destilaban los ojos del hombre que había sido su marido y a quien ella hacía años que no conocía. -Y dime, ¿de dónde has sacado a este subnormal? - continuó, mientras ajustaba el silenciador a la pistola con la misma calma que un cirujano se enfunda los guantes antes de realizar una operación a vida o muerte. -¿Realmente importa eso? - respondió la mujer - Vas a matarnos, ¿no es cierto? ¿Es ese el precio? Él guardó silencio y sin que el más mínimo temblor agitara su mano izquierda terminó de enroscar el silenciador al cañón del arma que esgrimía en su derecha, firme y sólida como el mascarón de proa de un bajel. Ella habló de nuevo: -Sí. Vas a matarnos. Pues hazlo pronto. -¿Dónde le conociste? - volvió a preguntar señalando con un gesto de su cabeza al joven que temblaba como un alambre -. -En el gimnasio. Es mi profesor de musculación. -Dios mío, ¿pero qué has hecho? Y yo que creía que por lo menos habrías tenido la clase suficiente como para ligarte a un tío de nivel..... y supongo que no contenta con tirártelo en nuestra cama, en mi casa, además eso le da derecho a utilizar mi albornoz y mis zapatillas. Miró al joven que a esas alturas, pálido como un cadáver, parecía ir a echarse a llorar de un momento a otro. -Señor... por favor. - comenzó a decir -. -Cierra la boca, no quiero escuchar ni una palabra de ti. Vas a morir. El joven comenzó a gimotear mientras la mujer hizo un amago de levantarse, pero Marcelo la hizo sentar con un leve movimiento de la pistola. -Quítate el albornoz. - ordenó -. -Pero... -¡Quítatelo! Dos segundos después el albornoz caía al suelo como una cortina dejando a aquel muchacho desnudo como vino al mundo. -Y las zapatillas. Te recuerdo que son mías. -Lo que quiera, señor, pero no me mate - suplicó -. -Míralo - dijo a la mujer - ¿a que ahora no parece tan guapo ni tan fuerte? ¿Será tal vez porque soy yo quien tiene la pistola? . Fíjate - la ironía inundaba sus palabras -, tengo tal cantidad de odio almacenado que podría tirar la pistola y liarme a puñetazos con este mocoso y matarle con mis propias manos, pero no voy a hacerlo. Sería muy 61


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divertido echarle a la calle así como está y verle cruzar el semáforo en pelotas. Pero tampoco voy a hacerlo. -Marcelo, por favor... - gimió ella, mientras las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas -. -Porque voy a matarle. El joven hizo ademán de ir a decir algo pero antes de que pudiera articular palabra un ruido seco resonó en el salón, y una bala surcó los escasos tres metros que le separaban de Marcelo para ir a incrustarse justo en su garganta. La sangre brotó como si de un surtidor se tratara y la moqueta comenzó a teñirse de rojo, mientras el albornoz que dormitaba como un reptil a sus pies comenzaba a transformar su azul en violeta. Un grito de mujer llenó la estancia y la sal del llanto se mezcló con el queso del espagueti. El joven se echó las manos a la garganta, no podía respirar, le faltaba aire; de repente sintió otra bala penetrando en su corazón. Cayó al suelo, con la boca abierta como un pez, y allí quedó inmóvil hecho un ovillo como un feto, rebozado en su propia sangre, pegado al albornoz. Marcelo se giró hacia su mujer y levantando el brazo que mantenía la pistola apuntó hacia ella. -Siempre te quise - le dijo, tragando las lágrimas que afloraban a sus ojos-. Siempre. No tenías que haberme hecho esto. Ella alzó la cabeza, altiva, y le miro fijamente como quien se ofrece en sacrificio. Aún un resto de entereza había en su mirada. Sin aviso, una bala le atravesó la frente dejando a su paso un agujero perfecto. Se dobló sobre sí misma y por un momento pareció ir a volar más allá de la mesa; después, sin emitir un solo ruido, el cuerpo se dobló bruscamente hacia delante y su rostro quedó empotrado sobre el plato de espagueti. Siguieron unos segundos interminables, de silencio sólo roto por la sintonía de la televisión. Marcelo desenroscó el silenciador y lo guardó junto a la pistola en un bolsillo de la gabardina. No se sentía mal, tampoco bien, tenía todo tan planeado que ya no sentía nada. Volvió a cruzar el pasillo. Abrió la puerta y asomó la cabeza al exterior. Las escaleras aparecían desiertas, silenciosas. Aguzó el oído y no escuchó nada extraño. En ese momento emitían el parte meteorológico en la televisión. Cerró tras de sí la puerta blindada y descendió las escaleras. Cuando llegó al portal Ramón le asaltó con gesto de preocupación y Marcelo pensó en cómo quitarse de encima a aquel hombre que nunca sabía uno hacia donde miraba. -D. Marcelo... perdone - el hombre parecía agitado -, ¿no ha oído usted un grito? Juraría que he escuchado un grito en alguno de los pisos bajos. -Lo siento. No. No he escuchado nada. Adiós. Ramón permaneció inmóvil mientras Marcelo se dirigía hacia la puerta de salida. De repente, como si hubiera olvidado algo, giró y desanduvo el camino hasta el portero. Metiendo la mano en el bolsillo, extrajo un billete que parecía de cinco mil, doblado y bastante sucio. -Ramón, voy a estar fuera unos días y mi mujer no está en casa. Le estaría muy agradecido si pusiera especial atención en vigilar mi piso - y extendiendo la mano

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introdujo el billete en uno de los bolsillos de la chaqueta gris del hombre bizco, que inmediatamente sonrió y exclamó: -Oh, pierda cuidado. No se preocupe. Marcelo guiñó un ojo al sencillo hombre que le admiraba como a un dios por su condición de policía y desapareció de aquel lugar al que jamás regresaría. Tres cuartos de hora más tarde estaba de vuelta en la pensión de la calle del Almendro, y aquella misma tarde se volaba la tapa de los sesos quedando tieso, frío como un sorbete, tumbado por primera y última vez sobre la vieja cama cubierta por una colcha deshilachada. La anciana que regentaba la pensión sufrió un ataque de nervios cuando entró en la habitación tras escuchar el disparo. El inspector Juárez, sentado detrás de la mesa, tecleaba un informe soporífero sobre la guardia del día anterior cuando una llamada procedente de la centralita vino en su ayuda. Pensó que ojalá se tratara de algo que le arrancara de aquel aburrimiento e hiciera de ese lunes un día provechoso. Y efectivamente así fue. Colgó el teléfono y se dirigió junto con su ayudante al coche camuflado que les aguardaba en el patio del enorme edificio. Instantes más tarde los destellos azules como rayos que salían disparados del techo del automóvil se abrían paso, como un hambriento, por Atocha en dirección a una pensión de la calle del Almendro donde una anciana histérica les aguardaba. Juárez no necesitó mirar a los ojos del cadáver que yacía en la habitación, pues de un rápido vistazo reconoció los elegantes botones de marfil y el sombrero destrozado por el disparo, que había ido a parar a un lado de la cama. Era Marcelo. Juárez, por encima de la rabia que sentía y aunque nunca había considerado que la relación que había mantenido con aquel hombre fuera una amistad, sintió un mazazo en su corazón. No había sido un mal hombre –pensó-. Muy serio, arisco, de pocas palabras, pero fiel al cuerpo y a su trabajo. Y además llevaban años jugando juntos a la primitiva. En fin... tendría que buscarse otro compañero de loto. Tras interrogar a la dueña de la pensión retornó al interior de la habitación y ya más calmado comenzó su tarea de análisis, el frío discernir entre las razones y los motivos que habían podido llevar a Marcelo a pegarse un tiro. Pensó que antes de nada habría que llevar a cabo la ingrata tarea de avisar a sus familiares, en este caso a su esposa. Juárez no la conocía y Marcelo nunca le había hablado de ella pero algo en su fuero interno le decía que ella no constituía posiblemente la parte más feliz de la vida de su fallecido compañero de brigada. Llegó el forense a examinar el cadáver que hasta entonces nadie había tocado y dictaminó que todos los indicios apuntaban a un suicidio. El ayudante de Juárez revoloteaba por la habitación como un moscardón ante un excremento fresco cuando de improviso algo en la mesa llamó su atención: -Inspector, mire esto. Juárez se reunió con él y ambos examinaron una tabla que ocultaba lo que debían haber sido los cajones. La retiraron y ante sí aparecieron las dos cintas esféricas. Con las manos enfundadas en guantes de plástico levantaron la tapa del ordenador portátil y lo encendieron. -¿Para qué demonios tendría todo esto aquí? - preguntó el ayudante -. -Sin duda estaría llevando a cabo una investigación.

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-¿Una investigación? ¿Desde este lugar? - inquirió el ayudante apartando con un rápido movimiento su flequillo de la frente -. Entonces, Juárez se agachó en busca del reflejo pálido que había llamado su atención desde el suelo de aquella habitación cochambrosa. Recogió el papel, que estaba hecho una bola, y tras desdoblarlo cuidadosamente comprobó que se trataba de una antigua fotografía tamaño carné donde un rostro femenino sin ojos sonreía como un tétrico títere. La luz brilló por fin en el profundo túnel de sus pensamientos. -Presiento que se trataría de algo... digamos... de ámbito privado. Juárez asió con su mano derecha el ratón. Era un hombre bajo y gordo que parecía sudar permanentemente. De rostro agitanado, hacía semanas que necesitaba un corte de pelo. Deslizó el cursor sobre los distintos directorios en busca de algo que le diera alguna pista. No había nada que llamara su atención. Pero de improviso un detalle le dijo que había algo. El nombre de uno de los directorios contenía los números de la matrícula del coche que habitualmente había utilizado Marcelo los últimos cuatro años. Pinchó sobre ellos y una serie de diez o doce ficheros surgieron. Juárez se dijo que sería interesante mirar la fecha en que habían sido grabados y así lo hizo, comprobando para su sorpresa que el intervalo de fechas entre uno y otro era de una semana exacta. Pinchó sobre uno de ellos y activó los altavoces para escucharlo. Escuchó. Pinchó sobre otro y volvió a escuchar. Y otro. Y otro. Y enseguida, como una linterna que ilumina un túnel un presagio vino a su mente. Corrió hacia la puerta y ordenó al forense: -Venga conmigo. Ojalá me equivoque pero creo que voy a necesitarle. El hombre bizco que mataba la mañana en la penumbra de la portería de la calle Galileo intentó impedirles la entrada hasta que pasearon por delante de sus ojos las placas relucientes, y quedó petrificado, tieso sobre la silla. Los policías pasaron por su lado como auténticas locomotoras y se precipitaron escaleras arriba. Acto seguido sonó un disparo que hizo que la cerradura del primero derecha saltara por los aires y diez segundos más tarde una voz le ordenó desde arriba que llamara a una ambulancia, mientras las escaleras comenzaban a poblarse de señoras en bata y jubilados con el periódico en la mano que inmediatamente fueron conminados a regresar a sus domicilios. Durante todo el día siguiente y hasta el miércoles bien entrada la madrugada, las ventanas de la brigada de homicidios permanecieron iluminadas y las máquinas de café funcionaron como nunca. El Inspector Jefe encargó la investigación a Juárez, quien era consciente de que una vez escuchadas las cintas y teniendo en cuenta las pruebas y, sobretodo, la personalidad y el carácter de Marcelo, habría poco que investigar. Mientras, Marcelo o, mejor dicho, lo que de él quedaba, descansaba a esas horas dentro de uno de los cajones refrigerados del departamento forense con una etiqueta colgando del dedo gordo de su pie izquierdo, junto a su mujer, el amante de su mujer y a la izquierda de un cuerpo partido en dos que había sido alguien antes de arrojarse a las vías del metro. Juárez comenzó a cumplimentar las hojas de los informes y a analizar las fotografías que habían sido hechas en el escenario del crimen. Aunque estaba acostumbrado a ver de todo, no pudo evitar un sentimiento de nausea al ver la imagen de aquella mujer con la cara sumergida en el tomate del espagueti y se dijo que había tenido que ser muy aventurera o muy loca para ponerle los cuernos a alguien como Marcelo. Se la había jugado, y había perdido. Al día siguiente, jueves, continuaría.

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El jueves llegó como una tonelada de frío y luz, y Juárez se sentó de nuevo tras la mesa intentando apartar de su mente la presencia de Marcelo y deseando tan sólo terminar cuanto antes la tediosa labor de papeleo. Se levantó en busca de un café y contempló por casualidad a un grupo de muchachos del departamento que rellenaban el boleto de la primitiva semanal. Eso no le interesaba. El y Marcelo siempre jugaban la de los dos sorteos, de jueves y sábado. Entonces recordó que era jueves y que le tocaba a Marcelo tal y como él le había recordado. Y rió internamente. “Qué cabrón. Seguro que no echó la primitiva. Como sabía que se iba a quitar de en medio ¿para qué iba a hacerlo?...bueno, la próxima semana volveré a echarla yo, pero solo”. Regresó a la mesa y se concentró en su tarea. Cuando se quiso dar cuenta habían pasado trece horas y salía por la puerta de la Jefatura. El reloj daba las diez de la noche y se metió en un bar a tomar una cerveza. Permaneció allí durante aproximadamente media hora que dedicó a observar las noticias. El último trago al fresco líquido coincidió con el inicio del sorteo de la lotería primitiva. No le interesaba puesto que no jugaba. No prestó atención. Abandonó el local y media hora más tarde roncaba como un lirón en su piso del distrito centro. La mañana le sorprendió medio destapado y más sudoroso de lo habitual y después de asearse regresó de nuevo a Jefatura. Al pasar por al lado de la mesa desierta que había sido de Marcelo, no pudo evitar un pequeño estremecimiento. Llegó hasta su puesto y se sentó ante la mesa. Conectó la pequeña radio que almacenaba polvo al lado de la fotografía de sus sobrinos. Se enfrascó en el trabajo y de repente la voz del locutor atrajo su atención: “Ha aparecido un único acertante del sorteo de la lotería primitiva. Al parecer el boleto premiado ha sido sellado en la administración número siete de la calle Atocha y se desconoce la identidad del afortunado acertante. La combinación ganadora es la formada por los números... ” Juárez siempre había sido hombre de presentimientos pero pensó que no era posible que aquello estuviera ocurriéndole a él cuando escuchó los números. ¡¡¡ Eran los suyos! Mierda, no podía ser cierto, para una vez que no jugaba porque Marcelo decide matarse antes... va y salen sus números ¡ No lo podía creer, mil quinientos millones ¡ ¡Algún cabronazo estaba a punto de embolsarse mil quinientos kilos jugando los mismos números que él llevaba jugando años! diossss... ocultó la cara entre las manos y de repente una corazonada, casi una súplica, se encendió en su cerebro. ¿y si Marcelo a pesar de todo hubiera rellenado el boleto ? Sólo tenía que preguntarle a Pepe, el lotero, y en caso afirmativo revisar los efectos personales de Marcelo y apoderarse del boleto, abajo, en el departamento forense. Se levantó y cogiendo su chaqueta grasienta al vuelo salió ligero en dirección al ascensor. A continuación transcurrieron los cinco minutos más frenéticos de la vida del inspector Juárez. No se lo podía creer, no era posible que el destino le gastara aquella broma pensaba mientras miraba el rostro del lotero con ojos de pánico -. Pepe, calvo y elegante, juraba y volvía a jurar que efectivamente D. Marcelo había rellenado y sellado personalmente un boleto de dos columnas utilizando los números de siempre. Los curiosos que se apelotonaban ante la puerta de la administración aguardaban pacientemente alguna noticia sobre la identidad del afortunado y los periodistas parecían un ejército de soldados equipados con micrófonos que hacían cola en busca de las declaraciones del lotero. Juárez salió de allí espantado, pálido como la cal, frío,

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desencajado y maldiciendo su suerte. Voló hacia Jefatura. Tenía que estar. Tenía que estar allí. Descendió en el ascensor hasta el sótano y una vez hubo llegado intentó no marearse con el pegajoso olor mientras se dirigía directamente hacia el cajón metálico que, como la pieza de un enorme y acerado archivo, aguardaba ser abierto igual que una carpeta. Ni siquiera miró el rostro de su antiguo compañero muerto, no llegó a destapar el cadáver, buscó directa y frenéticamente el código que escrito con rotulador rojo llenaba la etiqueta que colgaba de aquel dedo gordo rechoncho y marmóreo del pie. Corrió hasta otro armario donde colgaban una serie de llaves numeradas y con ella en la mano abrió la caja que guardaba los escasos efectos personales de Marcelo. Examinó la cuarteada billetera marrón y no encontró sino unas siete mil pesetas, un calendario con el logotipo del colegio de huérfanos del cuerpo nacional de policía y unas notas y teléfonos. No estaba allí. El boleto no estaba y sin embargo aquel hombre había rellenado y pagado el boleto ¿Dónde podría estar? Lo que sigue sería la crónica de una locura. El pobre Juárez se dedicó en cuerpo y alma a la investigación del caso de Marcelo con unas ganas y una obsesión tales que llegaron a preocupar a sus superiores y, para sorpresa de todos, a medida que los días pasaban y la investigación avanzaba Juárez parecía más desesperado, manteniendo repetidas y agobiantes entrevistas con todas las personas que habían visto a Marcelo con vida en sus últimas horas. El domicilio del finado fue registrado y puesto patas arriba en tres ocasiones sin aparentes resultados positivos mientras el ayudante de Juárez se decía que había algo en todo el asunto que le desconcertaba, y no entendía el interés obsesivo de su superior por revolver un caso que parecía - y así lo atestiguaban los forenses - cerrado. Pasaron los días y Juárez adelgazaba, consumido por la ansiedad y los nervios, abrasado por la angustia, hasta que un día una señora denunció la desaparición de su hermano, viudo y sin hijos, que faltaba desde hace días de su lugar de trabajo en el número 83 de la calle Galileo. Juárez recordó inmediatamente a aquel hombre al que había interrogado en tres ocasiones y de paso se acordó también de su santa madre para espanto de la denunciante. El hombre bizco que se encontraba postrado en una tumbona en aquella elegante terraza de un hotel en Seychelles, protegido por un hortera sombrero de paja y enfundado en una camisa horrible de estilo hawaiano, saboreaba un daikiri mientras contemplaba el azul del mar y sentía en sus hombros las manos de una hermosa mujer de veinte años. Levantó el ala de su sombrero y miró al cielo mientras reflexionaba. Se dijo a sí mismo que había sido una verdadera suerte quedarse viudo. Que había sido el hombre más afortunado de la tierra al haber conocido a D. Marcelo y que no terminaba de entender por qué le entregó aquel boleto de lotería primitiva escondido en los pliegues del billete de cinco mil. Pero en cualquier caso a D. Marcelo ya no le hacían falta los millones y él, sin embargo, tenía mucho mundo por comerse, lejos de la oscura cabina de la portería en Madrid. No pensó en el inspector Juárez ni en que éste quedó petrificado pensando durante el resto de su vida que alguien le había robado su suerte.

