Hostos Review/ Revista Hostosiana #19

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HOSTOS REVIEW REVISTA HOSTOSIANA 19

HACIA UNA CARTOGRAFÍA MEDIOAMBIENTAL DE SUDAMÉRICA TOWARDS AN ENVIRONMENTAL CARTOGRAPHY OF SOUTH AMERICA

SELECCIÓN, INTRODUCCIÓN Y NOTAS/ SELECTION, INTRODUCTION, AND NOTES BY

NORA GLICKMAN & MARIANA ZINNI



HOSTOS REVIEW

REVISTA HOSTOSIANA AN INTERNATIONAL JOURNAL OF LITERATURE AND CULTURE REVISTA INTERNACIONAL DE LITERATURA Y CULTURA

HACIA UNA CARTOGRAFÍA MEDIOAMBIENTAL DE SUDAMÉRICA TOWARDS AN ENVIRONMENTAL CARTOGRAPHY OF SOUTH AMERICA

EDITORAS INVITADAS/ GUEST EDITORS: NORA GLICKMAN MARIANA ZINNI

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HOSTOS REVIEW/REVISTA HOSTOSIANA Chief Editor/ Editora en Jefe Inmaculada Lara Bonilla No. 19 Cover Image/ Imagen de portada “Out of my Place” Digital photography and mixed media (c) Mirta Kupferminc, 2008 Layout Design/ Diagramación Benchmark Signaats Printing Company Hostos Review/Revista Hostosiana es una publicación internacional dedicada a la literatura y la cultura. Hostos Review/Revista Hostosiana is an international journal devoted to literature and culture. La revista no comparte necesariamente la opinión de sus colaboradoras/es. Articles represent the opinions of the contributors, not necessarily those of the journal.

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Chair, Humanities Department Hostos Community College, CUNY

Hostos Review/ Revista Hostosiana would also like to thank the Black, Race, and Ethnicity Studies Initiative (BRESI) of The City University of New York for its financial contribution to the publication of this special issue.

ISSN: 1547-4577 Copyright © 2023 by Latin American Writers Institute Todos los derechos reservados / All Rights Reserved



CONSEJO EDITORIAL HONORARIO/ HONORARY EDITORIAL BOARD MARJORIE AGOSÍN (Wellesley College) CARMEN BOULLOSA (City College-CUNY) MARIO BELLATIN (Author, Mexico/ Peru) NORMA E. CANTÚ (Trinity University) JOSÉ CASTRO URIOSTE (Purdue University) CARLOTA CAULFIELD (Mills College) RAQUEL CHANG-RODRÍGUEZ (City College-CUNY) JACKIE CUEVAS (University of Texas, Austin) ARIEL DORFMAN (Duke University) MARGO GLANTZ (Universidad Nacional Autónoma de México) ISAAC GOLDEMBERG (Founder, Latin American Writers Institute and Hostos Review/ Revista Hostosiana, CUNY) EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA (Western Oregon University) ÓSCAR HAHN (Iowa University) STEPHEN HART (London University) YLCE IRIZARRY (University of South Florida) GISELA KOZAK ROVERO (Instituto Tecnológico de Monterrey, Mexico & Universidad Central de Venezuela) ELENA MACHADO-SÁEZ (Bucknell University) LOUISE M. MIRRER (New York Historical Society) DORITA NOUHAUD (Universidad de La Borgoña) JULIO ORTEGA (Brown University) EDMUNDO PAZ SOLDÁN (Cornell University) CRISTINA RIVERA GARZA (University of Houston) GIOVANNA RIVERO (Author, Bolivia/U.S.) ALEJANDRO SÁNCHEZ AIZCORBE (Southwest Minnesota State University) RÓGER SANTIVÁÑEZ (Temple University) JACOBO SEFAMÍ (University of California, Irvine) MERCEDES SERNA (Universitat de Barcelona) SAÚL SOSNOWSKI (University of Maryland) ANTHONY STANTON (El Colegio de México) ILÁN STAVANS (Amherst College) SILVIO TORRES-SAILLANT (Syracuse University) VÍCTOR TOLEDO (Universidad Autónoma de Puebla) SANTIAGO VAQUERA-VÁSQUEZ (New Mexico State University) SHEREZADA (CHIQUI) VICIOSO (Author, Dominican Republic) HELENA MARÍA VIRAMONTES (Cornell University)


ÍNDICE / TABLE OF CONTENTS Valeria Correa Fiz

Afectos especiales S.L.

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Estela Franco Guerrero

Segunda crónica: el fin de los árboles antiguos

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Gisela Heffes

Tulipanes

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Gustavo Gac-Artigas

Eco te absolvo El verbo se hizo carne, se hizo fuego, se hizo agua

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Montse Madariaga Caro

Regreso al mar

57

Mariano Quirós

El monstruo del Impenetrable

59

Claudia Salazar Jiménez

Del pasto a la piedra. Un texto peripatético

63

54

Cristian Aurelio Antillanca Las descorazonadas cantamos

65

Kütral Vargas Huaiquimilla Plástica maleza. Naturalezas en conflicto

73

Prisca Agustoni

Rumbo à ferrugem

76

Alicia Dujovne Ortíz

¿Volverán las oscuras golondrinas?

82

Fernanda Trías

Ecoansiedad y proceso creativo en Mugre Rosa. Fragmento de Mugre Rosa

88 101

Christian Molina

Un pequeño mundo enfermo

104

Carolina Sánchez

Música que se hunde. Sampleo de José María Arguedas + Donna Haraway El texto nos da voces. Sampleo de Cristina Rivera Garza + Ursula K. Le Guin Glifosato

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Nicolás Vivalda

Fina tela naranja

113

Juanjo Conti

Caminar el campo

122

Verónica Laurino

Viaje a la Isla de los Mástiles

132

Wilson Alvez Becerra

Chama

137

Julieta Lopérgolo

Selección de poemas

145

Patrícia Lavelle

Pontos de vista Diário nos confins da casa

151 155

Paz Encina

Entrevista con Nora Glickman

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NOTA EDITORIAL

Damos la bienvenida a este número de Hostos Review/Revista Hostosiana de fuertes ecos de mar, ríos, campos, y selva. Este número 19, dedicado a literatura y crisis climática, recoge un conjunto de textos que entrelazan observación de cambios, preocupación y testimonio, bramido y retrato. Los paisajes y ecosistemas del interior del Cono Sur —campos entreterrianos históricamente fecundos, los imponentes Andes, o la selva amazónica— sirven en él como centro centrífugo desde el cual se conectan tantos otros puntos rizomáticos de la crisis climática en América y en todo el planeta. La especificidad de los seres humanos y no humanos, de los fenómenos climáticos y la originalidad de los lenguajes de cada texto dotan a este compendio de una concreción, lucidez y urgencia particulares. Si pensamos en naciones-estado, Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Brasil, Uruguay y Colombia, pero también Estados Unidos y Francia, están representados a través de la experiencia y los referentes de este robusto conjunto. Las lenguas: español, mapuche, y portugués brasileño. Sin embargo, son éstos textos muy conscientes de que el calentamiento de los océanos y la deforestación, penetración, erosión y mutación de la tierra son locales y a la vez no conocen ni clemencia ni fronteras. Términos como desmonte, plagas, (neo)extractivismo, agroquímicos, desertificación, ecoansiedad, cambio antropogénico, terricidio, ecocidio, y otros, ya comunes en gran parte de nuestro vocabulario crítico y crecientemente nuestro lenguaje cotidiano, nos llegan también a través de estos escritos, que son tanto lenguas de fuego como destellos de luz. De hecho, configurar nuevas geologías terrestres, fluviales y marinas a través de nuevas poéticas —quizá nuevas geologías literarias, sintaxis vegetales, morfologías animales— que descomponen antiguas, románticas nociones de naturaleza y de paisaje, parece ser su propósito. Por ello no podemos esperar encontrar una mera elegía en este número. Nos adentramos en él para explorar, a través de esas nuevas poéticas, la experiencia escritural y las reflexiones y emociones que provocan preocupantes fenómenos compartidos. Quizá encontremos aquí los nuevos géneros y sensibilidades de la entropía no sólo como respuesta a la caída de imaginarios utópicos, sino también como alternativa a la distopía. Agradezco profundamente, pues, la mano experta de las editoras invitadas de este nuevo número de Hostos Review/ Revista Hostosiana, Nora Glickman y Mariana Zinni, por incitarnos y ayudarnos a pensar sobre lo 11


que es vivible y habitable, sobre el mundo que se avecina y que poco a poco ya es, así como sobre otros mundos posibles. Gracias y una bienvenida de corazón, Inmaculada Lara-Bonilla Chief Editor, Hostos Review/ Revista Hostosiana Director, Latin American Writers Institute Hostos Community College The City University of New York, CUNY

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EDITORIAL NOTE

We welcome this issue of Hostos Review/Revista Hostosiana of strong echoes from the ocean, rivers, fields, and the jungle. Issue number 19, devoted to literature and climate crisis, gathers a set of texts that intertwine the observation of changes with concern and testimony, bellowing, and portraiture. The landscapes and ecosystems of the the Southern Cone’s interior —historically fertile fields of Entre Ríos, the imposing Andes, or the Amazon jungle— serve as a centrifugal center to which so many other rhizomatic locales of the climate crisis in America and the entire planet are interconnected. The specificity of human and non-human beings, of climate phenomena, and of linguistic features in each text supply this collection with particular concreteness, lucidity, and urgency. If we consider nationstates, Argentina, Chile, Paraguay, Peru, Brazil, Uruguay and Colombia, but also the United States and France, are represented through the experience and references of this robust compendium. The languages are Spanish, Mapuche, and Brazilian Portuguese. However, these are texts decidedly aware of the fact that the warming of the oceans and the deforestation, penetration, erosion and mutation of the earth, are local but know neither mercy nor borders. Terms such as (tree) clearing, plagues, (neo)extractivism, agrochemicals, desertification, eco-anxiety, anthropogenic change, terricide, ecocide, and others —already common in much of our critical vocabulary and increasingly present in our daily parlance— also reach us through these writings, which are tongues of fire and flashes of light. In fact, to configure new terrestrial, fluvial and marine geologies by means of a new poetics (perhaps new literary geologies, plant syntaxes, animal morphologies) that may break down old, romantic notions of nature and landscape, seems to be their purpose. For this reason, we cannot expect to find mere elegy in this issue. We delve into it to explore, through the texts’ new poetics, the writerly experience, reflections, and emotions provoked by shared worrying phenomena. Perhaps we will find here the new genres and sensibilities of entropy functioning not only as a response to the fall of utopian imaginaries, but also as an alternative to dystopia. I am deeply grateful for the expert hands and minds of the guest editors of this new issue of Hostos Review/ Revista Hostosiana, Nora Glickman and Mariana Zinni, who encourage and help us to think about what is livable 13


and habitable, about the world that is to come and that already is, as well as about other possible ones. Thank you and a heartfelt welcome, Inmaculada Lara-Bonilla Chief Editor, Hostos Review/ Revista Hostosiana Director, Latin American Writers Institute Hostos Community College The City University of New York, CUNY

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INTRODUCCIÓN/ INTRODUCTION


Nora Glickman y Mariana Zinni

HACIA UNA CARTOGRAFÍA MEDIOAMBIENTAL DE SUDAMÉRICA

El presente número especial de Hostos Review/Revista Hostosiana intenta ilustrar, por medio de la escritura creativa, una realidad de nuestros tiempos: el cambio climático, de origen antropocénico, que produce a lo largo y a lo ancho del mundo fenómenos como inundaciones, huracanes, incendios, o pandemias, sin precedentes en la historia planetaria. A esta precariedad de la crisis ecológica del presente nos acercamos a través de la literatura, de la expresión creativa, de las imágenes, en sus diferentes géneros literarios, desplegando en estas páginas un pensamiento medioambiental que incluye voces disonantes, ontologías amerindias, gritos y señales, ecos de un planeta en ruinas. Intentamos pensar en una relación entre literatura, cultura y medioambiente, articulando en este número parte de la producción ecocultural del Sur Global, atendiendo a movimientos como la justicia social, a cuestiones relacionadas con el monocultivo, o con el agotamiento de las tierras fértiles de, por ejemplo, la llamada “zona núcleo” del centro de Argentina, desde donde irradiamos de alguna manera los temas que nos ocupan. En las contribuciones a este volumen advertimos que se comienza a pensar una geografía particular sudamericana en algunas de sus lenguas como el español, el portugués, el mapuche. Pero también se atiende a la especificidad de lo local de cada pieza textual, una suerte de enraizamiento en lo propio, en el terruño, que nace de una conexión personal con lo que se escribe y se vive. Así, en ese locus concreto, los textos se detienen en cómo el daño que le hacemos al planeta, a nuestro planeta, tiene un profundo efecto en lo social, lo cultural y lo emocional, planos que convergen y se transparentan en la escritura, y no solamente sobre el ecocidio que estamos presenciando desde la perspectiva más estrictamente científica. Sudamérica es, particularmente, un locus de gran importancia ecológica, donde se libran batallas políticas en torno, por ejemplo, a la conservación de la selva tropical en la Amazonía o controversias sobre la conservación del agua en los Andes. Sirvan como referencia la reducción y desaparición de glaciares en Perú y Bolivia, la paulatina desertificación del lago Poopó, que perdió buena parte su superficie en los últimos años, minería a cielo abierto, extractivismo sin medida de riquezas minerales y 17


agrícolas, la contaminación con agrotóxicos, polución del aire, de ríos y de mares. Todos estos son temas que la literatura ha abordado en el pasado y sigue abordando en novelas como Distancia de Rescate, de Samantha Schweblin (2014), Bajo sus pies, de Leticia Obeid (2020), en la reciente novela de Michel Nieva, La infancia del mundo (2022), o en ensayos como Escrituras geológicas (2022) de Cristina Rivera Garza. Según esta autora, lo que llamamos “voces son en realidad sedimentos textuales que nos toca auscultar y levantar, interrogar y subvertir.” La geología, en sus términos, “no es solo un campo de saber, sino, más generalmente, una tecnología de la materia, una praxis racializada y colonialista que va mano a mano con los procesos de extracción y desposesión que han desmantelado regiones enteras del planeta, expulsando a poblaciones nativas y esclavizando a cuerpos negros o nativos a quienes, desde entonces, una geo-lógica indiferente categorizó como materia inerte, es decir, no humana.”1 Estas preocupaciones no son nuevas. Partimos de personajes de la talla de Simón Bolívar, Alexander von Humboldt, poetas como Andrés Bello o José María Heredia. Atendemos también a la literatura de la llamada “novela de la tierra” de principios del siglo XIX, representada por novelistas como José Eustasio Rivera y Rómulo Gallegos, posteriormente Miguel Ángel Asturias, y José María Arguedas, y más recientemente por las contemporáneas Gabriela Cabezón Cámara, y Agustina Bazterrica. Así como va modificándose el vocabulario que hace referencia a los cambios climáticos, han ido evolucionando las palabras con las que nos referimos a la literatura que los aborda. La nueva nomenclatura científica nos presenta términos técnicos de definiciones antes inauditas como “bomba ciclónica”, “río atmosférico”, o “vortex polar”. Hacia el 2030 nuestro mundo se dirige a un mayor calentamiento global (1.5 grados Celsius, o 2.7 grados Fahrenheit por sobre las temperaturas preindustriales) y si seguimos en esta dirección, debemos estar preparados para peores desastres que requerirán nuevas palabras para nombrarlos. La terminología literaria acude a otro vocabulario tanto o más variado y complejo. Hablamos de ecotextos, de conciencia ecológica, de política descolonial, de (neo)extractivismo, de monocultivo y monocultura, de ecocidio y de terricidio. Y nos valemos de palabras botánicas para crear imágenes y metáforas al referirnos a la sedimentación y (de)sedimentación, a la erosión y a la deforestación. De igual manera, nos complace observar la hibridez y la rica diversidad de géneros que el presente volumen incluye, como relatos, ensayos, versos libres, prosa poética, autoficción, y narrativa neogótica, para abordar el desconcertante panorama climático. Los textos literarios recibidos para este número especial componen una cartografía lingüística formada de textos en español, en portugués, y en ecos de lenguas nativas como el mapuche. Este mapa literario nos permite nombrar nuestra nueva realidad, y es ahí, en el 1

Escrituras geológicas. Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2022. pp. 11-12.

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intersticio entre lenguaje y realidad, donde se reflejan temas como la política ambiental o el cambio climático, a través de la rica diversidad lingüística y literaria de Sudamérica. Ante la urgencia de la temática elegida, Hostos Review/Revista Hostosiana busca reflejar parte del mapa resultante de lo que se está escribiendo hoy. Este tipo de literatura responde a cuestiones como la geopolítica, el capitalismo y sus efectos devastadores sobre el planeta, que incluyen desplazamiento y ecocidio de pueblos indígenas, migración tanto de personas humanas como no-humanas, o la introducción de nuevas especies de animales y vegetales que entran en conflicto con las nativas al punto de exterminarlas o reemplazarlas, como ocurrió en nuestro continente desde la explotación colonial en el siglo XVI. Nos interesa dar voz a estos problemas, pensar desde la literatura en una política medioambiental. Esto no significa que los participantes en este número atiendan exclusivamente a la cartografía del cataclismo que intentamos delinear, produciendo lo que la crítica académica llamó narrativas climáticas, sino que recurren a estos temas como sustrato de sus obras. No pretendemos que este número especial de Hostos Review/ Revista Hostosiana sea una antología ni una compilación exhaustiva del tema. Por ejemplo, caben mencionar antologías que nos anteceden, como Las cenizas llegaron a mi patio (2022), poesías reunidas por Martín Roda, o The Latin American Ecocultural Reader (2021) editado por Jennifer French and Gisela Heffes, quien, por su parte, colabora en este número especial con su poema “Tulipanes”. A diferencia de estas antologías, proponemos un diálogo entre textos no canónicos, contemporáneos, escritos a propósito de esta convocatoria, y con inquietudes similares. Por lo tanto, incluimos textos de narrativa, poesía, prosa poética, incluso alguna reflexión o ensayo, para ilustrar de alguna manera que la preocupación por nuestro planeta atraviesa los géneros y que la conversación se instala a veces en otras partes, en las intersecciones. Los textos que componen este número especial son particularmente fecundos, si se nos permite la metáfora botánica. Hacen gala de estéticas innovadoras que surgen de un uso de las tradiciones artísticas, literarias y culturales de medios y géneros diversos. Valeria Correa Fiz, al igual que su compatriota argentino Juanjo Conti, observa en “Afectos especiales S.L.”, primer capítulo de la novela inédita en la cual está trabajando actualmente, cuán traicionera y siniestra puede ser la ciencia cuando se desconocen sus efectos sobre la salud física y mental del ser humano. La ciencia actúa “como uno de los disfraces que asume el poder”, apunta. La extinción de una especie animal ––la del tiburón blanco–– a la que hace referencia la narradora, sirve de metáfora para establecer tal paralelo. Como empleada en una 19


empresa de biotecnología, en el curso del tiempo ella se vuelve víctima de los contaminantes del lugar, que le producen una esclerosis degenerativa y otros síntomas de deterioro progresivo. No obstante, Correa Fiz concluye su relato enalteciendo el amor ––correspondido o no––como consuelo ante la fatalidad. El texto mítico-dramático de la paraguaya Estela Franco Guerero, “Segunda crónica: el fin de los árboles antiguos”, tiene resonancias bíblicas y popol-vúhicas. El relato transcurre en una atemporalidad posterior al “cataclismo” derivado de deforestaciones, migraciones, plagas y estragos climáticos.” El “cavernícola”, sobreviviente de los excesos humanos causados por invasiones de hombres corruptos “que des[viaron] la naturaleza hacia su propio beneficio” concibe una idea romántica e ingeniosa: reforestar el planeta con árboles retorcidos para impedir que se repitan los abusos del pasado, gesto que liga este texto con la contribución de Gisela Heffes. En su largo poema narrativo, Heffes da cuenta del calentamiento climático: “te quejás y pensás: antes no hacía tanto calor en octubre”, haciendo suya esta consigna que circula últimamente por las redes sociales: “no es calor, es desmonte”. En “Tulipanes” nos habla del “proyecto ridículo” de Orlando, sembrar árboles que den sombra, pequeñas soluciones para aliviar un planeta agonizante, como el maquillaje que compra en tiendas que venden (¿falsos?) productos sustentables, en un giro irónico de su poema. Sin embargo, estos breves gestos no son más que posturas. El terreno donde se sembraron los árboles fue vendido, los árboles destruidos y tirados a un contenedor de basura. Gestos nobles que no funcionan porque, sin dudas, estamos en este mundo capitalista del deseo, el dinero, las ciudades que ya no nos pertenecen. “Eco te absolvo” es un breve poema en prosa del poeta y dramaturgo chileno Gustavo Gac-Artigas, constante reportero de injusticias sociales e implacable observador de la crisis ambiental que nos concierne. Su texto, cargado de un erotismo erosionado por esta nueva frontera trazada por el mar, es un llamado de alerta. Asimismo, el hombre que recorre los caminos en “Y el verbo se hizo carne…” acaba por rendirse, impotente ante la implacable fuerza del mar, paralela a la del tiempo que avanza, incesante. En “Regreso al mar”, breve pieza híbrida de prosa poética, la poeta chilena Montse Madariaga Caro nos lleva por un viaje “psicoespacial”, después de “mucho encierro” ––producto tal vez de la plaga. Así resurgen ecos de canciones populares y de voces mapuches, de reencuentros con el mar, amistades y colonias indígenas. Al mismo tiempo, Madariaga Caro da un giro dramático al percatarse que sus regresos son en efecto adioses y despedidas, o “calambres en el alma”, como en la canción “Promesas sobre 20


el bidet” de Charly García2, resultados de erosión y descomposición, de desplome y de muerte ante una realidad que ya es imposible recobrar. Una simple anécdota sobre un hombre que se pierde en un parque nacional sirve a Mariano Quirós como punto de arranque para una crítica contra el desmonte, la corrupción de las empresas privadas ostensiblemente sin fines de lucro, la indiscriminada matanza indígena y los crímenes perpetrados por soldados armados, o retenes. “El monstruo del Impenetrable” alude al parque nacional argentino que lleva ese nombre. El monstruo, empero, es algo más siniestro; tal vez es el cúmulo de los estragos que sufre la población atormentada, o el guía desaparecido, o una vaca silvestre y desnutrida. Tal vez es el propio narrador, indirectamente implicado al oír la historia del guía, que lo lleva a sospechar que “[tengo] un monstruo dentro de mí.” Durante una breve caminata “Del pasto a la piedra. Un texto peripatético”, la escritora peruana Claudia Salazar Jiménez transita a pie por un suburbio típico del sur de California, por donde nadie camina. Propone la narradora que apreciemos los cambios que van aconteciendo frente a la “nueva normalidad” causada por la falta de agua y los calores intensos. En el curso de su paseo por casas y jardines urbanos, Salazar describe el paisaje de un “jardín seco”, arenoso y amarillento, aunque cautivante, donde prevalecen piedras grisáceas y pastos resistentes a la sequía y al desastre ecológico. Por su lado, Cristian Aurelio Antillanca nos trae la dulzura de las voces mapuches, el canto de estas descorazonadas por la tierra, evocando la figura señera de Nicolasa Kintreman, una activista mapuche que defendió a un río y a su tierra, de la construcción de una represa. Nicolasa luchó en vano contra el capitalismo, no pudo evitar la destrucción/construcción, y años más tarde fue encontrada muerta en el mismo embalse artificial que se creó con la represa que se llevó los ríos, inundó las tierras. Las descorazonadas son también estas mujeres mitológicas mapuches que se han sacrificado por el equilibrio de la naturaleza, defendiendo lo suyo, “a esta tierra mía no la daña nadie/ ni la viola nadie / y por eso nunca, nunca / me voy a cansar de luchar.” Atendemos entonces con sus bellos versos el caso de los pueblos indígenas, que sufrieron despojos y expolios a lo largo de los siglos, y que conecta con el reclamo de tierras y con la reivindicación de tradiciones intelectuales y culturales amerindias. La artista visual y fotógrafa Kütral Vargas Huaiquimilla acude desde Chile a recursos representativos de la crisis climática actual, tales como trozos de madera aglomerada, o despojos recogidos de un naufragio, sobre los cuales pinta sus óleos y esmaltes, y compone sus fotografías. En “Plástica maleza” Vargas encuentra que el modo más propicio de emitir 2

Canción perteneciente al disco Piano bar (1984).

