Concurso de relatos "Bachiller 2014"

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XIV CONCURSO DE RELATOS «BACHILLER 2014»

Talavera la Real, Badajoz



CONCURSO DE RELATOS «BACHILLER 2014» Ies. «Bachiller Diego Sánchez» Talavera la Real, Badajoz



«Todo dura un poco más» Mar Huilén Vial Chubarovsky 3º ESO del IESO «La Vera Alta» Villanueva de la Vera (Cáceres) Ganadora del XIV Premio de relato "Bachiller Diego Sánchez" 2014

«El miedo más común» Laura Núñez Salguero 4º ESO del IES «Bachiller Diego Sánchez» Talavera la Real (Badajoz) Accésit del XIV Premio de relato “Bachiller Diego Sánchez” 2014

«El final del camino» Celia Rufo Martí 4º ESO del IES «Parque de Monfragüe» Plasencia (Cáceres) Accésit XIV Premio de relato “Bachiller Diego Sánchez” 2014


Mar Huilén Vial Chubarovsky 3º ESO del IESO «La Vera Alta» Villanueva de la Vera (Cáceres)

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Todo dura un poco más El frío y la humedad se te cuelan por la ropa, sin importar cuántas capas lleves. Por más que lo intentes, la neblina no te deja avistar mucho más allá. Un profundo silencio te deja percibir el suave sonido de las olas al chocarse contra la muralla del puerto. Además, las gaviotas no dejan de graznar y revolotear a tu alrededor. Ni se divisa el sol, ni tan siquiera un recóndito de azul. Todo el cielo está cubierto por una capa de nubes gris pálido de las que no puedes ver ni el comienzo, ni el fin. Mi padre se acerca a mí con un sigilo estremecedor, colocando un gorro caliente de lana azul sobre mi pelo alborotado. Aparta con suavidad el pelo de mi oreja, acerca sus labios y, acompañado del vaho que vuela intentando camuflarse entre la niebla me susurra,. Mi vista se pierde en el mar oscuro y las velas grises de los barcos. Me aparto un poco, con delicadeza para no asustarle.

-Volvamos a casa. Tengo frío. Me acerco a la chimenea, deseando únicamente que el calor del fuego me rodee por completo y seque las lágrimas que amenazan con salir. Escucho a la madera chirriar bajo sus pies, advirtiéndome de su llegada. Me acerco impulsivamente al fuego, como si ello me fuese a salvar. Siento

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su tacto frío sobre mi hombro. -Clarissa. Es la hora. – pronuncia con voz queda-. En mi interior deseo que acabe la frase con un “he hecho espaguetis para cenar” o “televisan esa serie que te gusta”, aunque fuese un “tienes que irte a estudiar ya” o “vete a dormir”. Pero no, no hay nada de todo eso oculto tras sus palabras, no hay nada simple y normal que me haga replicar y decir que no tengo sueño. Me doy la vuelta, implacable, formando lo más parecido a una sonrisa que mi cuerpo es capaz. -Claro. – y, poco a poco, con movimientos rítmicos y monótonos, le quito la ropa, mientras le acerco hacia mí con pequeños besos en las comisuras de sus labios. Como si siempre hubiera estado allí, veo a la ansiedad golpear su pecho, mientras sus manos se tiran sobre mí, rodeándome de caricias que me despojan de la ropa. Sus labios besuquean mi cuello con desespero mientras yo me limito a dejarme hacer; giro el cuello con

fingido deseo, contemplando ese trozo de madera de pino que se consume poco a poco. Y pasa como todos los días que a él le apetece. Mi ropa en el suelo, sus pantalones bajados hasta la altura de las rodillas, las marcas de mi cuerpo, la mancha blanca en el suelo de madera chirriante que más tarde me tocará limpiar. Cuando sé que ha terminado, recojo mis cosas y me escabullo a mi cuarto. No es necesario que me quede y, si lo es, no pienso hacerlo. 3


-¡TRIIIIIIIING! ¡TRIIIIIIIIIIIIIIIING! –con un zumbido, el estridente sonido golpeó contra mis oídos: hoy tocaba instituto. Mis pies descalzos, pálidos, buscan las zapatillas con rapidez. He de añadir que no vivo tan solo sobre un suelo que cruje a cada pisada, por muy suave y hormigueante que sea; si no que, además, acostumbra a estar con una heladez abrasadora las veinticuatro horas del día. Conduzco mis pasos hacia la cocina. Me dispongo a cortar un trozo de pan para el bocadillo de media mañana. Observo el reloj de cuco que reposa en la pared. Son las seis y veinticinco. Llego tarde otra vez. Mierda. Como pierda el tranvía…. Cojo la mochila y salgo veloz por la puerta, cerrando de un portazo. Tan solo me queda

correr cuesta abajo y habré llegado a la parada. Creo que debo decir que este es uno de esos momentos en los que me siento estúpida mientras veo cómo el tranvía se escapa delante de mis

narices, dejándome con una serie de improperios en la punta de la lengua. Ahora sólo me queda esperar al próximo tranvía, que pasa dentro de treinta largos minutos…. Percibo unos jadeos a pocos metros detrás de mí, que me hacen girar bruscamente. Un muchacho, apoyado en sus rodillas y con la vista al suelo se dedica a decir “mierda, mierda y más mierda”. Lo reconozco al instante, es mi vecino. Albert. El típico muchacho alemán, pelo rubio y alborotado, 4


tez pálida y suave, esos ojos azul mar que te pierden. Llega el tranvía y

desaparezco entre la gente que sale y entra con esas prisas de ciudad. Si no fuera porque es viernes, el hecho de haber tenido dos exámenes y estar calada hasta los huesos, me deprimiría completamente todo lo que queda de día. Subo al tranvía en cuanto llega y me siento en el primer sitio libre que veo. Alguien con la cabeza gacha se encuentra a mi lado. -¿Un mal día? –pregunto. No es que suela conversar con el primer desconocido que se me planta al lado. Pero verás, hoy me aburro alucinantemente. -No creo que le importe señorita Schubert –me quedo pasmada, ¿por qué sabe mi apellido?-. -Oh, eres tú, Limbod. Albert Limbod. Empiezo a considerar un coñazo esto de tenerte como vecino. – Levanta la cabeza, dejándome observar las bolsas negras de debajo de sus ojos. Está pálido, y hay algo en su forma de mirar que te impulsa a abrazarle con fuerza. No lo hago-.

