San Ignacio de Loyola

Page 1

SAN IGNACIO DE LOYOLA J.L.Micó, SJ Ed. Compañía de Jesús Ed. Sin Fronteras

1. UN HOMBRE A CABALLO Un día de marzo de 1522, montado sobre briosa muía, marchaba un hombre, desde Navarrete en Logroño, por el camino de Zaragoza. Vestía jubón acuchillado, de seda, gregüescos de seda y brocado, llevaba un visible puñal a la cintura, tenía el aire de un capitán de los Tercios del Rey. Tendría unos 32 años, la edad de Cristo cuando murió en la Cruz. Por los confines de Lérida, otro caballero coincidió por su camino: era un morisco, uno de los incontables árabes que habían quedado en el Reino de los Reyes Católicos, luego de la conquista de Granada y la caída del dominio musulmán en España. Se explicaba bien en romance castellano, el moro; el caballero cristiano también lo hablaba pero con el acento seco, los gerundios e infinitivos que delataban su origen guipozcoano. Trabaron conversación, y el cristiano, que venía de visitar la ermita de Nuestra Señora de Aránzazu, y hasta dejar allí unos ducados que llevaba, para restaurar aquella imagen, tuvo gusto en hablar al moro de la Virgen María. El otro, no muy versado en los misterios cristianos, decía "que bien le parecía a él, la Virgen haber concebido sin hombre, mas, parir quedando virgen, no lo podía creer". El capitán cristiano se irritaba, ante la negativa del morisco. En fin, antes de engrescarse más la discusión, el moro picó espuelas y se adelantó entrándose por un desvío hacia una aldea adonde iba. El caballero de la mula comenzó a darle vueltas, cada vez más contrariado por lo que él tenía como insolencia del sarraceno, al negar la total virginidad de María. Se sentía avergonzado de no haber salido con valentía por la dignidad de Nuestra Señora, y se reprochaba su cobardía. ¡No! El no podía dejar así la cosa: debía galopar, buscar al moro donde estuviera, y darle de puñaladas si no retiraba su injuria a la Madre de Dios. Pero otro sentimiento le corría por el alma: ¿Sería grato a Dios que acuchillara a un moro ignorante de los misterios de la fe cristiana? No sabía qué hacer, y no por miedo a que el moro también respondiera con su cimitarra, sino porque el noble caballero no quería cometer ningún desafuero. Y el buen ángel debió inspirarle una solución bizarra: dejaría a la muía andar a su talante; si seguía el camino ancho del moro hacia la aldea, por allí iría el capitán, para apuñalar al incrédulo; si seguía el camino de Zaragoza, lo dejaría estar. Y eso hizo juiciosamente la muía, ahorrando así la muerte de un moro, o de un cristiano. Acabado el lance, el caballero volvió al asunto que le llevaba por aquel camino. Decidió no pasar por Zaragoza, donde aquellos días se habrían reunido muchos nobles y caballeros, que esperaban al Cardenal de Utrech, elegido Papa Adriano VI. Y marchó hacia Igualada, tierra catalana, donde hizo unas extrañas compras: un sayal de tela de saco, unas alpargatas de esparto, un bordón o pértiga son su calabacita, que solían llevar los


peregrinos a los Santos Lugares. Al bajar de su montura para hacer sus compras, se notaba que andaba cojeando, con una pierna hinchada. De a l l í siguió hacia Montserrat, la Santa Montaña que guarda el tesoro de la Virgen Morena, preciosa imagen románica custodiada por los monjes del Monasterio Benedictino. Llamó al portón del monasterio, y pidió, no posada sino confesión. La confesión, con el Abad, duró tres días, con muchas lágrimas y no poca vergüenza de sus pecados y fechorías. Después de recibir la absolución pidió a los monjes le permitieran pasar la noche, como vela de armas, ante la imagen de su nueva Dama, la Virgen, orando hasta la madrugada, de rodillas, o de pie cuando no aguantaban las rodillas. Era la noche del 24 al 25 de Marzo de 1522. Por la mañana, regaló su muía al monasterio, colgó su puñal en la imagen de la Virgen, dio sus ricos vestidos de caballero a un pordiosero, se vistió el sayal de mendigo y peregrino, y recomenzó otra vez su vida. 2. ENEKO NO QUIERE SER CURA ¿Quién era ese curioso caballero que empezaba a ser un pobre mendigo, cojo y a pie, vestido de saco, un pie descalzo y el otro, hinchado, calzado con una alpargata? Todo lo que había sido, lo contó el Abad de Montserrat, en su larga confesión: Se llamaba Eneco, nombre vasco que correspondía a Iñigo, en Castilla, y que acabará siendo Ignatius, en latín, o sea, Ignacio. Era el último de los hijos de Don Beltrán Yañez de Oñaz y Loyola, familia de nobles caballeros de Vasconia. Su madre, Doña María Sáenz de Licona, de la Torre Balda, en Azkoitia, hija de un notario de la Corte. Tuvieron once hijos. Eneko, el último, había nacido en 1491. El heredero, Juan, cayó en la Guerra de Nápoles, con su hermano Beltrán, a las órdenes del Gran Capitán, Gonzalo de Córdova. Recogió el mayorazgo el hijo segundo, Martín. Otro hermano, Hernando, muere en la conquista de México. Ochoa muere en la campaña de Flandes. Otro muere en Hungría, luchando contra los turcos... Como ocurría en aquel tiempo, el hijo mayor, el heredero, recibía los títulos nobiliarios y la hacienda de !a familia. Los otros hijos se dedicaban a las armas, a la corte, algunos de los últimos, a la Iglesia, a la clerecía o al convento. Don Beltrán había pensado que entraran en la clerecía, Pedro y Eneko. Pedro aceptó, llegó a sacerdote, párroco de Azpeitia; pero su vida no fue demasiado ejemplar. Eneko es tonsurado en temprana edad. Era el primer escalón de la carrera eclesiástica. Pero pronto dijo: Ahí no más. Y no aceptó seguir ese camino clerical, que nada le atraía. Decididamente, el menor de los Loyola no pensaba ser santo. La madre de Eneko murió siendo él muy niño. Por eso casi no guarda recuerdos de ella. El padre, Don Beltrán muere en 1507, cuando él tiene 15 años. Eneko se ha criado, casi desde su nacimiento, con María Garín, esposa del herrero Errazti, que tiene su vivienda y su taller en el caserío de Eguibar, sólo a 300 metros de la Casa-Castillo de los Loyola, en el gran valle del río Urola, frente al majestuoso monte Izarraitz, atalaya sobre las tierras de Azkoitia y Azpeitia, feudo de la Casa Oñaz y Loyola. El hogar del herrero fue el paraíso del hijo pequeño de Don Beltrán: allí aprendió a manejar picas, espadas y puñales, a cazar, a montar a caballo, a jugar a bandos, ataques y defensas.