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su mensaje de protesta es creando cuadros que expresan literalmente su intención, tales como “Cuidemos el planeta”, o su óleo sobre madera quemada, encontrado en el mirador Palo Muerto, que titula: “Empresas que se quieren instalar en el Parque Natural Kan-Kan incendiado”. En “Rumbo à Ferrugem”, la poeta y académica brasilera Prisca Agustoni propone un viaje por el lecho del Watu, el río sagrado. Emprende su recorrido por una civilización de raíces que no enraízan, sino que flotan a la deriva, y diseña una sintaxis vegetal que nos guía a lo largo del poema. Se expresa en la lengua del río, una lengua de lodo, difunta, con fonemas antiguos, y de heridas abiertas. Es este un viaje a la herrumbre, a un río que ya no respira, “camuflaje de una era que agoniza”, donde ya no se anticipa la lluvia, ni los insectos. Es el periplo a/de un río agotado, oxidado, muerto, es una marcha irrevocable al terricido. “¿Volverán las oscuras golondrinas?”, se pregunta Alicia Dujovne Ortiz, escritora argentina afincada en Francia, en obvios ecos becquerianos y al son del trino de un ruiseñor de Keats. En su jardín francés nos va llevando al silencio, a la desaparición paulatina de las especies, que callan, que ya no están y cuya ausencia se vuelve un ruido atronador. Su relato es de abandono, de idas, de no volver al jardín que espera a las golondrinas, de abejas que dejan “flores feúchas” sin su paso polinizador. Sin embargo, el relato en sí es también una metáfora de la resistencia, porque aún en la sequía de lo agotado y silencioso, hay esperanza. Lo que no se ve, lo que, precisamente, hay que cultivar, y que salvará estas ruinas, es la vuelta de las avispas, las abejas, del árbol seco que vuelve a enramar. “Dependerá”, dice la autora, “del agua que les demos.” Reconocemos que uno de los propósitos de la literatura es, quizás, el de dar testimonio. Por lo tanto, incluimos en este volumen el ensayo “Ecoansiedad y el proceso creativo en Mugre rosa”, junto con un fragmento de la multipremiada la novela homónima de la uruguaya Fernanda Trías, publicada en 2022. La autora ofrece ilustraciones sobre el creciente y prestigioso número de escritores/as, artistas y cineastas de Latinoamérica, que responsabilizan a la especie humana por los estragos que provocan los cambios ecológicos. El ensayo de Trías no pretende proveer respuestas, sino alertarnos frente a la necesidad de cambio ante la realidad de una inminente catástrofe global. Las moscas son el leitmotiv del poema de Christian Molina. “Un pequeño mundo enfermo” no alude solo a las extensas plantaciones de soja que se van comiendo todo en la zona núcleo argentina, envenenando la tierra, el agua, el cielo, sino también al mundo reducido de quien por primera vez usa salbutamol para poder respirar. Molina deja traslucir un paisaje de la pobreza donde la enfermedad nace, precisamente, de la 22


necesidad económica y de trabajar en un ambiente insalubre, atendiendo profundamente a cuestiones de justicia social y al derecho de vivir, trabajar, jugar y desarrollarse en un entorno saludable y sano, tal como propone el Global Environmental Justice Movement. Un poema que desgrana excusas (“si acá hay tanto veneno / por qué se quedan y cómo viven las palomas”) para ir construyendo de a poco esta enfermedad de un mundo –el veneno, las moscas, las moscas, las moscas– que intenta parecer normal. Este poema desgarrador bien podría leerse en consonancia con “Glifosato”, de Carolina Sánchez, donde el “pájaro falso” es el emisario del veneno, de “un aire que nos envuelve” y de la guerra que se vive en la piel y a la que estamos siempre expuestos. Es precisamente la poeta colombiana Carolina Sánchez quien ensaya con nuevas formas escriturales para aprender de la roca, para bailar otras músicas, sobre todo busca des-enterrar, y des-sedimentar la tierra, “capa a capa”, al igual que la escritura, para poder decir. Los mismos títulos de sus poemas ya incluyen los de otros poetas y teóricas, tales como “Voces que se hunden: Sampleo de José María Arguedas + Donna Haraway” o “El texto nos da voces: Sampleo de Cristina Rivera Garza + Úrsula K. le Guin”. Piden estos poemas una voz que no sea unívoca o tan personal, sino atravesada por otras voces anteriores, otras escrituras “geológicas”. Ya no podemos, anuncia el poema, escribir desde una individualidad, o una tradición literaria. Nosotras, como el planeta, estamos atravesadas, sedimentadas. En suma, nuestras palabras ya no son nuestras, dado que nos con(ta)minan, nos sedimentan, nos anclan a un pasado complejo y a un futuro incierto. En su cuento “Fina tela naranja” Nicolás Vivalda nos ofrece una sutil muestra del nuevo género gótico, aquí referido a la tragedia medioambiental. Una niña, la protagonista, es la primera en descubrir, de manera casual, efectos malignos en embriones avícolas. El huevo que Elvira encuentra, recubierto de una membrana fascinante pero asquerosa, es de “un cuerpo fallido, blando, fláccido, de un color naranja varios niveles más claros que el ladrillo profundo que las gallinas bien alimentadas de la chacra solían ostentar”. La muchacha no llega a reconocer el peligro que representan los efectos mutantes que resultan de la sobreproducción de antibióticos. La inocencia de Elvira sirve de metáfora de la incapacidad de una población para reconocer la tragedia ecológica que la circunda cuando “lo inusual se vuelve regla”. El público inadvertido deberá establecer la relación entre la narrativa cronológica y descriptiva de la flora campestre de Juanjo Conti y los efectos nocivos de los agroquímicos sobre el ser humano. De otro modo no se alcanzaría a comprender el peligro de “Caminar el campo” 23


por las vastas extensiones que recorre el padre del narrador, en su afán por detectar plagas de insectos. Su propuesta consiste en “convertir el grano en carne”, mejorando la calidad del trigo para engordar el ganado vacuno. En el transcurso del relato Conti nos ofrece una útil lección sobre fotosíntesis, y sobre las faenas que implica el trabajo del hortelano. El accionar, a veces accidental, del hombre sobre la naturaleza, se pone de manifiesto en “La Isla de los Mástiles”, protagonista del poema homónimo de la argentina Verónica Laurino, que surge de un accidente en el que un buque petrolero colisiona con una barcaza de arena en pleno río Paraná. Y tras años de sedimentación, este accidente humano da forma a una isla. Navegar hasta esta isla/mito es, para la poeta, una clase de geología en vivo. Sin embargo, los accidentes, la mano del hombre, no siempre tendrá un final más o menos amable. También nos habla de los incendios intencionales que ocurren en las islas naturales frente a las costas rosarinas: “Donde había un humedal / encontramos un desierto”. Su poema es una voz de alarma sobre un problema acuciante y tremendamente contemporáneo a la escritura: mientras Laurino pone en palabras el desastre, las islas se queman. El humo, la ceniza, llegan a la ciudad, atraviesan el aire, contaminan, no dejan respirar, pican los ojos, la garganta, la nariz. Indirectamente, el poema hace una demanda a Ley de Humedales que en Argentina todavía hoy no se sustenta. A su vez, “Chama”, de Wilson Alvez-Becerra, es un grito que señala poéticamente los incendios criminales en Brasil que destruyen la Amazonía y el Pantanal, articulados a través de la política ecogenocida del expresidente Jair Bolsonaro. Un gobierno, mejor dicho, una política de gobierno en pos de lo que llama desarrollo industrial del interiorização, que no es más que una estrategia económica para extender las plantaciones de soja y los criaderos de ganado para exportación. Semejante política destruye el pulmón del planeta. Desforestación, extractivismo, siembra descontrolada de una “soja transgênica/ gado nazi/ transfóbico/ fazendeiro misógino/na chalana racista/ do rio do pavor” [Soya transgénica, /ganado nazi, /transfóbico/ hacendado-misógino /en la balsa racista /del río del pavor] apañado por un proceso democrático, de un gobernante que quema, y que no solo quema la selva, sino que también quema la raza, el género. Alvez-Becerra condena un proceso democrático ecocida y genocida en un poema que arde. En un cambio radical de voz poética y sensibilidad, los delicados versos de la poeta argentina Julieta Lopérgolo, al igual que el diario de Lavelle, nos llevan por un mundo de lluvias, brumas y lenguas pluviales. De bruma, inundación, sequía. Una sequía que, en sí, tiene todavía algo de bello, un brillo, un destello. Un lugar donde finalmente “la naturaleza se ha vuelto prosa”, donde ni los versos parecen alcanzar con su cuidada manicura 24


para expresarla. Lopérgolo clama por los jardineros de la buena memoria, por las plantas sin tutores, por jardines desordenados, y por un paisaje que no se artificialice como el poema, sino que migre como un género híbrido. Es en ese movimiento donde la poeta aspira a alcanzar un equilibrio poético. Los dos textos en portugués de Patrícia Lavelle nacen del confinamiento por COVID-19 en marzo de 2020 en Brasil. Durante esos días de encierro “nos confins da casa”, vuelve la naturaleza a adueñarse temporalmente del planeta. Es la misma naturaleza que, perturbada y agredida, propició el salto zoonótico del murciélago al ser humano. Irónicamente, Lavelle no la presenta como natural, sino como “artificial e cultivado” a partir de los distintos “pontos de vista.” ¿Cómo se concibe un paisaje? ¿El paisaje es paisaje porque se mira? ¿Qué es un árbol? parece preguntar el texto, para terminar, en el diario, con una aseveración y una interrogación: “A cada dia fica mais difícil responder à pregunta / ‘onde você vive’?” [Cada día es más difícil responder a la pregunta / ¿dónde vives?]. Finalmente, en su entrevista con Nora Glickman, Paz Encina da testimonio de su preocupación por revelar el entorno natural y social de los Ayoreo-Totobiegosode, cuya comunidad es la única en Paraguay que vive todavía en aislamiento voluntario. Encina es una cineasta paraguaya para quien la documentación de la cosmovisión de la población indígena, forzada al destierro y por ende al exilio a causa de la deforestación en el Chaco Paraguayo, se ha convertido en una misión vital. Los personajes de su película elegíaca “Eami” (que significa “monte” y “mundo” en guaraní), nominada para los premios Oscar en 2022 en la categoría Best International Film, hablan en su lengua natal. Los subtítulos en español son tal vez una de las maneras en que Encina consigue resguardar el lugar, la identidad y la lengua del suelo chaqueño. El aporte artístico de Paz Encina reside primordialmente en la traducción de una cosmovisión desde una perspectiva cinematográfica para situarnos ante un mundo en crisis. En esta galería de textos variados y distintos algunos incluyen fotografías tomadas por las colaboradoras (Laurino, Lavelle), o imágenes multimedia producidas por ellas mismas, como en el caso de Kütral Vargas, intentando quizás señalar y explorar/explotar por otros medios este planeta nuestro, hoy en llamas. Con este propósito, el conjunto colaborativo se sirve de distintos registros, más o menos poéticos, más o menos coloquiales, referidos al tema de maneras más directo unas veces, más sugerente, otras. Mientras escribimos estas palabras, en la ciudad de New York experimentamos temperaturas récord para el mes de febrero, más parecidas a las de fin de abril, primavera, que a las de este invierno que acaba siendo raro, sin nieve. El planeta nos exhorta, nos impele a convocar voces que se 25


hagan oír y que delineen poéticamente el mapa ambiental de Sudamérica: la tierra, el mar, los ríos, el aire, el fuego. Les damos la bienvenida a este número especial de Hostos Review/Revista Hostosiana: Hacia una cartografía medioambiental de Sudamérica.

Nora Glickman, crítica literaria, narradora y dramaturga, nació en Argentina, recibió su título de maestría en Columbia University y su doctorado en New York University. Es profesora emérita de Literatura Latinoamericana en Queens College y en el Graduate Center de la Ciudad de Nueva York. La mayor parte de sus cuentos, reproducidos en antologías en español y en inglés, fueron compilados en Uno de sus Juanes (1983), Mujeres Memorias Malogros (1991), Puerta entreabierta (2004) e Hilván de instantes (2015). De su antología bilingüe, que comprende cuatro obras teatrales, Suburban News resultó merecedora del Jerome Foundation Drama Award en 1993. Su colección titulada De sombras a voces (2015) consta de diez monólogos que fueron representados en varios países de Sur y Centro América, en los Estados Unidos y en Israel. Sus estudios críticos sobre literatura latinoamericana del siglo XX incluyen Presencia del inglés en el cine y teatro argentinos (2011, con Victoria Cox), Jewish Argentine Theatre: A Critical Anthology (1996 ), The White Slave Trade and the Untold Story of Raquel Liberman (2012), Crossing Continental Bridges: Cinematic and Literary Representations of Spanish and Latin American Themes (2015, con Alejandro Varderi), y Evolving Images: Jewish Latin American Cinema (2018, con Ariana Huberman). De 1998 a 2017 Glickman fue editora asociada de Modern Jewish Studies/Yiddish. A partir del 2013 es co-editora de Enclave: Revista de Creación Literaria en Español y coordinadora de reseñas en Latin American Jewish Studies. Mariana Zinni es Doctora en Letras por la Universidad de Pittsburgh y catedrática en las áreas de Literatura Colonial y Postcolonial en el Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas de Queens College, CUNY. Su investigación y publicaciones se centran en literatura y cultura colonial latinoamericana. Es autora del libro Mímesis, Exemplum, Narración: La crisis de la hermeneusis cristiana en la enciclopedia doctrinal de fray Bernardino de Sahagún (2014). Ha publicado artículos en revistas académicas como Revista Hispánica Moderna, Estudios de Cultura Náhuatl, Estudios Hispánicos, IA Iberoamericana, Nueva Revista de Filología Hispánica, Calíope, entre otras, así como capítulos de libros. En 2013 obtuvo el Isaias Lerner Memorial Award otorgado por The CUNY Academy for the Humanities & Sciences y en 2021 President’s Award for Excellence in Teaching by a Full time Faculty in the School of Arts and Humanities conferido por Queens College. 26


Nora Glickman and Mariana Zinni

TOWARDS AN ENVIRONMENTAL CARTOGRAPHY OF SOUTH AMERICA Translation from the Spanish by D. P. Snyder

This issue of Hostos Review/Revista Hostosiana aims to illustrate through creative writing a reality of our times: climate change of anthropogenic origin, which produces global phenomena like floods, hurricanes, wildfires, and pandemics, unprecedented in the history of the planet. We address the precarity of the current ecological crisis through literature, creative expression, images, and a variety of literary genres, deploying in these pages environmental thought, which includes dissonant voices, Amerindian ontologies, cries and signs, and echoes of a planet in ruins. We aim to consider a relationship between literature, culture, and environment, articulating in this issue part of the eco-cultural production of the Global South by focusing on movements such as social justice, issues related to single-crop farming, or to the depletion of fertile land in the so-called “core zone” of central Argentina, for example, all of which serve as jumping off points to expand upon the matters that concern us here. We observe in the contributions to this issue that an idiosyncratic South American geography is starting to be imagined in some of its languages, including Spanish, Portuguese, and Mapuche. But the present issue also pays attention to the local character of each text, a kind of rootedness in the intimate environment, in the native soil, arising from an individual connection with both the written and the lived experience. And so, in this concrete locus, these texts dwell not only on the ecocide that we are witnessing from a strictly scientific perspective but also on how the damage we do to the planet, our planet, has a profound impact on the social, cultural and emotional spheres, planes that converge and reveal themselves through the writing. South America is a special locus of major ecological importance where political battles are being fought over rainforest conservation in the Amazon, for instance, or water conservation in the Andes. The reduction and disappearance of glaciers in Peru and Bolivia, the gradual desertification of Lake Poopó, which has lost a large portion of its surface area in recent years, open-pit mining, uncontrolled exploitation of mineral and agricultural resources, contamination from toxic agrochemicals, pollution of the air, 27


rivers, and oceans are just a few examples. These are all themes that literature has dealt with in the past and continues to address in works like Samantha Schweblin’s Distancia de Rescate (2014), Leticia Obeid’s Bajo sus pies (2020), Michel Nieva’s recent novel, La infancia del mundo (2022), and in the essay collection Escrituras geológicas (2022) by Cristina Rivera Garza. According to this author, what we call “voices, are really textual sediments that we must raise and examine, question and subvert.” Geology, as she defines it, “is not only a field of knowledge but also more generally a technology of matter, a racialized and colonialist praxis that goes hand in hand with the processes of extraction and dispossession that have dismantled entire regions of the planet, displacing native populations and enslaving black and native bodies who, since then, an unfeeling geo-logic has categorized as inert matter, that is to say, non-human.”1 These are not new concerns. We take as our starting point the likes of Simón Bolívar, Alexander von Humboldt, and poets like Andrés Bello and José María Heredia, among others. We also look at the literature of the novela de la tierra or “novel of the land” of the early 19th century, represented by writers like José Eustasio Rivera and Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias, and José María Arguedas, and recently by contemporary novelists Gabriela Cabezón Cámara and Agustina Bazterrica, among others. Just as the vocabulary that refers to climate change is transforming, so too are evolving the terms we use to refer to the literature that addresses it. The new scientific nomenclature offers us technical terminology with previously unheard-of definitions, like “bomb cyclone”, “atmospheric river”, or “polar vortex”. As we approach 2030, our world is headed for increased global warming (1.5 degrees Celsius, or 2.7 degrees Fahrenheit above pre-industrial temperatures), and if we continue on this path, we must prepare for worse disasters, which will require new words to describe them. Literary terminology resorts to another vocabulary, equally or even more varied and complex. We speak of ecotexts, ecological consciousness, decolonial politics, (neo)extractivism, monocrops and monocultures, ecocide, and terricide. And we make use of botanical terms to create images and metaphors when we refer to sedimentation and (de)sedimentation, erosion, and deforestation. Similarly, we are pleased to see the hybridity and the rich diversity of genres that this issue contains, such as stories, essays, free verse, prose poems, autofiction, and neogothic narratives to address the unsettling climate prospect. The literary texts that we received for this special issue form a linguistic cartography with texts in Spanish, Portuguese, and echoes of native languages like Mapuche. This literary map allows us to name our new reality, and it is there, in the interstices between reality and language, 1 D. P. Snyder’s translation from Rivera Garza’s Escrituras geológicas. Madrid: Iberoamericana/ Vervuert, 2022. pp. 11-12.

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where topics such as environmental politics and climate change are reflected in the rich linguistic and literary diversity of South America. Given the urgency of our chosen subject, Hostos Review/Revista Hostosiana seeks to reveal a part of the emerging map of what is being written today. This kind of literature addresses issues such as geopolitics, capitalism, and their devastating effects on the planet, including the displacement and ecocide of indigenous peoples, the migration of both humans and nonhumans or the introduction of new animal and plant species that come into conflict with native species to the point of exterminating or even replacing them, as has happened on our continent since the colonial exploitation of the 16th century. We are keen to give voice to these problems and to think about environmental politics from a literary perspective. This does not mean that the contributors to this issue deal exclusively with the cartography of the cataclysm we attempt to sketch out, producing only what academic critics call climate narratives, but rather that they turn to these themes to form the fundamental substrate of their works. We do not claim that this special issue of Hostos Review/Revista Hostosiana is an anthology or an exhaustive compilation on the topic. It is useful to mention anthologies that precede us, such as Las cenizas llegaron a mi patio (2022), for example, poems collected by Martín Roda, or The Latin American Ecocultural Reader (2021) edited by Jennifer French and Gisela Heffes, the latter of whom contributes her poem “Tulipanes” (“Tulips”) to this special issue. As distinct from those anthologies, we propose here a dialogue between non-canonical, contemporary texts, written in response to this call for submissions, and sharing similar preoccupations. This is why we include narrative, poetry, prose poetry, and even some essays, to illustrate that the concern for our planet cuts across genres and that the conversation sometimes takes place elsewhere, at a crossroads. The texts that compose this special issue are particularly fertile, if we may use a botanical metaphor. They display innovative aesthetics that are derived from the use of artistic, literary, and cultural traditions from diverse media and genres. Like her fellow Argentinean Juanjo Conti, Valeria Correa Fiz observes in “Afectos especiales S.L.” (“Special Affects S.L.”), the first chapter of the unpublished novel she is currently writing, how treacherous and sinister science can be when its effects on the physical and mental health of human beings are unclear. Science acts as one of the façades assumed by power,” she notes. The extinction of an animal species to which the narrator refers —the white shark— functions as a metaphor to establish such a parallel. Over time, the protagonist, an employee in a biotechnology company, falls victim to the contaminants at the worksite, which cause her to develop degenerative sclerosis and other symptoms of progressive deterioration. Even so, Correa Fiz concludes her story by 29


celebrating love (reciprocated or not) as one consolation in the face of doom. “Segunda crónica: el fin de los árboles antiguos” (“Second Chronicle: The End of the Ancient Trees”), a mytho-dramatic text by the Paraguayan writer Estela Franco Guerrero, has resonances of both the Bible and the Popul Vuh. The story takes place after “the cataclysm” stemming from deforestation, migrations, plagues, and climatological ravages. The “cavedweller”, a survivor of the human excesses caused by invasions of corrupt men “who misus[ed] nature for their own benefit”, devises a romantic and ingenious idea: to reforest the planet with twisted trees to keep past abuses from being repeated, a gesture that links this text to Gisela Heffes’ contribution. In her long narrative poem, Heffes documents her experience of global warming: “[y]ou complain and think: It never used to be so hot in October,” appropriating the slogan that has been circulating lately on social media: “no es calor, es desmonte.” (“it’s not hot weather, it’s deforestation.”) In “Tulipanes” (“Tulips”), she tells us about Orlando’s “absurd project” of planting shade trees, a small remedy to alleviate a dying planet, similar, in an ironic twist in the poem, to the makeup she buys in stores that sell fraudulent “sustainable” products. However, these small gestures are nothing more than playacting. The land where the trees were planted is sold and the trees are destroyed and dumped in a landfill. Noble deeds are not successful because we are undoubtedly living in a capitalist world of desire, money, and cities that are no longer ours. “Eco te absolvo” is a short prose poem by the Chilean poet and playwright Gustavo Gac-Artigas, a relentless critic of social injustices and implacable observer of the environmental crisis impacting us. His text, charged with an eroticism undermined by the new frontier delineated by the sea, is a wake-up call. Likewise, the man who travels the roads in “Y el verbo se hizo carne...” (“And the Word Became Flesh...”) ends up surrendering, helpless in the face of the sea’s implacable power, which is parallel to that of time’s incessant forward movement. In “Regreso al mar” (“Return to the Sea”), a short hybrid piece of poetic prose, the Chilean poet Montse Madariaga Caro takes us on a “psycho-spatial” journey, after “long confinement” — perhaps a product of the pandemic. And so echoes of popular songs and Mapuche voices, tales of reencounters with the sea, friendships, and native settlements re-emerge. Meanwhile, Madariaga Caro takes a dramatic turn when she realizes that her trips home are in effect goodbyes and farewells, or “soul cramps”, as in the song “Promesas sobre el bidet” (“Promises on the Bidet”) by Charly 30


García,2 end products of erosion and decomposition, and breakdown and death in the face of a reality that is now impossible to rectify. A simple anecdote about a man who gets lost in a national park serves Mariano Quirós as point of departure for a critique of deforestation, the corruption of ostensibly non-profit private companies, the indiscriminate slaughter of indigenous peoples, and the crimes perpetrated by armed soldiers or private police forces. “El monstruo del Impenetrable” (“The Monster of the Impenetrable Forest”) alludes to the Argentinian national park that bears that name. The monster, however, is something more sinister— it may be the accumulation of the devastation suffered by the afflicted population; or a guide gone missing; or an emaciated, feral cow. Or perhaps it is the narrator himself, indirectly implicated when he hears the guide’s story, leading him to suspect that “[I have] a monster inside me.” During a brief stroll “Del pasto a la piedra. Un texto peripatético” (“From Grass to Stone. A Peripatetic Text”), Peruvian writer Claudia Salazar Jiménez travels on foot through a typical Southern California suburb where no one ever walks. The narrator proposes an appreciation of the changes that are taking place as a result of the “new normal” caused by water scarcity and intense heat. In the course of her walk past homes and urban gardens, Salazar describes the landscape as a “dry garden,” sandy and yellowish, yet somehow captivating, where gray stones, drought-resistant grasses and ecological catastrophe predominate. For his part, Cristian Aurelio Antillanca offers us the sweetness of Mapuche voices, the song of women heartbroken for the land, evoking the distinguished figure of Nicolasa Kintreman, a Mapuche activist who defended a river and her land from the construction of a dam. Nicolasa fought in vain against the capitalist system and could not prevent its destruction/ construction; years later, she was found dead in the same artificial reservoir created when the dam swept away the rivers and flooded the land. The disheartened (las descorazonadas) also include those mythological Mapuche women who have sacrificed themselves on behalf of the balance of nature and defending what is theirs: “a esta tierra mía no la daña nadie/ ni la viola nadie / y por eso nunca, nunca / me voy a cansar de luchar” (“no one will harm this land of mine / nor shall anyone rape it / and for that reason I will never, ever tire of fighting”).3 With her beautiful verses, we turn our gaze to the situation of indigenous peoples who have suffered dispossession and plundering for centuries, a situation that is linked with both the claim to lands and the defense of Amerindian intellectual and cultural traditions. 2 3

A song from the record Piano Bar, Universal Music Group, 1984. D. P. Snyder’s translation.

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The Chilean visual artist and photographer Kütral Vargas Huaiquimilla addresses representative elements of the current climate crisis, such as pieces of chipboard or debris collected from a shipwreck on which he paints with oils and enamels, and composes his photographs. In “Plástica maleza” (“Plastic Weeds”) Vargas finds that the most propitious way to deliver his protest message is by creating paintings that express his intention literally, like “Cuidemos el planeta” (“Let’s Take Care of the Planet”), or his oil painting on burnt wood found at the Palo Muerto overlook, entitled: “Empresas que se quieren instalar en el Parque Natural Kan-Kan incendiado” (“Companies that Want to Set Up Shop in the Burnt Kan-Kan Natural Park”). In “Rumbo à Ferrugem” (“Toward Rust”), the Brazilian poet and scholar Prisca Agustoni proposes an expedition along the bed of the sacred Watu River. She embarks on his journey through a civilization of roots that are not rooted, but rather floating adrift, and she designs a vegetable syntax that guides us throughout the poem. She expresses herself in the language of the river, a dead language of mud and ancient phonemes, a tongue of open wounds. This is a journey toward rust, toward a river that can no longer breathe, the “camouflage of a dying era,” where neither rain nor insects can be expected anymore. It is the trek to/from a depleted, rusty, dead river; it is a relentless march to terricide. “¿Volverán las oscuras golondrinas?” (“Will the Dark Swallows Return?”), wonders Alicia Dujovne Ortiz, an Argentine writer based in France, with an obvious nod to Gustavo Adolfo Bécquer and the melody of Keats’s nightingale. In her French garden, she leads us into silence, to the gradual disappearance of species that go quiet and are no longer present and whose absence becomes a thunderous noise. Her story is one of abandonment, of departures, a tale of no return to the garden that still awaits the swallows, of “sorry-looking flowers” (“flores feúchas”) left without the bees’ pollinating touch. However, the story itself is also a metaphor for resilience, because even in the drought of the exhausted and silent, hope remains. What is invisible, which must be cultivated and, indeed, what will save these wastelands, is the return of the wasps, the bees, and the dry tree that sprouts branches again. “It all depends,” the author says, “on the water that we give them.” We recognize that one of the purposes of literature is, perhaps, to bear witness. Therefore, we include in this volume the essay “Ecoansiedad y el proceso creativo en Mugre rosa” (“Eco-Anxiety and the Creative Process in Pink Slime”), together with an excerpt from the multi-award-winning novel of the same name published in 2022 by the Uruguayan writer Fernanda Trías. The author illustrates the growing number of prestigious writers, 32


artists, and filmmakers in Latin America who are holding the human species accountable for the ravages of ecological change. This essay by Trías doesn’t purport to provide answers, but rather to alert us of the urgent need for change in the face of the reality of imminent global catastrophe. Flies are the leitmotiv Christian Molina’s poem. “Un pequeño mundo enfermo” (“A Small, Sick World”), not only references the extensive soybean plantations that are eating up everything in the Argentine heartland, poisoning the land, the water, and the sky but also the diminished world of someone who has to use salbutamol for the first time to be able to breathe. Molina reveals a landscape of poverty where disease is born out of economic necessity and of the need to work in unhealthy conditions, while paying close attention to issues of social justice and the right to live, work, play, and develop in a healthy and wholesome environment, as proposed by the Global Environmental Justice Movement. A poem that unpacks excuses—”if there is so much poison here / why do they stay and how do the pigeons live?”4—to gradually build up the sickness of a world—the poison, the flies, the flies, the flies—that tries to appear normal. This heartbreaking poem could well be read in concert with “Glifosato” (“Glyphosate”) by Carolina Sánchez, in which the “fake bird” is the emissary of the poison, “an air that engulfs us,” and of the war that is lived in the skin and to which we are always vulnerable. It is, in fact, the Colombian poet Carolina Sánchez who experiments with new writing techniques to learn from the rocks and to dance to another tune; she seeks above all to exhume and de-sediment the earth, “layer by layer,” just as she does with writing, so she can name. The titles of her poems themselves already incorporate the names of other poets and theorists, such as: “Voces que se hunden: Sampleo de José María Arguedas + Donna Haraway” (“Sinking Voices: Sampling María Arguedas +Donna Haraway”; or “El texto nos da voces: Sampleo de Cristina Rivera Garza + Úrsula K. le Guin” (“The Text Shouts at Us: Sampling Cristina Rivera Garza + Úrsula K. le Guin”). These poems demand a voice that is not univocal or predominantly individual, but rather perforated by other, earlier voices, other “geological” writings. The poem declares that we can no longer write from a unique individuality or literary tradition. We women, like the planet, are pierced and sedimented. In short, our words are no longer ours, since they con-(ta)-mine-ate us, sediment us, and anchor us to a complicated past and an uncertain future. In his story “Fina tela naranja” (“Fine Orange Substance”) Nicolás Vivalda offers us a subtle example of the new gothic genre, here focusing on the environmental tragedy. It so happens that the protagonist, a young 4

Translation by D.P. Snyder from the original poem included in this issue.