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Rocío de Juan Romero: El encuentro

Catorce hombres de honor se congregaron en una noche sin luna en la más oscura de las estancias del castillo de su rey. Aunque la mayoría de ellos era de condición militar (oficiales de caballería, soldados de a pie y hasta vigilantes de las torres amuralladas), también les acompañaban dos clérigos de alto rango, obispos. Aguardaron con nerviosismo la llegada de las dos personas que habían convocado la reunión, y que no tardaron en aparecer. Todos inclinaron la cabeza con profundo respeto cuando el rey y la reina, envueltos en ropajes que les camuflaban, penetraron en la sala. Sin preámbulos, invitaron a los demás a tomar asiento alrededor de la larga mesa que dominaba la estancia. Pronto se enfrascaron en discusiones acerca de la estrategia que seguirían en el delicado encuentro que tendría lugar al día siguiente. Conversaron hasta más allá de la medianoche, y el eco de las últimas palabras de la reina les persiguió mientras emprendían el regreso a sus hogares. “El secreto es el rey, cuidadlo”, había dicho ella. Y los catorce hombres de honor juraron dar la vida por su rey, si era necesario. Llegó el momento de la entrevista, que se había concertado en el salón del trono. La pareja real se encontraba flanqueada por un obispo, uno a cada lado, por los dos oficiales y los dos vigilantes. El resto de su cortejo eran ocho soldados rasos que se distribuyeron inmediatamente en una ordenada fila, delante de sus monarcas y de sus superiores. Todos ellos iban ataviados con vestiduras blancas, el color del escudo real. Poco después hacía su aparición el soberano, con quien se había citado. Le acompañaba su esposa, la reina. Como habían supuesto, no llegaron solos. Otros catorce hombres de honor les escoltaban, exhibiendo orgullosos sus atuendos, del mismo negro azabache que el de sus monarcas. En el intervalo de un suspiro, todo ellos adoptaron las mismas posiciones que tenían sus anfitriones y su respectivo séquito, quedando enfrentados. Los dos reyes se midieron con los ojos, y bajaron después la vista hacia el suelo de la estancia, cuyas baldosas negras y blancas exhibían un diseño simétrico. Pero ni siquiera entonces sospecharon la evidente similitud que existía entre ellos y el tablero y las fichas de cierto juego. En su morada, los dos dioses aburridos que habían dispuesto aquel encuentro se frotaron las manos y dieron comienzo a su peculiar partida de ajedrez.

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Carmen Lafay: Sociología antártica

Aquel era el décimo día de mi estancia en un buque que costeaba la península antártica con cincuenta pasajeros a bordo, todos ellos del norte de Europa, Estados Unidos y Australia. Por la noche, después de cenar, cargada con música y lectura, me dirigí al bar y me senté en un rincón poco concurrido. Por los auriculares sonaba una dulce melodía de Montsalvatge, y la novela consiguió raptarme y sumergirme en un mundo de pecios, esmeraldas y cartas náuticas. Una oleada de felicidad absoluta se esparció por mis venas, felicidad que se vio truncada de repente por una presencia a mi lado. —Hello, Carmen. No quisiera molestar. He observado que quienes pronuncian estas palabras saben que molestan, pero les da igual; no es más que un formulismo. Me fijé en la intrusa: regordeta, mirada de palidez nórdica, sonrisa protectora; una pasajera que me resultaba familiar, aunque no habíamos cruzado más que algunas palabras de cortesía. —¿Yes? —inquirí cerrando el libro y despojándome del auricular de su lado. A ella le costaba trabajo arrancar; se disculpó otra vez, y yo presumí que debía de tratarse de algo importante. Al fin se aclaró la garganta y expuso simplemente: —Soy una persona observadora, y estos últimos días te veo triste, ausente. La mujer mostraba un rostro preocupado que me arrancó una sonrisa interior mientras me preguntaba qué delito había cometido. Repasé mentalmente los hechos. Aquella tarde habíamos salido todos de excursión en Zódiac, permaneciendo más de dos horas en un entorno frío y hostil, amenizado por la presencia de cinco ballenas hembras con sus crías respectivas, que jugaban a pocos metros de la neumática. Sin embargo, yo no estaba disfrutando como los demás de aquel espectáculo magnífico e insólito. Un viento helado se ensañaba en mis huesos, colándose entre las cinco capas de ropa que llevaba de cintura para arriba y las tres que cubrían mis miembros inferiores. En un momento dado dejé de sentir los dedos de los pies e imaginé que las falanges del antepié se habían desprendido; probablemente cuando me descalzara encontraría diez pedacitos de dedo muerto en los calcetines. Además, me hallaba sentada en la neumática en un equilibrio inestable sobre la nalga derecha debido a que la izquierda lucía un hematoma de cierta consideración, recuerdo de un patinazo por las escaleras del barco a causa de una lámina de hielo traidora. Nuestra Zódiac se había quedado sin motor en medio del mar y una septuagenaria descerebrada y obesa brincaba, supongo que de emoción, a riesgo de lanzarnos al agua cuya temperatura, a juzgar por los icebergs que nos rodeaban, no andaría muy lejos de los cero grados. A mí los juegos de las ballenas me inclinaban al recogimiento, pero debía de ser la única, como pude percibir al mirar a mis nueve compañeros, todos ellos soltando grititos mientras manejaban equipos fotográficos cuyas baterías empezaban a descargarse: clic, clic, clic, ¡oh!, clic, clic, clic, ¡uau!, clic, clic, clic, ¡mai got!, ¡uóndaful!, ¡gréit! Me pregunté qué pensarían las estrellas de la fiesta de aquella contaminación acústica en su propio terreno. La pasajera salva-mujeres-solas-en-crisis, ajena a mis pensamientos, seguía insistiendo: «La noche de la barbacoa que nos organizaron en la cubierta te estabas 68


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divirtiendo tanto…» Y sí, claro, me dije. Algunos, en cuanto oímos música bailable, nos lanzamos a la pista, sobre todo si somos mediterráneos y lo que suena es una rumba. Emulando la bailaora de flamenco que fui hace años, acaparé la atención de los «clic, clic, clic, ¡oh!, clic, clic, clic, ¡uau!», casi tanto como las ballenas. Es curioso cómo triunfa la música de raíces hispanas en cualquier parte del mundo. El Aserejé me destrozó los tímpanos y la paciencia mientras cruzaba Tanzania en un camión, y habría podido encontrar muchos ejemplos más de no ser por aquella mujer, que seguía inmóvil a mi lado. Había todavía más: —La otra tarde te quedaste sola en el barco y no supimos por qué. Me pareció una tarea muy ardua hacerle entender a aquella madre improvisada que necesitaba recuperar mi espacio por unas horas. El día de autos pude pasear por cubierta sin toparme con nadie —ni siquiera con la tripulación—, escuchar el chapoteo de las olas sobre el casco del barco fondeado en una pequeña bahía, disfrutar en silencio del paisaje de montañas y hielo y permanecer leyendo en el bar anormalmente desierto, que quizá echaba de menos la ruidosa concurrencia que lo ocupaba a todas horas, dedicada en cuerpo y alma a volcar las fotos de las cámaras en los ordenadores y a comentarlas en equipo. Entonces pensé que hay quienes prefieren la calidez del grupo, como los pingüinos —hasta quinientos mil ejemplares en un mismo emplazamiento— y otros que se asemejan más al oso polar del ártico, que anda por su cuenta. Y que es probable que la mayoría de pingüinos no comprenda muy bien al oso..., y al revés. Pasaje de Drake, febrero 2008

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Damián Nicolás López Dallara: Color del Trigo (Tic-Tac 3)

Haciendo un recuento, puedo contarte algo de las lecturas que han ido acompañando a mis soledades. El primer libro que disfruté fue a los ocho o nueve años. Se llamaba Tic-Tac 3. En su momento no me di cuenta, pero ahora que me das la oportunidad de hablar de esto, reconozco la cantidad de valores que vamos olvidando a través del tiempo. Y lo peor de todo es que esta verdad no me entristece tanto como para llorar. ¿Qué nos pasa en la vida que aquello que defendimos con tanta pasión nos importa menos al ir creciendo? Tic-Tac 3 era nuestro libro de estudios en tercer grado. Desde el comienzo sin índices ni prólogos, relataba a veces en primera persona, a veces en tercera, las aventuras de un grupo de amigas y amigos, también de tercer grado, iguales a nosotros cuando salíamos de la primaria. ¡Era tan tierno! Todos los cuentos tenían ilustraciones de sus personajes, y no duraban más de una carilla. Recuerdo muy bien la mañana que lo terminé. Había pescado yo una angina (no sé si real o fingida), y me quede en casa en vez de ir al colegio reposando en la cama de mis padres. En aquel tiempo no nos faltaba nada, pero no teníamos mucho. La tele pequeñita a blanco y negro era mi (como quien dice) "eléctrica compañía". Y aunque funcionaba casi todos los días, de vez en vez me obligaba a otras distracciones un traicionero apagón de luz. El caso es que ese día me acomodé sobre las almohadas y pensé en adelantar algo de mis tareas para que me sobren las tardes de ocio. Faltarían treinta hojas para el final de Tic-Tac 3, pero yo me propuse cinco capítulos y luego descansaría. Y entonces sucedió algo impredicho: Cuando cumplí mi meta, pensé que podría leer todavía más, tal vez otras cuatro o cinco hojas. Y cuando las acabé pensé leer otras más... y casi sin querer di vuelta la última hoja con lágrimas en los ojos. Haciendo un símil me pasa lo mismo con las canciones demasiado bonitas. Cuando acaba la última nota, uno se queda desilusionado, deseando que hubiera sido más larga. Después de ese libro, he leído manuales de física, educación cívica, historia, caligrafía técnica... y otras literaturas de renombrados autores... pero mi segunda lectura por propia voluntad coincidió con mi primera visita al mar, más o menos un año antes del coma. "El joven Lennon". Nunca me voy a olvidar. La mirada de Lennon siempre me había impactado, esos anteojos perfectos, la nariz aguileña… y por supuesto el mito. Sin embargo aquel libro no era una cronología de su música. Hablaba de su tía (creo que Mary, o algo así), de su primer guitarra y su primer grupo: “The Quarry Man”, que hacía honor a su colegio, "The Quarry Higth School". De todo eso, lo que más me llegó fue, a mitad del libro más o menos, el accidente de su madre, justo cuando todo se orquestaba para que la relación fuese a mejores. Ahora me acuerdo de algo muy gracioso.

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Cuando desperté del coma y me quitaron aquella invencible traqueotomía, los médicos me hacían preguntas para evaluarme el entendimiento. Al principio me encantaban, porque eran muy simples: ¿En qué año naciste?, ¿cuándo cumplís años?, ¿cómo te llamás...? ¿Te acordás que comiste al mediodía? Y yo respondía con mucho gusto. No sé si habrá sido el efecto de la anestesia lo que me hacía sentir tan feliz, pero cuando me preguntaron "¿Cómo se llama tu padre?", asocié enseguida con la vida de Lennon. "Mi padre nos abandonó cuando cumplí cinco años", fue mi respuesta para una sala llena de gente que me observaba. Entre ellos mi viejo, que se había quedado con migo todo el tiempo que me duró el inconsciente, leyéndome El Principito, con la esperanza de que lo estuviera escuchando. Con el paso del tiempo me daría cuenta que ese libro cambió mi vida para siempre (Por el Color del Trigo). Poco tiempo después del alta volví en silla de ruedas al hogar que no veía desde hacía tres meses. (Qué alegría me dio volver a ver a mis perros y la higuera del fondo). Y así también, una tarde de esas asumí que debía dejar el fútbol, aunque debo confesar que todavía hoy albergo la esperanza de algún milagro sanador. Fue en ese momento que compensé mis corridas con el aprecio a los libros. Y así, sin muchas opciones más, pase lo años que siguieron al accidente recostado, moviéndome por la casa con un inmenso dolor, pero siempre acompañado por algún clásico literario. Al tomarme tan en serio la utilidad de los libros para mi post-operatorio, mi madre (siempre con sus atenciones), decidió regalarme un gran bibliorato. Cuando lo vi por primera vez lo supliqué por uno más chico, pero hasta este día le agradezco haberse hecho de contras. Al principio me fue bastante difícil leer a Borges, entonces practiqué con otros autores, aspirando que con el hábito de la lectura simple, podría el día menos pensado leer "Historia de la Eternidad" o "El Aleph". Y así fue. Al poco tiempo ya devoraba autores reconocidos por el mundo entero. Así aprendía a ser lo más feliz que podía sin salir mucho de casa. Se me había hecho el mal hábito de subrayar a escuadra los pasajes que mas me gustaban, muy prolijamente. Y como si me fuera a servir de algo que no sea por vanidad, luego memorizaba los que más me habían impresionado. Recuerdo todavía los más sobresalientes: "Me satisface la derrota porque es un final y yo estoy muy cansado", o “A cualquier hora puedo jugar a estar dormido”, o “Reclute mercenarios duchos en la sangre que fueron los primeros en desertar”. Pero no le sirvieron mucho a mis expectativas. Y así una fecha cualquiera, me di cuenta que casi había llenado mi detractada biblioteca. Pero te cuento algo curioso. Después de mi sexto Borges (El libro de Arena), ya no pude volver a leerlo con el mismo entusiasmo. Todavía no descubro el porqué. Y como si nada, en plena presencia de aquellos amigos tan íntimos, abandoné la lectura por tres años para arriesgarme a la vida buscando el amor. Pero de todas aquellas filosofías incorporadas, no hubo una sola que me insinúe la fórmula para encontrar la mujer de mis sueños. Entonces, hacia fines del 2mil, me regalaron para mi cumpleaños un libro con la siguiente dedicatoria: Hijo mío: Espero que leas este libro y que te ayude aunque sea un poquito.

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8.8.2000 Y aunque en ese momento no les encontraba otra nómina que la de "pequeños milagros", empezaron a suceder en mis días y noches las asombrosas sincronicidades. Y claro que sí...., aquel trabajo de un mes que sanó las heridas de mi espíritu logro por añadidura el encuentro de uno de los amores más grandes de todo el mundo. Si hubiera sabido que se terminaría, probablemente hubiera sido mucho más misericordioso, como ella insistía en enseñarme. La razón más probable por la que se obedece cuando uno es chico, es porque todavía no sabemos bien lo que vamos buscamos. Tal vez por eso leamos lo más reconocido, dejando a un lado los conocimientos que nos hacen falta para alcanzar nuestros mejores sueños. Y aunque me niegue a creer que fue en vano, cambiaría todo ese tiempo de volúmenes leídos, por alguien que me advirtiera lo que me costó tantas pérdidas aprender.