También aprendió a rezar, a leer y escribir, por cierto que consiguió una bonita caligrafía. De su padre aprendió la nobleza, la hidalguía, el valor, el respeto a Dios, la generosidad de no odiar ni ser rencoroso: "Nunca tuvo odio a ninguna persona, ni blasfemó contra Dios". Cuando se hizo mayor ya fueron otros sus entretenimientos y travesuras. La más sonada fue su ataque a mano armada, y emboscada, de noche, contra el clero de Azpeitia, enemistado con los Loyola. Se le hizo un proceso de toda regla, del que pudo escapar, precisamente por su tonsura y fuero eclesiástico. Luego la edad le llevó a aventuras mujeriegas, y a su ambición de prestigio y de glorias. Su amigo Polanco dirá años más tarde: "Como suele la juventud cortesana y militar, fue asaz libre en el amor de las mujeres, en el juego, en riñas por puntos de honra". Por entonces su lectura favorita son los Libros de Caballerías, de Amadises, Orlandos y Galaores, que llenaban su alma de locas ilusiones caballerescas y amatorias. Hasta soñaba con enamorar, nada menos que a la Infanta Catalina de Austria, hermana menor del Emperador Carlos V. Eneko, que ya se llamaba Iñigo, había entrado en el ambiente de la Corte, con el apoyo de Don Juan Velázquez de Cuellar, Contador Mayor de los Reyes Católicos, amigo de su padre. El joven Loyola fue acogido, no como un paje sino como un hijo. Al lado de Don Juan aprenderá los modos cortesanos y mundanos. Desde Arévalo, residencia del Contador, pasará a Tordesillas, Burgos, Valladolid, Madrid, Toledo... La vida cortesana embriaga al joven vizcaíno: sus sueños de gloria, sus ansias de disfrutar y de amar no tenían límite. Muchos años después dirá él mismo en su autobiografía: "Hasta los 26 años de su edad, fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicios de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra". 3. EL HÉROE CAÍDO El amigo e introductor de Iñigo en la Corte de España, D. Juan Velázquez de Cuellar, se vio arrastrado a la ruina y la desgracia, por los vaivenes de la política, cuando desaparecieron los Reyes Católicos, y empezó a reinar el Emperador Carlos V, desconocedor al principio de las tradiciones de Castilla. Desposeído de sus altos cargos, humillado, empobrecido, muere Don Juan, olvidado y desterrado. Su viuda, María de Velasco aún tiene la gentileza de regalar a Iñigo 500 ducados y dos caballos, y le recomienda presentarse a Don Antonio Manrique de Lara, Duque de Nájera, Virrey de Navarra, uno de los próceres más brillantes de la España turbulenta del siglo XVI. El Duque recibe gustoso al Capitán Loyola, porque necesitaba, en aquel momento, hombres de confianza y de arrojo, ante las espinosas campañas del levantamiento de los Comuneros de Castilla, del levantamiento de sus propios súbditos en Nájera, del acoso de los franceses, por el Norte. De esta manera, Loyola se ve arrastrado a la vida propiamente militar y guerrera. Su buena actuación y sus aciertos en el conflicto de Nájera inspiran al Duque la idea de enviar a Iñigo, con un escuadrón, a defender Pamplona, sitiada por el ejército francés. Navarra había sido anexionada a Castilla y Aragón, en 1515. El destronado rey Albret, apoyado por Francisco I de Francia deseaba desalojar a los castellanos, y preparó su asedio. Las fuerzas disponibles, del Duque de Nájera, eran escasas: las piezas de artillería se habían llevado a Tordesillas, las tropas se enfrentaban con los Comuneros. Don Antonio parte para Logroño, prometiendo enviar pronto