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girl, is the first to discover adverse effects on bird embryos. The egg that Elvira finds, coated with a fascinating yet disgusting membrane, belongs to “a flawed, soft, flabby body of an orange color several shades lighter than the deep brick tone that the well-fed chickens of the farm usually exhibited.” The girl is unable to recognize the danger posed by these mutant effects stemming from the over-production of antibiotics. Elvira’s innocence serves as a metaphor for the inability of a community to perceive the ecological tragedy that enshrouds it when “the unusual becomes the rule.” The unwitting public will have to establish the relationship between the chronological and descriptive narrative of Juanjo Conti’s country flora and the harmful effects of agrochemicals on humankind. Otherwise, it will be difficult to grasp the dangers of “Caminar el campo” (“Walking the countryside”) and the vast expanses traversed by the narrator’s father who is impelled by his mission to detect insect infestations. His premise consists of “transforming grain into meat” (“convertir el grano en carne”) and improving the quality of wheat for fattening livestock. Throughout the story, Conti offers us a useful lesson on photosynthesis and the labors involved in the gardener’s work. Mankind’s sometimes accidental impact on nature is revealed in “La Isla de los Mástiles” (“The Isle of the Masts”) the island-protagonist of the homonymous poem by Argentinian writer Verónica Laurino. The formation arose from an accident in which an oil tanker collided with a sand barge in the middle of the Paraná River. After years of sedimentation, this anthropogenic accident gives birth to the island. Navigating to this mythisland is, for the poet, a live geology class. That said, accidents and the works of man will not always have such a relatively friendly outcome. She also describes the intentionally-set fires that burn on the natural islands off the coast of Rosario: “Where there was once a wetland / we found a desert” (“Donde había un humedal / encontramos un desierto”). Her poem raises the alarm about a problem that is pressing and entirely contemporaneous to the writing: as Laurino puts the disasters into words, the islands are burning. The smoke and ash reach the city, travel through the air, contaminate, impede breathing, and irritate eyes, throats, and noses. Indirectly, the poem calls for a Wetlands Law, which is not in force in Argentina today. Meanwhile, “Chama” (“Flame”), by Wilson Alves-Bezerra, is an outcry that poetically draws attention to the criminal fires in Brazil that are destroying the Amazon and the Pantanal, which were brought about by the ecogenocidal policies of former president Jair Bolsonaro. A government, or rather, a government policy that pursues what it calls the industrial development of the interiorização (hinterlands) is nothing more than an economic strategy to expand soybean plantations and cattle ranches for the export market. This sort of policy is destroying the lungs of the planet. 34


Deforestation, extractivism, rampant planting of “genetically modified soybeans, /Nazi cattle, /transphobic/misogynist rancher/on the racist raft / of the river of dread” (“soja transgênica/ gado nazi/ transfóbico/ fazendeiro misógino/na chalana racista/ do rio do pavor”) rigged via democratic process by a governing leader that burns, incinerating not only the forest, but also certain races and genders. Alvez-Bezerra decries an ecocidal and genocidal democratic process in a blazing poem. In a radical shift of poetic voice and sensibility, the delicate verses of Argentine poet Julieta Lopérgolo, like Lavelle’s diary, take us through a world of rain, mist, and pluvial tongues. Of mist, flood, and drought. A drought that, in itself, still holds some beauty, glow, and sparkle. A place where finally “nature has become prose” (“la naturaleza se ha vuelto prosa”), where not even verses with their careful craftmanship seem adequate to express it. Lopérgolo clamors for gardeners with good memories, for plants without trellises, for untidy gardens, and for a landscape that is not artificialized like the poem itself, but rather migrates like a hybrid genre. It is in this movement that the poet aspires to achieve a poetical balance. Two texts by Patricia Lavelle emerge from her COVID-19 confinement in Brazil in March 2020. During those days of seclusion “nos confins da casa” (“within the confines of the house”), nature returns to take over the planet for a brief period. It is the same nature, disrupted and under attack, which facilitated the zoonotic leap from the bat to the human being. Ironically, Lavelle does not present nature as natural, but as “artificial and cultivated” from different “pontos de vista” (“points of view”). The text seems to ask: How is a landscape conceptualized? Is a landscape a landscape because it is observed? What is a tree? The diary ends with an affirmation and a question: “Every day it becomes harder to answer the question: / Where do you live?” (“A cada dia fica mais difícil responder à pregunta / ‘onde você vive’?”). Lastly, in her interview with Nora Glickman, Paz Encina testifies about her sense of obligation to reveal the natural and social conditions of the Ayoreo-Totobiegosode, whose community is the only one in Paraguay that still lives in voluntary isolation. Encina is a Paraguayan filmmaker whose life’s work has become documenting the worldview of the indigenous people who are forced into exile because of the deforestation of the Paraguayan Chaco. The characters of her elegiac film “Eami” (the word means “mountain” and “world” in the Guaraní language), which was nominated for an Oscar in the category Best International Film in 2022, speak in their native tongue. The Spanish subtitles are perhaps one of the ways in which Encina can potentially safeguard the home, identity, and language of the Chaco territory. Paz Encina’s artistic contribution lies primarily in the 35


translation of a worldview from a cinematographic perspective to place us face-to-face with a world in crisis. In this gallery of diverse and contrasting texts, there are some photographs taken by contributors (Laurino, Lavelle), as well as images of multimedia work produced by the authors themselves, as is the case of Kütral Vargas, possibly trying to indicate and explore/exploit by other means this planet of ours that is now on fire. To this end, the group of contributors employs different registers, more or less poetic, more or less colloquial, and addresses the topic in direct, or sometimes simply evocative, ways. At this writing, we are experiencing record high temperatures for February in New York City, more like those of late April, springtime, than of this winter, which is ending strangely, without snow. The planet exhorts and compels us to bring together voices that make themselves heard and that poetically sketch out an environmental map of South America: the land, the sea, the rivers, the air, the fire. Welcome to this special issue of Hostos Review/ Revista Hostosiana, Toward an Environmental Cartography of South America.

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Nora Glickman, literary critic, fiction writer, and playwright, was born in Argentina and received her M.A. from Columbia University and her Ph.D. from New York University. She is Professor Emeritus of Latin American Literature at Queens College and the Graduate Center in New York City. Most of her short stories, reproduced in anthologies in Spanish and English, also appeared in the collections Uno de sus Juanes (1983), Mujeres Memorias Malogros (1991), Puerta entreabierta (2004) and Hilván de instantes (2015). Of her bilingual anthology, comprising four plays, Suburban News won the Jerome Foundation Drama Award in 1993. Her collection entitled De sombras a voces (2015) consists of ten monologues that were performed in several countries in South and Central America, the United States, and Israel. Her critical studies on Latin American literature of the 20th century include: Presencia del inglés en el cine y teatro argentinos (2011, with Victoria Cox); Jewish Argentine Theatre: A Critical Anthology (1996 ); The White Slave Trade and the Untold Story of Raquel Liberman (2012); Crossing Continental Bridges: Cinematic and Literary Representations of Spanish and Latin American Themes (2015, with Alejandro Varderi); and Evolving Images: Jewish Latin American Cinema (2018, with Ariana Huberman). From 1998 to 2017, Glickman was the associate editor at Modern Jewish Studies/Yiddish. Since 2013, she has been the co-editor of Enclave: Revista de Creación Literaria en Español and the book review editor for the journal Latin American Jewish Studies. Mariana Zinni holds a Ph.D. in Literature from the University of Pittsburgh and is a Professor Spanish, specialized on Colonial and Postcolonial Literature at the Department of Hispanic Languages and Literatures at Queens College, CUNY. Her research and writings focus on Latin American colonial literature and culture. She is the author of Mímesis, Exemplum, Narración: La crisis de la hermeneusis cristiana en la enciclopedia doctrinal de fray Bernardino de Sahagún (2014). She has published articles in academic journals, such as Revista Hispánica Moderna, Estudios de Cultura Náhuatl, Estudios Hispánicos, IA Iberoamericana, Nueva Revista de Filología Hispánica, Calíope, among others, as well as chapters in books. In 2013, Zinni received the Isaias Lerner Memorial Award awarded by The CUNY Academy for the Humanities & Sciences and, in 2021, the President’s Award for Excellence in Teaching by FullTime Faculty in the School of Arts and Humanities, conferred by Queens College.

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Valeria Correa Fiz

AFECTOS ESPECIALES S.L.

Creación, dominio, dinero eran las palabras que gobernaban su pensamiento y existencia. Y yo lo amé. Amé a Luis de verdad e hice con él una alianza de la misma fuerza imparable con la que la manzana gobierna el deseo. Los primeros tiempos cogíamos mucho, en la cocina, en el baño (besos, uñas y la violencia de las carnes que se acoplan), pero nunca en la cabaña del jardín donde realmente me habría gustado hacerlo porque para Luis, lo entiendo ahora, era un espacio casi sagrado, de creación y pensamiento. El sexo puede tener distintos significados. Para él era una cuestión de control y poder (una vez, cuando era chica, le había escuchado decir a un gordo con las comisuras de la boca llenas de saliva en un bar: las mujeres son como las chapas, si no las clavás, se te vuelan). También de vanidad, gustar y saberse deseado. Para mí era una forma de comunicación, una confirmación muda del amor de un hombre al que le costaba decir o decirme te quiero. Conocí a Luis en Humanas S.L., la empresa de biotecnología en la que trabajábamos, junto a la máquina de café una semana después de mi ingreso a la compañía. Ese mismo día, los periódicos reportaron la extinción del último tiburón blanco: el animal, al igual que yo unos años más tarde, llevaba chips incorporados a su cuerpo que registraban sus movimientos. ¿Sirvió para algo saber cuándo se extinguió con él toda su especie? No sé; lo que sí sé ahora es que la ciencia también puede ser uno de los muchos disfraces que asume el poder. Casi dos años después de ese encuentro frente a la máquina de café, Luis fundaría Afectos Especiales S.L. y me llevaría a trabajar con él. Recuerdo la fecha en la que nos conocimos perfectamente porque los primeros dolores empezaban a manifestarse en mi cuerpo: ya me costaba inclinarme a recoger el vaso de plástico con el capuchino. Aunque por entonces no sospechaba ni remotamente lo que me esperaba. Todavía faltaba mucho para que usara bastón, para que las deformaciones anatómicas comenzaran a producirse y que los dolores y las dificultades me confinaran a mi casa. Esa tarde, unos segundos antes de que el capuchino sin azúcar estuviera listo, Luis apareció por mi flanco derecho: –Soy Luis. Yo ya lo sabía, aunque él trabajaba en otro departamento. Era del plantel directivo de la empresa, el Director de I+D, Investigación y Desarrollo: Luis era tímido, pero había nacido para mandar y haría de ese rasgo su destino. A primera vista, parecía más frágil de lo que era. Quizá porque era demasiado alto, delgado y seco, como si la carne en 39


la que estaba inscrita toda su sabiduría fuera de papiro. Su deseo de control iba por dentro, engordando interminablemente las venas y los nervios, ese bosque de espinos que se abría y se enredaba y se volvía a bifurcar azuzando su esqueleto. Se agachó y me alcanzó el capuchino en silencio. La espuma tembló en el vaso, pero sus ojos estaban fijos en los míos. –Tu nombre es… –Silvina, de Informática –dije, mientras sonreía agradecida porque su maniobra con el capuchino me había evitado tener que inclinarme y acentuar el dolor de espalda. Ahora que lo conozco sé que su cortesía no fue casual: nada en él lo era. Seguramente me había observado otras veces: la máquina de café quedaba justo enfrente de su oficina y había calculado el momento exacto para presentarse. Era su modo de abordar la vida: rara vez perdía la paciencia y sabía esperar. Años más tarde, en Afectos Especiales S.L., lo apodarían Lagarto por sus ojos alargados, entre verdes y amarillos, por su nariz breve y achatada y sus labios escamados, pero Tiburón, por el sigilo, velocidad y cálculo de sus movimientos, también habría sido un sobrenombre adecuado. –¿Nos sentamos allí y te lo bebes? –me preguntó. Su altura me obligaba a elevar el cuello para mirarlo: la gente muy alta tiene otra distancia con las cosas, las sobrevuela con una perspectiva casi divina, pensé. Él me hizo un gesto con la cabeza. Allí era su oficina: paredes blancas, un ordenador y dos sillas. En su despacho fue que no había fotografías ni reproducciones de pinturas famosas enmarcadas. No había ni ningún objeto que revelara sus gustos, vínculos o aficiones. Uno es aquello que mira, recuerdo que le gustaba decir a Luis, y en esa oficina, él no era nadie, nada que uno pudiera descifrar. Sin embargo, esa nada resumía algunos de sus rasgos más importantes: control, orden y pulcritud. No sé de qué hablamos esos primeros minutos, pero en algún momento la noticia de la desaparición del tiburón blanco se coló en la conversación. Luis dijo: –Nada ni nadie debería perderse. Todos deberíamos tener alguna forma de reemplazo. Yo no estaba segura de que esa frase fuera acertada, pero no lo contradije. Por el pasillo pasaba Castroville. Era hijo de franceses pero conservaba la erre engolada. Trabajaba en el departamento de Contabilidad & Finanzas. Tenía fama de mezquino y un poderoso mal aliento. A cebolla fermentada. Tenía, también, una joroba cervical como si la profesión lo obligara a encorvarse para contar monedas igual que a los prestamistas del Medioevo. –Bueno, no todos –Luis se corrigió mirando al francés–, algunos deberían desaparecer y ya. 40


Me guiñó un ojo y sonreí. No sé hacia dónde derivó la charla ese día ni cómo acabó por referirme la creencia medieval de que las mujeres embarazadas debían mirar solo cosas hermosas si querían que sus hijos fuesen guapos. –¿Te gustaría tener niños? –¿Cómo? –contesté confundida por su pregunta directa e inesperada. Ninguneó mi cómo y mi sorpresa. Siguió hablando: –En cualquier caso, yo creo que todos deberíamos mirar solo cosas bellas –dijo cosas, pero la forma en que me exploró con los ojos me hizo sentir halagada. Me coloqué un mechón rubio detrás de la oreja. –En el Medioevo, también creían –me explicó– que para evitar las pesadillas se debían solo hacer buenas obras durante el día y leer páginas bellas y edificantes. Especialmente antes de irse a dormir. Había que moldear los restos diurnos, como denominarían los psicoanalistas, siglos más tarde, a esas impresiones diarias que de modo fragmentario se colaban en nuestros sueños. –Hay mejores maneras de manipular los sueños, ¿no crees, Silvina? No supe qué responder: él era uno de los jefes y quince años mayor que yo. Me miraba con todo el poder y desparpajo que le conferían su puesto, edad y altura. Desvié los ojos y me hundí en mi capuchino. El olor a leche me ponía a salvo. Entonces Luis sugirió con voz tranquilizadora: –Con la comida, por ejemplo. Sonrió y me mostró una hilera de dientes perfectos. Eran naturales, no llevaba carillas ni prótesis y me gustaron. Lo hacían verse más joven, aunque pensé que ese brillo quizá revelaba que era un maniático del cepillo, los enjuagues bucales y el hilo dental. –Hay un restaurante árabe…–interrumpió la frase y se corrigió–; quería decir que la comida de allí te hace dormir como en un serrallo. Un serrallo era para mí un sitio obsceno, pero también un recuerdo agradable de la obertura de la ópera de Mozart que mi padre silbaba espléndidamente mientras se afeitaba con sus labios de tenor rebosantes de espuma. –El restaurante está ambientado como un palacio de Oriente y... Sonó el teléfono. La llamada me permitió retirarme de su oficina y de aquella charla. Pasaron muchos meses desde aquel encuentro antes de que la relación laboral se convirtiera lentamente en amistad y luego en amor (al menos, para mí). Muchos meses antes de que Luis comenzara a llamarme Silvinita. –Silvinita, ven. Me gustaba el sonido grave y amortiguado de su voz cuando lo decía. El sonido se avenía con la noche y el olor ligeramente ácido de su cuerpo desnudo. Luis era un tipo atractivo y yo podía habitar ese cuerpo, 41


hacer de él refugio o tormenta. Y era un amante paciente y devoto que sabía jugar con mi carne. Sabía mirar, sabía desnudarme. En algún momento que no sé precisar, empecé a adorar sus ojos de reptil, entre amarillos y verdes, que se bebían el mundo a borbotones. Y a desear que las manos frías y huesudas de un hombre veinte años mayor que yo y que todavía jugaba con muñecas me masturbaran. A la mañana siguiente de aquellas noches de sexo, con los ojos somnolientos y el pelo rubio enmarañado, me desayunaba sus sueños de grandeza: –Ya verás qué grande será Afectos Especiales –me decía, la lengua finita recogiendo la gota de café con leche en la comisura izquierda– Silvinita, ¿quieres más café? Soy extranjera (una argentina más en España), era joven y estaba enferma. Él me ayudó con mi esclerosis degenerativa, la polimialgia reumática y mis neuropatías, mucho antes de que todo ese conjunto de síntomas horribles tuviera un nombre y comenzaran con la verdadera degradación de mi carne. Él me empleó, me asistió y me sostuvo, a pesar de mis miedos. Me curó: supongo que le estoy agradecida, pero ese sentimiento está tan teñido de resentimiento que me cuesta aislarlo. –Silvinita, abre los ojos, despierta ya y dime si quieres otra taza de café. Estábamos en su cocina: era perfectamente blanca y todavía huele a pan tostado y a mantequilla en mi recuerdo. –Sí, gracias. Solo un expreso, sin leche esta vez. A ver si me despierto. Me desperezaba en la silla de su cocina impoluta y el camisón, salmón y breve, se alzaba por encima del culo. Luis venía a mí, buscaba mi boca con la suya y, antes de tomar la taza, me acariciaba lentamente este mismo brazo que ahora es tan distinto. Todo mi cuerpo envejeció y es otro. También Madrid es tan diferente: ya casi nadie vive en el centro de la ciudad; la periferia se volvió un sitio seguro, custodiada por drones policiales. Las plantas artificiales se intercalan en simbiótica perfección verde con las naturales en plazas, paseos y jardines. No quedan más gatos sueltos en el Retiro ni en ningún otro parque de la ciudad, solo unos pocos en el nuevo cementerio. Lo visito, aunque ninguno de los nombres de las lápidas me pertenece (todos mis amigos estaban enterrados en el viejo cementerio, que fue clausurado; sus cuerpos reducidos a cenizas y reubicados). Secaron el pantano colindante al cementerio y los niños ciegos ya no deambulan entre sus tumbas. Fueron entregados en custodia a algún centro de menores y hoy serán adultos. ¿Venderán lotería con los ojos inútiles, suplicantes de claras de huevo? No hay tampoco ningún pato junto a las tumbas. Perdimos también los patos y, años más tarde, los vencejos. En Casa de Campo pusieron sus hologramas para que los niños los conozcan y comprendan el peligro de las especies en vías de extinción. 42


Tantas cosas cambiaron. Los ancianos como yo saben cómo funcionaban los Vaciaderos, esos gigantes incineradores de órganos, miembros y cuerpos. ¿Recordarán también ellos el difuso olor a carne humana, como a pollo frito dulzón, que desprendían por debajo de los nubarrones de ceniza con los que se cubrían las inmediaciones de la ciudad? Todo mi cuerpo envejeció y cambió. Tengo un riñón sintético que destila una orina abundante, aunque demasiado oscura, según mi nefróloga, y llevo lentillas intraoculares porque se me había opacado el cristalino. Veo bien, veo que todo es distinto ahora, en la ciudad y en mí, excepto las cicatrices de mis antebrazos. Permanecen blancas y firmes, como un renglón dócil que me invita a escribir esta historia. Miro las cicatrices de mis antebrazos y sé que lo permití todo porque estaba desesperada y porque confiaba en Luis y lo amaba. Cuánto lo amaba. Creía que el verdadero amor exige pruebas, pruebas casi sobrenaturales: la vida es soportable solo porque se vive a tajadas y porque el dolor psíquico, como los topos en la tierra, cava galerías profundas en la memoria para que lo olvidemos.

Valeria Correa Fiz es una escritora de Rosario, Argentina, residente en Madrid. Es autora de los libros de relatos La condición animal, seleccionado para el IV Premio Hispanoamericano de Cuento “Gabriel García Márquez” y finalista del Premio Setenil 2017, y Hubo un jardín, y de los poemarios El álbum oscuro, El invierno a deshoras, Museo de pérdidas y Así el deseo. Su obra poética ha sido distinguida en España con el I Premio Internacional de Poesía “Manuel del Cabral”, el XI Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez” y el III Premio de Poesía “Clara de Campoamor”. Algunos de sus relatos y poemas han sido recogidos en diversas antologías y traducidos al inglés, italiano, hebreo, alemán y rumano. Coordina el Club de Lectura del Instituto Cervantes de Milán desde hace más de diez años, donde también imparte talleres de escritura creativa.

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Estela Franco Guerrero

SEGUNDA CRÓNICA: EL FIN DE LOS ÁRBOLES ANTIGUOS

Habíamos transitado los peores momentos de luchas por la vida. Los cataclismos devastaron los países. Las poblaciones sobrevivientes comenzaron a sufrir el exterminio por parte de líderes absolutistas cuyas fuerzas avanzaban silenciosamente sobre las pequeñas comarcas que tenían agua, criaban animales de granja y cultivaban parcelas para su autoconsumo. La gente se proveyó de las ciudades en ruinas para reconstruir otra forma de vida, lo que duraba poco. Volvían a resurgir los instintos más básicos, los síndromes de conquistadores insatisfechos, manipuladores compulsivos, mezquinos, maquiavélicos y despiadados. Era la amenaza conquistadora de Los Ursos, hombres gigantes casi bestias; Los Egregios, una legión de sabios multimillonarios con el poder de poner sus dedos sobre nuestros interruptores de defensa, desviando los avances de la naturaleza hacia su propio beneficio. La nueva guerrilla de “Estado soy Yo” o mejor decir, la brutalidad hecha hombres decadentes, sin armas, sin inteligencia, sin glorias y, por último, los grupos y sub grupos de cuatreros, todos con ansias de más territorios donde plantar sus banderas. Los líderes me buscan vivo o muerto, sin embargo, siempre estoy entre ellos. Soy un fantasma que los controla, que durante las madrugadas deambula dentro de las fortificaciones de estos nuevos filisteos que imponen titánicas batallas por tierra, mar y aire, pero aún no logran conocer el agujero donde vivo, el lugar destinado para que sus perseguidos se salven. Saben de mi existencia después de lo ocurrido con “El Estado soy Yo” y su gavilla, cuando perecieron frente a las puertas sagradas de La Llave de la Tierra. Me juré que nadie iba a conocer el alcance del submundo cavernal porque en su seno más alejado se acuna la niña natura; ella y sus nodrizas ancestrales me ayudaron a concretar una red de leales: las poblaciones de indígenas de América del Sur, los nativos americanos del norte, muchas de las comunidades primigenias de Europa, África y Oceanía, además de las comarcas más pacíficas del globo terráqueo con quienes conformamos un conglomerado para detener a los invasores. Sobreviví para ver las modificaciones que sufrieron las aves, casi todas desorientadas y sin hábitat; me hacen retorcer de pena y rabia. Con el cambio climático aparecieron nuevas enfermedades entre los animales y los seres humanos, y formas raras de plagas se comen los cultivos, por lo que debimos hacer lo indecible para combatirlas. Los bosques y sus humedales están en peligro latente, así como los polos norte y sur han perdido la fuerza 44


de su alma y de su cuerpo gélido. Las poblaciones viven en constantes migraciones en búsqueda de alimentos y un poco de paz. Lo urgente, lo que nos tiene contra reloj, es el problema de las talas indiscriminadas. Los líderes envían a sus hombres para cercar los bosques y cercenar a gusto y discreción los árboles casi desde la raíz. Con esto aseguran la construcción de sus fuertes, muebles, andamios y todo tipo de transportes como carretas y barcos para circundar los mares y ríos. Volví junto a las nodrizas para hablar con la niña, La Llave de la Tierra. Abrieron sus pórticos y me condujeron a ella. La encontré hecha una anciana resplandeciente en su nido de hierbas: —Ívarr, antes de hablarme, mírate primero al espejo —me vi muy anciano. —Comprendo el mensaje, Señora —le dije. —Sí, somos entidad viva que respira y va dejando de respirar en esta rueda de la vida. Las nodrizas nos rodearon en círculo para que nadie más pudiera escucharnos o vernos desde cualquier oráculo. —Madre, quedan pocos bosques vivos y no podemos luchar por preservarlos. En poco tiempo no quedará un solo árbol en pie. Pese a eso, vengo a proponerle un plan a corto plazo que necesitará de su poderosa ayuda. Las deforestaciones de hoy tienen el valor del petróleo de la era anterior, aunque es innegable que la industria maderera ha sido uno de los negocios más taquilleros en todos los tiempos —una vez que le hablé de mi propósito me dijo que era mi destino ponerlo en marcha. Me concedió los favores divinos para llevar a cabo el plan. —Desde hoy eres el instrumento para reforestar el planeta Tierra. Te proveeré las semillas de todas las especies de árboles. Te concedo mayor habilidad de liderazgo y fortaleza, las armas pacíficas fundidas en los lodos ancestrales, además emergeré para ti, desde el seno profundo de los mares, el barco de la alianza, todo, para detener a los adversarios y llevar a cabo el plan. De mi parte, estoy en comunión contigo para hacer lo más transparente posible, y tienes mi eterno agradecimiento. —Gracias, Señora. —Ívarr, antes de partir, lleva contigo la armonía para fortalecer al grupo. Que se canten todas las canciones indígenas al unísono y yo les enviaré mi energía para que los árboles crezcan fuertes y lo más rápido posible. Corre, Ívarr “El cavernícola”, y convoca a los líderes aliados. La cófrade se puso en marcha para el mega proyecto que involucraba a todos los hombres de buen corazón. Cada miembro de familia deberá plantar al menos un árbol conforme a las indicaciones. La responsabilidad del mundo será desde hoy compartida. Emergió el barco de las profundidades del mar. Pocos lo veíamos porque era absolutamente transparente, como el agua. Cargamos las 45


semillas, las herramientas y los materiales para distribuir a cada líder en los diferentes puntos de la tierra y llevar a cabo la estrategia. El mundo se quedará sin sus árboles antiguos, pero no quedará sin árboles nuevos, no se quedará sin frutos, sin hojas, sin aire puro. Los árboles crecerán con los troncos retorcidos y sus hojas tocarán el suelo. En adelante, ya no servirán a los propósitos mezquinos de la industria maderera porque la figura imponente de los árboles, deliciosos por su verticalidad, quedará en la historia del mundo natural. Nuestros ejércitos se diseminaron alrededor del planeta, siendo cada uno tan transparente como el barco. Plantamos las semillas en las pocas tierras fértiles y muchas infértiles. Al tercer día surgieron los brotes, los dejamos fortalecer tres días más, al séptimo comenzamos retorcerlos, colocando alrededor de los troncos unos pliegues de caucho con alambres de cobres muy gruesos. La receta para el logro del objetivo era quedarse en vilo, atentos al crecimiento de los árboles, al rugir del caucho y los alambres ejerciendo presión sobre las matas, indicando el momento de ceder la estructura al grosor de los troncos y sus tallos. Era un plan peligroso porque solo teníamos diez días para reforestar el planeta sin ser vistos, luego de eso, todo dejaría de ser transparente para volverse visible, para volver a enfrentarnos a la mirada de los colonizadores. Despuntó el alba el día once. En todos los rincones del planeta sopló una brisa fresca, también se oyeron los gritos desaforados y la movilización de las huestes colonizadoras con sus machetes, cuchillos y bayonetas. Ni Los Ursos, los Egregios, ni la gavilla de “El Estado soy Yo” pudieron cercenar un solo árbol siquiera remover desde sus raíces. Nunca, hasta hoy. Estela Franco Guerrero (Asunción, Paraguay). Es poeta, novelista, cuentista, dramaturga y ensayista. Entre los numerosos premios y reconocimientos recibidos, podemos mencionar los siguientes: Finalista del XIII Concurso Tristana de Novela Fantástica (Santander-España, 2020); Primer Premio Concurso Rosa Brítez de Barro y Letras con Gloriosas (2018); Mención del Concurso de Cuento Corto Inédito de la Fundación Elena Ammatuna. con “Despojos de nómadas” (2016); Segundo Premio de Cuento Corto de la Fundación El Cabildo con “Lago conjurado” (2013). Obtuvo tambieen el Primer Premio de Novela Inédita “Grupo General” con El vuelo del Pykasu (2013), la cual asimismo fue finalista del concurso de novela inédita “Lidia Guanes”. Publicó Memorias de aquel vuelo, parte de una trilogía que incluye El vuelo de Pykasu y Volar sin alas, cuyo tercer libro se edita en 2023. Entre otras publicaciones encontramos los poemarios Originarias (2019), Infinita y con Alas (2014), y Camaleónica (2013). Sus textos se han publicado también en diversas antologías a nivel local e internacional. Entre otras actividades profesionales, Franco Guerrero participa como ponente en universidades y ferias de libros de Paraguay y Argentina. 46


Gisela Heffes

TULIPANES

Te vestís, te desvestís. Tenés calor, tenés frío. Salís a la calle y el sol te atrapa con sus rayos llenos de furia. Te quejás y pensás: antes no hacía tanto calor en octubre. Tampoco hacía tanto calor en noviembre, y mucho menos en diciembre. Te decís: si bien diciembre es caluroso, ahora es un infierno. Resoplás. En casa, las flores exhalan sus químicos. Olés a tulipán insípido. Abrís la puerta, cerrás la puerta. Nada te contenta. Pensás en la conversación con tu vecino. Su nombre es Orlando. Es un hombre marchito con los hombros caídos que mira siempre de costado porque la vida le dio tantas bofetadas. Orlando también se queja. Pero quejarse no es suficiente, dice. Tiene un criadero de flores. Y las vende al por mayor. Muchas veces te regala sus flores. Otras, te hace buen precio. Orlando dice que quejarse no es bueno. Usa la palabra “productivo”. Dice Orlando: paraliza. Entonces Orlando se embarca en otro proyecto ridículo. Quiere sembrar árboles. Además de flores que exhuman sustancias venenosas, ahora Orlando siembra árboles. Muchos árboles. Los sepulta en un terreno baldío. Con una pala y un balde lleno de tierra. Como si enterrara a un muerto. Así cava Orlando. Árboles que darán sombra, dice. Y espera. Deja que unas cuantas hojitas asomen del tronco endeble. Y constata que están vivos. 47


