La rosa profunda, número 4

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La rosa Profunda R e vi st a d e c re ac ió n y pe ns am ien to

ISSN 1699-4671 - Abril 2007 – Número 4


La rosa profunda nº4 Revista de creación y pensamiento Abril 2007

ISSN 1699-4671

Dirección: Antonio Luis Bastida García José Manuel Martínez Sánchez José Eduardo Morales Moreno Consejo de Redacción: Mª Isabel González Arenas Juan Manuel Sánchez Meroño Colaboradores: Carlos Jesús Escolano García Juana María García Martínez Consejo Asesor: Vicente Cervera Salinas Abraham Esteve Serrano José María Jiménez Cano Francisco Vicente Gómez Comité de Honor: Fernando Arrabal Luis Alberto de Cuenca Lucía Etxebarria Luis Antonio de Villena Diseño y Maquetación: Jonathan Fernández Román José Eduardo Morales Moreno

Todos los textos publicados son inéditos


Índice P RESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 P OES Í A Amado Storni: Días de lluvia ................................................................................................................ 8

Arenas: Uno................................................................................................................................................. 9

José Aurelio Ayala Balmaceda: La plaza Miguel Hidalgo .......................................................10 Antonio Bastida: Compañero .............................................................................................................11

León Berenguel Fenoy: El compadre ..............................................................................................12 David Botía Ordaz: Alucinaciones ....................................................................................................13

Luis Domercq Muñoz: Acto de creación ........................................................................................15

Ed. Expunctor: Donde el dolor palpita ...........................................................................................16

Eddie (J. Bermúdez): si de mí pendiese / no saber empezar ..................................................17 Toni García Arias: Frágil cronología ...............................................................................................18

Ernesto Fernando Iancilevich: Una pausa sostiene cada verso ............................................19

José Manuel Martínez Sánchez: Retirada .....................................................................................21 Mister Uribares: Nocturno desengaño ...........................................................................................22

Alfonso Navarro Hurtado: La asunción del otro ........................................................................25

Pepe Hdezbj: Por mi parte ..................................................................................................................29 Lucía Plaza Díaz: Al caer el día ..........................................................................................................30

Juan Manuel Sánchez Meroño: Crucigrama.................................................................................31

María Sivana: El útero de la vida ......................................................................................................32 Gonzalo Luis Torres Hernández: Al final del camino ...............................................................34

Verde Eléctrico: Gritos .........................................................................................................................35

NARRATIVA : RE L ATO Pablo Aguiar Cáu: Doble lectura .......................................................................................................39

Luis Miguel Blázquez Durán: Con otros ojos ................................................................................40 Martín Cid: William Wilson .................................................................................................................42

Ciudadano Kane: Grupo salvaje ........................................................................................................57 David Fortea Etxeberria: Siempre hay un precio .......................................................................60


Daniel Alejandro Gómez: Un mal tipo ............................................................................................71

Ricardo José Pagani: Un cantor que no fue ...................................................................................74 Juan Amancio Rodríguez García: El final rojo .............................................................................75

María Sivana: El oído izquierdo .........................................................................................................80 Antonio Terrasa Lozano: El chiste del Cardenal Ratzinger: un cuento relativista, tendencioso, demagógico, anticlerical y, más que laicista, criptopagano.......................... 83

ENSAYO / A r t í c u l o s Luis Miguel Blázquez Durán: La leyenda del Preste Juan en los libros de viajes españoles ................................................................................................................................................. 101

Alejandro Hermosilla Sánchez: Héctor A. Murena: el paraíso perdido........................... 106

P INTURA Zacarías Cerezo: La otredad temporal de la pintura (por Carlos Jesús Escolano García)...................................................................................................................................................... 112

Eloísa García Soriano: Espiritualidad reencarnada ............................................................... 122

MISCE L Á NEA Luis García entrevista a CARLOS RUIZ ZAFÓN ................................................................................ 129

Carmen Lafay: ¿Son como Winston Smith? ................................................................................ 133


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PRESENTACIÓN

Les ofrecemos un nuevo número de La rosa profunda, revista que, a pesar de las adversidades del tiempo, sigue creciendo. En la sección de poesía podrán encontrar textos de escritores que ya son conocidos en nuestras páginas, así como de poetas que publican en la revista por primera vez, como David Botía Ordaz, Luis Domercq Muñoz, Toni García Arias, Ernesto Fernando Iancilevich, Mister Uribares, y Alfonso Navarro Hurtado, poeta murciano del que ofrecemos una serie de poemas de su libro La Asunción del Otro, escrito a partir de la contemplación de una serie de copias que el pintor Giacometti había ido realizando, a lo largo de su vida, de un buen número de obras de distintos autores, y compuesto por 87 poemas breves creados a lo largo de doce intensas horas. El poemario de Alfonso Navarro está ilustrado por unas imágenes del pintor murciano Zacarías Cerezo, que ha tenido la cortesía de brindarnos algunas de sus acuarelas, de las que podrán disfrutar en la sección de pintura, y entre las que se incluyen unas inéditas que forman parte de una serie en la que Zacarías retrata con sus pinceles la ciudad de Santa María Capua Vetere, que visitó con motivo del aniversario de Salzillo. Asimismo, la pintora Eloísa García Soriano nos presenta unas nuevas pinturas en las que incide en los temas de la mujer y la tierra, ahora con algunas reminiscencias atávicas, primitivas. En la sección de narrativa encontramos relatos de autores que ya conocemos de números anteriores, como Martín Cid, María Sivana, David Fortea... Antonio Terrasa Lozano nos envía esta vez un relato titulado El chiste del Cardenal Ratzinger: un cuento relativista, tendencioso, demagógico, anticlerical y, más que laicista, criptopagano, en el que nos cuenta la rebelión que se produjo en el Cielo cuando San Miguel Arcángel y Hermes Psicopompo dieron un golpe de estado, justo el día en que il Santo Padre Giovanni Paolo II partì per la casa del Padre. En la sección de miscelánea podrán leer la entrevista que Luis García le hizo a Carlos Ruiz Zafón, autor de la exitosa novela La sombra del viento, así como una mirada extrañada de Carmen Lafay Bertrán sobre la vida en Irán. Por fin, en la sección de ensayo es para nosotros un honor presentarles unas reflexiones sobre Mastia, Tartessos y las rutas comerciales de Francisco A. Violat Bordonau, miembro del Observatorio Astronómico de Cáceres y del Club "Asesores

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Astronómicos Cacereños", reconocido especialista en estrellas variables y otras ramas de la astronomía, y Coordinador General de la Sección Variables de la LIADA. Alejandro Hermosilla Sánchez nos ofreces un interesante discurso sobre Héctor A. Murena, y Luis Miguel Blázquez Durán aborda la leyenda del Preste Juan en los libros de viajes españoles. Esperamos que disfruten con la lectura de textos y la contemplación de imágenes, expresamos nuestro más sincero agradecimiento a todos estos autores y artistas e invitamos a quienes deseen publicar en La rosa profunda a enviar sus creaciones.

José Eduardo Morales Moreno

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POESÍA

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Amado Storni: Días de lluvia

Mis días son todos días de lluvia. A veces una lluvia fina y cristalina, sensible y transparente que al caer acaricia el terruño como sin querer hacerle daño. Otras una lluvia soberbia y recelosa, traslúcida y salobre que como bomba que cae mansa del cielo esparce su ansiedad con cada gota. Pero la mayoría los días son todos días de lluvia, una lluvia que cae muerta del cielo, opaca, dañina, sin sentido, una lluvia que marchita todo lo que toca. Y ese cielo de oxidados nubarrones y epidémicas tormentas sería siempre un cielo azul, imberbe, desdentado, de horizontes siempre abiertos, si tú estuvieras aquí.

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Arenas: Uno

En la esquina de la mesa, tímido, asoma un papelito doblado en mil pedazos. Sus bordes afilados rezuman ya la savia de esa última noche; y atolondrado, y último, zigzaguea en el abismo donde se precipita. La tinta corre en salmos de plata y de sangre, de letra apretada: ángulos de muerte. La llave baila en la puerta silbando en su oído letanías desiertas, los baldosines la mirada agachan, avergonzados, sumándose mudos a la vieja reyerta, y en el espacio, ahora vacío, la postrera respuesta. El eco de sus pasos te recibe en el pasillo, y aún su risa vespertina taladra tus sentidos. A veces, de la mesa, sus palabras te miran, te mortifican con su dulce trazo. El silencio de sus silencios roba, encapuchado, tu hálito. Y así, sola, esperando, que las letras, por fin, den su certero hachazo.

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José Aurelio Ayala Balmaceda: La plaza Miguel Hidalgo

19/03/2005 I Mar pentadimensional, amo su presencia callada Paisaje marino de islas prohibidas Si hablara su esencia ¿qué cosas diría? Yace como todas las entidades elementales Que constituyen nuestra pequeña realidad Adormecida en su quietud de tortuga ancestral. Yo me deleito aspirando los recuerdos Que dejé desperdigados, en este paisaje primaveral Que puebla su caparazón azul. Repentinamente la fuente se enciende Eleva su cuerpo líquido hacia el firmamento El cuerpo de agua se libera, baila con la nostalgia Alrededor de este mar que se va volviendo más negro.

II La noche tiembla, se pone su chal negro Sopla el viento, acaricia las estatuas Corroídas por los elementos adversos. Lentos los minutos caen, como pétalos encendidos El instante se incendia en un fuego carmesí. Me subo a este barco destrozado por el olvido Cargado de frágiles recuerdos erizados Y contemplo cómo la noche se va iluminando. Este refugio cálido enciende La música blanca de su corazón Yo emigro hacia la oscuridad Todo este instante se vuelve gotas de humo.

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Antonio Bastida: Compañero

En el centro de la soledad queda instalado mi cuerpo. En el urbano sentimiento en el que nos conducimos. En el misterio enajenado de nosotros mismos instalados en nosotros mismos. En los sinceros ojos que se miran. En las desoladas nubes del gris color de la tristeza. En el yo de mi mismo, navego. En el cansancio me muevo. En el malestar si quiero me regocijo. En el dulce labio me balanceo y siento el fuego. En la amarga lágrima abrazo el deseo. Si quiero vivir mejor lo intento. Si no quiero ser tu compañero no lo soy. Si no me gusta vivir muero. Si me gusta sufrir muero en vida. Se escapa todo y nada es seguro. El pez nada y la corriente es fuerte. La pena se funde con el agua surgiendo la dolorosa gota de sal. Nada parece lo que es si lo miras desde atrás, pero lo que está siendo también lo mirarás. ¿Entonces lo será o lo estará siendo? Lo más seguro es que haya sucedido.

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León Berenguel Fenoy: El compadre

Cuando la dama de luto riguroso toca a mi puerta y ésta se abre de par en par, extenuados e inertes mis sentidos, temo el incierto más allá. Agotada la lista de espera, los días quedarán atrás. Cuando la negra dama invade hasta mi alma, temo lo que después vendrá. El cuerpo devorado entre larvas. El alma rumbo incierto tomará. Cuando de mi existencia nada quede, temo viajar a no sé qué lugar. Quedan mis seres queridos. Quedan los que me recordarán De mi existencia ya nada queda. Epitafio y triste final.

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David Botía Ordaz: Alucinaciones

Soñé que no te veía y que todo era deseo, por donde fuera te olía y de cuanto poseo me despojabas con alegría. Tu silueta siempre a lo lejos vislumbraba entre abedules de sus troncos expelían tules preludio de eróticos festejos. Yo corría sin cansarme las gasas mis ropas desprendían impregnando mi piel de tu fragancia que me invitaba a abrazarme creyendo que ya te tenía. Miré a lo lejos, allí estabas, oía tu risa, tu enigmática puerta, gritaba pero te alejabas porque jugabas después de muerta. Vi tu rostro cadavérico me espanté de inmediato quedé sin aliento cayó en mí tu cansancio. Seguiste corriendo y a risotadas me invitabas a perseguirte a que te pillara me tentaste pues tu sonrisa era mía, dijiste. Un hedor a podredumbre me inundó nauseabundos pensamientos me trasladaron a los cimientos del amor que este sueño provocó, oía tu risa a lo lejos tu voz juguetona me llamaba querías que te abrazara pues terminado el cortejo me iluminarías la cara.

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Con espasmódico terror me acerqué tu sentada me dabas la espalda tu cabello mecido por suave brisa me impedía vislumbra tu tez, lentamente te volviste y una mano me tendiste asiéndome firmemente me miraste y comprendí por qué amarte, tu rostro era luz tus mejillas eran estrellas tus ojos de miradas llenas eran mi cielo azul. Déjame morir y descansa este será nuestro fin yo me quedo aquí vete al mundo, aún hay esperanza, te acercaste a mí tu aliento me exhalaste y poco a poco te alejaste con la sonrisa del buen partir, cuando te quise preguntar el mundo me vino a despertar con un súbito espasmo de dolor por el ruido de mi ambulancia.

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Luis Domercq Muñoz: Acto de creación

Se parte de un espacio vacío, virgen, revolucionante. Se da pie a un proyecto que no tiene por qué haber sido concretado. Nos introducimos como agentes en una espiral que se dilata: fluimos, con las herramientas suficientes: las ideales y las de mano, observando los silencios que siguen a cada paso que damos. La contemplación puede ser terrible: el dolor de la última yema atraviesa el cuerpo y alcanza a las raíces sin perder intensidad. El dolor al contemplar, neto como un calambre, puede darnos un hambre de vacío que nos deje sentados unas cuantas horas. En ese tramo, ¡piensa en la bombilla!, alcanza a comprender la ley del englobamiento, alea tu instrumental y prosigue simbolizando. La espiral es una curva constante, un vértigo asegurado para la creación: pero, ¿¡no están las cosas más bellas sembradas de improntas secretas que claman al mínimo corte!? La lógica rellena los espacios con riguroso espesor, y tú, que estuviste aprendiendo a luchar primero y luego mal luchando, ocuparás tu puesto de lacayo, darás de nuevo la espalda para seguir buscando mientras olvidas cuántos nuevos espacios iniciaste hace ya.

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Ed. Expunctor: Donde el dolor palpita

Aquí palpita el blanco dolor encadenado, inconcluso lamento que deshizo tu rostro con sus surcos de espanto, quemó la sacra casa donde tu alma guardaba sus amadas reliquias, diez mil púas de erizo en tu pupila virgen y un sacrilegio ciego que al olvido condena tu hermosura de asfixia blanca ya caducada; aquí, brillando, blanco dolor, encadenado a tu lengua, constriñe tu corazón inquieto y aprisiona tu cuerpo con su garra invisible, te bloquea la mente, martiriza tu verso, aprieta tu tráquea, adereza con clavos esas tristes comidas que no se precipitan a un estómago vivo, sino a un abismo pálido que se seca sin tregua, se reseca sin pausa y se repliega blanco hasta yacer exhausto. Aquí Dolor palpita infinito e informe: ingrato pajarraco, obsceno y maldito, exhibiendo tus plumas de blanca ausencia eterna, cacareas mis ruinas, festejas mi tragedia, degüellas mi pupila y en mi entraña anidas.

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Eddie (J. Bermúdez): si de mí pendiese / no saber empezar

si de mí pendiese un centenar de crines y el arandel de un zafiro fuese el desparpajo de tus vientos yo sería tierra y la tierra sería simiente si de mí pendiese una alcayata en forma de amargura y las nubes fuesen núbols yo sería trigo y la siembra sería mazorca amarga

 no saber empezar empezando por un pozo de ambivalente tristeza no saber continuar sino con el soplo de la inconsciencia hacia un bosque de alcoholes ni tan siquiera finalizar con una radio de esperanza igual al epitafio escrito en un grano de arena de un desierto que no es más que polvo

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Toni García Arias: Frágil cronología

Hace apenas un minuto era joven. Ahora, en cambio, me asalta la vejez como un frío repentino que me hiela los brazos. Soy el hombre que soy y aquél que no he acertado a ser. Cada arruga de mi rostro es el testimonio sólido de una infinita torpeza. La esperanza es el desván donde acumulo mis sueños ya inservibles. Estoy cansado. Temo que no haya más piel en mi rostro sobre el que inscribir otra derrota.

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Ernesto Fernando Iancilevich: Una pausa sostiene cada verso

A la memoria de Roberto Juarroz

una pausa sostiene cada verso como posdata de algo que está detrás del poema como una escritura paralela que prosigue cuando el poeta se levanta de la silla o se rasca la cabeza algo que muerde los bordes del poema los bordes del verso los bordes de cada palabra y dobla hacia adentro el poema el verso la palabra pero sospecho que detrás de la pausa debajo del doblez nada nos espera nadie nos aguarda no un andamiaje con retenes de lo mismo no un feudo avasallante de culpas y deseos perdones y gracias promesas y esperas sino un no vertical como una sombra caída un no que siendo nada sólo así nombraría pero tanto nos hemos habituado a la presencia surtida de palabras y cosas y de nosotros mismos que la pura ausencia me temo no podría nombrarnos a no ser que saltáramos por debajo del doblez detrás de la pausa por donde todo se escurre 19


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se desnombra se anonada se deshace: la escritura del cero debajo del silencio el vacío sin figura detrás de Dios

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José Manuel Martínez Sánchez: Retirada

Ya no cojo las rosas, para qué si habrán de marchitarse, lo dijo el poeta, ese biólogo del alma cuyos ojos persiguen dar forma a la experiencia. Ya no me pregunto por el paso del tiempo, pero finalmente él siempre me interroga. Me interroga en el espejo, y en las esquinas donde otros rostros más jóvenes se cruzan, crueles, con el mío. Ya no sueño, tampoco, con el despertar eterno, ni con el instante único que nos revela el deseo. Ya no sueño con la vida quizás porque ella ya no sueña conmigo. Se torna mi voluntad en la consecuencia de una vida sombría, mediocre, destinada a desaparecer con la niebla que va dejando el tiempo. Se torna mi voluntad en la consciencia de que uno poco a poco va conociendo más de cerca a la muerte y aprende a ser esquivo con ella, pero inútilmente, porque todo parece recordárnosla. Un padre que nos deja, un niño cubierto de moscas que desconoce la miserable pantalla de televisión que le observa. Un vagabundo que se apaga por cada gota de vino que la desesperanza posa en su alma reseca tirada en las aceras. Una bomba de odio que estalla sobre cientos de almas, sobre miles de instantes, en cada conciencia. Pero ya no me queda tampoco la conciencia. La he vendido, para no morir de pena.

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Mister Uribares: Nocturno desengaño

ADARVE Bajas pasiones (alfabéticas)

La suave ese es una letra sensible, un silbido apenas sonoro de forma sensual y sublime trazo. Desearía ser su sombra y sutilmente poseerla.

***

Nocturno desengaño A Xavier Villaurrutia

Dormir, abandonarse al sueño en arrebato de nostalgias, colocar la oreja en la almohada hasta escucharla decir: Es mentira Es mentira abrazar la pesadilla y ataviarse un traje de sastre ¡traje desastre! en el más tormentoso desvarío en el más caótico bostezo, seguir con el soplo de inconciencia hasta formar un hueco en el pecho 22


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y despertarse de pronto a la vida, la vida que es la muerte.

***

Hipocondría Para este dolor de laberintos en el pecho, síndromes de ausencia y culpas de hipotálamo: ni píldoras ni sueros ni ampolletas Sí el marcapasos de tu adentro.

***

Todo lo veo en azul: la noche tus ojos y el miedo, el horror es mar tejido con hilos de gusano que lento borda, el azul de la hipocondría es tenue, como el velo de la falsa muerte, azul de plomo la claustrofobia y azul con patas el miedo a las arañas, acalorados de sí, los amantes despliegan abanicos de múltiples azules, y los curas, psiquiatras o abstemios se visten color cielo por las noches. Si no viera de mí brotar esta sangre tan pero tan roja, diría que estoy envuelto ya en azules de otro mundo.

***

El miedo es hijo de un matrimonio extraviado en el tiempo.

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Unión (cuasi carnal) entre el silencio marítimo que precede a la nada, y el aullido que no necesita metáforas acto nupcial que dura apenas, donde uno empieza el otro encuentra su muerte el miedo robusto bastardo nace, primogénito de llanto prematuro.

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Alfonso Navarro Hurtado: La asunción del otro

(Selección de poemas)

1 Divinidad Se redondea el tiempo. Levanto la mano hacia ti, pero no estás en la hora. Cuánto ha llovido desde tu desaparición. 5 Campesinos Ya no hay nada más. Las palabras son manchas y el campo lo inaccesible. ¿Dónde estoy si esta no es mi casa y tú no eres mi reflejo? 11 Anciano Ahora lo veo claramente. El hombre siempre ha estado ahí, ha permanecido inalterable, ha sabido esperar. A su pesar, a su pesar, a su pesar. 12 Música Me veo tocar el violín, pero no sé tocar el violín. Me veo escuchar, pero tampoco sé escuchar. 25


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Y todos son la misma imagen: El yo devastador. 39 Desnudo Tus pezones apuntan al universo, tu vientre apunta a mi memoria, tus muslos apuntan al pasado y al futuro. Pero no veo tus ojos. Tus ojos están fuera. No han venido. 46 Interior Tengo una silla. Está rota. Tengo una vida rota sobre la silla. El espectáculo es desolador, pero se tienen. 49 Paisaje El final se describe a sí mismo. No es que no quede nada, es que no importa.

55 De pie Te veo desnuda, relajada, alegre, dulce, plena, pero con los zapatos puestos y creo que te vas. Será porque yo estoy vestido, tenso, triste, amargo, vacío. El amor es raro.

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56 Naturaleza muerta Hay gusanos en el corazón que se lo comen todo. Se ayudan, cooperan y acaban su trabajo. La existencia es una crisálida perfecta. 63 Annetta I Mujer con cara de hombre. Mujer espejo. Mujer no. Hay una anulación en el paraíso, una baja en el campo de batalla. No queda ni odio. 69 Mujeres Reunión de mujeres en torno a mujeres, sobre mujeres, bajo mujeres, donde mujeres, hasta mujeres. La preposición es femenina, como casi todo el encanto. 73 Ida Mañana buscaré lirios para que sonrías. También buscaré latidos que compartir contigo. Es brutal este destierro de sentimientos que me paraliza. Mañana.

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80 Jersey Calles. Toda la vida es una acera elemental. Sin prodigios, anónima. Tráfico y grietas para un paseo entero y distraído. 86 Vacío que aloja Contener es igual a cero. Vaciar es igual a infinito. El orden de los factores altera el éxito o el fracaso, pero no cambia la culpa

Alfonso Navarro Hurtado La Asunción del Otro, Pictografía Ediciones, Murcia, 2007

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Pepe Hdezbj: Por mi parte

Por mi parte, me disponía a pasear en la noche cuando tu ángel de amor vino a visitarme, e instigado por mi musa, caí en la tentación de dejarme acariciar por tu voz. Mientras caminaba pensaba en qué cosa nos había unido, a mí sólo se me ocurría una, de juglares y trovadores oficio, con destino a la Estación de los Amores que llega sin avisar, como cantaba Battiato. Me preguntaba también cómo te encontrarías: de la gripe invernal , de tu cansancio estacional, de tu "vivir sin vivir en ti" que versaba una santa. Que no necesitas justificar cada paso que das, que los deseos no envejecen a pesar de la edad, que los horizontes perdidos no regresan jamás,... Que sigas soñando por siempre de los jamases, más allá de las siestas vespertinas, y si el fatum lo permite que sea conmigo, Amén.

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Lucía Plaza Díaz: Al caer el día

El mejor momento del día comienza Cuando la luz eléctrica Se vuelve puesta de sol en la oficina Y las farolas Que tirotean la penumbra de la calle Mayor Se transforman en migas de pan Y la línea 1 En sendero de baldosas amarillas Es entonces cuando tú Empiezas a ser Un punto relevante En el fluido de coordenadas del universo La cruz exacta En este asfáltico mapa del tesoro El mejor momento del día se aproxima Cuando las bisagras se rinden ante las palabras mágicas Y tu voz Dobla el ángulo conocido del pasillo Anticipándose a la sed de mis manos El mejor momento del día llega Cuando tus piernas Se abrazan a las mías por debajo de las sábanas Y nuestras pestañas dibujan Nuevas cartas estelares En el cielo dérmico del otro Y así Nos quedamos dormidos Mientras las luces de la ciudad Una a una Se apagan

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Juan Manuel Sánchez Meroño: Crucigrama

CIMERA Fungible Hacía penal Condena Cayado Engastado Asidero seccionado Colmado Trasvase Sin Fustes Castrado Crucial Cribado De Dúplice Astado Con Decoración Con Gruente Con Corpóreo CUERPO A TIERRA

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María Sivana: El útero de la vida

Ser uno mismo ¿te preguntaste si se puede Ser uno mismo sin el otro? Cristina Siri

Oblicuos rostros del pasado Desde aquel instante de luz La sombra se hizo residuo Infiltraciones amorfas de sentimentalismos Poeta lejana alejando sus pasos de mí Se escucha en la noche recorrer los anaqueles Se desespera en el intento de tocarme Cálidas manos de lluvia estival Amante de las formas perfectas Me sé desnuda ante su presencia que es ausencia Ambas andamos recorriendo el mundo a pasos de elefante Ingenuo astro escondido bajo la almohada Las voces murmuran blasfemias Nada es cierto, todo es caprichosa relatividad Menos mi alma y la de el viejo ángel rejuvenecido Ella me abre el corazón con finas garras de paciencia Sabe de mi dolor porque fue el suyo Sabe de mi amor de esferas porque en esferas gira junto a su par Abro un libro escrito con sangre de sus venas Dice su nombre impronunciable Releo el pasado conteniendo lágrimas Todo el tiempo escupiendo olvidos Casi su imagen se borra de mis pupilas Escondo los recuerdos por no enfrentar el exilio Papeles, cuadernos, objetos que hablan por sí mismos Hablan como su boca como su lengua como sus labios Hablan con el léxico de los desaparecidos Y yo intento llamarla, retenerla en mí para no quebrar la fe Pero la piel se perdió en un pozo de fuego Su aire aún dilata mis manos, la busco y no la encuentro alguien levanta su dedo juzgador y dice muerte! Y yo me muerdo las uñas de la impotencia ante la falta de palabras Ella lo sabía mejor que yo Ella sabía que yo sabía verdades con los ojos tapados Ella lo sabía y en el desierto, desde lejos, pronunció la palabra amor Me abrigó en su último abrazo dentro del sueño Y no pude más que recrear la muerte para comprender su despedida No pude más que intentar la reconstrucción del duelo, doliéndome Quedándome congelada entre la vida y la muerte 32


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Inmovilizada ante el abismo de la duda Presa de mis laberintos existenciales Debí matarme junto a ella para volver a nacer desde el útero de otra vida.

(A mi maestra, Cristina Siri)

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Gonzalo Luis Torres Hernández: Al final del camino

Señor, yo te agradezco cuanto me has otorgado para llegar al tramo final del recorrido y la benevolencia con que me has perdonado cada paso mal dado, cada error cometido. Señor, yo te agradezco que me hayas permitido abrigarme en mi lumbre, yantar de mi labranza, levantarme más sabio cada vez que he caído y perder el camino, pero no la esperanza. Por eso cuando, ahora, al mirarme al espejo veo el rostro de un hombre que se muere de viejo y presiento vacío mi lugar en la mesa, contados los denarios y cosechado el trigo, yo te estoy esperando, Señor, como a un amigo para emprender el viaje del que no se regresa.

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Verde Eléctrico: Gritos

UNO Aquí me presento y aquí grito al compás De gárgaras de mi rabiosa garganta escupidora de ideas, Rebosando el vaso de la vida, desbordando el eléctrico azul De mi conciencia aturdida, un día grata a la voz y a la vida mundanas. Si quisiera que no me escuchases, no te gritaría; Si quisiera que me entendieses, más te gritaría; Y como no sueño con verte alejado de mi grito, Vocifero y balo, como arce en celo, Para clavarte el sangriento puñal seco del berreo, Para mojarte de sucio barro del pantano empapado. DOS No quiero ser objeto de destrucción A manos de un inexperto con ansias De disgregarme en trocitos, mal cortados, Disección sin bisturí y con martillo negro, Entre pupitres, mochilas, pizarras, lápices, Brazos, pelos, piernas, senos, voces, besos... No quiero ser un trauma para el lector nervioso, No quiero ser la risa del mundano docto Vividor e hipócrita, amargando el dulce interés Aprendiz y sincero que un instinto condujo al viajero. TRES Parece que ella no ha aprendido nada, Parece que las páginas gastadas pueriles No han avanzado hacia fines menos grises. Los brazos se levantan, los gritos se elevan, Los sueños se rompen, la vida se esfuma. Miras y ves siempre lo mismo. Los mismos tontos dirigiendo, Los mismos ineptos criticando; Lo mismo para llegar a ningún sitio; ¿Dónde está el mango, dónde está el otro

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Al que me pueda agarrar, para no caer Al precipicio del principio, al libro de las tinieblas? CUATRO Cuando el índigo me invada mi ropa, No voy a sufrir el olor del azul y de la tierra, Porque el verde se me coloca delante, me llama A la puerta del laberinto blanco y negro para terminar En un violeta tranquilo y humeante. ¡Déjame que levite en la alfombra oscura (oscura, pero clarificadora)! ¿No ves que me lanzan dardos a mi diana; y yo, aquí, ahora, me escapo Con estos colores cuando aquella flor sin nombre se abre en la parálisis Solar y ya no hay amarillo, naranja, rojo, dadores de quemazón antisueño? CINCO Veinticinco gritos da al despertar. Los líquidos del sueño invaden su cama. Cada día el retintín se repite. Al chirriar Los cuchillos de la cocina, vallan su nicho Las cinco sombras tangibles de cinco cuerpos sin vida. SEIS Me voy quedando afónico. Las puertas de la casa están casi cerradas. ¡Ay si yo supiese a dónde ir! La corriente es demasiado fuerte para salir Al viento y navegar cual negro navío corsario. Las fichas se disponen a partir. SIETE La calle está ahí fuera si quieres salir A pactar el juego ambicioso y dañino Para la conciencia del difunto histórico, Que se ríe, que llora, que grita, que golpea Su tumba, llena de moho y gusanos, conscientes De la marea incesante, plagada de clamores. Y rompe la tumba. Y la ficha sale. OCHO He leído que alguien dijo: La poesía es amor (¡topicazo!); Romántico es amor (¡barbaridad!); La poesía no es sino árbol, sino brazos; 36


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La poesía no es sino el sueño de un antiamor, sino libertad; ¡No dejad que la amarren a barreras de óxido! ¡Dejad que el ritmo vaya creando su sino! NUEVE El tablero se mueve al compás de los elegidos, Los elegidos planean sus movimientos ácidos, Los ácidos de sus estómagos van haciéndose negros, El negro de sus ojos se clava entre ambos, Ambos saben qué van a hacer allí, Allí sucederá lo que ha previsto la masa, La masa, aquélla masa que nunca sabe por quién va a ser engullida. DIEZ ¡Ya es demasiado tarde! ¡La partida ha empezado! Ya los peones han muerto, Ya los alfiles fueron cegados, Ya los caballos desprovistos de sus jinetes, Ya las torres derrumbadas por aguas coléricas, Ya la reina, mi querida reina, fue cortejada por el aliento de las sombras, Ya mi rey, no podéis hacer nada, no pintáis nada, lanzaos desde una esquina, ¡ahogaos!

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NARRATIVA: RELATO

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Pablo Aguiar Cáu: Doble lectura

No hay casi sol, sin embargo me siento en la plaza a leer un libro. Tiempo es lo que me sobra. Saco cuidadosamente el señalador y continúo por la página 126 de Redoble por Rancas, libro que releo cada tanto. Creo que ya lo debo saber de memoria. Cuando uno lee en la plaza, sentado desprejuiciadamente en el césped, por el rabillo del ojo van pasando siluetas. Un señor con maletín y traje oscuro con corte italiano, una mujer con sus dos hijos a cuestas, una pareja con el pelo húmedo. Enciendo un cigarrillo y miro a los que están sentados en los bancos. Volví a poner el señalador en su lugar. Una pareja mayor me había llamado la atención. El hombre, imagino, está nervioso. Golpea con el sombrero su muslo, como los cowboys de las películas. La mujer teje al crochet un shetlan color mostaza (con aguja N° 4). Desde donde yo estoy no logro escuchar el diálogo pero lo imagino. Le pregunta si le gusta el color, él le dice que no, pero lo mismo da, ella se ofende, él insiste en que la ridícula que va a usar ese color es ella, ella se ofende más y se le escapan unos puntos, él sigue dale que va con el golpeteo sincopado del sombrero en el muslo, ella le dice si no le hace frío, él responde que no, querés que vayamos yendo? para qué? para que te pongas a ver la tele en el comedor de diario? mejor nos quedamos acá tomando aire fresco, no trajimos nada para picar, dice él, siempre el mismo, si dentro de un rato vamos a ir a tomar el té a lo de Mechita, yo también tengo que ir? prefiero ir al club con los muchachos, muchachos? por favor!! el más joven tiene más de 60!! Muchachos, no me hagas reír! De repente el hombre le pasó una mano por el pelo a la mujer y todo mi diálogo imaginario se derrumbó. La señora levantó la vista del tejido y le sonrió. Le regaló un dulce beso en la mejilla y se levantaron despacio. El hombre se calzó el sombrero y la mujer guardó la lana en una bolsa de Carrefour. Yo volví a la lectura, Agapito Robles había sido detenido nuevamente, cerca de Rancas. Como casi siempre.