refuerzos a Pamplona, y confía la defensa de la ciudad y del castillo, al Alcaide Antonio Herrera y al Capitán Loyola. El enemigo francés se acercaba con 12.000 de infantería, 800 lanceros, y más de 30 piezas de artillería. Ante tal situación, el Concejo de Pamplona decide la capitulación, a condición de respetar a la población civil. Los soldados de la ciudadela no querían aceptar la rendición, que el mismo Alcaide creía casi necesaria. Pero el Capitán Iñigo les convence con su palabra entusiasta: No podemos traicionar al Rey y al Duque, que nos han confiado la defensa de la fortaleza; pronto llegarán refuerzos de Castilla; es preciso resistir unos días. Un soldado del Emperador, no se rinde... Y la fortaleza enarboló el banderín de guerra. Era el día de Pentecostés, 20 de Mayo de 1521. Seis horas duró el bombardeo francés, mientras que el castillo sólo respondía con tiros de ballesta y disparos de escasas culebrinas. En esto, una bombarda vino a dar en la pierna derecha del Capitán Loyola, destrozándosela toda; la otra también quedó malherida. Iñigo se desplomó en el suelo, sin sentido. Cuando se recobró, aturdido, se vio rodeado de cirujanos y enfermeros franceses que curaban su tremenda herida, componían los huesos triturados y entablillaban la pierna malparada. La fortaleza se había rendido, al faltar él, y en lo alto ondeaba la bandera francesa. A los cuatro días, los médicos opinaron que ya podía trasladarse el herido a su tierra de Azpeitia. Un primo de los Señores de Javier, Están Zuastia, se hizo cargo del Capitán Loyola, que por orden y clemencia del General André de Foix, era devuelto a su gente. Agradecido Iñigo, repartió su armadura entre los enfermeros que le habían curado: casco, coraza, rodela, espada. El viaje, en parihuelas, de Pamplona a Loyola, por valles y montañas duró varios días, y fue terrible para el herido. En la Casa-Castillo de Loyola lo recibió con exquisito cariño y ternura, su cuñada Magdalena de Araoz, mujer de Martín Loyola. El enfermo agradecía con los ojos; hablaba poco; estaba agotado. Los físicos y cirujanos examinaban las heridas: otra vez los huesos se habían descompuesto, la rodilla era un amasijo de huesos, carne y nervios. Hubo que volverle a componer todo, sin anestesia alguna; sólo Iñigo apretaba los puños contra la cama; pero su cara no se contraía. Acabada la operación, -mejor, la carnicería-, Iñigo quedó exhausto, y los médicos no veían con buena cara el final de todo aquello; el herido empeoraba. El día 24 de Junio, San Juan, la pierna parecía gangrenada; los doctores creen que ha llegado el fin. El caballero recibe los sacramentos, al fin, como buen cristiano. Luego su cabeza delira: tal vez pide, como Don Quijote, su espada, su coraza, su caballo... En la Casa de Loyola todo son murmullos, lágrimas y rezos. Iñigo se muere. Pero quiso Dios que la noche del 29, San Pedro, inesperadamente el herido comenzó a mejorar: la pierna se desentumece, desaparece el color amoratado, su cabeza empieza a funcionar bien. Los galenos no pueden explicar aquellos cambios; aquello no era obra suya, sino de Dios. Y la verdad fue que en pocos días, Iñigo sale del peligro; le vuelven las fuerzas, las heridas cicatrizan bien, y pronto pudo levantarse, sentarse junto a la ventana que miraba hacia la campiña, los manzanos, las praderas, la cumbre del Izarraitz. Renacen la vida y la esperanza del caballero; pero advierte que los huesos de la pierna quedaban deformes y salientes. ¿Cómo calzar, así, las botas de montar? ¿No se podría corregir aquella deformidad? Claro que se podía corregir, pero sería abriendo otra vez, por lo vivo, y serrando los huesos salientes. Pues a ello, dijo Iñigo. El cirujano pide atar los brazos del paciente;


pero él no lo consiente; le bastaba su voluntad y sus puños cerrados. Después, la convalecencia fue galopante y segura; sólo que le costaba andar, y le quedaba una cojera que le acompañará toda la vida. Aburrido de sus largas horas junto a la ventana, Iñigo pide por favor, a su cuñada Magdalena, que le preste para leer algunos libros de Caballerías, -las novelas y telenovelas de entonces-. Volvió Magdalena diciendo con gracia: De caballeros andantes no hallé ni uno; pero os traigo otras historias de otros mejores caballeros. Y descargó en la mesa unos librotes gordos, de la Vida de Jesucristo del Cartujano, y el "Flos Sanctorum" o vidas de los santos. Así, casi a la fuerza, se fue enterando, por menudo, de las vidas de Santo Domingo, San Onofre, y sobre todo, de la vida del Señor. Entonces empezó a descubrir otra batalla, en su corazón: Pensaba, a ratos, en volver a las armas y la gloria, al amor de la Infanta Catalina, de lo que haría para conquistarla... Pero luego se encontraba triste, vacío, sin sentido... Otros ratos pensaba en Cristo, en San Francisco, Santo Domingo...; sonaba hacer lo que ellos hicieron... y eso le llenaba de una inmensa paz y alegría. Y se decía: "Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo que hacer"... Para colmo, estaba seguro que una noche había visto a Nuestra Señora con el Niño Jesús. Esta visión le transformó de tal modo que le parecía que habían borrado todas las imágenes de su vida carnal, dejándole un profundo asco de todos los desahogos sexuales... Con todo esto comenzó a madurar en su alma un deseo de cambiar totalmente el rumbo de su vida, dedicarse al servicio de Nuestro Señor, hacer penitencia por sus muchos pecados, seguir los pasos de Jesucristo. Por eso le vimos, al principio de esta historia, cabalgando sobre una muía, camino del Monasterio de Montserrat, para postrarse a las plantas de la Virgen Morena, madre de su nuevo nacimiento. 4. EL PEREGRINO DEL INFINITO El Caballero de Loyola se había convertido en un peregrino. Así se llamará él mismo, en sus relatos. Peregrinar a los Santos Lugares de Santiago de Compostela, Roma y Jerusalén, era una de las devociones más importantes de la Edad Media: los peregrinos partían hacia los grandes santuarios de la Cristiandad, por devoción, por hacer penitencia, por escapar de sus problemas..., y regresaban cargados de recuerdos, de reliquias, y se convertían en los cristianos más admirados y escuchados de su tierra. La peregrinación de Iñigo no era así: él nunca pensaba regresar; siempre seguiría a lo más, a lo mayor, a lo mejor, buscaba el Infinito: Dios, la Verdad, el Amor. Desde Montserrat, vestido ya de peregrino mendigo, bajó a Manresa, y se refugió en una cueva, junto al río Cardoner, donde deseaba pasar unos días, hasta el tiempo oportuno de embarcar rumbo a Jerusalén. Pero Dios tenía otros planes sobre el peregrino, y en vez de unos días pasó largos meses, y fue Manresa su gran escuela del espíritu, donde aprendió