Los riega con agüita putrefacta. Orlando es un hombre marchito que cría tulipanes y siembra árboles. Sus tulipanes llegan a confines inesperados. Llegan a la repisa de mármol que adorna las chimeneas. Llegan a las manos de mujeres embarazas. Llegan a restaurantes y bares. Y llegan a los corazones, los pulmones y la sangre. La idea de plantar árboles no es nueva. Es una promesa que se hizo un día cualquiera. Un día que cayó en la vereda como una mosquita desahuciada. Traspasado por un golpe de calor, que lo derribó. Y a pesar de las tantas calamidades, su persistencia lo ayudó a comenzar de nuevo. A pesar de su rostro torcido. Su cuello acartonado ––los extremos adornados por un hilito de rancia suciedad. A pesar de tanta amargura. Cada vez que Orlando siembra tulipanes su cuerpo se pone rígido. Rígido y mustio. Sus hombros acartonados siempre lo traicionan. Orlando parece un hombre muerto. Un hombre vuelto de las tinieblas. Un ser de otra tierra. Los árboles que planta Orlando crecen con mucha lentitud: una hojita, luego otra, y otra. Y así. Ayer se vendió el terreno baldío. Van a extraer los árboles que plantó Orlando con una topadora amarilla. La topadora pertenece a una compañía constructora alemana. La topadora, con sus dedos torpes de metal gastado, extraerá los árboles. Y esos mismos dedos depositarán los incipientes árboles en contenedores de basura. Árboles que no llegaron a crecer. Árboles prematuros. Ahora los hombros de Orlando están mucho más encogidos que antes. Sus pies tienen raíces qué rasguñan el contorno de la tierra pero no logran enraizarse. Orlando está perdido. 48


Pero vos, mientras tanto, usás un abanico antiguo que perteneciera a tu tatarabuela. Es un abanico español. No sabés cómo tu tatarabuela adquirió ese abanico. No creés que ella haya tenido los medios para viajar a España. Tan lejos, después de todo. Más bien lo contrario. Un regalo, suponés. Un regalo de un amante pasajero. Abrís la puerta un poco más para que entren las ráfagas de viento. Inhalás el aire caliente y sentís náuseas. Te mareás. Es el infierno. Los aires acondicionados están prohibidos. Extraen demasiada energía, dicen. Y ya no queda qué extraer. Ahora queda poco y nada. Poco y nada de todo. De todo un poco. Mirás los tulipanes erguidos en el florero de vidrio. Huelen a cocktail químico. Pensás en lo que esconde la belleza. Pensás en las sustancias que tu cuerpo alberga. Los cocktails, los molotovs. Te estremecés, te despreocupás. Te maquillás. Te preparás para ir al teatro. Te mirás al espejo. Tus amigos te esperan a pesar del calor y los árboles ausentes. La ciudad es gris y oscura, y a vos te gustan los grises. Te atrae el cemento y el pavimento de las calles. Que atrae el calor, los gases que se elevan desde el asfalto. Te vestís de negro porque sos moderna. A pesar del ardor que te genera. A pesar del sudor. Te atrae el cemento de las avenidas y los edificios. Su geometría bombardeada. Su fisionomía en ruinas. No sabes por qué. Te extraña incluso esa sensación, habiendo sido criada en el campo. 49


Orlando niega la presencia del gris en la ciudad. De ahí su fanatismo por los tulipanes. O el intento ridículo de plantar árboles. Pero a vos no te importa. Se lo decís. Te reís. Lo humillás, incluso. Qué te importa Orlando. No creés en sus victorias. Creés, en cambio, en sus derrotas. Se lo decís. Y te volvés a reír. Orlando es un ser marchito, lleno de órganos ajados. Su mirada arrugada, tiene ojos de pétalos fétidos, y una actitud ensombrecida que arrastra la certeza de saber que todo llegará pronto a su fin. Le das la espalda a Orlando. No querés escucharlo ni mirar sus muequitas que entretejen historias enmohecidas. Es uno más entre tantos otros. En el teatro vas a ver una obra con tus dos amigos. Leonardo y Adrián. Estás contenta. El teatro te distrae. No te hace reflexionar. Te entretiene sin reflexión o pensamiento. Sin lógica, casi. Sólo la lógica de las emociones que se yuxtaponen. Y te llenan de sensaciones gastadas. Mejor así, porque no querés reflexionar ni pensar. Querés entretenimiento, querés música, cuerpos embelesados y mucho movimiento, sonidos compactos que se expanden. Querés volver a la niñez: ese territorio preciado y fugaz que no podés retener. Intentás aprehenderlo, pero no. No podés. Se esfuma. Pero vos, vos la extrañás. Extrañás su textura, la distensión del tiempo, la tergiversación, su plasticidad. Nada te marcó más, hasta el presente, que tu niñez. Eso lo sabés. Oís los colectivos pasar, las sirenas. Las voces desperdigadas como migas de palomas incoloras y moribundas. Palomas agrisadas por la bruma de la ciudad. Llegaste a este lugar como tantos otros. 50


Tu ciudad no es tu ciudad. Tu comunidad quedó atrás, despatarrada como un perro mordido, en el aire, cuando llegaron para llevarse todo. De nada sirvieron tus raíces para contrarrestar el arraigo que manifestaste. Los que llegaron supieron penetrar esas capas de tierra que te dieron forma y sentido toda la vida. Los que llegaron se especializaban en eso: excavar penetrar extraer desplazar. Todos verbos que terminan en -ar. Tu familia se desintegró. Como un hormiguero que alguien sacude con un palito. Tu familia se dispersó como hormigas desorientadas. Incapaces de recomponer lo que persistía, aún latente. La ciudad te amparó, es cierto. A pesar de su ajetreo. Te amparó, aunque no mucho. Y el calor de la ciudad ahora te agobia. Te hace delirar. Te hace doler la cabeza. Te vestís. El maquillaje se derrite en tu cara por la transpiración. Parecés un payaso. Un payaso de esos de cuarta, tristes, que inspiran compasión. Que los chicos miran de reojo y se alejan, asustados. O le tiran piedras, ladrillos, metales punzantes. Compraste el maquillaje que venden en el negocio de productos enfocados en combatir el calentamiento global. Un robo. Al final todo es un robo, pensás. Con el maquillaje a medio camino, medio desnuda por el calor, y un chaleco en el brazo por si acaso el aire acondicionado en el teatro funciona, y está muy frío, te vas por fin. Dejás tu casa. Dejás las calles atrás. Te tomás un colectivo y te bajás en la parada que tenés que bajarte y caminás las cuadras necesarias hasta llegar a la cola donde te vas a encontrar con tus amigos. Todavía no llegaron. Seguro están en camino. Ya los verás. Lo saludarás con un abrazo afectuoso. Y mientras aguardás sabés que la cola es larga y que el sol es brutal pero no te queda otra. Resistís aun cuando te derretís. 51


Te vas derritiendo poco a poco. Te vas asando como un pollo en la parrilla. El cemento calcinante, el sol abrasador. El olor a carne achicharrada. A sopa hedionda. Ya sos un charco en la cola. Un charco putrefacto. Otro charco más entre tantos otros. Te vas por fin.

Gisela Heffes es escritora y profesora de literatura y cultura latinoamericana en la Universidad de Rice (Houston). En 1999 publicó la antología Judíos/ Argentinos/Escritores (1999), seguida por los ensayos críticos Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana (2008) y Políticas de la destrucción / Poéticas de la preservación. Apuntes para una lectura (eco)crítica del medio ambiente en América Latina (2013), traducida al inglés como Visualizing Loss in Latin America: Biopolitics, Waste, and the Urban Environment (2023). Es editora de los volúmenes de ensayos Poéticas de los (dis)locamientos (2012), Utopías urbanas. Geopolíticas del deseo en América Latina (2013), y del número especial para la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana dedicado a la “Ecocrítica” (2014). Es co-editora de The Latin American Ecocultural Reader (2021), Pushing Past the Human in Latin American Cinema (2021), y del dossier biobliográfico “New Directions in Latin American Environmental Research and Practice” (Journal of Latin American Cultural Studies 31.1, 2022). Asimismo, es autora de la novela Ischia (2000, traducida al inglés 2023), Praga (2001) e Ischia, Praga & Bruselas (2005), los relatos Glossa urbana (2012), las crónicas poéticas Aldea Lounge (2014), la nouvelle Sophie La Belle (edición bilingüe con imágenes de la autora, 2016), la novela Cocodrilos en la noche (2020, 2023) y el poemario bilingüe El cero móvil de su boca / The Mobile Zero of Its Mouth (2020, traducido al francés, portugués y sueco). Es co-editora de Un gabinete para el futuro (2022) y Turbar la quietud (2023). Su nuevo libro Aquí no hubo ni una estrella se publica en 2023.

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Gustavo Gac-Artigas

ECO TE ABSOLVO

el mar va avanzando al mismo ritmo que mi memoria se retira, tengo un vago recuerdo de que alguna vez corrí desnudo por la arena, las olas bañando mis pies, el agua salada salando mi sexo, mientras en la lejanía unas juveniles nalgas me llamaban. el mar/tiempo avanza implacablemente, lo que era frontera, amable espuma, se convierte en amenaza, retrocede, susurran las olas, vade retro humano, se burlan los peces desplegando sus redes para pescar humanos, las gaviotas buscan una almeja entre las piernas de mi amada. las olas barren mis recuerdos, impotente me aferro a ellos antes de desaparecer, en lo alto de las montañas el último sobreviviente me observa, me tiende una mano, se sube a un árbol, y yo corro, corro intentando detener el tiempo y el mar, pero ambos, continúan avanzando, implacablemente hacia mi muerte. mientras el mar traza una nueva frontera en el momento en que mis ojos se cansan de mirar las olas y yo me rindo.

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Y EL VERBO SE HIZO CARNE, SE HIZO FUEGO, SE HIZO AGUA

Hablar del cambio climático me hace sentir útil, me hace sentir todo sentimientos; los buenos, los humanos, me estremezco cual un volcán saliendo del corazón para alcanzar con su ruego las nubes y luego tapar el sol antes de cubrir la tierra de cenizas, estériles cenizas. Me siento salvador como me sentía sesenta años atrás cuando calzando unas viejas ojotas recorría los caminos de mi lejana América Latina. Salí escuchando el ruido de una rama quebrarse bajo mis pies en los salvajes bosques del sur de Chile, desde un islote en un lago perdido entre los árboles un venado me miraba con tristeza, un cisne de cuello negro cantaba por última vez, canto de despedida, canto de muerte, canto de temor, estaba llegando el Hombre a ocupar sus aguas, a destruir su alimento. Al caer su cuello me dijo: “vete, llévame en tu canto”. Di la espalda a los bosques, me bañé por última vez en un rayo de sol que luchaba por llegar a tierra, salí en busca del Hombre, de aquel que asesinó a mi compañero de juegos de la infancia, un pumita del que quedó una triste cueva vacía en la cima del cerro Ñielol en Temuco, su refugio y testimonio de su existencia para las generaciones futuras. Crucé las montañas, sentí el clamor de los salmones remontando los caudalosos ríos para desovar, grabé en mi mente su grito de muerte al chocar con las barreras construidas por el Hombre. Intenté recoger la rama quebrada para llevarla de recuerdo. No la encontré, había partido en humo para llenar los pulmones y alejar el frío de los pies descalzos de los niños, las niñas, en una escuela pública en Temuco. piececitos de niño azulosos de frío… Vi salir del corazón de las montañas el cobre en el mineral El Teniente, vi el color verdoso de las aguas residuales cayendo de semidestruidas canaletas de madera que arrojaban las aguas servidas cargadas de ácido por los campos de Rancagua. El verde fue artificial, el otro, el de la vegetación murió en manos de la avaricia.

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En Iquique comí un biftec de albacora en salsa negra pescada en galante combate por los pescadores de mi pueblo. En la lejanía los barcos venidos de lejos calentaban sus motores para iniciar la pesca por arrastre, la pesca industrial —sálvese quien pueda— el apetito del Hombre no tiene límites, la usura tampoco. Mis pies, se hirieron, quemados por la arena ardiente del desierto que implacablemente avanzaba sobre mi país. Salí de Chile en punta de pies, me preguntaba si el Hombre era diferente más allá de las fronteras, si el pez era alimento y no negocio, si una lechuga o un tomate, esos de antes, esos que explotaban de sabor en mi boca, esos cuyo aroma llenaba mi pensamiento, tenían alma. En las alturas, en Cerro Hermoso, en Cerro de Plata, la montaña cobraba en sangre la osadía de aquellos que perforaban su vientre. En las minas de oro no eran las aguas residuales las que corrían por las laderas, era el mercurio, ese asesino que mataba la tierra y perforaba los pulmones de los mineros. Recordé las manos de mi madre cubiertas de joyas de oro, busqué con mi mirada la sangre derramada en cada joya. Busqué los bosques salvajes del sur de Chile en los llanos de Colombia y vi enormes pastizales para alimentar ganado, vi un paisaje lunar entre Santa Marta y Barranquilla; los árboles retorcidos, sin una hoja, imploraban al cielo. En una playa despoblada, comí un arroz con chipichipi para darme fuerzas y continuar mi búsqueda, ya no del Hombre, ese lo conocía, de entender el por qué nos estábamos suicidando. El pescador artesanal, tomó mi plato y vació otra cucharada: “coma amigo”, me dijo, “no creo que vuelva a probar un arroz con chipichipi”. En una canoa remonté el Amazonas, quizás encontraría la respuesta en una tribu perdida. Demasiado tarde, la civilización había llegado y los que sobrevivieron ya no hablaban la lengua del corazón. Sesenta años más tarde, las aguas del océano, otrora mi amigo, suben lentamente hacia mi casa. En las olas, la sombra de un cisne de cuello negro, una albacora desafiándome, un ciervo escapando entre las flores artificiales, flores de papel, trayéndome en la tormenta la respuesta, mi rostro reflejado en las escamas de un pez espada. Calcé mis viejas ojotas y me adentré en el mar, había encontrado al Hombre y la respuesta. 55


Gustavo Gac-Artigas es poeta, novelista y hombre de teatro chileno radicado en los EEUU. Ganador del Premio Poetry Park, Róterdam 1989, su poesía ha sido publicada en numerosas revistas y antologías en Estados Unidos, Francia y Latinoamérica y traducida al inglés y al francés. Entre las revistas que lo han publicado se encuentran: Latino Book Review, Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (RANLE), Letralia, Multicultural Echoes Literary Magazine (Universidad de California, Chico), Enclave, Revista de Creación Literaria en Español (Universidad Ciudad de Nueva York, CUNY), The Chesterton Review (Universidad Seton Hall), Nueva York Poetry Review, Cronopios, Kametsa, TodoLiteratura, Nagari y Terre à Ciel. Entre las antologías: Segunda antología poética de la Feria Internacional del Libro de Nueva York, 2022, Antología Antología poética LACUHE 2022, Boundless 2022: Anthology of the Valle del Rio Grande International Poetry Festival y Multilingual Anthology, The Americas Poetry Festival of New York 2019, 2021, 2022. Sus más recientes poemarios: deseos/longings/j’aimerais tant (Ediciones Nuevo Espacio, EE. UU., 2020), hombre de américa/man of the americas (Nueva York Poetry Press, NY, 2022), confieso que escribo, de próxima publicación. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y autor de columnas de opinión para Le Monde Diplomatique, edición chilena e Impacto Latino, NY.

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Montse Madariaga Caro

REGRESO AL MAR1

Después de mucho encierro, volvía a tus orillas en invierno. Grupo de amistades / olas del ¿Pacífico? ¿norte? / autoinvitación en tierras indígenas Clapson y Nehalem / vieja costumbre colona. Afuera los zapatos—gesto eufórico—, arena-adentro los pies, escalofríos vertebrales. Y entre el sonido del agua haciendo espuma la roca y un aleteo enrumbando plumífero camino, la energía acumulada—vagones de anticipación—se desplomó ante lo inclaudicable. Giro dramático / caí en cuenta. Adiós a los amigues, a las gaviotas, al perro. Adiós al compañero de vida. “Calambres en el alma”. Se fueron cayendo las ocres casas costeras y sus terrazas afiladas *nunca comprendas los bordes asépticos, sin excremento de aves, rumor de botes, tufo a yodo, sin empanada y sede sindical*. Se marchitaron los verdes arbustos perfectamente podados, añicos las calles—ya de antes sin vida—, polvo los autos, abandono de pueblo, fantasma la antigua bencinera. En viaje psicoespacial, me detuve frente a la salmonera y abrí las jaulas— saturación de antibióticos—los peces moribundos me mostraron el camino de vuelta a tus orillas. Me hice un lugar entre los cuerpos descuartizados de las medusas. Esperé a que llegara la siguiente de tus olas a enfriar mi cuerpo erosionado. Un cosquilleo gélido en piel enferma me hizo reír; anticipo de la dulce descomposición que me devolvió a ti. Flores debí llevarte, pero aun no aprendo la lección. A ti también te gustan los colores en la mesa.

El título es un doble préstamo (o robo) de Ennio Moltedo, poeta viñamarino quien saboteó miles de jornadas laborales escribiendo cartas al mar, y de Roxana Miranda Rupailaf, poeta Mapuche de quien aprendí, leyendo, el placer de hundirme en las olas sin saber nadar.

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Montserrat Madariaga Caro (Chile) es periodista y Doctora en Literatura y Cultura Iberoamericana por la Universidad de Texas en Austin. Trabaja como Assistant Professor en Vassar College, Poughkeepsie, NY. Investiga y enseña sobre poéticas y micropolíticas Indígenas contemporáneas de América Latina, entorno a la defensa de la tierra y la vida ante el colonialismo neoliberal. Actualmente, prepara el manuscrito del libro Micropolitics of Life: Mapuche Poetics Against terricidio, the Murdering of the Land. La monografía analiza obras literarias y audiovisuales Indígenas Mapuche contemporáneas que fortalecen las relaciones cuerpo-tierra, generando espacios de justicia y autonomía afectiva, corporal y territorial. El texto promueve el uso del término “terricidio”, acuñado por la líder y pensadora Mapuche Moira Millán, que refiere al “asesinato” de las ecologías Indígenas, los estilos de vida comunales y la Tierra por parte de los Estados-nación colonos y el capitalismo extractivo.

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Mariano Quirós

EL MONSTRUO DEL IMPENETRABLE

Hay un monstruo adentro tuyo. Cada día ese monstruo se hace más grande, se estira como se estiran las sombras al atardecer. Hay un monstruo dentro de mí. Lo veo en el espejo, lo mantengo a raya. Lo escucho y escribo, escribo y lo escucho. Supongo que por chaqueño y porque suelo escribir —divagar— sobre el tema, me cuentan muy seguido historias que pasan Chaco adentro. Como la historia que me cuenta N, un amigo fotógrafo, sobre aquel guía correntino que se perdió en el Impenetrable. Se sabe: el desmonte en la provincia avanza al ritmo del progreso en la humanidad. También la matanza indígena. En defensa de ese ambiente castigado es que se instalan en la región fundaciones y oenegés tan voluntariosas como resbaladizas. Para una de ellas trabajaban mi amigo N y este guía correntino. El trabajo del guía era velar por la seguridad de las misiones que encaraba la fundación. Señalar el mejor camino, mantener las cabañas en pie, habitables los puntos de descanso... Así se ganó muy pronto la ojeriza de los capataces de turno, hombres rústicos y sin medias tintas que cuidan el rédito empresarial y el suyo propio. Meterse con una fundación — internacional, para colmo— hubiese sido un problema; saldar cuentas con un miserable guía correntino, una tentación. En el pleno verano de 2019 la fundación envió a un contingente de ambientalistas, sociólogos, fotógrafos y trabajadores sociales a que hiciera un relevamiento del terreno. El fotógrafo era mi amigo N. El guía fue a buscarlos al aeropuerto de Resistencia, a unos quinientos kilómetros del asunto, un periplo que completarían a bordo de una camioneta enorme como un tanque de guerra. Su destino era el Parque Nacional El Impenetrable, más de cien mil hectáreas de tierra en disputa entre el Estado argentino, empresas oscuras y una población atormentada. Cien mil hectáreas de tierra arisca y hermosa. Dice N que el viaje fue ameno porque el guía se puso al volante y lo endulzó con historias regionales, algunas folclóricas y otras sencillamente trágicas. Historias que hacen reír de tan bárbaras. Pero una vez que pasaron Castelli, cuando el paisaje impenetrable ya se avizora en todo su esplendor, en toda su amenaza, el ánimo del guía ensombreció. N quiso saber si había algún problema y, contra su expectativa, el guía dijo que sí. Llevó la camioneta a un costado del camino y pidió que otro se pusiera al volante. —Yo me escondo atrás —dijo—, con el equipaje. 59


Antes de llegar al Parque Nacional había que atravesar dos retenes, uno de la policía y otro de los capataces. —Capaz que al primero lo cruzo —dijo el correntino—, pero en el segundo me matan. No esperó a que le preguntaran, señaló el trayecto a seguir en el GPS y se camufló después entre unas lonas, entre la mercadería y el equipamiento que llevaban para la subsistencia y el trabajo. Mi amigo N tomó el volante. Le transpiraban las manos y le dolía la cabeza. Pero no es N quien nos importa. Porque llegado el momento, mi amigo no tuvo mayor problema con la policía; le pidieron documentos, los suyos y los de sus compañeros de viaje, y bastó que dejaran unos paquetes de yerba a modo de buena voluntad. Tampoco el retén de los capataces fue un problema, pero la bienvenida fue bien distinta: tres gringos y un indio, los cuatro vestidos de grafa y cada uno con su fusil en ristre, apostados junto a dos topadoras como cowboys junto a sus caballos. N puso la camioneta a paso de hombre y saludó con una inclinación de cabeza. Sus compañeros hicieron lo mismo pero los cuatro hombres permanecieron imperturbables, los ojos chinos por la resolana. N pensó en los diez días que tenía por delante y añoró su vida en Buenos Aires, aquella tranquilidad, como si ese letargo fuese algo ya muy lejano. Sin embargo, en el Parque Nacional las cosas fueron más amables. Durante esos diez días el guía recuperó el buen semblante y mantuvo arriba el espíritu de la tropa. Alzó la mirada y dejó en evidencia roedores gordos como un koala. En la noche apagó las luces y brillaron, en la oscuridad, los ojos de un puma. Movió arbustos y dejó a la vista lagunas escondidas. Avanzó un poco más por el monte escarpado hasta que abrió un claro y descubrió, soberbias, las aguas del río Bermejo. Se desvistió y se lanzó en zambullida. Fritó unos bagrecitos que comieron con los dedos. Exprimió una planta y diluyó su jugo en agua para una noche de juerga. Les mostró una vaca silvestre, flaca y muy cornuda, que pacía sin mayor entusiasmo, y como un místico les dijo: “Ahí está, el monstruo del Impenetrable”. Puso en pie la choza de una familia desnutrida. Despertaron al amanecer de un día fresco y limpio. Más tarde, quiero decir, meses después, N me muestra las fotos y, de alguna manera, completo el panorama que ofrece su relato. Aunque, por otra parte, siento que aquellas fotos arruinan no sé qué de su historia. Fue la tarde previa al regreso que las cosas, los ánimos, decayeron otra vez. El retén de los capataces, ese umbral impasible y violento, se alzaba allá adelante como un porvenir penoso. Después de armar y de ordenar bártulos, una vez que las cabañas quedaron limpias, vacías del ruido y del tumulto de esos días, pusieron agua para el mate y el motor en marcha. El guía cortó el silencio: 60


—Me acomodo atrás —dijo. Nadie protestó, de hecho, nadie volvió a pronunciar palabra. Como la vez anterior, mi amigo N ocupó el volante y dispuso un andar cauteloso, como si pudiera llevar tamaño vehículo en puntas de pie. Anduvieron así, a ese ritmo, cosa de cuarenta kilómetros. Hasta que el guía, como un espectro, se asomó de entre las mantas que eran su escondite y pidió que frenaran. —Me quedo —dijo—, me bajo acá. No hubo manera de convencerlo. Tampoco tenía sentido insistir: el tipo, dice N, tenía los ojos encendidos, como en medio de un brote. “Me van a matar”, decía. N cotejó la opción de desmayarlo de un golpe y cargarlo como un paquete, pero no había en el grupo nadie que fuera capaz de afrontar semejante faena. Al final negociaron: ellos cruzarían el retén de los capataces y, una vez que estuvieran al otro lado del río, donde el Impenetrable al fin se desdibuja en parajes y rancheríos, esperarían por él. El periplo del guía era un puro azar, atravesar el monte, llegar hasta el río, cruzarlo a nado. Se llevó una mochila con dos botellas de agua, galletitas, queso y salame. También incluyó una linterna, por si lo agarraba la noche. El guía, dice mi amigo N, estaba loco. No hubo esta vez retén de capataces. Hicieron el camino en silencio y al amparo de una tranquilidad pasmosa. El calor que no habían sentido durante diez días se alzó, inmundo, cuando llegaron al sitio acordado y se instalaron a esperar. El Bermejo corría manso ahí abajo, como un gran manchón líquido. —Al pedo esperamos —dice ahora N, en el living de mi casa. Aquietó aquella espera revisando las fotos de esos días. Un buen rato estuvo mirando las que consiguió hacerle a la vaca. Había llegado, incluso, a un buen primer plano. Me dice que fue nomás una sensación, pero que en un momento sintió que el guía hablaba en serio. —Sentí que la vaca era un monstruo —me dice. Aunque N insiste, no quiero ver las fotos de la vaca. En cambio, miro la hora. Quiero que se vaya.

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Mariano Quirós (1979) nació en Resistencia, provincia del Chaco, Argentina. Es autor de las novelas Robles (Primer Premio Bienal-CFI), Torrente (Premio Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto; publicada en Francia por editorial La dernière goutte y en Cuba por Editorial Matanzas), Tanto correr (Premio Francisco Casavella), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache; Memorial Silverio Cañada, Semana Negra de Gijón; publicada en Egipto por la editorial Sefsafa) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets 2017). Es autor, además, de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Campo del Cielo, y de Ahora escriba usted (2022). Junto a Germán Parmetler y Pablo Black, publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta. Es organizador del Festival literario Mulita, que se realiza anualmente en la ciudad de Resistencia www. mulitadigital.com.ar. Coordina el taller de narrativa La Luz Mala.

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Claudia Salazar Jiménez

DEL PASTO A LA PIEDRA. UN TEXTO PERIPATÉTICO “Un caminar tranquilo de estrella o primavera sin premura” Octavio Paz, Piedra de Sol

Se me ha ocurrido salir a caminar. En el Sur de California. En un suburbio al Sur de California, para ser más exacta. Algo que casi nadie hace por aquí. Son pocas las calles que tienen un espacio pensado para transitarlo a pie. La urbanística está decididamente orientada al transporte vehicular. Si no tienes un automóvil, es difícil desplazarte. Incluso si quieres ir a un lugar relativamente cercano. Y así, se me ha ocurrido caminar. Entre los jardines frente a las casas, noto varios montículos de arena, piedras, tierra. No mucha tierra, más arena y piedras, algo de cemento. Algún jardín me da la idea de lo que está sucediendo. El trabajo a medio hacer, revela el pasto arrancado. Por secciones amarillento, por secciones un poco más verde. Arrancado como al descuido. Como si los trabajadores se hubiesen visto interrumpidos por la campana del almuerzo. Son las dos de la tarde de este viernes y parece que no volvieron. En otros jardines, veo que el trabajo sí fue concluido. Una bella armonía del jardín seco (¿así los llamarán?), piedras de varios tamaños y formas, algunas reemplazando al pasto ya inexistente, otras más grandes en un intento de crear caminos, rutas, otras como esculturas abstractas, otras que sirven de soporte a jarrones, macetas, algunas flores. El verde ha sido reemplazado por un tranquilizante gris claro. Las piedras no necesitan agua en este Sur de California que poco a poco comienza a morirse de sed. Este paso del pasto a la piedra evidencia las nuevas políticas de riego y la alarma que se va haciendo cada vez más fuerte: se acaba del agua, SE ACABA EL AGUA. Sigo caminando. El pasto ha dejado lugar a las suculentas. Son pocas las variantes que puedo observar. Hay una tendencia, aún sutil, a la uniformización de estos nuevos jardines. Tres o cuatro variantes, nada más. Por ahí surge alguna flor, de cactus o de suculenta. Flor del jardín seco. Colores contados y escasos. El cambio del pasto a la piedra uniformiza aún más el paisaje. He seguido caminando y por momentos no sabía si ya había pasado por esta 63


calle o no. Las casas se parecen tanto, los jardines grises y sus suculentas, tan organizados y perfectos, sin una sola piedra saliendo de su lugar, aún más. En Una piedra, el poeta peruano Javier Heraud la invocaba para hablarle, le instaba a traer la paz al mundo. El poeta la sitúa como interlocutora, como una entidad viva. Alfonsina Storni la llama “miserable piedra” por guardar su “silencio altivo y soberano”. Camino, y estas piedras californianas parecen simplemente entregadas al sol, a su sequedad bien valorada. Victoriosas ellas en este camino, ¿inevitable?, a la sequía, al desastre ecológico, al polvo, a la nada.