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Luis Miguel Blázquez Durán: Con otros ojos

Fui a realizar mi compra semanal, como todos los jueves, al centro comercial. Prefiero recorrer con mi carro los estantes de las diferentes calles e ir sirviéndome sin tener un dependiente pegado a mi trasero preguntándome qué quiero o tratando de que me lleve la oferta del día aunque no necesite el producto. Disfruto con la amplia variedad de artículos que se ofrecen, desde comida a ropa o televisores. Me gusta estar sólo en esos momentos, detenerme y leer las etiquetas, pensar en las utilidades de cada producto, deleitarme con el mundo de formas y colores que me ofrecen los frascos, latas, cajas y bolsas que me rodean, todo ello en una especie de atmósfera íntima. Es como si entrara en una burbuja que me aísla del mundo; es mi mundo pequeño y controlado. O casi, porque he de reconocer que a veces también lo paso mal, siempre en el mismo lugar, siempre cuando paso frente a las carnes. Allí hay una puerta tras los mostradores y los dependientes que las primeras veces me pasó desapercibida pero que poco a poco, semana a semana, iba llamando mi atención de forma subliminal. Era grande y blanca, con aspecto de pesada, como la puerta de un gigantesco frigorífico. Cada día que iba captaba más mi atención. Empecé a sentir nerviosismo cada vez que pasaba delante de ella, un desasosiego parecido al que me producía de niño dormir con la puerta cerrada y en total oscuridad. Llevaba semanas sin comprar carne por no acercarme. Tenía la sensación de que un día se abriría y lo que vería dentro me aterraría. No imaginaba nada en concreto, pero sentía verdadero pánico a mirar lo que podía ocultar. Era un evento que sabía que sucedería irremediablemente, solo era cuestión de tiempo. Un día mis temores se hicieron realidad. Pensaba pasar deprisa y sin mirar ante la puerta blanca, como de costumbre, pero cuando me encontraba a su altura sucedió. La puerta se abrió y vi más allá de su umbral, una fuerza irresistible me hizo mirar más allá del vano. Un enorme carnicero con bata blanca estaba troceando una pieza con un descomunal cuchillo de hoja ancha dando unos golpes terribles sobre una gran plancha de madera. La imagen pasó por mi cerebro a cámara lenta y en completo silencio, como cuando se va la voz de la televisión. Me miró, con su enorme cara de cerdo y sonrió mientras levantaba trozos de carne de un cuerpo humano. Una especie de interruptor se accionó en mi mente y lancé el carro contra una estantería de latas de verduras que cayeron al suelo a la par que grité como un poseso. El sonido volvió y alguien me dijo al oído: corre si quieres salvar tu vida. Y se desencadenó todo. El guardia de seguridad salió corriendo hacia mí con la porra en la mano, a pesar de que yo le gritaba lo que había visto. Me incorporé y salí corriendo, pues noté en él un gesto que me hizo pensar que estaba compinchado con el personaje que acababa de ver. Corrí hacia las cajas donde la gente guardaba cola para pagar, pero todos reían, incluidas las cajeras. Pronto todos corrían hacia mí hasta que me arrinconaron. Afortunadamente perdí el conocimiento y caí al suelo. Nadie quiere creerme. Estoy atado de pies y manos en esta cama y cuando trato de explicarles lo que vi me inyectan un sedante. Dicen que estoy en un hospital y a

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salvo y que lo hacen por mi bien, por mi salud, pero yo no me lo trago. Sé que seré el próximo en ser despiezado por el carnicero con cara de cerdo. Trato de retorcerme y luchar, de desatarme y salir de aquí para pedir ayuda. No me creen porque yo veo las cosas con otros ojos, con los ojos de la esquizofrenia.

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Martín Cid: William Wilson

El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos le acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad. En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -o por lo menos en mi confusión eso me pareció al principio-, alzábase donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí. Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos! Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo: Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo! William Wilson, de Edgar Allan Poe I Y comenzó mi eternidad vencida en tus ojos hundidos. Bajo tus cuencas ovaladas de gran rusa murieron mis recuerdos culpables, bella madre y tierna amante, en la estepa interminable de los pastos ausentes..., bajo el sagrado icono de la sublime virgen blanca. Y así era ella, de bellos ojos verdes y largos y negros y sedosos cabellos que caían aceitosos y ligeros sobre sus hombros desnudos. Así era ella, y así fue sólo en el primer instante que contemplé los ojos de la gran heroína trágica, aquellos ojos verdes en los que se perdió éste su amante narrador. En esos tus hombros perfilados sutiles, Adaia Ivanovna, bajo tu rostro de ángel negro lloró tu autor, y sobre el recuerdo de tus labios de sangre y vino y tragedia murió aquel joven llamado Nikolai 42


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Andriasevich, por siempre Andriasevich. Era yo por entonces un joven tímido y carnal, turbado a mi pesar, voluptuoso sin compañía con la que poder regocijarme. Era en esos días ese cándido y romántico Nikolai, muerto hace ya tanto tiempo, ese tierno Nikolai que vagaba por las calles de un Petesburgo enterrado entre las páginas de los novelistas sin nombre, reconstruido por los grandes, nunca igual en las descripciones de los maestros. Era el Petesburgo que se abría ante los tiernos ojos de un colegial melancólico que soñaba con algún día poder la Troya sagrada asolar con las legiones de palabras emanadas de su pluma. Solía Nikolai Andriasevich pasear hasta bien entrada la noche bajo el cielo encapotado de un Petesburgo amable y terrible al tiempo, desertor de su tradición y ya deudor de un futuro que ni los más pesimistas se atrevían a predecir. Paseaba Nikolai y miraba aquellos tejados construidos con niebla y piedra, maravillosos, cubiertos de oscuridad y nieve, arropados por las voces de la ciudad toda. Eran los silencios de Piotr y las voces de Iván y Sonia, y eran las discusiones de los Rodia y Leon, eran las peroratas perdidas de los nombres extraviados que hablaban sobre la miseria y sobre el futuro, que disertaban acerca del frío y trataban de olvidar el hambre, mientras que de sus gargantas dejaban escapar un suspiro de admiración por la gran Rusia, la odiada y grande, la única madre Rusia. Paseaba el joven Nikolai y trataba de recordarlo todo tal y como era, en su miseria y en su grandeza infinita. Componía el joven versos a la pobreza y adagios a la miseria, y en su mente huérfana de certezas reflejaba un mundo perfecto y amable, tierno de engaños por amor e inexperto de traiciones debidas a la pasión... Y el joven e inocente Nikolai lo ordenaba todo, y así trataba de componer una obra de caracteres góticos y compases abstractos, de tintes grotescos y pinceladas suaves. Así pensaba el ya fenecido Nikolai en aquella noche blanca, bajo la oscuridad fingida de una luna que buscaba su rostro bajo las aguas. El viento silbaba a través de los imponentes edificios de Petesburgo. Se podían escuchar los lentos pasos del embustero en la lejanía, el caminar acompasado del seductor, la marcha cercana del contrabandista y el usurero..., se mezclaba esta música toda con el suave transitar de las aguas entre los peñascos, con el ladrido del mendigo y con el canto dulce de la prostituta. Se escuchaba el suspiro de la brisa y los ecos perdidos en el destierro, se percibían las risas distantes y los lamentos presentes, se reunían las miserias y las voluptuosidades en un instante, y así todo trataba de inmovilizarlo y contenerlo en una eternidad finita aquel joven llamado Andriasevich. Nikolai escuchaba todo y respiraba los mil perfumes que permanecían serenos en el ambiente: Olía a caldo y a orín, hedía a miseria y se respiraba el inconfundible tufo del caballero. Se percibía el anárquico olor de una pipa de madera quemada, y la tenue calada de la mujer ebria. Huele Petesburgo a agua estancada, y la brisa nocturna recorre junto con el paseante las calles oblicuas de licores y empinadas de rosas. El tiempo transcurría quedo y silencioso, distante, amargo, y todo ello lo paladeaba exquisito el sibarita Andriasevich, yo mismo, cruel narrador de ésta la historia de mi dulce decadencia. Fui hacia arriba y regresé, y luego tomé un callejón que me llevó hasta una gran plaza, descendí a través del angosto pasaje de la ciudad y coroné la cima. Por entre las callejas se cumplieron las horas..., y el todavía agraciado Nikolai comenzaba a sentirse 43


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exánime. Confundido por la noche, perdido bajo el humo de la gran ciudad..., sobre una pared cercana se tendió, sabedor del peligro y de la cercanía de las malas gentes que por aquellos lugares vagaban. Tendido, recostado sobre una pared mugrienta, sobre la orina de los perros y bajo la mirada de los ángeles. Cerró los ojos y trató de regresar de nuevo al “pensamiento” -como él lo solía llamar-. Un silencio y un compás recio, in crescendo sobre el sonido lejano de las aguas... Así concluyó todo, fundido entre las voces que provenían de una taberna cercana. Eran las voces de los desheredados y de la picardía, las voces de las mujeres sin velo y hombres sin moral... Se trataba de una vieja taberna situada en el barrio bajo de la ciudad. Había leído muchos libros que relataban las vivencias de aquellos ciudadanos: Hombres alegres que vivían en libertad la mañana y embriagados en las efímeras noches... Mujeres sinceras y corteses que entregaban su corazón al guerrero cansado que regresaba al hogar. Y allí entró, entré, y así observó los rostros macilentos de un enjambre sin reina, miré a los hombres que buscaban en el fondo del vaso un recuerdo amable, a las prostitutas sin compañía, a los mendigos sin limosna..., y a los hombres sin rostro todos, sujetos ciertos de historias ya concluidas. La estancia era pequeña, de unos setenta metros cuadrados, torpemente iluminada con algunos quinqués. Se trataba de una clásica taberna de barrio: Una larga barra de madera gastada, un patrón algo entrado en carnes y malos modos, varios clientes desarrapados dispuestos sobre las mesas, un par de camareras que lucían prominentes escotes y una tercera sirvienta vieja y fea... El aroma que allí se respiraba era indescriptible, no debido a la fetidez ni al perfume, sino a la desbordada mezcla de los olores más dispares. Aquella taberna rendía al viajero por los ojos y le derrotaba con el olfato. El joven Andriasevich, costosamente engalanado pero torpemente ataviado, tomó asiento en una mesa situada en una esquina. La más anciana de entre las sirvientas se acercó hasta él y balbuceó unas palabras que Nikolai no comprendió, o unas palabras a las que el joven no prestó atención. Nikolai estaba aturdido todavía por el frío, y helado se había quedado al ver la gran pústula que sobresalía de la nariz de la tabernera. Ella se retiró, él allí permaneció. Algunos de los hombres comenzaron a mirarle fijamente, estudiando sus facciones poco curtidas, sus ropas algo gastadas pero todavía rozagantes. Allí esperó sentado algunos instantes, varios minutos, o quizá horas, no lo sabía. Más tarde regresó la tabernera, que sostenía una gran jarra con un licor que pretendía asemejarse en color y aroma a la cerveza. Depositó el recipiente sobre la mesa. Unas pocas monedas bastaron. Soy incapaz de recordarlo tal y como sucedió... Mil y una veces traté de componer la escena siguiente, mil y una veces fracasé. Me imaginaba observado desde lo alto de la taberna por ella, Adaia. Ella daba las instrucciones precisas para que el joven sentado a la mesa subiera junto a ella. Lo habría hecho no por dinero, sino por compasión hacia él, le habría entregado sus besos por misericordia, le había concedido sus dones por altruismo o simplemente se le había entregado por desmedida humanidad. En otras ocasiones imaginaba una escena totalmente diferente: Una noche áspera, una cartera vacía, un amante joven y vividor, la necesidad unida a la lujuria..., ese joven de galantes vestiduras parece una buena presa...

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Sin saber cómo ni cuando, me vi apostado en el piso superior. Se trataba de un conjunto de estancias separadas entre sí por un largo pasillo: Dos hileras de puertas simétricas y oscuras, dos filas de las cuales emanaban los silencios de la miseria. El largo pasillo estaba rematado con cuadros de temas libidinosos. Aquellas paredes forradas de terciopelo rojo sellaron mi última perdición... El despertar fue leve entre las sábanas blancas y entre sus labios húmedos, entre los rostros cómplices y las miradas y los gemidos. Una pequeña estancia lujosamente decorada (contrariamente a lo expuesto en el piso inferior): Blancas paredes dibujaban sombras en el espacio, motivos florales dispuestos a idéntica distancia unos de otros, multitud de velas cómplices de nuestro futuro secreto..., una enorme cama cubierta de rojo edredón, y su rostro en el centro, esculpido certero como un perfecto busto griego. Nunca supe donde estaba, por qué me encontraba allí, en qué estado me hallaba..., sólo supe que estaba frente a su rostro, anguloso, terso, perfilado, joven y contorneado... Ella deslizó su mano izquierda sobre mi rostro y apartó un matojo de cabellos que caían irrespetuosos sobre mi rostro. Me contempló unos instantes y luego se separó de mí. Paseó por la alcoba y exhibió ante mis ojos ausentes sus voluptuosas formas femeninas. Sonrió por vez primera y pronunció su nombre: Adaia Ivanovna. Unos rublos bastaron para comprar sus besos. Era ella como las rosas que crecen entre los matorrales, como la miel y como la absenta, era ella como el jazmín, era frágil y acabada, magistral y delicada era ella, Adaia... Los besos fueron cálidos y cercanos, ejecutados con esmero y precisión, sin alardes, como un buen jugador de billar ejecuta las carambolas, sin dejar que el rival se levante, embelesándolo con su bello y efectivo juego. Y así lo hizo la noche entera. Se había terminado, y una nueva eternidad había comenzado para vuestro por entonces joven narrador. Allí regresaría cada noche para comprar sus favores. Cada tarde escuchaba los murmullos más allá de las lánguidas paredes, y ella callaba... Pasaron las noches y se sucedieron los ocasos, los amaneceres cubiertos de silencios y los crepúsculos teñidos de deleites. Ella comenzó a interesarse por el alma de aquel joven caballero Nikolai al que su sonrisa había ya por siempre apresado: Fueron primero palabras atadas por las maneras, luego promesas buscadas y halagos fingidos, más tarde palabras amables, nunca afectadas, sonrisas sinceras. En muchas ocasiones él sólo la escuchaba, y así componía cuadros con un rostro teñido de azul y bermejo, de regocijo y esperanzas. Adaia era la reina, y el joven Nikolai Andriasevich sólo un fiel peón que la protegía, dispuesto siempre para un seguro sacrificio. Nada cambió en dos meses. Cada noche se repetía el mismo leitmotiv: Un saludo cadencioso, unas palabras amables, una armonía suave de besos a compás de dos por dos, una estructura fina y cohesionada con velas y ritmos. Adaia era cada noche la misma, idéntica dama blanca que acudía a mis quimeras literarias para apaciguar los sueños románticos. Por aquellos suburbios comenzaron a llamarme, a llamarle, “el caballero”. Hasta mis oídos llegaban los insultos y las burlas... De vez en cuando, algún que otro truhán dirigía un cuchillo hacia mi corazón enamorado, y así me asaltaba: Era una pequeña retribución que había que donar al castillo por los divinos favores de la princesa. Nada me detenía, y allí me esperaba ella siempre, esperando una respuesta a la pregunta que 45


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no me atrevía a realizar. Mis labios sellados guardaron silencio y los suyos permanecían ocupados para poder hablar.

II Corrían los tiempos de la Rusia prerrevolucionaria, los tiempos de los cafés atestados, en los que todos susurraban y hablaban de política y sistemas de gobierno, tiempos llenos de misterios y conspiraciones. Eran también los tiempos de las caídas de las grandes fortunas, los últimos años de un zarismo ya caduco, olvidado, ahora añorado. La mentalidad de todo un país estaba cambiando, movida por las promesas de bienestar que traían las pujantes industrias de la Europa occidental. El antiguo modo de vida ruso que tantos siglos había durado, que tantas victorias nos había traído, que tanta hambre y miseria nos ha dejado por siempre, triste herencia..., estaba dando paso a aquella triste conciencia ciudadana de lo social y del papel del mendigo en la vida política. Lejos quedaban ya los tiempos en los que el joven Andriasevich recorría junto con su familia los verdes prados de Italia, la sutil serranía de España, los elegantes edificios de Polonia, la magnificencia y el estilo alemanes, los alegres conjuntos franceses... Eran los tiempos en que la economía de un joven burgués, por muy acomodada y aristocrática que la ralea de éste fuese, distaba mucho de ser óptima. Dependía todavía el joven Nikolai de los pocos rublos que mi familia me otorgaba religiosamente como asignación al año. Por ello, los gastos por obtener compañía femenina comenzaban a ser preocupantes: Desayunaba en una taberna cercana a su domicilio, en la que sólo el bajo precio justificaba el insoportable hedor que allí se respiraba; los elegantes salones de té habían dejado paso a los suburbios y la carne cocida; había dejado a un lado a mis antiguas amistades, todo por la promesa tácita de una noche perpetua... -No importa, es por amor. Y por amor se mata, y por amor se muere –se decía para sus adentros Nikolai, que tenía más razón de la que se atrevía por entonces a reconocer... Y fue así como sucedió por vez primera. El joven Nikolai Andriasevich, despreocupado y caviloso, se dirigía hacia la taberna, en donde le esperaba una noche cubierta de voluptuosidades y gastos. Sucedió frente al río, cerca de la gran plaza. El viento helado rasgaba mi piel y el pavimento parecía despegarse de la tierra. Era la noche extraña, inane, disimulada, una noche de violencia apaciguada que parecía querer ocultarse tras aquel soplo distante. La oscuridad no estaba dispuesta a contemplar lo que iba a suceder, y el cielo prometía estrellas que jamás llegaría a cumplir. Lo contemplé allá en la lejanía, sentado en un banco de madera, mirando siempre de frente cómo las aguas acunaban a las estrellas. Perfilado, selecto..., el cuadro poseía ese sutil encanto del viejo enmarcado de un taller de Petesburgo, un fino acabado, notable composición, distinguida temática: Una sombra embutida en un 46


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sombrero de ala ancha, pequeña figura azotada por los vientos y resguardada por las nubes blancas y las noches oscuras. Me acerqué como hacen los niños, temeroso y esquivo, lentamente, con cierta picardía, sin temor. No torció su mirada cuando sintió próxima mi presencia, eso estaba reservado para mí. Había llegado hasta él. Levantó levemente la cabeza, y pude ver por vez primera esos ojos hundidos y esa media sonrisa dibujada pálida sobre su rostro filoso. Llevaba la barba recortada con esmero, cómo sólo los jóvenes hacían en aquellos tiempos, las manos cubiertas por guantes, y sobre su mano izquierda sostenía un bastón que hacía bailar incesantemente de un lado a otro. Sus cabellos caían ralos sobre su amplia osamenta, perfectamente recubierta por un largo abrigo negro que caía sobre el piso. Con tierna inocencia y esmerada educación toqué la parte alta de mi sombrero en señal de saludo, él correspondió como un buen caballero y sonrió Porque el diablo siempre sonríe. Aquella noche la melancolía barrió sus besos, y sólo mis monedas pudieron arrancarle una sonrisa. Mi eternidad comenzó por vez primera cuando él habló, embutido en su elegante sombrero de ala ancha. Aquel jovencillo, en el que el falso espejo de los años me impide reconocerme, recorría caviloso las calles de un Petesburgo ajeno, perdido ya por siempre en mis pensamientos y en mis deseos de joven inocente. Era su presencia, eran esos ademanes estudiados de aristócrata en paro, la media mirada siempre pícara, el gesto torcido, la noche de Petesburgo que prometía besos y recogía palabras e ilusiones. -El amor es algo extraño -dijo con su marcado acento alemán. Se trataba de un hombre ya hecho, pero que no obstante mantenía esos rasgos juveniles y maduros que tan interesantes hacen parecer a algunos. Sobre su rostro lucía una fina barba bien perfilada; poseía un cuerpo fino y espigado, y con sus manos rectas y fuertes sostenía un gran cigarro-. Largos no son los días de vino y rosas, ¿no lo cree, joven? -El hombre extendió la mano para estrechar la mía, y así de la misma manera le correspondí-. El hombre trabaja por la gloria y por la inmortalidad, por la dicha de Dios y por la admiración del hombre, pero sin embargo es capaz de abandonarlo todo por los favores de una mujer... Es un poco embarazoso, ¿no lo cree así, joven Nikolai? -Las pausas, esos dones, la teatralidad en su rostro, la sátira siempre presente en la mirada perdida. Una actuación, sin duda-. ¿Cómo conozco su nombre? Yo sé muchas cosas, y estoy dispuesto a entregárselas todas, y todas ellas pueden formar parte de ese libro suyo que aspira a escribir. -¿Quién es usted? -inquirí, ya prediciendo la segura respuesta. -Eso carece de importancia, amigo Andriasevich -dio una calada al enorme cigarro-. Si equivoca usted las preguntas quizá no halle las respuestas que tanto está buscando. Es maravillosa esa Adaia..., -entornó los ojos y se atusó el sombrero- esos ojos verdosos, sí, ligeramente rasgados, la mirada que tras ellos se trasluce, sincera..., pero muy, muy profesional. Por no hablar de ese cuerpo de mujercita reciente, casi una niña... ¿Cuál es ahora la pregunta, señor Nikolai Andriasevich? 47


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-¿Qué debo hacer? Aquella sería mi última noche, y la primera de mi existencia, el despertar certero a una vida de conocimiento nuevo, y ese mundo que hasta entonces había sido mi hogar desaparecería por siempre, siempre jamás. Él me prometió los secretos que yo jamás me atreví a soñar conocer, me ofreció las claves del alma humana y la eternidad sobre la conciencia y sobre la muerte, me ofreció el tiempo y el secreto de la belleza, me ofreció las nubes y los arroyos... Él me ofreció el amor eterno de Adaia, mi alma gemela... Y todo ello a cambio de una pequeña prestación... -Le ofrezco el conocimiento del gran secreto –dijo aquel hombre de ancho sombrero y fija mirada-. Le entrego el tiempo, las razones y el futuro..., le doy la respuesta a todas esas preguntas que usted jamás se llegó a plantear, porque los hombres han errado durante tantos siglos... Usted, Nikolai Andriasevich, será el último de los inmortales, pero ostentará el privilegio de ser el primero de los hombres... He de solucionar algunos asuntos antes de marcharme definitivamente... Será mañana, a esta misma hora, bajo la atenta mirada de las aguas... Disfrute de esta noche, mi querido amigo, le aseguro que la echará de menos...

III Los besos fueron secos y alargados, estriados y rotos, fríos, prometedores, tiernos y formales. -Mañana todo cambiará, mi querida Adaia, mañana todo será al fin diferente. -¿Volverás, Nikolai? -Mañana, Adaia, mañana conocerás lo que tu corazón encierra. Fue larga la noche, y larga fue la espera que me separaba del último espacio. Ella se sentó sobre la cama y comenzó a desabrocharse la blanca blusa. -No, será distinto hoy. Dispuse sobre la mesa una gran bolsa repleta de billetes. Ella los miró con avaricia... -¡Con esto compro tu alma, Adaia Ivanovna! Ambos reímos y reímos, y sus labios me besaron una vez más, no por agradecimiento ni por compasión. Me besó su boca con miedo y temblor, con terror y pánico, me besaron sus labios porque por vez primera me había visto tal y como era, cruel y altivo, y por el destino sabía que todo había cambiado aquella noche. Mi tacto se deslizó seguro y desplacé su blusa sobre el hombro izquierdo, de tal manera que quedaba la zona derecha de su busto desnuda. Dispuse su cabello oscuro sobre el vestido, para así poder admirarlo. La cabeza, esa fina y esbelta figura sostenida por el largo cuello de cisne, estaba ligeramente inclinada hacia arriba, permitiéndome contemplar su filoso perfil. Sus labios se abrían ligeramente, para estrecharse luego temblorosos, dibujando estrellas y formas ovales, y al fin promesas. 48


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Estaban sus suaves brazos relajados y sus manos de dedos afilados caían delgadas sobre las sábanas. Eran sus verdes ojos húmedos y centelleantes, cubiertos por media lágrima cada uno, siempre a medio abrir, rasgados y breves, efímeros y concisos... Así estaba compuesta mi Venus, y de esta manera por siempre la recordaría. Se recostó sobre la cama, siempre en silencio, elegante y tierna, eternamente humana... Yo permanecía sentado sobre el lecho, pensativo, mirando al suelo, buscando en éste los rostros perdidos de sus amantes todos. -Fueron muchos, sí –se incorporó Adaia y por vez primera habló certera-. Corrían malos tiempos para mí, y estaba sola..., ella se portó bien conmigo, me proporcionó un techo bajo el cual guarecerme y un oficio con el que poder alimentarme... Le estoy muy agradecida, Nikolai, y ningún hombre ha hecho por mí nada semejante a esto, ninguno... Fueron muchos, sí, y todos ellos me han ofrecido grandes fincas y joyas, abandonar a sus esposas, dejar a su familia..., de ellos sólo obtuve unas pocas monedas y demasiadas promesas. Adaia, Adaia era joven, extremadamente joven. Eran finas sus facciones, bien perfiladas, incisivas; suave era su rostro todo, cándido; encogía su cuerpo voluntarioso, protegiéndose eficaz del exterior y hábil del viento que azota el rostro...; en sus labios se dibujaba segura aquella sonrisa de ingenuidad fingida... -Es cierto, soy casi una niña –me miraba ahora con unos ojos diferentes, vacíos, casi sin esperanza-. Pero han sido muchos mis tormentos, y demasiadas son mis miserias. No busques a una niña de ojitos verdes, tierno Nikolai, no la busques en mí, hace tiempo que me ha dejado... Dentro de cinco años, no más, mis labios estarán acartonados, y mis carnes no tendrán la fijeza de antaño..., mi cuerpo todo se habrá resecado, y no habrá ya más sonrisas, porque me habré cansado de fingir. Tú habrás conocido a muchas mujeres, Nikolai, y muchas se habrán fijado en ti, y tendrás un buen empleo como funcionario, y un par de hijos correteando sobre tu alfombra traída de las Indias, y en ti sólo quedará el recuerdo vago de estas noches blancas de juventud. -Eso jamás sucederá –le dije mientras le miraba directamente a los ojos-. Todo será diferente a partir de mañana... No habrá más noches blancas, porque seré por fin diferente a tus ojos. -¿Lo serás? –preguntó Adaia con sabiduría, mientras me besaba-. La noche es nuestra, Nikolai, y el amanecer rompe por siempre el hechizo. La luz penetraba certera a través del ventanal abierto, proyectándose bella en su cuerpo de reflejos pardos. Se recostó de nuevo, y me atrajo hacia ella. Me besó en la mejilla, como sólo hace una madre, pausado, cálido, sincero. Una ráfaga de aire penetró en la estancia, y algunas de las velas allí dispuestas se apagaron de improviso, tiñendo el cálido rojo de frío hielo por un solo segundo. Ella respiró humana, demasiado humana, y así se acercó. -Todo terminará mañana, Adaia –traté de concluir.-Nada habrá terminado, Nikolai –ya no me miraba, con mis palabras había logrado romper ese hechizo creado-. Eres aún demasiado ingenuo, -se incorporó definitivamente y me miró directa-, y por esto desconoces los vínculos creados. Es imposible, y así es como ha de ser. 49


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Se levantó y paseó ligera por la estancia, ahora a medio iluminar. Se arrastraba rozagante su blanco camisón, y la leve luz perfilaba su cuerpo fino y esbelto. Corrió hacia la mesilla y de ésta extrajo un cigarrillo. Me miró y alzó las cejas, buscando mi aprobación..., mi silencio se lo otorgó. Volvió a la cama, en donde el joven Nikolai se encontraba, y se recostó de nuevo a mi lado, sujeta por los brazos, tumbada boca abajo, mientras buscaba en el bolsillo de mi chaqueta un paquete de cerillas. El humo envolvió el cuarto, y el aroma de almizcle que su pálido cuerpo emanaba se mezcló con aquel humo rancio, estertóreo... -Supongo que ya no importa –dijo ella, Venus ataviada de arpía-. Si es como dices, todo habrá terminado esta noche, y jamás volveremos a vernos. -Así es como habrá de ser –dije-. Yo ya no seré el mismo, y tus ojos me vestirán por fin con el traje del deseo –ella sonrió, evitando la sonora y vergonzante carcajada-. Sé que no me crees, pero tengo la llave de tu alma... Mañana tendré el secreto definitivo, y será mañana, mañana cuando todo suceda. -Cuando llegué a este bello país fueron muchas las promesas de un futuro estable, y fueron también muchas las desilusiones. No me arrepiento de haber tomado esta decisión, ya que en el lugar donde provengo sólo hubiese encontrado la miseria primero, y la muerte más tarde. Cuando todas mis quimeras de adolescente murieron, cuando había ya abandonado la esperanza..., entonces apareció él. Ya te puedes imaginar: Era joven, pero no demasiado; rico, pero no avaro; inteligente, pero nunca despreciativo. Sus besos eran tiernos y apasionados, y cada noche aquí regresaba con una bolsa repleta de rublos –entonces miró avariciosa la bolsa que había dispuesto para ella sobre la cómoda-. Yo nunca miraba el reloj, porque las horas pasaban como minutos, y las noches eran cálidas en el interior, bajo su compañía. Todo fue bien hasta que llegó el terrible momento. Haz una composición mental de la escena: Unos ojos que se obstinaban en contener las lágrimas, sus manos sobre mis hombros para crear confianza, sus ojos fijos en mi rostro... Te amo, Adaia, y así por siempre será, y en esta promesa juro mi vida toda. He hablado con tu matrona, y de esta manera compraré tu libertad. Y por ello, lo dos seremos felices, y huiremos a una lejana región cálida, lejos de Rusia, lejos de esta miseria que nos rodea. Sus palabras parecían sinceras, su gesto se tornaba llanto, mi respuesta fue breve, sincera, ingenua: Sí, quiero. Se levantó con una gran sonrisa dibujada en sus labios, con los miembros en tensión todos. Yo le pedí dos horas para recoger mis cosas, tiempo que él emplearía en alquilar una calesa. Mañana seremos por fin felices, dijo, se habrán terminado las miserias y los tormentos, y la soledad será por fin sólo un recuerdo. Aguardé varias horas bajo la lluvia la llegada del carruaje, mientras mi matrona me miraba desde el interior, sonriente, complacida... Él jamás regresó, nunca recibí una nota de él, y su rostro al fin he logrado olvidar. Nunca más, Nikolai, no más promesas, no más futuros coloreados de blanco y tejidos con borlas. Sólo esta noche, ingenuo Nikolai, mañana todo habrá terminado. Sus palabras me llenaron de desazón, ternura y pánico, compasión. Aquella jovencita a la que tanto le había tocado sufrir, esa niña que tantas miserias había soportado, con el corazón tan joven y roto... Adaia había terminado su cigarrillo, y se dirigía hacia la ventana para arrojar la colilla. -¿Sabes? –preguntó ella-. Es un problema de clase y distinción. Hay personas a las que su fortuna, su ralea o su talento les conceden la promesa certera de un mañana... Pero aquí estamos, los seres vulgares, miserables y patéticos, a los que sólo 50


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nos es dado el poder recordar un pasado mejor. Nos refugiamos en esos recuerdos y tal vez los rememoramos, y podemos entonces sentir de nuevo lo que un día fueron nuestras esperanzas e ilusiones, ya marchitas. -No se ha terminado, es mi promesa. -Recuérdalo, Nikolai: No más promesas. Me besó de nuevo, esta vez profundo, mientras sostenía con sus manos filosas mi rostro descompuesto. Me había vencido, al fin, y mis pensamientos ya se encontraban lejos, muy lejos de aquel burdel de barrio bajo.