7 de Julio Dedicado a Patricia

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Juan Amancio Rodríguez García: Espadazos

Había en Madrigal de las Altas Torres un hombre que durante años seguramente escuchó historias de todo tipo mientras cortaba con sus tijeras y su mueca seria y concentrada cabellos de toda índole. Madrigal tenía una estación de ferrocarril importante, por ser el granero de la comarca (sus calles eran trojes) y por el simple hecho de haber caído a este mundo en un punto de la línea entre Medina del Campo y Madrid. Por ello construyeron un buen edificio de aire neoclásico a unos dos kilómetros del pueblo. Sin embargo, no así la estación de autobuses. Estaba ésta en una calle, en el bajo de un edificio, como una pescadería o establecimiento de lotería. Era una pequeña oficina que resaltaba al tomar la calle tan sólo por un pequeño cartel descolorido y sucio que decía: auto-res. Pero ese cartel sólo se veía cuando uno ya sabía que estaba allí. Por tal motivo, los viajeros que se bajaban en una calle paralela suficientemente ancha como para dejar los autocares unos minutos, solían confundirse de puerta y entraban en la tienda de al lado igualmente descolorida y sucia. Empujaban la puerta despacio, haciendo sonar unas varitas colgadas del techo y se encontraban con una salita de estar en la que había un agradable rumor de radio entrecortado por un suave rasurado de abueliques, unos asientos de cuero plastificado, un revistero y una mesa de café de metal y cristal. Sólo cuando el forastero había recorrido con su mirada la estancia, el hombre del fondo, vestido de un aséptico verde hospital, se volvía con sus tijeras para ver directamente a quien ya había observado reflejado en el espejo frente al que trabajaba. Giraba la cabeza, se subía las gafas y decía: buenas tardes, siéntese. El forastero sonreía y se marchaba. Escasamente pudo sacarnos a nosotros cuatro palabras escurridizas que apenas aprovechó para hilvanar nuestra alcurnia. Estuvimos yendo por allí hasta que tuvimos suficiente edad como para saber y sobre todo sentir que un corte estilo Goyo no era precisamente mantequilla. Esto lo aprendimos de los forasteros y de nuestros viajes a la capital, y de las collejas que se calzaron en nosotros los primeros tiempos de instituto. Entonces dejamos crecer unos recios bucles oscuros hacia la espalda (en contra de las silenciosas advertencias genéticas), que nos protegían también del frío. En ellos las chicas enredaban sus manos, y también nosotros cuando estábamos solos. Cuando volvíamos por Madrigal siempre pasábamos junto al Goyo. Comprábamos enfrente. Nos sonreíamos al recordar los tiempos en que confiábamos plenamente en el criterio de nuestros padres y del propio Goyo. Veíamos a alguien por las inmediaciones, cabizbajo, arrastrando sus penas y decíamos: por ahí va uno del Goyo, ¿seguirá cobrando 450? Nosotros habíamos pensado que la peluquería de Goyo era una institución, algo serio en donde se debía entrar con respeto. Recordábamos, siendo todavía niños, los tiempos en que, en otro pueblo más pequeño, nos cortaban el pelo en verano con la esquiladora de burros en casa del señor Blas. Nos rapaban al cero, y los piojos no

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tenían así adonde agarrar. Así que ahora no hacíamos ningún gesto que pudiera molestar a un profesional vestido de verde hospital que tenía un negocio específico con todos los instrumentos necesarios. Al sentarnos a esperar nuestro turno, leíamos tebeos e historietas. Pero no nos hacían gracia. Con el rabillo del ojo veíamos llegar nuestra hora. El corazón de metal latía fuerte al sentarnos en la butaca de operaciones, que Goyo elevaba con un toque de pie, con sonido de fuelle. Nos cubría con una tela sintética y rasa y nos estrangulaba con un alzacuellos áspero. Entonces no nos atrevíamos a mirar el espejo. No queríamos ver por última vez nuestro aspecto duro. Preferíamos enfrentarnos con la muerte a ciegas, sin recuerdos ni atavismos. Bajo la tela las manos se quedaban cada una en su lado, sin intención de rozarse, porque ahora ya no había que hacer más que entregarse, y al menos había que dejar las manos morir con orgullo. Pero con los primeros espadazos de metal se rozaban y luego abrazaban desesperadas, y no podíamos evitar pensar en ella y en la decepción que causaríamos con la nuca despejada y las orejas despegadas, los ojos entristecidos y humillados. Y ella seguiría prefiriendo a los intrépidos, a los fuertes, a los valientes. Y no podíamos evitar lágrimas de metal secas. Y Goyo, como seguramente conocía todas esas historias, pues simplemente cortaba.

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María Sivana: Huelga de hormigas

Todas las noches ocurría la misma escena. Me dormía a las dos de la tarde y me despertaba a las once de la noche. Prendía la estufa, recalentaba el café, encendía un cigarrillo y con mi taza azul en mano me sentaba en la silla de madera a esperar el milagro. El mundo dejaba de girar para mí, me disponía a escribir la novela más importante de mi vida. Entonces ocurría el milagro. Las hormigas negras y rojas subían por mis piernas hasta llegar a las palmas de mis manos y en una transición casi metafísica yo dejaba de ser yo y la máquina de escribir escupía palabras por doquier. Ahora bien, no podía seguir saliendo todo de maravillas, algo vino a interrumpir mi dicha. Tres noches atrás desperté como es habitual a las 11 de la noche y cumplí con mi rito al pie de la letra, pero las hormigas estaban de huelga. Encendía un cigarrillo, y luego otro, y otro más esperando el milagro, pero ellas no venían. Tres noches sin su visita. Ya comenzaba a preocuparme seriamente la inmovilidad de mis dedos frente a la máquina. Tres noches consecutivas sin una miserable palabra escrita, algo extraño y catastrófico ocurría. Mi catálogo de hormigas era por demás sencillo, no vayan a creer ustedes que yo poseía muchas especies de hormigas. No, en absoluto, había tres clases de hormigas en mi lista, las mejores eran las negras, eran las más fieles y entretenidas; a esas le seguían las rojas, y aunque fuesen un poco menos entretenidas eran iguales de encantadoras; y por último, las malditas y diabólicas asesinas, ésas eran las hormigas blancas, ellas eran terribles para cualquier artista. Esos malditos bichos de cal anulaban mi imaginación, congelaban mis sentidos, deformaban mis pensamientos y se tragaban todas mis palabras y sentimientos. ¡Tres noches! Yo lo sabía, muy en el fondo de mi conciencia dormida, sabía la causa de la huelga de hormigas. Necesitaba alimentarlas. Hacía dos meses que no salía de mi guarida. Marta, mi hermana, me traía el almuerzo todos los días, pero mi obsesión en la novela llegaba a tal punto que una enorme piedra en el estómago me impedía probar bocado sin que sintiera ese acto como una irrecuperable pérdida de energía (gran banquete para mi tonto gato). Me había transformado en un ente perdido en un mundo de hormigas mixtas. No podía durar mucho más esta espera enajenada, las invocaba con énfasis en un culto secreto frente a la máquina dormida, pero nada ocurría. Ya tenía la solución. Me vestí con la única ropa limpia que tenía, me miré al espejo, la barba estaba crecida pero no la afeitaría. No me peiné, ni tuve en mi mente la idea de peinarme, me puse el abrigo y la bufanda, y con un esfuerzo sobrehumano abrí la puerta de calle. ¡Ay, Dios mío! 75


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Allí estaban. Me quedé congelado, y no del frío, mi corazón daba violentos brincos. Una congregación de infinitas y gigantes hormigas blancas hacían fila en mi puerta, todas se reían a carcajadas, me sacaban la lengua, levantaban sus patas y me gritaban con esa voz espantosa y finita, ya saben cómo es la voz de las hormigas, me gritaban cosas horribles: - ¡Estúpido! - ¡Fracasado! - ¡Nunca terminarás tu libro! Pero qué insolencia. Cerré la puerta de un golpe, le di dos vueltas de llave y la trabé con un mueble. Se me ocurrió otra salida.¡¡Necesitaba alimentar a mis hormigas!! Saldría por la ventana, ya estaba decidido pero, santa virgen, las muy diabólicas estaban pegadas contra el vidrio, con sus pesadas patas y uñas afiladas me amenazaban con alevosía. Pálido del susto y con el corazón que se me salía por la camisa, cerré de un golpe la persiana y me rendí. Me fui a dormir, mejor dicho, me fui a dar vueltas de calesita en mi cama esperando la llegada de mis aliadas. Me acosté temblando del susto y al apoyar mi cabeza sobre la almohada un grito me penetró el tímpano. Sí, ya se imaginan quién era la infiltrada, ahora mi pesadilla era absoluta. Las lágrimas me caían a chorros, grité con fuerza hasta tapar la vocecita de la muy desgraciada. Solo, estaba completamente solo, nadie golpeó mi puerta para socorrerme. Eran las tres y media de la madrugada y yo con una hormiga blanca en mi cama y con mi casa rodeada. Me arrodillé en el piso y le dije a mi enemiga: - Muy bien, vos ganaste esta partida. Fui hasta el escritorio, tomé mi novela, mi media novela, y quemé todas las hojas, una a una se fueron extinguiendo mis palabras. ¡Y todo a causa de una huelga de hormigas!

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Mónica María Volpini Camerlinckx: La gallega

Me gustaría caminar por el campo ahora, mientras se duerme la tarde. Los ruidos desaparecen, algunos animales largan sus últimos gritos de ese día, y yo empiezo a sentir que Dios existe y que está aquí, cerquita de mí, flotando por el pasto que se comienza a mojar con una quieta humedad, sobre esas lomas que se acercan al cielo. Qué hermosa es esta pampa que pude pisar alguna vez… Miro a lo lejos sin encontrar nunca el final, y me hace recordar esas vidas tan hermosas que nunca mueren –vidas de hombres y mujeres que se amaron, de hijos que nacieron como brotados de esta tierra generosa— y me obsesiona tanto mirar la alfalfa verde con azul en sus puntas, y más arriba el cielo que se va transformando en un celeste tristón como yo misma. Mirar los pájaros y tener ganas de saludarlos con la mano. Sonreír con ganas de morirme para lograr una paz total… —Rosalía, vení. Está la comida… Los abuelos parecen estar hechos para interrumpir sueños, o para engordar nietos tranquilos. Pero quién podría vivir sin ellos. En este campo no habría vida ni música sin el andar ruidoso de mi abuela Gloria, que es así como su nombre lo indica: algo fuera de lo común, una imagen que sobresale de lo normal, que está siempre allí, y a quien necesitamos a cada rato. Es una vieja pequeñita, una gallega inquieta y charlatana, que ya definitivamente es parte de esta tierra tan nuestra, por haberla trabajado tanto como la trabajó. Siempre la vi moviéndose: recuerdo que cuando yo era niña ella empezaba el día lavando ropa, limpiando la casa, barriendo el patio…, era una abejita obrera, así de esforzada, así de movediza. Trabajó mucho cuando fue joven. Y un día se puso vieja, pero aún así siguió trabajando. Porque el campo sin ella moriría, inexorablemente. —Rosalía, que se enfría, vení. Pobre abuela. Siempre me cuenta que cuando el abuelo y ella se casaron eran demasiado jóvenes y muy pobres, pero tuvieron que hacerlo porque ya Dios le había cargado el vientre con un hijo. Carecían de tantas cosas que ese fue el primer regalo que había de recibir en su vida. Y el día que lo tuvo entre sus manos —para colmo, un varón— supo que ya nunca más sería pobre. Porque entre ella y el abuelo habían encontrado un tesoro: ese pedacito brotado de sus dos cuerpos sedientos y tan necesitados de pedirle algo a la vida que les había dado tan poco. Entonces el abuelo se fue lejos a hacer la cosecha a otra zona, porque en esos tiempos el sol había secado la tierra donde ellos tenían esa casita heredada de los últimos muertos, muy chica, apenas un retacito de tierra en las afueras de algún pueblo olvidado de la Pampa. Hubo una epidemia en la zona cuando ellos eran casi niños, y habían quedado los dos sin padres. Huérfanos y muy solos. Fue por eso que ese hijo había sido concebido antes de decir “Sí, padre”, porque ellos se amaban, pero el cura venía nada más que dos veces por año para arrimarle almas a ese Dios que nunca les mandaba ni una miserable gota de agua.

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—Rosalía, hijita… Trabajaron siempre a destajo, porque estaban hechos para eso. El abuelo murió de cansancio, pero con la paz que encuentra la gente buena cuando al final del camino recoge aquello que sembró para dárselo a los que quiso. Dejó tierras con animales, y una casa grande para esa familia que él esperaba del hijo de su amor y para los nietos que no vería, aunque en eso se equivocó, porque a mí me pudo ver nacer, y me pudo dar un beso antes de irse para arriba. Por esta casa blanca y tranquila, en medio de la Pampa que cada día se pone más salvaje, entre trigales que se mezclan con interminables jardines de malvones y de violetas, con caminos de piedritas multicolores que rodean el aljibe en un costado de la casa, por allí todavía anda la abuela, que hoy se mueve con un paso mucho más lento, encorvada de a ratos por tantos años con sus inviernos y veranos, pero con esa eterna calma interior tan propia de los viejos que algún día también fueron jóvenes pero que nunca le hicieron daño a nadie. Ya se puso de noche. Casi sin darme cuenta. Parece mentira cómo pasa el tiempo en el medio de la apacible inmensidad del campo: lenta, dulcemente, como flotando en una nube perfumada. Quisiera ser un grillo para cantar toda esta noche y estar muerta y feliz mañana. Para no pensar… Cuando ese hijo de mi abuela se hizo grande lo mandaron a estudiar a Buenos Aires, un poco en contra de su voluntad, porque él quería seguir trabajando aquí, pero el abuelo decidió que para trabajar bastaba con él, solo con él, mientras le anduviera la sangre por las venas. Pero su hijo debía ser “Doctor”. Quería darle todas las cosas que el mundo le agrega a la gente que ya lo tiene todo. Y debía ser tal como su nombre lo indicaba: Augusto. El día que el abuelo recibió un telegrama diciendo “Ya soy Doctor. Gracias, papá. Vos tenías razón”, dicen que le tembló la voz cuando se lo contó a la abuela. Entonces le tendió el papel para que lo leyera; después la abrazó y la besó con dulzura, como hacía todas las tardes cuando llegaba del campo; luego tomó la azada y se fue al monte para que nadie lo viera llorar. Hay quienes cuentan que se abrazó a un algarrobo viejo y que lloró un rato muy largo a los gritos, que después se arrodilló y le dio gracias a Dios por tanta dicha. Y parece que las manos se le habían ensangrentado de tanto apretar el tronco, pero él nunca se lo quiso decir a nadie, ni siquiera a la abuela. A la semana siguiente, Augusto —mi padre— se casó con una médica rubia y tan dulce como hermosa, que estaba sola en el mundo cuando la conoció. Ese casamiento fue así de rápido porque parece que con mis padres pasó lo mismo que con los abuelos. Y a los seis meses justitos nací yo. El abuelo pensaba morirse de un cáncer que desde hacía tiempo lo venía molestando, pero un coche que pasó a toda velocidad al costado del campo le ahorró el trabajo. Hay quienes dicen también que se arrojó debajo del auto, pero yo no lo creo, porque quería demasiado a la abuela para hacerle una cosa así. Pero de todos modos se murió. Papá terminó la residencia lo antes que pudo y se vino a ejercer acá, para estar cerca de su madre y de su tierra. Yo siempre que podía estaba con ella también. Hasta que me fui haciendo grande y conocí el amor y, como todo en mi familia pasa demasiado pronto, a los dieciséis años Roberto me propuso matrimonio y yo le dije que sí. Por suerte mis padres estuvieron de acuerdo. Sin embargo yo no hice todas esas cosas que ellos habían hecho antes: mis ideas cristianas me lo impedían. Amaba a Roberto, pero sólo sería de él después del 78


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gran día. Nos casaríamos y nos iríamos a vivir con la abuela Gloria, que ya se estaba poniendo vieja, y para ella sola todo aquel caserón le estaba quedando demasiado grande. Qué feliz sería cuando los bisnietos corretearan por el jardín salpicado de malvones..., y qué fácil es soñar cuando se han vivido nada más que dieciséis años. Un cinco de marzo nos comprometimos, acá en el campo. Recuerdo cómo cantaban los grillos y cómo lloró mamá. Fue la última vez que sentí a la abuela reírse y cantar como lo hiciera alguna vez en su España. Después, cuando regresábamos, todos íbamos algo dormidos y demasiado alegres. Dentro de quince días Roberto y yo nos casaríamos. Creo que todos estábamos viviendo un cuento de hadas. Fue por eso que papá no vio el tren. Yo solo recuerdo un silbido agudo, penetrante, que fue lo último que sentí. Después me desperté en una clínica. La abuela estaba sentada a mi lado vestida de gris. Yo sabía que ella nunca llevaba luto en la ropa, pero sobre sus ojos se había cruzado una nube oscura. Me explicó que todos habían muerto. Todos menos Roberto. Pero él nunca quiso volver a verme... Ya hace casi dos años que estamos viviendo aquí solas, la abuela y yo. Nos entendemos porque nos amamos, y adoramos este pedazo de paraíso en la tierra que el abuelo construyó para ella y para mí, como si hubiese presentido que algún día íbamos a quedarnos solas. Allá en el galpón se oye ahora una risa. Será alguno de los peones que está jugando con el perro. Es probable que sea ese tonto que ayer me dijo que tengo demasiado lindos los ojos. Tonto, más que tonto. Se abre la puerta y sé lo que va a ocurrir ahora... Mi ángel guardián saldrá a buscarme..., alzará ese libro que se me cayó mientras pensaba, me acariciará los cabellos y, con su eterna sonrisa de siempre, empujará mi silla de ruedas hasta la mesa. Qué haría yo sin esta gallega loca..., qué sería de mí.