las primeras letras de la oración, la purificación, la entrega a Dios, la escucha y discernimiento de las llamadas del Espíritu, y los deseos de ayudar a las almas. Allí vivió primero y redactó después, los puntos fundamentales de sus "Ejercidos Espirituales", el camino más impresionante para vencerse cada uno a sí mismo, buscar la Voluntad de Dios, y seguirla con tesón hasta el extremo. Se instaló en una gruta, junto a la corriente del río, que sería testigo de sus penitencias asombrosas, pues pensaba así pagar sus grandes pecados. Allí experimentó la angustia y la tristeza de su soledad y vacío de Dios, sus momentos de desesperación. Allí tuvo también sus grandes visiones e ilustraciones espirituales que le descubrieron plenamente el mundo interior y los misterios de Dios, Majestad Infinita: "Allí iba entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como cosas de fe y de letras, y esto con una ilustración tan grande que le parecían todas las cosas nuevas..." A veces vivía en el Hospital, mendigaba su comida, repartía con otros pobres las limosnas que recibía, hablaba a todos de Dios. Las gentes de Manresa, que primero lo recibieron con recelo, le llegaron a tener gran cariño y fueron sus amigos toda la vida. Le llamaban "el santo". En Febrero de 1523 salió para Barcelona: allí también pedía limosna, dormía en el Hospital de pobres, o en la calle, rezaba en las Iglesias. Su plan era embarcar en Barcelona para Gaeta, llegar andando a Roma, pedir permiso para ir a Jerusalén. Esos viajes de peregrinos no eran ningún fácil turismo: cada viajero debía proveerse de su comida, "bizcocho"; las calmas detenían la nave en el mar, por semanas; las tempestades cobraban cada año sus naves naufragadas; y los turcos asaltaban y hundían toda clase de naos cristianas. Nada arredra al peregrino del Infinito, todo le parecía poco con tal de llegar a la tierra de Jesús y vivir en ella, ayudando a las almas. En Roma, pagando los ducados correspondientes, recogidos de limosna, el peregrino recibe la cédula del permiso: "A tenor de la presente, se concede a Iñigo, clérigo de Pamplona, visitar los Santos Lugares de la vida y pasión de Nuestro Señor Jesucristo, en los términos de su solicitud. Nos Card. Casertán". A mitad de Mayo de 1523 llegó Iñigo a Venecia, puerto de embarque para Tierra Santa. Le aceptan, sin pago de su flete, en la nave Negrona, grande, con 15 cañones, 32 marineros, para cien pasajeros. Harán escala en Creta, Rodas y Chipre. Aquí tomarán la Nave Peregrina, que les lleva al puerto de Jafa, el 31 de Agosto, y llegan el 4 de Septiembre, a Jerusalén. La emoción de los peregrinos al llegar a la ciudad santa fue imponderable; Iñigo lloraba sin parar, de consuelo. Acompañados por guías Franciscanos, y con guardias turcos, iban visitando con gran piedad, los sitios santos: Belén, Nazaret, Betania, Jericó, el Jordán, Getsemaní, la vía que va desde la Torre Antonia hasta el Calvario, el Santo Sepulcro, la piedra de la Ascensión... El peregrino del Infinito pensaba que había llegado a su meta: quedar para siempre con Jesús, en la tierra donde el Hijo de Dios se hizo hombre, trabajó, murió en cruz y resucitó. Pero el Señor, Su Divina majestad, como gustaba decir el peregrino, tenía otros planes, y el Infinito se alargaba. Iñigo no pudo quedar en la tierra de Jesús; los Franciscanos guardianes de Tierra Santa, le obligaron a regresar, y en Noviembre de ese año, 1523, se embarca de nuevo: la nave se estrella en las costas de Apulia, y los viajeros se salvan a nado. Y después de una serie de aventuras con tropas francesas y españolas, en guerra, llega otra vez a Barcelona: era Febrero de 1524.


