Leer para comprender

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En muy pocas ocasiones nos detenemos a pensar en la hipótesis de que, quizás, la causa de que un alumno no entienda ni asimile un término o un concepto no está en sus propias fisuras de adolescente, sino en el método de la propia explicación. Esta posibilidad de análisis será inaceptable por aquellos profesores que, además de sentirse muy seguros de los conocimientos que imparten, llevan un buen cesto de trienios realizándose como profesionales de este modo: explicando. Sería bueno que el profesorado se preguntara alguna vez si el alumnado se encuentra en lo que Piaget llama «nivel de pensamiento formal», capaz, por tanto, de comprender y seguir un discurso lleno de abstracciones, hipótesis deductivas, contenidos implícitos y que exigen estar en la posesión de ciertos esquemas conceptuales previos para acceder a aquéllas, sin peligro alguno de sufrir alguna embolia en el intento. El verbalismo es una hinchazón de la palabra, practicado de forma permanente por el profesorado para transmitir conocimientos específicos de su área. Desde aquí se reconoce que ser un excelente verbalista no es fácil. Se necesita estar en posesión de unos registros lingüísticos y unos conocimientos de la materia profundos y amplios. Ahora bien, decir y hacer cosas nuevas todos los días exige pensar y leer mucho más a los antiguos y a los modernos. Quienes se aferran a este modo verbalista de enseñar, además de creer en él y estar en consonancia con su talante, suelen desconfiar de quienes mantienen la posición contraria: los activistas. Para algunos profesores, el activismo es el refugio de quienes nada interesante tienen que decir, de ahí que apelen a la ficha y al ejercicio continuado y permanente. Los «palabristas» están seguros de que si los activistas supieran pegar bien la hebra en modo alguno serían lo que son. Porque, en última instancia, lo que más dignifica la labor de un profesor es lo que dice y cómo lo dice. Y no, lo que manda hacer, que, en general, consiste en repetir por escrito lo que él ha dicho, o, en su defecto, hacer veinte ejercicios del libro para verificar si la explicación del profesor ha calado y el alumno es capaz de repetirla sin variar una coma, o variándola, pero manteniendo el sustantivo en su lugar correspondiente. Ambas actitudes nunca aparecen de forma químicamente puras y revelan una manera distinta de entender el conocimiento y los modos de acceso a él. En ambos casos, la relación que se establece entre el alumnado y el profesorado es de tal sutileza psicológica y mental, que aunque no se quiera, marcará profundamente a dichos protagonistas. Experimentar en propia carne durante un montón de años el hecho de que todo tipo de conocimientos sólo tengan un único canal de transmisión, puede, en verdad, tener ciertas consecuencias que aquí no calificaremos de funestísimas, aunque así las tildan algunos analistas. Nosotros nos limitaremos a adjetivarlas de preocupantes y sintomáticas de un ser y de un hacer en el aula anómalos.

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