-No te creas que para mí es agradable el tener que escuchar de vez en cuando los golpes secos de tu cama contra la pared. Nunca pensé que te llevarías a tantos tíos a la cama. Mucho menos al verte. -Habló aquí el niño malcriado al que se lo dan todo, eh. –Mi estupefacción no da crédito, ¿tengo cara de estar a dos velas? ¿Escuchan lo que me hace? 5


Ese pensamiento me provoca un escalofrío. El hecho de que alguien más

que mi gato lo sepa…. -Te equivocas, no me lo dan todo. No me dan lo más importante. No me preguntes cómo acabamos conversando animadamente, dando a creer que nos conocíamos de toda la vida. Aunque quizás fuera así. Conocíamos más del otro de lo que imaginábamos. El mundo es un pañuelo. Cierro la puerta y me descalzo de los incómodos zapatos para ponerme mis zapatillas azul oscuro. Mis pasos me llevan a la habitación, donde dejo la mochila y decido si tengo hambre o no. Mientras lo medito, observando cómo las nubes danzan, persiguiéndose con delicadeza, unos golpes secos estremecen mi puerta. Sé quién es. Sé que es él. Pero, quizás por el hecho de que sea viernes, quizás por el hecho de que hoy no he ido mirando el paisaje de siempre mientras el tranvía cruzaba Flensburg en dirección a mi casa, o por el simple hecho de que alguien que no sea mis amigas ha hablado conmigo; no me veo con las suficientes fuerzas de aguantarle, es más, me veo con un ímpetu inusual a decirle que no, que se acabó, al menos por hoy. Es ahí cuando, cansado de no recibir respuesta y con una tranquilidad estremecedora, abre la puerta para mirarme de

arriba abajo con necesidad. Las arcadas invaden mi cuerpo, sacudiéndome como un huracán de repugnancia y asco. El miedo me 6


golpea. En las sienes, en la nuca, en las manos, en cada pequeña parte de

mi cuerpo. Me veo paralizada, cual hechizo, sin capacidad de mandar sobre qué hacer. Un repentino escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando le veo acercarse con naturalidad. Mis pies se apoyan en el suelo con sorna, mis manos temblorosas se cierran en un puño y, por fin, mi voz pronuncia una única palabra: -No –susurro-, no –repito con más fuerza, alzando mi voz-. No, no y no –su

gesto se tuerce en una mueca de desagrado y de sus ojos resplandece la ira. Espero a que me conteste, pero se limita a adelantar su cuerpo, uno o dos pasos. Alza la mano y me golpea con fuerza en la mejilla. Repite el gesto, retrocediendo todo su brazo en un impulso que proporciona mayor agudeza al golpe. A partir de ahí todo se volvió borroso, la luz se extinguía como la noche llega. Al principio se siente dolor, pero poco a poco tan solo percibes un pitido sordo en tus oídos, la sensación de haber dormido en una mala posición toda la noche. De repente paró. Dejé de escuchar su respiración y de sentir su mano contra mi cuerpo. Conservé la cabeza gacha, con temor a que , al levantarla, le viese plantado ante mí con el puño preparado; con miedo a observar mi cuerpo. Poco a poco me alcé hasta mi cama, introduciéndome entre las sábanas rosa pálido, el edredón verde agua. 7


Unas voces procedentes del otro lado de la pared me desconcentran del

sueño, obligándome a abrir mis cansados párpados, que pesan sobre mis ojos. -¿Es que no os dais cuenta? Estoy harto de vuestros regalos, de vuestras promesas y de vuestros malditos viajes de trabajo. Estoy harto de que penséis que eso es lo único importante. -Cariño, no te pongas así, ¡si no trabajamos no vas a poder vivir! –replica una mujer, provista de una voz fuerte, carente de dulzura a pesar de las palabras dichas-. -La cuestión es qué entendéis vosotros por “vida” – contestó con asco el muchacho. -Tu madre tiene razón, Albert, no puedes ir por ahí quejándote siempre de todo. Ya quisiera mucha gente dispone de lo que tú. ¿Qué más pides? Deberías estar orgulloso. -¿Orgulloso? ¿Orgulloso! ¿De quién? ¿De vosotros? -Deberías tener más respeto, Albert –casi gritó su madre. -Y vosotros más consideración. Porque parece que os importa más vuestra imagen que vuestro hijo. No os dais cuenta, ¿verdad? Estoy harto de que

intentéis reponer vuestros errores con cosas materiales. Con juguetes de esta nueva era. Esos aparatos no van a cambiar nada. -Hijo, sólo queremos lo mejor para ti…. 8


-No mamá. Sólo queréis lo mejor para vosotros.

El silencio invadió lo que hubiera detrás de esa pared. Instantes después sonó un golpe, como de una puerta cerrándose con fuerza. Albert había salido. Me asomé por la ventana justo a tiempo de verle. Un sentimiento de necesidad consiguió que abriese la ventana para pegarle un suave grito: suficiente para que me escuche, regulado para no alarmar a mi padre. -Albert, ¡Albert! –se da la vuelta y me mira, todavía con la mandíbula apretada-. -¿Qué le ha pasado a tu cara? –de repente soy consciente del aspecto que

debo de tener, con moratones cruzándome la cara. Moratones que esta mañana no estaban. -Shh. No hables tan alto. Vas a despertar a mi padre. -¿Tu padre te ha hecho eso? –ahora parece preocupado de verdad. Pero no puedo permitir que avise a nadie. No quiero ni pensar la de cosas que mi padre podría hacerme si se enterase de que se lo he contado a alguien, si se enterase de que la policía ha sido avisada…. Además, nunca me creerían… y, de todas formas, no tengo a dónde ir. Sé que mi madre vive en España, pero no la veo desde hace años (se marchó cuando yo era muy pequeña), no sé si seguirá viviendo en el mismo lugar que decía en sus 9


cartas, no sé si la reconocería y el dinero no me da para el viaje…. -No, claro que no. –respondo, intentando que mi voz suene segura. -¿Puedes salir? -Eh… no lo sé. -Si es verdad que tu padre no te ha hecho eso, sal. -Bueno es que tengo que hacer todos los deberes, ¿sabes? Y luego tengo clases. -No vas a ninguna clase. Lo sé porque nunca sales. Puedes hacer luego los deberes.