IV »Érase una vez un escorpión que con desmedido afán y tierna inconsciencia deseaba el lago atravesar. Era su cuerpo duro y su alma sincera, era el lago profundo y su existencia solitaria, y la promesa de una vida mejor le esperaba al otro lado del lago. »Había en aquella charca una ranita que croaba feliz y cazaba moscas a su antojo. Vivía ésta sin preocupaciones, y nada necesitaba de otro ser vivo, salvo compañía. Se acercó el escorpión a la rana y esto fue lo que dijo: »-Rana, ranita, deseo hablar contigo y pedirte un favor. Es grande el lago, y profundo, muy profundo. Es por esto que no puedo atravesarlo. »-¿Cómo puedo ayudarte, escorpión? »-Si a tus lomos me permites montar, ranita buena, agradecido te estaré, y una deuda eterna contigo habré contraído. »-Pero escorpión, dime sincero: ¿No es acaso tu picadura mortal, y hasta los hombres temen a tu aguijón? »-No te puedo mentir, ranita. Todo lo que tú dices es cierto. Pero razona: Si mi aguijón en tu lomo clavase, al fondo del lago iría yo también a parar. Es por ello que tranquila puedes estar, ya que mi pinza en ti no se va a clavar. »-Tus razones me han convencido, escorpión, monta en mis lomos y pronto estarás al otro lado del lago. »Y así hizo el escorpión, en sus lomos feliz estaba, mientras en la otra orilla su pensamiento tenía. Cuando se encontraban a la mitad del lago, el escorpión clavó su mortal aguijón en el cuello de la ingenua rana. »-¿Qué has hecho, escorpión malvado? –Preguntó estupefacta la ranita-. ¿No es cierto que ahora moriremos los dos sin remedio? »-Cierto es, ranita –dijo finalmente el escorpión-. Pero no he podido evitarlo: Es mi carácter. El hombre del sombrero de ala ancha hablaba pausado, gesticulante, seguro de sus palabras. Se trataba de una noche cálida, pacífica. No corría el viento, y se escuchaba ese extraño silencio expectante que en muy raras ocasiones se puede oír en 51


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el centro de Petesburgo. -¿Qué significa? –Preguntó el joven Nikolai, al borde del río, frente al rostro gentil de su anfitrión-. -Lo que parece significar, no hay símbolo ni misterio en esta leyenda, como no los hay en tu historia, Nikolai Andriasevich. -... Yo la amo de veras, jamás le haría daño. -Serás un ser nuevo, alguien a quien te costará trabajo reconocer, y de quien en muchas ocasiones querrás renegar... Sentirás cosas que jamás llegaste a creer que pudieras considerar, y harás cosas que jamás llegaste a pensar que fueras capaz de realizar. Tú me sustituirás en mi labor, Andriasevich. Yo te entregaré el poder, y por este poder vivirás y para este poder existirás. ¿Estás dispuesto, Nikolai? ¿Cumplirás lo pactado? -Lo estoy. Del bolsillo interior de su abrigo extrajo dos enormes cigarros, envueltos en una funda metálica. Él mismo los abrió y separó las vitolas. Con su cuidada dentadura picó uno de ellos, mientras me ofrecía el otro. -Especialmente traídos desde el Nuevo Mundo –desvió la mirada y contempló el gran río que se extendía ante nuestros ojos-. Una verdadera exquisitez: Suave, pero con carácter; excelso, pero con personalidad –dispuso el cigarro entre los dedos índice y anular y comenzó a darle vueltas-. Comprueba el tacto que tiene, la perfecta alianza entre la envoltura fina y el tabaco selecto, ese pequeño crujido... No hay mejor cigarro en el mundo entero. Dispuse el cigarro entre mis dientes y así también lo piqué. Simplemente me lo llevé a la boca, sin mayor ritual, todavía desconocedor de los sutiles secretos del buen paladar. Él, ya con su cigarro bien prendido, extrajo un encendedor de oro de su abrigo, y me ofreció fuego. Absorbí aquel aroma de brasa y el humo todo penetró fuerte, invadiendo mis pulmones. No se hizo esperar su repuesta en forma de fuerte expectoración, palabras sinceras de un cuerpo ingenuo. -La primera vez siempre es algo extraño, Nikolai... Ese ligero mareo, la sensación de inestabilidad en el estómago –me miró fijamente-... ¡Pronto, muy pronto, te acostumbrarás! Le habrás perdido definitivamente el miedo, y así podrás saborear todos los placeres que este mundo nos ofrece a nosotros, los inmortales. Aquel cigarro sabía a ceniza y a almizcle, a miel y a fuego. Decidí no volver a introducir todo ese humo en mis pulmones: A partir de ese momento, simplemente lo paladearía. -¡Eso es, muy bien! No lo tragues, simplemente déjalo descansar sobre tu lengua, que la acaricie como bien hace una mujer, deja resbalar el humo suave y luego expúlsalo, sin violencia... Es como besar, hay que mantener un ritmo cadencioso, una rutina en cada calada, y un son en cada beso... ¡Así es! Hay que disfrutarlo: Tres caladas, ni una más cada vez... La primera es una prometedora presentación, un sutil beso en la mejilla, una sonrisa en la medianoche, el aroma distante del cabello fino que cae sobre sus hombros desnudos... La segunda calada es un acercamiento sutil, una seducción certera, pasos seguros hacia el éxtasis, una lenta caricia, el roce de sus 52


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labios, todavía sin llegar a tocarlos... Y llegamos por fin a la tercera bocanada de humo, es la purificación y es el sacrilegio en un acto divino, el humo que penetra suavemente por los pulmones, palpando levemente sus cavidades, caricias todavía ingenuas de mujerzuela, el sabor intenso y encendido de ese primer beso... -¿Por qué yo? –pregunté, ahora sí, yo, él, Nikolai Andriasevich. -Estoy cansado, amigo Nikolai –torció el gesto, ya no me miraba-. Me apetece pasear por la campiña francesa, ver los molinos españoles, visitar los monumentos italianos... Es sencillo, lo comprenderás. -¿Por qué yo? -¿Por necesidad tal vez? No todo ser humano está dispuesto a aceptar esta tarea, y no todos la llevarían a cabo con originalidad: Sólo los artistas pueden hacerlo, y sólo los artistas sin obra necesitan material con el que materializar sus quimeras. Serás actor y director, autor y productor de tu propia tragedia. Te ofrezco, amigo mío, el arte en su más puro estado, lo más cerca que el hombre puede estar de la creación divina... Te ofrezco la unidad, la tan ansiada soledad absoluta, en la que ya nada necesitarás ni a nada más volverás a temer. Serás uno con tu obra, Andriasevich, uno y único... ¿Por qué? Es sencillo, necesitaba a alguien, inocente y puro como, artista, a alguien similar a mí cuando yo mismo acepté este puesto. Necesitaba un sucesor, alguien que continuase con la tarea impuesta desde el Principio, desde la división primera de la materia. Andriasevich, ahora que ya somos uno, el mismo, no tú, no el antiguo yo, porque ya somos él..., ahora te lo he de decir, porque he perdido mi capacidad de crear, la inspiración se ha ido por el efecto del tiempo. Se ha perdido para siempre, la idea de la belleza y la muerte se han esfumado, y sólo me quedan los tristes recuerdos de mis capacidades perdidas, de mis obras pasadas... El cigarro se había consumido, lentamente, como en un nuevo espacio de tiempo, en una nueva dimensión ya no terrena. Estaba preparado, y ya sólo esperaba sus instrucciones. Él se levantó y pude entonces contemplar su soberana estatura. Me miró, sonrió y tocó el ala de su sombrero y dio una última calada a su cigarro. Son algo difíciles de encontrar –dijo-. Pero no desesperes, los encontrarás. -¿Cuál es su nombre? -Mi nombre es Wilson, William Wilson, y ese es su nombre a partir de ahora, nunca lo olvide. Aquel hombre de sombrero de ala ancha arrojó la colilla al río, y sobre sus aguas permaneció flotando, mientras se alejaba sedosa. V William Wilson, éste su tierno narrador, paseó solitario por entre las calles de aquel Petesburgo amable, como tantas veces había hecho. Ahora yo, William Wilson, traté de volver a escuchar los sonidos que la noche entrega al paseante, percibir los aromas de la noche rusa y las imágenes que la luna me ofrecía… Había todo transcurrido certero y sin añagazas, un solo cigarro consumido entre mis labios había bastado para convertirme en él, en William Wilson. 53


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La noche era ahora fría, distante. No se podían escuchar ya los murmullos de los borrachos tambaleándose, ni las voces de los desamparados, ni el aroma de la prostituta de la esquina, ni la brisa que tantas veces había acariciado mi rostro. Todo había cambiado en unas cuantas caladas. Me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta, para extraer de éste mi pitillera. De ésta, un cigarrillo. Mecánicamente me lo llevé hacia los labios y lo encendí. Aspiré hondo, para percibir de nuevo el sabor del humo en mis pulmones. Lo comprendí entonces, por primera vez. El humo penetraba espeso, abigarrado, febril. Su antiguo y suave tacto, el cadencioso compás, se había quebrado. ¡El sabor! Sí, todavía hoy podía recordar el resabio de un cigarrillo cuando el tierno Nikolai Andriasevich caminaba por las calles de Petesburgo, cuando miraba la luna, cuando la miraba teñido de recuerdos, cuando la miraba enamorado. Aquel aroma había desaparecido, pero ya no sentía la añoranza por aquello que había sido, ni siquiera tristeza por lo que había perdido, ya no asaltaban su mente los recuerdos de sus noches con ella. Adaia Ivanovna, mi Adaia. Caminó, y así transcurrieron las horas, y la noche dejó paso a la mañana, y sus pasos ya no transcurrían cansados, sino veloces, llevados por una extraña fuerza. Y miró, miré, con nuevos ojos a las gentes de aquella Rusia ya cansada. Miré a los tenderos disponer sus mercancías a primera hora de mañana, observé al tabernero abrir las puertas de su establecimiento para que así se dispersase aquel profundo aroma a humanidad, triste humanidad ahogada en vodka y mujeres fáciles. Miró también a la pareja de agentes de la ley… ¿Qué ley? Entraron en la taberna y sendos vasos de vodka fueron dispuestos ante sus frenéticas miradas, siempre sedientas. Vio a la prostituta que regresaba de sus quehaceres diarios, cómo caminaba con paso cansado, cómo sus ojos revelaban la tristeza que él, William Wilson, había dejado ya atrás para siempre. Miraba ella con los ojos enrojecidos, siempre fijos en el piso. Observaba perdida, porque sin el tierno vodka nadie soporta el oficio ni el frío, ni la soledad ni los gemidos. Miraba William Wilson y sonreía, porque ahora era dueño de todo, del mundo y de sus miserias, de sus gentes y de las que han de venir. Era dueño de sus historias, porque comprendía por fin. Pero estaba muy lejos de sentir lástima por ellos, aquello se había esfumado. Nikolai Andriasevich se había marchado, para siempre. Y ella también se había alejado de su recuerdo, Adaia, la tierna Adaia, la esbelta y cruel, aquella que había ocupado el corazón de Nikolai. Las horas se sucedieron, quedas, silenciosas entre el bullicio. El cielo se tiñó al fin de un azul verdoso, pálido, escuálido. William Wilson, nuestro trágico héroe, se dirigió calle arriba. No sentía cansancio alguno, a pesar de haber estado todo el día caminando. Presuroso, abrió las puertas de aquel lugar que en tantas ocasiones había visitado. Las miradas le volvieron a recorrer como antaño. Pero algo había cambiado: Mientras antes las burlas y comentarios se sucedían, unas veces entre murmullos, otras en sonoras carcajadas de desprecio… Ahora el silencio se apoderó del lugar y William Wilson miró con pausa, casi retador, y es que largos no son los días de vino y rosas, mis queridos amigos. Subió las escaleras de madera y sus botas se pegaban al pringoso suelo. Los cuadros zumbaban y exhalaban ahora historias: La Odalisca con su mirada terrible, cuántos poetas han caído bajo tu sesgo; El Opio, sí nunca suficiente porque aquel Dragón poseía unas alas demasiado excelsas. Una mujer con escasas ropas, de cabellos rojizo y tersa piel, se cruzó con Wilson mientras ascendía por las escaleras. Le propinó una mirada coqueta, una media sonrisa y una bella imagen. Se apartó el cabello con la mano izquierda y dejó entrever su fino

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cuello. Wilson le devolvió la mirada y la sonrisa. Ella torció el gesto y finalmente continúo su paso. Al fin estaba frente a la puerta. Entreabierta, se filtraban los halos de luz. Unas voces surgieron del interior, voces acaloradas, voces distantes. Adaia y un hombre discutían sobre el precio, siempre a convenir en esta clase de asuntos. El hombre, con voz entrecortada debido al alcohol, pretendía rebajar el importe previamente estipulado. La mujer, Adaia, la Adaia de Nikolai, se negaba. La conversación duró unos cinco minutos. Ella trató de seducirle, lo cual finalmente consiguió: El hombre convino en pagar lo estipulado. Luego todo duró unos pocos minutos, casi unos segundos. Wilson esperó, paciente, al borde de la escalera… En esos pocos instantes se sucedieron las escenas dantescas: una mujer que escapaba de un hombre que pretendía… ¿Quién lo sabe y quién no es capaz de imaginarlo? La socarrona e hiriente risotada de una de ellas, los gritos de todos ellos, el hediondo pesar, los lamentos ahogados por el vodka, los profundos ronquidos. Wilson se atusó su traje, que ahora parecía más cuidado y se acomodaba mejor a su talle. Esperó y pudo escuchar los lamentos del hombre y las imprecaciones de Adaia, mi Adaia. Nada le importaba salvo el tiempo, ya que ese era su poder… Recuérdalo, dentro de cinco años las arrugas vejarán mi rostro, y lo que antes era terso estará entonces descolgado, mi querido Nikolai. Sin embargo, nada le importaba ya. Sintió la necesidad de fumar un cigarrillo, no la necesidad, sino la costumbre, pero ya no le gustaba aquel aroma mancillado, demasiado leve como para que William Wilson lo percibiera. Decidió esperar y escuchar a la verdadera Adaia.., y mirar la luz filtrarse a través de la puerta entreabierta. Te amo, Adaia, y así por siempre será, y en esta promesa juro mi vida toda. He hablado con tu matrona, y de esta manera compraré tu libertad. Y por ello, lo dos seremos felices, y huiremos a una lejana región cálida, lejos de Rusia, lejos de esta miseria que nos rodea. ¡Qué estúpido se sentía ahora, viéndose reflejado en las palabras del viejo pretendiente de Adaia! Era joven, pero no demasiado; rico, pero no avaro; inteligente, pero nunca despreciativo. Sus besos eran tiernos y apasionados, y cada noche aquí regresaba con una bolsa repleta de rublos. Tu viejo amante, Adaia, mi querida por siempre Adaia. ¿Por qué te abandonó? ¿Miedo o desconfianza, o acaso pudo ver en tu rostro la codicia y el apetito que nunca te ha abandonado? Pobrecilla, Adaia… Ahora los gemidos de él se escuchaban sonoros, estridentes, Wilson sonrió, conteniendo la carcajada. Ella fingía y gemía también, mientras imprecaba al hombre, para que así terminara cuanto antes. Un par de golpes secos se escucharon, y parece que bastaron al fin para que todo concluyese. Se pudo escuchar cómo sus cuerpos se separaban al fin. No hubo palabras, solo la respiración forzada y la insatisfacción en el silencio. Unos fuertes y sonoros pasos. El sonido de la puerta chirriante. El hombre, de aspecto grotesco, con barba mal alineada y cabello grasiento, salió de la habitación, rápido, presuroso, avergonzado sin duda. La puerta permaneció abierta, ya que el hombre no se había molestado en cerrarla. Adaia permanecía quieta, contemplándose en el espejo del tocador. Un suave camisón blanco de seda la cubría, liso, perfectamente encajado en su figura. El cabello le caía sobre la espalda, perfectamente diseñada. Se aplicaba un perfume sobre el cuello, seguramente para disimular el olor que ahora la impregnaba, mientras contemplaba su rostro en el espejo. Con el dedo índice recorrió su semblante, y trató con esmero de disimular una arruga que comenzaba a asomarse. Luego recorrió asimismo sus ojos, de verde espléndido. La visión era casi beatífica: ¡Cuánta hermosura en algo tan imperfecto! Pero no había malestar alguno para William Wilson.

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A través del espejo, ella le miró y sonrió, torciendo sus labios, pícara y sabia. Abrió sus ojos y se puso en pie. Wilson permaneció también quieto, contemplándola. Ella dio un par de vueltas sobre sí misma, para que William Wilson admirara su talle, joven, esbelto siempre, para que la recordara por siempre como un día fue. Ella procedió a emitir una sonora carcajada. ¿Qué has hecho, escorpión malvado? –Preguntó estupefacta la ranita-. ¿No es cierto que ahora moriremos los dos sin remedio? Ella revoloteaba y bailaba, al compás de una música que solo ella podía escuchar, Wilson sonreía. Cierto es, ranita –dijo finalmente el escorpión-. Pero no he podido evitarlo: Es mi carácter. Wilson extendió los brazos, en un imaginario abrazo, ella, sumida en su baile de seducción, ya no veía a nadie más, sólo su talle reflejado en el espejo, al que miraba de reojo. Revoloteaba como sólo saben bailar los ángeles, y su camisón de seda describía círculos perfectos en el aire. Una vuelta más, mientras se aproximaba a la puerta. Sus pies descalzos se deslizaban sobre el piso, casi en un susurro, y una tierna y malvada sonrisa. La última mirada fue para Nikolai, su Nikolai. Sonrió, una vez más, y así cerró la puerta. William Wilson permaneció en el rellano, unos segundos y se alejó finalmente, para no volver a regresar… nunca más.

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Ciudadano Kane: Grupo salvaje

Arde la calle, al sol del poniente hay tribus ocultas cerca del río, esperando que caiga la noche, hace falta valor. RADIO FUTURA

I Se habían propuesto divertirse y no sabían nada del oscuro final. A la orilla del río era la cita. Botellas y risas en la noche caliente y unas motos que no paraban de incordiar. En un paseo donde las botellas también estaban prohibidas, las motos calentaban aún más el ambiente con su retador estruendo y su peligrosa velocidad. El grupo de las botellas era de mayor edad que los adolescentes de los ciclomotores. Juventud valiente y retadora, divino tesoro diría el poeta, pero a veces es un arma de doble filo. A la quinta copa y a la quinta vez que una moto pasó con su estruendoso ruido y su peligrosa y apresurada velocidad se oyó una voz gritando: ¡a la mierda! Los chavales de la moto se volvieron y al llegar preguntaron con temible seriedad: ¿quien ha hablado? Los ojos de los dos chavales derramaban seguridad. El silencio se hizo por un momento. No eran autóctonos del lugar, eran de otro país extranjero, su aspecto y su acento los delataba, pero su atuendo era del lugar. Hasta el punto que en la oscuridad parecían chicos valientes y violentos del lugar, pero no lo eran. Eran de una cultura totalmente distinta, pero se habían adaptado de alguna manera a las peores costumbres de su país de adopción. El que había gritado dio la cara y cambiando el discurso les dijo lo mismo con otras palabras: sólo que paséis más despacio la próxima vez. Parecía que se conformaban con haber amenazado, ya hacían el ademán de largarse cuando uno les gritó: ¡eso, que paséis más despacio la próxima vez, listo, que eres un listo! Esa expresión abriría la caja de Pandora. No tenía ni la más mínima idea de lo que desencadenaría ese tono irónico y agresivo. II Todo se convirtió en insultos y empujones. Las caras desencajadas por el alcohol y a saber por qué más. El mayor de los autóctonos intentaba poner paz y quitarle hierro al asunto, pero se vio atrapado por la situación, ya que al intentar dialogar hubo un momento de calma que se transformó en la siguiente escena: el bajito de la moto se fue hacia ella abriendo el maletero, hizo como si cogía algo y se echó la mano a la espalda como ocultando algo. Cualquiera puede pensar y actuar de muchas maneras con este gesto amenazador. Podía llevar cualquier arma blanca. Qué hacer ante eso. Defenderse fue la opción que tomó el grupo de los autóctonos, plantar cara ante esa amenaza. El

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más bajito de los autóctonos debido también al alcohol ingerido le enseñaba su pecho al también bajito adolescente que seguía con la mano en la espalda. La tensión fue en aumento. El mayor de los autóctonos tomó la opción de coger una de las botellas ya vacías y ponerse al lado del bajito adolescente extranjero. Al situarse detrás fijó su mirada en la mano y se agachó mientras que los otros discutían. La oscuridad, los nervios, el alcohol, el no sé que más, no le aseguraban nada, pero le parecieron por un momento unas llaves lo que el chaval escondía. De repente se volvió gritándole: ¡me estás mirando el culo! Comenzó a empujarle agresivamente y a gritarle prácticamente en la cara, mientras que el nacional estaba armado con la botella. Un valor increíble. El nacional no iba a utilizarla, se le veía en la cara, pero al no tener la seguridad de si el extranjero iba armado hizo el gesto de romperla en el pequeño muro de piedra que servía de barandilla al río. Pero se lo pensó dos veces y no lo hizo. En ese momento el otro chaval más alto y fuerte dio un puñetazo a alguien echando a correr. El de mayor edad y el más alto de los nacionales salieron tras él gritando sandeces como: ¡cógelo! ¡mátalo! Sandeces que se dicen en situaciones como esta. El mayor se torció el tobillo en la carrera y cayó de rodillas. Al levantarse vio como la lucha había comenzado, su compañero nacional se batía en duelo con el chaval extranjero. A partir de aquí todo sucedió en instantes diminutos. En la zona del combate por sorpresa aparecieron el chaval de la moto y cinco compatriotas suyos más. III Quedaban en ese momento tres nacionales, ya que el resto se habían largado. Con el alcohol ingerido no se daban cuenta de que los chavales se habían armado con botellas vacías que seguramente se habían bebido poco antes ellos también. El resultado fue una botella rota en la cara del que había dicho lo de listo que eres un listo, el mayor se llevo otro botellazo en el hombro (a parte de la torcedura en el tobillo que arrastraba y de la que no era muy consciente) y el tercero se llevó tres botellazos, dos en la cara y el otro en el costado. Contra chavales armados a los que les da igual morir que matar, sin respeto hacia sus vidas ni a las de nadie sólo se puede capitular. Tras un grito: ¡que llevan botellas! los tres nacionales se dispusieron a huir. Pero no era una huida cualquiera, era auténtica supervivencia, selección natural. Mientras corrían eran perseguidos. Las botellas se convirtieron en armas arrojadizas y comenzaron a volar. Vacías de alcohol pero llenas de odio iban explotando en el suelo, una lluvia de cristales parecía. El nacional de mayor edad, en la carrera, con su tobillo torcido (acabaría siendo un esguince) cayó al suelo. La tensión del momento, el cansancio de la batalla, el alcohol, el calor, un hombro dolorido (por el botellazo recibido) y un pie menos le impedían levantarse con la rapidez que requería la situación. La escena era la siguiente: un chaval con el brazo levantado empuñando una botella y el nacional en el suelo con un pie y un brazo menos suplicando por su vida. Una chica nacional que se encontraba al lado no lo olvidaría en la vida. IV Sin saber por qué sucedió que ante la inminente y más que probable llegada de su muerte, el mayor se puso a recordar un incidente parecido pero diferente. Un grupo de compañeros de estudio entre los que se encontraba salieron a divertirse. Una de las

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chicas con las que compartía aula tenía un novio extranjero, de una cultura totalmente diferente, casualmente de la misma cultura que la del grupo salvaje. De copas por la ciudad unas miradas se cruzan, se interpretan y la valiente juventud hace el resto. Un grupo (también salvaje) de nacionales se inventó una mirada desafiante e intentaron apalear al extranjero de una cultura diferente, pero por suerte sólo se llevó unos golpes aunque la sangre apareció por sus labios y su nariz. Los nacionales que se hallaban cerca los separaron y el mayor participó en esta separación. Se acordaba de todo esto mientras le estaba amenazando otro de la misma cultura tan lejana a la suya con la mano alzada empuñando una botella de whisky vacía. Pensaba que todas las personas no son iguales, pero que en el fondo si que lo son. Cuando volvió en sí no le quedaba otra opción que suplicar por su vida: ¡no! ¡no! ¡que no he hecho nada! Ante la súplica el chaval atenuó su ira y rebajó las posibles secuelas con un puñetazo en la cara sin mayores consecuencias. Entonces se dispuso a gatear y a huir como buenamente pudo a la vez que también huían los chavales extranjeros. Lo siguiente fue la llegada de la policía y la entrada en el hospital. No se sabe por qué, pero su vida fue perdonada. Puede ser que en la vida todo lo que des te sea devuelto y al defender al otro chico, novio de su compañera de estudio, se hiciera justicia. Las culturas y razas diferentes se arman de razones para llamar a unos racistas y a otros salvajes cuando, en cualquier caso, la violencia de las dos situaciones no tiene que ver con la procedencia de los combatientes, sino con el propio ser humano, sus vicios y debilidades.

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David Fortea Etxeberria: Siempre hay un precio

La muerte tiene una mirada para todos. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Cesare Pavese

El hombre llamado Marcelo apuró de un trago el orujo que quedaba en el fondo de la copa. Miró en dirección a la calle y lo único que rebotó contra sus pupilas fue el logotipo horrible y chillón de aquella cadena de hamburgueserías. Depositó unas monedas sobre el mostrador y, dejando a medio encender el cigarrillo sobre el plástico rojo del cenicero con nombre de una marca de cerveza, salió al exterior. Vestía gabardina beige sobre un elegante chaleco con botones de marfil y cubría su cabeza con un sombrero de fieltro marrón. Con la gabardina abotonada y las manos en los bolsillos, cualquiera que le observara transitando por las atestadas calles del centro de la ciudad bajo la niebla gris y la contaminación pensaría que era policía. Lo gracioso del caso es que, efectivamente, era policía; pegada a su sobaco, como un bulto que hubiera nacido con él, el frío de la culata de la browning le recordaba que debería aparecer por Jefatura. Pero antes aún tenía que hacer un par de cosas. Descendió por los adoquines resbaladizos de Preciados y dejando atrás el kilómetro cero se adentró en la Plaza Mayor, que a esa hora, temprano en la mañana, lucía fresca y casi desierta. Pasó bajo el arco y torciendo a la izquierda enfiló las callejuelas que en ligera pendiente llevaban hasta la calle del Almendro, donde delante de la taberna un gato cruzó ante él, rápido como una ráfaga, llevando algo en su boca. Giró a la derecha e introdujo la llave en la cerradura vieja de la puerta cubierta de polvo e irrumpió en el portal, destartalado y de paredes desconchadas. Cuando llegó al tercer piso y franqueó la puerta de la miserable pensión donde tenía alquilada una habitación no parecía estar fatigado para la edad que tenía. Entró y se sentó sobre la cama, cubierta con una deshilachada sobrecama, sobre la cual no había dormido una sola noche. En el cuarto de baño, equipado únicamente con lo imprescindible, de un vaso de cristal asomaban unas cuantas maquinillas de afeitar desechables, algunas de las cuales estaban aún sin usar, y un cepillo de dientes con su correspondiente pasta dentífrica. A la derecha del lavabo, una toalla de ambiguo tono amarillo. Los rollos de papel apilados en un rincón, uno sobre otro, parecían una babélica torre en su ascenso hacia el húmedo techo. Se miró en el espejo y observó lo que veía. Tenía la piel muy morena, casi gitana, y canas duras como cepillos y cortadas al dos cubrían su cráneo. La cicatriz que le surcaba la nariz de este a oeste parecía ahora, con el frío, más fresca que nunca, y restos de una antigua viruela salpicaban sus mejillas. A pesar de afeitarse todos los días, la barba, dura, afloraba sobre su curtido rostro y le daba un aire desaliñado. Exhaló entre sus manos y olió su propio aliento. Olía a alcohol y tabaco. Limpió sus dientes y se despojó de la gabardina, dejándola extendida sobre una silla que parecía ir a derrumbarse de un momento a otro como si de una explosión controlada se tratara. 60


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Retornó a la habitación y se sentó ante la mesa. Un ordenador portátil y un teléfono, además de una lamparilla, eran los aparentemente únicos pobladores de aquella mesa. Levantó la tapa del ordenador y descolgó el teléfono. Se agachó y, retirando la tabla que ocultaba la cajonera de la mesa, dejó al descubierto el hueco que deberían de haber ocupado tres cajones de tamaño mediano y donde ahora dormitaban un par de cintas de grabar, esféricas, de esas que giran y giran y que parece que siempre se van a enredar. Había tenido suerte al no haber notado nadie la falta de esas cintas en Jefatura. Total, no era ni la última ni la primera vez que desaparecía material de aquellas dependencias, en su trabajo había chanchullos que se daban por hechos. Descolgó el teléfono y marcó un número de un barrio acomodado de Madrid. La señal de espera resonaba en el auricular aunque él sabía que en el domicilio de destino de la llamada el teléfono no emitiría sonido alguno, si acaso un pequeño chasquido en alguna parte del cable que discurría adherido a los bajos de la cama de matrimonio. Las cintas comenzaron a girar. Inmediatamente, lejanos, como ecos irreales procedentes de algo que no quisiera escuchar, los primeros sonidos comenzaron a llegar a través de los altavoces situados a ambos lados del ordenador. Escuchó las risas, más suaves y juguetonas cada vez, las primeras resistencias y los arrumacos de una voz de hombre a cada momento más cariñosa, y finalmente el frotar de las ropas y los primeros jadeos de aquella voz femenina que había sido parte de su vida durante diecisiete años. Bajó el volumen de los altavoces al mínimo. No quería escuchar, pero tenía la prueba, otra prueba más. Del bolsillo de su gastada camisa extrajo una billetera cuarteada y de ésta una fotografía. Miró la sonrisa de la mujer que parecía burlarse de él desde el fondo de sus profundos ojos negros e inmediatamente, de manera instintiva, agujereó con el cigarrillo aquellos dos pozos de sombra. Arrojó la foto al suelo, hecha una bola, como quien se desprende de algo que deja de ser útil. Guardó el archivo en el directorio de costumbre y apagó el ordenador. Cogió la gabardina y miró el reloj. Las diez y media. Tenía tiempo. Cuando volvió a darse de bruces con el frío de la mañana ya sabía que iba a morir. La Jefatura de policía estaba desde primeras horas repleta de gente. Personas de muy diferentes condiciones y con muy distintas vidas se mezclaban allí, cada una en su particular situación. Las prostitutas desfilaban en cordada custodiadas por dos agentes hacia los calabozos sorteando las filas de personas que aguardaban para renovar sus documentos, y unos metros más lejos, apenas separados de la salida por unas mamparas, delincuentes que parecían habitar allí prestaban declaración frente a subinspectores en mangas de camisas y con cigarrillos en los labios que más que policías parecían funcionarios. Todos aquellos hombres llevaban un rictus extraño en el rostro. Marcelo irrumpió en la tercera planta donde intercambió un gruñido con un compañero de otra brigada, la antiterrorista, que se dirigía a la calle y que parecía llevar los ojos en la nuca y la úlcera en la mirada. “Vaya vida que llevan estos - pensó - “. Por un momento y aunque era perfectamente consciente de lo que le aguardaba, pensó que no había estado del todo mal haber sido destinado a Homicidios. Se las había tenido que ver con muchos maleantes, algunos verdaderos asesinos y sádicos, pero pensó que cualquier cosa había sido mejor que deambular por la calle sin saber si va a ser tu coche el que explota al ponerse en marcha o tu cabeza la que estalla al detenerte en un semáforo. En fin... de todas maneras si había más vidas después de ésta, si tal y como algunos afirmaban la reencarnación era algo posible, esperaba que le tocara ser una flor o un simple ladrillo, algo sin responsabilidades, sin miedos y, lo

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que es más importante, sin remordimientos. Pensó en su esposa y en el hombre que a esa hora estaría con ella en la cama. Les imaginó, gozando juntos, desayunando juntos, en la ducha juntos, comiendo juntos... ¿cómo sería? Probablemente se tratara, a tenor de lo esporádicas de sus visitas, de un piloto de líneas aéreas, un viajante, un marino o algo así... y de repente pensó que le daba igual. Aquel hombre, seguramente más joven que él a juzgar por su voz, le había robado un trozo de su existencia y aunque se trataba de un trozo que hacía tiempo estaba medio podrido, si había algo que él no necesitaba a estas alturas era que un niñato irrumpiera a empujones en su ya malograda existencia para terminar de robarle su hogar, su bata de andar por casa, su albornoz, sus zapatillas, su coñac y su mujer. Así que tendría que andar espabilado si quería que todo saliera como lo había planeado. Llegó a la mesa, abarrotada de papeles que hacía semanas que no leía; había dejado de prestarles atención desde que le negaran el ascenso y la subida de sueldo correspondiente, y todo porque algún imbécil se había dedicado a difundir por ahí que él empinaba el codo más de la cuenta estando de servicio. “Estar de servicio - se decía -. Menuda gilipollez. Como si yo no llevara de servicio casi veinte años. Como si no hubiera hecho de la calle mi vida y de vigilar esta puñetera sociedad mi única razón para regresar a casa. Y todo para que una mujer que ni siquiera quiso darme un hijo me reciba con falsos besos cuando todavía su cabello tiene el aroma de un perfume que no es el mío. Hay que joderse, de servicio... ” Se sentó después de quitarse el sombrero de la cabeza y arrojarlo por el aire en dirección al perchero hasta que se enganchó certeramente en aquél como un dardo en el centro de una diana. Sería la última vez que lo hiciera. Sin decir nada a nadie y haciendo caso omiso de su jefe que ya estaba gruñendo, comentando que dónde había estado, abrió el cajón superior derecho y depositó allí la pistola. Del segundo cajón extrajo un abultado maletín de cuero y comenzó a extraer papeles viejos que según iba revisando troceaba y arrojaba en la papelera. Pronto la papelera resultó pequeña. Encendió el ordenador, y de la lista de tareas un aviso llegó a sus ojos: “No olvidar echar la primitiva”. Era lunes. “La primitiva- pensó -. Diez años jugando a la primitiva para que no me toque nada de nada. La echaré, claro que sí, pero se vendrá conmigo a la tumba”. Retiró las fotos de encima de su mesa, aquellas en las que aparecían él y su esposa en los años en que fueron lejanamente felices y las arrojó con marco y todo a la papelera. Su compañero de enfrente, que había aprendido a no hablarle más que lo justo y por supuesto aún menos a reprocharle sus anárquicos horarios de entrada y salida, exclamó: -¿Qué ocurre, Marcelo? -Nada. Hago limpieza. Marcelo prendió otro cigarrillo y justo en el momento en que su compañero amenazaba con formular alguna otra pregunta indiscreta, decidió utilizar el método de silenciamiento veloz y le arrojó el humo a la cara. El otro calló mientras meneaba ostentosamente las manos intentando desvanecer aquella masa de humo. Funcionó a la perfección. No volvió a abrir la boca. De repente una mano familiar se posó en su hombro izquierdo mientras otra asomaba por el lado derecho de su rostro, a la altura de sus ojos, y enseguida supo por el sello escandaloso del dedo anular que aquella mano pertenecía a Juárez y que el café que sostenía era el mismo que les unía desde hace siete años. No cruzaron palabra.