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Microrrelato

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Arenas: Química

Entre ellos, ciertamente, había química. Lo decían todos sus amigos desde que se conocieron aquella primera vez, hacía ya diez meses, en una fiesta de cumpleaños. Luego vinieron muchas noches más... Invariablemente se mandaban mensajes al móvil, deseando el momento de estar juntos otra vez tras la dura jornada de trabajo semanal. Hacían planes para los fines de semana, para las vacaciones, detallando punto por punto viajes de todo tipo. Todo el mundo lo decía. También lo decía el atestado policial cuando los encontraron destrozados en la cuneta de una carretera cualquiera a la salida de un after hours. Tenían la sangre, ciertamente, repleta de química...

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Enrique Cabezón: Venēnum

Vamos en el coche, un conejo salta a la huida en el campo yermo que nos queda a la derecha. Es su tiempo de morir, pero esta pirueta todavía le permitirá unas horas más de vida. Levanta pequeñas nubes de polvo con sus saltos: es un algodón que pesa muy poco, pero hace demasiadas semanas que no llueve. Por lo visto esto es nuestro tiempo. Las palomas han volado después de ponerse el sol. Más tarde, nos sentamos aquí para decirnos adiós. Nada más. Una mesa y una media sonrisa. Para no sentir más el dolor que sentimos tú y yo. Para tratar de encontrar algunas emociones que sospechamos nunca sentiremos. Bebemos lo que hay en el vaso y vamos cerrando los ojos, esperando una explosión muda. Otro capítulo que termina. Son tiempos duros, no hay razón para no enfrentarse al miedo, aunque siempre tenga la cara cubierta y nosotros un temblor crónico en las rodillas. Esto es nuestro tiempo. Esto es un adiós.

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Antonio J. Cano Sánchez: Nupcial

Ana salió de la cama desnuda, moviendo acompasadamente su cuerpo tibio. Triste, se acercó a la ventana, corrió los visillos azul cielo, contempló a Luis dar un portazo y partir en la oscuridad de la noche. Ana se dirigió al tocador, se vio bonita en el espejo y esbozó una sonrisa. Con dos algodones emprendió la dulce tarea de borrar el maquillaje de su cara. Después, recogió el traje nupcial blanco satén que rodaba por el suelo, y con el terciopelo de sus manos alisó falsos pliegues, lo tendió a lo largo en el lecho, y junto a él, a su lado, formando una extraña pareja, se tumbó ella también, recordando todos los sueños que inundan la inocencia de una novia.

Primer Premio en el concurso "La historia más corta jamás contada". Feria del Libro, Noviembre, 2007. Ayuntamiento de Cartagena.

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David Fortea Etxeberria: Calor

En Oracabessa, refugiado bajo el porche, Ian acariciaba a su setter mientras su mente rumiaba una idea. Necesitaba una buena historia, y la necesitaba ya. La noche jamaicana lo embadurnaba todo y se pegaba a su cuerpo. El calor era asfixiante. Decidió buscar refugio junto al mar y se dirigió hacia la playa. Caminaba sobre la arena, absorto en sus pensamientos, cuando un leve chapoteo llamó su atención. Entonces sucedió. Maravillosa como una sirena, una muchacha emergió del agua, cubierta con un escueto bikini naranja y con la luna temblando en su cabello. Durante un instante intercambiaron sonrisas, y después la vio marchar. Ian Fleming sonrió y miró a su perro: "Vámonos a casa, Bond, se me acaba de ocurrir algo". El Casino Royale brillaba bajo la luna, entre una cuna de palmeras.

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Pedro Julián Martínez Muñoz: Utopía de naciones

Al fin las naciones, resueltas a organizarse, habían fletado enormes barcos cargados de ciudadanos. Situados en el corazón del océano, reunidos los altos consejos, se encaminaban a redistribuir la tierra. Los barcos, enormes arcas repletas de pasajeros según su ideología, partirían a los distintos puntos cardinales para formar las nuevas colonias conformes a sus pretensiones. Seguidores de una y otra religión, amantes del arte, materialistas, lascivos y castos, cada cual se había encaminado a su propia nave. Una comisión se esforzaba por mantener los acuerdos desde sus lanchas. Resultaba que amigos, amantes y familiares habían sido separados, incluso encaminados a barcos opuestos, y ahora se buscaban, hasta se arrojaban al mar para el encuentro. Algunos, como los mansos y los lobos, los ladrones y los magnates, incómodos entre gente de sus raleas, se apresuraban a escapar y camuflarse en otros barcos de futuro más prometedor. El barco de los beligerantes perseguía al barco de los pacíficos provocando el primer incidente internacional. Una multitud de botes transitaba entre los navíos, hasta ser obligados por las lanchas de la comisión a identificarse y volver a sus pasajes. Pero uniformes y distintivos se cambiaban: los locos, los genios, los actores y los diputados eran los que fingían con mayor acierto. La comisión no daba a basto pero era la hora de partir. Cada barco se despidió con sus polizones rumbo a un nuevo continente. Al cabo de unos siglos, todo está como antes y hace falta una nueva redistribución.

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Mónica María Volpini Camerlinckx: El agua

—“Se va, se va la barca... Se va, se va mi amor”… —Emily, entrá que hace frío. —Estoy esperando que pase un barco, mamá. —¿De qué barco hablás? Si acá no hay agua. La vieja tía Eugenia me había adoptado como suya. Yo tenía apenas seis años y necesitaba una mamá. Por eso la llamaba así. La pobre hizo lo que pudo conmigo. No entendía mi atracción por el agua, ni tampoco esa imaginación que sorprendía a todo aquel pueblito demasiado chico para albergar a alguien con una afiebrada desesperación como la mía. —¿Cuándo pasará un barco, mamá? —Nunca, hijita. En la Pampa no hay agua. Cuando la tía murió, terminé trabajando en una escuela. Limpiaba cuando los niños se habían ido, porque sus padres temían nuestro contacto. “Cuando la loca llega, ustedes se van”, les ordenaban. Ahora tengo sesenta años. Y todavía recuerdo aquel viaje por el mar. Papá y mamá no me quisieron llevar. Mala suerte para mí, porque el barco se hundió…

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ENSAYO / Artículos

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Luis M. Blázquez Durán: Las sorprendentes reformas de Wamba

El objeto de este pequeño ensayo es hacer unas reflexiones sobre el reinado de Wamba y su intento de frenar el creciente poder económico y social del episcopado, hecho éste que revela el elevado grado de feudalización eclesiástica de la España Visigoda. Me parece muy atractivo ya desde un principio el período de su mandato, pues a pesar de su avanzada edad y de que su elección fue una especie de solución de compromiso, llevó a cabo una serie de actuaciones y reformas sorprendentes dentro de la línea más o menos monótona que habían llevado tanto sus antecesores como sus sucesores. Ya el mismo día de su elección, que como dije antes, más bien parece una solución de compromiso, debió de ser toda una sorpresa su decisión de dilatar su plena coronación desde el 1 de Septiembre de 672 hasta el 19 del mismo mes, día en que llegó a Toledo en un intento de conseguir el mayor consenso de todas las fuerzas vivas del reino cuyo momento cumbre fue la ceremonia de unción de manos del metropolitano de Toledo, Quirico. Fueron dieciocho días que a mi juicio significaron un golpe de autoridad, lo que se suele llamar de forma coloquial un “puñetazo sobre la mesa”. Ésta es una jugada que considero maestra pues quién se presumía que iba a ser un rey débil se convierte así en un rey “oficialmente” apoyado no solo por los clanes nobiliarios que lo han elegido sino también por el poderoso episcopado. Desde ahora esta fórmula pasa a ocupar un lugar preeminente en la simbología y ceremonial de la entronización. También me llama la atención la fuerza con que pronto hizo frente a la rebelión de los vascones y la de Paulo con conexiones en las provincias Narbonense y Tarraconense y cómo aprovechó inteligentemente las dificultades que encontró para reclutar hombres y medios para dictar unas medidas al respecto donde se incluyen laicos y eclesiásticos y los castigos en caso de desobediencia. Todas estas actuaciones son propias de un rey bien preparado y con una gran claridad de ideas que, por lo que se ve, no era lo que pensaban quienes le propusieron para la elección. Mucho me temo que pretendían un gobernante títere y se encontraron con un verdadero “profesional”. Su vigor se pone también de manifiesto en su intento de controlar a los funcionarios de la administración desvinculándolos de los privilegios de la nobleza y recalcando la autoridad del rey en el nombramiento de sus cargos. Le quedaba el díscolo episcopado, formado, en su gran mayoría, por los segundos hijos de las familias nobiliarias, ya que al primogénito le correspondía la herencia del cargo de su padre. Trata de controlar la rapacidad de los obispos y a pesar de respetar las usurpaciones con una antigüedad de más de 30 años, declaró nulas todas las otras, así como para el futuro, medida ésta nada popular y que le granjeó importantes facciones adversas.

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Mucho más sorprendente me ha resultado leer en Judíos de la España medieval, Cuadernos Historia 16, nº 38, L. Lacave, J. Valdeón y J.G. Atienza, que mediante unas leyes promulgadas en el año 675, Wamba protegerá a los judíos, rompiendo así con una tradicional legislación hostil que se reanudará tras su reinado, que por cierto acaba medio envuelto en la leyenda con una conspiración en la que tras beber un brebaje pierde sus facultades, es inhabilitado y recluido en un monasterio, donde sufre la pena de la decalvación, la tonsura de por vida, lo que le impedirá volver a tener posibilidades de ser rey, añadiendo un punto de morbo y romanticismo a su figura. Por todo ello, es una figura interesante, dentro de un período de alrededor de tres siglos de nuestra historia en los cuales se realizan cambios jurídicos, con la elaboración de códigos que en su mayor parte se basan y mantienen la judicatura romana, y eclesiásticos, con los concilios como gran instrumento de actuación y con el problema de la conversión del arrianismo al catolicismo y las consecuentes leyes que trataron de conducir este cambio. Pero todas estas reformas fueron realizadas por reyes poderosos como Leovigildo, Recaredo, Chindasvinto, Recesvinto o Sisebuto. También, durante el reinado de estos poderosos monarcas se sofocaron revueltas en todo el territorio nacional y se acabó con el reino suevo del noroeste de la península, donde se había afianzado e incluso atacado ciudades como Córdoba y Sevilla, estando a punto de derrumbar la monarquía visigoda. Por ello sorprende que un rey de avanzada edad, de compromiso y, en teoría, con débiles apoyos y que sólo iba a ser un parche hasta que una de las grandes facciones consolidara a uno de los suyos, se atreviera y pudiera realizar todas las acciones que llevó a cabo.

Bibliografía: Historia de España Visigoda, ed. Cátedra, Luis A. García Moreno. Judíos de la España medieval, Cuadernos de Historia 16, nº 38,L. Lacave, J. Valdeón, J. G. Atienza. Documentación del Curso de Postgrado: Testimonios literarios, epigráficos y numismáticos de la Hispania romana y visigoda. U.N.E.D. Historia de España. La España Visigoda. Tomos I y II. Espasa- Calpe.

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Liliana G. Chávez Díaz: Los Naufragios del testimonio: de la crónica informativa a la narración personal y viceversa en Álvar Núñez Cabeza de Vaca

No hay escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que los cronistas de Indias, porque el problema con que tuvieron que luchar era el de hacer creíble una realidad que iba más lejos que la imaginación. Gabriel García Márquez

En la América recién descubierta del siglo XVI, la escritura se convierte en el medio de expresar pero también validar todo lo visto, escuchado y aprehendido en un mundo nuevo e insólito. Los conquistadores españoles se enfrentan no sólo a una nueva experiencia de vida, sino también de escritura; y en su afán por recrear la realidad circundante y cumplir los objetivos particulares de la relación, sus textos se vuelven palimpsestos, memoria, realidad y ficción en compleja amalgama. Contrario a documentos testimoniales anteriores de exitosos conquistadores de las Indias (Cristóbal Colón, Hernán Cortés), Naufragios, el relato de Álvar Núnez Cabeza de Vaca sobre la expedición fallida que el capitán Pánfilo de Narváez realizó a la Florida en 1527, ofrece un testimonio plagado de las voces del otro, del indígena, con una visión abierta ante lo nuevo, una visión de un yo que se acerca al otro para fusionarse en un nosotros y evolucionar hacia lo que no es ellos ni ustedes, sino un yo “trastocado” por América, en términos de Margo Glantz (95). Naufragios, no obstante, comparte características de estilo e intención con las relaciones de indias realizadas en la misma época, a través de un discurso que oscila sin límites definidos entre lo histórico, lo jurídico y todas las variables genéricas posibles para un testimonio como el presentado: “The discursive encounter of Spain and America was characterized by this conjunction of history and law,the confluence of historical authority and juridical testimony. In that fluid zone there was room for movement and distinctions blurred” (Adorno 13). De esta manera, la obra de Núñez Cabeza de Vaca ha sido estudiada por la crítica tanto como texto historiográfico, etnográfico y también literario: La obra de Alvar Núñez se puede entender como el nuevo espacio discursivo desde el cual el náufrago recrea tanto el drama personal como las prácticas sociales derivadas de la tragedia del navegante primero, y del náufrago después. Pero, sobre todo, la relación de Alvar Núñez ilustra la forma en que el relato, Naufragios, es una narración que representa la dinámica 90


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de los sistemas sociales complejos, ya que sus agentes cambian de posición continuamente, y sus percepciones se modifican a partir de las interconexiones que establecen con los demás agentes, así como a partir del manejo de la información y del conocimiento que poseen los agentes antes y después de entrar en contacto con el Nuevo Mundo. Es decir que, la ‘narrativización’ de la experiencia del náufrago pone en evidencia los intercambios transatlánticos que diversos agentes experimentaron durante los siglos XVI y XVII. Mismos que se caracterizan por los flujos informativos que los agentes sociales establecieron y que van más allá de las posiciones jerárquicas que el orden social o el poder implicaban en ese momento (Bores 122) Independientemente de disciplinas y géneros textuales, la obra ha sido interpretada además, según la intencionalidad encontrada en el narrador, como “celebración personal” o “relato de una conversión”(Molloy y Lagmanovich 135), una “construcción heroica del yo narrador” (Carrillo 197), una reconstrucción de la memoria (Lewis 685), un documento informativo (Borrero 2004), obra épica (Vidaurre 18), un palimpsesto (Glantz 93), incluso un “acto de traducción cultural (Pupo Walker 28). Considerando las múltiples dimensiones significativas del texto, el objetivo del presente trabajo es analizar los diversos elementos estéticos y éticos que provocan la hibridez genérica de la obra (de documento informativo o de relación a relato personal) con el fin de explorar las diversas interpretaciones del testimonio configurado por Alvar Núñez, con base en la propuesta de “texto seminal” de Pupo Walker: Como todo texto poseedor de una considerable latitud semántica, los Naufragios no pueden inscribirse en clasificaciones y tipologías que serían ajenas a la constitución siempre plural de hechura. A partir de esa observación también podríamos deducir que la narración de Cabeza de Vaca es una forma seminal de los descubrimientos y redescubrimientos que desde el siglo Xvi han consumado textos del Inca Garcilaso, Sarmiento, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y García Márquez. Pero, desde una perspectiva centrada en nuestra tradición cultural, los Naufragios son, además, —y acaso con mayor intensidad-— la expresión primigenia, en las leñas americanas, de la soledad, el exilio y de las vicisitudes imprevistas que siempre conlleva la recuperación de un pasado que depuran nuestros olvidos (15).