-¿Con quién hablas? –una voz que nace en el salón me golpea los oídos. Apenas soy consciente del cambio en mi cara, del repentino pánico que me oprime el corazón. Miro con súplica hacia abajo, chocándome con los ojos azules (que desde la altura parecen negros) de Albert, que en estos momentos medita entre sorprenderse o no por mi cambio de actitud. De repente parece darse cuenta de todo, como si atase cabos y llegase a la fatídica conclusión de qué provocaba aquellos golpes secos de mi cama contra la pared, de qué ha provocado las manchas moradas de mi cara. -Baja –dice con una fuerza y seguridad que desconocía en él-. No sé cómo lo vas a hacer pero hazlo. Hazlo ahora mismo o subiré yo a por ti. Me doy la vuelta y observo mi habitación, los tonos pálidos que la 10


cubren, la masa de ropa sobre el escritorio y silla, mi foto de pequeña en

el barco del abuelo, el chirriante suelo de madera bajo mis pies, el armario entreabierto, la mochila a un lado de mi cama. Y, sin aviso, la adrenalina. La adrenalina recorriendo cada vena, cada arteria de mi cuerpo. La adrenalina cosquilleando entre mis nervios, por mi sangre y entre mis músculos. Reacciono y voy apresuradamente hasta el armario, el cual termino de abrir, cogiendo la cajita que hay en la tabla superior, por encima de las perchas llenas de ropa. Me aferro a ella mientras me coloco con rapidez el abrigo y me pongo las botas que por casualidad guardaba en mi habitación. Echo un fugaz vistazo al pasillo, desde donde puedo escuchar cómo el suelo me avisa de que se acerca. Me arrimo a la ventana, subiéndome al alfeizar, y, sin pensarlo, me arrojo a un piso por debajo, donde me espera Albert que procura disminuir el impacto de la caída. Jadeante, le miro a los ojos en un “gracias”, aceptando de buen grado el suave tacto de su mano, entrelazada con la mía. Echo una última mirada a mi casa, a mi ventana con cortinas melocotón, de las cuales se asoma mi padre, erguido, con su bravura en su máximo

esplendor. Dese la distancia puedo apreciar cómo grita mi nombre, mientras derriba el cristal derecho de un puñetazo. Vuelvo mi mirada hacia el muchacho que se encuentra a mi lado, con esa sudadera azul de la primera vez que le vi y, a pesar de todo, sonrío, y una calma invade mi 11


cuerpo.

El amargo olor a café inundaba el bar en el que nos encontrábamos. En frente de mí, removiendo con parsimonia una leche con cola-cao, con su tez pálida y suave, con su pelo rubio, se encuentra Albert. -Bien, ya estamos en España. Cartagena, ¿verdad? –Albert sonríe irónicamente, como si fuese obvio y yo le estuviese tomando el peloBueno, esto es todo lo que sabemos sobre la vida de mi madre hasta ahora. Sé que antes vivía por la muralla, pero se cambió de casa y nunca me llegó a decir su nueva dirección. -Deberíamos ir a la policía a preguntar, pero –replica mientras mira la hora en su reloj negro, clásico- a estas horas debe de estar cerrada la oficina. ¿Qué hacemos? -Te diría que nos fuésemos al cine, a ver una película de estas baratas que no te sirven para nada e hincharme de palomitas, pero hoy no estoy de humor. ¿Buscamos una biblioteca? -¿Olor a libros viejos, a polvo y a mujeres amargadas? -Una biblioteca no consiste en eso, Albert. Una biblioteca es realidad, es

conciencia, es saber. Unas columnas de porte romano me daban la grandiosa entrada a un antiguo edificio convertido en biblioteca. Albert me acompañaba, admirando cada recóndito de piedra, cada extraña figura tallada, cada 12


vidriera colorida, la gran puerta de madera maciza que nos da la

bienvenida. Nada más mi cuerpo está en el interior, y mientras mis ojos se comen de una cada libro que ven, mis pasos, bien acostumbrados, se deslizan entre las columnas y estanterías, la gente y los guías, entre escaleras y mesas, hasta dar con Cortázar. El pulso se me acelera, dejando entrever una amplia sonrisa en mi rostro. Rebusco entre las páginas de mi mente intentando divisar un nombre concreto por el que comenzar a buscar. Rápidamente se me viene “Rayuela”. Rayuela, Bella y absurda, como todo lo suyo, claro. Deslizo mi vista por el polvo de la estantería , parándome de golpe en esas siete letras que forman el nombre que busco. Cojo el libro con aplomo, procurando no dañar sus sentimientos y lo abro por cualquier lado, en cualquier página. -“Capítulo 29” –mis ojos repasan alguna línea que ya me sé, palabras que habían quedado en el olvido- “Inercia. Todo dura siempre un poco más de lo que debería. Yo, por ejemplo….” –me giro, buscando la mirada de Albert para que venga a leer conmigo y yo pueda explicarle por qué Cortázar

significa tanto para mí. Mi mente confundida se encuentra frente a alguien que no es Albert. Alguien, más bien, de pelo negro azabache y tez pálida. Sé, aunque no al instante como me gustaría poder decir, a quién pertenece ese pelo negro, 13