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Juárez únicamente se agachó, depositó el café sobre la mesa y puso su dedo sobre el mensaje que todavía impregnaba la pantalla - “No olvidar echar la primitiva” - y dijo muy serio: -Te toca a ti. -Lo sé - respondió Marcelo -Esta semana hay un pedazo de “bote”. Juárez se alejó, llevando consigo el vaso de café, y Marcelo giró sobre las ruedas de la silla mientras veía cómo la espalda de su compañero se perdía entre el bosque de personas que poblaba la estancia. “Je, tiene gracia, seguramente será él quien encuentre mi cuerpo” - pensó -. Finalmente, dos horas más tarde, cuando todo el mundo salía de la Jefatura rumbo al bar de la esquina para almorzar, se desvió del rebaño y marchó en dirección opuesta. Mentalmente hizo repaso de la situación. Llevaba todo lo necesario. Entró en la tienda de la lotería y rellenó el boleto con los mismos números que llevaba poniendo desde hace años y puso también, de memoria, los de Juárez. Entregó el boleto a Pepe, el lotero, junto con las cuatrocientas pesetas, y guardó cuidadosamente plegado el comprobante en el bolsillo izquierdo junto al dinero y las llaves. Diez minutos más tarde desaparecía en la boca del metro. Hubiera podido proseguir en metro el resto del camino hasta su casa, pero prefirió apearse en Cuatro Caminos y caminar hasta allí. Necesitaba tener la mente despierta y después de comprar un periódico se dirigió hacia el parque de Santander. Era un parque atípico, estrecho, que bordeaba dos de los cuatro lados del terreno inmenso, cerrado, perteneciente al canal de aguas. Estaba repleto de árboles y, a diferencia de otros parques de Madrid, uno no se sentía asaltado por vendedores de rosas o repartidores de propaganda de establecimientos de asquerosa comida rápida. Bastaba con limitarse a esquivar los excrementos de perro que inundaban el césped como deformes minas abandonadas tras la batalla. Eligió un banco al Sol del mediodía, ese Sol de los días de invierno claros e iluminados de Madrid. Extendió el periódico y trató de concentrarse en la lectura de las noticias que golpeaban al planeta como pequeños y repetidos golpes en la frente de un boxeador. No podía. No se percató de ello, pero sus manos descendieron hasta que el periódico quedó en plano horizontal sobre sus piernas. Marcelo fijó sus ojos en un hombre de mediana edad que leía en el banco de enfrente y que después de un rato de comprobar que aquel hombre con sombrero no apartaba la mirada y sintiéndose molesto se levantó y se alejó de allí azorado. Marcelo se levantó también al cabo de un cuarto de hora y, con paso decidido y la decisión en el cerebro, se dirigió hacia su casa. Arrojó el periódico en la primera papelera que halló en el camino. Diez minutos después saludaba a Ramón, el portero bizco de aquel portal de la calle Galileo y subía las escaleras hasta el primero derecha. Plantado frente a la puerta, con la llave en la mano, decidió que entraría sin que se dieran cuenta. No había problema. Durante años había tenido que entrar en muchos, demasiados lugares de mala muerte de puntillas y con la tensión en el dedo, acariciando el gatillo sin saber qué le aguardaba al otro lado de la puerta. Pero esta vez lo sabía, esta vez llevaba ventaja, y ganaría. La cerradura no hizo el más mínimo ruido cuando introdujo la llave y pronto el pasillo se extendió ante él como una autopista ante un ferrari. Entró pisando suavemente la moqueta azul y escuchó unas voces procedentes del salón. Se dirigió hacia allí y justo antes de doblar la esquina se parapetó detrás del cortinón que, visto desde el interior del salón, ocultaba en parte el acceso al pasillo. Escuchó. Su 63


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mujer charlaba animadamente con un hombre, el mismo cuya voz llevaba él escuchando meses a razón de un día a la semana desde la mugre de la habitación de aquella pensión de media suela. Olía a comida. Suculento. De fondo, como un murmullo lejano y a muy bajo volumen, el presentador del telediario recitaba las noticias con voz tremendamente mansa. Decidió hacer su aparición. Lentamente, sin prisa, como saboreando aquel momento, se plantó en el dintel justo enfrente de las dos personas que entre carantoña y carantoña daban cuenta de unos espaguetis sabrosos. De inmediato la cara de la mujer palideció y exclamó un susurro al reconocer el rostro que no esperaba ver hasta la noche y el odio en los acuosos ojos marrones. Vio brillar la browning plateada e inmaculadamente limpia que había sido durante años la envidia de los compañeros de departamento de su marido. El pánico brotó en su interior. -Marcelo... ¿qué...? -Sorpresa. Cállate - dijo él, cortante - será mejor para ti. El que habla aquí soy yo. -Escucha, puedo explicarte todo... - intentó terminar la frase, pero las palabras no subían a sus labios, perecían por algún recoveco de su garganta, atenazadas por el pánico -. -¡ Cállate! Y tú -dijo, mirando al hombre joven que enfundado en un albornoz azul comenzaba a alzar las manos-, levántate y sitúate ahí delante del sofá. El hombre joven, rubio, obedeció y se encontró de pronto ante aquel sujeto con cara de muy pero que muy pocos amigos. Intentó balbucear algo pero ni siquiera pudo. Desde donde se encontraba, Marcelo dominaba toda la situación. Pensó que el niñato aquel, de casi dos metros, era la imagen exacta de un cobarde. Ladeando ligeramente la cabeza, habló en dirección a la mujer: -Ahí le tienes. Mírale, mírale bien. ¿Por quién me has cambiado? -Marcelo, déjale marchar, te prometo que todo volverá a ser... -¿Como antes? ¿Que todo volverá a ser como antes? Mira, rica, me he deslomado durante toda la vida para que no te faltara de nada. Cuando te casaste conmigo bien te dije lo que hacías, que te esperaba una vida de aguardarme despierta, en vela, sin saber si me habrían pegado un tiro en cualquier garito o en un callejón apestoso, que la vida junto a un poli no era de color de rosa, y yo te he compensado de todo eso con cosas materiales para que la soledad no te comiera viva. ¿Te ha faltado algo? ¿Alguna vez me he portado mal contigo? ¿Has pasado hambre o no te he respetado? Yo juraría que no, o por lo menos no tanto como para que me pagues así. De acuerdo en que siempre hay un precio... pero lo que no soporto es que me cambies por un imbécil engominado al que le sacas por lo menos diez años y que se llama..... -Ro... Rodolfo. - musitó el hombre joven que solo quería que le tragara la tierra o que alguien le sacara de allí - . -¿Quién te ha preguntado, soplapollas? ¡ Manda huevos!, ¡ y encima tiene nombre de marica ! - y diciendo esto sacó de detrás de la gabardina un cilindro alargado, un silenciador-. Al ver aquello la mujer y el hombre sintieron un escalofrío y ambos se agitaron nerviosos. Ella sonrió amargamente con una mueca extraña y sin avisar, como un recado del destino, el tremendo título de aquel terrible poema de Pavese, el mismo que ella declamara ante el auditorio reunido en el salón de actos de su antiguo instituto, hace tantos, tantísimos años, flotó dentro de su mente mientras observaba el odio que destilaban los ojos del hombre que había sido su marido y a quien ella hacía 64


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años que no conocía. -Y dime, ¿de dónde has sacado a este subnormal? - continuó, mientras ajustaba el silenciador a la pistola con la misma calma que un cirujano se enfunda los guantes antes de realizar una operación a vida o muerte. -¿Realmente importa eso? - respondió la mujer - Vas a matarnos, ¿no es cierto? ¿Es ese el precio? Él guardó silencio y sin que el más mínimo temblor agitara su mano izquierda terminó de enroscar el silenciador al cañón del arma que esgrimía en su derecha, firme y sólida como el mascarón de proa de un bajel. Ella habló de nuevo: -Sí. Vas a matarnos. Pues hazlo pronto. -¿Dónde le conociste? - volvió a preguntar señalando con un gesto de su cabeza al joven que temblaba como un alambre -. -En el gimnasio. Es mi profesor de musculación. -Dios mío, ¿pero qué has hecho? Y yo que creía que por lo menos habrías tenido la clase suficiente como para ligarte a un tío de nivel..... y supongo que no contenta con tirártelo en nuestra cama, en mi casa, además eso le da derecho a utilizar mi albornoz y mis zapatillas. Miró al joven que a esas alturas, pálido como un cadáver, parecía ir a echarse a llorar de un momento a otro. -Señor... por favor. - comenzó a decir -. -Cierra la boca, no quiero escuchar ni una palabra de ti. Vas a morir. El joven comenzó a gimotear mientras la mujer hizo un amago de levantarse, pero Marcelo la hizo sentar con un leve movimiento de la pistola. -Quítate el albornoz. - ordenó -. -Pero... -¡Quítatelo! Dos segundos después el albornoz caía al suelo como una cortina dejando a aquel muchacho desnudo como vino al mundo. -Y las zapatillas. Te recuerdo que son mías. -Lo que quiera, señor, pero no me mate - suplicó -. -Míralo - dijo a la mujer - ¿a que ahora no parece tan guapo ni tan fuerte? ¿Será tal vez porque soy yo quien tiene la pistola? . Fíjate - la ironía inundaba sus palabras -, tengo tal cantidad de odio almacenado que podría tirar la pistola y liarme a puñetazos con este mocoso y matarle con mis propias manos, pero no voy a hacerlo. Sería muy divertido echarle a la calle así como está y verle cruzar el semáforo en pelotas. Pero tampoco voy a hacerlo. -Marcelo, por favor... - gimió ella, mientras las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas -. -Porque voy a matarle. El joven hizo ademán de ir a decir algo pero antes de que pudiera articular palabra un ruido seco resonó en el salón, y una bala surcó los escasos tres metros que le separaban de Marcelo para ir a incrustarse justo en su garganta. La sangre brotó como si de un surtidor se tratara y la moqueta comenzó a teñirse de rojo, mientras el 65


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albornoz que dormitaba como un reptil a sus pies comenzaba a transformar su azul en violeta. Un grito de mujer llenó la estancia y la sal del llanto se mezcló con el queso del espagueti. El joven se echó las manos a la garganta, no podía respirar, le faltaba aire; de repente sintió otra bala penetrando en su corazón. Cayó al suelo, con la boca abierta como un pez, y allí quedó inmóvil hecho un ovillo como un feto, rebozado en su propia sangre, pegado al albornoz. Marcelo se giró hacia su mujer y levantando el brazo que mantenía la pistola apuntó hacia ella. -Siempre te quise - le dijo, tragando las lágrimas que afloraban a sus ojos-. Siempre. No tenías que haberme hecho esto. Ella alzó la cabeza, altiva, y le miro fijamente como quien se ofrece en sacrificio. Aún un resto de entereza había en su mirada. Sin aviso, una bala le atravesó la frente dejando a su paso un agujero perfecto. Se dobló sobre sí misma y por un momento pareció ir a volar más allá de la mesa; después, sin emitir un solo ruido, el cuerpo se dobló bruscamente hacia delante y su rostro quedó empotrado sobre el plato de espagueti. Siguieron unos segundos interminables, de silencio sólo roto por la sintonía de la televisión. Marcelo desenroscó el silenciador y lo guardó junto a la pistola en un bolsillo de la gabardina. No se sentía mal, tampoco bien, tenía todo tan planeado que ya no sentía nada. Volvió a cruzar el pasillo. Abrió la puerta y asomó la cabeza al exterior. Las escaleras aparecían desiertas, silenciosas. Aguzó el oído y no escuchó nada extraño. En ese momento emitían el parte meteorológico en la televisión. Cerró tras de sí la puerta blindada y descendió las escaleras. Cuando llegó al portal Ramón le asaltó con gesto de preocupación y Marcelo pensó en cómo quitarse de encima a aquel hombre que nunca sabía uno hacia donde miraba. -D. Marcelo... perdone - el hombre parecía agitado -, ¿no ha oído usted un grito? Juraría que he escuchado un grito en alguno de los pisos bajos. -Lo siento. No. No he escuchado nada. Adiós. Ramón permaneció inmóvil mientras Marcelo se dirigía hacia la puerta de salida. De repente, como si hubiera olvidado algo, giró y desanduvo el camino hasta el portero. Metiendo la mano en el bolsillo, extrajo un billete que parecía de cinco mil, doblado y bastante sucio. -Ramón, voy a estar fuera unos días y mi mujer no está en casa. Le estaría muy agradecido si pusiera especial atención en vigilar mi piso - y extendiendo la mano introdujo el billete en uno de los bolsillos de la chaqueta gris del hombre bizco, que inmediatamente sonrió y exclamó: -Oh, pierda cuidado. No se preocupe. Marcelo guiñó un ojo al sencillo hombre que le admiraba como a un dios por su condición de policía y desapareció de aquel lugar al que jamás regresaría. Tres cuartos de hora más tarde estaba de vuelta en la pensión de la calle del Almendro, y aquella misma tarde se volaba la tapa de los sesos quedando tieso, frío como un sorbete, tumbado por primera y última vez sobre la vieja cama cubierta por una colcha deshilachada. La anciana que regentaba la pensión sufrió un ataque de nervios cuando entró en la habitación tras escuchar el disparo. El inspector Juárez, sentado detrás de la mesa, tecleaba un informe soporífero sobre la guardia del día anterior cuando una llamada procedente de la centralita vino 66


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en su ayuda. Pensó que ojalá se tratara de algo que le arrancara de aquel aburrimiento e hiciera de ese lunes un día provechoso. Y efectivamente así fue. Colgó el teléfono y se dirigió junto con su ayudante al coche camuflado que les aguardaba en el patio del enorme edificio. Instantes más tarde los destellos azules como rayos que salían disparados del techo del automóvil se abrían paso, como un hambriento, por Atocha en dirección a una pensión de la calle del Almendro donde una anciana histérica les aguardaba. Juárez no necesitó mirar a los ojos del cadáver que yacía en la habitación, pues de un rápido vistazo reconoció los elegantes botones de marfil y el sombrero destrozado por el disparo, que había ido a parar a un lado de la cama. Era Marcelo. Juárez, por encima de la rabia que sentía y aunque nunca había considerado que la relación que había mantenido con aquel hombre fuera una amistad, sintió un mazazo en su corazón. No había sido un mal hombre –pensó-. Muy serio, arisco, de pocas palabras, pero fiel al cuerpo y a su trabajo. Y además llevaban años jugando juntos a la primitiva. En fin... tendría que buscarse otro compañero de loto. Tras interrogar a la dueña de la pensión retornó al interior de la habitación y ya más calmado comenzó su tarea de análisis, el frío discernir entre las razones y los motivos que habían podido llevar a Marcelo a pegarse un tiro. Pensó que antes de nada habría que llevar a cabo la ingrata tarea de avisar a sus familiares, en este caso a su esposa. Juárez no la conocía y Marcelo nunca le había hablado de ella pero algo en su fuero interno le decía que ella no constituía posiblemente la parte más feliz de la vida de su fallecido compañero de brigada. Llegó el forense a examinar el cadáver que hasta entonces nadie había tocado y dictaminó que todos los indicios apuntaban a un suicidio. El ayudante de Juárez revoloteaba por la habitación como un moscardón ante un excremento fresco cuando de improviso algo en la mesa llamó su atención: -Inspector, mire esto. Juárez se reunió con él y ambos examinaron una tabla que ocultaba lo que debían haber sido los cajones. La retiraron y ante sí aparecieron las dos cintas esféricas. Con las manos enfundadas en guantes de plástico levantaron la tapa del ordenador portátil y lo encendieron. -¿Para qué demonios tendría todo esto aquí? - preguntó el ayudante -. -Sin duda estaría llevando a cabo una investigación. -¿Una investigación? ¿Desde este lugar? - inquirió el ayudante apartando con un rápido movimiento su flequillo de la frente -. Entonces, Juárez se agachó en busca del reflejo pálido que había llamado su atención desde el suelo de aquella habitación cochambrosa. Recogió el papel, que estaba hecho una bola, y tras desdoblarlo cuidadosamente comprobó que se trataba de una antigua fotografía tamaño carné donde un rostro femenino sin ojos sonreía como un tétrico títere. La luz brilló por fin en el profundo túnel de sus pensamientos. -Presiento que se trataría de algo... digamos... de ámbito privado. Juárez asió con su mano derecha el ratón. Era un hombre bajo y gordo que parecía sudar permanentemente. De rostro agitanado, hacía semanas que necesitaba un corte de pelo. Deslizó el cursor sobre los distintos directorios en busca de algo que le diera alguna pista. No había nada que llamara su atención. Pero de improviso un detalle le dijo que había algo. El nombre de uno de los directorios contenía los números de la matrícula del coche que habitualmente había utilizado Marcelo los

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últimos cuatro años. Pinchó sobre ellos y una serie de diez o doce ficheros surgieron. Juárez se dijo que sería interesante mirar la fecha en que habían sido grabados y así lo hizo, comprobando para su sorpresa que el intervalo de fechas entre uno y otro era de una semana exacta. Pinchó sobre uno de ellos y activó los altavoces para escucharlo. Escuchó. Pinchó sobre otro y volvió a escuchar. Y otro. Y otro. Y enseguida, como una linterna que ilumina un túnel un presagio vino a su mente. Corrió hacia la puerta y ordenó al forense: -Venga conmigo. Ojalá me equivoque pero creo que voy a necesitarle. El hombre bizco que mataba la mañana en la penumbra de la portería de la calle Galileo intentó impedirles la entrada hasta que pasearon por delante de sus ojos las placas relucientes, y quedó petrificado, tieso sobre la silla. Los policías pasaron por su lado como auténticas locomotoras y se precipitaron escaleras arriba. Acto seguido sonó un disparo que hizo que la cerradura del primero derecha saltara por los aires y diez segundos más tarde una voz le ordenó desde arriba que llamara a una ambulancia, mientras las escaleras comenzaban a poblarse de señoras en bata y jubilados con el periódico en la mano que inmediatamente fueron conminados a regresar a sus domicilios. Durante todo el día siguiente y hasta el miércoles bien entrada la madrugada, las ventanas de la brigada de homicidios permanecieron iluminadas y las máquinas de café funcionaron como nunca. El Inspector Jefe encargó la investigación a Juárez, quien era consciente de que una vez escuchadas las cintas y teniendo en cuenta las pruebas y, sobretodo, la personalidad y el carácter de Marcelo, habría poco que investigar. Mientras, Marcelo o, mejor dicho, lo que de él quedaba, descansaba a esas horas dentro de uno de los cajones refrigerados del departamento forense con una etiqueta colgando del dedo gordo de su pie izquierdo, junto a su mujer, el amante de su mujer y a la izquierda de un cuerpo partido en dos que había sido alguien antes de arrojarse a las vías del metro. Juárez comenzó a cumplimentar las hojas de los informes y a analizar las fotografías que habían sido hechas en el escenario del crimen. Aunque estaba acostumbrado a ver de todo, no pudo evitar un sentimiento de nausea al ver la imagen de aquella mujer con la cara sumergida en el tomate del espagueti y se dijo que había tenido que ser muy aventurera o muy loca para ponerle los cuernos a alguien como Marcelo. Se la había jugado, y había perdido. Al día siguiente, jueves, continuaría. El jueves llegó como una tonelada de frío y luz, y Juárez se sentó de nuevo tras la mesa intentando apartar de su mente la presencia de Marcelo y deseando tan sólo terminar cuanto antes la tediosa labor de papeleo. Se levantó en busca de un café y contempló por casualidad a un grupo de muchachos del departamento que rellenaban el boleto de la primitiva semanal. Eso no le interesaba. El y Marcelo siempre jugaban la de los dos sorteos, de jueves y sábado. Entonces recordó que era jueves y que le tocaba a Marcelo tal y como él le había recordado. Y rió internamente. “Qué cabrón. Seguro que no echó la primitiva. Como sabía que se iba a quitar de en medio ¿para qué iba a hacerlo?...bueno, la próxima semana volveré a echarla yo, pero solo”. Regresó a la mesa y se concentró en su tarea. Cuando se quiso dar cuenta habían pasado trece horas y salía por la puerta de la Jefatura. El reloj daba las diez de la noche y se metió en un bar a tomar una cerveza. Permaneció allí durante aproximadamente media hora que dedicó a observar las noticias. El último trago al fresco líquido coincidió con el inicio del sorteo de la lotería primitiva. No le interesaba puesto que no jugaba. No prestó atención. Abandonó el local y media hora más tarde roncaba como un lirón en 68


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su piso del distrito centro. La mañana le sorprendió medio destapado y más sudoroso de lo habitual y después de asearse regresó de nuevo a Jefatura. Al pasar por al lado de la mesa desierta que había sido de Marcelo, no pudo evitar un pequeño estremecimiento. Llegó hasta su puesto y se sentó ante la mesa. Conectó la pequeña radio que almacenaba polvo al lado de la fotografía de sus sobrinos. Se enfrascó en el trabajo y de repente la voz del locutor atrajo su atención: “Ha aparecido un único acertante del sorteo de la lotería primitiva. Al parecer el boleto premiado ha sido sellado en la administración número siete de la calle Atocha y se desconoce la identidad del afortunado acertante. La combinación ganadora es la formada por los números... ” Juárez siempre había sido hombre de presentimientos pero pensó que no era posible que aquello estuviera ocurriéndole a él cuando escuchó los números. ¡Eran los suyos! Mierda, no podía ser cierto, para una vez que no jugaba porque Marcelo decide matarse antes... va y salen sus números ¡No lo podía creer, mil quinientos millones¡ ¡Algún cabronazo estaba a punto de embolsarse mil quinientos kilos jugando los mismos números que él llevaba jugando años! Diossss... Ocultó la cara entre las manos y de repente una corazonada, casi una súplica, se encendió en su cerebro. ¿y si Marcelo a pesar de todo hubiera rellenado el boleto ? Sólo tenía que preguntarle a Pepe, el lotero, y en caso afirmativo revisar los efectos personales de Marcelo y apoderarse del boleto, abajo, en el departamento forense. Se levantó y cogiendo su chaqueta grasienta al vuelo salió ligero en dirección al ascensor. A continuación transcurrieron los cinco minutos más frenéticos de la vida del inspector Juárez. No se lo podía creer, no era posible que el destino le gastara aquella broma pensaba mientras miraba el rostro del lotero con ojos de pánico -. Pepe, calvo y elegante, juraba y volvía a jurar que efectivamente D. Marcelo había rellenado y sellado personalmente un boleto de dos columnas utilizando los números de siempre. Los curiosos que se apelotonaban ante la puerta de la administración aguardaban pacientemente alguna noticia sobre la identidad del afortunado y los periodistas parecían un ejército de soldados equipados con micrófonos que hacían cola en busca de las declaraciones del lotero. Juárez salió de allí espantado, pálido como la cal, frío, desencajado y maldiciendo su suerte. Voló hacia Jefatura. Tenía que estar. Tenía que estar allí. Descendió en el ascensor hasta el sótano y una vez hubo llegado intentó no marearse con el pegajoso olor mientras se dirigía directamente hacia el cajón metálico que, como la pieza de un enorme y acerado archivo, aguardaba ser abierto igual que una carpeta. Ni siquiera miró el rostro de su antiguo compañero muerto, no llegó a destapar el cadáver, buscó directa y frenéticamente el código que escrito con rotulador rojo llenaba la etiqueta que colgaba de aquel dedo gordo rechoncho y marmóreo del pie. Corrió hasta otro armario donde colgaban una serie de llaves numeradas y con ella en la mano abrió la caja que guardaba los escasos efectos personales de Marcelo. Examinó la cuarteada billetera marrón y no encontró sino unas siete mil pesetas, un calendario con el logotipo del colegio de huérfanos del cuerpo nacional de policía y unas notas y teléfonos. No estaba allí. El boleto no estaba y sin embargo aquel hombre había rellenado y pagado el boleto ¿Dónde podría estar? Lo que sigue sería la crónica de una locura. El pobre Juárez se dedicó en cuerpo y alma a la investigación del caso de Marcelo con unas ganas y una obsesión tales que llegaron a preocupar a sus superiores y, para sorpresa de todos, a medida que los días

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pasaban y la investigación avanzaba Juárez parecía más desesperado, manteniendo repetidas y agobiantes entrevistas con todas las personas que habían visto a Marcelo con vida en sus últimas horas. El domicilio del finado fue registrado y puesto patas arriba en tres ocasiones sin aparentes resultados positivos mientras el ayudante de Juárez se decía que había algo en todo el asunto que le desconcertaba, y no entendía el interés obsesivo de su superior por revolver un caso que parecía - y así lo atestiguaban los forenses - cerrado. Pasaron los días y Juárez adelgazaba, consumido por la ansiedad y los nervios, abrasado por la angustia, hasta que un día una señora denunció la desaparición de su hermano, viudo y sin hijos, que faltaba desde hace días de su lugar de trabajo en el número 83 de la calle Galileo. Juárez recordó inmediatamente a aquel hombre al que había interrogado en tres ocasiones y de paso se acordó también de su santa madre para espanto de la denunciante. El hombre bizco que se encontraba postrado en una tumbona en aquella elegante terraza de un hotel en Seychelles, protegido por un hortera sombrero de paja y enfundado en una camisa horrible de estilo hawaiano, saboreaba un daikiri mientras contemplaba el azul del mar y sentía en sus hombros las manos de una hermosa mujer de veinte años. Levantó el ala de su sombrero y miró al cielo mientras reflexionaba. Se dijo a sí mismo que había sido una verdadera suerte quedarse viudo. Que había sido el hombre más afortunado de la tierra al haber conocido a D. Marcelo y que no terminaba de entender por qué le entregó aquel boleto de lotería primitiva escondido en los pliegues del billete de cinco mil. Pero en cualquier caso a D. Marcelo ya no le hacían falta los millones y él, sin embargo, tenía mucho mundo por comerse, lejos de la oscura cabina de la portería en Madrid. No pensó en el inspector Juárez ni en que éste quedó petrificado pensando durante el resto de su vida que alguien le había robado su suerte.

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Daniel Alejandro Gómez: Un mal tipo

Ahora que estoy muerto, creo yo, puedo hablar con propiedad. Se preguntarán cómo es posible que yo, que estoy más muerto que Matusalén, y bajo unas buenas pulgadas de tierra, esté escribiendo estas páginas. Yo pienso que hay mucha gente que cree que existe Dios, o también las cosas milagrosas y sobrenaturales, sean para bien o para mal. El espíritu, el alma, el cielo y el infierno y todos esos temas. Creo que sobre ese tema voy a escribir en verdad: lo sobrenatural, la creencia. Más allá de mis cuestiones personales. Al fin y al cabo, el lugar en que estoy puede probar la existencia de Algo, de un orden universal. Yo creía a ese asunto de apariencia tan increíble como, por ejemplo, la idea misma de la posibilidad de estos pensamientos; es decir, que este escrito sea el testimonio de alguien como yo, quiero decir de un muerto. Bueno, aclarado el punto, tengo que agregar ahora que quiero hacer una especie de repaso de mi vida. Yo me morí joven, no tengo mucho para recordar. Pero ahora, con los recuerdos no solamente lejanos, digamos, sino sencilla y completamente muertos, puedo hablar, decía, con propiedad. Supongo que las personas buscan ser éticas, además, claro está, de conseguir dinero. Mi padre me dio un buen pasar, y yo no me preocupaba del dinero, así que me ocupé del segundo asunto. Y bien, fracasé completamente. No soy ni he sido un buen tipo. Creo que me ocupé de parecerlo, y en eso a veces lograba algún que otro éxito; incluso, vaya la estupidez de la conciencia, ante mí, pero ahora, muerto y bien muerto, sé perfectamente que no he sido un buen tipo. Es más, no deseaba, ahora lo sé, ser un buen tipo. Me gustaba ser malvado, despreciaba a la gente, y en mi fuero íntimo todos me eran indiferentes, excepto yo, claro; aunque muchas veces, como perteneciente a la raza humana, yo mismo merecía mis desprecios. No obstante, en mi calidad de mal tipo, soy jactancioso, y la jactancia creo que me ayudó a quererme. No pretenderán de mí que, ahora precisamente que ya no tengo obligaciones, es decir, que estoy muerto, les mienta y les pinte el asunto a las mil maravillas. No. No lo voy a hacer. He sido un mal tipo, y ya es necesario admitirlo, porque al fin y al cabo así me gusta a mí. Creo que muchos se van a preguntar cómo alcancé a saber, una vez muerto, que yo era un mal tipo. Y, son cosas. Recuerdos que me vienen. A mí, por ejemplo, me gustaba la ciencia. No soy tonto; en verdad soy, digamos y vaya otra prueba de lo que trato de decir, vanidosamente inteligente, y sabía que la ciencia no condecía con el espíritu religioso, pero claro que, en mi condición de mal tipo, yo era muy cobarde, y entonces me aferraba a esa idea de Dios, por más difusa que fuera. Y todo tembloroso, ansioso, con miedos, rezaba a una figura de la que no estaba nada seguro. Y así que yo no soy nada valiente. Suelo ser tímido, muy cobarde. Pero a veces tengo arranques que, creo yo, la gente confundía con el coraje. Yo pienso, ahora, que se confundían, y eso era simplemente otra faz de las virtudes de mi maldad. En esas ocasiones en que

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me sentía sereno, afloraba el sarcasmo. Muy dentro de mí, me reía y despreciaba a la gente, y no me importaba en absoluto la opinión que los demás tuvieran de mí, cuestión que es, creo, la base de toda cobardía o valentía. Y así, sarcásticamente despreocupado, con una serenidad verdaderamente despectiva, yo muchas veces aceptaba peleas, pero no era por valentía, no, era sencillamente, que, en mi falta de consideración por todo el género humano, no me importaba en modo alguno si me veían perder, humillado, sangrando, u otras cosas. No me importaba caer ante otra persona, me era indiferente. Y así, y miren lo malvado que soy, que pasé unos ratos buenos, riéndome decididamente de otra gente. Mirando sus miedos estúpidos, tan estúpidos como los míos, mientras yo me despreocupaba de todos los asuntos. Otra cosa es que me encanta mentir. Nada mejor que una buena mentira, digo yo. Recuerdo ahora que cuando me preguntaban cosas sobre mí, si era valiente, o bueno digamos, yo adoptaba una actitud calculada, me ponía humilde, tímido, y decía todo lo contrario: mi éxito en este aspecto fue fulminante, todos tragaron lo que yo decía. Cuando yo decía que era muy mentiroso y falso, quedaban muy satisfechos de mi sinceridad; cuando, por ejemplo, me hacía aparecer como un tipo de mucho recato por las mujeres, todos estaban decididos a poner las manos por el fuego a que yo las tenía a todas a mi disposición. Otra cosa es que todos me tenían por alguien feliz, dichoso, exitoso. En verdad, sea una característica de mal tipo o no, yo era un pobre tipo. Era un abogado de renombre, que además escribía sobre asuntos constitucionales en los diarios. Alardeabaporque también alardeo, claro- de tener un lenguaje a veces científicamente preciso y a veces galante. En verdad, sea en mis éxitos sociales o en los profesionales, yo debía esforzarme mucho, porque, puesto que soy un mal tipo, a mí nada me interesaban las otras personas, y mis éxitos me tenían sin cuidado. Claro que de ello no me daba cuenta entonces. Pero, volviendo a lo del pobre tipo, esforzándome de esta manera, y sin seguir a mis impulsos que eran decididamente malvados, yo la pasaba mal, muy mal: me sentía como en una camisa de fuerza. Y fui tan y tan pobre tipo que hasta que me morí no me libré de ello. Ahora, claro, estoy bien porque estoy muerto, ya lo saben. Creo que otra de las virtudes que la gente dice es saber uno quién es, estar ubicado. Y bien, ya lo saben. Creo que he mostrado, dentro del poco espacio que me digno dedicar a este asunto, lo mucho que sé sobre mí, ahora que estoy muerto. Yo creo que me dieron una última oportunidad. Quiero decir, de no ser del todo un mal tipo; porque, al fin y al cabo, había cumplido el precepto del no matarás, lo había cumplido, aunque maldito de mí si yo no lo había cumplido por cobarde, indiferencia o ambas cosas. Y bien, lo único que me salvaba era que no había matado. De verdad que no había matado, y tan seguro me sentía de ello, tan calmo, tan viciosamente contento, tan sarcástico en mi calma, que aseguré para mis adentros que no había matado una mosca, y que en ese sentido yo era un pan de Dios, un beato, un genio santón. Así que estaba más o menos tranquilo, incluso jactancioso, en este punto. Ahora este asunto lo voy a decir por el tema de las intenciones, para todos los que quieran leerme, si les interesa leer a un muerto, a alguien como yo. Me han preguntado, no diré quiénes, no diré dónde en fin, si yo había matado. Y yo contesté, con total y sincera ingenuidad, que no era mi caso; incluso solté un discurso de una pasión que yo mismo me desconocía, a tal punto llegaba mi seguridad en este caso. Me hicieron, entonces, algunas preguntas sobre ciertos personajes de mi vida. Y tuve que reconocer, con toda bondad, que los odiaba, claro, y que me repugna72


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ban; todo era cierto, pero yo nada había hecho. Y aquí llegó al punto, para la gente de gusto algo melindroso, de mayor pavor de mi relato: la revelación que a muchos dará frío a sus sueños, ansiedades en su vigilia. El hecho irrefutable de una condena sigilosa, el saber que los actos, en fin, no son solamente físicos. La mente y nuestro corazón son, para Alguien, cosas tan potentes y, por lo tanto, punibles, como los hechos concretos de nuestro cuerpo. Me explicaré. Fue aquí, donde ahora estoy, en que me dijeron que el pensamiento de alguna manera era un hecho, y que en mi interior yo guardaba lo más perverso de mí, pues yo bien sabía cuáles eran mis pensamientos, yo sabía perfectamente acerca de mis crímenes, digamos, sigilosos, y de la plenitud de mi condena; y entonces me reí y me reí tanto porque ya era un completo malvado, y ya estaba en paz conmigo, pues pienso que las cosas hay que hacerlas hasta el final. Y entonces, si a alguien le sirve de algo para sus adentros, debo decir que sí, yo también maté en mi corazón… Sí, he matado, no me queda más remedio, o más placer- puesto que recordarán que, además de malvado, yo estoy muerto y nada ya me puede importar- que reconocer que maté, asesiné. Sí, soy un malvado, un ser maléfico integral, completo, sincero, hábil. Pero entonces, a consecuencia de este asunto que digo, se me ocurrió una cosa. O sea, se me ocurrió escribir este asunto. Respecto a ello, conocí a muchos tipos que me confesaban que no eran buenos tipos; ellos estaban contentos y en paz así, porque se conocían. Pero yo ahora no sé: los actos por un lado, los pensamientos o sentimientos por el otro. Llegué a la maldad absoluta en el pensamiento, y que cada cual piense lo que quiera. Si me preguntan qué pienso acerca de los demás, acerca de si soy mejor tipo que otros, tengo que decir que ello me suscita una enorme gracia. No, de verdad que no me creo ni peor ni mejor. Y seré todo lo pesimista que quieran, o acaso el más sincero. Yo no sé, en verdad, qué es un buen tipo. Puedo decir lo que es un mal tipo, porque, como habrán visto, bien me conozco. Más allá de este punto, todos piensan, todos sienten; y debe haber asesinos, injustos, sarcásticos, dañinos, violentos, golpeadores, gente que anda por ahí con una cara de lo más piadosa y soltando sermones de vez en cuando. Ya los veré, creo que ya los veré. Acaso este escrito es, por demás, para mostrarles lo mucho que sé acerca de ustedes. Acaso es un espejo; en él podrán verse al fin, pienso yo, así como son en verdad todos ustedes, ya saben quiénes… O en todo caso, y si es que yo me equivoco, me parece que éste, mi lugar, no existiría…

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Ricardo José Pagani: Un cantor que no fue

Me hubiese gustado ser cantor de blues. Pero cuando vi el pliego de Bases y Condiciones me di cuenta de que no reunía los requisitos mínimos exigidos "Debe saber el aspirante que, quien dice cantar, lo que en realidad hace es vomitar al otro todas sus penas, digamos... con cierta cadencia que pareciera, a veces, música". "Y como el sable que supo resistir hasta casi partir su alma, el rigor del más brutal de los fuegos para templar su esencia, el cuerpo, en este caso el del cantor, se va curtiendo a fuerza de golpes durante mucho tiempo, hasta que todas esas historias se transformen en canción". "Y brotarán todas de repente, notas ásperas, cargadas de desamores y desencantos, algunas veces en hilos de voces casi imperceptibles para los oídos humanos, pero sonando como locos en los corazones de los ocasionales escuchas". "Y deberá haber guitarras que aúllen cada noche como anunciando cada vez más desdicha. Y seguramente compases de parches presagiarán aún más golpes sobre el alma del cantor. Y las luces cada vez serán menos, y las pupilas serán cada vez más grandes y más negras. Y el humo y el alcohol atenuarán excitaciones, si es que hubieran, para que la piel permita entrar una a una las corcheas directamente a las venas, despacio..., sin saturar..., doliendo a rabiar!". "No esperará a cambio paga alguna, el cantor. Tampoco audiencia, si su destino es acompañar a las almas afectadas crónicamente, a los que ya perdieron un lugar agradable en este mundo". Y sigue, y sigue interminablemente, escrito en un libro sin tapas y sin números de página. Y cada hoja que con espiral es atada a la siguiente y también a la anterior, es la primera, y también la última, ya que en realidad la última no existe. Y la primera tampoco. Es un manual de Blues. ¡Puta! Quise ser cantor de blues, y recién me vengo a dar cuenta de que tampoco puedo escuchar blues. Todavía no estoy preparado.