Sur de California, Noviembre de 2022

Claudia Salazar Jiménez. Escritora peruana. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y es Doctora en Literatura Latinoamericana por New York University. Su primera novela La sangre de la aurora ganó el Premio Las Américas en 2014. Por sus estudios académicos sobre la diversidad sexual ganó el Premio Sylvia Molloy de la Latin American Studies Association en 2019. Ha publicado las antologías: Voces para Lilith. Literatura contemporánea de temática lésbica en Sudamérica y Escribir en Nueva York. Antología de narradores hispanoamericanos. Recientemente ha publicado las antologías Pachakuti feminista. Ensayos sobre el feminismo contemporáneo peruano y Vidas escandalosas. Antología de la diversidad sexual en textos literarios latinoamericanos de 1850 a 1950. Ha publicado también la colección de cuentos Coordenadas temporales y la novela histórica juvenil 1814. Año de la independencia. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, polaco y árabe.

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Cristian Aurelio Antillanca

LAS DESCORAZONADAS CANTAMOS1

Nicolasa Kintreman es una estrella flotando sobre las tumbas ahogadas de sus parientes Sobre un rehue y río muerto. Puel mapu ka wülümapu las descorazonadas cantamos a cada paso naciendo a cada paso un nuevo canto escuchábamos Primero fueron los ríos los infinitos ríos los arteriales hondo cantaron a las quebradas y las quebradas respondieron árboles que a la vez cantaban pájaros a su vez abejas De nuevo fue el agua los relmu nos dijeron en canción color y arco esta es la lluvia este el camino a casa En el profundo horizonte se puso un nuevo canto subió a los cielos como barda transparente se asentó sobre todos los otros Nadie se atrevió a nombrarlo nadie dijo es tal pues ya se sabía de su bravura Inche ta Lafken pingen inche ta Lafken pingen se nombró y en oleaje se levantaron sus alados para saludar Enternecidas Este poema escrito mayormente en español incluye términos en lengua mapuche que el autor aclara en un glosario al pie del mismo. El glosario a su vez se encuentra seguido de la traducción del poema íntegro a lengua mapuche a cargo de su autor.

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Estremecidas respondimos apretadas a la tierra con todo el color de nuestra voz Huilli mapu ka pikun mapu en arco caminamos Inche ta Lafken pingen inche ta Lafken pingen gritaba el gigante y los ladrones lo cercaban Agónico era el canto de sus peces agónico el canto de las doncellas del agua de no escuchar la corriente Ya no me peino ya no me peino si no de muerte era único el lamento de las damas del agua del bosque y desde las mismas piedras los cerros repetían pero a esta tierra mía no la daña nadie ni la viola nadie y por eso nunca, nunca me voy a cansar de luchar Apretadas contra la tierra las bellas cantaron con el color de su voz Corazón corazón Cantó Amankay Le di a los grandes pájaros del cielo mi corazón a los grandes espíritus Para que puedas volver a montar los caballos para que encuentres el camino a casa Para que sorbas de lo verde y tires al aire lo rojo Volví llena de dolor bajé de los cerros a las quebradas en la orilla de los caminos me planté En los grandes lagos y vertientes me sembré Corazón abierto Devorado corazón Adolorida 66


apretada contra los acantilados miro por si pasas Te envío pájaros y abejas Domesticados a mi olor ya que me canso de buscarte a tientas por la tierra por el barro Ciega de colores una y otra vez me sumerjo anciana Inche ta Likanrayen pigen Yo soy Likanrayen la descorazonada Yo soy Likanrayen la envenenada Que vengan los pájaros del cielo que vengan a comer mi corazón que nace y que renace que oscurezcan con sus alas el día Que venga el niño del hombre el hombre niño quebrada su espalda con sus armas roto el pecho de su bravura Llena con tus lágrimas el vacío que dejó la lanza como la lluvia llena las corolas de las flores que me llevan lejos lejos de ti. Y bajaron cantando dicen Desde los cerros las hermanitas llorando las hermanitas por años rompiéndose los pies contra las piedras rompiéndose los ojos con el horizonte Tú ya no volverás amor ya no te devuelven las olas ni esta canción que se marchita en el aire Las flores se vuelven saladas de mis lloros y a ti no te regresan Los botes llegan una y otra vez vacíos de ti Si yo pudiera caminar por el mar 67


si fuera como las ballenas te buscaría a tientas en la profundidad mi niño mi niño te diría

GLOSARIO Nicolasa Kintreman: Nicolasa Quintremán Calpán, nació en Alto Biobío, 4 de diciembre de 1939. Fue una activista y líder mapuche conocida internacionalmente por la defensa de su territorio Ralco Lepoy, de la construcción de la central hidroeléctrica Ralco de Endesa España en Chile. Nicolasa junto a su hermana Berta marcan el inicio de las luchas sociales frente al impacto ambiental y social que pueden generar las multinacionales en el país. Fue encontrada sin vida flotando en las aguas del lago artificial resultante de la construcción de la represa. Puelmapu ka wülümapu: desde las tierras del este a las tierras del oeste, frase del mapuchezugun, idioma mapuche (habla de la gente de la tierra). Huillimapu ka pukenmapu: desde las tierras del sur a las tierras del norte, frase del mapuchezugun. Inche ta Lafken pingen: yo soy el mar, frase del mapuchezugun. Rehue: altar ceremonial que agrupa a la gente de un mismo territorio (lof), palabra del mapuchezugun. Relmu: arcoíris, palabra del mapuchezugun. Doncellas del agua o damas del agua: en el poema están referidas a espíritus del agua, (ngenko), que se llaman chumpall. Estos espíritus habitan y cuidan todos los cuerpos de agua. Son similares a las sirenas de la mitología europea. Amankay: Personaje femenino de la mitología mapuche que se ofrece en sacrificio para reparar la salud de su amado, Quintral. De las gotas de su sangre nacieron las flores que llevan su nombre. Quintral a su vez es una enredadera que da flores muy rojas. Inche ta Likanrayen pigen: yo soy Likanrayen, Frase del mapuchezugun. Likanrayen es un personaje femenino de la mitología mapuche, que se entrega en sacrificio para aplacar la furia de un volcán (Peripillán) volcán Osorno. 68


ÜLKANTUKEYIÑ LLIKAN ZUGU Traducción del autor a lengua mapuche

Nicolasa Kintreman Kiñe weyülkiawchi wagülengey Wente ürfichi eltun mew Wente ürfichi eltun mew Ñi pu reñma Wente rehue ka la leufü Puel mapu ka gülü mapu ülkantukeyiñ llikan zugu fillke trekan mew Choyügeyem fillke trekan mew kiñe we ül allkütukefuyiñ Pu lewfü wünelu mew Futrake lewfü Pu arteriales Ponwitu ülkatuygün lil mew Pu lil feypigün Anümka ka fey ülkantukefuygün üñüm ka fey abeja Ka amuy ko mew Pu relmu feypieyñmew ülkantun ka arco tüfa ta mawün Tüfa ta ruka mew amuel chi rüpü Kiñe we ül tripay horizonte mew Pürray wenu mapu mew Mülenagpuy wente mew Iney rume üytulayu iney rume feyti pi zew kimñey ñi illkun Inche ta Lafken pingen Inche ta Lafken pingen üytuwi witraygün reu mew chaliael ñi müpu mew atünñey metañekey gütralkülen mapu mew zuguyiñ 69


kom tañi zugun ñi az Huilli mapu ka pikun mapu trekayiñ kiñewün Inche ta Lafken pingen inche ta Lafken pingen wïrarkefuy ti fütra che malalkünukeygün pu weñefe Epelalen pu chalwa ñi ülkantun epelalen pu chumpal ñi ülkantun witrunko ñi allkütunuael peinetuwekelan peinetuwekelan re lan zugu chumpall ñi llazken kiñen ñey mawizantu mew ti kurra mew pu winkul feypikeygün iney rume wezalkalayay tañi mapu iney rume kewalayayu fey mew ürkülayan tañi weychayael Gütralkülen mapu mew pu küme az malen ülkantuygün ñi az zugun mew Piwke piwke Ülkantuy Amankay Fütrake üñüm wenu mapu mew mülelu elufiñ ñi piwke Pu fütrake püllü Tami ka pürramtuael kawellu Tami peael ruka ñi rüpü Tami pütokoael karrülu Ütrufentuafimi kürrüf mew keklülu Kutrankülen wüñomen winkul mew nagün ka lil mew amun Inaltu rüpü mew anüwün Fütrake leufu mew Trayenko mew ketrawün Nülalechi piwke Igechi piwke Kutrankülen Lil mew gütralküley Leliken tami rupayael 70


Amulelkeyu üñüm ka abejas Tañi küme nümün mew mülekey Cansaken zumpakintukeyu mapu mew fotra mew Pelokelay ñamümüwken fillke rupa kushe püllü Inche ta Likanrayen pigen Inche ta likanrayen Piwkegenolu Inche ta likanrayen weza lawentugelu Küpape wenu mapu mülechi üñüm Tañi piwke ipape egün Choyügekelu ka kiñe choyügetukelu Zumiñaygün ñi müpü antü mew Küpape ti wentru ñi pichi wentru Ti wentru pichi wentru Ñi furri trafoley armas mew Ñi illkun mew ükurküley ñi rükü Apokey wellin ñi külle mew elkünulu waiki Mawün reke Apokey pu rayen ñi corolas Ka mapu eymi mew yekenew Ülkantulen nagpaygün pigün Winkul mew pu pichike zomo lamgenwen gümaleygün pu pichike zomo lamgenwen fentren tripantu kurra mew ukurri ñi namün Horizonte mew ukurri ñi ñe Poyen eymi zew wiñolayaymi reu wiñolwetulayamu Tüfachi ülkantun rume pewnukey kürrüf mew Kotrütukey pu rayen tañi güman mew eymi wiñolgelayaymi Pu wampo eymi mew wellilen akukeygün fill rupa Pepi trekakeli lafken mew yene reke müleli 71


Zumpalen kintuafeyu ponwitu mew tañi pichi wentru tañi pichi wentru feypiafeyu

Cristian Aurelio Antillanca (Chile) es poeta, escritor e ingeniero en prevención de riesgos. Ha publicado los libros: Pu Anünka Ñi Tapülmu Inüfnarkülerpüy Narantü / La tarde Cae en las Hojas de los Árboles (Ediciones Nolmen, Fútawillimapu, 2006), Cuentos del Olvido / Nguyunentungeyechi Puke Epew, (Huiro lof, 2009). Obtuvo beca de creación literaria para escritores profesionales años 2009 por su poemario Ulkantun pun mew / Cantando a la noche, proyecto literario que dio origen al libro, Canto y Vuelo de las aves Tormentosas, editorial, Del Aire (Santiago de Chile, 2014). Wanglen y el canto de las flores/ Wangülen ka Rayen ñi ülkantun, Del Aire (Santiago de Chile, 2018). También, ha publicado poesía en las antologías: La Memoria Iluminada (Málaga, España, 2007), Escribir en la Muralla/ poesía política (Buenos Aires, Argentina, 2010), La palabra es la flor: Rayengey ti dungun pichikeche ñi mapuche kumwirin, poesía para niños (Santiago de Chile, 2012), Weichapeyuchi: cantos de guerrero (LOM Ediciones, 2012), Antología de poesía política mapuche y La otra resistencia (Pehuen Editores, Santiago de Chile 2020), entre otras.

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Kütral Vargas Huaiquimilla

PLÁSTICA MALEZA. NATURALEZAS EN CONFLICTO

Un trozo de plástico enredado entre las algas, agitado luego por las olas hasta la orilla, es la materia del recolector vestido con risa juguetona y las mismas zapatillas de chicos que juegan en las canchas de Chile. Fernando Andreo Castro, artista visual quien, acompañado de dos caninas, observa la naturaleza y sus márgenes bajo su mirada vivaz, cruzada con un mundo contemporáneo que venera la idea de naturaleza, mientras con su consumo desmedido la destruye. Él recorre con su ojo hábil la espesura de los territorios en busca de un material tan tóxico como hermoso, residuos y otros cuerpos que representan lo que parece la cuenta regresiva para lo que conocemos como hábitats. El recolector viaja desde la infancia en medio una urbanidad mixturada por la estética agrícola de Linares habitando en su piel, como también un Santiago feroz. En la adultez recorre hasta la costa valdiviana, junto a la naturaleza idealizada por el turista o el artista de turno en su paso por el lugar, naturaleza invadida por el monocultivo de árboles que drenan las tierras hasta dejar a sus habitantes sedientos de justicia por un robo a vista y paciencia en el puerto de Corral y muchos otros en las costas del país. En el contexto de la residencia de arte del programa Los Ríos: Territorio Visual III 2022 organizado por la Seremi de las culturas las artes y el patrimonio de la región de los Ríos junto a Galería Barrios Bajos. Se observa como Fernando Andreo Castro convive con una naturaleza distinta al imaginario común, ésta corresponde a una confluencia, demostrando la crueldad humana, junto a la belleza que esta misma logra agenciar, en medio de la violencia y su producción. El artista deja atrás una percepción mística new age, para encontrar en lo humano y sus residuos la forma de generar ambientes híbridos con los restos del capitalismo desbordado en los mares y sus costas, espacios que son recorridos por Fernando junto a sus gráciles canes. Donde al igual que una mariscadora o un recolector de algas, él trabaja en su recolección de materiales e imágenes, produciendo un ecosistema artístico que es capaz de dialogar entre cuerpos extraños, híbridos no deseados, así como retrata en su pintura a los mestizos hijos de los márgenes de Chile que circulan y crecen por todas las esquinas de la geografía nacional, como una preciosa maleza. Al igual que la maleza, él construye su trabajo entre los cruces, lo transdisciplinario lleva a estudiar el cuerpo masculino de las castas bajas de la sociedad para evidenciar la naturaleza destructora del patriarcado. Una 73


corporalidad que lidia con el deseo de los otros, tanto para su explotación laboral, como su estigmatización de la potencia sexual delictual. Fernando centra su trabajo en la actualidad a un diálogo con el territorio sur desde la urbanidad hasta lo rural. Construye un jardín con diferentes semillas o piezas para sembrar lo que en un futuro será un hábitat capaz de alimentar su propia materia y discurso total. En medio del vagabundeo entre sitios eriazos, playas vacías, calles de tierra y piedras, descubre por medio de su agudo olfato un mundo en el cual siempre se conecta con algo que nos liga a lo global. Esa globalidad es el desecho capitalista. En su transitar de margen a margen, siempre mantiene la vista en esos objetos y sus colores que luego convierte en la materialidad a poetizar. Pero no es sólo un marco poético el que maneja Andreo, sino también lo político que involucran estos insumos. Procura sutilmente que los pigmentos y el fondo de cada instrumento utilizado hable, el resto es trabajo del público para digerir. La acción cotidiana de muestras viriles de afecto, la naturaleza que se pierde, las marchas por las luchas ambientales o un hombre comprando pan en una caleta son los retratos que figuran en latas de publicidad, letreros olvidados, nylons encontrados, mármol de alguna casa en ruinas. Eso importa en Fernando Andreo Castro, la ruina que deja el deseo, ese líquido que arrasa con la propiedad y se abre a la multiplicidad de esquinas, parques, plazas o caminos rurales. Al igual que sus malezas; obras las cuales en sus diversas estructuras a modo de instalación o site specific ha ido configurando en diversos espacios, para ser retratadas en fotografías únicas, tanto en lugares urbanos como también en el paisaje costero valdiviano. La maleza es vista como una hierba no deseada, una planta que no le llaman planta, es algo otro, una alteridad que dibuja un límite entre lo deseable y lo que no. Lo sano y lo enfermo, lo débil y lo frágil y en ese ejercicio Fernando ha entrenado en su pincel que traduce toda la performance de su cuerpo sonriente, al pintar la mixtura de todos esos elementos para entregar la imagen viva de una frágil fortaleza o viceversa, permite a las obras ser todo eso y más. En ese espacio de recomposición hace relucir su sensible visión frente a la despiadada maquinaria tanto del arte como del mundo contemporáneo. La maleza es otro que cuenta con su propia belleza, el artista lo comprende y en su forma poco convencional, la maleza como pieza artística cobra sentido en un gesto hacia nosotros para decirnos, somos diferentes, eso nos hace bellos. El artista investiga y hace expandir este malezal. El jardín de sitio eriazo de este corpus de obra comienza incluso a invadir o ramificar en los espacios del video y la danza. Así es como en el trabajo denominado Maleza-Danza Fernando Andreo y Francisco Bagnara junto a un colectivo de cuerpos de artistas bailarines y de otras áreas, generan un lenguaje visual y coreográfico armado de modo intuitivo y corporal. Los movimientos en los 74


videos de Maleza-Danza están ligados a cómo piensa el cuerpo en función con los elementos que le circundan, la muerte pandémica y el temblor, la piel pintando el aire bajo un ritmo que invoca movimientos de las zonas bajas y caderas, acompañado con la suavidad de habitar la sal contenida en la niebla de Chaihuin, sector que Fernando ha tomado como estación de trabajo, sector en la comuna de Corral que se ha visto invadida por empresas forestales o barcos inmensos que se roban nuestra memoria y recursos y que sin ningún miedo abren el cuerpo del territorio para que sangre hasta su fin. Es entonces ahí donde pensamos que es posible construir a partir de la híbrida naturaleza, que nos otorgan los últimos años de una posible catástrofe humana. Surge entonces la pregunta ¿debemos dejar los cuerpos vivir su deseo, reflejando aun lo que nos destruye en una danza quebrada? Una coreografía hecha con la arqueología sentimental a través de objetos encontrados: bolsas, sacos, botellas, diplomas, fotografías, todo para darnos a entender que las raíces que el arte comienza a expandir, podrían hacer más llevadera nuestra destrucción inminente, pero que como Fernando revela en su trabajo, los restos de nuestra historia serán el lienzo para que las plantas y otros seres vivos hagan su propio arte, como una zapatilla Adidas en medio del bosque abrazada por lo verde. Dejando al entorno expandir sus raíces y dejar que seamos un paso más en este espacio llamado tiempo.

Kütral Vargas Huaiquimilla (1989). Poeta, Artista visual y Performer Mapuche Huilliche. Ha publicado los libros Factory (2016) y La edad de los árboles (2017). Artista residente en la ciudad de Valdivia. Encargada de comunicaciones equipo Galería Barrios Bajos. Cuenta con una extensión de su trabajo a nivel internacional, en diversos países de Latinoamérica y gran parte de Chile. Su obra e investigaciones artísticas hacen cruces con la cultura pop y la producción en masa, realizando una propuesta estética y política que desafía los parámetros de su territorio.

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Prisca Agustoni

RUMO À FERRUGEM

uma jornada na catástrofe

1. Watu é seu nome, o rio sagrado. Em seu leito há mãos vegetais, plantas pré-históricas, o léxico aquático da língua borun: um manuscrito fechado na gaveta, a civilização das raízes flutuantes 2. no céu de zinabre dançam em círculo sete pássaros vermelhos uma sombra se alça sobre a enorme carcaça animal - arado gigante, sintaxe vegetal que reboca a história de sua gente e lavra o rio como se fosse uma gleba partida em dois distintos mundos, contendidos de uma única memória exumada 3. vi as formigas em feroz contenda, umas contra as outras, procurando caminho de fuga na terra : uma campina estripada saltam seu último salto as espécies viventes e do rio erguem-se as vozes de quem respira e expira a terra suja falam a língua do lodo os suicidas desse reino desfigurado : não tem jeito de voltar aos galhos, às infernais penas : já incendiado o bosque, exumada qualquer semente 4. Watu não respira, tem um corpo cansado que se despede desde a orla dos vivos na aldeia dos mortos entre os restos da história reinam submersas as cores: o amarelo ametista e o amaranto o ocre o cromo o lodo o zinabre o cobre 76


o fedor a enxofre as estrelas de cinza e açafrão em queda livre na paisagem e por cima, um deus-ourives verteu puro metal derretido, camuflagem de uma era que agoniza 5. sabíamos prever a temporada da chuva pela penugem do capim na encosta; sabíamos antecipar o sumiço dos insetos pela rugosidade do silêncio; hoje nos resta meio pulmão ofegante e esta língua defunta com palavras chamiscadas de lama 6. No meio da devastação, mudos observamos a multidão que fala porém não diz nada, e rezamos, para que as palavras ainda sejam uma chama que ilumine, em nós, a mente ou sejam pelo menos palavrasclareiras que tenham algum sentido, escasso, porém sincero para retomar o caminho e seguir sem medo a jornada 7. o vidro é uma ferida aberta sobre a floresta madrastra, metálica, que traz sons groovies e nomes vegetais derivantes de mutações de raízes e fonemas antigos, latim com xavante e quimbundo : uma visão ex nihilo sobre esse rio tropical, este unguento dos dias -uma lava cor musgo e líquen, quase um alicate que esmaga pedra, folha, tronco, flor em seu ventre de veludo, fatal. 8. haverá novos galhos à espera da dentição da terra nessas margens de um intenso oriente invertido tatuado na casca do verde que há tempo perdura

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Prisca Agustoni nasceu em Lugano (Suíça). Formou-se em Letras e Filosofia pela Universidade de Genebra/Suíça (1998), é mestre em Letras Hispânicas (2000) e em Gender Studies (2002) pela mesma instituição, e Doutora em Letras (literatura comparada) pela PUC Minas/Brasil (2007) com uma tese sobre a poesia afro-brasileira e africana de expressão portuguesa (Prêmio Capes de melhor tese defendida no Brasil na área, 2008) e Pós-doutora em literatura italiana contemporânea pela Università della Svizzera Italiana, USI, (2019). Poeta, tradutora, crítica literária, é professora associada de Literatura italiana e comparada na Universidade Federal de Juiz de Fora (Brasil) e de Escrita Criativa no Programa de pós-graduação na mesma instituição. Desde 2015 é membro do comité que organiza o Festival literário internacional Chiasso letteraria, na Suíça. Escreve e se autotraduz em italiano, francês e português, e sua obra poética ganhou vários prêmios e reconhecimentos tanto no Brasil quanto na Suíça. Entre suas publicações mais recentes estão L’ora zero (Borgomanero, Gialla/pordenonelegge, 2020); O mundo mutilado (São Paulo, Quelônio, 2020); O gosto amargo dos metais (Rio de Janeiro, 7Letras, 2022); Entre o que arde e o que brilha (São Paulo, Urutau, 2022); Pólvora (Juiz de Fora, Macondo, 2022) e Verso la ruggine (Milano, Interlinea, 2022).

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RUMBO A LA HERRUMBRE una jornada en la catástrofe Traducción de Jesús Montoya

1. Watu es su nombre, el río sagrado. En su lecho hay manos vegetales, plantas prehistóricas, el léxico acuático de la lengua borun: un manuscrito cerrado en la gaveta, la civilización de las raíces fluctuantes 2. en el cielo carmesí danzan en círculo siete pájaros rojos una sombra se alza sobre la enorme armazón animal –arado gigante, sintaxis vegetal que remolca la historia de su gente y labra el río como si fuese una gleba partida en dos mundos distintos, magullados de una única memoria exhumada– 3. vi a las hormigas en feroz contienda, unas contra las otras, buscando caminos de fuga en la tierra : una campiña extirpada dando su último salto las especies vivientes y del río yerguen las voces de quien respira y espira la tierra sucia hablan la lengua del fango los suicidas de este reino desfigurado : no hay forma de volver a las ramas, a las infernales plumas : incendiado el bosque, es exhumada cualquier semilla 4. Watu no respira, posee un cuerpo cansado que despide la orla de los vivos en la aldea de los muertos entre los restos de la historia reinan sumergidos los colores: el amarillo amatista y el amaranto el ocre el cromo el lodo el bermellón el cobre el hedor el azufre las estrellas de ceniza y azafrán en caída libre hacia 79


el paisaje y en lo alto, un dios-orfebre vierte metal puro y derretido, camuflaje de una era que agoniza 5. sabíamos prever la temporada de lluvia por el pelillo del pasto en la ladera; sabíamos anticipar la desaparición de los insectos por la rugosidad del silencio; hoy nos resta medio pulmón jadeante y esta lengua difunta con palabras salpicadas de barro 6. en el medio de la devastación, mudos observamos la multitud que habla pero no dice nada, y rezamos, para que las palabras sean todavía la llama que ilumine, en nosotros, la mente, o sean, por lo menos, palabrasclaros que tengan algún sentido, escaso, aunque sincero para retomar el camino y seguir sin miedo la jornada 7. el vidrio es una herida abierta sobre la floresta madrastra, metálica, que trae sonidos groovies y nombres vegetales derivados de mutaciones de raíces y fonemas antiguos, latín con xavante y quimbundo : una visión ex nihilo sobre este río tropical, este ungüento de los días –una lava color musgo y liquen, casi un alicate que aplasta piedras, hojas, troncos, flores en tu vientre de terciopelo, fatal. 8. habrá nuevas ramas a la espera de la detención de la tierra en estos márgenes de intenso oriente invertido tatuado a la cáscara del verde que de hace tiempo perdura. 80


Prisca Agustoni nació en Lugano (Suiza). Se formó en Letras y Filosofía por la Universidad de Ginebra/Suiza (1998). Es Magíster en Letras Hispánicas (2000) y en Gender Studies (2002) por la misma institución, y Doctora en Letras (Literatura Comparada) por la PUC Minas/Brasil (2007), con una tesis sobre la poesía afrobrasileña y africana de expresión portuguesa (Premio Capes a la mejor tesis defendida en Brasil en el área, 2008). Asimismo, cursó el Posdoctorado en Literatura Italiana Contemporánea en la Università della Svizzera Italiana, USI, (2019). Poeta, traductora, crítica literaria, es profesora asociada de Literatura Italiana y Comparada en la Universidad Federal de Juiz de Fora (Brasil) y de Escritura Creativa en el Programa de posgrado de la misma institución. Desde 2015 forma parte del comité que organiza el Festival Literario Internacional Chiasso letteraria, en Suiza. Escribe y se autotraduce en italiano, francés y portugués, y su obra poética ganó varios premios y reconocimientos tanto en Brasil como en Suiza. Entre sus publicaciones más recientes están L’ora zero (Borgomanero, Gialla/ pordenonelegge, 2020); O mundo mutilado (São Paulo, Quelônio, 2020); O gosto amargo dos metais (Rio de Janeiro, 7Letras, 2022); Entre o que arde e o que brilha (São Paulo, Urutau, 2022); Pólvora (Juiz de Fora, Macondo, 2022) y Verso la ruggine (Milano, Interlinea, 2022).