5. NUNCA ES TARDE PARA ESTUDIAR Los planes del peregrino habían fracasado otra vez. Pero al volver a Barcelona, tenía tres cosas claras: Que su infinito no estaba en Jerusalén, ni en la penitencia. Que debía dedicarse plenamente a la ayuda del prójimo, siguiendo la orden de Cristo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. Que para eso necesitaba estudiar seriamente, y reunir compañeros para esa misión. Y como lo pensó, lo hizo. Sus estudios no fueron más fáciles que sus peregrinaciones: el mismo Febrero de 1524, Iñigo comienza sus clases de latín con los chicos de la escuela del maestro Jerónimo Ardébol. Los niños se ríen de aquel condiscípulo viejo, vestido de sayal, con zapatos rotos. Pero poco a poco le cobran estima y respeto. El maestro no se atreve a exigirle, como a los niños, la repetición del "rosa, rosae". El peregrino-estudiante le suplica que le exija y castigue como a los demás. No fue fácil al "vizcaíno" la gramática latina, él que sabía poco de la castellana. A los dos años le dice el maestro que ya puede pasar a estudiar artes -filosofía- en Alcalá. Y allá marcha Iñigo con sus cartapacios. Alcalá había sido enriquecida grandemente por el Cardenal Cisneros, sobre todo con la Universidad. El peregrino es ahora un estudiante universitario, pero se aloja en el hospital, pide limosna para comer, platica a la gente que se le acerca y les inicia en sus Ejercicios Espirituales. Las autoridades eclesiásticas desconfían de aquel curioso estudiante, y le crean problemas; hasta le meten en la cárcel, donde pasa encerrado 42 días, aunque en nada pueden condenarle. Entonces Iñigo pasa a la otra gran Universidad de España: Salamanca. Pero aquí aún le fue peor: La Inquisición, inquieta por la difusión del Luteranismo, el Calvinismo, los Erasmistas, los alumbrados -secta pseudomística y hostil a la Jerarquía-, ve herejes y sospechosos por todas partes: hasta sospechó de Santa Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, de Juan de Avila, de Fray Luis de León... El estudiante Loyola es examinado por Dominicos e Inquisidores: Por qué predica, enseña la vida cristiana, lo que es pecado y lo que no lo es..., sin haber cursado los grados académicos... El responde que si lo que enseña está mal, que lo demuestren; si está bien, que le dejen tranquilo. Pero no le dejan: lo encarcelan en el mismo Convento de Santo Domingo, atado a su compañero, Calixto, con una cadena de tres metros: donde iba uno, había de ir el otro. A la gente que se ¡amentaba de aquella prisión, les contestaba: "Os aseguro que en Salamanca no hay tantas cadenas que por amor de Nuestro Señor yo quisiera otra más". Se le han juntado tres compañeros que quieren seguir sus pasos; buenos y pobres muchachos que pronto le dejarán. Porque lo que el peregrino buscaba requería gente de gran empuje y calidad; no era para todos. Visto el panorama de la España Inquisitorial, el estudiante peregrino decide una nueva peregrinación: irá a París, a la famosa Universidad La Sorbona, donde le parece que encontrará más ancho campo para sus planes, como así fue. Y otra vez Iñigo se pone en camino: va a pie, sigue cojeando, lleva una montura, que no es la briosa muía de antaño, sino un borriquito y no para sus pies hinchados sino para sus libros, apuntes y cartapacios; porque desde su convalecencia en Loyola, se ha hecho un hombre de libros y cartapacios. En Septiembre de 1527 sale de Barcelona hacia París: empieza el mal tiempo, le acosa el


frío y las nieves, el paso de las montañas es duro, la comida escasa: nada detiene al peregrino. A París llega en Febrero de 1528. Aunque la acomodación es dura, sabe que ha acertado. La Sorbona era el centro intelectual e ideológico de Europa. Se inscribe en el Colegio Monteagudo, de los más prestigiosos; allí han estudiado Rabelais, Calvino, Erasmo. Para concentrase mejor en los estudios Iñigo decide no pedir limosna durante el curso; en vacaciones pasa a Flandes y a Inglaterra, donde recoge buenas limosnas de los mercaderes españoles; eso le permite entregarse por completo a los estudios, incluso a ayudar a otros estudiantes pobres. Pero a dos cosas no renuncia: a explicar sus Ejercicios Espirituales, a muchas personas, que se convierten siempre a una vida más cristiana y ejemplar; y a reclutar compañeros que quieran compartir la aventura del peregrino. Esta vez, las conquistas de Iñigo van a ser definitivas: primero, el saboyano Pedro Fabro, alma sencilla, encantadora, profunda; luego Simón Rodríguez, portugués, Alfonso Salmerón, toledano, Diego Laínez, de Soria, Nicolás Bobadilla, de Palencia. El más duro de convencer, y luego el más ardiente e impaciente fue el joven maestro Francisco Javier, de Navarra, que pronto será el intrépido misionero de la India y el Japón, al estilo de San Pablo, primer misionero de la Iglesia de Cristo. Aquellos siete hombres no sabían que eran el germen de la futura Compañía de Jesús, la Orden de los Jesuitas, que tanto había de servir a la Iglesia Católica, a la cultura y evolución del mundo. Un 15 de Agosto de 1534, los siete maestros en Artes y Teología por La Sorbona, se reúnen en la capilla del mártir San Dionisio, en Montmartre, afueras de París. Dice la Misa Pedro Fabro, único sacerdote entonces, y todos hacen voto de pobreza, de castidad y de peregrinar a Jerusalén, como había hecho el maestro Iñigo, que desde ahora se llamará "Ignatius", en castellano, Ignacio. "Y si no pudiéramos ir a Jerusalén, por la guerra de los turcos con los cristianos, entonces iremos a Roma y nos pondremos a las órdenes del Santo Padre el Papa, Vicario de Cristo". 6. LA GLORIA DE DIOS Y EL SERVICIO DE LA IGLESIA Aquellos siete hombres que habían hecho voto de ser pobres de estar sin mujer, y de peregrinar a Jerusalén, no sabían donde irían a parar, pero Dios sí lo sabía. Como no lograron pasar a Jerusalén, se encaminaron a Roma. Había tres compañeros más: Claudio Jayo, saboyano, Juan Codure y Pascasio Broet, franceses. Todos son ya sacerdotes. Ignacio se ha ordenado de presbítero, también en Venecia, pero aún no ha celebrado su Primera Misa. Se quiere preparar bien; y la celebrará en Roma, la noche de Navidad de 1538, en Santa María La Mayor, ante las reliquias del pesebre de Belén. Esto nos descubre la tierna devoción de Ignacio por el Nacimiento de Belén, y por la Madre de Dios, Nuestra Señora: desde aquella visión en Loyola, el hombre que casi no había conocido a su madre mantuvo una filial devoción a la Virgen madre, la tomó por maestra y mediadora, en todas sus cosas. Cuando iban hacia Roma aquellos sacerdotes