y esa tez pálida, y esa chaqueta verde y esos pantalones vaqueros. El libro

se escapa de entre mis manos con un suave desliz, volando al suelo de piedra con un sordo gemido de dolor. Siento una fuerte opresión en mi interior, una mezcla de dolor y deseo, de sufrimiento y rencor, de felicidad y desamparo, de euforia , de llanto, de unas ganas descontroladas de gritar y saltar y pegar. Uno debería imaginar que cuando ves a tu madre después de mucho tiempo, con su mirada amable y llena de asombro, saltarías sobre sus brazos y las lágrimas cubrirían tu rostro. He de decir que se equivocan. No sentí nada dentro de esas mil emociones. Porque era una contradicción que se apagaba con su sonrisa. Dejé que mi vista se escapara hacia un poco más atrás de ella hasta encontrarme con el porte seguro de Albert, que sé, me incitaba a corresponder los brazos abiertos, las lágrimas. -“Todo dura siempre un poco más de lo que debería”. -Oh, mi niña, siempre te gustó tanto que te leyera Cortázar. –y, de un golpe me cobijó en sus brazos-.

HUILÉN

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Laura Núñez Salguero 4º ESO del IES «Bachiller Diego Sánchez» Talavera la Real (Badajoz)


El miedo más común El miedo más común, es el miedo a la oscuridad. Todos lo hemos sentido en algún momento, quizás cuando fuimos pequeños, quizás en la adolescencia al ir por un callejón oscuro y no saber qué o quién podría estar esperándonos dentro, incluso como adultos a veces tenemos miedo de la oscuridad al dejar solo a otra persona en una zona oscura y no saber si volveremos a verle. Es normal tener ese miedo… y es normal, porque en la oscuridad habitan cosas terribles. ¿Qué como lo sé? Bueno, es simple, yo soy una de esas cosas terribles. A decir verdad no siempre fui así, no siempre fui un ser de la oscuridad, recuerdo que cuando era pequeño me gustaba jugar a la luz del día, siempre a la vista de mis padres, junto a mis hermanos y amigos de la infancia. Era divertido… hasta cierto punto. Cuando cumplí los trece años

algo empezó a cambiar dentro de mí, había conocido a alguien en el instituto, un joven, algo más mayor que yo, de cuarto curso, era un chaval con mis mismos gustos y por eso nos habíamos hecho amigos. Tanto a él como a mí nos gustaba el mundo de la música, los temas relacionados con la oscuridad, muertos vivientes, vampiros y demás cosas. Ya sabes lo que se cuenta, la oscuridad siempre atrae a más oscuridad, y así fue. No sabría decir cómo demonios acabamos metidos en este lio. A decir 16


verdad éramos chicos normales, con gustos algo extraños quizás, pero

normales al fin y al cabo. Estoy divagando… A decir verdad estoy dando vueltas a un mismo punto y ni siquiera sé porque estoy escribiendo esto… como si alguien fuera algún día a leer estas notas. Como si mi señor fuera a dejarme contarle a alguien que soy y que es lo que hice para llegar a serlo. No obstante seguiré escribiendo, me hace sentir algo humano, aunque sea poco. Mi nombre es Alain, aún no me habría presentado, aunque no sé a quién me estaré presentando si es que esto se lee algún día. Soy, o mejor dicho, fui una persona normal hasta los veinte años, ahí es cuando todo cambió. Mi vida siempre fue tranquila, una vez pasé la etapa de la adolescencia llegué a la universidad, siempre me había gustado la filosofía y por ello decidí estudiarla cuando llegué a la última etapa académica de mi vida. Allí conocí a muchos de mis amigos a los cuales les presente a Jorge, mi amigo de la adolescencia el cual siempre había venido conmigo a todas

partes, salvo a la carrera. El eligió Derecho en lugar de Filosofía. Durante algunos meses tuve sueños raros por las noches, sueños extraños sobre una persona que me visitaba mientras dormía y me hablaba al oído sobre cosas que habían pasado hacía mucho tiempo, sobre Antiguos, 17


Matusalenes, Camarilla y Sabbat…Al despertar tenía un cacao mental digno de psiquiatra y de hecho estuve a punto de ir a uno. Quizás debería haberlo hecho pero lo hablé con Jorge y al él le sucedía algo parecido, las historias eran casi como las mías, aunque desde el punto de vista contrario. Al cabo de los meses, los sueños se repetían una y otra vez, no paraban de sucederse, aunque nunca se repetía lo que escuchaba mientras dormía, el tema era el mismo, pero siempre había detalles y cosas distintas en lo que quiera que la voz me estuviera contando. Una

noche me decidí a no dormir y me tomé varios cafés para evitar dormirme pero no lo conseguí, una oscuridad me invadió y me acabé durmiendo y volviendo a soñar con lo mismo otra vez. Era todo tan extraño, aunque ahora lo entiendo todo y me he dado cuenta de que perdía el tiempo intentado resistirme a la oscuridad. Nadie puede escapar de la oscuridad, ni siquiera mi señor. Debéis pensar que estoy loco, que esto no es más que los desvaríos de un joven algo trastocado que quizás haya tenido algún que otro roce con las drogas o cosas así. Pues no, os equivocáis si pensáis eso. Soy plenamente consciente de lo que escribo y de lo que digo, aunque puedan parecer incoherencias. De hecho, desde que estoy en este estado soy mucho más consciente de cuanto me 18


rodea y no solo a mí, sino a la humanidad en general. En fin, volviendo al tema, traté de resistirme al sueño, pero fue en vano, volví a dormir y a soñar con la voz, cabe destacar que nunca se repetía lo que la voz me contaba, aunque siempre tenía algo que ver con la historia mundial, como si la persona a la que perteneciera aquella voz hubiera vivido todo aquello lo cual era imposible pues me había comenzado a contar la historia desde tiempos casi bíblicos hasta la época actual, o bien

el que me hablaba era profesor de historia y estaba más bien chiflado por el tema o era un jugador de rol bastante bueno pues parecía ser capaz de meterse en todos los papeles de la historia estupendamente. Tras el primer periodo de exámenes de la universidad dejé de escuchar la voz, y mi amigo, Jorge también dejó de hacerlo. Ambos pensamos que era muy extraño pero como ya nada nos molestaba lo pasamos por alto y seguimos con nuestras vidas felizmente, durante una semana y media. Al cabo de este tiempo las voces volvieron, para ambos por desgracia. Esta vez nos contaban cosas mucho más extrañas, como si lo de antes no lo fuera, nos contaban como los gobiernos del mundo eran solo una tapadera como todo en realidad estaba manejado por ellos, por la Camarilla y el Sabbat, como si de dos titiriteros se tratara, manejaban el mundo como quien maneja dos muñecos de felpa. Las guerras, las crisis económicas, todo estaba hecho acorde a sus planes, unos planes oscuros