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Escrito ya de regreso en España y publicada en 1542, Naufragios sigue causando interés dentro del estudio de la literatura hispanoamericana por su riqueza tanto de contenido como de forma: a través de un estilo breve pero con una cuidadosa elección de detalles interesantes o particularmente significativos, el autor relata las aventuras y desventuras que sucedieron a él y sus compañeros luego de naufragar y perderse en el entonces desconocido territorio de la Florida. Por la intención de objetividad del narrador ante el objeto narrado y un cambio en la focalización del yo, la obra estudiada se distingue del resto de las crónicas de Indias: En Colón, y en la mayor parte de los hombres de su tiempo, los límites entre la realidad y la fábula, entre la norma y el milagro, eran fluidos y cambiantes, e incluso no los había. Ello no es así, o no lo es en el mismo grado, en Alvar Núñez. Lo extraño, lo sorprendente, no son ya un accesorio ni un añadido, sino parte objetiva y sustancial de un mundo cuya pintura se ajusta estrictamente a ciertos tópicos. Y no hay tampoco en él esa tendencia a sobreestimar la heterogeneidad del objeto observado y a dejarse llevar por lo aleatorio de lo episódico, propia de los autores de la primera era de los descubrimientos (Rivera 312-313) Las intenciones de contar un relato “verdadero” para así dejar testimonio (y justificación) de su naufragio (un fracaso, en términos de la conquista) están establecidas por Núñez desde el proemio y los primeros capítulos: “[…] porque aunque la esperanza que de salir de entre ellos tuve siempre fue muy poca, el cuidado y diligencia siempre fue muy grande de tener particular memoria de todo, par que si en algún tiempo Dios Nuestro Señor quisiese traerme adonde agora estoy, pudiese dar testigo de mi voluntad y servir a Vuestra Majestad” (Núnez 62) La memoria que hace posible el relato, es también la que facilita su propia credibilidad. Desde la memoria, Álvar Núñez se configura a sí mismo como un narrador en quien el lector puede confiar para escuchar una “verdadera” historia, consciente además, de contarlo con estrategias discursivas que demuestran dicha veracidad en los hechos: […] y que no tuviera yo necesidad de hablar para ser contado[…] Lo cual yo escribí con tanta certinidad que aunque en ella se lean algunas cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer, pueden si duda creerlas, y creer por muy cierto que antes soy en todo más corto que largo y bastará para esto haberlo yo ofrecido a Vuestra Majestad por tal. A la cual le suplico la reciba en nombre de servicio, pues este sólo es el que un hombre que salió desnudo pudo sacar consigo (Núñez 62-63)

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Como texto informativo, los Naufragios demuestra conciencia de características propias de un documento noticioso: brevedad, objetividad, oportunidad e interés: “Cuento así brevemente pues no creo que hay necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos, pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remedio que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría” (Núñez 90) Para la investigadora María José Borrero Barrera, la función informativa del lenguaje empleada con tal fuerza por el autor, condiciona los argumentos empleados por éste para defender su historia como verdadera: Como en todo texto informativo, Cabeza de Vaca tiende a hacer coincidir la jerarquía informativa de los elementos del mensaje con los intereses comunicativos de los interlocutores. Es claro que el valor informativo de los componentes del mensaje depende de la voluntad del autor, de manera que éste recrea la realidad, objetiva o subjetivamente, a partir de unos criterios escogidos por él y de un sistema de identificaciones preconcebido. Con ello, la organización informativa del relato ocupa un segundo plano ante la proyección exclusiva del sujeto principal, generador de un enunciado centrado en las peripecias que afectan a su persona. (2004)

En el capítulo XVII, al fracasar la expedición de su capitán, Núñez “toma el leme”. La frase tiene una significación literal y metafórica: en efecto, guía a “sus” hombres entre las desconocidas y temibles tierras, pero también guía al lector por su propia experiencia de sorpresa ante lo insólito, primero, y de aculturación, después, para finalmente mostrar la heroica sobrevivencia de un yo transformado, como lo indican Molloy y Lagmanovich: “¿Cómo se presenta la primera persona en esta crónica? A partir de la desaparición de Narváez, sin duda como figura principal. El lector moderno habrá de habituarse a un yo totalmente enfático y a la vez habrá de habituarse a un yo que se desliga del discurso de la crónica para hacerse cargo de sí mismo. El yo, yo que se opone a Narváez se transforma: literalmente se desviste.” (136) El autor configura un narrador creíble por su posición de testigo, por su información de primera mano y su condición de ser parte del objeto narrado. El otro no es observado desde fuera, sino desde la postura de un yo que se hace uno con él y desde su propio proceso de aculturación define su propia identidad y la del resto del mundo. Para narrar sobre el otro, Núñez se apropia de su realidad e identidad, se asume uno más entre los nativos de aquéllas desérticas y temerarias tierras, se desnuda como ellos, escucha, observa, aprende. Y entonces inicia el proceso de dismitificación del otro como un extraño, como un bárbaro, hasta invertir los roles del conquistador y conquistado, de la civilización y la barbarie:

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A los cristianos les pesaba de esto y hacían que su lengua les dijese que nosotros éramos dellos mismos y nos habíamos perdido mucho tiempo había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quien habían de obedecer y servir. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o nada de lo que les decían, antes unos con otros entre sí platicaban diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol y ellos donde se pone, y que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos, y que nosotros veníamos desnudos y descalzos y ellos vestidos y en caballos y con lanzas, y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban y nunca daban nada a nadie; y desta manera relataban nuestras cosas y las encarecían; por el contrario de los otros (161) La intencionalidad de informar de manera verosímil y objetiva, provoca que el yo narrativo olvide la jerarquía dominante del español frente al indígena. El fracaso ante la expedición, y no el éxito que de toda empresa de este tipo se esperaba, permite reforzar esta inversión de roles entre conquistador y “conquistado”: [...] así se produce en Álvar Núñez una primera toma de conciencia de lo que bien puede llamarse relativismo cultural, con el consiguiente alejamiento de una posición rígidamente eurocentrista. No en vano dice, explicando por qué describe determinada costumbre de los naturales: ‘yo la quise aquí poner para que se vea y se conozca cuán diversos y extraños son los ingenios e industrias de los humanos’ (Rivera 312-313) Frente a la nueva realidad y proceso de dismitificación de la América como paraíso a partir de su propia experiencia de fracaso, Núñez es náufrago, testigo, héroe de su propia historia, creador de la misma, informante y protagonista a la vez; pasa de conquistador a conquistado, a un ser que ya no es ni español ni indígena hacia el final de su propio relato, sino un superviviente, un ser intermedio cuya identidad ha sido trastocada, como afirma Glantz: “No se trata simplemente de efectuar un deslinde y colocar en dos lugares perfectamente separados a los “bárbaros” y a los cristianos; se trata de reubicar a los supervivientes en ese lugar intermedio, transcultural, que gracias a su odisea han adquirido.” (114-115) El cambio en las actitudes y costumbres de Cabeza de Vaca a medida que se interna más en las sociedades aborígenes, es producto de una necesidad de sobrevivencia (de conquistador a náufrago y luego a chamán), que queda explicitada en la propia evolución del yo en un nosotros que difumina la frontera con los otros es más evidente. Silvia Spitta explica este fenómeno como un proceso de configuración de una nueva identidad que sería la que iba a definir un tiempo y espacio 94


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determinados: “la brecha que se abrió entre ‘ellos/los cristianos’ y ‘nosotros/indios y españoles de este lado’ será la brecha que constituirá a ‘América’ como instancia discursiva y la que caracterizará el discurso americano a partir de la conquista.” (328) Si bien el texto inicia mostrando una distancia del narrador hacia lo que observa y describe, Naufragios borra la frontera entre el yo y el otro, conforme su propio protagonista se interna en el ambiente descrito, se envuelve en nuevos códigos socioculturales y se reconfigura a sí mismo. De esta manera, y ante las situaciones más insólitas (canibalismo, curaciones milagrosas, magia, fuerzas sobrenaturales) la verosimilitud sólo puede mantenerse dada la reafirmación del testimonio como recurso; verosimilitud que intenta resolver mediante cinco principales estrategias, de acuerdo con Robert Lewis: comprobatorios legales, su propio escepticismo ante determinados hechos hasta no verlos verificados, el laconismo excesivo y un distanciamiento que afianza la objetividad pretendida, poner en boca de los indios el éxito logrado y utilizar la simbología cristiana a través del paralelismo entre él y Cristo. (691)

Estas estrategias parten necesariamente de su experiencia personal con lo narrado y fusionan así los débiles límites de los géneros textuales empleados: En los Naufragios, con la manifestación en la primera persona del singular o del plural, se pretenderá la captatio benevolentiae de Carlos V. Asimismo, el empleo del yo/nosotros es consecuencia de la “dilatación” del discurso de Alvar Núñez (véase la nota 4), cuando refiere lo que ve y lo que acontece en tierras extrañas. El afán de testificar la realidad desbordante que vislumbra en el territorio descubierto lo lleva a transgredir los límites textuales fijados en la época.” (Borrero 2004) Hacia el final del relato, el yo se convierte en otro frente a los suyos, como lo muestra el pasaje en que Álvar Núñez es encontrado por sus compatriotas para ser llevado de regreso a España: “(los cuatro cristianos) recebieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuvieron mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada (Núñez 98). El proceso de aculturación ha sido tan fuerte que una vez en su hábitat original, el ser influenciado por los cambios radicales en su estilo de vida, es otro: “Y llegados en Compostela, el gobernador (Nuno de Guzmán) nos recibió muy bien y de lo que tenía nos dio de vestir, lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir sino en el suelo” (167) De esta manera, Naufragios se instaura en la tradición literaria, y en general cultural, de América como un texto generador de una visión más abierta, incluyente y diversa sobre el Nuevo Mundo, pero también como un texto que fusiona y renueva los códigos escriturales de una época con el fin de reafirmar la identidad no sólo de un yo narrador, sino de los otros narrados. Mito o realidad, novela de aventuras o documento histórico, indicios de texto etnográfico o un primitivo reportaje, Naufragios adquiere valor por encima del género desde el cual se analice gracias a su riqueza testimonial, si 95


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no como poseedor de una alta verosimilitud a lo observado, sí como un texto que atrapa e inmortaliza una visión de mundo en que las posibilidades de la humanidad y su cultura van más allá de roles sociales, posiciones geográficas y culturales, “una inconclusa aventura narrativa concebida, no sólo para acrecentar hazañas, sino además para afrontar un proceso de adquisiciones y pérdidas que se disuelven en el flujo siempre indefinido de sus páginas” (Pupo-Walker 33). En Naufragios, la diversidad genérica provoca múltiples significados a partir de las intenciones explícitas e implícitas del texto mismo. En su relación de hechos, Núñez muestra una visión de quien ha aprehendido una nueva realidad y se ha integrado a ella para sobrevivir y su escritura, mezcla, fusión y ruptura de límites de las convenciones escriturales de su época, trasciende como símbolo de lo que habría de ser la América misma: mezcla, fusión, ruptura.

Bibliografía

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Proto Gutiérrez: Retrato a mí mismo: Walt Whitman y Antonio Machado

Los círculos de la historia ponen de manifiesto que el lenguaje constituye el principio fundante de la identidad popular; en este sentido, evocando la filosofía de Heidegger, la poética posibilita expresar lo universal más allá de la pregunta metafísica por los primeros principios y permitiendo, asimismo, la unificación de diversas realidades concretas bajo símbolos tendientes a representar los máximos valores humanos: tal es el caso de los Vedas hindúes, el poema épico de Gilgamesh, el Popol-Vuh maya o la poesía religiosa greco-egipcia que anuncia el camino iniciático hacia el éxtasis dionisiaco-osiriano. En consecuencia, puede conjeturarse en un primer momento que el idioma teje la idiosincrasia de los pueblos, circunstancia contemplada, por ejemplo, en la caída del Imperio Romano de Occidente derivado por la alteración del Latín y florecimiento de las lenguas romances, proceso manifiesto en las obras de Cervantes y Dante Alighieri como mitos característicos del Medioevo: el cielo y el infierno, y el mito de la debilidad del hombre como ser contingente. Empero, el advenimiento de la modernidad europea signado por la omnipotencia de la razón natural de la filosofía oponiéndose a las verdades reveladas, la expansión del método tecnocientífico con el industrialismo y colonialismo de los imperios, la religiosa huída de los dioses y el nacionalismo revolucionario de la burguesía, constituyó hacia el siglo XIX, una literatura de identidad nacional que en Estados Unidos anheló la democracia como instrumento que posibilitara la conquista de la libertad, y en España, enfrentó su esencia ante el republicanismo comunista durante la Guerra Civil: Walt Whitman y Antonio Machado, estilísticamente inmediatos al modernismo, políticamente contrarios, como Juan López y John Ward encuentran en la Literatura, la convergencia de sus ideas. En 1855 Whitman (precursor de la versificación libre inspirada en la versión inglesa de la Biblia) publicó Hojas de hierba, en cuyo prólogo escribía por la instauración de una literatura de base democrática, estilo llano y popular; de aquella obra, el poema Canto a mí mismo, traducido al castellano por León Felipe en 1941, cobró propia autonomía hasta ser impreso como un libro distinto del original: el canto primero comienza describiendo la semblanza del personaje e inminentemente tiende a afirmar la presencia filantrópica del otro: I celebrate myself, and sing myself/ And what I assume you shall assume/. La segunda estrofa del poema construye el paisaje embebido por la idea de patria, historia y libertad como insignias del nacionalismo estadounidense: My tongue, every atom of my blood, form'd from this/ soil, this air/ Born here of parents born here from parents/ the same, and their/ parents the same/. Whitman hace uso simbólico de la tierra como matriz productora que engendra especies, las cuales retornan cíclicamente para renacer; la noción de temporalidad e historicidad está dada por la línea ascendente de padres hijos de la tierra que hacen posible la continuidad del ciclo.

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Una de las causas por las que Whitman es inscrito como modernista es justamente la versificación libre que rompe con las estructuras estilísticas clásicas, así como el intento propio del romanticismo por restablecer los lazos armónicos del hombre y la naturaleza. La tercera estrofa da cuenta de un espiritualismo más allá de los credos y de una literatura fuera de los cánones de las escuelas, desunión que permite el surgir de un hombre que canta (como metáfora de la creación artística): un creador abierto tanto al bien como al mal dispuesto a escuchar a todos sin censura, es decir, un hombre que metafísicamente alcanzó el pensamiento trascendental que unifica y no excluye categorialmente. Finalmente, ocurre el éxtasis cuando se abren las puertas de par en par a la energía original de la naturaleza desenfrenada, según la traducción de León Felipe: I, now thirty-seven years old in perfect health/ begin/ Hoping to cease not till death/. Creeds and schools in abeyance/ Retiring back a while sufficed at what they are, but/ never forgotten/ I harbor for good or bad, I permit to speak at every/ hazard/ Nature without check with original energy. En Estados Unidos el liberalismo económico fue aliado inevitable de la democracia, inversamente a lo sucedido en España donde la república fue instituida en pos del comunismo y la dictadura del proletariado apetecida por los anarquistas, en tanto los nacionalistas burgueses aspiraban a un estado totalitario liberal. Machado, en su condición de republicano leninista, combatió el nacionalismo católico que triunfaría con la instauración de la dictadura franquista en octubre de 1939. En 1912 Machado escribe Campos de Castilla donde, a diferencia de Soledades (obra modernista con temática atemporal y paisajes imaginados), las cuestiones concurrentes son España, la vida y la muerte y el pueblo. De aquella obra, el poema “Retrato” contiene en sí notables semejanzas respecto del canto primero de Whitman; traza su semblanza sobre tierras de España como paisaje fundante de la rítmica: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla/y un huerto claro donde madura el limonero/mi juventud, veinte años en tierra de Castilla/mi historia, algunos casos que recordar no quiero/. Machado criticó el modernismo por la utilización de neologismos que instrumentaban una poesía falta de símbolos. En efecto, escribe a través de un estilo sencillo pero formal, tendiente a dibujar paisajes como una característica propia de la Generación del 98, de la que confió ser discípulo. Refiere su retrato a una moral buena encarnada en una tradición jacobina y evita ordenarse bajo los cánones de las corrientes literarias: ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera/ mi verso, como deja el capitán su espada/ famosa por la mano viril que la blandiera/ no por el docto oficio del forjador preciada/. Asimismo, acude al paradigma de la libertad como diálogo de apertura hacia el otro; es en este punto, quizá, donde mayor conexión argumental sostiene con Whitman, como consecuencia de la concepción de un pensamiento trascendental necesario para la comunión española: Converso con el hombre que siempre va conmigo/quien habla sólo espera hablar con Dios un día/ mi soliloquio es plática con ese buen amigo/ que me enseñó el secreto de la filantropía/. En rigor, ambos autores convierten sus poemas en símbolo de la fraternidad humana a través de la descripción de su tiempo y de su espacio, pues, trasladan lo particular y concreto de la vida y lo idealizan como valores que representan el sentido del pueblo. Durante la modernidad se produce una importante inversión ligada al ascenso de la línea naturalista-empírica inglesa por sobre la línea metafísica profesada en el continente europeo; tal transposición provocó que la historia (como encadenamiento de sucesos) se convierta en la fuente a partir de la cual el escritor teje mitos en los que el pueblo se siente reflejado; de esta manera, ya no es el lenguaje el 99


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constitutivo de la identidad, sino los acontecimientos mismos; debe situarse el momento exacto de este quiebre, fundamental para la expresión del pragmatismo y utilitarismo del siglo XIX por sobre el formalismo clásico, la Revolución Inglesa cuyo ápice es el año 1660 y a la luz de la cual John Locke escribe su Ensayo sobre el gobierno civil trazando un horizonte inconmensurable para la literatura posterior: los hechos habían escrito literatura, la tecno-ciencia guiaba los horizontes de la imaginación creadora. Asimismo, es posible referir que la poética moderna difiere de la lírica antigua, esencialmente por el descubrimiento cartesiano del sujeto como protagonista del pensar: la literatura clásica fue entonada por cientos de juglares en un tiempo de cientos de vidas de manera que el mito representaba no solamente los valores de los vivos, sino también el sueño de los muertos, pues, la noción de un tiempo cíclico requería que el símbolo poético fuera universalmente válido en todo tiempo y en todo espacio; empero, habiendo el judeocristianismo introducido la línea en la concepción circular del tiempo, con el fin de admitir la creación y el Apocalipsis, y teniendo en cuenta la moral kantiana concerniente a los imperativos categóricos según la cual todo hombre debe actuar de modo que la máxima de su acción se torne ley universal, los mitos literarios de la modernidad son escritos por un solo autor inspirado en los acontecimientos propios de su tiempo, sin quitar aún así, el carácter universal del símbolo expresado; así, Whitman y Machado, más allá de lo políticamente accidental, son poetas de la libertad encarnada en los ideales por los que lucharon sus pueblos.