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Juan Amancio Rodríguez García: El final rojo

Que los viejos miraban la luna y decían que no iba a llover, y eso era bueno para cosechar el girasol, pero malo para el maíz y la sementera. Pero no este viejo ni aquél, sino los viejos, y el rumor entonces era como caído del cielo, y vagaba por las calles, carraspeándose con la voz vieja y seca de todo el verano polvoriento hasta que saltara una chispa y quemara todos los campos resecos, el girasol, las rastrojeras, menos el maíz verde y verde. Porque aquí ya nadie quemaba adrede las rastrojeras. Siempre habían sido tan sólo cuatro zoquetes que habían oído de no sé quién de sus padres que era bueno para la sementera, pero la mayoría decía que lo bueno era no quemar, que dejar el rastrojo para codorniz, y luego arar y que aricasen y mezclar y que eso sería como abono, y encima vinieron unos ingenieros de la Junta a dar unas charlas y dijeron eso, también. Y para las perdices también, aunque no hubiese verdín. Aunque ya no eran de aquí, las traían para los catalanes de por ahí de un criadero, y las echaban al campo. Y así estaban de apanarradas como las palomas de las ciudades, que casi se las podía coger del cuello desde la ventanilla del coche sin que te viesen los guardas, y los catalanes pum pum como dispararle a un minusválido a bocajarro, estúpidas perdices, como los patos de plástico esos de las ferias de dispararlos. Pero yo me ganaba un dinero. Merecía la pena al menos porque el viernes a última hora el maestro me dejaba salir veinte minutos antes porque mi jefe se lo dijo al jefe de estudios aunque no era mi padre, y salía de clase y dejaba atrás esa fétida nube de estiércol de las deportivas de mis compañeros, y todos aquellos granos a punto de salpicarnos a todos, porque yo siempre en el campo, la piel curtida, y muy buena vista en las lomas. Entonces corría de allí y yo no miraba, yo sólo oía el instituto a mis espaldas, y las manos blancas y rosadas frotándose, pero cada vez más bajo, y cada vez más alto el sonido de mis deportivas fétidas, aunque yo no tengo granos. Me llegaba al hotel, y mi madre me dejaba allí siempre mi navaja de asta de ciervo porque en el instituto no dejan, y un bocadillo de tortilla o de lomo porque luego la cena sí que me la daban en el hotel, y me fumaba un pito. Me bajaba al garaje y sacaba los todoterreno a la trasera aunque no tenía el carnet ni nada y cómo rugían, y la manguera aunque estaban casi limpios porque se lavan antes de guardarlos, pero siempre tienen algo de polvillo. Luego los metía de nuevo, para que los catalanes no notasen que lo hacíamos por ellos porque decía el jefe que tenía que parecer que aquí éramos siempre tan limpios como en Cataluña y esas cosas. Pero ellos no eran tan limpios, muchas veces quité yo colillas de las alfombrillas de los coches. Pero aquí tampoco, porque no teníamos los coches siempre impecables, y yo sé cosas que hacen las chicas y se manchan las manos que yo lo sé, ahí rosadas y blancas cogiendo el boli como un topillo de gracioso, y luego sueltan el boli y se quedan ahí como muertas sobre la mesa y a veces mueven ahí un dedo raspando con la uña sobre la mesa, y luego a veces las juntan ahí y rozan las yemas y luego vuelven a coger el boli. Pero las manos no escuchan al profesor, ni a la chica, como si estuviesen a punto de separarse de las muñecas y echarse ahí a descansar solas sobre la mesa, como en la película esa de no sé quién. Luego abren la farmacia y voy y compro un montón de condones, porque dice el jefe que hay que hacer bien las cosas que hay que hacer bien, que a saber de dónde traen las putas sus condones, y los coloco en el 75


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cajón de cada habitación, con un juego de toallas especiales y relleno el mueble bar, aunque luego por la noche yo ya no atiendo si necesitan algo. Luego voy al almacén y cojo las espuertas y las sacudo, porque aquí cada catalán llena él sólito una espuerta de perdices, es como darle a un paralítico a bocajarro, y las llevo al garaje y las meto en los coches, y también las cananas, cartuchos y colgaderos por si se necesitan, aunque cada uno trae los suyos. Entonces llega a la trasera una furgoneta y se abre la puerta de un lado y bajan unas putas que el jefe no nos dice de dónde las trae exactamente para que sea todo más discreto, pero porque todos los del hotel se las quieren tirar y aunque trabajasen en un puticlub a 500 km. alguno iría hasta allí a follárselas de buenas que están, pero el jefe pues no quiere. Y yo las miro sólo un poco porque se suben rápido a las habitaciones a cambiarse y ponerse muy putas, aunque decimos que no las hace falta para ser putas, pero que ya se quedan allí todo el fin de semana, aunque a veces alguien dice que las ve a alguna por el pasillo en bragas, el recepcionista de la noche y eso. Pero es mejor no hacer nada, porque yo casi perdí el trabajo por las putas, porque yo estaba en el hall recostado tan chulo con mi pito en la boca allí hablando con dos o tres, y llegaron los catalanes con sus maletas y todo, y con una mujeres muy feas y gordas que parecían travestís de tercera, y yo dije en alto que qué feas eran esta vez las putas, y luego tuve que ir después de la cena cuando el postre al salón y pedir disculpas allí delante de todas aquellas cotorras catalanas maquilladas y con collares de perlas, que había sido un chiste y que yo tenía problemas en el instituto, que me iban a echar y que el jefe también, y terminé y ellas siguieron a lo suyo hablando en catalán con sus maridos, pero el jefe a mí no me echó porque a los maridos en el fondo también les hizo gracia, y ellas no iban a venir nunca, y si venían otra vez pues yo me escondería, y que el jefe sabía que no iba a encontrar en todo el pueblo ni en toda la Mancha un ojeador como yo, como un auténtico perdiguero de Burgos. Luego llegaban los catalanes con sus bemeuves y los carros llenos de pointers y bracos asfixiados, y los soltaba yo un poco por las traseras y los echaba de comer y beber pollo crudo y pienso luego existo como dice uno del instituto. Y cuando se lo conté a mi padre que casi me echan del curro, mi padre dijo que si no estuviese paralítico por aplastarse con el tractor ya me enseñaría él un trabajo de verdad y no eso de estar ahí de criadillo de catalanes, que el que ha nacido probe tiene que morir probe, pero que yo tú no has nacido probe, que yo iba a poder cazar mis propias perdices en mis propias tierras, pero yo que sólo teníamos un triángulo de cardos porque lo habíamos vendido todo para pagar la casa y los médicos, pero que mejor que esporrinar ajos o la vendimia, y que así yo no le pedía dinero, y él que sí, pero que era mejor arar uno sus propias tierras, y sembrarlas, cosecharlas y quemarlas en septiembre, y luego sembrarlas de nuevo porque ya no había que esperar a que la sementera se pudriera, que siempre era mejor quemar. Entonces cenaba algo parecido como los catalanes. Si a ellos les echaban un entrecot con salsa de no sé qué, a mi me echaban un entrecot bien gordo a la plancha, y me lo comía en la cocina con el cocinero y el pinche, y hablábamos de las putas y esas cosas, y luego me echaba un pito y me iba a casa para dormir bien porque el sábado a las seis había que levantarse, porque como era privado los catalanes cazaban el día que querían y abrían la veda y todo antes, menos cuando criasen las perdices, aunque criar criar criaban pocas, porque las traían de fuera, pero el jefe no quería decir de dónde para que nadie supiese si eran buenas o no, y así él siempre decía que eran muy buenas, aunque estaban totalmente apanarradas, se podían cazar a patadas. Y yo cogía del armario que fue de mi abuelo, que sí que tenía huevos de verdad, mis botas de campo y las echaba grasa de caballo con una camisa vieja de Iron Maiden de antes que se muriera el subnormal de mi hermano por la droga y todo eso de los

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ochenta cuando se fue a estudiar, y luego las cepillaba, y me iba al baño y me lavaba los pinreles en el bidel de mamá, que siempre está lleno de bragas en agua y jabón casero, y olía siempre como la sangre de un ciervo recién matado, que no se sabe si está vivo o muerto del todo, y la sangre tampoco, y yo me lavaba los pies porque no quería echar a perder mis botas de campo igual que siempre echaba a perder todas las deportivas, y luego al volver del campo las lavaba y cepillaba, y yo metía los pies en un barreño con sal, y veía allí las botas dobladas y cepilladas crujiendo por volver en sí, pero que un día estarían rotas y ya no podría cepillarlas, digo yo roto antes que ellas, pues mira. Luego yo empujaba el carro y yo sacaba los perros y los metía en el carro, y sacaba los todoterreno y enganchaba el carro con los perros en uno de ellos, y luego se levantaban los catalanes y desayunaban el pan tumaca de mierda, y ayudaba al cocinero a guardar todas las viandas y las cacerolas y la harina de guija y todo para las migas y las gachas, y los pellejos de cabra y el posete. Y luego ya nos marchábamos, y por el camino yo me desataba las deportivas, pero no llegaba a quitármelas en el coche por los catalanes y eso, y cuando llegábamos al coto yo me echaba a un lado y me cambiaba de calzado, y frotaba un poco más mis botas con el parche del Edy. Entonces ellos se tomaban otro piscolabis y preparaban las escopetas y yo me iba ya con Paco a ojear hacia el oeste, y dejaban al cocinero preparar el tinglado para las gachas y las migas y los galianos y ellos se iban a las posturas desde el claro de las encinas, al sureste. Y Paco y yo andábamos dos o tres horas rondando las perdices hacia donde los comederos de los guardas, hasta que encontrábamos una bandada y las rodeábamos para que diesen al sureste que de allí venía el viento y eso era bueno porque así olían a los catalanes y se ponían nerviosas decía Paco, y así las dábamos nosotros una y otra vez hasta enderezarlas al sureste dos o tres horas, y ellos en cinco minutos se las cargaban a la caída de la loma de las encinas, pero nosotros nos quedábamos al otro lado de la loma descansando, esperando que nos silbasen para volver a otra tanda, y volvíamos al noroeste a rondar otra bandada. Paco y yo y otros, y así se echaba la mañana, con dos o tres bandadas, y luego a comer al campamento, pero había uno que no había casi llenado su espuerta y que los perros ni el secretario ni los perros se las cobraban decía, y decía que fuesen a buscarle otra bandada, y Paco que es el jefe pues me mandó a mí sólo porque puedo solo y eso no lo hace en toda la Mancha más que yo. Entonces cogí camino del viento al noroeste, subí la loma de los carrascos y bajé a las rastrojeras camino de las lomas esas rojas de carrascos, y cuando daba con un girasol rodeaba por no pisarlo, pero yo no sé por qué pero las perdices no estaban, así que pensé llegarme a las lagunas a ver si por allí o aunque fuese unos patos, y di con una bandada y se la llevé al catalán, y a la caída del otero yo oía los disparos de las posturas de la vaguada, pero no debió de dar a muchas porque empezó a silbar y a gritar que fuese por otra bandada, y me puse a caminar hacia las lagunas, porque a mitad de camino la bandada se habría dividido y por allí andaría. Pero me senté un rato a la sombra de un almendro, abrí el morral y saqué el medio bocadillo de tortilla. Estaba blandengue, quité el papel de plata hasta la mitad y hasta la mitad me comí, lo guardé y saqué la cantimplora y eché un trago, y luego un pito y me supo todo a gloria, lo que habría dado por meter los pinreles en agua tibia con sal. Luego volví a andar cogiendo en sesgo por el borde del sabinar porque las perdices me daba que habían tirado para el sur. Atravesé el sabinar y volví a las rastrojeras y al rato di con ellas pero las hice rodear el sabinar porque ahí se extravían, así que tardé el doble por las rastrojeras, y el catalán estaría de los nervios con sus secretarios, aunque digo yo que alguien le habría llevado las migas y estaba allí sentado tan a gusto, y qué mal sienta andar con el estómago recién cargado, y si no has tomado el café con toda la cuadrilla. Y el catalán

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volvió a disparar y a pedir desde el otro lado del otero desde la vaguada otra tanda, pero con otra voz así que ya era otro catalán pero con ese asqueroso acento de mierda, pero él no tenía la culpa, yo no voy a decir eso porque él digo yo que preguntaría y le dirían que yo no me cansaba, que no se preocupase, aunque seguramente él lo preguntó como una zorra zalamera presionando como hacen los catalanes con suavidad los jodíos retorcidos, y le dirían que yo llevaba agua y comida y que yo podía andar mucho y que yo quería trabajar mucho y yo ganar mucho porque fuera de Cataluña también se trabaja, diría el jefe, pero sin decirlo directamente, que él es tan listo como ellos. Y era verdad, porque yo ya lo había hecho muchas veces, de siete de la mañana hasta el anochecer andando y andando doce o trece horas seguidas, y el jefe me pagaba muy bien y todos sabían que yo era el mejor ojeador de todo Campo de Montiel, y a veces pensaba que ojalá siguiésemos después de anochecer y ellos se cansaban allí sentados en la postura y yo no. Pero no sé por qué empecé a pensar el estómago empezó empecé a pensar en la gente el estómago empezó a pensar en la gente del pueblo, ahí los compañeros preparándose para salir, pero a mí eso no me daba envidia porque yo no lo hacía porque no quería, porque no me lo pasaba bien, pero eso no era, porque mientras pensaba en el pueblo viéndolos como unos imbéciles pensando sólo en salir, me pensaba también el estómago en algo que se reía de mí y que se iba acercando hasta hacerme sentir imbécil por reírme de los del pueblo pensando en salir. Pensé en las manos pequeñas y blancas que yo veía junto a mí en clase, y vi que estaban manchadas de lefa espesorra y no era yo, pero ellas seguían tan silenciosas como si ni siquiera se hubieran enterado y no fuese con ellas la lefa, y entonces algo hacía que ella no fuese en el fondo tan zorra por hacer esas cosas porque ni siquiera se daba cuenta de que se había manchado, y a mí me daban ganas de vomitar subiendo y bajando oteros, pero no por la lefa, sino por esa cosa silenciosa de las manos que nadie podía manchar, ni siquiera ella misma por muy puta que se empeñase en llegar a ser, y yo vomitaba porque aquello se echaba a perder igual que yo me perdía entre los oteros hacia el oeste por mucho que caminase, sin buscar ya perdices y pensar en el puesto de tiro, hasta que estaba tan cansado que me he sentado en medio de un barbecho rojal, y luego me he tumbado pegado al calor del suelo del anochecer porque el viento ya venía fresco del noroeste y se me metía entre el morral y el chaleco hasta los riñones. Y luego en mamá abrigándolo y cuidando de papá a pesar de ser un anormal completo y haberse quedado paralítico por presumir de saber arar, y el bocadillo por la mitad, pero no podía comer aunque es lo que debería haber hecho por mamá. Y luego otra vez en el sol escondiéndose y en los de mi clase preparándose para salir, y en las manos blancas como si no se hubiesen dado cuenta. Y me he tumbado boca arriba y he encendido otro pito luego otro y otro y los he ido tirando cada vez más lejos hasta que uno ha caído fuera del barbecho en las rastrojeras y al principio así tumbado desde abajo parecía un trozo más del horizonte rojo, azul, amarillento anaranjado, pero luego me ha llegado el olor y el sonido crujiente del fuego y he estado a punto de salir corriendo, pero luego he pensado que allí no iba a quemarme, aunque por qué iba yo a quemar los campos, pero que por qué iba yo tampoco a apagarlos si ya estaban ardiendo ni levantarme a pisar los rastrojos y las aliagas secas antes de que fuera tarde, y he sacado la navaja y he hurgado en los terrones y he empezado a mirar en la hoja el reflejo del fuego y del horizonte, y así. Y cuando las sirenas, me han preguntado si estaba bien y yo que sí, y entonces he pensado que mi padre sí que estaría bien viendo cómo se quemaba todo el término incluido ese miserable triángulo de cardos borriqueros que ni siquiera yo sabía dónde estaba exactamente. Y luego más sirenas y barullos y yo todavía tumbado entre las piernas de la gente mirándome desde arriba, y me he imagina-

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do a papá en su silla de ruedas viendo el fuego desde la ventana, y me he empezado a tronchar de risa tanto que retumbaba la tierra, aquel estúpido viejo minusválido con su estúpida cara arrugada temblando muerto de miedo con la boca abierta y la baba y sujetándose las gafotas de cegarruto, que hoy todavía arden los campos.

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María Sivana: El oído izquierdo

Contemplé el escenario que tenía ante mí, la casa, el simple paisaje del dominio, los muros descarnados, las ventanas como ojos vacíos… Edgar Allan Poe

La primera vez que me encontré frente a esa casa tuve que persignarme, y acelerar el paso. Calle C al 2817. Una fuerte conmoción invadió mi alma. Los gritos exacerbados de esa esquina oscura me hicieron tararear cierta canción para distraer mis macabros pensamientos. Eran las 3:15 de la madrugada, lo recuerdo fielmente, porque esa es la hora exacta en donde yo me dispongo a ordenar mi cuerpo y mi alma con una caminata solitaria. Se trataba de un viejo almacén abandonado, habitado por unos extraños seres de los cuales desconocía (desconozco) su fisonomía. Lo cierto es que esa casa me intrigaba más que la física cuántica y toda metafísica posible, pues esa casa irradiaba su propia metafísica, y eso me desconcertaba en demasía. Cada madrugada pasaba por aquella casa, preso de la costumbre y del misterio más indecible para persignarme y acelerar el paso hasta mi puerta. Pero la madrugada del 2 de agosto fue diferente. Harto de imaginar historias fantasmagóricas y terribles sucesos que llegaban a hipótesis ridículas, tuve la gran valentía, señores, de acercarme a la ventana muy despacio, tan despacio que me tendrían que haber visto apoyar mi oído izquierdo para enterarme de una vez por todas quiénes eran los seres que irradiaban tan magnífica presencia en mis noches y mis días. Algo parecido al miedo se apoderó de mí al escuchar la voz de ultratumba de la anciana, que dialogaba seriamente con otro ser con voz chirriante y ridícula de loro parlanchín, nunca dejaban de intercalar en cada frase alguna blasfemia porteña. El tercer habitante era una mujer de unos 30, 40 o tal vez 50 años que cantaba con voz de violín desafinado canciones de Luciano Pavarotti. Mi investigación sherlokholmeana prosiguió por muchas madrugadas consecutivas. Pude descubrir entonces que la anciana era la madre de la soprano frustrada, y el loro parlanchín era algo así como un loro mamífero al cual le daban de comer trozos de carne, pensando que en algún momento el desgraciado animalito afilaría sus dientes y atacaría a cualquier intruso que pudiera estar en los alrededores escuchando detrás de la ventana.

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Y sí, mis estimados amigos, las brujas de la esquina C sabían de mi presencia, y estaban esperando el instante mismo (no el mismo instante) en que yo mostrara signo alguno de vida para atacarme con su loro asesino. Pero como es de esperarse, ya les había perdido el miedo a esos extraños seres. Sabrán ustedes que frente al más escalofriante temor, ése que nos paraliza en la acción y nos turba la mente, hace falta sólo un paso, un puntapié inicial, un movimiento fríamente calculado para vencerlo. Y así lo hice yo… Cada madrugada, me instalaba en esa ventana, dispuesto a sorprenderme una vez más con mis amigas sin rostro, y aunque les cueste creerme terminé por tomarles simpatía. La anciana resentida de incalculable edad parecía estar postrada en una cama o en una silla, ya que todo cuanto necesitaba se lo pedía a su hija, ésta última se mostraba apacible pero ciertamente resignada a los mandatos insólitos de la vieja. Y el loro mamífero (más bien lora) era un ser híbrido sin carácter que repetía las frases dichas por sus dos dementes compañeras. Cuánto tiempo pasé obsesionado por esas criaturas, llegué hasta el punto de no dormir, ni comer, ni vivir, pensando en la monótona vida, paredes dentro de esas mujeres. Me echaron de mi trabajo, pues estaba, tal cual dijo mi indiferente jefe, en la torre de babel todos los días y a cada cliente que venía a pedir mercadería yo lo asustaba sin saberlo, contándole la historia de la esquina C y sus tres mujeres, sí, tres mujeres, porque el loro, ya lo había decidido, era lora, pues aunque fuese un macho tenía esencia de hembra. Ya sin trabajo, ni mujer o familia, el único vínculo humano que me quedaba era esa esquina. Una madrugada de primavera ocurrió algo terrible, cuando llegué a mi esquina, la ventana ya no existía. Habían clausurado mi espacio, mi contacto con la vida. Cómo describirles el desasosiego inmenso que sentí en el alma. Una mezcla de angustia, desilusión y furia. Principalmente furia por esas malditas desagradecidas a quienes yo, nadie más que yo, les había dado vida. Un cartel en la puerta me hizo volver el alma al cuerpo: “Al Señor del oído izquierdo. Le pedimos disculpas por no habernos despedido como dios manda, la casa está en VENTA. Espero nos encuentre en otro nocturno paseo”. En venta. ¡EN VENTA! El alma se me volvió a escapar del cuerpo, y ahora qué criaturas subnormales vendrían a invadir mi esquina. Con los pasos pesados siguiendo mi cuerpo volví con las tres sombras en mis hombros y la nota garabateada a mi casa. A la 7 de la mañana, llame a la inmobiliaria y pedí que me mostraran esa casa. La cita era ese mismo día a las 3 de la tarde. Con las ojeras chorreando por la vereda y un pésimo ánimo, ése que tenemos todos cuando algo o alguien nos quita el sueño, llegué a la esquina C, mi esquina C.

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La mujer de la inmobiliaria, de unos 30 años, me esperaba con una plástica sonrisa de comerciante en los labios, saludó muy cortésmente y dijo que no me asustara por las condiciones del lugar, ya que se trataba de una casa abandonada que hacía 10 años nadie habitaba. Yo me sonreí irónicamente, y tuve ganas de mostrarle la nota que llevaba en el bolsillo, la muestra ineludible de la presencia humana un día atrás. Pero no se la mostré. Entré a la casa, todo estaba como lo suponía. Humedad en las paredes, pisos de madera resquebrajada, una antigua araña arañándome las pupilas y unos pocos muebles antiguos de madera oscura llenos de polvo. El precio era una ganga, una oferta sin desperdicio. Pero debería darme algún tiempo, ya que tenía que vender mi actual casa para comprarla. Ella, sonriendo, dijo que podía esperar todo el tiempo del mundo. Algo extraño escondía su sonrisa. Se quería sacar el inmueble de encima como diera lugar, y yo que no veía la hora de ponerme la casa encima y no salir jamás de su misterio, no traté de indagar el porqué de la oferta y del apuro por vender. Una vez resuelto el inconveniente del dinero, compré mi esquina, y me instalé. Era una madrugada calurosa de verano cuando un novato intrigado por las voces de la casa apoyo su oído izquierdo en la ventana clausurada para no irse jamas sin antes encontrar la nota garabateada donde dábamos aviso de la casa en venta de la calle C.

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Antonio Terrasa Lozano: El chiste del Cardenal Ratzinger: un cuento relativista, tendencioso, demagógico, anticlerical y, más que laicista, criptopagano Contado por un anticuado narrador omnisciente y ofrecido al ocioso lector bajo la advocación de San Sebastián mártir y el Cristo flagelado de Caravaggio. Dedicado a los perros que viven mendigando cariño en las ruinas de Pompeya.

1. CONTEXTO. Final de régimen en la casa del Padre. En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 1993)

Como todos sabemos il primo sabato di aprile 2005, alle ore 21´37, il Santo Padre Giovanni Paolo II partì per la casa del Padre. Lo que no es un hecho tan conocido, porque de ello desgraciadamente no pudieron hacerse eco los medios de comunicación, es que la Santidad de Juan Pablo II el Grande (1978- 2005) no podría haber subido al Cielo en un momento más inoportuno. A comienzos de aquella primavera la casa del Padre se encontraba inmersa en el proceso revolucionario que había desencadenado el golpe de estado perpetrado por San Miguel Arcángel, jefe de las milicias celestiales. Tan destacado jerarca del régimen anterior había llegado a incurrir, con éxito innegable, en el crimen de laesae maiestatis in primo capite movido por un motor, no precisamente inmóvil, de dos cabezas: una verde, el remordimiento; la otra roja, la amistad algo desordenada que sentía por Hermes Psicopompo. Derrocada la tiranía de Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, se había instaurado en la Gloria, con ejemplar celeridad, un populoso gobierno de unidad celestial de entre cuyos miembros es forzoso destacar a Voltaire, Hannah Arendt, Juliano el Apóstata, Marlene Dietrich, San Francisco de Asís, Amália Rodrigues, el marqués de Sade, el conde de Salinas, Santa Teresa de Jesús, el príncipe de Kropotkin, el gran San Agustín, antiguo obispo de Hipona, Anaïs Nin, Cary Grant, Cocó Chanel, varios de los galgos que reposan en Sanssouci junto a Federico II de Prusia, San Juan de la Cruz, Diógenes el cínico, algunos myotragus balearicus, tres divinidades menores del panteón grecorromano y un número significativo de cerdos y gallinas que, por haber llevado una oscura y penosa existencia en granjas de engorde industrial, no son muy conocidos por el mortal medio. En el Paraíso no iba a haber más ceros a la izquierda. Ejecutado Yahvé acabóse el antropocentrismo radical. Un alma, un voto, sin 83


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distinción de naturaleza animal o divina. Dioses paganos, todo tipo de almas animales, santos católicos y algún que otro miembro arrepentido del triunvirato del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que había pretendido dar en los últimos tiempos un rostro más amable al oriental despotismo de Yahvé, se disponían a realizar en la Eternidad la hermosa y antigua utopía anarco-democrática o, dicho en otras palabras, proclamar la República Esclarecida de los Justos, los Buenos y los Bellos. Pese a las confusiones, euforias y temores inherentes al comienzo de cualquier período constituyente, nadie dudaba del objetivo último y doble de aquellas jornadas revolucionarias: la instauración de una república democrático-libertaria en el Cielo, donde el demos es siempre aristocracia, y en la Tierra la restauración del Paganismo. Este último y loable propósito era defendido con especial vehemencia por los más economicistas de entre los Bienaventurados, pues mucho era el dinero que se gastaba en el Más Acá en psicólogos, tras dos mil años de Cristianismo adulterado por los eunucos de las distintas castas sacerdotales, y no menos el tiempo que se perdía discutiendo tonterías. Después de lo que llevamos dicho a ningún entendimiento se ocultará que era aquél sin duda, en términos histórico- teológicos, uno de los más trascendentales momentos de los infinitos que componen la Eternidad. Y era, a la vez, el peor de los peores para la llegada a aquellas provincias de la realidad del gran integrista y muy megalómano papa polaco. Mientras en la plaza de San Pedro la masa ebria de medievalismo gritaba Santo subito! a los pies del nuevo Pontifex Maximus, el bueno de Karol, vencedor -él solito, como enseñaban una y otra vez aquellos días las hagiografías audiovisuales- de la Gran Guerra contra el Imperio del Mal (1947- 1991), estaba a punto de llegar al Cielo para llevarse el disgusto de su vida. Aparentemente las cosas estaban a punto de cambiar tanto que nunca jamás volverían a ser igual. Y decir nunca jamás a las puertas de la Eternidad no era, precisamente, una forma de hablar.

2. TESIS. El chiste del cardenal Ratzinger. I´m Mr. Bad Guy Yes, I´m everybody´s Mr. Bad Guy [...] Oh, spread your wings and fly away with me. (Freddie Mercury, “Mr. Bad Guy”, 1985)

Te lo voy a contar, pero que conste que no me creo que no te sepas el chiste del cardenal Ratzinger. A estas alturas eso es imposible, por muy alienado que hayas estado con tus remordimientos y demás psicodramas. En fin, allá voy. Un día se perdieron por los laberínticos pasillos de los Archivos Secretos Vaticanos tres tímidos guardias suizos, uno laicista, otro relativista y el tercero homosexual. Al cabo de un rato el primero se encuentra con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que en esos momentos también andaba por ahí revoloteando entre antiguos anatemas y excomuniones, y le pregunta apesadumbrado, “Eminencia, ¿cómo podría...”

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Y a medida que Hermes contaba el chiste frente al fuego, sin dejar ni por un instante de mirar fijamente al arcángel, comprendió que la victoria era suya. No hubiera sido capaz de explicar qué fue exactamente lo que se lo dio a entender. Tal vez fuera la manera en que San Miguel casi le sonreía, mordiéndose el labio inferior con indolente negligencia, quizá fuera la ternura con que en determinado momento le acarició el cuello. En cualquier caso lo supo. El jefe de las milicias celestiales estaba ganado para la causa. El plan se estaba desarrollando en todos sus detalles con una facilidad providencial. ¿Cuánto tiempo hacía que había decidido derrocar al Dios de Constantino y de la democracia cristiana? Era difícil responder a esa pregunta en términos celestiales. Según los calendarios vigentes en Occidente la peligrosa idea había comenzado a tomar forma en su cabeza poco después del 6 de febrero de 1988, el día en que en Madrid murió doña Carmen Polo, viuda de Franco, Señora de Meirás y Grande de España por la gracia de Juan Carlos I el Transicionador. Hacía, como siempre, un frío húmedo y angustioso en las riberas del Aqueronte. Mientras aguardaba la llegada de la barca Hermes Psicopompo, arrebujado en la rústica capa de pastor ático con que quiere la tradición que normalmente se arrope, pensaba en lo cutre -ésa fue precisamente la palabra que floreció en su olímpico entendimientoque era el sistema de ingreso en los Campos Elíseos. El Cielo, tras miles de años de religiones sucesivas y contemporáneas era, si se nos tolera el mal juego de palabras, el paraíso del sincretismo o, como dirían los teólogos postmodernos, un jardín de las delicias kitsch. Se sucedían los dioses en el gobierno universal, sufrían mudanza los usos religiosos, se proscribían unos ritos para instaurar otros y, ante el empuje de las nuevas creencias, algunas divinidades e incluso provincias celestiales enteras eran condenadas al ostracismo u olvidadas. Pero había cosas que, por difícilmente mejorables, eran imprescindibles. Una de ellas era el último viaje a bordo de la barca de Caronte a través del río de la pena. Aparte de la abolición del óbolo, que no había hecho más que agriar todavía más el carácter del irascible barquero, la naturaleza y vigencia de la travesía hasta la ciénaga central del Hades apenas había sufrido mutaciones al advenimiento del aciago Monoteísmo. Hermes, por lo que le concernía, en tanto que Psicopompo, no había perdido sus funciones de conductor de almas, aunque aquéllas habían sido reducidas a las propias de un simple guía para los recién llegados hasta las puertas del Paraíso donde San Pedro, haciendo a la menor ocasión alarde de sus llaves tintineantes, era la verdadera estrella del ceremonioso tránsito. Cutrerío y falta de imaginación, recapituló. El chapoteo de los remos entre las brumas hizo perder al hijo de Maya y del olvidado Zeus el hilo de sus pensamientos. Mecánicamente dejó caer el cigarrillo que estaba fumando para aplastarlo con sus sandalias aladas. En cuanto la proa de la barca dejó atrás las tinieblas y pudo ver el rostro del viejo y flaco barquero supo que aquel viaje no había sido como todos los demás. Porque muy raras eran las ocasiones en las que Caronte parecía más asustado que enojado. Hermes se inquietó y no le ayudó a calmarse el hecho de que no pudiera distinguir el rostro de la recién llegada, completamente oculto por la capucha del abrigo de visón que lucía. -Sácala ahora mismo de mi barca. Si de mí dependiera la echaría al Leteo con un ancla atada al cuello. Pero está claro que jamás se tendrán en cuenta mis sugerencias, así que llévatela donde sea, muy lejos. Me ha helado el corazón con su silencio desdeñoso. Tratando de parecer indiferente a las palabras del barquero, y sobre todo al terror del que procedían, Hermes invitó gentilmente a la Señora de Meirás a acompañarle.