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para mantenernos a nosotros, su rebaño a buen recaudo dentro del redil,

siguiendo sus órdenes ahora y por siempre sin que nosotros lo supiésemos. Claro que nosotros pensábamos que esto era un sueño, nada que ver con la realidad. Como pudimos ser tan idiotas, tan estúpido, a veces me lo pregunto cuando me miro al espejo, aunque claro, no veo nada reflejado en él. En fin, tras poco tiempo después de estar escuchando las voces por segunda vez durante un largo periodo de tiempo algo nos pasó a ambos, vimos a nuestros interlocutores por primera vez, al principio fue raro pero luego no sé porque podría decirse que me esperaba a alguien mucho más viejo, pero no. En ambos casos eran dos hombres, caucásicos, de no más de treinta y cinco años bien aparentes y no parecían a simple vista malas personas. A simple vista, mira que éramos imbéciles, pero grandes imbéciles, Jorge y yo. Los volvimos a ver más de una vez, aunque claro, nosotros seguíamos pensando que era parte del sueño, no éramos conscientes de estar despiertos. Hasta que un día ambos nos dijeron lo mismo, se presentaron

como lo que eran, como lo que soy yo ahora. Hijos de la Noche, Señores de la Oscuridad. Ambos nos propusieron un trato, nuestra sangre, nuestra alma a cambio de conocimiento, poder e inmortalidad. Nos dieron tres noches para 20


pensarlo, ni una más ni una menos. Jorge y yo hablamos entre nosotros

durante esos días y llegamos a la conclusión de que no aceptarlo era estúpido, después de todo nos habían demostrado con creces sus conocimientos, su edad y dicho sea de paso, a ambos nos atraía la idea de no poder morir. Aceptamos, ambos. Y no me cansaré de repetirlo, fuimos tremendamente idiotas al hacerlo. Recuerdo cada parte de la conversación, cada momento de nuestro despertar como si fuera ayer mismo. Fue después de los últimos exámenes, cuándo

nos contaron los

riesgos de nuestra conversión, que no podríamos volver a ver nuestros amigos, a nuestras familias, que jamás veríamos la luz del Sol de nuevo. Ambos estuvimos de acuerdo, mientras nos tuviésemos el uno al otro estaríamos bien. Que ilusos fuimos en ese momento, y como me arrepiento de lo que ocurrió tras mi despertar. Ambos despertamos en un ático; delante de nosotros estaban nuestros señores, vestidos igual que siempre, aunque con una sonrisa un tanto extraña en sus rostros, una sonrisa lobuna, como una hiena que rastrea

una presa moribunda. Se acercaron a nosotros y nos ayudaron a levantarnos, nos sacudieron el polvo, pues habíamos estados dormidos por así decirlo durante tres días y dos noches, esa era la noche del tercer día. Entonces fue cuando ambos nos llevaron a cada lado de la habitación 21


y nos miraron a los ojos, los suyos siempre habían sido oscuros, pero en

ese momento un suave color azul blanquecino apareció en ellos y lo que nos ordenaron hacer no podré olvidarlo jamás, tanto a mí como a mi amigo nos ordenaron matarnos entre nosotros, a sangre fría. Y así fue. Mi amigo y yo aún luchando contra esa estúpida orden con toda nuestra fuerza de voluntad fuimos llevados a luchar a muerte. Entre sangre e ira hacia mi debilidad mental me levanté con la victoria delante del cuerpo inerte de Jorge. De su cuerpo manaba sangre, de la cual bebí como un nómada que encuentra un oasis en un desierto. Estaba sediento, llevaba sediento desde que había despertado y al ver la sangre de Jorge no pude evitar bebérmela. Justo al terminar sentí una mano en mi hombro que hizo que me levantara del suelo, era mi señor, el cual me miraba con sus ojos oscuros llenos de algo parecido a orgullo. Me dio la enhorabuena por mi victoria, me estrecho la mano y se giró hacia el señor de Jorge, el cual le dio un apretón de manos, miró el cadáver de mi amigo con desprecio y sin más salió por la puerta. Entonces una profunda oscuridad nos envolvió a mi señor y a mí.

Cuando puede volver a ver nos encontrábamos en otra parte, Jorge no estaba allí con nosotros, estaba solo, por primera vez en mi vida estaba solo y lo que es peor, estaba rodeado por una profunda y terrible oscuridad. Y aquí sigo hasta la fecha, solo con mi señor, rodeado de 22


oscuridad y deseando volver hay fuera para hacerle a alguien lo mismo

que mi señor mi hizo a mí. La oscuridad vuelve a las personas, son verdaderos monstruos, sí señor, auténticos monstruos.

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Celia Rufo Martí 4º ESO del IES «Parque de Monfragüe» Plasencia (Cáceres)


El final del camino

Todo tiene un final, el tuyo, queda pronto. Se acabó el tener que llevar siempre la armadura de alegría y felicidad que solías vestir para que nadie se preocupase. En realidad, no crees que ninguna persona estuviese al tanto de lo que sentías y pensabas. ¿Por qué alguien iba a reparar en ti? Un simple desperdicio social, que tarde o temprano acabaría pudriéndose y convirtiéndose en polvo, un polvo que yacería en la esquina de una casa tan poco transitada que no se darían cuenta de su existencia y ni la limpiarían, jamás.