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Alejandro Hermosilla: La novela de la revolución mexicana: las metamorfosis del tirano

Este artículo se ha realizado gracias a la concesión de una beca posdoctoral por parte de la Fundación Séneca de Murcia (España) para el desarrollo de una investigación sobre narrativa mexicana del siglo XX, centrada en la obra de Sergio Pitol.

Desde luego, si se quiere llegar a conocer la literatura mexicana en profundidad, parece fundamental realizar una lectura más o menos detenida de su llamada novela de la revolución que, si lo entendemos bien, no es sino un retrato pormenorizado, exaltado, en ocasiones confuso y confundido pero, desde luego, certero de cómo un ente, el país mexicano, camina en busca de un modelo propio de estado tal y como si se tratara de un ser viviente cuyas diversas células luchan, se contraen y se repliegan en pos de la supervivencia de su cuerpo central. A este respecto, resulta esencial el visualizar y entender la Revolución mexicana como un estallido necesario para que el Estado mexicano pudiera forjar y consolidar su verdadera Independencia en la medida en que gracias a este acto, se enfrenta a sí mismo, a sus propios límites, a su idea de futuro y de pasado y confronta a todos sus integrantes (hecha la salvedad de las culturas indígenas que, como siempre, fueron más utilizadas que invitadas a participar en la construcción real del país) para intentar definirse a partir de una idea integradora de las distintas facciones de la sociedad sin por ello dejar de ser excluyente para quien se oponga a su idea de “progreso”. Es decir, gracias a la Revolución, México se piensa a sí mismo seriamente por primera vez tomando conciencia de su misión irreemplazable; esto es, gobernarse autocráticamente en la soledad de su destino sin injerencia extrajera para lo que será necesario pactar con tres de los fantasmas personales inherentes a su propia composición con los que, hasta entonces, no había podido dialogar por diversas razones: su herencia hispánica, su relación con la “otredad” norteamericana siempre amenazante para sus intereses y el flujo, aparentemente perdido, vacío y olvidado pero, paradójicamente, presente en toda escala y lugar de las culturas pre-hispánicas. De todas maneras, si lo sabemos ver desde la perspectiva adecuada, llegaremos a la conclusión de que el tema subterráneo pero esencial de la Revolución y que pone en juego a las distintas facciones de la sociedad (oligarquía terrateniente porfirista, burguesía criolla y en expansión, clase campesina u obrera) con el fin de realizar una síntesis satisfactoria de las mismas de una manera u otra, no es sino el modelo de gobierno que se pretende que, en este caso, viene a corresponderse con la sombra o el reflejo del padre que se quiere o desea tener y que, en última instancia, responde al rostro de lo que verdaderamente se es.

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De esta manera, - y esto considero que se encuentra retratado con suma perspicacia y sutileza en las clásicas Vámonos con Pancho Villa de Francisco F. Muñoz, en Desbandada de José Rubén Romero o incluso en Tierra de Gregorio López y Fuentes- por más que el campesino u obrero participe en la Revolución, su figura es la que menos cuenta y es la auténtica elidida de la misma o, al menos, se encuentra siempre a una meditada distancia de los centros del poder de tal manera que aun condicionando la realidad última narrada y vivida, no llega nunca a terminar de apoderarse de ella y situarse en su vértice nodal. Pues lo que está en juego en la Revolución es el modelo de estado que se desea tener para afrontar el futuro así como la imagen simbólica paterna con su correspondiente vara de justicia a la que se abrazará la población. De esta manera, se entiende que hay que consolidar un modelo de nación propia que, sin poder acabar del todo con la herencia hispánica absolutista, formule nuevos modelos autoritario-paternos que sean más proclives y afines con la caótica, dialógica y plural sociedad mexicana que el anterior modelo continuista, monomaníaco y monoteísta representado por Porfirio Díaz. A este respecto, es necesario entender que la Independencia mexicana –como supiera vislumbrar con lúcida ironía Jorge Ibargüengoitia en Los pasos de López y diagnosticase con talento de cirujano Luis Villoro en El proceso ideológico de la revolución de independencia- refleja más bien la crisis de la idea de la Nueva España así como se muestra como una consecuencia lógica del desmoronamiento del estado absolutista de Fernando VII que una idea autónoma, meditada y forjada en mimbres políticos, sociales reales del Estado mexicano. De este modo, la Independencia del estado mexicano (proceso novelado de manera oculta por Rosa Beltrán en La corte de los ilusos) no llega a configurarse como tal al ser más una consecuencia de todo un estado de cosas que va a seguir operando y condicionando esta realidad en el futuro que un estallido social y político, como sí será la Revolución, que apunte a una redefinición absoluta del modelo de sociedad que se desea, se quiere o por el que se ha de luchar. Así, la Independencia mexicana pone de manifiesto el dictamen de la soledad de un país que no había podido evadir las garras melancólicas del estado barroco hispano sino por su mismo desgaste y que, por tanto, al llevar en su gen sanguíneo esta herencia maltrecha, va a tener grandes dificultades en construir una “imago” real de sí mismo. De esta manera, el país mexicano será invadido por Estados Unidos sin oponer apenas resistencia, deberá asistir a los planes imperialistas de Maximiliano y Carlota en sus territorios y, finalmente, a pesar de los intentos más o menos pre-claros de Benito Juárez por consolidar la República, deberá disolverse bajo el manto de la dictadura de Porfirio Díaz –en vez de bajo diversos gobiernos más o menos democráticos y autoritarios pero, al menos, diferentes- para poder consolidar y encontrar su autonomía propia o permitirse llegar a pensarla. Asunto que sólo sucederá de pensamiento y acto con el estallido consiguiente de la Revolución. De este modo, con Porfirio Díaz se consolida –por más que el afrancesamiento de su época y mandato pudiera hacer parecer lo contrario- y se vuelve a retomar el modelo colonial hispano como forma de dominio hasta tal punto que tras su rostro egregio y marcial aparece escindido su faz más cruenta dispuesta a coincidir con las fórmulas más inhóspitas del conquistador hispano en su trato tiránico para con las clases más desfavorecidas.

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John Kenneth Turner describió así en su famoso México Bárbaro –acaso el primer texto en cuyos poros ya se deja sentir toda la energía y confluencia del crucial momento que conducirá a la Revolución- este violento estado de cosas: “La aparente tranquilidad de México es forzada por medio del garrote, la pistola y el puñal. México nunca ha gozado de libertad política. El país sólo ha conocido promesas de libertad. Sin embargo, estas promesas han ayudado, sin duda, a mantener a los mexicanos patriotas en la lucha por su cumplimiento, aunque sean muy grandes las desigualdades en su contra. Cuando Porfirio Díaz se apoderó del gobierno de México en 1876, parecía ganada la batalla mexicana por la libertad política. Se había expulsado del país al último soldado extranjero; se había quebrantado la asfixiante opresión de la iglesia sobre el Estado; se había inaugurado un sistema de sufragio universal y adoptado una Constitución muy parecida a la de Estados Unidos; por último, el presidente Lerdo de Tejada, uno de los constituyentes, comenzaba a establecer el régimen constitucional. La revolución personalista del general Porfirio Díaz, que sólo venció por la fuerza de las armas después de haber fracasado dos veces, detuvo repentinamente el movimiento progresivo; desde esa época, el país se ha retrasado políticamente año tras año. Si humanamente fuera posible detener el movimiento a favor de la democracia matando a los dirigentes y persiguiendo a quienes tuvieran contacto con ellos, hace mucho tiempo que la democracia hubiera muerto en México, puesto que los jefes de todos los movimientos políticos de oposición al presidente Díaz, por muy pacíficos que hayan sido sus métodos o muy digna su causa, fueron asesinados, encarcelados o expulsados del país”. 1 Por tanto, podemos afirmar que México llegó a ser independiente aún a costa de sí mismo. Y su camino a la Revolución se encuentra marcado por el hecho de que en el proceso que va desde el reemplazamiento del tiránico padre hispánico hasta su sustituto continuista más eficaz, Porfirio Díaz, se produjo más que una integración de las diversas capas de la sociedad sojuzgadas por el yugo hispánico, una sobreexplotación de las mismas que demostró que el ideal intelectual y exportable de nación mestiza, como bien supo León-Portilla, que se había querido convalidar, era rigurosamente falso. En definitiva, una entelequia intelectual incapaz de conjugarse con la verdadera realidad de un país que había sustituido a un tirano por otro de manera mimética sin poder llegar a calibrar una estructura válida e integradora de las múltiples capas fluidas de la sociedad. Por consiguiente, si estamos de acuerdo en que es desde aquí, desde esta realidad social, desde donde surge y aparece la revolución como una meta necesaria y un proceso de transformación lógico para modificar o variar al menos ciertas partes de este estado de cosas social que pudieran ayudar a construir una nación más justa y preparada para sortear los obstáculos que la vida moderna pusiera en su camino, se comprenderá que la novela de la revolución es, por tanto, el testigo intrahistórico de este proceso de cambio con sus correspondientes contradicciones de las cuales el hecho de que sea la clase burguesa la principal valedora del mismo, no es la mayor de las mismas. Al contrario, es una consecuencia lógica de una situación social y política que no había permitido a la incipiente burguesía mexicana adquirir todos aquellos derechos y redes comerciales necesarias que hubiera soñado controlar en el momento de la irrupción de la independencia o de la redacción de la Constitución de 1857 para ejercer su poder –necesitado de un firme acuerdo comercial con los trabajadores, 1

Kenneth Turner, John. México bábaro. Ediciones Leyenda S.A. de C.V. Estado de México. 2007. Págs., 111 y 112.

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labradores y campesinos de los diversos latifundios mexicanos- sobre una sociedad precisada, al fin, de abrirse a un cambio legítimo y de raíz para entrar dentro del circuito comercial de las naciones modernas. Así, la novela de la revolución mexicana –desde la que testimonia con asombro las incipientes luchas que transforman los más ocultos parajes y la sociedad desde su raíz como es el caso de Cartucho de Nellie Campobello o la que se centra en denunciar la lógica automática de muerte que conllevaba el poder en aquella época como ocurre en la clásica La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán- es una novela de urgencias, de resistencia y cuya principal baza consiste en su inmersión necesaria y temeraria en los contrastes de una realidad que se impone con celeridad en la memoria y la vida real de unos autores que se ven obligados a utilizar todo tipo de técnicas narrativas y argumentales para dar cuenta de una situación que se escapa a su control. Tanto Nellie Campobello como Mariano Azuela, Mauricio Magdaleno o Gregorio López y Fuentes nos ofrecen la visión de un mundo cambiante, del enfrentamiento entre leyes y estandartes que luchan por ser preponderantes al resto y a través de los monólogos nostálgicos, desesperanzados o irónicos de sus protagonistas, escenas de batallas y reposos frugales en medio de un clima caótico, obran la maravilla de crear y poner en pie toda una novelística que llega a eclosionar irredenta y desesperanzadamente décadas antes de que la literatura existencialista otorgue la carta de validez mayor al género bélico. En todas estas obras, se recogen las debilidades más íntimas del ser humano, sus voraces cambios tantas veces incomprensibles y se lleva el estilo a un paroxismo máximo a tono con lo trágico de la historia narrada que deviene anti-mito y antiepopeya. Porque, en definitiva, prácticamente la gran mayoría de los novelistas de la revolución se encargan de disolver la épica propia de la batalla y la guerra ubicando el foco de atención en el individuo desprevenido o solitario que habita el pueblo y que se ve obligado, muchas veces sin saber bien a quién se encomienda, a elegir por un bando u otro para salvaguardar su vida. Así, por ejemplo, y sin ir más lejos, en ese extraordinario fresco narrativo que es Los de abajo, Mariano Azuela prestará su voz narrativa a un grupo de hombres que viven el anhelo de la revolución recién comenzada por Madero de una manera íntima, personal, subjetiva y lírica que habría hecho las delicias de Albert Camus o del propio Saint-Exuspery, permitiéndose humanizarlos hasta el punto de que los visualicemos como nuestros hermanos tal y como hará con los conflictivos personajes de Las moscas o Los caciques gracias a una inteligencia e ironía que adelanta frescos tan absurdos y corrosivos como los que realizara el cineasta Luis Alcoriza en Las fuerzas vivas. De este modo, la novela de la revolución mexicana es la primera muestra incipiente de madurez de una narrativa que deviene mayor, única e intransferible cuando hasta entonces apenas estaba comenzando a conceder sus primeros balbuceos que la pudieran diferenciar del libelo moral, político u eclesiástico. Y, en este sentido, es la primera respuesta que el arte mexicano en su conjunto junto con el muralismo intentara conceder a la pregunta asfixiante que va a estar en boga de la mayoría de los pensadores mexicanos desde los años de apogeo del Ateneo hasta los famosos ensayos de Samuel Ramos y Octavio Paz: ¿qué es México?. Una pregunta que viene aunada con la de la sociedad mexicana en su conjunto embarcada en una revolución para llegar a saber definitivamente quién es o, al menos, quién puede o necesita ser para sobrevivirse a sí misma.