universitarios, para ofrecerse al Papa, cerca de la ciudad, en una pobre ermita destartalada -"La Storta"-, Ignacio mientras oraba absorto, sintió que veía a Cristo con la cruz, y al Padre que le decía: "Quiero que nos sirvas". Ignacio empezaba a entender para qué lo había conducido Dios por aquella larga peregrinación: para ser como un profeta moderno de la gloria de Dios, de la mayor gloria de Dios, y al servicio de Cristo y de su Iglesia. Esto era ya el esquema fundamental de la misión que Dios encargaba a aquel grupo de "amigos E N E L Señor", que no se llamarían Iñiguistas, ni Ignacianos, ni Loyolanos sino compañeros de Jesús, "la Compañía de Jesús". En Roma les había precedido el rumor malintencionado de que Ignacio era un escapado de las hogueras de ¡a Inquisición, sospechoso de herejías. Ni faltaron frailes y curiales que recibieron con sospecha a los sacerdotes-maestros. Pero Ignacio supo aclarar con acierto las cosas, pidió y exigió sentencia legal de aquellas inculpaciones, donde fueron los acusadores los que salieron malparados. El Papa aprobó el modo de vida y la doctrina de aquellos sacerdotes. Ignacio quería más: la aprobación solemne del Papa para su grupo llamado "Compañía de Jesús", pues conocía la oposición de varios Cardenales, Obispos, dignatarios de la Corte papal y no pocos frailes, que veían mal la formación de otra Orden Religiosa; ya había bastantes. Pero cuando Maestro Ignacio hincaba el clavo, nadie podía sacarlo. Y con paciencia, con prudencia, con atinadas visitas, con 3.000 Misas celebradas por esta intención, consiguió que el 24 de Septiembre de 1540, el Papa Paulo III firmara el bula "Regimini militantis Ecclesiae" que es la fundación oficial de la Orden de los Jesuitas. Pero aquel día sólo había en Roma, para celebrarlo, tres Jesuitas, Ignacio, Salmerón y Codure. Los demás corrían ya por el ancho mundo, a las órdenes del Papa: Javier navegaba hacia la India y el Japón, Rodríguez misionaba en Portugal, Fabro y Laínez estaban por Alemania... La Compañía de Jesús se reunía para dispersarse por toda la tierra, propagando la fe, frenando las herejías, ayudando a los prójimos. Precisamente por esa movilidad de "caballería ligera", la Compañía de Jesús necesitaba una estructura sólida pero ágil, un gobierno espiritual, no político, un reglamento adaptado a la realidad, y un espíritu invencible. El espíritu lo habían de sacar de los Ejercicios Espirituales, el sistema aún no superado para vencerse cada uno a sí mismo y entregarse a la voluntad de Dios y al servicio de la Iglesia. El Reglamento lo iba trazando el Padre Ignacio en "Las Constituciones" de la Compañía de Jesús, testimonio insigne de la capacidad creadora del Maestro, de su conocimiento de los hombres, de su docilidad a la acción de Dios en su alma. La estructura de los Jesuitas resultaba una gran novedad y como un reto para la vida de las Ordenes monásticas: no tendrían coro, no tendrían hábito, no haría Conventos, no se instalaría en un sitio fijo, no se atarían a un apostolado determinado... Sería un cuerpo, "una compañía" infinitamente adaptada a las realidades, las llamadas, la necesidades cambiantes, los pedidos del papa, los dolores y los errores de los hombres... Fue genial esa visión de la vida religiosa sacerdotal y apostólica y desde entonces muchas Congregaciones y Comunidades Religiosas se han inspirado en este modelo. Pero entonces no escapó a las críticas y desconfianzas de muchos sectores de la Iglesia. Y el gobierno sería al mismo tiempo, monárquico -como en la Iglesia-, y consultivo y constitucional, con el aporte y la corresponsabilidad de todos los compañeros. Quería Ignacio que la capitanía de la Orden recayera en alguno de los compañeros; lo harían por votación. Pero en todas las votaciones que hicieron salía infaliblemente su nombre como General de aquella Compañía. Y se lo