Seis horas Desapareciste de allí donde vivías, separándote de aquello que conociste, de aquello que en tu infancia parecía tan mágico y multicolor.

No sabías que crecer era obligatorio, nadie te lo advirtió. ¡Ojalá lo hubiesen hecho! Los mundos que aparecían en tu mente, las ciudades que imaginabas y las personas a las que dabas forma eran irreales. Ene ese universo no había nada blanco o negro, todo poseía color y ninguno se repetía. Cada elemento era único. No pediste crecer, pero lo hiciste. Te pringaste de barro negruzco, no solo por el cuerpo. Tu interior se 26


manchó. Puede que cayeses solo a un charco, pero yo personalmente, no

lo creo; aunque es más probable que la sociedad en la que vivías, sustentada por hipócritas que solo conocían la mentira, te lanzaran al pozo. Y puedes salir de un pozo, con mucho esfuerzo, eso sí. Por muy resbaladizas que estén las piedras húmedas, recubiertas por musgo o fango, puedes escalar el muro del cilindro y salir. El problema es que no querías salir, la vida te ahogaba y el aire te quemaba por dentro. No intentaste dejar de respirar, es imposible, y no te ahogabas porque algo te lo impedía. No sabías qué hacer. “Entre más de miles y miles de personas, solo a mí me ha tocado vivir esto”, te repetías una y otra vez, hasta la saciedad. Era lo último que pensabas antes de que Morfeo te atrapase, y lo primero cuando te escapabas de sus dulces garras. Subes la pequeña montaña. La hierba va perdiendo el verde a medida que vas subiendo. El viento deja de cantar y no se oye ni el leve aleteo de una mariposa. Solo tus lentos pasos que arrastran una nube de amargura

que no quiere disiparse. Entras en un bosque frondoso, acompañado por un sinfín de hojas ocres que compiten por tocar tierra. Tus cabellos oscuros se enganchan en ramas y zarzas que tienes que salvar para poder continuar tu camino. 27


Una piedra escondida entre la tierra y los brotes hace que caigas, sin que

te des cuenta. Tus manos te protegen el rostro, evitando cualquier rasguño en este. No puedes decir lo mismo de los brazos, sangrando ya por culpa de una espina del suelo. Te levantas, como has tenido que hacer siempre. Tras cada caída, te erguías victorioso, aunque en esa batalla hubiese habido muchas bajas.

Cinco horas Llegas a la cumbre y descansas, pero el tiempo apremia y no estás parado más de diez minutos. Diez minutos malgastados inútilmente. Si has llegado hasta allí, es porque luego tenías que bajar. “Todo lo que sube baja”. Una estúpida frase con el mismo sentido que las palabras que a algún romántico oyeron pronunciar “Si amas algo, déjalo ir”. ¿Alguien te había amado? ¿Alguien se había puesto nervioso solo al verte? Al ver, ¿qué? Una persona que se odia a sí misma, que ha roto espejos al observar aquello que se veía al otro lado, que hasta se ha

autolesionado con la intención de disminuir el dolor que le provocaba tener los ojos abiertos y sentir. Nadie se había fijado en ti, algo que no tiene belleza interior, ni exterior, ninguna cualidad que pueda interesar ni merecer la pena. 28


Ja, el amor. Una ilusión que te meten en el cerebro cuando eres

pequeño. Como la búsqueda de El Dorado. Dedicarías una vida entera a encontrarlo y morirías sin haber descubierto ese tesoro prometido. Una alucinación que sufres en un desierto de desesperación. Simplemente, una meta inalcanzable, ya que es inexistente. Retomas tu marcha, bajando a trompicones por la ladera. Acariciando las espigas de algunos cereales que crecen a tu alrededor, verdes aún, y alguna que otra lavanda dispersa que hace disparar tu olfato. El sol de mayo te quema con sus rayos que pasan a través de algunas nubes dispersas. Te llevas una mano al cuello y un reguero de sudor se desliza desde el final de tus puntas negras, desapareciendo por dentro de la camiseta. Sacudes la cabeza con la esperanza de que las gotitas se despeguen de ti y caigan entre la hierba. ¿Cuándo llegarás? Te preguntas. Hoy el camino no parece tener fin, como el laberinto de Creta. La diferencia es que aquí no escapas de una bestia mitológica, sino de otra peor, que no es un mito, es una realidad. Escapas del tiempo, porque los segundos pasan, dando lugar a minutos

que desencadenan horas y días, hasta que lo que pasa es la vida. Triste, frío, pero cierto.

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Cuatro horas

Algo húmedo se precipita contra tu frente, quedándose a pocos milímetros de tu ojo derecho. Con tu manga limpias la gota de agua. Pronto otra decena de ellas empieza a caer sobre ti. Alzas la vista. Nubes oscuras como tu alma surcan los cielos tapando la gran estrella. La ropa que llevas se te pega a la piel, pero sigues caminando. Los zapatos se inundan, pero sigues caminando. Tienes hasta la rodilla manchas de tierra húmeda, pero sigues caminando. Tus pasos se hacen cada vez más pesados. El barro del camino te ralentiza y tienes que continuar por la hierba, donde hay más agua pero que no te para con tanta facilidad. Te agarras a los árboles para no caer. Será mejor que cayeses, ¿verdad? Te golpearías la cabeza con una piedra y de repente se acabaría tu sufrimiento. Una muerte dulce, pero la Parca juega con sus víctimas ya que a ti te ha cogido especial aprecio. Se ríe detrás de ti mientras tú sufres y va recogiendo la cuerda de tu vida lentamente, en vez de dar el tirón y quedarse con toda ella. Remueves tus mechones negros que caen sobre tus ojos azules que