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Por tanto, la literatura se hace adulta en México de manera explosiva, sin apenas haberse permitido un paréntesis o un proceso de reflexión que ubicase los logros de las obras de Lizardi, Altamirano, Payno o Federico Gamboa dentro de su propio contexto y distinguiese sus deudas a la literatura de otras latitudes así como sus características específicas que la separaban de la compuesta a finales del siglo XIX en el continente hispanoamericano y de la del norteamericano. Si frente a la obra de un Rubén Darío o un Edgar Allan Poe, la literatura mexicana apenas podía alzar su voz en torno a un refrito de autores como los citados anteriormente o Manuel Gutiérrez Najera, con la novela de la revolución y sus epígonos más o menos importantes -Azuela, Guzmán, Francisco Muñoz o Franciso L. Urquizo-, México se hace por primera vez responsable de su propia historia. Se configura como hacedor, por tanto, de una literatura que tendrá en la descripción psicológica, en su recorrido por los avatares caóticos de toda guerra y su concesión de voz al pueblo posibilitándole resaltar sus contrastes, unas dosis rayanas de originalidad y peculiaridad que propiciarán su estudio y conocimiento en el que vendrán a ahondar más tarde obras como la de José Revueltas o Agustín Yáñez que terminarán de completar y abrir vías a esa narrativa visceral que es la de la revolución. Paradójicamente, la novela mexicana se hace adulta en cuanto vuelve a tratar el tema muerte con urgencia, incide en el conflicto entre bandos apenas reconciliables y –como sucedía en el caso de las crónicas de la conquista- se ocupa de tratar con una realidad novedosa que se encarga de transformar a los narradores y sus narraciones de tal manera que, por ejemplo, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos han de consentir en el hecho de que sus supuestas autobiografías (El águila y la serpiente y el Ulises Criollo) sean más un retrato de México que de sí mismos y que en sus obras se conjuguen sociología, antropología y retratos políticos de la situación vivida de una eficacia tal que harán olvidar la voz en primera persona –por más fuerza que la misma tenga- a través de la que esta situación nos es narrada. De esta manera, si El periquillo sarniento, como obra ejemplificadora y ejemplificante, podía ser leída como un verdadero tratado sobre los peligros de la nueva libertad o libertinaje en el que podía caer la sociedad mexicana con su Independencia sin un padre rector que guardase por la sociedad en su conjunto, 2 las novelas de la revolución mexicana – y basta repasar ese intenso y magnífico trío de obras compuesto por Azuela como Los de abajo, Los caciques y Las moscas-son un retrato de la búsqueda de ese nuevo padre a través del que guarecerse y de los peligros, los riesgos pero también las posibles ganancias de una libertad adquirida hacía prácticamente un siglo que, sin embargo, no había llegado a instituirse de manera legítima en la vida cotidiana para todos. Siguiendo con Azuela y penetrando en la temática propuesta en Las moscas, desde luego, si algo queda claro con esta obra como con La sombra del caudillo o, mismamente, El atentado y Los pasos de López de Jorge Ibargüengoitia, no es sino la legitimización que se realiza –al contrario que en los fastos de la Independencia- del 2

Idea del libertinaje a la que sí se ajustarán mucho más las obras de Manuel Payno o Ignacio Altamarino que tanto en Los bandidos del río frío como en El zarco van a dar cuenta de una sociedad sin control y necesitada de o bien un padre protector tirano –Porfirio Díaz- o de un padre mucho más arraigado en el seno de la sociedad –futuros próceres revolucionarios- para imponer el orden necesario que pueda fundar una sociedad próspera y moderna en México.

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robo y el engaño como atributos connaturales a los poderes fácticos de la sociedad mexicana desde la entrada de Hernán Cortés en estas tierras. La revolución –aun en contra de su voluntad pero gracias a la misma dinámica perversa de la misma y su arraigo en la clase dirigente que golpeará con asesinatos y prenderá la mecha del odio a todo el que decida apartarla del poder- supone la inclusión de Cortés (en su faz negativa) dentro de la historia de México por más maldita que sea su figura. Es decir, con la revolución se institucionaliza el crimen como punto nodal y necesario para el buen funcionamiento de una sociedad y para el dominio de una clase sobre otra, llegándose a construir en su totalidad una sociedad occidentalizada y accidentalizada con un matiz malinchista que se vincula al mal menor del crimen para salvaguardar los intereses de una mayoría a la que se empieza a respetar sus derechos en la medida en que la contribución de toda la masa liberada por el movimiento revolucionario permitirá engrandecer la fortuna del país y, asimismo, de la clase dirigente. Atendiendo a este hecho, desde luego, parece fundamental, vistas las luchas entre diversas facciones de caudillos revolucionarios por llegar al poder, una obra como La revancha de Agustín F. Vera, en que como en pocas de las que se han ocupado de esta época, se pone de manifiesto el absurdo de esta lógica del poder que genera una serie de injusticias, olvidos y revanchismos imposibles de evitar en sociedades golpeadas por la guerra. Es en obras como la de Agustín F. Vera o La sombra del caudillo, donde se observa que las luchas entre las distintas facciones de la burguesía por el asalto al poder político, en realidad, una vez que ya se han diseñado los parámetros a través de los que se conducirá la política mexicana postrevolucionaria, son luchas por la mística, la leyenda del poder como máscara que encubre un hecho sorprendente pero justo: los gobernantes posrevolucionarios mexicanos lejos de encontrarse lejanos a los conquistadores hispanos o a los gobernadores vigentes de la Nueva España y de, por ejemplo, Porfirio Díaz, son su homónimo. Un homónimo únicamente atenuado por unas circunstancias que favorecen la interdependencia de las clases populares y el Estado en pos de un pacto difuso que enriquece a este último obligado, por otra parte, a corresponder con unas mínimas prestaciones a las clases desguarnecidas por Porfirio Díaz que se quedan sin un partido obrero que los represente. Entendiendo esta aserción, se comprenderá que tanto Madero (un padre liberador, aventurero y ecuánime) como Zapata (el padre moral, justiciero y bondadoso) o Pancho Villa (padre guerrero, rebelde y revanchista), no eran sino diversas variedades o tentativas por encontrar un padre ecuánime pero lo suficientemente fuerte y duro que pudiera situarse en el centro del poder político de México y que ninguno de ellos podía llegar a perpetuarse en el país, teniendo en cuenta el destino cruento de Venustiano Carranza que pone de manifiesto cuál era el padre buscado en México: la mixtura perfecta entre Obregón y Plutarco Elías Calles que será, más tarde, Lázaro Cárdenas. Es decir; la mezcla perfecta entre el autoritarismo porfirista e hispano con las nociones libérrimas de la república soñada por Juárez capaz de aunar autoridad y liberalidad con aparente soltura y de luchar por los intereses de su país en la medida en que los mismo favorecían los de su clase social. Por tanto, el padre buscado será el padre moral, ecuánime y autoritario que se corresponderá, por otra parte, con la máscara cambiante del tirano que ha gobernado siempre en este país aun con rostros diferentes.

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A este respecto, desde luego, resulta realmente curioso, el hecho de que la novela de la revolución mexicana apenas se ocupe de las luchas o el silencio y las plegarias omitidas en pos de su autentificación, de las culturas indígenas que prácticamente serán omitidas o veladas de la obra de todos estos narradores, reflejando, de esta manera, con exactitud –queriendo o sin querer- los residuos de la identidad colonial mexicana –más allá del acto revolucionario- y que lo que está en juego es la continuidad reformista de este modelo. Así, la cuestión indígena únicamente será satisfecha gracias a un trasvase simbólico que la ubica en torno a un exotismo último que lo peor del muralismo pondrá de manifiesto así como arrastrando a la mayoría de sus componentes integrados al sistema social de servicios hacia los extrarradios de las ciudades u profesiones terciarias donde seguirá manteniéndose fuera de los estratos de poder y lejana a poder favorecerse en toda su amplitud de la reforma educativa que propusiera José Vasconcelos. De este modo, la novela de la revolución –sin acaso pretenderlo- se constituye e instituye como un marco vidrioso que refleja con total firedignidad los resultados, vinculaciones y últimas finalidades del colonialismo hispano y permite visualizar que lo que está en juego en principio en el ánimo revolucionario no es la construcción de una imagen externa del país sino la supervisión interna primera y se espera que última que el país poseerá de sí mismo antes de comenzar su camino por los tiempos modernos. Lo que está en juego, por tanto, en la lucha revolucionaria es la imagen interna que para siempre México poseerá de sí mismo reconociéndose, al fin, como un país independiente y en busca del tránsito a la modernidad como fin obsesivo último que permita olvidar su raíz colonial y entender la herencia pre-hispánica como una corriente cultural pasada que ya no puede afectar ni afectará jamás los destinos de la población. Si el régimen de Porfirio Díaz, llevó a la práctica y superó los más claros fantasmas de la dictadura hispánica empeñado en forjar un estado fuerte, el régimen revolucionario intentará preparar un trasvase en el que sin desprenderse de la figura del padre omnipresente heredada del colonialismo hispánico, el estado pueda llegar a pervivir sin su presencia o, al menos, elidiendo y atenuando muchos de sus más tiránicos rasgos. Y, en este sentido, lo que importa es crear un padre a la medida de las posibilidades reales de la sociedad mexicana mucho antes que a las demandas externas que lo intentan configurar de una manera u otra por más que el rostro nuevo del padre engendrado por la Revolución sea tan rígido y autoritario como el antiguo. Asunto este último, que se puede visualizar con extrema lucidez en toda la obra autobiográfica de Vasconcelos, en, por supuesto, La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán o en la desesperanzada El resplandor de Mauricio Magdaleno y que será el tema central de esa novela que cerrará para siempre el tema revolucionario en la novela mexicana que es Pedro Páramo de Juan Rulfo en cuanto la misma planteará, desarrollará y resolverá argumentalmente el tema central de la narrativa de la revolución mexicana: la imposible muerte del padre hispánico totalitario, divino e inabarcable en los confines de la tierra mexicana como rasgo identificatorio de la misma pero, a su vez, lo inevitable de su muerte para que sus súbditos puedan luchar por la reconstrucción de una “imago” paterna más fiel a lo que ellos mismos son, por otra parte, ya imposible de entenderse sin aquella primera y terrible figura paterna que los configura y engendra tal y como son ahora mismo. Así, si la caída de Porfirio Díaz en la realidad, significaba la efectividad de la caída hispánica un siglo prácticamente después de su abatimiento, la de Pedro Páramo lo será de la idea interna de esa misma

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dictadura colonial que jamás podrá ser enterrada del todo pero deberá remodelarse, para poder hacer subsistir la vida en los cónclaves del país mexicano. Y si bien centrar en la novela de Rulfo el fin de una conciencia, sobre todo, y de una época final de novela revolucionaria, no parece justo del todo, lo cierto es que las narraciones que vengan detrás de la del creador de El llano en llamas, no podrán más ya que realizar una recreación de este mundo que ya no es el suyo, no le pertenece y que se sabe –de ahí la metáfora solitaria de Octavio Paz- asesino del padre mítico y fundador que, hasta entonces, con su voz regia le dio aliento. Así, los libros, por ejemplo, de Elena Poniatowska, Hasta no verte Jesús mío, o, sobre todo, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, realizan, de una manera u otra, esa operación antes citada y surgen de esta nueva realidad. De hecho, el gran mérito del libro de Garro y la gran perturbación que logra crear con su mágico desarrollo no es sino su facilidad para cuestionar el antiguo orden paterno que disolvió el estado revolucionario y plantearse cómo ha de caminar el nuevo estado mexicano para engendrar una forma que le sea viable sin un tirano como gobernante y centrando ahora su futuro desarrollo en la tierra: la parte maternal, violada y herida del país mexicano. Es ahí, -la puesta en cuestión del padre-, donde encontramos el porqué del mérito y la gestación de una obra como El gesticulador de Rodolfo Usigli que sustentará todo su entramado narrativo en la posible reivindicación del héroe revolucionario como verdadero sostén y epicentro del México moderno y cuya original catarsis no será otra que la constatación de que este posible héroe no era sino una variación de la primera visión paterna que sigue dominando -aun transformada- a una sociedad aparentemente tan muerta como él. Es decir, según Usigli, el héroe revolucionario no fue más que una impostura que vino a ayudar a modificar un estado de cosas pétreo y, aparentemente, inamovible que, desde Cortés, amenazaba con destruir un país que, sin embargo, entiende que debe unirse a la sombra del conquistador hispano si quiere comprender quién es, hacia dónde se dirige y, sobre todo, de dónde procede. Se entiende, por tanto, que la lucha revolucionaria es lucha por la tierra, por lo femenino y es, por tanto, combate de apropiación de una estirpe de caudillos burgueses por continuar su descendencia sobre la misma más que vinculación afectiva a ese mismo objeto femenino como, por otra parte, también se encargan de destacar José Revueltas y Agustín Yáñez en sus excelentes El luto humano y Al filo del agua. Por todo ello, la novela de la revolución mexicana es una producción esencial para comprender la historia de la narrativa hispanoamericana pues toda ella forja un salto que de la novela de folletín, el naturalismo, el costumbrismo y el romanticismo difuso que la caracterizaba en el siglo XIX, eclosiona en una novela moderna, fugaz, instantánea y que forjada entre el caos y los reflujos de conciencia más recónditos, nos obliga a enfrentar la modernidad de este género en relación con las circunstancias sociales que lo erigen como tal. Y, desde luego, esto es un privilegio que ninguna otra literatura dentro del tronco latinoamericano ha poseído. Ninguna otra literatura dentro de este campo, ha sido capaz de adaptar su lenguaje a las circunstancias cambiantes de la sociedad como ésta, llegando a describir la muerte y la fragilidad de la vida con esa naturalidad capaz poner de manifiesto los cruces entre palabra, catarsis creativa y mortalidad como una circunstancia más de las muchas que tenemos que enfrentar en nuestra vida. En toda la novela de la revolución, además, se asiste de manera inconsciente y, prácticamente, sin cortapisas ni trabas, -tras los fastos que enfrentaban a las respectivas facciones representadas por Madero, Obregón o Carranza- a los intentos de toda una nación por acabar con el padre primigenio y al deseo de 108


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entronizar a las nuevas figuras paternas en la estructura primaria de gobierno, y esto es un privilegio comparable a bucear, por ejemplo, por la obra de todo un Holderlin o, mismamente, un Shakespeare. Pues, efectivamente, la novela de la revolución mexicana nos ha permitido ubicar el sentido y valor preciso de la revolución en su justo lugar, profundizar en las almas de los hombres que formaron parte de la misma o se la opusieron e investigar las creencias, rasgos y características esenciales que caracterizaron a todo un país en un momento crucial de cambio, dudas y reformas legítimas o ilegítimas individuales o colectivas. Reformas claves para construir una nueva “imago” social y política de un país -como muestran, por ejemplo, la obra de Vasconcelos y Martín Luis Guzmán con claridad-, obsesionado con enfrentar a la tiránica dinastía hispana y sus sucesivas metamorfosis tiránicas con sus mismas armas hasta el punto de obrar como única solución a sus luchas parricidas, la llamada dictadura perfecta del PRI: la revancha perfecta y la última metamorfosis real e ideal acometida por el gesto sangriento de Cortés, de la proverbial monarquía hispana y la herencia autoritaria porfirista contra quienes intentaron opacar su rastro en México. Bibliografía de referencia. Azuela, Mariano. Los de abajo. Los caciques. Las moscas en La novela de la revolución mexicana. Tomo I. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Campobello, Nellie. Cartucho. Las manos de mamá en La novela de la revolución mexicana. Tomo I. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Dessau, Adalbert. La novela de la revolución mexicana. Fondo de Cultura Económica, México. Primera edición en español: 1972. Garro, Elena. Los recuerdos del porvenir. Editorial Planeta CONACULTA. México: 1999. Lira, Miguel N. La escondida en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. López y fuentes, Gregorio. Campamento. Tierra. ¡Mi general! en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Luis Guzmán, Martín. El águila y la serpiente. La sombra del caudillo en La novela de la revolución mexicana. Tomo I. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Magdalena, Mauricio. El resplandor en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Mancisidor, José. Frontera junto al mar. En la rosa de los vientos en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. 109


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Muñoz, Rafael F. ¡Vámonos con Pancho Villa! Se llevaron el cañón para Bachimba. Kenneth Turner, John. México bábaro. Ediciones Leyenda S.A. de C.V. Estado de México. 2007. Poniatowska, Elena. Hasta no verte, Jesús mío. Ediciones Era. S.A. México. 1988. Rulfo, Juan. Pedro Páramo. El llano en llamas. Editorial Planeta. S.A. Barcelona. España: 2006. Rubén Romero, José. Apuntes de un lugareño. Desbandada en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Urquizo, Francisco L. Tropa vieja en La novela de la revolución mexicana. Tomo II. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Usigli, Rodolfo. El gesticulador; La mujer no hace milagros. Editores mexicanos unidos. México: 1985. Vasconcelos, José. Ulises criollo en La novela de la revolución mexicana. Tomo I. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991. Vera, Agustín. La revancha en La novela de la revolución mexicana. Tomo I. Edición de Antonio Castro Leal. Editorial Aguilar México. Novena edición, octava reimpresión: julio de 1991.

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José Eduardo Morales Moreno: La aniquilación de la esperanza en José de Espronceda. Análisis del soneto “Fresca, lozana, pura y olorosa”. Universidad de Murcia

SONETO Fresca, lozana, pura y olorosa, gala y adorno del pensil florido, gallarda puesta sobre el ramo erguido, fragancia esparce la naciente rosa. Mas si el ardiente sol lumbre enojosa vibra del can en llamas encendido, el dulce aroma y el color perdido, sus hojas lleva el aura presurosa. Así brilló un momento mi ventura en alas del amor, y hermosa nube fingí tal vez de gloria y de alegría. Mas ¡ay! que el bien trocóse en amargura, y deshojada por los aires sube la dulce flor de la esperanza mía.