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Alicia Dujovne Ortiz

“¿VOLVERÁN LAS OSCURAS GOLONDRINAS?”1

Ni una. Salí a tomar mate debajo del sauce como cada día de mi vida desde que, once años atrás, me vine a vivir sola, junto a una gata vieja, por estos andurriales aislados del centro de Francia a los que nada ni nadie me ligaba, salvo el recuerdo de George Sand y de sus brujas, pero que por algo se me metió en el corazón; salí a matear, decía, aprovechando la última tibieza del verano, y no las vi. Sin embargo las nubes bajas, oscuras, parecían anunciar el espectáculo que cada año me había encandilado y entristecido a la vez: verlas paradas en fila y en buen orden sobre los cables del teléfono. Como notas sobre un pentagrama. Pero no, no estaban. Invisibles. Tampoco las oía, aunque no creía reconocer su voz. Quizás no canten, pensaba, quizás su lengua sea esa, volar en círculos, dar vueltas en oleadas más cercanas y más lejanas para después, de pronto, quedarse quietas, cada una en su sitio. En esa lengua suya, pensaba, recorrer el espacio en espiral quería decir: “Es verano”, mientras que detenerse, pegadas unas junto a otras mirando todas hacia el mismo lugar, alineadas, listas para emprender vuelo, significaba: “Llegó el otoño”. Pero esa tarde sobre los cables no había nadie. Ni una corchea, ni una redonda, ni la más leve alusión a un viaje musical, nada. Y sin embargo lo sabía. Imposible ignorarlo: este último año, durante los atardeceres de verano, había buscado con la mirada los juegos en el cielo, para encontrarlos idos, ausentes; cielos de una seriedad que no se condecía con el rosa, con el lila, cielos intensamente coloridos pero como sin ganas de reírse. Hay modos y modos de saber. En general prefiero los saberes velados, primero porque ciertas verdades ganan si se las conoce a medias y, además, por cobardía. ¿Cómo admitir que los crepúsculos se han quedado vacíos, admitirlo abiertamente, casi como se admite la falta de un producto en el mercado? ¿Cómo decirse “las golondrinas no han venido este año” sin que el mundo en el que creímos se vuelva añicos? De modo que lo sabía sin saberlo, en una semipenumbra acaso más reveladora que la luz. Por otra parte la desaparición de las golondrinas no había venido sola. La lista se alargaba. Tanto si la espiaba entre mis dedos entreabiertos como si la miraba de frente, la realidad estaba allí: faltaban muchos. Las primeras en desaparecer fueron las abejas. Cuando llegué a este jardín viejito, lleno de flores que ya estaban allí desde tiempo inmemorial, me llamó la atención que las obreras doradas desdeñaran las rosas, las peonias, flores nobles, abiertas, olorosas, para dedicarse en cuerpo y alma 1

Título del célebre poema de Gustavo Adolfo Béquer.

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a los dientes de león, o al menos así pensé que se llamaban unas florcitas silvestres, descoloridas y, para nuestro olfato, totalmente inoloras. Pero debían saber a mieles, de lo contrario no se explicaría que esas flores feúchas, llenas de petalitos apeñuscados de un matiz indefinido, caídas hacia un costado y de un tamaño similar al de la abeja que se les encaramaba, gozaran de semejante aceptación. Crecían en la parte salvaje del jardín, la librada a sí misma, la que nadie había plantado nunca, llenándola por completo y volviéndola enteramente gris. Yo me pasaba las horas viendo a las abejas sorber esos jugos de aspecto desabrido, preguntándome qué tendrían esas florcitas cabizbajas de tan rico, de tan alimenticio, y llegando a la conclusión de que su gracia, desde el punto de vista de la abeja, se entiende, estaba justamente en su forma. Es que en realidad la obrera rayada y afelpada no se les encaramaba sino que se les colgaba, aprovechando su inclinación natural, de modo que cada flor aparecía duplicada por una segunda criatura que se le parecía y que, usándola de hamaca, mamaba de ella, cómodamente instalada boca arriba como un bebé. Hasta que instantes después (el tiempo de la abeja es de una inmensa brevedad), harta de ese sabor, volaba en pos de un gusto que no debía diferir gran cosa del primero, reemplazada en el acto por una segunda o décima abeja que venía de mamar la florcita de al lado, y que también se cansaba pronto para probar con otra. La imagen de la felicidad para mí era esa: estar rodeada por una extensión movediza y grisácea, arrullada por un zumbido multicolor que a todos nos hacía de aureola. Habrá sido el verano anterior al de mi partida cuando le pedí al jardinero: “Monsieur Laurent, por favor cuando crezcan estas florcitas grises no me las corte, o al menos deje una parte sin cortar, pero de buen tamaño”. “¿Para qué?”, me preguntó. “Para las abejas”. No necesité explicarle que los pesticidas acababan con ellas, él lo sabía. Iba caminando adelante y se sonrió, se lo vi en la nuca. Cuando fui a mirar, me había dibujado un tremendo corazón de florcitas en medio de lo verde. Y sin embargo las pobres crecieron para nada. La mesa quedó servida y nadie vino a comer. Ellas siguieron agachadas porque así eran, como si ya de nacimiento adoptaran la posición indicada para ser absorbidas, bebidas, ¿para qué nace una flor, si no? Pero algo parecía faltarles, un trozo de ellas mismas, una vibración que les perteneciera por derecho propio. La desaparición tuvo lugar, igual que con las golondrinas, de modo casi repentino. No dudo de que se fue preparando con el tiempo, y de que los signos anunciadores estuvieron allí sin que los advirtiera, por flojera, por pereza, por negarme a mirar. Pero la ausencia total, y de esto doy fe, se produjo de golpe, en 2020, justo cuando la gente se empezó a morir. Mi relación con las avispas comenzó a raíz de mi amistad con el sauce, ambos a su vez relacionados entre sí. Cuando llegué a la casa del 83


Berry, en medio del jardín un grueso tronco fulminado y ahuecado por el rayo mostraba sus entrañas, negras y putrefactas. “Es un sauce- me informó el campesino de enfrente-, lo mató la tormenta un mes después de que muriera la antigua dueña. Ni se le ocurra hacerlo arrancar”. Me asombró su consejo: cada vez que lo veía utilizar sus gigantescas máquinas rojas para arrancar de cuajo los árboles del bosque, que al principio llegaban hasta la verja de mi casa y que a ritmo acelerado fueron raleando, yo recordaba las palabras premonitorias de aquella vieja vecina, George Sand, allá por 1830: “Los campesinos odian a los árboles”. Y en segundo lugar, me sorprendió el ver a un sauce plantado en una tierra sin agua. La explicación del de enfrente me lo aclaró todo: no se trataba de salvar a este sauce preciso en homenaje a su belleza, tema poco ventilado entre los campesinos, en efecto, sino a su utilidad. “Hace años- me dijo- a un plomero se le ocurrió plantarlo sobre su fosa séptica. Comprenderá que si lo arranca...” No solo comprendí sino que decidí darle una mano, al sauce, digo. Por muerto que estuviera, un brote se le movía por el costado izquierdo. “Señal de que pelea”, pensé, y decidí regarlo con aguas claras. El las supo apreciar. Ni un par de meses habrán pasado cuando el brote se convirtió en tallo, se llenó de hojas puntiagudas y plateadas y se volvió un sauce: alguien que sube para después caer. Menos comprensible fue la asiduidad con que las avispas comenzaron a visitarlo, primero cautelosas y después a sus anchas. Por sus prudentes titubeos, por su voluntariosa determinación, la primera que se apersonó bajo mi techo de hojas me causó gracia. Cumplía una misión. Era una exploradora, una adelantada. Venía a investigar, sobrevolaba el sitio indicado por sus autoridades manteniéndose rígida, como sostenida por un hilo en el aire. Parecía sufrir de lumbago, tema que, por desgracia, no me era ajeno. Papando moscas me distraje (la expresión “papando avispas” aún no ha sido inventada, aunque la presente historia podría demostrar su pertinencia) y, cuando quise acordar, el sauce, ya crecido, zumbaba con estrépito de la cabeza a los pies. Una vez más me costó comprender: ¿qué hacían las avispas en un árbol desprovisto de comida si, pasos más allá, los ciruelos rebosaban de fruta, madura sobre la rama o derramada sobre el pasto como una mermelada violeta? A menos que… Pero apartando de mi mente el pensamiento feo, desdeñé los consejos asesinos del vecino de enfrente– ponerles vino o cerveza en una botella cortada por la mitad y ubicarla sobre la piedra que les hacía de nido, así se ahogaban entre espantosos sufrimientos– y me dediqué a observarlas. Al ver que sobrevolaban enloquecidas la botella, pero que ni una sola caía en la trampa, les cobré respeto. A partir de allí establecimos una convivencia pacífica. Yo me sentaba a escribir a metros de la piedra, justo donde gozaba de la mejor sombrita, ellas pasaban raudas por sobre mi cabeza y, viéndome concentrada en lo mío, me mataban con la indiferencia. Una sola vez me 84


picaron, pero fue porque al hablar por teléfono gesticulé de más. Si me quedaba quieta, me toleraban. Hasta llegó a gustarme el vaivén de sus culitos atigrados cuando venían a beber del tacho que yo llenaba de agua cada día para los pájaros, ellas paradas en equilibrio sobre el borde y yo, temiendo por sus vidas. No diré que las amaba igual que a las abejas. No es necesario amar, con la consideración y la deferencia (ya) basta y sobra. Tampoco diré que las extrañé lo mismo que a las obreras de terciopelo de oro, ni que a las golondrinas sobre su pentagrama, pero cuando, en ese mismo año de desgracia de 2020, las avispas desaparecieron también ellas sin dejar rastros, sentí que algo, si no todo, se terminaba. Además de su utilidad primera, dar de beber a los pájaros en medio de una canícula que los obligaba a andar por los aires con los picos abiertos, el tacho de agua sirvió para dar cara y cuerpo a un pajarerío oculto y bullicioso del que yo, mujer urbana, ignoraba los nombres. En cambio me sabía los cantos, a fuerza de escucharlos con una atención exacerbada, como si los supiera a punto de extinción. Las cosas sucedían a la hora de la siesta, momento elegido por los pájaros todos llenos de amor. Violentos, los amores alados. Llamados, chillidos, peleas, rivalidades asesinas. Las grescas tenían lugar encima del duraznero. Una banda de pajaritos enamorados se decían de todo con voces ácidas, largos alegatos, recriminaciones a grito pelado, quién sabría porqué. Ganas serían, celos, todo lo que algún día no me fue ajeno. Siempre mateando bajo el sauce yo escuchaba, escuchaba. Y contaba. ¿Cuántos pio pio cabrían en una sola parrafada, cinco, diez? Trataba de hallar la regla de oro detrás de una algarabía en apariencia caótica, pero solo captaba la irregularidad. No eran prolijos como las flores (también me la pasaba contando pétalos), eran rebeldes. Solo la súbita brusquedad con que de pronto se callaban unificaba esos discursos locos. El límite entre la bulla y el silencio aparecía marcado con gran exactitud, ni un gorjeo de más sobrepasaba ese límite claro. Instantes después se daban cuerda a la vez y empezaban la trifulca desde el principio. Entre los cantantes identifiqué al pinzón, no porque lo reconociera (tampoco en la Argentina reconozco a ninguno, ni siquiera al zorzal), sino porque la granjera me lo nombró. Al principio el pinzón se conformaba con una nota o dos. Una vez entrado en materia se explayaba, se desparramaba en una algarabía tampoco extensa, aunque inspirada, y vuelta al par de notas que sonaban como advertencias, “ojo que acá estoy yo”. Cuando avanzó el verano empezó a cantar otro pajarito aún más monotemático, si cabe. Su único trino caía como una gota en el agua, una corola de gota (en mi infancia, a las gotas que hacían plop plop sobre lo mojado les llamaban sapitos). Este lanzaba preguntas, su nota terminaba en un signo de interrogación. Me reconfortaba darme cuenta de que le contestaban. Un pájaro lejano le respondía. No estaban solos, este le preguntaba y el otro le 85


contestaba a su vez con otra pregunta, un diálogo como el de los rabinos de Edmond Jabès que conversan por encima del tiempo, una conversación infinita que tenía la gentileza de no afirmar nada. En cambio el de la noche era un solitario que murmuraba cositas en voz baja. Por algún motivo su reclamo, suave y a la vez poderoso, me conmovía. Como si lo reconociera, ahora sí. Un silbido recóndito, escondido. Solo comprendí de qué recuerdo se trataba cuando supe su nombre, ruiseñor. Keats comparó su canto con un “fuerte narcótico”, era por eso. Cada noche, la droga sonora me traía lejanas remembranzas, o quizás premoniciones, la oscuridad confunde el antes y el después. La hora de dormir era un pasaje, yo me despedía como si me tomara el bote para pasar a la otra orilla sin garantía de retorno. A la mañana temprano el ruiseñor cantaba brioso, igual que los demás pájaros y por las mismas razones, asustar a los eventuales rivales y ocupar el espacio. Otros animales marcan su territorio meando alrededor, los pájaros lo delimitan cantando. O lo delimitaban. Antes. Parecía una eternidad pero no hacía mucho. Durante mi último verano en la casita aislada, junto a un bosque que en once años había perdido a la mitad de los suyos, olmos o robles, y a la totalidad de sus ciervos que se quedaron sin reparo cuando los cercos naturales fueron talados, hubo un instante de mudez, como si de pronto me encontrara en el interior de una burbuja. Yo misma había enmudecido, mi decisión de regresar a la ciudad por razones que no vienen a cuento me dejaba sin habla, pero el silencio del que hablo no estaba en mis adentros sino afuera. En el campo, en el jardín. Todo, por un momento, me pareció memoria. La falta de sonido sonó como una campanada, la soledad y la ausencia se podían ver. Eran presencias, pero en hueco. Sin embargo ese hueco de vuelos por el cielo, de abejas sobre las flores grises, de avispas con su zumbido agudo, un zumbidito avieso que ya llevaba en sí la picadura, de pinzones con sus amores excesivos y sus algarabías, de ruiseñores narcóticos, tenía cierto parecido con el del tronco del sauce fulminado por el rayo. Solo que al sauce le creció una rama, y lo regué, y volvió, y se hizo sauce. ¿Volverán las oscuras golondrinas? Dependerá del agua que les demos.

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Alicia Dujovne Ortiz nació en Buenos Aires, Argentina, en 1939 y vive en Francia desde 1978. Es autora de unos cuarenta libros, algunos de los cuales han sido traducidos a más de veinte idiomas. Entre sus biografías figuran Eva Perón (best seller internacional), Maradona soy yo, El camarada Carlos (una investigación desarrollada en Moscú sobre la vida de su padre, miembro de la Internacional Sindical roja), Dora Maar, prisionera de la mirada y María Elena Walsh; entre sus novelas, Mireya, “Anita cubierta de arena, La muñeca rusa, Un corazón tan recio, La Madama, La más agraciada o La procesión va por dentro, y entre sus crónicas de tema social, “¿Quién mató a Diego Duarte? Crónicas de la basura”, “Milagro Sala” y “Al que se va”. De su labor como periodista llevada a cabo durante cincuenta años da testimonio la reciente antología A.D.O., Cronista de dos mundos. Acaba de publicar su trilogía autobiográfica Andanzas que reúne dos autoficciones publicadas en 1997 y en 2005, El árbol de la gitana y Las perlas rojas, y Aguardiente, aún inédita. Obtuvo la beca de la John Simon Guggenheim’s Foundation, la Mission Stendhal del ministerio de relaciones exteriores francés y, en Argentina, el Premio Konex de Platino.

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Fernanda Trías

ECOANSIEDAD Y EL PROCESO CREATIVO EN MUGRE ROSA

Comencemos con una advertencia: hablar sobre el proceso creativo es una manera de hacer ficción. Narrar las misteriosas decisiones que guiaron la escritura no deja de ser un artificio que se construye a posteriori, como quien coloca unos andamios alrededor de una casa ya terminada. Sabemos que lo inherente a cualquier narración es la variable tiempo, y, en este caso, reconstruir el proceso implicaría darle un orden a lo que no ocurrió en el tiempo de los relojes –ese otro artificio–. Hace poco leía una entrevista a Cristina Peri Rossi, de 2005, donde la entrevistadora1 le preguntaba: “¿Cómo se negocia la relación entre la teoría y la expresión poética sin caer en el panfleto?”. A lo que Cristina respondió: “Yo nunca había leído a Lacan ni a Freud: lo hice después de terminar Solitario de amor porque me insistieron en que había escrito una novela lacaniana. Yo creo que tengo la capacidad de llegar a las cosas a través de la experiencia y de la intuición. Para mí, primero se siente y después se sabe: por eso creo que pude escribir una novela lacaniana sin haber leído a Lacan (…). Yo no me he psicoanalizado (…); no he leído teoría feminista… Quiero mantener el terreno de la escritura muy limpio de teoría porque escribo con el inconsciente y quiero seguir haciéndolo. Además, como Cortázar, creo que el azar escribe muy bien. Si estoy atenta a ello y utilizo la intuición no necesito la teoría: voy a la teoría después para ver si yo llegué por otro camino a lo que otros llegaron”. Como forma de conocimiento, la intuición está denostada, pero quien escribe aprende pronto que un escritor no es únicamente un artesano, sino también un hilandero, un arqueólogo y un mago. Dedico mis días a desenterrar hueso por hueso el esqueleto de una historia hasta entender si se trata de un pájaro, un pez o un monstruo, a tejer sentidos, como si se tratara de una piel, y también me dedico a esperar: a lanzar conjuros y esperar que la magia ocurra y me ofrezca una señal que indique el camino. Mucho tiene que ver con intuir un orden secreto donde otros solo verían elementos sueltos. Conjurar el orden a partir del caos, esto parece haberlo entendido Thomas Wolfe durante la escritura de Del tiempo y el río. En Historia de Entrevista de Aina Pérez para la Universidad de Barcelona: https://www.academia. edu/11983871/Del_deseo_y_sus_accesos_Una_entrevista_a_Cristina_Peri_Rossi

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una novela2, Wolfe intenta reconstruir esos años de angustia y de escritura frenética: “Se trata de un avance que empezó con una vorágine turbulenta y un caos creativo y que progresó lentamente, a costa de una infinita confusión, de arduos esfuerzos y errores, hacia la claridad y la articulación de una estructura formal ordenada”. Leí Historia de una novela con ansias, intentando exprimir hasta la última gota de experiencia, pero solo conseguí quedar insatisfecha, con la sensación de que el misterio no termina por explicarse y de que toda descripción del proceso creativo se vuelve incomunicable, abstracta, incluso mística, aun si el autor revuelve en el lenguaje hasta dar con imágenes tan vívidas como esta: “Me parecía que dentro de mí había una gigantesca nube negra que iba acumulando cada vez más materia y que esa revoltosa nube estaba cargada de electricidad, preñada de una especie de violencia huracanada que yo no podía contener por mucho tiempo más; sentía que el momento de ruptura se acercaba”. Una nube. Un huracán. Una ruptura inminente. Metáforas que solo agregan otra pátina de opacidad a una experiencia de por sí opaca. Y sin embargo el proceso creativo es real, es decir, ocurrió, pero podríamos preguntarnos ¿qué ocurrió primero: la idea o el libro? ¿Es el proceso de escritura de una novela una línea, aunque sea zigzagueante, o se trata más bien de un círculo, un uróboros que se traga la cola? La crítica chilena Lorena Amaro dijo que Mugre rosa “es una novela sobre la distancia: la que nos separa de la catástrofe, de las personas que hemos amado y también de la muerte”. Y dice Amaro: “La narradora insiste en preguntar por la frontera entre los finales y los comienzos”. En la escena que abre la novela, la narradora observa a un hombre que pesca en el río contaminado. El hombre extrae un minúsculo pez que queda agitándose en la punta de la tanza. Ellos lo miran, maravillados, porque ese pez contiene al mismo tiempo el veneno que mata y el asombro que da sentido a la existencia. Esta primera paradoja marcará todo el relato: el borde de la vida es también el borde de la muerte. Los comienzos y los finales no solo se confunden, sino que son la misma cosa. Los koan, esas paradojas de los maestros zen, cumplen la función de sacudirnos los sentidos. Nos invitan a abandonar la lógica y a acercarnos a otras formas de conocimiento: “El hombre se giró a mirarme y me hizo un gesto con la mano. Este es el punto de mi relato, el falso comienzo. Aquí podría fácilmente inventarme un augurio o una señal de todo lo que vendría después, pero no. Wolfe, Thomas. Historia de una novela. Juan Cárdenas, trad. Cáceres: Editorial Periférica, 2021.

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Eso fue todo: un día cualquiera a una hora cualquiera, excepto por ese pez que se elevó en el aire y volvió a caer al agua”3. Del mismo modo en que la narradora busca un punto donde iniciar su relato, un punto que sabe caprichoso, incluso aleatorio, yo también elijo un punto en el que “la idea” fundadora de esta novela surgió. Y es este: Hubo una época de pesadillas recurrentes. La ubico entre 2004 y 2007. Por esos años, todas las noches soñaba con una onda expansiva de contaminación que a veces adquiría la forma de una explosión nuclear; otras, la de una nube silenciosa que terminaba por envolverme. Como en toda pesadilla, venía el momento de la huida: correr, buscar refugio, sumergirse bajo el agua. Siempre había un momento de alivio al descubrir que la contaminación no me había afectado: estaba bien, estaba viva, para luego descubrir la falsa ilusión. De pronto miraba hacia abajo, hacia mis piernas y mi vientre, y veía cómo la piel se me había desprendido en jirones del cuerpo. O miraba a los demás y los veía convertirse en animales monstruosos, hombres con patas de dinosaurio, su piel estallando como pústulas hasta exponer la carne. En aquella época yo vivía en Francia, en un pequeño pueblo de provincia a veinte kilómetros de una central nuclear. Escribí ese sueño en una libreta y luego hice lo que hacíamos todos: seguir viviendo, olvidar que en el primer estante de mi baño había una tableta con pastillas de yodo. El material de una novela suele ser, en su punto más hondo, autobiográfico, y se va juntando durante años a partir del roce constante con la vida, como esa nube negra de Wolfe, que va acumulando cada vez más materia, cargándose de electricidad hasta abrir un agujero por donde precipitarse. Pero esa perforación no se abre paso como un taladro, sino como un comején, un bichito que lentamente va horadando la madera hasta dejarla hueca y podrida por dentro, y lo que se precipita no es más que polvillo de aserrín, en última instancia, un residuo. La escritura es continuo reciclaje. La imaginación literaria tiene la capacidad de volver a tomar los materiales desechados, arrumados en el sótano del subconsciente y de la memoria colectiva, para diseñar con ellos algo singular. Creo que el tiempo de Mugre rosa es el tiempo del duelo, y que en cualquier duelo hay una obsesión por encontrar ese momento exacto en que todo aún -tal vez- podría haberse evitado. ¿Cuándo las cosas empezaron a ir mal? ¿Cómo podríamos haberlo hecho de otra forma? Era evitable, ¿o no? El esfuerzo por repasar ese momento, buscando el punto de quiebre, se emparenta con el pensamiento mágico del que habla Joan Didion. Tal vez a fuerza de reconstruir de manera obsesiva cada detalle encontremos algo más, algo que no estamos pudiendo recordar y que contiene la clave del entendimiento. 3

Trías, Fernanda. Mugre rosa, Penguin Random House, 2021, página 17.

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La protagonista de Mugre rosa transita un duelo personal enmarcado dentro de un duelo colectivo. Tal vez lo que la diferencia a ella de otros personajes de la novela es que ella se atreve a mirar dentro del pozo de la pérdida y a sostenerle la mirada al vértigo. Lo que confundimos con apatía sería, entonces, una aceptación radical. Ya vimos hasta dónde nos ha traído el poder de la negación colectiva. Hacer la vista gorda puede que evite el dolor más inmediato, pero por dentro seguirá corriendo la angustia subterránea, cada vez más salvaje, impulsándonos con fuerza destructiva hacia más evasión y consumo. Tarde o temprano todos deberemos mirar de frente el tamaño de nuestra pérdida. ¿De qué tamaño es? ¿Cinco mil libras, el peso del último rinoceronte blanco extinto en 2018? ¿Sesenta mil, la cantidad de koalas arrasados en el incendio forestal de Australia? ¿Dos punto tres millones, las hectáreas del Amazonas que se desforestaron solo en 2020? ¿Cincuenta y seis mil millones, la cantidad de animales que sacrificamos en un año para la industria de la alimentación? ¿O acaso el peso incalculable de la ausencia de futuro? Si cada generación piensa su propio apocalipsis, yo pertenezco a la que está protagonizando el terror climático, un terror que asume la forma de un punto difuso en el tiempo después del cual no habrá retorno. El tic tac de ese reloj es ensordecedor. El nuevo terror me parece inseparable del terror ecológico. Por eso, una novela como Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, le da otra vuelta de tuerca a las historias de fantasmas, muy en clave siglo XXI, con los agroquímicos como fuerza invisible. No conocemos la distancia que nos separa de la próxima catástrofe, personal o colectiva, pero sí conocemos la velocidad a la que avanza ese vehículo implacable que es el tiempo. Como dice Jens Andermann en Tierras en trance: “Si alguna vez hablar del tiempo fue un modo de esquivar el terreno espinoso de la política, (…) hoy preferimos distraernos con las nimiedades de las contiendas electorales antes que enfrentar al big talk de la meteorología”4 . Verdadero terror sería, entonces, leer el último informe de la ONU sobre cambio climático. Si queremos evitar que el aumento de la temperatura media de la Tierra no supere la barrera catastrófica de los dos grados, las emisiones mundiales de dióxido de carbono tendrían que reducirse en un cuarenta y cinco por ciento antes de 2030. Actualmente, los compromisos asumidos por los distintos países solo alcanzarían para reducirlos en un uno por ciento. Así las cosas, se estima que en menos de ochenta años el setenta y cuatro por ciento de las regiones que hoy son habitadas por seres humanos se habrán convertido en entornos de enfermedades letales5. De ahí a imaginar las migraciones masivas, la crisis de refugiados, la escasez de alimentos y Andermann, Jens. Tierras en trance: arte y naturaleza después del paisaje. Santiago de Chile: Metales pesados, 2018, p. 23. 5 Todos datos de las Naciones Unidas, recogidos en Climate Change 2022: Impacts, Adaptation and Vulnerability, Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado el 28 de febrero de 2022 en: https://www.ipcc.ch/report/ar6/ wg2/ 4

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las ciudades vaciadas hay solo un paso. La pregunta no debería ser por qué escribir una distopía, una ficción climática, sino cómo no escribirla. Hemos llegado a ese momento en que “el clima de la historia y la historia del clima entraron en resonancia y pasaron a confundirse”6, como dice Chakrabarty. Nuestro sueño de ser dioses nos ha llevado a alterar de tal manera la atmósfera, los océanos, el clima y los ecosistemas que nos hemos convertido en agentes geológicos. El Antropoceno marca su inicio con un gran acto de contaminación: las bombas atómicas que a mediados del siglo XX se lanzaron y probaron en el mar. Hoy ellas son las responsables de que haya isótopos radioactivos circulando por las playas donde ustedes y yo nadamos en vacaciones, muy tranquilos, sin pensar que nosotros mismos somos los peces mutantes. Para la transfiguración distópica de mi ciudad natal, Montevideo, traté de pensar qué tipo de catástrofe afectaría de manera directa el centro afectivo de la ciudad, y concluí que esa amenaza debía llegar del río. Montevideo y toda la franja costera, la zona más poblada del país, construyó su identidad en torno al agua. Al contrario que Buenos Aires, Montevideo vive de cara al río de la Plata, tan ancho que desde siempre lo llamamos mar, y al que Roberto Arlt describió como “esa extensión de tierra pisoteada por caballos”. Si la contaminación llegaba del río, entonces la catástrofe ambiental obligaría a reconfigurar la geografía del país entero: los privilegiados, que siempre habían medido su bienestar a partir de la cercanía a la costa, se instalarían en las zonas interiores, más lejanas y seguras, y la franja costera se convertiría en tierra de nadie que, como sabemos, siempre es tierra de alguien (tierra de otros). También la economía del país giraría sobre su eje para mirar hacia los consumidores más pudientes y la industria cárnica (no olvidemos que Uruguay es el país del mundo con más cabezas de ganado por habitante) se vería afectada por el mismo viento tóxico. Y aquí conviene hacer un paréntesis para contar otra historia: hubo una vez una fábrica, una procesadora de productos cárnicos que transformó la economía del país, un gigantesco frigorífico fundado en 1865 a orillas de otro río, el río Uruguay: 274 hectáreas con 30 edificios industriales, que daban trabajo a más de tres mil quinientas personas de cuarenta nacionalidades, y que hicieron del país un lugar próspero. En la década de 1930, unas mil seiscientas vacas eran sacrificadas a diario en ese matadero de la ciudad de Fray Bentos para producir enlatados que se exportaban al mundo entero7. Se trataba de las famosas latas de corned beef, que alimentaron a los soldados del bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Solo en 1943, dieciséis millones de latas de corned beef partieron de Fray Bentos hacia Europa. El orgullo de la empresa era el slogan: “Se aprovecha todo de 6 Chakrabarty, Dipash. El clima de la historia en una época planetaria. Madrid: Alianza editorial, 2022. 7 Fuente: https://www.bbc.com/mundo/vert-tra-46917409.

