Contra la servicialidad

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Opinión

por Enrique Longinotti Es arquitecto y se dedica al desarrollo de proyectos de diseño gráfico. Es director de la carrera de Posgrado Dicom (Teoría del Diseño Comunicacional) de la FADU/UBA y profesor titular de las materias Morfología y Tipografía.

Contra la servicialidad o al rescate de una profesión invisible

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Una aclaración preliminar: desconfío de los verbos que se gestan a partir de sustantivos, suelen designar acciones irreales. Una palabra-monstruo engendra una pseudo-actividad. En este sentido, no creo que el «verbo» recepcionar signifique nada que no pueda hacer el verbo recibir. Servir es una palabra difícil en el diccionario de la democracia. Todas sus acepciones implican la existencia de un amo, de un dueño, de una jerarquía. Siervos, sirvientes. Servir a un patrón. Servir a Dios. Servicio, sin embargo, adoptó un aire colaborador, de ayuda. Hay estaciones de servicio, hay un servicio odontológico o sacerdotal de urgencia, etc. Servicial tiene un sabor ambiguo, puede indicar buena voluntad u obsecuencia. En ambos casos, denota el aspecto o aura del que sirve. Desearía no escuchar jamás el –por ahora inexistente– término servicializar, pero nunca se sabe en el territorio de los anti-idiomas contemporáneos. Permítanme neologizar, (¡y perdón, por lo tanto!) con el término servicialidad. Es por una buena causa. La frase que afirma que «el diseño es un servicio» circula en ciertos ámbitos de nuestra patria, como una especie de mantra otoñal-capitalista, que pone a los gerentes en armonía con el diseño y a los diseñadores con el mercado. Como a toda frase hecha, le corresponde la misión de esquivar, por no decir evitar, el análisis del lugar común implícito en su formulación. Es comprensible que una profesión «no tradicional» requiera o demuestra cierta ansiedad por la definición. No es admisible que esta definición provenga casi siempre de ámbitos y contextos que no son los del diseño entendido como campo disciplinar. El diseño entendido como servicio aporta muy poco a la clarificación de cuáles son las competencias específicas que entraña su presencia y su accionar. Se trata, nada más, de un posicionamiento en la escala del capitalismo flamígero, y bastante incierto por cierto. Un ejemplo: una empresa privada ofrece y/o presta servicios a un público de usuarios/clientes/cautivos. Un diseñador ofrece y/o presta servicios de diseño a una empresa de servicios. Recuerdo que un industrial argentino de cierta trayectoria propuso, alguna vez, la metáfora del vaso de cerveza para explicar el nivel de industrialización de un país. En esa imagen, los servicios son la espuma. Servicio del servicio, espuma de la espuma, qué destino el de los diseñadores

gráficos, mayordomos visuales del consumo, perfumadas criaturas serviciales. No es cierto que la servicialidad garantice el buen diseño. La calidad intrínseca de lo diseñado es una realidad de la cultura, y no el efecto automático de un servicio previsto por la máquina económica. Alguien podrá objetar que esta idea de servicio incluye la exigencia de que se haga buen diseño… ¿Pero quién aplica ese término? ¿Y si incluimos en la idea de calidad de diseño, la capacidad transformadora, su potencial innovador, el talento para sorprender? La asimetría entre la demanda y el proyecto es inevitable. No es un problema de comunicación entre las partes, sino que está inscrita en la misma matriz de lo que fue la invención de las profesiones en el Occidente moderno. Y las profesiones de lo proyectual tienen un carácter propositivo. Nunca el proyecto es meramente «lo solicitado». No es la simple respuesta o solución al problema. Esa forma de entender el acto de diseñar sugiere que el diseño es una maquinaria (automática y neutral) que ofrece lo previsible (y por lo tanto, banal) en un ritual en el que el diseñador se lleva la peor parte, y la más chica. Diseñar no es traducir a la gestualidad del servicio el encargo del comitente. Se trata de una verdadera actividad profesional, con parámetros propios, con un «saber y entender» que da sentido y consistencia a su tarea. La profesionalidad no es tanto un parecer, sino una actitud intelectual y ética frente a la propia disciplina. No es cierto que el mensaje o la identidad es del que lo paga, porque el mensaje acontece, sucede socialmente y, de hecho, no precede a su personificación a través del diseño. Los diseñadores gráficos, es cierto, no son los dueños de la comunicación ni de la identidad, pero son los que imaginan y configuran el ecosistema de signos de la sociedad en la que actúan. Tarea no menor, que si bien opera en una red de relaciones económicas produce efectos indudablemente culturales y simbólicos. Los diseñadores gráficos son los que escriben la semiosfera contemporánea. En ellos está la pericia estética y funcional, la inventiva a través de la tecnología y la capacidad de dar forma, de proponer mundos de visualidad. Los clientes pueden ser los dueños económicos de las empresas, los productos o las marcas; los diseñadores construyen la cultura comunicacional. El diseñador gráfico es el más insalubre de los seres profesionales. Sometido al riesgo permanente de los que confunden efímero con banal, su identidad (su certeza) cultural, está expuesta al malentendido y al menosprecio. Intentemos no atenuar nosotros mismos nuestro honor profesional (que de eso ya se ocupan los otros, en la jungla de los serviciales), y rescatemos el derecho de definir lo que hacemos.


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