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Ella entonces alzó lentamente la cabeza, con elegancia viperina, dejó caer la capucha y, libre de embozos, mostró su rostro. El alma de doña Carmen Polo había decidido encarnarse para enfrentar la espera del Juicio Final en el cuerpo que tuvo a los sesenta y tres años. En aquel ambiente de luces grisáceas difuminadas por la neblina de las riberas del Aqueronte, la impresión que tuvo Hermes al ver aquel pálido y huesudo rostro emergiendo de las pieles excesivas fue la de contemplar a una bruja a medio devorar por un grotesco monstruo peludo. La voz de la Señora era aún más fría que su mirada. -¿A dónde vamos? Sin poder evitarlo el antiguo dios de las fronteras tragó saliva antes de responder. -Al encuentro de San Pedro. -Eso es lo que tú te crees- murmuró con desprecio terrorífico. Cubrió de nuevo su cabeza, desembarcó sin aceptar la ayuda del olímpico y le siguió sin volver a dirigirle palabra o mirada alguna. Mientras duró la caminata entre marismas pobladas sólo por el croar de las ranas y desiertos de arenas volcánicas, Hermes entendió la atemorizada desazón de Caronte. Él mismo podía sentir entonces la horrible frialdad de la viuda del sanguinario dictador con la misma precisión con la que oía los crujidos con que sus angustiosos y nigérrimos zapatos charolados aplastaban sapos y fósiles de escorpión. Nunca antes le había parecido a Hermes tan largo el camino de la Gloria. Por ello es comprensible la precipitación con que sintió alivio al golpear tres veces con el caduceo de recia madera de olivo el bronce de las puertas del Paraíso. Como era su costumbre, llegado aquel trascendental momento, el hijo del Cronida retrocedió unos pasos para medio desvanecerse en la penumbra de aquel ocaso eterno, dejando sola a doña Carmen Polo frente al comienzo de su vida eterna. Abiertas las puertas de par en par no salió del Cielo San Pedro para preguntar a la recién llegada, según inmutable protocolo, si había amado al menos una vez en la vida. En lugar de la presencia reconfortante del viejo pescador de Galilea, lo que se materializó ante los ojos dilatados por la perplejidad de Hermes Psicopompo fue una pesadilla de factura felliniana. Salieron al encuentro de la Señora las santidades de Pío IX, Pío XI y Pío XII, éste último en posición central y más adelantada. Ricamente vestidos como en los lejanos días de sus respectivas coronaciones, sobre las cabezas las tiaras bizantinizantes, se acercaron hasta doña Carmen quien, ya descubierta y arrodillada, bajo un palio surgido de la nada, besó con nacionalcatólico fervor los tres anillos del pescador. Tras el besamanos Pío XII hizo aparecer de entre sus dedos blancos, finos, longuísimos, el más fabuloso collar de perlas que la Señora hubiera visto en todas las décadas en las que fue el terror y azote de las joyerías de Madrid. Tras inclinar la cabeza en señal de aceptación, tratando desesperadamente de no parecer ávida, doña Carmen dejó caer, como la serpiente que se deshace de la piel que muda, el abrigo para mejor lucir las perlas que con servilismo sacerdotal los Píos menores enrollaban en torno a su cuello mientras el decimosegundo sonreía con rictus expresionista. Cuando las puertas del Paraíso se cerraron tras los pontífices y la Señora, Hermes Psicopompo estaba profundamente conmocionado. Comenzó a caminar sin rumbo por los más peregrinos senderos de la Creación, aturdido, murmurando se acabó, se acabó, esto no puede seguir así, hasta aquí hemos llegado. Mantenía perturbados coloquios consigo mismo, diciéndose en alta voz junto a arroyos rumorosos y por entre silvas frondosas que al menos en tiempos de mi padre los dioses no engañaban a los mortales, nada prometían, y mucho menos fraudulentamente, a cambio de resignación y renuncia a la rebelión; los Sempiternos no predicaban la paciencia ni garantizaban

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justicias más allá de los límites de la vida terrenal, único ámbito do cabe la punición de los crímenes. No tenían el mal gusto de aliarse ciegamente con poderosos y plutócratas. Invitaban al heroísmo, que no entiende de componendas con el tirano soberbio ni de mezquinas adulaciones. No, no, no, esto no puede seguir así, de ninguna de las maneras. Con el paso de los milenios Hermes, el mensajero de los dioses, pese a mantener la apariencia efébica que los mortales le atribuyeran desde al menos el siglo VI a. C., había madurado. Lejos quedaban los tiempos en que robaba ganados y mataba tortugas para fabricar liras. El recibimiento que Dios había permitido que se le hiciera a aquella horrible mujer había sido como el tiro de gracia a su ingenuidad arcádica. No podía seguir cerrando los ojos ante una evidencia a la que, se decía ahora, tendría que haberse rendido mucho tiempo atrás: el Dios judeocristiano era malvado, cruel y clasista. Vestido con la piel de cordero de la charitas, era un lobo que permitía, si es que no propiciaba, el dolor, el mal y la injusticia. Él no podía, como los mortales, engañarse pensando que cuando estuviera en el Cielo entendería la necesidad del Mal. Ya estaba demasiado cerca de ese Dios presuntamente omnipotente y bueno como para seguir esperando la justificación de lo injustificable; sólo el malvado permite el mal. La Creación estaba gobernada por un usurpador despótico. Lo único que un alma noble podía hacer ante semejante constatación era matar al tirano y tratar de instaurar un sistema de gobierno justo. De semejantes pensamientos al complot hubo sólo unas rutinarias secuencias lógicas. Desde las fases más primitivas de su conjura golpista supo que iba a ser fundamental el papel que jugaran las milicias celestiales. Tendría que captar o eliminar a su general. Habría que comenzar, pues, por medirle el alma a San Miguel, Príncipe de los Ángeles, Patrón y Protector de la Iglesia Universal y, según algunos, Virrey del Cielo, para decidir si era un aliado a seducir o un enemigo al que había que neutralizar para garantizar el éxito de la celestial subversión. Hermes -también ostentador de sonoros y pomposos epítetos (verbi gratia, Caudillo de Sueños, Mensajero de los Dioses y Espía de la Noche), como se recordaba por aquellos días sonriendo-, con la arrogancia propia de los preceptores griegos esclavizados en tierra de bárbaros, no había tenido jamás un interés especial en aprender los paradigmas mitológicos dominantes desde el advenimiento del dios único, solterón y exclusivista. Descubrió enseguida que los libros canónicos no eran tan ilustrativos como él hubiera deseado en lo tocante a la máxima autoridad militar de los Cielos, así que, siguiendo secretos consejos, decidió encaminarse hacia lo que algunos elementos antirreligiosos llamaban con sorna el valle de los errorcillos de la Iglesia Católica. Era en realidad aquél un hermoso vergel surcado por ríos y fértil en huertos con naranjos y limoneros donde, en una suerte de cuarentena, languidecían a la espera de una decisión final tras el día del Juicio todos aquellos que habían sido martirizados por la Iglesia a mayor gloria del Señor hasta 1870. Desde aquella fecha, cuando el Concilio Vaticano I proclamó el dogma de la infalibilidad pontificia, la Iglesia Católica no hacía nada que no fuera la voluntad de Dios a cuya infinita sabiduría y torcidos renglones debían atribuirse todos los males aparentes. Hermes se reunió allí una hermosa mañana de abril con Prisciliano de Ávila, a quien correspondía el honor, junto a sus seguidores Felicísimo, Armenium, su suegra Eucrocia, Latroniano, Aurelio y Asarino, de haber sido de los primeros herejes ajusticiados por la Iglesia a través de un poder secular, en su caso el del emperador Máximo. Desde su decapitación en el año 385, el pequeño grupo de priscilianos, junto con su líder, seguía con sus curiosas prácticas sin que el hecho de tener que acarrear todo el día sus cabezas bajo el hombro pareciera hacerles perder ni un ápice de su jovialidad. A la

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sombra de unos granados los encontró el olímpico leyendo y comentando los Evangelios, incluidos los no canónicos, consagrando la Eucaristía con leche y uvas y, contumaces como eran, predicando el libre examen y un dualismo radical. Hermes no podía compartir su delirio ascético ni sus proclamas sobre la corruptibilidad del cuerpo, pero viéndoles reír y bromear, después de sus prédicas, mientras jugaban a una especie de voleibol arcádico-macabro con sus cabezas, comprendió que sin duda eran mejores personas que los obispos que, aliados con los brutales emperadores tardorromanos, habían propiciado su horrible muerte. -El Concilio de Laodicea en 364 excluyó para siempre del canon bíblico aceptado por la Iglesia el precioso Libro de Enoc -le explicó en una pausa del extenuante partido Prisciliano, mientras daba de comer algunas uvas a su cabeza que, por comodidad y por tener algún refresco en sus enrojecidas mejillas, había dejado sobre la húmeda hierba mientras su cuerpo recuperaba fuerzas acodado en un saliente rocoso-. Creo que deberías leerlo, sobre todo a partir del capítulo sexto, si quieres saber algo acerca de San Miguel. Hermes tomó con cierta reverencia los crujientes papiros que le tendía el venerable y deportista decapitado. Recogida la cabeza del suelo, y antes de volver al terreno de juego donde ya le estaban reclamando sus seguidores, Prisciliano dijo a modo de despedida: -Creo que si Dios me hubiera hecho lo que le hizo al primero de entre los arcángeles jamás podría habérselo perdonado. Dos días después -corría entre los mortales occidentales el 8 de octubre de 2004Hermes Psicopompo reunió el valor suficiente para salir al encuentro de San Miguel. Topó con él, siguiendo un certero chivatazo, en la región de Covasna, Rumanía, a los pies de los Cárpatos, en el corazón del país de los hombres-lobo. Verle dando desesperados y furiosos golpes contra el suelo con su flamígera espada, pese a la patética estampa que componía, no hizo sino tranquilizar a Hermes. Después de haber leído el Libro de Enoc había llegado a la conclusión de que San Miguel Arcángel sólo podía ser dos cosas después de haber ejecutado las órdenes de su Dios: o un asesino despiadado hecho de la misma pasta que los torturadores que aseguran estabilidad y paz a las dictaduras militares o un pobre ser con el alma hecha trizas por los remordimientos. Viéndole a merced de la desolación, la rabia y el dolor bajo la lluvia de Covasna, quedaba claro que una horrible culpa le estaba enloqueciendo desde el comienzo de los tiempos. San Miguel andaba de un lado a otro en círculos, sin ningún propósito aparente, sorteando los cadáveres de los diez ejemplares de oso, entre ellos una hermosísima hembra embarazada, y del lobo que en aquel paraje acababan de ser muertos a tiros. Era evidente que el arcángel había llegado tarde, que su intención había sido salvar sus vidas y de paso descuartizar sin piedad a los cazadores. Su desolación era inmensa, al igual que su belleza, pensó azorado Hermes Psicopompo. Abandonado brevemente a esta última constatación, el olímpico se reconoció que le placía comprobar que los arcángeles no tienen alas, lo cual hubiera sido una lamentable contingencia que sólo hubiera ido en detrimento de la apolínea figura de San Miguel vestido gloriosamente a la manera de los generales romanos. -Estos animales estaban protegidos por la convención de Berna de 2001 exclamó el arcángel con la absurda convicción con que nuestro entendimiento se disfraza a veces para negar el horror consumado.

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Hermes no se había dado cuenta de que San Miguel había reparado en su presencia. El arcángel le miraba con la mandíbula crispada por la rabia y los ojos anegados por la tristeza. El hijo de Maya sintió una peligrosísima compasión por él y, a su pesar, mientras San Miguel continuaba con su desconsolado parlamento a los árboles, a los animales asesinados y a él mismo, recordó la terrible historia leída en el Libro de Enoc. Desde el principio de los tiempos los hombres tuvieron hijos e hijas hermosos que, desde los cielos, los Vigilantes, ángeles tutelares, custodiaban. Pero quien custodia lo hermoso ha de verlo, y el ver ya es el comienzo de la querencia. Doscientos ángeles supieron muy pronto que deseaban renunciar a su pureza, que querían bajar a la Tierra y acostarse con los hijos y las hijas de los hombres. En su descenso veinte jefes tuvieron estos doscientos ángeles apasionados, y el principal de todos ellos fue Shemimaza. Los Vigilantes y las hijas de los hombres gozaron los unos de los otros y tuvieron descendencia. Llovía cada vez con más violencia. El viento hacía muy difícil escuchar las palabras de San Miguel. Pero él continuaba su desolada perorata deshilvanada. Pese a las prohibiciones internacionales, explicó encogiéndose de hombros, Juan Carlos I de España, el de las Transiciones fetén, ha venido aquí, con una pequeña corte de guardaespaldas y de hombres de negocios ansiosos de cerrar ventajosos tratos, y ha comenzado a disparar contra todo bicho viviente con expresión goyesca. Y ha matado a los diez. Bueno, atendiendo al magisterio de la Santa Iglesia Católica, a los once, pues la osa iba a ser madre muy pronto. Los Vigilantes no se limitaron a perder su pureza en las camas de los mortales, sino que les enseñaron a tejer, a cultivar la tierra, a distinguir las plantas en función de sus propiedades curativas, a cortar raíces, la magia y la brujería. El Dios casto y puro juzgó todo aquello como el más abominable de los pecados y decidió que debía ponerse fin a semejante promiscuidad erótico-intelectual y castigar la corrupción de la Tierra provocada por los Vigilantes. Llamó el Señor al arcángel San Rafael y le encargó que encadenara a Asa’el, el segundo de entre los Vigilantes después de Shemimaza, y le arrojara a las tinieblas hasta que llegado el momento oportuno, tras el Juicio Final, muriera en el fuego. A él atribuía Dios la responsabilidad mayor en la ilustración de los hombres. Esa excusa sirvió a Yahvé para ordenar sospechosamente a Rafael que imputara a Asa’el el origen de todo pecado. ¿Cómo pueden tolerar los hombres tamañas crueldades? Y señalaba San Miguel con patetismo el cuerpo desventrado de la osa que casi había logrado ser madre. El artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Animal dice claramente que todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida. ¿Cómo ha podido Dios tolerar de nuevo algo así? Y señalaba ahora al hermoso lobo de lomo mancillado por su propia sangre reseca. Deus charitas est, añadió sin cinismo, con infantil desolación. Luego hizo Dios comparecer ante Su presencia a San Gabriel y le ordenó la destrucción de los bastardos habidos de los ayuntamientos de Vigilantes y mujeres, los pobres inocentes a los que en su enloquecido furor llamó réprobos hijos de fornicación. Pero aún faltaba la parte más espantosa de aquella psicótica represalia decretada por Dios Misericordioso. Y esa parte se la iba a encargar a San Miguel. Entonces se cansó de proferir palabras vanas, se arrodilló junto a uno de los osos y le lloró en silencio. Hermes llegó hasta él y posó una de sus manos sobre su hombro vencido. El arcángel se estremeció porque nunca antes le había tocado nadie. El anti89


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guo mensajero de los dioses le enseñó consoladoras libaciones con las que despedir con dignidad a aquellas bestias y pedirles perdón por la borbónica carnicería. Miguel, ve y anuncia a Shemimaza y a todos sus cómplices que sus hijos morirán y que ante sus ojos destruiré a sus seres queridos. Todos quedan condenados para siempre, sólo les queda permanecer encadenados en la Tierra hasta su destrucción definitiva tras el día del Juicio. Diles que abandonen toda esperanza porque nunca serán perdonados. Sus súplicas no me conmoverán. Se convirtieron en amantes la misma noche del día de la masacre de Covasna. San Miguel al principio no quería hablar de su dolor, de su terror, de sus dudas infernales. Una madrugada, frente a un fuego tan chisporroteante como aquel ante el que se contaría noches después el chiste del cardenal Ratzinger, el arcángel despertó sobresaltado de una pesadilla. Hermes necesitó mucho tiempo para tranquilizarle. Mientras trataban de reconfortarse el uno en brazos del otro, San Miguel se atrevió a contar su crimen. -En las frecuentes noches en las que el insomnio acude para hacer más atroz mi infierno repito uno tras otro, como en una letanía, sus nombres, los de los veinte. Shemimaza, Ar’taqof, Rama’el, Kokab’el, ‘el, Ram’ma’el, Dani’el, Zeq’el, Baraq’el, Asa’el, Harmoni, Matra’el, Anan’el, Sato’el, Shamsi’el, Sahari’el, Termi’el, Turi’el, Yomi’el, Yehadi’el. Y luego vuelta a empezar. Shemimaza, Ar’taqof... y con el sonido de cada uno de sus nombres recuerdo el espanto de sus rostros cuando ante ellos matamos a sus mujeres y a sus hijos y les condenamos a la prisión eterna bajo la Tierra. Su dolor al ver morir a los que amaban no era fingido. Amaban, y quien ama no puede ser esencialmente malvado. Entonces, ¿por qué Dios nos ordenó acabar con ellos? ¿Por qué les negó el perdón? Aunque fuera cierto lo que Él nos dijo, que habían llevado la corrupción y la opresión a la Tierra, ¿era justo castigarles matando a sus hijos inocentes y a sus mujeres? ¿Qué culpa tenían ellos del pecado, si es que había pecado, de sus padres y amantes? Bramaron, aullaron, suplicaron, amenazaron, lloraron, enloquecieron al ver morir a los que querían. Y a Dios eso le pareció justo. Dios fue responsable de ello. Porque nosotros, los arcángeles de las milicias celestiales, lo hicimos posible. Pero no acaban aquí mis tribulaciones. Y si, tal como sospecho desde que degollé al primero de los hijos de los Vigilantes, ellos no eran malvados, si no eran demonios, ¿qué es lícito concluir? ¿Qué era quien nos ordenó la matanza? ¿Acaso no ha habido horror, espanto, miedo, injusticia y dolor en el mundo desde que fueron sepultados bajo las rocas de la Tierra? Él nos ordenó limpiar el mundo cuando tal vez deberíamos haber comenzado por el Cielo. Tal vez el Demonio suplantó a Dios e hizo que nos mancháramos las manos con los crímenes que nos hizo cometer en su nombre. Al principio me aterrorizaba pensar semejantes cosas. Aún no puedo decirlas en voz alta sin que se me encoja el alma. Pero al menos la incertidumbre ha dado paso desde hace mucho tiempo a un devastador sentimiento de culpa. Ardió en el hogar el fuego varias noches más. Hermes explicaba sus subversivos planes a San Miguel, pero éste no quería ni oír hablar de revoluciones ni de deicidios. No quería volver a matar jamás, ni aunque esta vez el enemigo fuera realmente el Maligno. ...y una semana después, tal como le habían prometido, los tres guardias suizos acudieron a su despacho de la Congregación para la Doctrina de la Fe para ver si la meditación de sus palabras había redundado en provecho de sus almas. El cardenal pregunta y el laicista contesta: Reddite ergo, quae sunt Caesaris, Caesari, et, quae sunt Dei, Deo. Viendo los ojos desorbitados por la furia de Ratzinger, el guardia rela90


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tivista, para aplacarle, va y dice atolondradamente cuius regio, eius religio! Y justo antes de que al Prefecto de la Congregación le dé un colapso va el tercero y exclama Totus tuus, ergo sum, Josephus!

3. ANTÍTESIS. Annuntio vobis gaudium magnum. ¡Quiero ser santa! Quiero ser canonizada Azotada y flagelada

Levitar por las mañanas

Y en el cuerpo tener llagas Quiero estar acongojada Alucinada y extasiada (Parálisis Permanente, “Quiero ser santa”, 1982)

Desde poco después de su muerte, acaecida diecisiete días atrás, Karol, devenido etérea materia ectoplasmática, alma en el desamparo de su desencarnación, flotaba atribuladísimo sin alejarse demasiado de la plaza de San Pedro. Al principio había dado por supuesto que aquel estado sería transitorio, aunque, a decir verdad, tan contento estaba de haberse librado de su cuerpo, con los achaques de la edad y la enfermedad que le acompañaban, que poco se había parado a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de sus primeras horas de existencia post mortem durante las que, por cierto, había estado muy entretenido La piadosa extinción de su cuerpo no había acabado con el profundo interés que sentía por su propia figura y talla histórica. Ergo había disfrutado muchísimo con el espectáculo de sus funerales, a pesar de que los tuviera que apreciar con los limitados medios de percepción de los fantasmas en lugar de beneficiarse de la portentosa capacidad tecnológica de las grandes cadenas de televisión. Pero no fue sólo la poesía de aquellos días de luto universal lo que llenó de felicidad a Karol; también le agradó sobremanera la forma en que, siguiendo sus sabias disposiciones, se anunciaba al mundo cuál era la imagen canónica, única y verdadera que de su pontificado debía construir la Historia. Sin embargo, tras dos semanas de Sede Vacante, el difunto pontífice comenzó a aburrirse. Y con el tedio llegaron los pensamientos hipocondríacos de los que no se libran ni las vaporosas almas de los difuntos. ¿Y si nuestras conciencias personales no fueran, como sostienen algunos ateos, más que una especie de campo electromagnético que sobrevive sólo durante un tiempo al cuerpo, su verdadero demiurgo bioquímico? ¿Significaría eso que en cualquier momento podía simplemente apagarse como una vulgar bombilla? Eso sería terrible porque entonces su pública, larga y deprimente agonía, sólo útil para intentar que todos los enfermos y moribundos del mundo se sintieran, además de desgraciados y asustados, culpables por desear e incluso pedir la muerte, por otra parte legalmente denegada en base a religiosos prejuicios, no supondría ningún plus en la más que merecida recompensa que debía aguardarle en la Gloria. Las exclamaciones de alegría e impaciencia de la masa reunida en la plaza de San Pedro, sobre la que estaba metafísicamente evaporado, le sacó de sus negras meditaciones. Todas las cabezas se volvieron hacia el balcón donde ya se descorrían las cortinas de terciopelo y hacía su aparición, en un éxtasis de rojos y blancos cardenali-

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cios, con el sobrio destello dorado del crucifijo pendiente de la áurea cadena, el Protodiácono de la Iglesia Católica. El cardenal Medina Estévez avanzó con paso vacilante hasta apoyar su mano derecha sobre el pretil de fría piedra. Abrieron un rojo libro ante él, un micrófono sostenían frente a su abotargado rostro cuando saludó, en cinco idiomas, a los queridísimos hermanos y hermanas en Cristo. Para cuando comenzó la hermosa anunciación, Karol estaba tan fascinado con la retórica sucesoria del trono de San Pedro como la mayoría de mortales que la admiraba por televisión. Annuntio vobis gaudium magnum; Karol sintió una vivísima emoción en el nolugar en el que los ectoplasmas experimentan las emociones que los que aún somos mortales ubicamos, según nuestros temperamentos, o bien en el corazón o bien en la boca del estómago. Qué no hubiera dado el difunto pontífice por tener vello que se pudiera erizar o garganta que se le anudara. habemus Papam; ¿qué importaba la incorporeidad? ¿Cómo tenerla en cuenta en mitad de aquella crisis colectiva de euforia? Karol se sintió gritar y vitorear con el mismo entusiasmo con que los demás hermanos en su Fé lo hacían en la plaza berniniana con sus corruptibles aparatos fonadores. Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum ay, ay, ay, el cardenal Medina Estévez no acababa de sobrevivir en balde a un pontificado tan largo y mediático como el suyo. Era indudable que había adquirido un magistral dominio de los silencios televisivos. Durante aquella dramática pausa, los quince minutos de fama que a la chilena eminencia también correspondían, Karol deseó tener un corazón, aunque fuera el de sus ochenta y cuatro años, para que se le saliera por la boca. Sin embargo, en ese corazón, ahora se daba cuenta, habría también otra cosa, un sentimiento molesto y perturbador que aún no lograba identificar del todo. Dominum Josephum... Josephum, Josephum... y pasó lista mentalmente a los Josés elegibles sin atreverse aún a alegrarse; aplacóse el júbilo de los católicos allí reunidos y el Protodiácono decidió que había llegado el momento de alcanzar el clímax y provocar el sublime paroxismo. Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem... RATZINGER. Allí fue el júbilo y el aleluya. La plaza de San Pedro se convirtió en el espejo de la báquica alegría que se esperaba de la Cristiandad. Miles de crucifijos eran besados mientras la Virgen Santísima era loada infinidad de veces por segundo. Karol no sabía por qué se había esfumado parte de su alegría. Estaba, al menos, tranquilo, porque como siempre todo quedaba atado y bien atado. -¡¡¡Bravo!!! ¡¡¡Gloria!!! ¡¡¡Gloria!!! Y entonces el difunto pontífice oyó aquella maldita aclamación que le convirtió en una envidiosa nubecilla entre verde y violeta. -¡VIVA EL PAPA! Sólo Dios sabe cuánto le dolió darse cuenta de que ya no era el Santo Padre. Había sido elegido su sucesor y poco apaciguaba su rabia nostálgica el hecho de que el nuevo soberano vaticano fuera el querido Joseph al que tanto odiaba en aquellos momentos. Había otro Papa, había otro Papa, había otro Papa. El Papa ya no era él. A rey muerto, rey puesto, ¿verdad? Pero, ¿no se daban cuenta todos esos que gritaban vivas que el rey muerto al que parecían haber olvidado no era un Papa cualquiera? ¿Cuántos siglos necesitaría la Cristiandad para producir un romano pontífice tan trascendental 92


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como él? ¿Cómo podían estar tan contentos aquellos imbéciles cuando aún no hacía ni tres semanas que habían perdido al gran Juan Pablo II? Tan bilioso se sentía sin necesidad de hígado que ni oyó las últimas palabras pronunciadas por el cardenal Medina Estévez antes de su mutis (qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI). Al menos tuvo la suerte de ser llamado al Más Allá en aquel momento porque, de haber podido ver aparecer a Benedicto XVI ante el mundo entero ya investido con los atributos papales, sin duda hubiera sufrido una ectoplásmatica apoplejía. Sufre tal violencia el alma al abandonar las provincias inferiores de la Creación que pierde la conciencia de sí misma durante el proceso de transferencia. Cuando Karol despertó, descubrió con alegría inconcebible que estaba otra vez encarnado. Volvía a ser el atlético cincuentón que había subido al trono de San Pedro casi treinta años atrás. Lloró extasiado al sentirse de nuevo un cuerpo sano y fuerte. Respiró con fruición, por el simple gusto de hacerlo, durante largos minutos, hasta que se dio cuenta de que le rodeaba un inquietante e intenso olor a azufre. Su susto fue tal que su recién recuperado corazón cabalgó a lomos de una sobresaltada taquicardia. ¿Estaba -¡él!- en el Infierno? Por fortuna recordó enseguida que sin duda Joseph se encargaría de hacerle subir muy rápido a los altares. Era una imposibilidad lógica que un alma a punto de ser declarada santa por Roma fuera abandonada por Dios a merced de Satanás. En busca de una explicación se confió a sus rejuvenecidos y corporales sentidos para descubrirse en mitad de una silenciosa multitud que parecía aguardar algo con impaciencia, las miradas fijas en las cenicientas aguas de un caudaloso río. Sonriendo para la Historia, como había hecho durante las últimas décadas de su vida, preguntó a una señora de Valladolid, muerta sin alharacas de una angina de pecho dos días antes que él, dando comienzo a una breve conversación de la que salió aturdido, confuso y desconcertado. ¿Había entendido bien? ¿Debía esperar a que fuera su turno -¡él, Juan Pablo II el Grande!- para embarcar en la nave de Caronte, único medio de llegar a la Gloria? ¿Era posible que el Cielo estuviera tan paganizado como Occidente? ¿Y en qué cabeza cabía que aquella mujer, no solamente no se hubiera echado a sus pies rogando su bendición, sino que ni tan siquiera pareciera haberle reconocido? ¿Y por qué había llamado al mítico barquero ciudadano Caronte? Pero, ¿iba de verdad en serio eso de que tendría que esperar la vez? ¿Nadie iba a darle un mínimo trato de favor? Pues como Dios es Cristo, o al menos lo era hasta el golpe de San Miguel Arcángel, que Juan Pablo II, al que quiere todo el mundo, tuvo que hacer cola, durante un tiempo equivalente en la Tierra a seis días, en las riberas del Aqueronte. Cuando al fin logró embarcar estaba de tan pésimo humor que, al menos al principio, ni se dignó sorprenderse al ver a Caronte tocado con un gorro frigio. Pero el sosegado vaivén de la travesía calmó a Karol. Con cada golpe de remo el barquero le acercaba a la presencia de su querido Dios, por quien tanto había hecho en la Tierra. Pronto todas las afrentas e insultos sufridos desde el día de su muerte serían compensados. Además, una primera gracia divina ya había recibido, su carne había resucitado mucho antes de la general resurrección de las almas y de los cuerpos. Cuánto agradecía al Señor que le hubiera considerado exento del molesto trámite del Juicio Final. Dios sí que sabía distinguir, Dios sabía que si bien todos somos iguales ante sus ojos, algunos de sus hijos merecen cierta consideración en atención a sus superiores méritos morales. ¿Qué sentido tenía seguir de morros? ¿Por qué empañar con malos humores su sin duda apoteósica entrada en la Gloria eterna donde no podría dejar de ocupar un lugar destacado a la derecha del Señor? Reconfortado con pensamientos de semejante calidad, Karol sonrió de nuevo y decidió que había llegado el momento de mostrarse campechano y cercano con la

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condescendencia con que los poderosos de la Tierra gustan de tratar en ciertas ocasiones a sus víctimas. -Pero hombre de Dios, ¿qué haces con ese gorro frigio? ¿No sabes que representa la Revolución y la antirreligión? Pero el ciudadano Caronte, que desde que había sido convertido en un funcionario del Estado Celestial Revolucionario tenía menos paciencia que de costumbre, reaccionó como deberían reaccionar los pobres y oprimidos de la Tierra cuando sus explotadores les dan palmaditas en la espalda. Se puso en pie haciendo zozobrar peligrosamente la barca y, sin mediar palabra, golpeó con un remo, con todas sus fuerzas, al bueno de Karol en pleno rostro contrarrevolucionario dejándole inconsciente. Y Caronte vio que lo que había hecho era bueno porque, aparte de descargar tensiones, consiguió acabar de vadear el Aqueronte sin tener que soportar estúpidos y jocosos comentarios. El sueño comatoso inducido por el remazo duró lo que duró y acabó como acabó, esto es, lenta y progresivamente. Los primeros atisbos de conciencia los recuperó el antiguo pontífice en confusas y dolorosas oleadas. Sentía un agudo dolor en el entrecejo y un mareo que le prometía nauseas y vértigos. Se dio cuenta de que ya no se encontraba a merced de las corrientes del Aqueronte. Alguien había depositado su cuerpo en lo que sería sin duda una ribera o una playa. Movió los dedos de su mano derecha, hundiéndolos en una arena fría y áspera. A través de la oscuridad y el malestar se abrían camino los ecos de una conversación que sin duda se mantenía muy cerca, a la vez tan lejos, de él. -Pero ciudadano Caronte, ¿cómo te atreves a agredir a un recién llegado? ¡Ahora eres un servidor público! Por eso, más que los demás, deberías estar alerta ante tu tendencia a la arbitrariedad. ¡Estamos haciendo una revolución para erradicar para siempre este tipo de actos! -Si no tuviera tantísimo trabajo por hacer, ciudadano Miguel y camarada Hermes, os rogaría, con todo el civismo y el cariño revolucionario del mundo, que os sometierais a un pequeño test psicosomático. ¡Porque vuestro índice de estupidez debe de ser para mear y no echar gota! ¡A estas alturas y aún con revoluciones! ¡Y para colmo sin derramamiento de sangre! Al menos en esto último hicisteis una excepción con Él. ¿Cómo es posible, almas de cántaro, que aún no hayáis comprendido que la Creación no salió de ningún entendimiento ilustrado? Habéis matado al Tirano y aún es demasiado pronto para renunciar a las bellas palabras y a los esperanzadores discursos. Pero, ¿de verdad creéis que mientras construís vuestra república orientada a la búsqueda del sumo bien ningún otro demonio ocupará el lugar del que habéis ejecutado? Lo trágico es que si no me llamarais ciudadano ni me obligarais a llevar este estúpido gorro frigio me lo podría estar pasando en grande contemplando esta opereta a la espera de que vosotros, los grandes revolucionarios, os convirtierais en la nueva elite encantada de pactar con los opresores que hoy decís combatir. Una oleada de olvido se llevó de nuevo la conciencia de Karol, y con ella, bendito sea Dios, las náuseas. Para cuando volvió en sí era evidente que Caronte se había marchado. Abrió al fin los ojos. Desde su altura le contemplaban sonriendo San Miguel Arcángel y Hermes Psicopompo. A Karol le hubiera encantado pararse a reflexionar sobre la maravillosa evidencia de que a las puertas de la Gloria uno podía reconocer a todo el mundo a simple vista, sin necesidad de presentaciones. Pero no lo

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hizo porque le sumió en una zozobra demasiado violenta el ver al arcángel católico y al dios pagano cogiditos de la mano. -Ciudadano Karol, levántate y anda- dijo con bufonesca solemnidad Hermes. Ya más horrorizado que estupefacto, el sacerdote polaco se levantó con poca elegancia mientras San Miguel Arcángel reprochaba con mal fingida severidad a Hermes Piscopompo su mala broma. -¡Deja ya de hacer estas tonterías! No entiendo por qué tienes que estar todo el rato contando chistes malos y haciendo bromitas estúpidas. Hermes estuvo riendo lo que a Karol se le antojaron siglos antes de que le prestaran atención. Entonces el olímpico, sin previo aviso, apuntó con su vara de heraldo a la frente de Juan Pablo II quien, aún bajo el efecto del shock sufrido tras la agresión de Caronte, instintivamente se agachó gritando. -Mira que eres burro, Hermes. Camarada Karol, no te asustes, no va a hacerte ningún daño. -Discúlpame, estaba distraído. Voy a informarte del nuevo procedimiento de entrada en el Paraíso. Muchas cosas han cambiado en los últimos tiempos en estas regiones de la Creación y se hace necesario hacer un pequeño briefing para informar a los recién llegados y evitar así los inconvenientes que puedan derivarse del choque de sus concepciones ultraterrenas con la nueva y revolucionaria realidad. Pero para ganar tiempo el Comité Revolucionario Para Las Nuevas Tecnologías ha instalado un pequeño dispositivo en mi sempiterno caduceo para que al instante estés enterado de todo. Es tan fácil y rápido como activar las actualizaciones de un programa informático. Y sin más preámbulos Hermes Psicopompo apuntó con su vara a la frente de Karol. Tras escucharse un rudimentario “click” un rayo verde unió la frente pontificia con la vara olímpica. El antiguo arzobispo de Cracovia contempló en su entendimiento unos acontecimientos que infundieron temblor a sus piernas. Dios, su Dios, el Dios que iba a recompensarle en la Eternidad por su celo, el Dios que sonreía mientras daba a besar una mano al general Pinochet y con la otra amenazaba con excomulgar a los teólogos de la Liberación, había existido. A él fue dado contemplarlo justo antes de que fuera derrocado y asesinado por una repugnante y blasfema revolución, aún en curso, que pretendía instaurar en un aquí y un ahora eterno el imperio de la Justicia. Aquello era, simplemente, inconcebible. Que Dios hubiera sido derrocado por sus criaturas era una aberración ontológica, por mucho que los rebeldes sostuvieran que aquél no era más que un usurpador. Su mente aterrorizada tan sólo podía recurrir a ridículas escapatorias tales como pensar que todo aquello era una pesadilla o que, por alguna extraña razón, había ido a parar al Purgatorio. - ¿A qué viene esa cara tan larga, camarada Wojtila? ¿Acaso no te place esta buena nueva?- preguntó el arcángel San Miguel, Superintendente de la Policía Política Revolucionaria, con una dureza que sobresaltó incluso a Hermes. Aquella arrogancia de esbirro del KGB colmó la paciencia de Juan Pablo II. Hizo de sus manos dos puños y disponíase ya a encararse con el arcángel San Miguel cuando una piedra salida de no se sabía muy bien dónde le alcanzó en el centro mismo de la frente, muy cerca de la brecha aún sangrante abierta con el remo de Caronte. El agresor corría hacia el pontífice, el dios y el arcángel gritando desaforadamente.