tenía bien merecido. Aunque resistió todo lo que pudo, al fin tuvo que cargar con ese supremo servicio de gobernar, el primero, la Compañía de Jesús. La seguirían hombres de gran talla, como Diego Laínez, San Francisco de Borja... y últimamente, Pedro Arrupe, Peter-Hans Kolvenbach... 7. LA COMPAÑÍA DE JESÚS El peregrino, que había pasado su vida casi como un trotamundos, viajando en muía, en borrico, a pie, en barco, solo, acompañado, mendigando, cojeando... ahora renunciaba a peregrinar, y se arrinconaba en Roma en un menguado aposentillo, en su capillita mística, en su despacho y ante su escribanía; todo lo más, salía a visitar al Papa, a los Cardenales, a los bienhechores y colaboradores, o las basílicas de la Urbe. Ahora le tocaba seguir el pulso de la Compañía, que llenaba el mundo como un aurora boreal. A su despacho llegaban cartas de los Jesuitas desde todas partes: Alemania, Flandes, Inglaterra, España, Holanda, Portugal, Abisinia, Etiopía, Brasil, India, China, Japón... Y salía correo para todos los Jesuitas sin patria, en la gran patria del mundo: cartas para Francisco Javier intrépido portador del Evangelio por el Extremo Oriente; cartas para Laínez y Salmerón, teólogos en el Concilio de Trento; para Pedro Canisio, catequista y apologista entre los protestantes de Alemania; para Salmerón y Broet, que osaban penetrar en Irlanda, buscados como espías de Roma, por el Rey. Cartas para Núñez Barreto, Patriarca de Etiopía, para Manuel de Nóbrega y José de Anchieta, misioneros en el Brasil, del Nuevo Mundo. De la escribanía del Padre Ignacio salían cartas y normas para los Jesuitas que comenzaban la misión educadora de la Compañía, una de sus mayores glorias: funcionaba la primera Escuela y Universidad, en Gandía, por obra del Duque Francisco de Borja; nacía el primer Colegio de Jesuitas en Mesina; se comenzaba el Colegio de Goa; y querían poner colegios por- todas partes, hasta en Chipre, Jerusalén, Constantinopla; se inauguraba en Roma el Colegio Romano, que será luego la Universidad Gregoriana. Decididamente los Jesuitas habían comprendido el valor primordial de la educación, tanto para la evangelización como para la vida y la cultura. Ingresaban en La Compañía personas de gran valía, como Francisco de Borja Duque de Gandía, Consejero de Carlos V, Virrey de Cataluña; Roberto Bellarmino, que será Arzobispo y Cardenal; Jerónimo Nadal, Pedro de Ribadeneira, gran escritor clásico... La nueva Orden se llena de Santos: Luis Gonzaga, Pedro Claver, Alonso Rodríguez, Estanislao de Kostka, Juan Berchmans, Pedro Canisio, Juan Feo. Regis...; y de mártires, del Japón, de Inglaterra, del Canadá, del Brasil, de Hungría... La Orden se extiende rápidamente por oriente y occidente. El descubrimiento de América abre un inmenso campo de misión a la propagación de la fe, que empiezan los Jesuitas por el Brasil; luego se dirigen al Perú; de allí pasan a Quito donde se establecen en 1586, ponen su primer Colegio y poco después la Universidad de San Gregorio. En Quito levantan la preciosa Iglesia llamada "La Compañía", obra suprema del arte barroco jesuítico, una de las maravillas de América. Sobre todo, en el Nuevo Mundo organizan las misiones entre los Indios, llamados "Reducciones", para apoyar a los nativos y defenderlos de la explotación y servidumbre de los colonizadores o encomenderos; formaban sociedades indígenas, con su propia cultura, lengua, costumbres, y aportándoles la religión cristiana y los valores occidentales, como el arte, la música, las armas, la escritura, la agricultura evolucionada...


Los Jesuitas escriben libros, cultivan las ciencias, son astrónomos, matemáticos, químicos, lingüistas, historiadores, geógrafos, botánicos, arquitectos, pintores, poetas, filósofos, teólogos... Ignacio incluye en su Orden no sólo a sacerdotes, sino también a laicos Hermanos Jesuitas-, adelantándose varios siglos al papel del laico en las misiones, el apostolado. Pero no admite mujeres, ni rama femenina, aunque le instaban mucho para ello. Sin embargo Ignacio y los suyos van a ayudar grandemente a la mujer, su educación, su dirección espiritual, su respeto y dignidad. Se preocupa por las mujeres desviadas de Roma, y funda la Casa de Santa Marta para acogerlas. También atiende, con los suyos, a otras graves necesidades y calamidades públicas: hambres, pestes, guerras, enfermos... Nada queda fuera del corazón del Padre Ignacio. Organiza una Fundación para atender a los judíos de Roma; forma una Cofradía para ayudar a los huérfanos y niños de la calle. Siempre buscando "el mayor servicio de Dios y ayuda de los prójimos". La Orden de Loyola despierta gran entusiasmo y encomios en muchas personas; también levanta en todas partes ataques, persecuciones, condenas. Los Jesuítas no serán indiferentes: o los aman, los celebran, los defienden, o los persiguen, los destruyen. Hasta un Papa, Clemente XIV, acorralado por las Cortes Europeas y sus Ministros librepensadores, suprime la Compañía de jesús en todo el mundo, después que Carlos III, Rey de España, los había desterrado de todas sus posesiones en Europa y en América. Pero la Compañía renace siempre, vuelve siempre, recomienza de nuevo, como las hormigas, su trabajo y su servicio, porque su intrepidez y su constancia forman parte de la herencia y tenacidad de Ignacio, forman parte de la mayor gloria de Dios. 8. EL PEREGRINO LLEGA AL INFINITO Todo ese inmenso aparato que era La Compañía de jesús, entonces y después, estaba movido por un piloto pequeño de cuerpo, medio cojo, calvo, de ojos profundos y alegres: el peregrino Ignacio de Loyola. Y ese piloto estaba movido por Dios: ese era su secreto y su fuerza; como en los profetas, que son imparables. Dios lo hacía todo con Ignacio, porque Ignacio dejaba en todo actuar a Dios. Su clave será, desde Manresa, "buscar y cumplir la voluntad de Dios". Ignacio había comprendido que la razón de su existencia era conocer, hacer reverencia, amar y servir en todo a Dios, seguir la bandera de Cristo Crucificado; acogerse como niño desvalido, bajo el amparo de Nuestra Señora. Aquel hombre que tuvo tres nombres a través de su vida -Eneko, Iñigo, Ignacio-, tuvo también tres almas y tres vidas: vida de soñador alegre y pecador; vida de caballero andante, hasta el heroísmo; vida de servidor de su Divina Majestad. Y en cada vida, el peregrino llegó a lo más lejos que se podía llegar, porque en todo y siempre aspiró a lo más, lo mejor, lo mayor, en dar, servir y amar. De Ignacio se ha dicho que era un organizador genial, un ejecutivo extraordinario, y conocedor y director asombroso de hombres, uno de los personajes más influyentes en el mundo; por eso, aun sus enemigos y detractores, a través de la historia, se han quitado el sombrero ante él. Y con todo, esta imagen de Ignacio de Loyola es sólo la corteza y la apariencia. Como en todo hombre, lo realmente suyo era lo interior, el alma, el corazón. Sólo ahí descubrimos su auténtica