desentonan en tu rostro. Ojos que han sido motivo de risa. Ojos que por muy claros que sean, lo ven todo oscuro. Unos ojos siempre llorosos y que no se cansan de lagrimear. Das un puñetazo a un árbol con toda la fuerza que te queda. Tus nudillos despellejados se llenan de gotitas rojas que se 30


deslizan por tu mano, mezclándose con las de agua hasta que saltan de las yemas de tus dedos al suelo. No te duele, ya no sientes dolor físico. Eres una roca que no quiere terminar de romperse aunque esté llena de grietas. Te dejas caer sobre tus rodillas apretando la mandíbula por la ira que se apodera de ti y vuelves a golpear el tronco, repetidas veces, pero sin conseguir lo que deseabas. Nada, no sientes nada del exterior. Solo puedes hacerte daño desde dentro, pero no lo suficiente para hacerte morir. ¿Ese era tu destino? ¿Sufrir de locura y morir de vejez? Lo mismo

alguien te mata por temor a que hagas daño al resto de la sociedad, o que “contagies tu locura” a gente inocente.

Tres horas Te levantas porque no te puedes quedar ahí infinitamente. Ojalá. No se

estaba tan mal rodeado de árboles, pequeños matorrales e hierbas verdes. Verde como… ¿la esperanza? Cosa que habías perdido hace mucho tiempo. Hace algo más de cuatro años cuando con casi catorce años saliste de tu casa para no volver. Ahora tu hogar es una enorme casa abandonada fuera del pueblo, atravesando el lago y siguiendo el camino hasta la playa. Es un lugar solitario y oscuro, pero el único lugar donde no te pueden juzgar. Un pequeño caparazón en el que escapar del resto de la humanidad, acompañado de decenas de arañas que tejen sus hilos en los 31


techos. Tomas un sendero paralelo que te llevará al pueblo. Cierras los ojos y sigues andando, confiando en tus sentidos, los únicos que nunca te han fallado. Cuando los abres te encuentras con un sol poniéndose y un cielo cubierto de tonos morados, naranjas, rosas, azules y amarillos, formando un bonito escenario. Pero no te parece bello como otros dirían, sino deprimente, porque aparte de que los colores te muestran un cambio del día a la noche y esto último nunca te gustó, significa que pronto terminará otro día, día de sufrimiento, de angustia, de sabor agrio en tu garganta. Estaría bien poder disfrutar de esas cosas, de los pequeños momentos de

la vida que te llenan de felicidad. Desgraciadamente, eso no es para ti, eso es para las personas que se lo merecen. Paras las personas que importan algo a los demás, las que aman, las que hacen algo bueno para el resto, no para ti, una basurilla, alguien, casi inexistente, más bien translúcido, un fantasma, un muerto viviente. Te metes por el prado para acortar la ruta, entre los altos tallos de flores blancas y amarillentas y brotes que al oír la primavera, salían de la tierra para recibirla. El aroma de estos satura tu pituitaria pero no te desvías y continuas pateando el terreno hasta el muro de piedras apiladas unas encima de otras. Apoyas tus manos para saltar y te haces un corte 32


superficial, en el que no reparaste. Ya podías ver las casas del pueblo. Ya

te queda poco. Das pequeños saltitos sobre las losas de pizarra que constituyen el camino hasta la entrada. Paras en el pozo que hay a las afueras, bajas las escaleras para llegar al líquido. Tras beber, observas tu reflejo en la masa de agua que hay a tus pies. Sientes lástima por el chico que ves en ella, con unos rasgos todavía un poco aniñados, pero maltratados por el cansancio, la tristeza; en fin, por la vida. Te fijas en los ojos claros y dudas que sean tuyos. Podría haber un ser debajo. Podría llevarte con él y ahogarte en lo más hondo y luego devorarte, pero no lo hace. Dejas un rato al animal de tu imaginación, para que decida qué hacer. Te cansas al no saber respuesta y subes. Oyes a lo lejos unas campanas sonoras repicando sin parar. Será cosa tuya, piensas, ya que no es en punto aún, o al menos, el sol que se está poniendo detrás de ti no indica que lo sea.

Dos horas

No te encuentras con nadie en las primeras calles, aunque puedes entender las voces de los niños jugando. Qué feliz se es siendo un niño, sin preocupaciones, correteando de un lado para otro. Darías lo que fuera por volver a esa época. Se te escapa una sonrisa y te asustas, te asustas de tí 33


mismo, habías olvidado cómo sonreír, es más, te habías olvidado de que

existían las sonrisas. Cuando pasas por la plaza, hundes tu cabeza entre tus huesudos hombros, culpa de lo poco que te llevas a la boca y con la poca regularidad que lo haces. Por un momento, piensas que el corrillo que hay en una esquina no se da cuenta de que estás pasando por ahí, pero no es así. Te giras cuando unos pasos silenciosos se acercan a ti. Te estaban siguiendo, pero si podía ser peor, cuando los miras uno por uno, ves la risa y la burla en sus rostros, haciéndote muecas, señalándote y pasándolo bien a tu costa. Es soportable, pero cuando te das la vuelta, empiezan a insultarte. No puedes moverte del sitio, como si te hubieran atado al suelo, al oír esas barbaridades saliendo de la boca de unos críos. Te tapas los oídos y te zarandean en todas direcciones. Si hubieras sido un muñeco de trapo, te hubiesen roto en pedacitos. Huyes de ellos, corriendo todo lo que tus piernas te permiten. Sus carcajadas reverberan en tu mente y sus horrendas palabras se te clavan en la cabeza como pequeñas estacas. Pero solo son niños, te repites, en realidad no saben lo que dicen, y si lo que gritan lo dicen a sabiendas, cada simple palabra que escupen

de sus bocas son ciertas. Te mereces lo que dicen, porque lo eres. No son insultos, son descripciones de tu oscuro y asqueroso ser. Escondes la cabeza bajo tus brazos cuando comienzan a lanzarte piedras, para protegerte. Corres más deprisa dejándolos atrás. Aminoras el paso y 34