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-Como estoy libre de pecado te tiro la primera piedra y todas las que sean menester.- El hombre, de poco más de treinta años, barbudo y de luenga melena, se agachaba ya para armarse con otro pedrusco cuando Hermes y San Miguel llegaron hasta él y le redujeron tras fatigoso forcejeo. Seguía sin embargo el recién llegado enseñando un puño amenazador al espantado Karol, imprecándole furiosamente: -Ya tenía yo ganas de toparme con uno de vosotros ahora que ya no contáis con la inmunidad del Padre. Yo te maldigo, a ti y a todos los de tu ralea. Vosotros, los príncipes de los sacerdotes, no sois más que falsos profetas con piel de oveja, lobos que ni entraréis ni dejáis entrar en el Cielo a los que cometen el error de envenenarse con vuestra ponzoña. -Perdónale, ciudadano Wojtila -le dijo Hermes dulcemente sin dejar de sostener con firmeza al furibundo aullador-; el camarada Jesucristo ha tenido siempre muchos prejuicios contra sacerdotes, escribas, fariseos y mercaderes. Juan Pablo II creyó que iba a morir de nuevo. El color abandonó su rostro y su pulso se detuvo. -¡Y lo peor es que ejercéis vuestro pernicioso ministerio en mi nombre! ¡En mi nombre, viles sepulcros blanqueados! Hay veces en que un hombre tiene que elegir. Y en aquella ocasión Karol tuvo que decidir entre volverse loco o echar a correr. ¿Quién podría saber cuánto duró su errática carrera por los innumerables caminos de la Eternidad? Él desde luego ni tenía la menor idea ni le importaba. Detúvose al fin en un calvero, exhausto, para apoyar una mano en el nudoso tronco de una magnífica encina. Se dio cuenta de que en uno de sus dedos seguía el anillo de San Pedro. Contemplar el brillo de aquel dulce símbolo de poder en mitad de un hermoso ocaso le reconfortó. ¿Revolucioncitas a él? Si había podido hundir al Imperio Soviético en poco más de diez años de pontificado, ¿no podría con más facilidad acabar con aquella rebelión de ángeles, santurrones, pollos y paganos invertidos? Si había cumplido con éxito su santa misión en la Tierra, lo mismo podría hacer en el Cielo. Sin duda, con esfuerzo y perseverancia, las cosas volverían a ser como antes, como siempre, como era debido. Como Dios mandaba. Restaurado el orden divino sería un problema menor encontrar a un nuevo Dios verdadero para hacerle ocupar el vacío dejado por el que había sido recientemente asesinado.

4. SÍNTESIS. En el Cielo como en la Tierra. Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará. (Eclesiastés, 1, 9)

Era una madrugada especialmente fría, oscura y brumosa aquella en que Caronte se sentía inauditamente locuaz con su pasajero. Comprobar que había tenido razón era una de las pocas cosas que conseguían desavinagrarle algo el humor. -Yo ya lo advertí. Las revoluciones tradicionales no funcionan, siempre acaban fracasando o pudriéndose. Y ésta ya comienza a oler a cadáver. Por una parte los revolucionarios están al borde del cisma. Dentro del mismo gobierno provisional se distinguen ya al menos dos grandes tendencias que, o mucho me equivoco, o acabarán 96


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dándoles una excusa para masacrarse en una guerra civil. Y, por si fuera poco, gobierno tan debilitado por las disensiones internas ha de hacer frente a la reacción clasista que pretende la restauración del sistema jerarquizado de Gloria católica. Los levantamientos reaccionarios son cada vez más frecuentes y efectivos; desde el deicidio los demonios no tienen que fingir santidad y pueden hacer libre uso de sus fenomenales potencias infernales. -¿Qué diferencia a los dos bandos facciosos? Al barquero no dejó de sorprenderle que a alguien, por muy recién llegado que fuera, pareciera importarle un pimiento hablar como un reaccionario en público y ante un desconocido. Pero decidió no decir nada al respecto. Su buen humor era relativo y, desde luego, insuficiente para animarle a dar consejos que nadie le había pedido. -Pues, resumiendo mucho pero no demasiado, todo proviene de la controversia suscitada en torno a Shemimaza. Tras la abolición del régimen divino de tipo absolutista se declaró doctrina oficial que el dios que acababa de ser derrocado era en realidad el Demonio. La consecuencia lógica de semejante paradigma obligó a sostener que los supuestos diablos que había ordenado matar a sus arcángeles habían sido en realidad ángeles bondadosos. Algunos comenzaron a sugerir entonces que su líder, Shemimaza, era el auténtico Dios del amor, la bondad y la justicia. Decidieron que tenían que buscarle y en esa búsqueda siguen. Fue entonces cuando comenzaron las diferencias. Mientras el sector mayoritario decidió que debía constituirse alguna especie de Junta de Regencia hasta el regreso de Shemimaza, otra corriente dentro de la Asamblea Constituyente, cada día más numerosa, sostiene que ya que nos hemos librado de un dios, es estúpido autoimponerse otro. Que se puede buscar a Shemimaza y desagraviarle, pero que en cualquier caso el Bien, la Belleza y la Justicia son ideas de las que todos participamos y que, por tanto, debe seguirse adelante con los ideales que alumbraron la Revolución y construir una república libertaria en el Cielo. -Interesante, muy interesante. Fue entonces cuando un espeluznante graznido hizo añicos la silenciosa calma del Aqueronte. Era la señal convenida. -Deja de remar. -¿Cómo? ¿Estás borracho? Nunca he dejado de remar en mitad de un viaje. Jamás. -Deja la barca a la deriva o esta será tu última travesía- bajo la capa gris se asomaba el frío cañón de una pistola. Refunfuñando, Caronte dejó que la barca, por primera vez en siglos, tomara la dirección que dictaran las oscuras y profundas corrientes del Aqueronte. La descontrolada travesía no fue muy larga. Terroríficos y negros caballos alados, de ojos encendidos como brasas, descendieron de los cielos cenicientos para permanecer con las alas extendidas a poca distancia sobre las cabezas del barquero y de su pasajero. Mientras con agilidad el hombre que había amenazado a Caronte montaba sobre uno de los caballos, el líder de los diabólicos jinetes, Juan Pablo II, dentro de una brillante armadura de Papa condotiero, se dirigió al aterrorizado barquero: -Veo que ya no usas esa irreverente gorra.

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A una orden dada con las espuelas, su poderoso caballo descerrajó una colosal coz en la cara de Caronte, que quedó, tendido cuan largo era, en el interior de la barca que iba a seguir río abajo su errante flotar. Entre carcajadas los jinetes se alejaron surcando los negros cielos del Hades en dirección a los cuarteles de la Reacción. Juan Pablo II, su comandante en jefe, conversaba con el recién incorporado jinete. -Es un milagro que haya llegado precisamente ahora, mi general. -Nada de milagros, santidad, es la providencia que así lo quiere. Tengo un plan para acabar con esta payasada. Augusto Pinochet casi babeaba pensando en los interrogatorios, purgas, ejecuciones y demás instrumentos que serían necesarios para propiciar que el Cielo saliera de su desencarrilamiento histórico. Volando sobre aquel negro caballo negro entre nubes de ceniza, encarnado de nuevo en el militar de mirada de hierro que había tomado el poder en 1973, casi daba miedo al bueno de Karol. Casi. -Le bendigo, general, le bendigo por ello. Había un problema que pronto estaría solucionado. Mientras la reacción jugaba de manera impecable el papel que canónicamente ha de desempeñar en cualquier revolución homologada, el cansancio burgués comenzaba a hacer mella en la pasión de Hermes y San Miguel. En la cabaña de Covasna, donde tan felices habían sido, se acariciaban con aire ausente junto al inevitable fuego. Tan irreversible era ya el final de su amor que Hermes ni se dio cuenta del eco folletinesco de la pregunta que formuló para romper el silencio que en otro tiempo hubiera sido un grato refugio. -¿En qué piensas? -En lo útil que puede resultar la obsesión que tienen todos por encontrar a Shemimaza. Pese a que Hermes no entendió muy bien aquella respuesta, prefirió no preguntar para no poner en peligro aquel intento por restablecer la comunicación entre ellos, aunque ésta fuera meramente verbal. -Sabes que creo firmemente en un sistema de gobierno de los asuntos universales libertario; pero no podemos ignorar el problema de Dios. No está claro cuál es el origen del Bien, la Belleza y la Justicia; si finalmente resulta que proceden de un Dios amante y bueno que ha sido secuestrado por las potencias infernales, es nuestra obligación buscarle. Encontrarle sólo será motivo de gozo para todos. ¿Qué le importará la manera en que nos gobernemos sus criaturas? El sumo bien, el amor absoluto no querrá ni adoradores ni súbditos sino amantes. No hubo réplica de San Miguel. De hecho todas las apariencias indicaban que no había prestado la menor atención al parlamento de Hermes. Mientras el olímpico había estado hablando, el arcángel se había alejado de los mullidos almohadones que estaban esparcidos frente al fuego para sentarse en el escritorio donde esperaban su firma varias órdenes de detención. Miraba al frente, a través de la ventana que enseñaba la oscuridad más absoluta, como si alguna cosa monopolizara la actividad toda de su entendimiento. Hermes miraba la hermosa espalda del arcángel con un nudo en la garganta.

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-¿Por qué has dicho que la búsqueda de Shemimaza podía ser útil? ¿Útil para qué? Sin volverse, San Miguel habló con aquella voz metálica e implacable que ya le había descubierto Hermes con aprensión varias veces desde que fuera nombrado máximo responsable de la Policía Política Revolucionaria. -La pregunta pertinente no es para qué sino para quién. Van a invertirse muchas energías y esperanzas en buscar al bueno y amoroso ángel que abandonó la comodidad de los cielos por amor a las criaturas terrestres, el dios que nos podrá redimir de todo, incluidos nosotros mismos, el ser perfecto que nos amará incondicionalmente pese a nuestras imperfecciones, sin exigir ningún esfuerzo por nuestra parte para ser mejores y por lo tanto merecedores de ese amor. Todas esas estúpidas y egoístas almas quieren ser amadas en una manera en la que son y serán por siempre incapaces de amar ellas mismas. En cuanto tengan que aceptar que no van a encontrar nunca a ese dios y se den cuenta de lo cansadas que están de su libertad y de sus anhelos de justicia, buscarán con desesperación a un espíritu fuerte capaz de imponer nuevas normas de conducta moral universal. Habrá llegado entonces el momento de que un nuevo pastor traiga la paz y el orden al fervoroso rebaño. La indignación había deshecho el nudo de la garganta olímpica. -Pero, ¿tú te estás escuchando? ¿Cómo puedes pensar en tan cínicos términos? Me da la impresión de que lo has olvidado todo: tu dolor, tus remordimientos, los motivos por los que nos levantamos. Tú mejor que nadie sabes las atrocidades de las que es capaz un pastor absoluto. Si tus remordimientos eran genuinos no entiendo cómo puedes adoptar semejante discurso. Además, partes de la base de que nunca encontraremos a Shemimaza. Pero eso no puedes saberlo. Tenemos la seguridad de que existe, y lo existente es por definición susceptible de ser hallado. ¿Por qué te ríes? Existe, lo sabemos gracias a ti, tú mismo fuiste quien... El viento abrió impetuosamente una de las ventanas haciendo añicos sus cristales y, recorriendo como un escalofrío el interior de la cabaña, asfixió a su paso el fuego que aún crepitaba como una esperanza en el hogar. -Porqué tú le viste, ¿verdad, Miguel? ¿Existe Shemimaza? Cuando el arcángel San Miguel se volvió para contemplar a Hermes Psicopompo, ya ardía en sus ojos el brillo rojizo con que miraba el demonio bonapartista que había por fin logrado enseñorearse de todo su ser.

Antonio Terrasa Lozano Florencia-Palma, marzo de 2007

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ENSAYO / Artículos

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Luis Miguel Blázquez Durán: La leyenda del Preste Juan en los libros de viajes españoles

Según el Diccionario de la Historia Moderna de España. Tomo I. La Iglesia, preste es el nombre que se asigna al que en la Iglesia medieval ejerce la función de presbítero. También dice que Preste Juan de las Indias es el título que recibe el Emperador cristiano de Abisinia, cuya capital estaba en Aksum. En el s. XV, dos aventureros portugueses, Pedro Covillan y Alonso de Pavía establecieron con este Emperador relaciones diplomáticas en nombre del rey Juan II de Portugal. 1 La leyenda del Preste Juan alcanzó una gran difusión en toda Europa y se incluye dentro de obras de muy distinta índole: históricas, geográficas, novelescas, autobiográficas, etc, y venía dejando constancia desde el s. XII en una supuesta carta que el mítico personaje, patriarca cristiano de la India, dirigía al Emperador de Occidente, aunque según otras versiones al Emperador de Bizancio o al Papa, en la que describía, en los más fabulosos términos las tierras que estaban bajo su dominio. Según él mismo describía, sus dominios se extendían desde la India hasta el desierto de Babilonia. En ellas la tierra manaba leche y miel, eran surcadas por el río Idonus, el actual Indo, que brotaba en el Paraíso y arrastraba todo tipo de piedras preciosas. Al pie del monte Olimpo había una arboleda donde se situaba la fuente de la Eterna Juventud. Cerca de allí se encontraba el mar seco y el río pétreo. El país estaba poblado por seres y animales exóticos como cocodrilos, jirafas, hipopótamos, etc, así como por hombres con un solo cuerno en la frente, por gigantes, cíclopes, y por otras criaturas conformadas a base de partes de otras muy diversas, como por ejemplo los grifos y los sagitarios. Su existencia se convertirá en un mito cuya literatura recogerá los esfuerzos de los europeos por encontrar, primero en tierras de Asia y después en África, su fabuloso reino, de manera que su figura, siempre situada entre la brumosa frontera que separa la realidad y la leyenda, llegará a ser relacionada con la de Parzival, los Reyes Magos de Oriente, Ogier el Danés, el Emperador de Etiopía e, incluso, con Alejandro Magno 2. La primera mención en un libro a este legendario personaje y a su reino la encontramos en un libro de viajes, Libro del conosçimiento de todos los reinos e tierras e señoríos que son por el mundo, anterior a 1350 3, escrito por un supuesto franciscano sevillano, que nos habla brevemente de este rey como Patriarca de Nubia y Etiopía, haciendo un especial hincapié en el hecho de que es cristiano. Este dato, sin embargo, al cordobés Pero Tafur, le interesa menos que otras anécdotas sobre 1

Diccionario de Historia Moderna de España. Tomo I. La Iglesia. Dirección de Enrique Martínez Ruiz. Ed. Istmo, nº 136,p.219. 2 .Martín Lalanda, Javier, La carta del Preste Juan, ed. Siruela. 3 .Baranda, Nieves, El espejismo del Preste Juan de las Indias en su reflejo literario en España.,Centro Virtual Cervantes, Internet.

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extravagancias y riquezas que relata, pero no vistas por él, sino como trasmisor de las noticias que le da Nicoló de Conti, en Andanças e viajes por diversas partes del mundo avidos, escrito hacia 1454, en el que se cuenta el viaje que realizó a diversos lugares de Oriente y Europa. En el Libro del infante don Pedro de Portugal, obra conocida en versiones del siglo XVI y supuestamente inventada, se habla del Preste Juan como de un monarca que recibe la embajada del rey de España a la cual contesta incluso con una carta en la que expone las maravillas de sus dominios, mostrados como un ejemplo ideal de gobierno cristiano. A esta obra hace alusión Lope García de Salazar cuando menciona al monarca sacerdote. Grande es el contraste entre estos pasajes y el pobre papel que se le asigna en la obra de Marco Polo traducida al castellano en 1503 por Rodrigo de Santaella 4, donde no es más que un simple rey vencido y muerto por el jefe tártaro Chinchis, el cuál se convierte en el nuevo dueño de sus, por cierto, no muy ricos dominios. El contraste se vuelve a producir otra vez en el viaje imaginario que narra John de Mandeville en su Libro de las Maravillas del mundo, en el que no se presta tanto interés a la perfección del sistema de gobierno de su reino como a la descripción de un increíble mundo plagado de prodigios y seres fantásticos. John de Mandeville llama a las tierras de las que supuestamente es emperador el Preste Juan, reino de Pentesona y lo sitúa en las Indias, diciendo que está muy poblado de ciudades y villas hermosas y partido en muchas provincias debido a los grandes ríos que salen del Paraíso Terrenal. También poseía muchas islas en el mar. De Catay llevan sedas, especias, paños de oro y otras mercancías, aunque a veces se interrumpe este comercio debido a numerosos peligros que se encuentran en aquellas tierras, como grandes rocas de imán que atraen el hierro de los barcos lo que provoca su hundimiento. Las tierras del Preste Juan son ricas en perlas, piedras preciosas y muchas otras cosas largas de contar. Sus habitantes creen en la Trinidad y son devotos. El emperador tiene debajo de sí setenta y dos provincias, cada una con siete reyes y cada rey tiene otros debajo de sí. Entre las maravillas destaca un mar de arena en constante movimiento a base de grandes ondas. A tres jornadas hay grandes montañas de las que sale un río que viene del Paraíso Terrenal, de piedras preciosas, sin gota de agua, que corre tres días en semana, en los cuales ningún hombre puede entrar en él. De la otra parte del río hay una gran placa arenosa entre las montañas, en la que todos los días cuando sale el sol crecen árboles hasta el mediodía cuyos frutos nadie se atreve a comer, y después del mediodía se van metiendo bajo tierra hasta que el sol se pone. El desierto está poblado de hombres salvajes de extraña forma que no hablan sino gruñen como cerdos, tienen cuernos en la cabeza y pies de cabra; son los llamados sátiros. También nos dice que hay perros salvajes, papagayos, algunos de los cuales hablan como los hombres, y otras bestias diversas. Nos describe también cómo va el Preste Juan a la guerra con trece grandes cruces adornadas con piedras preciosas, cada una en un rico carro guardado por diez mil hombres a caballo y cien mil hombres a pie. Pero la mayor parte del tiempo la pasa en la ciudad de Susset, donde está su palacio principal en el que abunda el oro, el marfil, las piedras preciosas, cristales, etc. Solo yace con mujeres tres días al año, para procrear. En estas tierras solo se

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.Gil, Juan (ed.), El Libro de Marco Polo Anotado por Cristóbal Colón. El Libro de Marco Polo de Rodrigo de Santaella, Madrid, Alianza Editorial, 1987.

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come una vez al día. Todo esto y mucho más nos cuenta Mandeville contribuyendo así un poco más a la leyenda. 5 Aunque se sale del marco medieval me gustaría comentar que en 1512 corría impresa la traducción castellana del Guarino Mezquino, relato caballeresco que tiene en común con los libros de viajes el afán del caballero por recorrer el mundo, andanzas que le llevan a las tierras del Preste Juan. Fiel a la tradición fantástica a la que pertenece se describen las inimaginables riquezas que adornan, ahora con un significado alegórico cristiano, su palacio. También se le menciona en dos textos eminentemente renacentistas como son El viaje de Turquía, donde interesan sobre todo los peculiares ritos religiosos y el modo de vida de los clérigos, y el Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada. Los eruditos de los siglos XVI y XVII incluso incluían al Preste Juan y su legendario reino en obras de tipo científico, como hizo Gómez de Figueroa en su Alcázar imperial de la fama del Gran Capitán. La Coronación y las cuatro partidas del mundo 6, que afirma tener una fuente oral directa. El Padre Mariana narra la embajada que por medio de un tal Mateo, clérigo armenio, envió el Preste Juan al rey Manuel I de Portugal, prestando crédito a lo que contó. 7 También, Luis de Urreta sostiene que el Preste Juan es rey de Etiopía y hace una amplia descripción de sus tesoros y de sus ritos religiosos. Pero la más peregrina y a la vez romántica versión sobre el origen del Preste Juan se encuentra en el Blasón de las armas, de Juan de Cuero, que habla del matrimonio entre la hija de un rey de la India y un joven cardenal romano llamado Juan, los cuales inician la dinastía de reyes sacerdotes. 8 También quiero enumerar algunos pasajes de obras muy diversas en las que se cita al Preste Juan, bien como término hiperbólico de comparación, como por ejemplo en obras de Cervantes como El Quijote, El celoso extremeño, La ilustre fregona,..., o de Tirso de Molina, como en Privar contra su gusto, o bien como ejemplo de riqueza, en obras como El castigo de la miseria de Juan de la Hoz y Mota, o Los locos de Valencia, y La fuerza lastimosa, ambas de Lope de Vega y en las que se emplea la mención del Preste Juan en boca de un personaje que no se encuentra en su sano juicio. A la luz de todos estos textos, podemos establecer dos tendencias claras en el tratamiento del Preste Juan en nuestra literatura, una popular y otra culta. Ambas tienen su origen en la Edad Media donde se entremezclaron la explicación científica y la realidad palpada con el desarrollo novelesco de la maravilla asociada a tierras lejanas. El nombre Preste Juan y sus connotaciones de riqueza lejana e inaccesible debía de ser familiar para una gran masa de gente, pues de otro modo seria inexplicable su utilización cómica e hiperbólica en un teatro tan populista como el de nuestros siglos de oro. Esta popularidad tuvo que ser reforzada en 1607 por el pliego que publicó Antonia Ramírez en Salamanca 9 y más tarde por una Primera (segunda) parte del Preste Juan de las Indias, en verso, de Valencia hacia 1650. 10 5

.Juan de Mandevilla, Libro de las maravillas del mundo, cap.21-22.http://www.mgar.net/preste.htm .ED. L. García Brines, Madrid,CSIC, 1951, p.87 y pp. 134-135. 7 .Historia general de España, en Obras del P. Juan de Mariana, t.II, Madrid, BAE, 1854, t. XXXI; p.372 8 . Baranda, Nieves, El espejismo del Prete Juan de las Indias en su reflejo literario en España, Centro Virtual Cervantes. 9 .Relació verdadera que trata de dos batallas crueles que han sucedido al Preste Juan de las Indias, con el Gran Sufí. Fue traída esta nueva de Marruecos a Sevilla por Fray Juan Bautista Frayle Trinita6

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Por un cauce paralelo corre la otra forma de tratamiento, representada por todos los testimonios de las obras que podríamos denominar de interés científico, donde, un supuesto rigor en el manejo de las fuentes no excluye de modo alguno la aparición de fantasías, aunque para ellas se busque una base racional que las justifique. En general nos hallamos ante un tema en el cual lo literario deseado y sabido se superpone, casi siempre, a lo objetivo creando un espejismo que inevitablemente subyuga. Casi ninguno de estos textos se ocupa de la utopía moral, sino que es ante todo, el interés por lo maravilloso lo que ocupa su imaginación. A principios del s. XX, algunos misioneros portugueses establecidos en Etiopía manifestaron que habían encontrado antiguas banderas y espadas cristianas transmitidas de generación en generación, juntamente con la leyenda de que habían pertenecido a un rey cristiano con apariencia divina. ¿Pudo haber sido este rey el legendario Preste Juan? Durante muchos siglos ha perdurado la leyenda de un sacerdote rey, fabulosamente rico en cuyo reino misterioso situado hacia el este, resplandecían la paz y la justicia y se desconocían el vicio y la pobreza. Se decía que en esa región no crecían hierbas venenosas ni se oía el quejumbroso croar de la rana; tampoco había escorpiones y la serpiente no se deslizaba bajo la hierba. Pero era muy difícil llegar hasta allí en el desierto vivían salvajes de aspecto horrible que tenían cuernos y por todo lenguaje gruñían como cerdos. También había pigmeos, gigantes malignos y una raza que se alimentaba de carne humana y de crías prematuras y que no temía a la muerte. Cuando moría alguno de estos salvajes sus amigos y parientes lo devoraban con ansia porque consideraban que su principal deber era masticar carne humana. En cuanto a las maravillas, el palacio del Preste Juan era de cristal con techo de piedras preciosas y un espejo mágico le avisaba de cualquier conjura que pudiera tramarse en el reino. El rey dormía en un lecho de zafiros. Sus vestiduras estaban tejidas con lanas de salamandra y purificadas con fuego. Había dragones ensillados sobre los que cabalgaban sus guerreros por los aires. Estaba a disposición de todos la fuente de la juventud y el propio rey contaba 562 años. 11 El Preste Juan, cuyo nombre significaba sacerdote Juan, era, según se decía, jefe de los nestorianos y descendía de uno de los tres Reyes Magos que adoraron a Jesús niño. Algunos investigadores sugieren que Juan no es más que una versión incorrecta de la palabra Zan, título real de Etiopía. El país es cristiano desde el s. IV, y hacia el año 1270 se fundó la actual dinastía que pretende descender del rey Salomón y la reina de Saba. La carta del Preste Juan es un documento apócrifo, aparecido en la segunda mitad del siglo XII y supuestamente escrito por el rey fabuloso de las Tres Indias, que fue enviado al Papa de Roma y a los emperadores de Bizancio y del Sacro Imperio Romano. Sus diferentes versiones en muy diversas lenguas, que iban a perdurar hasta el siglo XVI, coincidirán en hacer del Preste Juan no solo un monarca de tierras lejanas que encerraban maravillas sin cuento de carácter sobrenatural, sino un sacerdote cristiano que por haber hecho voto de reconquistar Jerusalén parecía dispuesto a entablar relaciones con Occidente. 12 rio. Compuesta en dos curiosos romances. A. Palau, Manual del librero..., Barcelona,1951; t.IV,nº 68839. 10 Hoy conservado en The British Library, donde hay también otra edición valenciana de ¿1760? 11 Martorell, Vicente, El reino del Preste Juan, http://www.editorialbitacora.com/bitacora/preste/preste.htm 12 Martín Lalanda, Javier, La carta del Preste Juan, Biblioteca Medieval, ed. Siruela.

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Pero hay incluso quien relaciona la legendaria figura del Preste Juan con la penetración del nestorianismo 13 en China hacia el s. VII. En el año 1625 se halló en la provincia china de Shen Si una piedra grabada que tiempo después fue examinada por el padre jesuita Trigualt, un misionero que andaba por aquellos territorios. En la piedra aparecían antiguos caracteres chinos y sirios, con citas al emperador Tai Tung y referencias al obispo cristiano Adan que había vivido en Singafú, el lugar del hallazgo. Inmediatamente se relacionaron todos estos datos con la layenda del Preste Juan. En el año 636 existía una catedral nestoriana en Singafú. En el año 711 había embajadas bizantinas en la capital china y en el 840 se contaban en el imperio por lo menos 250.000 cristianos. Pero cinco años más tarde, el cristianismo se derrumba como un castillo de naipes con la prohibición del culto proclamada por un edicto imperial. Los cristianos fueron perseguidos y obligados a esconderse, perdiéndose la fe en pocas generaciones. 14 Con estos ejemplos comprobamos como la leyenda del Preste Juan es la leyenda de un personaje legendario rodeado de un aura de misticismo y romanticismo que se sitúa tanto en la India, como en Abisinia (actual Etiopía ), como incluso en la lejana China. Prácticamente allí donde la leyenda habla de un rey, monje u obispo cristiano se le sitúa como inicio o causante del surgimiento de una comunidad cristiana, existiendo una gran diferencia tanto de kilómetros como de siglos. En mi modesta opinión, parece como si el Preste Juan fuera una especie de figura arquetípica a la que se recurriría para explicar el surgimiento o el arraigo del cristianismo, en cualquiera de sus muy diversas variantes, en lugares donde parece inverosímil que esto se produjese y que seguramente tiene otro tipo de explicación histórica. Por ejemplo se sabe de alguna legión romana que perdió parte de sus hombres en las campañas realizadas en Oriente, que o bien fueron hechos esclavos, o bien, algunos, echaron raíces y formaron pequeñas comunidades que contribuyeron a llevar el cristianismo a lugares donde, en teoría, no era muy lógico que pudiesen existir. Bibliografía utilizada: - Baranda, Nieves, El espejismo del Preste Juan de las Indias en su reflejo literario en España, ensayo extraído de Internet, página del Centro Virtual Cervantes. - Mandeville, John, Libro de las maravillas del mundo. Trascripción y presentación de Estela Pérez Bosch. Extraído de Internet. http://parnaseo.uv.es/Lemir/Textos/Mandeville/MAND_PAR.htm - Martín Lalanda, Javier, La carta del Preste Juan. Biblioteca Medieval, Ed. Siruela - Pérez Priego, Miguel Ángel, Viajeros y libros de viajes en la España medieval. Textos de Educación Permanente, Programa de Enseñanza Abierta. UNED. - Rodríguez Santidrián, Pedro, Diccionario de las Religiones, Alianza Editorial, nº 1373.

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. El nestorianismo es una herejía cristiana de los ss. IV y V que afirma la existencia de dos personas en Cristo: humana y divina. Su fundador es Nestorio, obispo de Constantinopla. En consecuencia, los nestorianos, niegan que la Virgen María deba llamarse Madre de Dios (Theotokos). La Iglesia nestoriana llegó a difundirse por Asia Central hasta China. Hoy todavía existen alguinos grupos que son conocidos con el nombre de cristianos asirios. Diccionario de las Religiones, Pedro Rodríguez Santidrián, Alianza Editorial,nº 1373, pp.318-319. 14 . http://www.editorialbitacora.com/armagedon/preste/preste.htm. ¿Fue chino el Preste Juan?

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Alejandro Hermosilla Sánchez: Héctor A. Murena: el paraíso perdido

Pasan los años e incomprensiblemente, la obra del argentino Héctor A. Murena (1923-1975) sigue sin salir del foso de indiferencia y olvido en el que le han sumido las sociedades intelectuales de España e Hispanoamérica. Y si es cierto que, poco a poco, gracias, por ejemplo, a la selección que hiciera Fondo de Cultura Económica de algunas de sus novelas cortas y más ejemplares ensayos en ese libro de imprescindible lectura que es Visiones de Babel, esta situación parece ir cambiando, también lo es que en lo sustancial y lo esencial –el conocimiento íntegro de la obra por parte de un público mayoritario de habla hispana que lo sitúe en el nivel de reconocimiento verdadero que se merece- no se ha modificado lo más mínimo lo que sin dejar de ser hiriente resulta, en verdad, comprensible si se conoce y estudia la obra de Murena con un mínimo detalle. A Murena se le suele conocer más por ser el primer traductor al español de los escritos de la prestigiosa escuela de Frankfurt y haber introducido o, al menos, presentado ante la sociedad intelectual de su tiempo, los fundamentos filosóficos de Adorno, Horkheimer y Walter Benjamín de los que traduciría Dialéctica del iluminismo y Ensayos escogidos, que por su propia obra, lo que no deja de ser una situación radicalmente injusta. En efecto, la no aceptación de la obra de Murena nos refiere tanto a lo insólito, avanzado, descarnado, cruel y veraz de su pensamiento incorrupto como a la cerrazón ideológica del régimen franquista en España, la situación real de la sociedad civil del país argentino sometida a un proceso de reconocimiento e identificación de sus movedizas raíces en constante lucha con la clase política y económica dominantes y el fluir caótico y combativo del resto del continente hispanoamericano más preocupado por los ritmos vitales de la supervivencia que por el discurrir metafísico, fronterizo y radical de esa especia de rara avis que fue Murena incluso dentro de la revista Sur. Sin embargo, lo cierto es que si todos estos motivos unidos pueden explicar el porqué del desconocimiento de su obra, no invalidan la calidad radical de la misma. Todo lo contrario: acrecientan su valor en la medida en que Murena fue capaz de jugar con referentes de pensamiento modernos y alejados de toda ortodoxia que si algo ponen de manifiesto es lo arriesgado y valioso, sumamente valioso, de su proceder ensayístico y literario. Desde luego, como hemos de suponer, el traducir a Adorno o a Benjamín, le sirvió para fundamentar su crítica de la instrumentalización del razonamiento y su búsqueda de lo sagrado a través de un sistema de pensamiento que exploraba la línea vacía existente entre lenguaje y realidad. Esto es, –siguiendo las coordenadas apuntadas por estos dos pensadores europeos- forjaba su propia dialéctica negativa que aboliendo el esquema hegeliano clásico y dejando de lado los problemas lingüísticos ge106


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nerados por la relación entre significante y significado exploraba el punto vacío que había entre ambos opuestos complementarios para adentrarse, como se ha destacado en tantas ocasiones, en los flecos sueltos de la historia –en este caso, la argentina- lo elidido y los elementos copartícipes de la realidad imposibles de nombrar por el lenguaje. Lo que significa que Murena fue de los pocos junto a, por ejemplo, Macedonio Fernández, que se internó durante el siglo XX en el seno del pensamiento argentino dentro del territorio de lo sagrado o el innombrable simbólico –religioso o divino- que se esconde más allá de los mecanismos a los que conduce al hombre la razón instrumental y operativa. Es decir, Murena apeló al estudio de lo trascendente como idea y concepto fundamental al que se debe dirigir toda escritura, todo pensamiento centrado en aspirar a perdurar y no quedarse encerrado en las angostas tramas con las que la razón instrumental utilizadas por la política o la historia –lo que es evidenciable no sólo en el caso del Occidente recién salido de las guerras mundiales sino en toda la Argentina- pretendía doblegar la eterna figura de ese desconocido llamado hombre. Y este hecho, en un medio de estudios lingüísticos y literarios en los que todavía hacían furor los estudios estructuralistas y en que se consideraba que la objetividad científica debía ser el máximo componente de todo estudio literario, debía, por lo menos, condenar a la marginalidad a un Murena empeñado en perseguir las huellas de lo sagrado, el reverso oculto de las cosas y el nombre secreto de Dios, las ciudades y los hombres más allá, mucho más allá de la cosificación que de los mismos se estaba haciendo en los medios académicos incapacitados para realizar una mirada deconstructora o, por así decirlo, wittgenesteinana de sus propios fundamentos. En otras palabras –y para intentar ser comprendidos con más facilidad- a Murena no le interesaba realizar estudios alejados de todo humanitarismo aún siendo de un valor objetivo científico avanzado sobre la obra literaria de un determinado autor, no le interesaba medir el valor objetivo de la obra literaria –de hecho, Murena sabía bien lo imposible de este intento- sino que lo que le interesaba, realmente, era conocer desde dónde, porqué y con qué motivo se ha engendrado esa misma obra literaria. Por ello, Murena fue tachado de impresionista despectivamente. Por no querer entrar en el círculo restringido de estudios literarios de la época marcados por la sociología, la aspereza y rigurosidad críticas y el cientificismo exacerbado. Porque a Murena lo que le interesaba era plantear un pensamiento de los bordes y los límites para llegar a repensar los fundamentos simbólicos a partir de los que se había construido determinada sociedad y, desde ahí, llegar a intentar que lenguaje, realidad y hombre se religaran con esa palabra vacía de contenido y prohibida para todo la línea de pensamiento occidental durante buena parte del siglo XX: Dios. Y, sin embargo, -si prestamos atención- llegaremos a la conclusión que para estudiar la obra literaria y el lenguaje que la configura con un mínimo de rigurosidad – como ha comprendido en nuestro tiempo, por ejemplo, George Steiner- se ha de estudiar, inevitablemente, el problema del mal, la caída edénica y el mito paradisíaco que son elementos sin los cuales no se puede comprender el porqué del hecho literario y el andar dubitativo de esa figura que está integrada y configurada por todos ellos que es el hombre: el gran personaje elidido, como señalaba Foucault en Las palabras y las cosas, de los estudios científicos –sean del orden que sean- realizados durante todo el siglo XX.