Para llevar a cabo el análisis del soneto vamos a definir, en primer lugar, la macroestructura textual y, por tanto, vamos a determinar cuáles son los elementos implicados en la inuentio y la dispositio, esto es, los topoi y cómo estos están organizados y ordenados en el poema. Vamos a ver, por consiguiente, el soneto en su conjunto y en movimiento. A continuación nos ocuparemos de la microestructura textual: cómo se organizan los elementos de la elocutio. Desde el punto de vista de la inuentio, el soneto, a partir del tópico de las flores en este caso, la rosa- como esperanza, que ya encontramos, v. gr., en Garcilaso (soneto XXV), se desarrolla de tal modo que los elementos vertebradores del texto se reclaman, se requieren y se implican unos a otros en una estructura tradicional, puesto que el corte en el soneto se sitúa después de los cuartetos, como veremos al ocuparnos de la dispositio. Este tópico de la rosa como esperanza vertebra el soneto y se vincula con el tema de la fugacidad del amor, lo que supone una desautomatización del tópico del amor constante más allá de la muerte y, a la vez, se vincula con la desautomatización de la metáfora ígnea. Así, “la naciente rosa” pierde su olor y su color “si el ardiente sol”

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vibra “lumbre enojosa”, y al secarse la rosa debido a la intensidad del sol “sus hojas lleva el aura presurosa”, de modo que la rosa que nace, muere, de donde su brevedad; de la misma manera, la felicidad del amante “brilló un momento (...) / en alas del amor”, lo que tiene su correlato en lo efímero de la pasión, y en ello redunda el sustantivo nube, entre cuyos semas está el de /+fugacidad/, sema que está presente en otros términos del texto, como veremos al ocuparnos de la elocutio. Por otro lado, la desautomatización de la metáfora ígnea la encontramos en el segundo cuarteto: si, según el tópico, el amor es la llama, ahora la llama es la que seca la rosa y, por tanto, la esperanza; así, la llama no se identifica ahora con la pasión sino con la muerte de la esperanza -que a su vez es consecuencia de la muerte del amor-, ya que quema sus hojas y el viento se las lleva, conclusión del soneto que, si bien con menor intensidad semántica, ya estaba anticipada -en el plano simbólico- en el segundo cuarteto: “sus hojas lleva el aura presurosa” (v. 7) = “y deshojada por los aires sube” (v. 13), y decimos menos intensidad semántica porque, como se observa, frente al plano simbólico donde el aura lleva las hojas de la flor, en el plano real es la flor la que ya sin hojas “por los aires sube”, lo que supone una diferencia o, por mejor decir, una continuidad en el proceso: la rosa, aunque sin hojas, permanece en el plano simbólico; en el plano real, perdidas las hojas, se va la flor, la esperanza. Así, frente a la decadencia de la rosa deshojada, la aniquilación total de la esperanza. Desde el punto de vista de la dispositio, de la estructuración de los tópicos, resulta evidente la trabazón de éstos, pues a través del paralelismo estructural se desarrolla el tema del soneto -la muerte de la esperanza- y en él se introducen los motivos que, a su vez, colaboran al desarrollo del tema, como no puede ser de otro modo al estar el soneto construido sobre la base de la dicotomía plenitud/decadencia de la esperanza. Esta estructura, como queda dicho, es paralela, pues el plano simbólico desarrollado en los dos cuartetos tiene su correlato en el plano real desarrollado en los tercetos, con una estructura adversativa que se repite en ambas partes del soneto, acentuando de este modo el paralelismo que podríamos representar de la siguiente manera: a, mas b = a’, mas b’. Se establece, así, un paralelismo entre la magnificencia de la rosa y el culmen de la esperanza del amante, en el primer cuarteto y el primer terceto, por una parte, y por otra, un paralelismo entre la decadencia de la rosa y la aniquilación de la esperanza, en el segundo cuarteto y el segundo terceto, introducidos ambos por la conjunción adversativa mas. Añadamos que entre la primera y la segunda parte que hemos establecido en el soneto, el adverbio así -en posición inicial en el v. 9funciona como embrague o engranaje tras ese corte tradicional después de los cuartetos y redunda en ese paralelismo plenitud/decadencia de la rosa y de la esperanza. Esta estructura, además de desarrollar la dicotomía plenitud/decadencia, presenta la oposición físico/emotivo-intelectual, una oposición que se configura en función tanto de los sustantivos y adjetivos empleados como de los verbos: los cuartetos, en cuanto referidos a la rosa, no salen de un ámbito físico, como se puede observar en la semántica de todos los términos empleados en ellos: fresca, lozana, pura, olorosa, gala, adorno, pensil florido, gallarda, ramo, fragancia, ardiente sol, lumbre enojosa,

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can, llamas, dulce aroma, color perdido, hojas, aura presurosa, i. e., se incide principalmente en los campos léxico-semánticos del olor, el fuego y el color; frente a estos dos cuartetos, los tercetos se mueven en una tesitura emotivo-intelectual determinada por la semántica de los términos ventura, amor, gloria, alegría, bien, amargura, esperanza. Además, en cuanto a los verbos, se observa que en los cuartetos los dos verbos de las oraciones principales aparecen en presente (esparce y lleva), mientras que en los tercetos los verbos (en los vv. 9-12) están en pretérito perfecto, poniendo de manifiesto así el aspecto perfectivo del proceso verbal; sin embargo, no podemos dejar de advertir que el plano simbólico y el plano real se funden en los dos últimos versos del soneto, una fusión que queda resaltada también mediante el empleo del verbo subir en presente después de haber empleado los verbos brillar, fingir y trocar en pretérito: estos dos versos últimos sirven de conclusión: la esperanza se muestra, ahora sí, como la rosa/la esperanza (dulce flor) que “deshojada por los aires sube”. En el proceso de análisis de las microestructuras vamos a ocuparnos de la elocutio: cómo se configura cada uno de los motivos que desarrollan el poema. El soneto comienza con un hipérbaton en cuya virtud el sujeto (“la naciente rosa”) de la oración que constituye el primer cuarteto se resalta al quedar en posición final de verso (axis rítmico) y en posición final de estrofa: Fresca, lozana, pura y olorosa, gala y adorno del pensil florido, gallarda puesta sobre el ramo erguido, fragancia esparce la naciente rosa. De este modo, las tres aposiciones del sujeto en que consisten los tres primeros versos abren el soneto y establecen un contraste semántico con respecto a los versos finales, redundando así en la dicotomía esplendor/decadencia que vertebra el poema: frente a la pausada descripción de la rosa, la precipitada conclusión final (frente a siete adjetivos en el primer cuarteto, uno sólo en el último terceto). Además, se establece también una oposición sintáctica que incide en esa oposición, en la medida en que el cuarteto inicial que condensa el apogeo de la rosa está construido sobre la base del asíndeton, de donde la pausa, mientras que en los tercetos predomina el polisíndeton, de donde la precipitación. Si el sujeto del primer cuarteto, como hemos dicho, queda destacado al estar situado en posición final de estrofa, lo mismo ocurre con el sujeto del segundo cuarteto (“el aura presurosa”), donde presurosa, con su sema de /+fugacidad/, ocupa el axis rítmico y se vincula mediante la rima con rosa. Pero no sólo los sujetos ocupan la misma posición en la estrofa, sino toda la oración principal que, en ambos cuartetos, se sitúa en el verso final: fragancia esparce la naciente rosa (v. 4) [C. D.

+ Verbo + Sujeto]

sus hojas lleva el aura presurosa (v. 8),

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de forma que, como se observa, se resalta el contraste vertebrador del texto a través de la sintaxis: complemento directo + verbo + sujeto en el verso final de ambos cuartetos. Este contraste se anticipa mediante la conjunción mas, cuyo contenido adversativo queda resaltado al estar situada en posición inicial de verso y de estrofa, preparando así el giro semántico que, como veremos, se repetirá en los tercetos. En este segundo cuarteto se configura ese otro motivo al que ya nos referimos: la desautomatización de la metáfora ígnea. Puesto que estamos en el plano simbólico, lo que de la rosa se predique será aplicable a la esperanza del poeta. Así, los dos primeros versos están construidos sobre lo que podríamos llamar una semántica del fuego: Mas si el ardiente sol lumbre enojosa vibra del can en llamas encendido (vv.5-6), versos en los que, a través del hipérbaton quedan en posición consecutiva el sujeto “ardiente sol”- y el complemento directo -“lumbre enojosa”-, de modo que se produce una acumulación de términos que redundan en lo que hemos denominado la semántica del fuego, en la que, además, se insiste mediante la anástrofe “ardiente sol” (adj.+sust.), que propicia el quiasmo “ardiente sol lumbre enojosa” (adj. + sust. + sust. + adj.), quedando presentados en orden inverso los términos de ambos sintagmas y, así, en contacto los sutantivos “sol” y “lumbre”; y si el “sol” (con los semas /+fuego/, /+calor/) es “ardiente” (con los semas /+calor/, /+intensidad/), la “lumbre” (con los semas /+fuego/ y /+calor/) que arroja es “enojosa” porque molesta a la rosa. Esta semántica del fuego se potencia, además, mediante la posición rítmica de los términos en estos dos versos: en “ardiente” y en “can”, el acento en 4ª sílaba; en “sol” y en “llamas”, el acento en 6ª; en “enojosa” y “encendido”, en 10ª, de modo que quedan vinculados por la posición rítmica el epíteto “ardiente” con el sustantivo “can” (que, según el Diccionario de Autoridades de 1832 es “la canícula”, época del año en que hace más calor) que, precisamente, también es “ardiente”; los sustantivos “sol” y “llamas”; y el adjetivo “enojosa” con el participio “encendido”. Añadamos a esto que el verbo “vibrar”, núcleo predicativo de la prótasis (y hablo de la prótasis para dejar patente que estamos ante una oración condicional, lo que va a marcar una diferencia con respecto al plano real, como veremos), incide en esta semántica de la que hablamos con su sema /+intensidad/. Al cumplirse la condición establecida en estos dos primeros versos del segundo cuarteto, la rosa pierde su esencia (“el dulce aroma y el color perdido”): la “fragancia” de la naciente rosa y el color de sus pétalos quedan destruidos por la lumbre enojosa que el ardiente sol en llamas del can encendido vibra. Se produce, así, la desautomatización de la metáfora ígnea: las propias llamas aniquilan la rosa -la esperanza-, que pierde tanto su olor “dulce” (sustantivo que se repetirá en el último verso en el sintagma “la dulce flor”, insistiendo así en el paralelismo) como su color rojo, un color que es fuego y, por ello, símbolo de la pasión, que queda destruida por el fuego del sol: un fuego destruye otro fuego. Y, cumplida la condición, “sus hojas lleva el aura presurosa”, unas hojas que ya están secas y marchitas debido a la “lumbre enojosa” que arrojó el sol; las hojas se las lleva “el aura presurosa”, donde el adjetivo “presurosa” introduce otro motivo al que aludimos al comienzo de nuestro análisis: la 114


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fugacidad del amor, de la “ventura” del amante, y a partir de aquí, como veremos, otros sintagmas inciden en ese carácter efímero de la felicidad (“un momento”, “hermosa nube”): la rosa “naciente” ya ha muerto. Sin embargo, queda el esqueleto, el tallo de la rosa, pues lo que el viento se lleva son “sus hojas”, y en este hecho del plano simbólico radica una diferencia esencial con respecto al plano real, donde -como veremos y como ya anticipamos- no quedan ni las hojas ni el tallo: es “la dulce flor” muerta y deshojada la que se lleva el viento, con lo que queda erradicada toda posibilidad de esperanza. Llegamos, así, a la que hemos considerado segunda parte del soneto, siendo el engranaje discursivo que la vincula con la anterior y establece la identificación de los planos el adverbio “Así”. A partir de aquí se produce un cambio en los tiempos verbales: frente al presente (“esparce”, “lleva”) de los cuartetos, se instaura en los tercetos el pretérito perfecto simple que, con su aspecto perfectivo, indica el proceso (verbos brillar, fingir y trocar) con su término, nos presenta una potencia temporal realizada plenamente, una terminación que se vincula asimismo con el motivo de la fugacidad, junto con los sintagmas -como ya anticipamos- “un momento” y “hermosa nube”: en “brilló un momento mi ventura / en alas del amor” hay un hipérbaton que determina que el sujeto (“mi ventura”) quede en posición final de verso (axis rítmico) y que el sintagma preposicional “un momento” (con sus semas /+brevedad/, /+fugacidad/) esté acentuado en 6ª sílaba, en la misma posición rítmica, pues, que el sustantivo “amor”, quedando de esta forma vinculada la fugacidad con el sentimiento amoroso determinante de la ventura del poeta, una fugacidad que se acentúa en la siguiente oración: “y hermosa nube / fingí tal vez de gloria y de alegría”, donde la nube “hermosa” (adjetivo que podría tener como motivación fónica la rosa) está en correlación con el sintagma “un momento”, en la medida en que una nube “hermosa” deja de serlo, dado su carácter efímero, en cuanto un poco de viento sople y, por tanto, la deforme, lo que se vincula lógicamente con “el aura presurosa” del segundo cuarteto, con las “alas del amor” del primer terceto y con “los aires” del segundo terceto. Nos movemos, pues, en una tesitura de lo aéreo, lo cual viene a desautomatizar el tópico de la caída: si en Garcilaso las “frutas y flores” quedan esparcidos “por tierra” y yacen, así “en poco espacio” “los amores / y toda la esperanza de mis cosas” (soneto XXV), Espronceda invierte este motivo de la caída: la rosa/esperanza no yace ya sobre la tierra sino que “por los aires sube”, lo que en cierto modo supone trascender la caída, en la medida en que la esperanza -marchita, muerta, aniquilada- se aleja del poeta, de suerte que ni siquiera le quedan las ruinas de su rosa, que le son arrebatadas por el viento. La semántica de lo efímero que domina el primer terceto motiva la adversativa mas, en posición inicial en el segundo terceto, como ocurría en el segundo cuarteto, marcando el paralelismo entre los dos planos, como ya vimos. Esta adversativa, que introduce un cambio en la semántica del discurso poético y redunda en la oposición plenitud/destrucción, se ve reforzada por la interjección “¡ay!”, que denota dolor o lamento, o ambos sentimientos, lo que contrasta semánticamente con la “ventura en alas del amor” y la “nube” “tal vez” fingida “de gloria y de alegría” del terceto anterior; y tanto la adversativa mas como la interjección “¡ay!” anticipan el cambio inmediato: que el bien trocóse en amargura (v. 12),

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al igual que “la naciente rosa” “fresca, lozana, pura y olorosa [...]” (= la esperanza, el bien) por los intensos rayos del sol “trocóse” en una rosa muerta (= amargura). Este tránsito presuroso de la plenitud a la decadencia queda sintácticamente configurado mediante la ausencia de hipérbaton, un hipérbaton que, para resaltar los elementos esenciales del texto, caracteriza las estrofas anteriores; junto a la correcta ordenación de los elementos oracionales de este v. 12 (sujeto + verbo + complemento), el esquematismo léxico incide en ese tránsito: “bien” y “amargura” -frente a la mayoría de sustantivos del soneto- no van acompañados de ningún adjetivo: bien > amargura, poniéndose así de relieve la esencia del cambio: de la felicidad al sufrimiento, de la esperanza a la aniquilación de la esperanza. Se precipita así la conclusión del soneto: y deshojada por los aires sube la dulce flor de la esperanza mía (vv. 13-14), con un cambio -como ya advertimos al comienzo de nuestro análisis- en el tiempo verbal, que vuelve a ser presente de indicativo, al igual que en los cuartetos, de modo que se resalta así la equiparación entre la rosa y la esperanza, una identificación en la que redundan la identidad de las posiciones rítmicas de “deshojada” y “flor”, acentuadas en 4ª sílaba, y de “aires” y “esperanza”, en 8ª sílaba. Así, la “dulce flor” (que se vincula con “el dulce aroma” del v. 7) de la esperanza, “deshojada” porque ya “el aura presurosa” se llevó “sus hojas”, “por los aires sube”, estableciéndose así la diferencia en la que ya incidimos entre la rosa y la esperanza: de la rosa, el aura se lleva sus hojas; de la esperanza, la flor toda, lo que pone, por fin, de manifiesto no sólo el paralelismo sino la continuidad: arrastradas las hojas de la flor por el viento, de donde la decadencia, sólo quedaba que arrastrara la flor ya deshojada, de donde la aniquilación total de la esperanza, que cierra el soneto y remite a los adjetivos “Fresca, lozana, pura y olorosa” que lo abrían, redundando así, de nuevo, en la oposición semántica que vertebra, como hemos puesto de manifiesto, el soneto.

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