callejeas buscando la salida de ese infierno, y eres tan imbécil, que sin darte cuenta vuelves a uno de los cruces más concurridos. Caminas con paso decidido hacia una callejuela para no cruzarte con nadie. Te encuentras con una niña asustada que se pone detrás de la que parece su hermana. Hasta miedo das ya. La mayor te mira y cuando estableces contacto visual con ella, te paras unos segundos, no te observa con repulsión, ni asco. Lástima es lo que consigues apreciar en sus orbes de un color muy oscuro. Parece que quiere decirte algo, pero lo ignoras y te mueves al recordar que se está haciendo tarde. Ella no quita sus ojos de ti, seguro que está sorprendida por los harapos que vistes. Sales de allí y coges el segundo camino para llegar al lago. Sacas la moneda de tu bolsillo, con la que pagarás al barquero para que te lleve a la otra orilla. La mueves entre tus dedos ágilmente, y la lanzas hacia arriba, haciendo que vuele y la recoges, sin siquiera mirarla. Haber robado durante unos cuantos años te hizo más rápido, pero ¿para qué? Si era

para hacer cosas que estaban mal, para terminar con tu reputación, si es que tenías, convirtiéndote así en una rata de alcantarilla. Te distraes con una mariposa en la que los últimos rayos del sol brillan haciendo que parezca que brilla por sí sola, y se te cae la moneda. La guardas y trotas hasta la orilla, donde parece que te esperan como cada día. Entras en el pequeño bote después de desprenderte de la brillante 35


circunferencia metálica. El hombre empieza a remar. No le reconoces, no es el mismo que hay siempre. Este parece estar muerto, con una piel

finísima y con la cabeza agachada escondiendo sus ojos.

Una hora Se oyen campanas otra vez y el misterioso barquero esboza una sonrisa felina, casi malévola. Te revuelves en el sitio y fijas la mirada en el mar que se ve a lo lejos y la casa donde te refugias. Están muy lejos. Queda un buen rato hasta que pises tierra de nuevo. Sin saber por qué, notas un sentimiento que perdiste hace tiempo. Crees que es alegría lo que te invade sin motivo aparente. Así que existe después de todo… No es un espejismo y no sabes cómo actuar. Es como una especie de calor que te reconforta por dentro y no puedes manejarlo, modificarlo o apagarlo. Te gusta, pero estás algo incómodo al desconocerla. Bajas de la pequeña embarcación, para nada estable. Correteas por el camino como si hubieras vuelto a tu infancia. Giras para ver al hombre que te había traído hasta allí. No estaba. Está el bote pero nadie en su

interior. Qué raro. Parece que haya bajado también. Cuando llegas a tu “hogar”, lo rodeas y en lo que era el jardín de la parte delantera, te diriges al manzano para coger uno de sus frutos. Hacía días 36


que no comías nada, pero tu estómago era el que no pedía nada. Abres la puertecita de madera de la verja blanca para ir a la playa. Guiado por la luz de la luna llena, grande y hermosa como hacía años que no habías visto una, caminas descalzo por la arena todavía caliente, tapando tus dedos con ella, como si fuera una manta. Te sientas con el mar delante de ti, abriéndose, haciéndose interminable. Las olas chocan contra tus pies, bajas las pestañas y quieres olvidarte de todo, centrarte en esto. Te sentías infinito como el mar, como el océano, las estrellas que colgaban de aquella bóveda que no podías ni rozar siquiera con tus manos. Y aunque sabes que esto se va a terminar enseguida, no permites entristecerte, porque la felicidad no puede ser eterna, crees. Mañana volverás a estar como siempre. Volverás a la oscuridad, te esconderás y errarás como un ermitaño. Tendrás que esclavizarte para apenas conseguir una moneda que luego regalarás por cruzar a donde vives. Lanzas un puñado de arena al aire que se la lleva como si fuera una pluma. Algunas cosas de la naturaleza parecen mágicas. Te levantas y

vuelves siguiendo las huellas que dejaste al llegar. Te sacudes los pies antes de entrar al jardín y te sientas en una roca que hay en el centro, bajo lo que antes sería un arco de hiedra alrededor, ahora, la hiedra se ha apoderado de todo, ocupando, incluso, parte del suelo. A lo lejos se pueden escuchar las gaviotas que han vuelto a sus nidos, al igual que tú 37


vuelves a tu hogar a pasar la noche.

Rodeas tus rodillas con tus brazos y vuelves a preguntarte por qué te sientes así, después de cinco años, pero nada, ni una sola respuesta. No encuentras solución a los problemas y dilemas que invaden tu mente. Mejor, cuanto más ignorante eres, más feliz y despreocupado vives. Entras en el caserón por la cocina, desierta, poblada únicamente por vacíos muebles. La casa está desolada, haciendo juego contigo, que por dentro no tienes nada, excepto un sentimiento que a esta última hora hace aparición sin saber por qué. Subes las escaleras de granito con tus pies desnudos, que notan frío con cada paso que dan, pero no aumentan la marcha. Tu vista empieza a nublarse y la felicidad se multiplica. Te guías por tu sentido de la orientación y llegas a la habitación. Ya ves casi todo negro, pero no cabes en ti de la alegría y dicha. Intentas llegar al pobre colchón improvisado de una esquina del dormitorio. Ya sabes por qué estás así, en realidad lo intuías desde hace rato pero descartabas la opción, pero aciertas. Lo comprendes todo ahora. Cero horas Tu cabeza choca contra el suelo, cayendo justo al lado de la cama. Pero cae solo tu cuerpo inerte, tú pareces haberte ido de allí, muy lejos, 38


dejando una sonrisa en tus labios. La sonrisa más pura que jamás alguien

haya dibujado en su cara. Habías conseguido lo que querías, al final la muerte te tiró del acantilado acabando con el sufrimiento de estar colgado de él, asido por una mano que se aferraba con fuerza. Todo tiene un final y el tuyo ya llegó.

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Ies. «Bachiller Diego Sánchez» Talavera la Real, Badajoz


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