Paleta de colores 2 a4

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"No había pared que no estuviera forrada de abarrotadas e impecables estanterías. Apenas se veía la pintura. Las letras impresas en los lomos de los libros, negros, rojos, grises, de cualquier color, eran de todos los tamaños y estilos inimaginables. Era una de las cosas más bellas que Liesel Meminger había visto nunca. Sonrió, maravillada. ¿Cómo podía existir una habitación así! De hecho, cuando intentó borrar la sonrisa de su cara con la manga, enseguida se dio cuenta de que era inútil.(...) Poco a poco, la estancia empezó a encogerse hasta que la ladrona de libros pudo tocar las estanterías, a unos pocos pasos de ella. Pasó la palma de la mano por la primera, atenta al rumor de las yemas de los dedos deslizándose sobre la columna vertebral de los libros. Sonaba como un instrumento o como las notas de unos pies a la carrera. Utilizó ambas manos. Recorrieron una estantería tras otra. Y rió. La voz resonó en su garganta, y cuando al fin se detuvo en medio de la habitación, pasó varios minutos dirigiendo la mirada de las estanterías a sus dedos y de éstos a las estanterías... ¿Cuántos libros había tocado? ¿Cuántos había sentido?(...)


Era mágico, era hermoso, era como si todo estuviera iluminado por deslumbrantes rayos de luz reflejados por una lámpara de araña. Se vio tentada a sacar algún libro de su lugar, pero no se atrevió a molestarlos. Eran demasiado perfectos." “La ladrona de libros”. Markus Zusac

Descripción París siglo XVIII "En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban sus dientes infectados, los alientos olían a cebolla y sus cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro, apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno,…" Descripción de un bebé "Pues… no es fácil de decir porque… porque no huelen igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen como piedra lisa y caliente…no, más bien como el requesón…o como la mantequilla…esto es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como…una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, ¿veis, padre?, aquí, donde vos ya no tenéis nada…, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del caramelo, ¡no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es! Una vez que se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así, cuando aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo, entonces…Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo..., ¡yo no me vuelvo con esto a casa" “El perfume”. Patrick Süskind


Había un señor muy aprensivo respecto de sus propias enfermedades y sobre todo, muy temeroso del día en que le llegara la muerte. Un día, entre tantas ideas locas, se le ocurrió que quizás él ya estaba muerto. Entonces le preguntó a su mujer: —Dime mujer, ¿no estaré muerto yo? La mujer rió y le dijo que se tocara las manos y los pies. —Ves, ¡están tibios! Bien, eso quiere decir que estás vivo. Si estuvieras muerto, tus manos y tus pies estarían helados. Al hombre le sonó muy razonable la respuesta y se tranquilizó. Pocas semanas después, el hombre salió bajo la nieve a hachar algunos árboles. Cuando llegó al bosque se sacó los guantes y comenzó a hachar. Sin pensarlo, se pasó la mano por la frente y notó que sus manos estaban frías. Acordándose de lo que le había dicho su esposa, se quitó los zapatos y las medias y confirmó con horror que sus pies también estaban helados. En ese momento ya no le quedó ninguna duda, se “dio cuenta” de que estaba muerto. —No es bueno que un muerto ande por ahí hachando árboles –se dijo. Así que dejó el hacha al lado de su mula y se tendió quieto en el piso helado, las manos en cruz sobre el pecho y los ojos cerrados. A poco de estar tirado en el piso, una jauría comenzó a acercarse a las alforjas donde estaban las provisiones. Al ver que nada los paraba, destrozaron las alforjas y devoraron todo lo que había de comestible. El hombre pensó: —Suerte que tienen que estoy muerto que si no, yo mismo los echaba a patadas. La jauría siguió husmeando y descubrió el burro atado a un árbol. Fácil presa era de los filosos dientes de los perros. El burro chilló y coceó pero el hombre sólo pensó qué lindo sería defenderlo, si no fuera porque él estaba muerto. En algunos minutos dieron cuenta del burro, sólo unos pocos perros seguían royendo algún hueso. La jauría, insaciable, siguió rondando el lugar. No pasó mucho tiempo hasta que uno de los perros olió el olor del hombre.


Miró a su alrededor y vio al hachero tirado inmóvil en el piso. Se acercó lentamente (muy lentamente, porque el hombre era muy peligroso y engañador). En pocos instantes, todos los perros babeando sus fauces rodearon al hombre. —Ahora me van a comer –pensó—. Si no estuviera muerto, otra sería la historia. Los perros se acercaron... ...y viendo su inacción se lo comieron. “El hombre que se creía muerto”. Joge Bucay

Durante la era glacial, muchos animales morían debido al frío. Los erizos, percibiendo la situación, decidieron juntarse en grupos para calentarse y protegerse mutuamente, pero las espinas de cada uno herían a sus compañeros más próximos, justamente a los que más calor les daban. Por eso decidieron apartarse los unos de los otros, y volvieron a morir congelados, por lo que tenían que decidir: O desaparecían de la Tierra o aceptaban las espinas de los compañeros. Con sabiduría, decidieron volver a mantenerse juntos. Aprendieron así a convivir con las pequeñas heridas que la relación con un compañero muy próximo podía causar, ya que lo más importante era el calor del otro. Y así sobrevivieron. Moraleja de la Historia La mejor relación no es aquella que une personas perfectas, si no aquella en la que cada uno aprende a convivir con los defectos del otro, y admirar sus cualidades. “La fábula del erizo”. Anónimo


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