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la vaca, menos el mugido”. El antiguo frigorífico, que funcionó hasta 1979, hoy es una mole de cemento y hierro, una carcasa devenida patrimonio mundial de la UNESCO que solo alimenta la nostalgia de un pasado mejor. Ignoro si Juan Carlos Onetti tenía en mente el frigorífico Anglo, que para 1960 ya habría comenzado su decadencia, cuando imaginó un astillero abandonado al borde de un río en una ciudad imaginaria llamada Santa María. La caída del astillero había arrastrado consigo la prosperidad económica del lugar, igual que el cierre del frigorífico Anglo en Fray Bentos. En la novela de Onetti, el apático y melancólico Larsen se lanza a la tarea imposible de reflotar el astillero, como sucedería años más tarde con el frigorífico, al que se le intentó dar otros usos. En ese sentido, ¿podríamos decir que también Juan Carlos Onetti fue profético? Como una Santa María, igual de gris y devastada pero en clave apocalíptica, la ciudad portuaria de Mugre rosa tiene su propio astillero, ese símbolo del fracaso de un modelo de país, transmutado ahora en una procesadora nacional, un matadero tan monumental como un estadio de fútbol que alimentaría la farsa (la máscara) de un Estado incompetente, aferrado a su proyecto de modernización tecnológica y de avance científico mientras el país entero, y tal vez el mundo, se encamina ciego hacia su fin. Hace unos días, leí en el New York Times en Español un artículo titulado “El cambio climático entra al consultorio”. Allí se cuenta el caso de una mujer de clase media estadounidense de treinta y siete años, madre de dos hijos, que sufre episodios de ansiedad. En un pasillo de supermercado, según cuenta el artículo, a Alina Black le llega una oleada de culpa y vergüenza ante un paquete de nueces envueltas en plástico. No puede evitar pensar en todo ese plástico viajando desde su casa hacia un gran basurero donde permanecerá durante generaciones enteras. Ansiaba, realmente anhelaba dejar menos huella en la Tierra. Pero también tenía un bebé en pañales, un trabajo a tiempo completo y un niño de 5 años que quería merendar. (…) A primera hora de la mañana, después de amamantar al bebé, caía por un hoyo negro, viendo noticias sobre sequías, incendios y extinción masiva. Luego se quedaba quieta con la vista fija en la oscuridad.8 Pero Alina Black no es la primera ni la única, al parecer, que sufre de “ecoansiedad”, definida como el miedo crónico a las catástrofes ambientales que surge de observar el impacto en apariencia irreversible del cambio climático, y la resultante preocupación acerca del futuro tanto personal como de las próximas generaciones. Ya en 2011, los psicólogos Thomas Doherty y Susan Clayton, habían sido pioneros en predecir “The 8 Por Ellen Barry, publicado el 8 de febrero de 2022 en el New York Times en Español: https:// www.nytimes.com/es/2022/02/08/espanol/terapia-cambio-climatico.html.

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psychological impacts of global climate change”, como se titula su artículo, y en 2020, una encuesta realizada por el Imperial College of London arrojó que el 57% de niños y jóvenes sufren ansiedad acerca de la actual crisis climática. El mismo artículo del NYT explica que la Alianza de Psicología del Clima ofrece un directorio de terapeutas especializados en ecoansiedad y que “la Red del Buen Dolor, una red de apoyo entre pares que sigue el modelo de los programas de adicción de 12 pasos, ha generado más de cincuenta grupos”. El propio doctor Doherty atiende en su consultorio a personas de todas las edades que experimentan ataques de pánico, tristeza abrumadora y estallidos de ira vinculados al miedo, la impotencia y la incertidumbre de los desastres ecológicos. El tema de la salud mental ha sido foco de discusión en el último tiempo a partir de los efectos psicológicos de la pandemia, el encierro, la desconexión social, la amenaza del virus, los incontables duelos personales interrumpidos sumados al duelo colectivo sin hacer que intentamos tapar bajo el impulso frenético de “volver a la normalidad”. Otra herida que quedará abierta. Pero ¿en qué consiste lo normal en un mundo que va de un apocalipsis al siguiente? Lo normal sería adaptarse a la nueva anormalidad y seguir viviendo, sin detenernos a pensar por qué. El instinto de supervivencia llega para recordarnos que no somos dioses sino simples animales. En Mugre rosa, el encierro obligado a causa del viento rojo trastoca la percepción del tiempo: un día repetido hasta el hartazgo, sin comienzo ni final, sin puntos de referencia. El encierro impulsa dos movimientos posibles: un ir hacia adentro -hacia el espacio abierto de la memoria- o un ir hacia afuera a través de la ventana que representa el televisor (o las redes sociales), con su voces e imágenes narcotizantes. Ambos movimientos colapsan el tiempo y el espacio y anulan el presente. Aunque el encierro parecería condenarnos a un presente infinito, en realidad logra todo lo contrario: sacarnos del tiempo. La narradora de Mugre rosa oscila entre el tiempo de la memoria y el no-tiempo del televisor, en un ensimismamiento que solo se rompe cuando reconoce su vida como necesaria para alguien más, es decir, el momento en que deviene madre. (Otro antes y después, otra frontera que no se sabe exactamente cuándo se cruzó hasta que se está del otro lado). El interés por los efectos del Antropoceno y por cómo estos pueden reelaborarse artísticamente es algo reciente, pero con una tendencia en aumento irreversible. En el Museo de la Tertulia de Cali se creó el grupo de investigación “Humanidades ambientales”, una plataforma interdisciplinaria que invita a artistas y a académicos a conversar sobre sus proyectos y a pensar prácticas que permitan entender y transformar el presente en el urgente contexto actual. Por otro lado, Gisela Heffes, autora, ecocrítica y profesora de la Universidad de Rice, creó el podcast “Estéticas del Antropoceno”, donde invita a autoras latinoamericanas a responder tres preguntas básicas en torno al tema y a su obra. 94


En uno de esos episodios, la escritora boliviana Giovanna Rivero dice que la ciencia ficción ha estado “más atenta que las narrativas miméticas a los cambios generados por el Antropoceno, quizás porque este género siempre ha jugado a proponer mundos alternativos a partir de los residuos y ruinas del planeta original. ¿Qué otra cosa es el Antropoceno -se pregunta Rivero- sino una era de residuos, de ruinas e irreversible huella?”9. Esto me interesa particularmente porque una de las primeras imágenes que tuve de Mugre rosa fue la de la basura multiplicándose como los panes y los peces de Jesús. Un milagro a la inversa. En una ciudad en apariencia vacía, donde la gente vive en el encierro y en la clandestinidad, la única señal visible de su existencia sería esa: las bolsas de basura que se materializan a diario en las esquinas, como si la ciudad se excretara a sí misma. Acaso los humanos seremos recordados como esa especie capaz de reproducirse en forma de desperdicio; acaso nuestro legado sea convertir el planeta en un vertedero. La basura que generamos a diario podría leerse como un mapa de nuestra vida, al punto de convertirse en una geografía. Como la isla de basura en El orden del mundo, novela del escritor uruguayo Ramiro Sanchiz, adonde confluyen todos los objetos que tuvieron un valor simbólico en la vida del narrador. O como la peluca del cuento de Patricio Pron titulado “Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido”, que comienza siendo residuo fósil para convertirse en plástico, luego en un suéter, luego en una peluca que pasará de mano en mano, de vida en vida, hasta caer al mar y terminar en la isla de basura, donde amenazará con asfixiar a un albatros. Y al igual que el desafortunado albatros, nosotros también tragamos basura. La mugre rosa es un subproducto cárnico que la industria prefiere llamar “recortes finamente texturizados” y cuya premisa es abaratar costos y hacer que todo, hasta lo indigesto, sea rentable. Se trata de un aditivo a base de desechos, una mezcla de grasa, pellejos, cartílagos, vísceras, huesos, cabezas y patas que luego se recalienta, se centrifuga, se desinfecta con amoníaco y se tiñe de rosado para rellenar hamburguesas y otros productos congelados. El amoníaco elimina las bacterias y ayuda a aglutinar lo que, por impulso del desecho, se resiste a aglutinarse. Es la versión SXXI del slogan del frigorífico de Fray Bentos (“Se aprovecha todo de la vaca, menos el mugido”), solo que en este caso el milagro es propiciado por la tecnología de “última generación”. La controversia sobre la mugre rosa surgió en Estados Unidos en 2012, a partir de un reportaje de la cadena de noticias ABC News, que atrajo la atención pública hacia el proceso químico necesario para producir este aditivo que se vendía como “carne molida” y que algunos científicos del Departamento de Agricultura habían confesado no consideraban apto para el consumo humano. La procesadora de carne ubicada en South Dakota, 9 En el podcast de Hablemos Escritoras, la sección “Estéticas del antropoceno. Tres preguntas”, conducido por Gisela Heffes, episodio 306.

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Beef Products Inc. (BPI), demandó a ABC News por difamación, y así comenzó una controversia con pérdidas millonarias para la industria. Lo interesante, para mí, fue la larga batalla semántica que no se dirimió hasta 2019, cuando ABC News terminó pagando una compensación millonaria por haber acuñado el término “pink slime”, luego traducido al español como mugre rosa. Lo importante, al fin de cuentas, no parece ser la cosa misma sino la palabra que la denota, el eufemismo tranquilizador, el truco de prestidigitación del lenguaje que convierte un desecho en un alimento. En la medida en que iba hilando sentidos, la mugre rosa me fue revelando su potencial metafórico. No fue algo calculado porque, como dice Cortázar, el azar escribe muy bien. Durante el proceso de escritura entendí que la mugre rosa eran también esas personas que la sociedad preferiría no ver, maquillar con un eufemismo, con un color falsamente inocuo como el rosado. Eran los cuerpos enfermos, las mentes desequilibradas y todo aquel que se resistiera a aglutinarse: los desechos humanos. Y como cualquier desecho, a menos que termine en nuestras hamburguesas, debe ir a parar a algún receptáculo, a algún lugar que lo contenga, sea el manicomio o esas zonas de la ciudad que solo habitan los parias. Los indigentes que deambulan por las calles devastadas de Mugre rosa, revolviendo la basura, exponiéndose al viento tóxico, son los zombis del capitalismo, infectados por esa babaza indeseable que es la pobreza, o son los potenciales portadores de la infección, que a lo largo de las décadas ha tenido distintos nombres: VIH/SIDA o COVID-19. Como sea, están aquí para hincarnos el diente del miedo y del rechazo al otro, del ensimismamiento recalcitrante como única estrategia de supervivencia. Caminar por el centro de una ciudad latinoamericana por la noche es asomarse a ese mundo de recicladores, de cartones extendidos por toda la cuadra y de cuerpos durmientes en la sombra. En Montevideo, por ejemplo, se colocaron contenedores rectangulares, como pequeñas casitas con techo a dos aguas, para juntar allí las bolsas que antes quedaban desperdigadas por la calle, cada una frente a la puerta de la casa correspondiente. Lo que se pensó como una solución “higiénica” se convirtió en la pesadilla de los recicladores, que ahora debían meterse literalmente dentro de un basurero para poder abrir las bolsas. Tengo muchas imágenes nocturnas de cuerpos doblados, con el tronco y la cabeza dentro del contenedor mientras que las piernas se agitan por fuera para mantener el equilibrio. A la luz de la noche, se veían como cuerpos cercenados o como las antenas de enormes insectos. En el despilfarro capitalista, mientras para algunos es cada vez más fácil generar basura, para otros es cada vez más difícil acceder a ella. Otra de las preguntas fundamentales que debe hacerse un escritor al momento de narrar es: ¿desde dónde cuento lo que cuento? ¿A qué distancia psíquica se encuentra mi narrador de los hechos narrados? Si la novela de ficción climática por excelencia, La carretera de Cormac McCarthy, es postapocalíptica, yo quería que Mugre rosa se ocupara del “durante”, para 96


poder ahondar en la pregunta: ¿cuándo empieza lo que empieza y cuándo termina lo que se acaba? En el durante prima la confusión, la información contradictoria, los rumores y la negación. Es como el chiste de ese hombre que va cayendo en picada desde un edificio pero que todo el tiempo se repite a sí mismo “por ahora todo bien, por ahora todo bien”. En un mundo postapocalíptico no se puede negar lo que ya es, mientras que la narradora de Mugre rosa avanza a tientas por esa neblina de confusión para descubrir que el futuro no puede evitarse porque siempre estuvo allí, contenido en el núcleo mismo del presente. De ahí el juego con los tiempos verbales. Todo lo que termina, termina porque empezó. Y lo único que no muere es lo que nunca nace. Los koan se parecen a la literatura en cuanto a que no ofrecen respuestas, sino que nos llevan a plantearnos nuevas preguntas. Activan el pensamiento lateral, una operación del cerebro no secuencial sino creativa que escapa al pensamiento lógico y que es indispensable para la resolución de problemas. Las propuestas literarias que más me interesan son aquellas en las que fondo y forma dialogan y cuya forma es, de por sí, una metáfora de su propia historia. La niebla omnipresente, como un pantano húmedo, debía elevarse de la escritura misma a partir de oraciones espiraladas, rítmicas, que produjeran la sensación de estar dando vueltas en círculos en esa ciudad brumosa, sin referencias visuales que marcaran el paso del tiempo. Los diálogos que flotaban en el blanco de la página, separando un capítulo del siguiente, debían sentirse como nubes, un susurro salido del tiempo, y la música de las frases debía sonar con ese ritmo hipnótico de las olas al romper en la orilla que es el sonido de mi infancia. La paleta de colores debía ser gris, una gama de grises solo interrumpida por el rojo sangriento de las nubes. ¿Cómo se crea una atmósfera? Soy visual, y a veces mis referencias son tonos, imágenes de películas u obras de arte, sensaciones plásticas más que ideas y, mucho menos, “tramas”. Durante el proceso de escritura tuve presente una pintura del artista español Javier Palacios, un tótem rosado y derretido que por momentos parecía un falo y por momentos un algodón de azúcar. Así imaginaba yo la mugre rosa. La obra de la artista Rosalía Benet me interesó particularmente por su crítica a la sociedad de consumo y su trabajo con la industria alimenticia, los cuerpos enfermos y la basura. En la serie “Estómago negro” vemos los mapas de los países desarrollados, los principales explotadores de recursos, convertidos en intestinos sangrantes. “Gran banquete” es una instalación, una escultura calcinada que toma como punto de partida los banquetes del Bajo Imperio Romano, la época de la decadencia del Imperio. En la serie “Gula”, vemos un altar hecho de bolsas de basura, otro hecho de terrones de azúcar, otro hecho de hamburguesas y comida ultraprocesada. Adoradores del dios del consumo. La pandemia del covid-19 parece haber dejado claro que la gran máquina de producción y de consumo no puede detenerse. En América 97


Latina ya vimos las consecuencias: el aumento de la pobreza, los trapos rojos en Colombia, la desigualdad en el acceso a los sistemas de salud. La pesadilla kafkiana del siglo XXI es estar atrapados en nuestra propia rueda eterna de consumo y producción, una rueda que para seguir girando debe pasar por encima de innumerables vidas. Si al igual que Mauro, el niño protagonista de Mugre rosa que padece el síndrome de Prader-Willi, nuestro cerebro no recibe la “señal de saciedad” o no es capaz de procesarla, ¿qué alternativas nos quedan? ¿Hasta dónde podemos escapar, correr, mirar hacia otro lado? ¿Qué creemos que vamos a encontrar cuando lleguemos al hueso, cuando terminemos de roer, a fuerza de consumo, los recursos del mundo? El cuerpo hambriento, ya sea de comida, de seguridad emocional, de comodidad o de prestigio puede llegar a devorarse a sí mismo. Durante mucho tiempo -años- después de que me enteré de la existencia del síndrome de Prader Willi, que afecta el cromosoma 15, me obsesioné pensando cómo sería vivir con esa hambre voraz, para siempre insatisfecha. No fue hasta que comencé a escribirlo que pude entender: Mauro también era yo, éramos todos. Solo que otro hueco, una voracidad de otra sustancia, pero igual de dolorosa por lo insaciable. ¿Es Mugre rosa una crítica a la sociedad de consumo y a la manera en que vivimos? Tal vez. Pero sobre todo es una constatación de la paradoja en la que yo misma estoy inmersa. Me han preguntado muchas veces cómo hice para anticiparme a la pandemia, cómo “preví el futuro”. Ante esa pregunta no sé qué responder. La ficción especulativa es el resultado de mirar con atención el presente. Como dice Giovanna Rivero en el podcast que ya mencioné, “el hábito de mirar (…) la materia del mundo y extraer de ella posibilidades antes impensables le ha permitido al género de la ciencia ficción convertirse ahora en el portador más sensible de las enunciaciones proféticas para el presente siglo”. El mundo distópico de Mugre rosa pasó en pocos meses de existir únicamente en mi imaginación a ser alcanzado por la realidad: tapabocas, hospitales colapsados, encierros voluntarios y obligatorios, noticias falsas, control sanitario y estatal, miedo, confusión, negacionismo, cuerpos que se acumulaban en camiones o se recogían de las calles, muertos que eran cifras, estadística, cálculo de probabilidades. Volvería a citar a Cortázar y a decir “el azar escribe muy bien”, solo que no creo en el azar y sí creo, como Mario Levrero, que “la realidad es una cosa lejana que se acerca con infinita lentitud al que tiene paciencia”10. Nuestra herencia positivista nos ha llevado no solo a denostar la intuición como vehículo del conocimiento, sino a desterrar la imaginación y los sueños del terreno de lo real. Por eso Ursula K Le Guin hace referencia a los escritores “realistas de una realidad más amplia” (“the realists of a larger reality”). En su discurso de aceptación de la National Book Foundation’s Medal for Distinguished Contribution to American Letters, en 2014, Le Guin vaticina el auge del género especulativo: 10

Levrero le atribuye esta cita a Rilke en El discurso vacío.

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“Pienso que están viniendo tiempos difíciles en los que necesitaremos oír las voces de autores que puedan ver alternativas a la manera en que hoy vivimos y que puedan ver más allá de nuestra sociedad atenazada por el miedo y sus tecnologías obsesivas, pensar otras formas de ser, e incluso imaginar algún tipo de esperanza verdadera”. Margaret Atwood también habló del regreso de las utopías para buscar una salida a este embrollo en el que nos hemos metido. Y algo similar pensaba Isaac Asimov sobre la capacidad de la ciencia ficción para pensar el futuro: “Ya no hay una decisión sensible que pueda tomarse sin tener en cuenta no sólo el mundo como es, sino como será... los escritores de ciencia ficción ven lo inevitable, y aunque los problemas y catástrofes puedan ser inevitables, las soluciones no lo son. Las historias de ciencia ficción individuales pueden parecer triviales ante los ojos de los críticos y filósofos de hoy en día, pero el corazón de la ciencia ficción, su esencia, se ha vuelto crucial para nuestra salvación si es que podemos salvarnos”. Pero en el corazón de toda distopía late siempre una utopía. Hay que saber leerla, eso sí, entre líneas, entre nubes. La distopía plantea preguntas y abre la conversación en comunidad, colectiviza la angustia y le pone nombre. La distopía es una invitación a pensar juntos, mientras que la utopía obliga a proponer alternativas. Como muchos, como muchas, he sentido los efectos de la ecoansiedad: la impotencia y la frustración ante la destrucción del planeta y la manera depredadora e insostenible en que vivimos, siempre corriendo detrás de más y más confort. Ante mi propia angustia no me queda más que mirar de frente el desastre, y me pregunto si no será ese el papel de la literatura: dar cuenta de, estar allí, con los ojos bien abiertos, dar testimonio. “Cuando uno lee libros de historia tiende a olvidar que alguien estuvo ahí. Alguien de carne y hueso, y en esta historia ese alguien soy yo”, dice la narradora de Mugre rosa. Como los adolescentes que escriben “yo estuve aquí” en la puerta del baño, como los enamorados que dejan sus iniciales en el tronco de un árbol, como los presos que escarban la pared. Es un triste privilegio. Alguien deberá contar el fin del mundo incluso aunque no haya a quién contárselo. ¿Es absurdo escribir ante la inminencia del apocalipsis? No lo sé, pero mientras haya mundo, quien escribe sigue siendo un testigo y ser testigo es motivo suficiente para seguir aquí. Incluso podríamos ir más lejos y afirmar que existimos porque somos testigos, como dice Ana Blandiana: “Existimos solo en la medida en que somos testigos de la historia, de una historia que, a su vez, existe solo en la medida en que somos sus testigos11”. 11

Blandiana, Ana. “La poesía entre el silencio y el pecado.” Quimera 349, 2012. pp. 32-35.

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No conozco a nadie que escriba a quien no le duela el mundo. Y ese dolor solo puede venir de un amor difícil, a veces imposible de procesar. Todo lo que se pierde late, como el muñón de Idea Vilariño. Y tal vez yo, que no creo en el tiempo como una línea recta sino como una línea enredada cuyos bucles transitan por el sueño y la vigilia haya querido anticiparme en este libro a la nostalgia de un mundo que aún creemos tener pero que ya está perdido. Porque como dice Georges Perec escribir es “tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca (…)12”. O, como dijo Piglia, “la narración alivia la pesadilla de la historia”. Febrero 2022

En Perec, Georges. Especies de espacios. Jesús Camarero, trad. Barcelona: Editorial Montesinos, 2001. 12

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Fernanda Trías

MUGRE ROSA13

Una cuadrilla de buzos había entrado al río a investigar el asunto de los peces, expulsados por el agua como por un gigantesco estómago. Llevaban órdenes del Ministerio de Salud. Llevaban instrumentos y mapas. Debían tomar muestras del suelo, de las algas, del misterio que dormía en el lecho del río. Pero el estómago también expulsó a los buzos, untados en su ácido. Fue una expulsión silenciosa. Creyeron que todo iba bien, salieron con sus frasquitos y sonrisas y se sacaron la foto de rigor, que circuló en todos los medios. Solo unos días después empezaron los síntomas; José Luis Amadeo primero, como un anuncio funesto de lo que les esperaba a los demás. No hubo milagros entre los buzos y las exequias se realizaron con todos los honores de la patria. Lo transmitieron en vivo: los tres cajones iban envueltos en la bandera. Las cámaras enfocaron el panteón nacional, las tumbas bellas, las flores que se agitaban en el aire tormentoso, las caras serias de los ministros. El pelo de los ministros se agitaba, la corbata del presidente no quería mantenerse en su sitio y él tenía que sostenerla con la mano, como si se estuviera sosteniendo el corazón y los pulmones. La tormenta se venía anunciando desde la mañana, pero todos creímos que aguantaría hasta después del funeral. ¿Por qué creímos eso? Estaban las familias. En primera fila reconocí a la madre de José Luis; no había cambiado mucho, solo se veía más baja, más ancha, menos imponente que los brazos gruesos que nos pasaban buñuelos por una ventana. A su lado, otras mujeres, madres, hermanas, y otros hijos de buzos de San Felipe, ahora devenidos hombres, devenidos buzos ellos mismos. Vimos los puños apretados, el reflejo de los féretros en los lentes de sol, las franjas de las banderas. Los únicos ojos a la vista eran los del presidente: secos. Pero antes de que terminara la ceremonia, la tormenta se descolgó. Una tormenta con rayos y viento, pero sin el más mínimo atisbo de lluvia. Las flores volaban. Las banderas se levantaron como sábanas y se pusieron a ondear, poseídas, dejando al descubierto la madera lustrosa de los cajones. En uno de esos tres estaba el cuerpo de José Luis, mi amigo de la infancia, el primer buzo que entró al Clínicas para no salir más. Vimos a un hombre correr para atajar las banderas, que estaban a punto de desprenderse, como si el viento se llevara también las almas, y luego vimos que el presidente se apuraba a resguardarse, escoltado por sus guardias. Lo metieron al auto presidencial y se lo llevaron, junto con los ministros, mientras los rayos caían en el horizonte. Extracto de la novela Mugre Rosa de Fernanda Trías. Barcelona: Penguin Random House, 2021, pp. 203-206. 13

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El primer viento rojo, feroz, eléctrico, arruinó las exequias de los buzos. Al otro día, el presidente decretó la evacuación de las zonas costeras. Los altos mandos del Estado construyeron sus casas en las laderas de alguna diminuta colonia del campo chato y eterno, y desde allá comenzaron a dar órdenes. Así fue que empezó la nueva historia oficial. Cuando uno lee libros de historia tiende a olvidar que alguien estuvo ahí. Alguien de carne y hueso, y en esta historia ese alguien soy yo. Yo estuve ahí cuando aparecieron los peces; fui hasta la playa Martínez y vi la arena cubierta de pescados que parecían basura resplandeciente, trocitos de lata y de vidrio arrojados por la marea. Y vi a los niños que jugaban entre ellos. Habían bajado y caminado en esa arena nueva, hecha de carne, pisando con cuidado, agachándose para observar de cerca las bocas abiertas y los ojos secos. La ola minúscula venía y los arrastraba hacia adentro, dándoles por un momento una ilusión de vida, para luego arrojarlos como cualquier botella vieja nuevamente hacia la arena. Muchos otros pescados flotaban en el agua. Se había saturado la arena y las olas ya no podían deshacerse de todos. Yo vi jugar a los niños sin máscara ni traje, y vi a los adultos rebuscar entre los peces de la orilla alguno que todavía estuviera boqueando y llenar sus baldes. Recién cuando llegaron los del ministerio echaron a los niños y precintaron la zona. Eso salió en televisión, la cinta amarilla rodeando la playa y la genta amuchada detrás, curiosos pero a salvo. Yo vi al presidente en cadena nacional anunciando la evacuación de los barrios costeros. Ante todo, calma, dijo, el Ministerio de Salud está trabajando. Pero la gente ya no lo escuchaba, porque se había puesto a correr por sus casas, a armar valijas, desenchufar electrodomésticos, amontonar dinero y joyas, la plata en rollos gordos que metían entre la ropa y la piel sudorosa, los billetes mojándose dentro de los calzones o del sutién o de las medias, los dedos que no aguantaban más anillos, las manos como un carnaval de pulseras. Y cuando la cadena nacional se terminó y empezó a sonar el himno, la gente estaba cargando los autos, tapiando ventanas, descolgando sus marinas de las paredes. Estaban abrochando el cinturón de seguridad de sus bebés y arrastrando como podían a sus ancianos, aunque ellos dijeran que preferían morirse donde habían nacido. ¿Por qué todos queremos morir donde nacimos? ¿Para qué, si de todos modos ya nada será igual, ya todo habrá mutado hasta convertirse en un territorio desconocido? Arrastraron a los viejos, así tuvieran que romperles la cadera para llevárselos, y luego la ciudad colapsó, los autos quedaron atascados en el único y monstruoso embotellamiento de la historia del país. Yo lo vi. Estuve en el único y monstruoso embotellamiento de nuestra historia. Solo que yo miraba desde la vereda, parada junto a muchos otros que también habían salido a presenciar el espectáculo, a ser testigos de algo que aún no alcanzábamos a entender. ¿Cuántas personas seguirían con vida? ¿Cuántas habrán terminado en el Clínicas? Ah, pero aquello era un verdadero espectáculo; había que verlo, un sofá patas arriba en el techo, una aspiradora saliendo por la ventanilla, un 102


colchón amarrado a la baca junto a una bicicleta infantil. Las caras pegadas a los vidrios, las manos sucias de los niños contra el parabrisas de atrás. Los perros ladrando por las rendijas de las ventanas. Y el concierto de bocinas. La caravana siguió así, atascada, avanzando lentamente, tanto que parecía una ilusión óptica de absoluta inmovilidad. Pero avanzaba. A los tres días, las calles volvieron a vaciarse, las cámaras de televisión mostraron las carreteras silenciosas, llenas de basura que la gente había tirado por la ventanilla, y el caos se trasladó a otra parte, a donde yo no estaba ni estuve. No estoy. Se convirtió en una historia ajena, contada por otros que a su vez dijeron: yo estaba ahí. Así ocurrió.