imagen: es un místico, un hombre totalmente puesto en la presencia de Dios, en las manos de Dios, como arcilla en manos del alfarero. La vida espiritual del peregrino, de la cual él habló poco, y lo que escribió se perdió casi todo, lo coloca entre los hombres que más ha intimado con Dios, más han confiado, más han vivido en su presencia: Cuando veía las flores del camino, cuando miraba por la noche las estrellas del cielo, cuando decía su Misa absorto en Dios, y también cuando peregrinaba por los caminos, trataba los negocios de su Orden, conversaba con los personajes de su tiempo..., Ignacio siempre estaba con Dios, lo escuchaba, lo sentía dentro. De ahí su paz imperturbable, su alegría permanente, y la eficacia de su obra: él sabía que era la obra de Dios. Pero siempre los verdaderos enamorados de Dios han resultado ser los mejores amigos y servidores de los hombres. Exactamente así ocurrió con el Maestro Ignacio: su entrega a Dios le hizo convertirse en un hombre entregado a los demás, preocupado por sus vidas, sus sufrimientos, sus errores, sus esclavitudes. Estos ideales que él inculcó a sus seguidores como herencia paterna, forjó el estilo propio de La Compañía de Jesús, que en nuestro tiempo se ha formulado como "promoción de la fe y defensa de la justicia" en todos los campos. Y por ahí libran su batalla los Jesuitas, seguidores de Loyola. Los achaques en la salud de Ignacio iban aumentando, aunque éi no les diera mucha importancia; sus heridas pasadas, su dura penitencia tantos años, su peregrinar constante, que era siempre mal comer y mal dormir, hasta su oración mística que olvidaba su cuerpo, habían debilitado su recia naturaleza. Pero eso, significaban, para él, sólo una cosa: la cercanía de su Señor. El Infinito se acercaba al peregrino que siempre corrió en su busca. En Julio de 1556, las fuerzas físicas d el peregrino se iban agotando, y en la madrugada del día 31, mientras su secretario Polanco corría al Vaticano, a avisar al Papa Paulo IV de la gravedad del Padre Ignacio, y pedirle su bendición, como quería el enfermo, Ignacio el peregrino expiraba en su celdilla de Roma, acompañado sólo por dos Jesuitas, Madrid y Frusio. Todo fue sencillo, sin hacer ruido; dijo: "Jesús!", y el Dios Infinito abrazó para siempre al cansado peregrino. Había peregrinado, tras su huella, 65 años. En 1609 el Papa Paulo V proclama Beato al peregrino Loyola. Y el Papa Urbano VIII lo inscribe en el Libro de los Santos, en 1622. San Ignacio no es un santo muy popular, porque todo, en él es muy serio, muy comprometido, muy profundo: fue un hombre que siguió a Cristo hasta las últimas consecuencias, a lo San Pablo. La gente lo implora contra los males del demonio, porque Ignacio descubrió sus estrategias y enseñó a vencerlas; como maestro de la vida espiritual, porque como pocos señaló el camino del Espíritu de Dios, en el hombre; como servidor y defensor adicto de la Iglesia Católica a la que entregó su vida y su Orden; como gran apóstol de las almas y como seguro educador del hombre. No fue, como se dice, un sagaz dominador y manipulador de las personas, sino celoso defensor de un humanismo que comprendía la dignidad, la libertad y la justicia, que se realizan en el amor.


ÍNDICE 1. Un hombre a caballo ............................................... 3 2. Eneko no quiere ser cura ............................... 6 3. El héroe caído ............................................ 9 4. El peregrino del Infinito ............................. 14 5. Nunca es tarde para estudiar .............................. 18 6. La gloria de Dios y el servicio de la Iglesia……….. 22 7. La Compañía de Jesús ............................. 26 8. El peregrino llega al Infinito…………………… 30


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.