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Y por todo ello, la obra de Murena es tan radical, exigente, interesante y ha sido tan incomprendida. Porque Murena fue capaz de internarse en los terrenos de lo subjetivo –la idea del mal, el pecado o el amor- para construir todo un edificio de pensamiento que, como pocos, dentro del territorio americano revela una coherencia difícil de encontrar. Porque Murena fue de los pocos que autentificaron y recogieron el legado y testigo de la escritura de Lautreamont o Maurice Blanchot para construir esos artefactos preñados de furor, rabia e insidiosa ansia existencial que son algunas de sus cuentos o novelas cortas como Caína muerte o Polispuercón con el objetivo de internarse en territorios metafísicos que le permitieran comprender con mayor radicalidad el misterio esencial del ser humano y que ningún estudio de carácter científico y autónomo –sea el que sea- podría revelar jamás. Y, sobre todo, porque Murena –siguiendo el testigo dejado por Ezequiel Martínez Estrada- gracias al replanteamiento metafísico que realizara de los estudios tradicionales lingüísticos, caminó por una línea de pensamiento ensayístico crucial para entender el problema fundamental del mundo americano y la esencia radical a través de la que se había construido, por ejemplo, el país argentino. De esta manera, lejos de toda mirada cegada –como pudiera afirmar Ernesto Sábato- a la realidad social y antropológica de su continente que le hiciera estudiar los complejos mecanismos del mismo en base a su funcionamiento actual, Murena partió de la primera expulsión paradisíaca de Adán y Eva y la idea del exilio para comprender el ser argentino y americano constituido en su mayoría por emigrantes exiliados contra su voluntad y expulsados de su primer paraíso o lugar de residencia: Occidente. Asimismo, con Estrada o -por citar un pensador americano- Germán Arciniegas en Colombia, radiografió a la perfección los puntos esenciales de la conquista americana por parte de las tropas españolas poniendo un hincapié especial en un estudio de los signos esenciales de la misma–campamento, nombre dado a las ciudades, sentido y significado ulteriores del oro- a los que dotaría de su carácter simbólico innegable con el fin de llegar a comprender el carácter, formación y ser del hombre americano y las sociedades en las que se desenvuelve de una lucidez y una coherencia pasmosas e irrefutables por más que este estudio no se hubiera realizado –como pretendían las sociedades intelectuales dominantes ajenas a todo sentido común crítico- desde las bases rigurosas y cartesianas de un estudio científico en toda regla. Además, Murena supo radiografiar con precisión insólita los puntos vacíos dejados por el sistema económico racional moderno y diagnosticar con una habilidad portentosa los males del mundo contemporáneo, el porqué de la eclosión de la cultura de masas, los males de la tecnología y el progreso y el precio a pagar por todo ello y supo situar con su voz siempre certera el papel del intelectual y el ciudadano americano en medio de toda esta vorágine que pretendía aislarlo y silenciar su voz. Y por si esto fuera poco, siguiendo en lo referente a esta cuestión a tesis ya apuntadas por Arturo Uslar Pietri, llegó a sustentar una explicación muy válida de la independencia americana y el desarrollo negativo de su presencia en el mundo contemporáneo que le condenaba a la indeferencia, la inacción y la queja continuas a partir de la teoría del parricidio. Lo que significa que, según Murena, los países americanos – como adolescentes apresurados por marcharse de la casa de los padres al sentirse incomprendidos- habían alcanzado su independencia por deseo de matar o asesinar al convaleciente estado español sin haber tenido tiempo de formular en sí mismos una teoría y unos fundamentos hábiles culturales y sociales que hubieran podido hacer que

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esta independencia se consiguiera gracias a un sí vivo y presente hacia su propia existencia. Y si bien es cierto que esta última teoría así explicada puede parecernos un tanto apresurada, quien pueda transitar la intensa y bella explicación de Murena comprenderá que lejos de ser fruto de una reflexión ligera, la misma es fruto de una sabia y comprensiva disposición de amor hacia su continente al que observa desde su posición lúcida como un reverso pesadillesco de Occidente que aún no ha tomado conciencia de su verdadera naturaleza y prestaciones. Prestaciones que Murena ruega y solicita encarecidamente abrace pronto para dejarse mecer por la rosa de los vientos que le conduzca a beber el soplo de la verdadera vida, la vida y cultura auténticas surgidas de un sí profundo a la existencia y no de una negación de la misma ratificada por el comportamiento desaprensivo de Occidente. Finalizando, decir que si por algo he querido inducir a conocer a Murena es porque considero que el tiempo lo irá poco a poco poniendo en su lugar y con el transcurso de los años, su obra tomará el cariz y la relevancia que merecen. Murena fue un escritor de unas narraciones de una extraña e insólita bellezas y un ensayista de unas prestaciones magníficas que ha escrito junto a Eduardo Mallea, Ortega y Gasset, Scalabrini Ortiz y, sobre todo, Martínez Estrada algunas de las páginas más certeras y exactas sobre el hombre argentino y americano del pasado siglo y si no se le estudia o conoce más, creo que es precisamente por esto: porque su análisis es tan depurado, tan real y veraz, tan exacto y, al mismo tiempo, tan único, exorbitante y diferente que acercarse al mismo en estos tiempos de medianías intelectuales y pensamiento plano y obtuso disfrazado de crítica solícita, asusta y, desde luego, envilece a gran parte de los intelectuales americanos más reputados de nuestro tiempo. Pues Murena es un pensador incorrompible, sólido y atento a reconocer sus propios errores –denigró, al principio, de la obra de su maestro Estrada para, finalmente, abrazarse a la misma y completarla inteligente, muy inteligentemente- que, desde luego, no deja resquicio alguno a la ambigüedad. Murena siempre habló claro y alto, en silencio o en soledad y su vocación profética, simbólica y mística no debió caer jamás en el vacío en que se encuentra ahora mismo. Al contrario: habría que comenzar a levantar todo un sistema de pensamiento a partir de las premisas sostenidas en su obra y creo que si el país argentino planea reconducirse hacia un lugar más afortunado en el futuro habría de comenzar por reconocer las verdades que sostiene toda la obra de Murena y a partir de las mismas comenzar a trabajar por la llegada de un tiempo nuevo y solícito para todos los parias y exiliados del mundo que se encuentran en sus costas. Puede, efectivamente, que –citando a la triada más famosa de la literatura argentina-Jorge Luis Borges sea mejor escritor que Murena, que Julio Cortázar haya dotado a la literatura argentina –al contrario que Murena que incide en lo intimista- de un universalismo fantástico del que estaba necesitada o que Ernesto Sábato haya sabido con mayor presteza realizar todo un corpus narrativo partiendo de unas premisas teóricas bastante similares a las de Murena pero, aun siendo todo esto cierto, no invalidaría el talante de la obra del autor de ese ensayo valiosísimo y de referencia que es El pecado original de América. Un libro que, seguramente, es su más magna obra y que estoy convencido siempre, absolutamente siempre –por más que pasen años de indiferente silencio hacia el mismo- se volverá a releer. Un libro en el que el lenguaje se retuerce, llega a la máxima exasperación y a cotas de intensidad desmesuradas y cuyo carácter desesperado se eleva proféticamente para incidir en una realidad –la americana y la argentina- tan evidente que siglos después será leído como un manual de consulta excelentemente escrito. O no. Porque puede que el hombre sea la única figura de este

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mundo que disfruta engañándose a sí mismo y no queriendo contemplar la realidad y por ello, como cuando nos encontramos con la obra de Poe –de la que Murena fue ferviente estudioso y admirador– o la de tantos autores malditos de nuestro tiempo, todavía sentimos el pavor y el miedo lógicos que nos producen aquellos pocos hombres que han querido bucear en las profundidades de la vida y enfrentarse a ellos mismos para decirnos directa y frontalmente, la verdad sobre nuestra naturaleza que, en su mayoría, todos nos negamos a ver y reconocer. Exactamente, Murena ya lo dijo con claridad en su momento. Todos somos hijos de nadie pero los americanos aún lo son mucho más por haber perdido las raíces, dominios culturales y sociales que los configuraban hasta su llegada a América y será en el momento en que se reconozca este hecho, la imposible vuelta al hogar occidental (Ítaca, el paraíso perdido) que América, toda América, comenzará a saberse poderosa por encima y más allá de su propia configuración y podrá hacer de este exilio ante el que vive cegada o apenada, una fuente de poder que resalte su especificidad y concite respeto y admiración en el mundo. Y puede que, mientras tanto, deba seguir jugando un papel de víctima innecesario teniendo en cuenta que el problema del exilio y el mal endémico a esta situación es consustancial, como muy bien supieran los gnósticos, a todo ser humano y que, precisamente, por vivir estas experiencias en su límite más frontal y vertiginoso, son los argentinos, todos los americanos, aquellos que podrían dar lecciones al mundo de cómo se vive en ese estado de equilibrio inseguro que caracteriza la vida de todos los seres humanos. En definitiva, como lo quisiera Murena, mostrar encarnecidamente cómo se construye una personalidad positiva y enraizada en un futuro posible a partir de la frustrante experiencia exiliada y el mal que la configura y nos configura pero que podemos modificar hasta el punto de hacer crecer de él, la rosa profunda de los vientos que otorgue el secreto eterno de la vida a todo aquel que se digne sin miedos ni complejos a oler sus pétalos y beber su jugo.

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PINTURA

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Zacarías Cerezo: La otredad temporal de la pintura (por Carlos Jesús Escolano García)

Mucho se ha escrito y discutido sobre el sentido y la función de la pintura en nuestros días. Dejando de lado cuestiones de índole mercantil y apriorismos perniciosos, cabría enfocar el debate en torno al porqué de este cuestionamiento de la pintura. La respuesta, o mejor dicho, parte de ella, se puede encontrar en el contexto, es decir en la situación sociocultural en la que nos movemos.

Santa María de Capua

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Santa María de Capua

Es entonces cuando nos damos de bruces con un territorio conquistado principalmente por los mass-media y la velocidad. Dicho de otro modo, como anticiparon Guy Debord y J. Baudrillard, se ha creado un sistema de control y sustitución de lo real por el simulacro, teniendo como base una cultura del exceso y el espectáculo. Este panorama no es, a primera vista, el más propicio para el desarrollo de la pintura. Puede parecer que esta forma de expresión quede un tanto anacrónica en este contexto, reducto de la burguesía y relegada por los nuevos medios basados en la imagen electrónica que le anulan cualquier función, en definitiva, no tiene nada que decir.

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No obstante, y tomando como referencia a Thomas Lawson y su célebre artículo “Última salida: la pintura”, la pintura puede tener su salida a través de su dimensión política. Es entonces cuando se produce un hecho paradójico, ¿Cómo puede tener una entidad política la pintura siendo un arte que se ha considerado históricamente elitista y conservador? Y añado más, ¿cómo puede competir con los nuevos medios de difusión y velocidad masiva como el vídeo, la televisión, internet, etc.?

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Almendro

Precisamente va a ser la velocidad (tiempo) el talón de Aquiles de los mass-media y la fuga de la pintura. A donde quiero llegar es a lo siguiente: hoy el acto más subversivo va a radicar en crear un tiempo-otro, es decir, situarse en un tiempo diferente al marcado por la velocidad de la tecnología y del sistema. La pintura lo consigue, se sitúa al otro lado, escapando del control y subvirtiendo ese control institucional, abriendo resquicios por donde penetra la otredad del tiempo, una alternativa a lo que hay.

Dos barcas

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Floripondios

Esta otredad permite romper las estructuras de poder institucional, y sin caer en la marginalidad entendida como falta de visibilidad, se convierte en una clara amenaza y una seria alternativa para la cultura de la velocidad y el orden impuesto. La obra de Zacarías Cerezo se mueve, pues, por estos derroteros del tiempo-otro. Su pintura se alimenta de lo real: eso que con la velocidad se oculta, con la pintura adquiere una mayor visualización.

Fuentes del Marqués

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Granadas

Por otro lado, la intención de Zacarías es mostrar la realidad en bruto, ejerciendo para ello de cazador de luz. La imagen resultante es arrancada del reino de la luz. Como él mismo afirma, su misión es buscar la luz de las cosas y apresarla en el papel. De este modo, el pintor se convierte en mediador entre la realidad y la representación, en el diálogo que establecen estas dos entidades. El pintor ejerce de testigo, va viendo emerger la imagen sobre el papel al igual que Miguel Ángel veía emerger sus figuras de los bloques de piedra.

Llamador

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Nerpio

En este papel de mediador, Zacarías evita la visión opaca o sustitutoria de la realidad, es decir, el empeño de su mirada reside en crear imágenes transparentes, donde lo real emerge. No en vano, el pintor ha reconocido su distanciamiento de procedimientos sustitutorios de la realidad, como la virtualidad. Él prefiere el contacto directo. Esta herencia retiniana le ha llevado a sentir admiración por el modo de hacer impresionista, algo que se puede comprobar en la mayor parte de su obra.

Plato con sardinas

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Rama en flor

Es en las acuarelas donde mejor se aprecia este magisterio, ya que la frescura e inmediatez de esta técnica favorece la captación en primer grado de la luz que refleja la realidad. El resultado son composiciones de una temática austera, sencilla, envueltas de una belleza serena, a la manera de los clásicos. Volviendo de nuevo al tiempo, la pintura lleva implícito un ritmo y un “tempo”, al igual que el tempo cinematográfico: la pintura establece una duración, un tiempo que es proporcional a su visibilidad.

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El tempo pictórico requiere de un esfuerzo mayor por parte del espectador, no basta con mantener un distanciamiento sino que se necesita una mayor implicación, “hay que sumergirse en la obra como algo único” añadía Paul Valery. De lo contrario, estaríamos sumergiendo la obra en la masa, que es lo que ocurre con el modo de recepción auspiciado por los mass-media.

Rosas y libro

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La obra de Zacarías Cerezo es una buena invitación para el placer estético de la contemplación, y para penetrar en la dimensión atemporal de nuestra visión marcada por lo efímero y lo etéreo.

Pinturas: Zacarías Cerezo Comentario: Carlos Jesús Escolano García

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Eloísa García Soriano: Espiritualidad reencarnada

La pintura figurativa de Eloísa se ocupa de forma recurrente de los temas de la mujer, la maternidad, las razas y sus costumbres: como ella misma señala a propósito de la raza, al pintar “uno se da cuenta de que en realidad no somos tan diferentes, ya que el color de base es el mismo: sólo cambia la cantidad del pigmento”.

Espíritus 1

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Espíritus 2

En esta serie de cuadros emplea dos tipos de materiales: acuarela líquida y pastel, siendo éste último el preferido por la artista. Su preferencia por el pastel se debe a que le gusta trabajar el lienzo con las manos, de forma que la pintora obvia el pincel para hacer de sus dedos el instrumento técnico que entra en contacto con la tela y crea la obra del mismo modo que el artesano.

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Espíritus 3

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e

Espíritus 4

Si en la serie de pinturas de Eloísa que publicamos en el número anterior nadie miraba al frente, como si quisieran mantener el encanto del “voyeur”, la mirada omnisciente del espectador, en Fortaleza y Ojos de tigre las miradas se enfrentan al espectador, implicándolo, atrapándolo.

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Fortaleza

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Ojos de tigre

Eloísa sigue con el tema de la mujer y todo lo que le rodea, pero esta vez he jugado con las texturas y he mezclado técnicas, algo que me apasiona. En Espíritus la artista vuelve a las raíces, ofreciéndonos una serie de pinturas de reminiscencias rupestres, primitivas, donde las figuras adquieren perfiles animales, símbolo quizá de la fusión del hombre con la naturaleza. Espíritus. Acuarela liquida y pastel sobre papel figueras. Fortaleza. Pastel sobre papel ingres. Ojos de tigre. Pastel sobre papel Arches.

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MISCELÁNEA

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Luis García entrevista a CARLOS RUIZ ZAFÓN

Introducción.- Lentamente, como mandan los cánones, se fue abriendo paso entre los innumerables ejemplares que a diario pueblan las mesas de novedades. Hablamos de La sombra del viento, una novela que no por casualidad ha conseguido ser la más vendida en la literatura española y su autor, Carlos Ruiz Zafón, un perfecto desconocido que vive en Los Ángeles totalmente alejado de los círculos mediáticos literarios españoles y a quien el éxito le ha sorprendido tanto como a sus lectores. Luis García.- Empecemos por el principio. ¿Cuándo y cómo empezó a escribir Carlos Ruiz Zafón? Carlos Ruiz Zafón.- Inventar y contar historias es algo que vengo haciendo desde que tengo uso de razón. Alfabetización mediante, ya en mi tierna infancia empiezo a ponerlas en papel y a amenazar al mundo y a mis semejantes con ellas. Tras muchos años de truculentos experimentos juveniles, novelas de adolescencia y otras ficciones malditas, mi primera publicación "profesional" llega con la novela EL PRINCIPE DE LA NIEBLA, que gana el premio de literatura Edebé de 1993. Desde entonces estoy en esta trinchera de la escritura, con cinco novelas a cuestas y sin ánimos de rendición en el horizonte. L.G.- Sorprende La sombra del viento por ser una obra tremendamente ágil, totalmente alejada de los postulados literarios actuales en nuestro país salvo honrosas excepciones. ¿Podríamos estar ante un relevo generacional?. C.R.Z.- La palabra la tienen los lectores y eso que piadosamente podríamos denominar los azares del mercado literario. Por mi parte sólo puedo declararme culpable y consciente de ir contracorriente de las modas y convenciones imperantes en nuestro panorama literario. No es con el ánimo de ser impertinente ni tampoco de querer desplazar a nada ni a nadie, pobre de mí. Creo que todas las voces y registros tienen un lugar en nuestra novelística y que, quizás por casualidad, yo vengo a ocupar un lugar que hasta ahora estaba vacante. En la variedad está el gusto. L.G.- ¿Esperaba el éxito y la polvareda que ha levantado con su primera novela “adulta”? C.R.Z.- Nunca me atrevo a hacer conjeturas sobre cuál será la respuesta de los lectores o de la crítica. Trato de escribir el libro que yo quisiera leer y de hacerlo tan bien como me lo permiten mis facultades en cada momento. En este caso, al terminar la novela tuve la certeza de que LA SOMBRA DEL VIENTO era 100% el libro que me había propuesto escribir, pero no tenía la más mínima idea de cuál iba a ser la acogida que le esperaba. El éxito, más que esperarse, se desea y sobre todo se agradece. L.G.- Un éxito avalado por los lectores sobremanera.... 129


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C.R.Z.- Ciertamente, sobre todo porque en el caso de LA SOMBRA DEL VIENTO el éxito es puramente producto del entusiasmo de los lectores, del efecto boca-oreja, de recomendaciones de libreros y críticos independientes. No hubo lanzamiento ni promoción alguna. La novela, como el 99% de las novelas que se publican en España, tenía todos los puntos de desaparecer para siempre tras dos semanas en las mesas de novedades. Los lectores, los libreros que aún aman los libros y algunos críticos avezados que aun creen en mojarse por algo la rescataron y la hicieron suya. L.G.- No se puede negar la influencia del cine en la misma, algo que se entiende quizás con su trabajo de guionista en EEUU. ¿Influencia o perversión?. C.R.Z.- Dejémoslo en préstamo no hipotecario. Una de las muchas cosas que LA SOMBRA DEL VIENTO aspira a ser es una fusión de géneros y técnicas que, retomando la ambición de la novela del siglo XIX, la del gran libro de la vida, incorpore muchos elementos técnicos que nos ha aportado la evolución de la narrativa del siglo XX, desde las vanguardias a la novela negra. En este contexto, la sintaxis del cine, de la imagen, es un factor más que nos ayuda a enriquecer los recursos de la novela y crear una experiencia de lectura más intensa, más sensorial y táctil. La novela siempre ha evolucionado como gran síntesis y amalgama de todo lo que otros géneros y dramaturgias han puesto sobre la mesa a lo largo de los siglos. No vamos a pararnos ahora y despreciar todo lo que el turbulento siglo XX nos ha puesto a tiro. L.G.- Porque algunos críticos no dudan en calificar a su novela como un “best seller”, como pretendiendo demonizarla.... C.R.Z.- Me parece que en año y medio en las librerías sólo una crítica entre decenas ha apuntado esa pintoresca teoría de un "best-seller" que se publica sin promoción alguna, casi en secreto, y que vende unas 10 veces menos de ejemplares que cualquier "bestseller" español de los que se ensalzan como "minoritarios". No es el papel de los escritores el dar réplica a los críticos, aunque sólo sea uno entre docenas. Cada crítico dice lo que le parece, y esa es su función. L.G.- ¿Cómo nació Daniel, el mozalbete protagonista que madura a medida que la novela avanza? C.R.Z.- Todos los personajes son una parte del autor, un fragmento de la experiencia personal. En este caso, Daniel es también un resorte narrativo, un personaje de entrada que sirve un reflejo para el lector. Aunque Daniel sea el narrador de la historia, LA SOMBRA DEL VIENTO es más una novela coral, con una amplia galería de personajes tan importantes como él. L.G.- Tampoco se pueden obviar “sus ramificaciones borgianas” (y seguro, corríjame si me equivoco, que cuando escribía sobre El Cementerio de los libros Olvidados estaba pensando en la Biblioteca de Babel). ¿Qué otras influencias literarias considera determinantes? C.R.Z.- La referencia a ese babel laberíntico es clara. De hecho existe un nivel de lectura de la novela que juega con el lector y emplea numerosas referencias literarias en-

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terradas en la trama, casi un jeroglífico de narrativas. No es necesario entrar en ese juego para leer la novela y disfrutarla, pero añade una dimensión adicional a la experiencia de la lectura. La sombra del viento es una novela de novelas, un relato que está muy relacionado con el acto de leer, de fabular, de vivir la literatura desde ambos lados de la barrera. Toda lectura, consciente o inconsciente, es una influencia. Es un canto al propio acto de leer, sin prejuicios, racismos literarios o estrecheces mentales de ninguna clase, Por ese motivo creo que cada lector encontrará en la novela un espejo de su propio bagaje literario y personal. L.G.- Novela de misterio, gótica a su modo, pero muy barcelonesa, lo que nos invita a preguntarle por su conexión con la obra de Eduardo Mendoza. ¿Es la ciudad otro personaje más en la obra?. C.R.Z.- El marco urbano, el imaginario de esa ciudad misteriosa, me interesa muchísimo. Barcelona, como ente enigmático y plagado de dobleces, ofrece mucho campo para desatar la fábula y tramar un personaje tan determinante, vivo y complejo como los de carne, hueso, papel y tinta. La referencia a Mendoza es quizás la más directa, sobre todo en lo hace al humor y a esa ciudad embrujada de sus dos grandes obras "La verdad sobre el caso Savolta" y "La ciudad de los prodigios". L.G.- ¿Podría decirnos que lectura ha sido determinante en su formación como escritor? C.R.Z.- Creo que todo cuanto leo y analizo me aporta algo nuevo, me permite aprender y plantearme mecanismos, ideas, técnicas y recursos. L.G.- ¿Y como lector? C.R.Z.- Creo que la lectura en sí, el mundo de la imaginación, de las ideas, de la narración, es lo que es importante para mí como lector. Sin etiquetas ni juicios a la moda pasajera. Soy lector voraz y omnívoro. L.G.- Nunca me han gustado las etiquetas, pero usted ya tenía experiencia literaria dentro de la literatura juvenil e incluso se había alzado con el Premio Edebé en 1993 con la novela El príncipe de la niebla. ¿Le costó dar el salto a la “literatura de adultos”?. C.R.Z.- No. De hecho lo que me costó fue permanecer más o menos inmerso en bajo esa "etiqueta" hasta LA SOMBRA DEL VIENTO. La llamada literatura juvenil nunca ha sido mi registro natural como narrador. De algún modo fui víctima de mi éxito en ese género, que desde el principio sabía no era el mío. Mis novelas "juveniles" no son más que relatos de misterio y aventura que curiosamente suelen gustar tanto o más a adultos que a adolescentes. Con todo, era consciente de que debía coger el toro por los cuernos de una vez por todas y escribir en mi voz natural. De ahí LA SOMBRA DEL VIENTO. L.G.- ¿Encuentra muchas diferencias a la hora de afrontar una novela según el tipo de lectores, su edad, etc.?

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C.R.Z.- Una buena novela es una buena novela, sin excusas. Bien escrita, bien construida, honesta y trabajada. Las limitaciones de género son anecdóticas. Hay que respetar al lector y ofrecerle lo mejor que uno tiene, no preguntarle si es mayor de edad. L.G.- ¿Qué opina de la actual literatura española? C.R.Z.- Para poder opinar con un mínimo de credibilidad debería conocerla mucho mejor. Al llevar casi 9 años viviendo en el extranjero, me avergüenza confesar que estoy más al corriente de lo que pasa fuera que dentro. Además, tiendo a pensar que los menos indicados para opinar o polemizar sobre sus contemporáneos son los propios escritores. Hay algo de poco higiénico en esas diatribas o alabanzas aceitosas que a veces nos intercambiamos por motivos inconfesables. Quien debe opinar sobre el estado de la literatura son los lectores y los estudiosos del tema. Los escritores deben opinar menos y escribir más. Y a ser posible mejor. L.G.- ¿Qué está escribiendo actualmente Carlos Ruiz Zafón? C.R.Z.- Estoy trabajando en una nueva novela en la línea de LA SOMBRA DEL VIENTO que explora el concepto de fusión de géneros y técnicas y, con suerte, avanza un paso más en este experimento narrativo en el que ando metido.

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Carmen Lafay: ¿Son como Winston Smith?

Veintiuno de marzo. Now Ruz: el año nuevo de los iraníes cuyo origen se atribuye a un poderoso rey persa de la antigüedad. En todos los hogares se disponen sobre una mesa los siete símbolos de esta celebración agrícola de raíces zoroastrianas. Como dato curioso, sus nombres comienzan en farsi por la letra S. Durante el Now Ruz son numerosos los desplazamientos desde zonas colindantes y también a través del país pues la celebración tiene un marcado carácter familiar. En Estambul, a las once de la noche, en el vuelo que se dirigía a Teherán, me fijé en unos grupos de mujeres iraníes con el pelo al aire, vestidas a la moda occidental, enfundadas en camisetas y vaqueros, algunas con botas altas y cinturones a la cadera. Usaban un maquillaje atrevido y embellecían sus manos con el brillo de muchos quilates. «Mujeres casadas con hombres adinerados que han pasado unos días en Estambul disfrutando de la vida a golpe de tarjeta y que regresan a casa para las fiestas», me dije. En cuanto el avión aterrizó en la capital tuvo lugar la esperada metamorfosis. Como si alguien hubiera dado la voz de alarma, los cabellos de todas fueron pudorosamente escondidos bajo pañuelos de color oscuro entre los que destacaba el negro cucaracha, y las redondeces ocultadas bajo una especie de gabardina que cubría la anatomía hasta las rodillas. Sin este disfraz no nos es permitido a las mujeres entrar en la República Islámica. Pero pude comprobar que en Teherán las normas que hacen referencia a la indumentaria femenina son mucho menos rígidas que en otros municipios. Allí se usa menos el chador, se tolera que el rusarí cubra la cabeza solo en parte y que la gabardina defina mejor las curvas. En Isfahán, la segunda ciudad más visitada del país, tuve la oportunidad de saber quién se ocupa de controlar la correcta aplicación de las normas en cuanto a ropa femenina se refiere. Aquel día vestía yo una túnica abotonada por delante, de manga larga y cuello Mao. El pañuelo que me envolvía la cabeza y el cuello me daba calor, de modo que lo enrosqué en forma de original turbante. Caminaba tranquilamente al lado de mi guía de habla inglesa admirando la «Plaza del Imam» cuando un religioso chií nos detuvo y le sugirió al chico que entráramos en una espaciosa tienda de campaña allí plantada donde nos indicó que tomáramos asiento sobre las tres sillas que constituían su único mobiliario. Ambos hombres se enfrascaron enseguida en lo que me pareció una pelea dialéctica bajo sonrisas almibaradas. Yo había enmudecido con la intención de pasar desapercibida, pues intuía que la amonestación iba por mí aunque desconocía el motivo. Tras un rato que se eternizó, durante el cual ninguno de los hombres juzgó oportuno ponerme al corriente de la situación, el guía se giró hacia mí y me preguntó si tendría inconveniente en atarme el rusarí de manera que ocultara los escasos centímetros cuadrados de la piel del cuello que quedaban al descubierto. Naturalmente acepté, e incluso sonreí, escondiendo sin dilación aquella carne provocadora. Luego, para suavizar la orden, el mulá me tendió la mano y me dio un prolongado apretón que

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pretendía ser cordial, gesto por cierto que tienen prohibido. ¿Intento de aproximación o doble moral? Esa reprimenda me obligó a fijarme en las jóvenes que se esfuerzan en mantener el pañuelo cada día un poco más alejado de la frente y un poco menos recatado, y la ropa un poco más pegada al cuerpo, un poco más insinuante; ínfimas victorias que forman parte de su lucha cotidiana. En un país donde por diversión se entiende rezo, donde se desconocen las discotecas, donde en las películas se censuran incluso los besos, la juventud debe usar la imaginación para sus normales escarceos. En Teherán disponen del Darband, barrio de ocio en el que encontrarse chicos y chicas en las inocentes «casas de té» dispuestas a lo largo del sendero que discurre paralelo al torrente que baja de las montañas. Los jóvenes menores de dieciocho años se desplazan siempre acompañados por la familia, dentro del país o fuera de él. La mujer casada, sobre todo si tiene hijos, goza de cierta libertad en sus idas y venidas pues se considera —con acierto— que raramente una hembra abandona a sus crías. En cambio, los mayores de edad que siguen solteros están muy controlados. No les es permitido viajar a occidente a no ser que desde allí se les invite expresamente a alguna actividad, como una conferencia o similar, y solo permanecerán quince días en el extranjero donde también pueden ir a estudiar durante un máximo de cinco años. En cambio, el gobierno no pone trabas para desplazarse hacia Asia, y así los más despiertos conocen Dubai, China o incluso Japón. Dejando aparte el fantástico legado de esa cuna de civilizaciones, lo que más sorprende en Irán es la curiosidad de sus gentes hacia el extraño, hacia el turista que escasea desde aquel inolvidable once de septiembre y que se considera valiosa fuente de información y estandarte de modernidad. En la calle, en los aeropuertos, mujeres de hermosos ojos negros escrutadores me abordaron en un inglés muy correcto, atreviéndose a formular las más osadas preguntas. Trabajaban en empresas europeas o cursaban estudios superiores en Teherán o en ciudades como Damasco. Si les fuera concedido un visado viajarían hacia occidente. Se quejaban del tedio que les esperaba en casa durante los trece días que dura el Now Ruz. Cuando yo intentaba desviar la conversación al terreno de la política, me indicaban por gestos que me callara, que estaba prohibido hablar de eso en público. Los jóvenes de ambos sexos que se ganaban la vida como guías turísticos hicieron gala de un carácter abierto que predisponía a debatir los asuntos más diversos. Sin contar todo lo relacionado con la privación de libertad, el sexo es un aspecto de la vida que les atrae y preocupa. A mí me había sorprendido no ser testigo de ninguna manifestación de afecto en público. En Irán las parejas no se cogen de la mano, no se besan, no se abrazan. Me contaron las mujeres que, si no seguían los preceptos religiosos, podían optar por una libertad sexual absoluta, a sabiendas de que les sería vetado casarse con un chií; o sea que se la juegan porque el matrimonio es casi obligatorio para ellas. Los hombres que no siguen los mandamientos islámicos sueñan en su juventud con salir del país, escapar a Estados Unidos o a Canadá como primeras opciones o, en su defecto, al Reino Unido o a Alemania. Luchan como fieras para conseguir un permiso que nunca llega. Terminan por abandonar y se casan. Disfrutan de una vida abierta de puertas adentro, donde no faltan el alcohol comprado en el mercado negro ni el tabaco americano, de fácil adquisición pero mal visto por las autoridades religiosas. Controlan la natalidad con preservativos y limitan el número de hijos a uno o dos. Pero, por muy abiertos que parezcan estos hombres, diferentes de la mayoría creyente

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porque se relacionan con foráneos, suelen tener un punto de macho egoísta en lo que hace referencia a la sexualidad de sus esposas. No sienten la necesidad de esforzarse en proporcionarles placer a ellas; les entra además con dificultad la idea de que el sexo debe ser generoso y que ellas tienen el mismo derecho a gozar que ellos. Les cuesta desembarazarse de la represión y de los valores sexistas que les han inculcado. Como me comentó un ingeniero jubilado, hombre culto y viajado que había pasado la vida laboral en una multinacional, la sociedad iraní está dividida. Por un lado la masa analfabeta o poco alfabetizada que gusta de ser dirigida, ahorrándose así el esfuerzo de pensar por su cuenta y dispuesta a acatar las órdenes sin chistar. Por otro lado la gente que se ha preocupado o que ha tenido la oportunidad de estudiar, la que habla inglés, la que trabaja con occidentales, la que escucha las noticias de la televisión vía satélite. Este sector está totalmente en desacuerdo con la República Islámica y aspira a un futuro diferente. Una sociedad fragmentada a causa del abismo cultural. Lo de siempre. Por desgracia los primeros son legión. Cuando Abbás (treinta y cinco años), mi guía en Isfahan, me confesó que había desechado su sueño de vivir en Estados Unidos y que creía que había conseguido al fin conformarse, me vino a la cabeza Winston Smith, el protagonista de «1984» de Georges Orwell y su oposición al todopoderoso Gran Hermano. Recordé incluso las últimas frases de la novela: … «Ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano».

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