Fernanda Trías nació en Montevideo, Uruguay (1976). Es narradora, traductora y docente de creación literaria. Realizó la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Publicó las novelas La azotea (2001), Cuaderno para un solo ojo (2002), La ciudad invencible (2013) y Mugre rosa (2020) y el libro de cuentos No soñarás flores (2016). Algunos de sus libros se han traducido al alemán, inglés, francés, danés, italiano, portugués y sueco, y se preparan traducciones a otras cuatro lenguas. Por La azotea, obtuvo el tercer lugar en el Premio Nacional de Literatura de Uruguay (2002), el Premio de la Fundación Bank Boston a la Cultura Nacional (2006) y el PEN Translates Award en Reino Unido, 2020. Por Mugre rosa (Penguin Random House, 2020) obtuvo el premio residencia SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez (España 2018), el Premio Nacional de Literatura (Uruguay 2020), el Premio Bartolomé Hidalgo (Uruguay 2021) y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2021 de la FIL de Guadalajara. Ha enseñado escritura creativa en la Universidad Nacional de Colombia, la Universidad de los Andes, la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad de Salamanca y la UNAM. Actualmente vive en Bogotá, donde es profesora-investigadora en la Maestría en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo.

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Cristian Molina

UN PEQUEÑO MUNDO ENFERMO

I Abrieron el cajón y salieron moscas de la nariz del cadáver No había nada que dijera qué o quién solo una plaquita metálica con él empotrado en un sombrero de paja y con una pala en la mano El campo atrás Soja mucha mucha soja y trigo. II Las palomas van y vienen desde las cerealeras cuando nosotros éramos chicos les robábamos pichones y los metíamos en una jaula gigante después se acostumbraban al lugar y aunque les abríamos las puertas se quedaban ahí Íbamos de noche con linterna entre las chapas tenían los ojos hipnotizados por la luz y nosotros aprovechábamos pero nunca entendimos no si acá hay tanto veneno por qué se quedan y cómo viven las palomas

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III Moscas a las que con tus manitos plásticas o esos aerosoles persiguen por molestas moscas en tus platos de comida esa milanesa de soja o los fideos al tuco o en tus sopas dietéticas incluso cuando vas al supermercado y en las galletitas 100% fécula de maíz incluso ahí moscas moscas moscas moscas moscas y nuestro gusto se pegará a tu paladar tranquilo y creceremos adentro hasta estallarte (con nuestra reproducción y nada ni tus aerosoles ni tus molestias nada impedirá que abramos agujeros en la piel para salir a la normalidad del mundo. IV Las mucosas quedan secas mientras el peón hombrea bolsas el pá y tu pá son o no peones no importa pero podemos serlo siempre incluso no siéndolo de todos modos Y aunque se/nos rodeen con liquidillos nada de eso puede llegarles o llegarnos 105


Dicen y los escuchamos, desde la necesidad de los peones. V Las moscas salieron en un enjambre desde las cunetas y astillaron los rostros de los hombres trabajando la cosecha Todo negro volvieron tanto que no se explica cómo nadie presupuso su existencia. VI A los dieciocho años compramos el primer salbutamol antes cuando vivíamos en el primer ranchito el pá atacado sin respiración en pleno asma salía casi a rastras en calzoncillos al patio de tierra al cañaveral y trataba decía de aspirar el aire fresco que calmara el ataque otras veces venía la enfermera e hincaba un dolor agudo en las nalgas medio dormido mientras todo se encadenaba a lo normal se oían los motores a todo trapo de las cerealeras en la madrugada. VII Las ciudades se llenan de moscas vinieron de los costados y ya las autoridades piensan evacuaciones masivas hacia la luna 106


la luna será conquistada porque las moscas se robaron el mundo nada quedará ni los campos ni tus palas ni las cosechadoras ni los cadáveres en los campos en las palas en las cosechadoras en los cementerios y emprenderemos el mundo nuevo sin las moscas sin las moscas. VIII El caballo apareció reventado en medio de las vías los veterinarios encontraban las vísceras en los rieles desparramadas y adentro una pasta verde idéntica a la de las chinches. IX Aunque todo nos hizo creer que así las moscas se irían trajimos a la luna esos líquidos por pura precaución y aparecieron las moscas desde el interior de nuestros cuerpos nos abrieron agujeros y ahí las vimos flotando en la poca gravedad del suelo con guadales blancos. X Ella destendía la ropa y de golpe un aluvión de olores empezó a sofocarla las chinches caían y explotaban en el césped 107


como la plaga de Egipto y con sus ácidos verdes y pegajosos en los pelos y en la ropa Tuvieron todas las ellas que correr coreográficamente desesperadas dentro de la casa dejando caer los pocos trapos en el fuentón sobre todo porque después vinieron las partículas vaporosas y cáscaras –pedacitos diminutos de alguna semilla pelada que se les iba a meter adentro pero precisamente adentro ellas todas las ellas tenían el teléfono del médico y no tuvieron miedo. XI Las moscas salen de los cadáveres que levitan en la atmósfera persiguen sin pausa los pasos de esta normalidad ni allá cuando escribía los montes de los eucaliptos esos altos donde los galpones con cosecha nada ni allá se detuvieron anidaron en sus ramas y por las noches sueño que salen de sus ramas y a la mañana como si lo que viera en películas dormido me salieron del centro de las pupilas moscas de colores no solo negras moscas múltiples infinitas que saturan la habitación y se comen el cosmos.

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Cristian Wachi Molina (Argentina) es escritor, docente universitario e investigador de literatura. Se ha desempeñado como editor en publicaciones académicas e independientes. Ha sido curador del Festival Internacional de Poesía de Rosario (2021) y Coordinador general del mismo en el año 2022. Colaboró como reseñista de literatura en diversos medios. Ha escrito también los libros: Blog (Tropofonia, 2012), Lu Ciana ( Janvs, 2013), Wachi book (Baltasara, 2014), Un pequeño mundo enfermo (La bola, 2014), Machos de Campo (Baldíos en la lengua, 2017), Sus bellos ojos que tanto odiaré (Caleta Olivia, 2017), Gerarda, la mutante (Libros Silvestres, 2019), Poesía Molotov (Le Pecore Nere, 2020) y La Juanita. Su película (Baltasara, 2021).

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Carolina Sánchez

MÚSICA QUE SE HUNDE SAMPLEO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS + DONNA HARAWAY

El canto del pato de altura nos hace desmenuzar el mundo. Deriva de manera recíproca, en todos nuestros cantos. Repercute en los abismos, por eso puede confundir. El canto se esconde, bajo el ave grande está el silencio. Cuanto hay es turbulencias. Lo recíproco en un presente denso. Nuestra tarea es generar problemas, suscitar respuestas ¿Entiendes bien qué es “perturbar”? Hay patrones ampliamente injustos de dolor y sombra. En las montañas se convierte todo en una práctica de aprender de la roca, de entender todo el ánimo del mundo. Las punas hacen bailar resurgir lo necesario. Vivimos sobre los lagos de altura helados, donde las cosas son música que se hunde en las flores de las yerbas.

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EL TEXTO NOS DA VOCES SAMPLEO DE CRISTINA RIVERA GARZA + URSULA K. LE GUIN

La cultura tiene grandes zonas de despropósitos a partir del uso de objetos largos y duros para pinchar, atizar y matar un desastre insuperable era su posesión crear un arma y matar con ella, la falta de lealtad apuñalando, penetrando, al alcance de la hegemonía dominante. En lugar de absorbernos los vencedores han perdido, el texto nos expulsa. ¿Qué implica nuestro presente hoy? ir hacia abajo al lugar de las huellas la escritura apropiativa que es des-enterrar leer, aquí, es resucitar, llenar de nueva vida con re-escrituras capa a capa de tradiciones literarias propias y ajenas un proceso de des-sedimentación nos ancla a la tierra, conminándonos.

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GLIFOSATO

A veces la muerte arranca cuerpos como frutas verdes nos sobrevuela un pájaro falso un avión reciclado de otra guerra deja una raya blanca en el aire enrarecido siega cuerpos como cañas. Llueven amenazas papeles blancos veneno blanco polvo blanco invaden los caminos de las palabras verdes que la hoja de coca alienta en las bocas de los sabios. La guerra es un aire que nos envuelve se vive a la altura de la piel nos recuerda que siempre estamos expuestos.

Carolina Sánchez, escritora e investigadora colombiana. Es la autora del poemario bilingüe Viaje / Voyage (Ultramarina Cartonera & Digital, 2020) traducido al inglés por el poeta Ariel Francisco. Ha publicado sus textos literarios en revistas latinoamericanas, estadounidenses y españolas como Matera, Otropáramo, Poesía, Zégel, Temporales, Contratiempo y Papel de Colgadura. En 2016 cofundó la editorial independiente colombiana Corazón de lobo. Desde 2020 es co-editora de la Plataforma Latinoamericana de Humanidades Ambientales. En 2022 co-editó el libro Un gabinete para el futuro, junto con Gisela Heffes, Alejandro Ponce de León y Christian Vásquez. Es candidata a doctora en Literatura latinoamericana en Rutgers University.

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Nicolás M. Vivalda

FINA TELA NARANJA

Elvira fue la primera en encontrar uno. A la vuelta de su segunda ronda por el gallinero familiar lo vio, apenas cubierto por dos briznas de paja y una pluma suelta que solo encubría una parte testimonial de su volumen ligeramente piriforme. Elvira solía pasarse dos veces al día por el criadero artesanal de su abuelo, la primera luego del almuerzo tardío que le imponían las rutinas de la escuela, la segunda—siempre y cuando la luz diurna y el clima lo permitieran—alrededor de las seis de la tarde. La visita temprana coincidía con ese lapso inmediatamente posterior al almuerzo en que los empleados de la chacra dudaban todavía entre completar alguna tarea que hubiera quedado pendiente de la mañana o tirarse definitivamente a dormir la siesta. Elvira sabía que, durante el invierno, esta hora solo le ofrecía ventajas abreviadas, pues dos de los viejos empleados, Luis y Edu, muchas veces preferían terminar las labores pendientes (cortar leña, ocuparse de los lechones, limpiar el tanque de agua australiano) antes de que el sol se pusiera, evitando así el frío húmedo de la tarde. En el verano la cosa era completamente distinta, pues tanto para ella como para el resto de los niños del pueblo el tiempo estirado de esa pampa anaranjada era sinónimo de un mar de horas sin control ni agencia familiar ninguna. Como los meses del estío volvían a las actividades físicas intolerables durante buena parte del día, Elvira sabía que ese primer turno podía extenderse sin interrupción alguna hasta las tres o tres y media. La niña disfrutaba mucho de ese tiempo extendido. No es que tuviera secretos propiamente dichos que no pudiese compartir con los ya cincuentones empleados, sino que simplemente quería tiempo privado con las delicadas habitantes de ese espacio tan familiar como entretenido. Bueno, al menos esa era su opinión, pues sus amigos entendían poco de su obsesión avícola y les costaba comprender cómo alguien pudiese estar dispuesto a pedalear tanto para alcanzar un objetivo tan pedestre. Si hubiera sido para ir a la breve olla de agua que el arroyo forma en el codo del Potrero Gómez, o para espiar el armado de algunos de los esporádicos parques de diversiones en el bajo de los Pallero, vaya y pase, pero ¿para ver gallinas?, ¿a quién se le ocurriría? Aunque rara vez le espetaban estos pensamientos en la cara, la niña los conocía de manera tácita y, de igual talante, los ignoraba. Elvira se hubiera sentido perdida sin su recorrido diario por los nidos, sus conversaciones con sus aves favoritas y el descubrimiento, individual y siempre renovado, de cada uno de los huevos que estos seres le regalaban. Según los cálculos que 113


dictaba su propia experiencia, los huevos llegaban en dos bandas o sesiones horarias bastante fijas. La primera camada llegaba a media mañana y Elvira nunca estaba en la finca para presenciarla. En ese ingrato horario central el setenta u ochenta por ciento de la bandada vaciaba ya sus oviductos. —Qué palabra horrible—rumiaba la niña—. Mezcla de desagüe y alusiones cóncavas. El resto de los animales lo hacía entre la una y las tres de la tarde, un horario mucho más propicio para que ella estuviera presente y muchas veces lista para recoger huevos todavía calientes y suaves a la rotación de la mano. La hazaña de la doble requisa de nidos era posible solo porque las dimensiones del pueblo así lo permitían. A la niña no le tomaba más de veinte minutos llegar desde el patio de su casa (en el norte del barrio Las Delicias, cayéndose ya del trazado del Boulevard Colón) hasta la entrada de pinos que marcaba el inicio de los seiscientos metros oficiales que separaban a la vieja casa del camino de tierra. Los únicos inconvenientes eran entonces las lluvias y el despiadado calor de los peores meses del verano. Ni su tía ni su madre permitían que se acercara a la bicicleta con tal propósito cuando el termómetro marcaba más de treinta y dos grados centígrados. Era un límite imaginario, pues por supuesto que había días más agobiantes por debajo de esa frontera, pero allí estaba, fijo e inamovible. —Si todas las directivas y consejos que haya de darle a esta niña dependieran de un termómetro de mercurio colgado debajo de la parra— pensaba mamá Claudia—. Entonces toda mi vida sería mucho más sencilla. Sin embargo, y aunque el verano parecía siempre ser la temporada apta para cualquier prodigio y maravilla, el descubrimiento llegó recién a finales de mayo, en un día anodino y nublado que no proponía desafíos térmicos ni atmosféricos. Priscila, la gallina ponedora, que solía evacuar sus huevos en el tercer nido del pabellón izquierdo estaba todavía en su lugar, situación rara para una polla joven, que Elvira—siempre ausente por las mañanas—nunca había sorprendido en el acto de poner. Para aguardar la llegada del producto final, Elvira decidió revisar el nivel de agua de los tres estanques que, aunque ligados a un tanque mayor, no eran tan fiables como para descuidarlos. —Un descuido y zás—pensaba siempre la niña—, todo el trabajo del año puede irse a volar por las gallinas deshidratadas en un mes caluroso. Cuando regresó de completar tan importante tarea es que encontró el huevo, un cuerpo fallido, blando, fláccido, de un color naranja varios niveles más claros que el ladrillo profundo que las gallinas bien alimentadas de la chacra solían ostentar. La membrana que lo recubría era fascinante y asquerosa al mismo tiempo, una sensación dual que Elvira solo había experimentado un par de veces en su vida: al hundirse sus pies en el barro profundo y grumoso de las costas del río y al sentir el caracol de la tía Pancha caminando por el reverso de su antebrazo. Elvira sabía que no tenía que mirar el embrión 114


(las advertencias de Edu eran lo suficientemente estrictas como para no olvidarlas), pero simplemente no pudo evitarlo, quizás porque antes de tocarlo había incluso ya medio mirado, quizás porque la indecisión en cuanto a la textura efectiva del ovoide la había acabado por confundir. En un huevo normal no había, estrictamente, nada que ver, excepto esa porosidad calcificada que, según Elvira, se parecía un poco a la superficie de la luna. El embrión propiamente dicho siempre quedaba oculto, aunque la niña había aprendido a reconocer su posición y tamaño interior de los huevos mal empollados y de las gestaciones arruinadas por la muerte de la mamá gallina. Pero este embrión se resistía a la opacidad y se transparentaba aun con el sol endeble de la media tarde en lo que parecía una réplica muy elíptica y alejada del original. Algo que recordaba un pescuezo podía observarse a través de la membrana semi transparente, pero el pico llamaba particularmente la atención al parecer más largo de lo normal. —Como la tercera parte más largo—alcanzó a pensar Elvira antes de abandonarse al inevitable pánico que seguiría. Con su extensión desproporcionada y un maxilar superior bastante más largo que el inferior, el lugar que ocupaba el pico alejaba a la cabeza de la superficie del huevo, la volvía apenas visible, colocándola en un ángulo de flotación más profundo dentro del albumen que la protegía. La textura era más gomosa que la de cualquier cáscara que Elvira hubiera experimentado. La niña se acordó de las gomitas asquerosas que vendían en el quiosco La Arboleda, pero aun esas invenciones horrorosas de la química parecían inadecuadas para algo que era, definitivamente, más débil e inestable. —De estos huevos no parece que vaya a nacer nada—se dijo la niña. La advertencia de Edu volvía a repiquetear en su conciencia diurna: —El día que encuentres un huevo con la cáscara sin formar, no lo toques. Dicen las viejas que son basiliscos, animales de cruza que una serpiente infiltrada habrá concebido indebidamente con alguna gallina. Si lo mirás fijo, podés morirte, y si nace el engendro, mucho peor, habrá que quemarlo a fuego rápido con madera de nogal antes de que mire el mundo con los ojos bien abiertos y te deje a vos sin herencia y a nosotros sin trabajo. No te olvides, si llegas a encontrar uno, no queda otra que pasarlo por el fuego. A Elvira le parecían excesivos los cuidados y le divertía la expresión “pasar por el fuego”. Cuando Edu hablaba así asumía un tono marcial y enciclopédico que siempre le parecía un poco forzado, como si sacara expresiones almidonadas de un sombrero imaginario solo para tratar de estimular su obediencia y acuerdo. —No mirar, no mirar—repetía la niña para sus adentros. La versión criolla del mito reservaba una gran carga de sentido poco proporcional con la pasividad de un ser no nacido. En el orden estricto de su memoria, Elvira no recordaba narración alguna del nacimiento efectivo de 115


semejante criatura. El peligro estaba en el huevo y no necesariamente en su eclosión, como si los temores recibieran una fuerza más efectiva en su modo potencial. Puede que esa forma monstruosa de entender la inminencia fuera una marca de la realidad psíquica de muchos adultos, pero constituía, para Elvira, un develamiento demasiado precoz. —Ese debe ser el razonamiento de Edu—pensó Elvira—. Destruir para evitar a toda costa el embrión de la desgracia. La última impresión que llegó al cerebro de la niña fue la de la temperatura, apenas un poco mayor que un huevo normal, pero difícil de determinar, pues Elvira nunca llegó a manipular el huevo completo en la concavidad de la mano. La sensación de asco, casi inexistente en un principio, se había precipitado con el arribo de la calidez. —No voy a vomitar—se dijo Elvira—. Tengo que ser fuerte. De todas formas, había estado cerca de expulsar al exterior las tostadas con dulce de pera y el café con leche tan perfectamente calibrado que su madre le daba por merienda. La niña siempre había asociado la calidez de los huevos recién puestos a una ley de continuidad de la vida, una sucesión que había aprendido de memoria en la fatigosa tarea que las gallinas desempeñaban al empollar durante tres semanas los frutos de sus pequeños úteros. —La continuidad de la vida en la calidez del huevo—sentenciaba Elvira. Pocos razonamientos le resultaban tan claros y consoladores. Pero ¿qué persistencia vital podía emanar de semejante embrión? Por lo poco que había visto, el proyecto de criatura no parecía tener movimiento alguno. —Y, ¿qué utilidad podría tener un pico tan largo y fino en la realidad de la chacra? —se preguntaba Elvira. La niña trataba de hacer memoria, repasando mentalmente imágenes visuales de sus viajes familiares por otros parajes más ricos en fauna aviar, pero la realidad es que no había visto protuberancia más estilizada sino en la lezna de los picaflores. En la versión griega, el basilisco contaba con ciertas características draconiles, pues era capaz de quemar con su aliento, marchitando la flora y quemando aun (en un alarde de poder térmico) el núcleo mismo de las piedras. Elvira había leído esos datos en el diccionario de mitología griega y romana de un tal Juan Humbert pero, al igual que Edu, desconfiaba de que tales habilidades pudieran provenir de la escala genética de una gallina. En sus visitas al gallinero se había cansado de manipular gallos y gallinas y había observado que, aun en el caso de los especímenes enfermos y muy ancianos, solo despedían un olor acre muy suave, como si su aparato digestivo basado en la rapidez y la eficiencia reclamara siempre para sí un cierto principio de pulcritud. Aunque ni ella misma podía creérselo, la habitualmente habladora Elvira se calló su descubrimiento hasta después de la cena. Volvió meditabunda por el camino de tierra y, si bien los peones estaban entonces a 116


tiro de piedra, reparando el concreto del establo porcino, Elvira solo saludó de lejos, con la mano. —Quizás asuntos tan graves como este no deban ser comunicados directamente a los empleados—se dijo—. Después de todo, ellos mismos sienten que herencias y trabajos dependen del manejo de estas cosas. Elvira no pensaba casi nunca en su herencia, pero, de todas maneras, decidió que, por el momento, era mejor guardarse el secreto. En instancias extremas, la niña solo confiaba en su abuelo. El viejo llegó, cerca de las diez de la noche, no a comer sino a saludar a su hija y a traerle una compra del supermercado de Monte Vallejos que había visitado al cerrar un negocio con la cerealera Del Carmen, un recorrido frecuente y generalmente provechoso para las arcas familiares. —Abuelo, al final yo no toqué nada, pero me parece que tenés que pasar mañana por el gallinero—dijo Elvira con una seriedad que cortó un poco la chata charla familiar—. Encontré un huevo de basilisco entre las puestas de la tarde, raro, porque Priscilla siempre pone por la mañana, pero bueno, ahí estaba. Lo único que hice fue ponerlo en el armario de la entrada, donde guardás las cajas de antibióticos para el moquillo. —¿Le avisaste a Eduardo? —preguntó el abuelo, que nunca se refería a su peón por el diminutivo. —No, ¿no son cosa nuestra los problemas de la crianza? —dijo Elvira, no porque estuviera convencida, sino porque quería probar si su abuelo era efectivamente un “patrón” y si los trabajos de Edu y Luis corrían peligro inmediato. —Eduardo es el que más sabe de gallinas. Si él lo llegaba a encontrar, seguro que lo arrojaba al fuego. Nunca le gustaron esas cosas—respondió don Atilio con un dejo de cansancio. * Lo inusual se volvió regla en Colonia Libertad. Aunque el de Elvira parecía ser el primer caso documentado por los fluidos corredores orales del pueblo, pronto las extrañas deposiciones habían afectado a otros pequeños criadores y, de forma más preocupante, al criadero de los Gutiérrez, en San Fernando. Los Gutiérrez criaban sus pollos desde cero, en vez de comprar esas remesas de aves alborotadas que llegan en simpáticas cajas de cartón. Claudio, el hermano mayor de los Gutiérrez, había decidido que mantener un mayor control sobre la cadena de producción era lo más adecuado. Habían dividido la producción entre el criadero que producía pollos para la venta (y huevos para consumo propiamente dichos) y una zona del campo donde los gallos seguían, maravillosamente, existiendo. Las gallinas fecundadas por este puñado de ejemplares quedaban así solo reservadas a la producción de nueva vida. 117


Notoriamente fueron estas gallinas libres, criadas a campo, las primeras en poner basiliscos. El fenómeno empezó con un huevo al que no se le ofreció ninguna importancia; luego se observaron tres en un mismo día, especie de amenaza abreviada para el futuro de lo que pronto ocurriría en el galpón vecino. A cinco días de este evento silvestre, los basiliscos comenzaron a multiplicarse dentro de la gran nave del tinglado industrial. El largo recinto de techos plateados producía ahora huevos fallidos con una frecuencia desoladora. Al principio diez o veinte por día, y así subiendo hasta que el treinta por ciento de la producción debía quemarse o tirarse a la basura. La simple aparición de los basiliscos dentro del régimen cerrado de las ponedoras constituía un total sinsentido. Estas aves eran máquinas de producir proteínas, alimentadas especialmente para engendrar huevos y ajenas a cualquier contacto con un macho de su especie. ¿Qué basilisco podía engendrarse de la nada? Las posibles razones internas de la debacle (falta de calcio, estrés de bandada, alguna remesa fallida de alimento balanceado) comenzaban a descartarse para dar lugar a una pesquisa más amplia, pobre en expectativas, borrosa en los límites de su espectro. Si el fenómeno era global, el problema estaría en el “medio ambiente”, un compendio elusivo de factores cuya indagación efectiva en la enormidad de la pampa solo podía provocar cierta desesperanza. El mayor de los Gutiérrez, desesperado, había mandado los huevos a analizar. La estación experimental del INTA en Rafaela había devuelto un informe técnico prescindente y desganado: “se observa mutación genética en células sexuales y pulmonares. Como causa del desvío de la línea germinal se indica la factible presencia de hidrocarburos policíclicos en la zona”. Joaquín Gutiérrez solo atinó a llamar por teléfono para repreguntar qué eran los hidrocarburos policíclicos. —Partículas microscópicas de carbonilla y polvo, ligadas a motores de combustión o a la actividad propiamente siderúrgica—musitó el ingeniero químico. La respuesta tampoco tenía sentido. La ciudad estaba definitivamente lejos de la autopista que ligaba Rosario a Buenos Aires, y el tráfico pesado, pero de simple mano de la ruta local, parecía demasiado ralo frente a los efectos purificadores de ese mar de campo que se extendía sin cotas ni límites. —Ah, el falso consuelo del verde y el cielo abierto—le respondió el funcionario de turno. Joaquín pensó que el INTA quería deshacerse del problema, pero igual la explicación le pareció insólita, la idea de contaminación automovilística era absurda en una localidad mediana como San Fernando y la Metalúrgica Giordani (otrora motor económico de la zona) era un espectro de sí misma. Si la carbonilla era la vara de medida, entonces debían estar librados de todo mal. La Metalúrgica no lograba mantener buen volumen de producción desde finales de los años setenta y esa arena opaca de níquel 118


y óxido de hierro que cubría las veredas trazando un diámetro imaginario de hasta tres cuadras alrededor del horno era solo un recuerdo reservado para los mayores en edad de jubilarse. El gris opaco de las baldosas nunca se había ido, pero era más bien un residuo amaestrado, la perfecta metáfora de una fantasía metalmecánica muy real en su momento, pero absolutamente descartada ahora. Pese a la desesperación de los Gutiérrez, prestos ya a solicitar un subsidio gubernamental o alguna rebaja de impuestos que los ubicara como damnificados de una imaginaria zona industrial, la sangre nunca llegó al río. La reducción temporal en la producción de huevos fue también decreciendo, primero del treinta al veinte por ciento luego al quince y así hasta terminar en un puñadito de casos. La desgracia se había ido deshilachando, pero no sin cierto desgano, la normalidad no llegó en el término de días ni de meses, sino más bien en un sólido manojo de semanas. * En Colonia Libertad la calma había llegado cierto tiempo antes. Después de cuatro basiliscos, la producción se había normalizado en la chacra de los Ferraresi (ese era el apellido de nuestra heroína) y, además, se especulaba que el incidente quizás pudiera acabar beneficiándoles. La escala de producción era tan diferente a la del criadero que, aunque inaugurada en manos de la misma Elvira, la epidemia de huevos mutantes se había ahora asociado a las prácticas del engorde acelerado. La mayor población e importancia económica de San Fernando había, de alguna manera, reescrito la génesis del fenómeno. Las fotos publicadas en el diario “El Fernandino” habían contribuido lo suyo y las cincuenta cajas de huevos dispuestas a ser quemadas habían hecho mella en el imaginario popular. —Son los antibióticos—decía doña Guillermina—. Las llenan de porquería a las pobres criaturas de dios. Las molestias causadas a los barrios vecinos al criadero y las prácticas sanitarias descuidadas (a veces por desidia, a veces por una muy real falta de empleados consistentes) tampoco beneficiaban a los Gutiérrez. —El sentido del olfato es un sentido químico—dijo el abuelo Carmelo en la que sería la última charla familiar hegemonizada por el ya gastado tema—. Los olores tienen la insistencia y la incidencia que otras impresiones sensoriales nunca podrán tener. Cualquiera que haya estado en el barrio Ballesteros de San Fernando sabe que el olor a estiércol de gallina ya nunca se irá de esos hogares. Elvira conocía bien el paño de los aromas, pues el frigorífico de los Requena venía atormentando a cualquier automovilista que entrase a Colonia desde el sur y con la imprevisión de las ventanillas bajas. —Las personas siempre buscan una forma de llenar el vacío de sentido—prosiguió el viejo haciendo ya gala de un saber sociológico 119


amateur—, la verdad es que lo que nos pasó no tiene gollete, pero un hueco de significación como ese nunca puede permanecer mucho tiempo abierto en un pueblo. Las personas trabajan para llenarlo, laburan para que la realidad vuelva a tener el color del progreso que más les gusta. ¿Sería ese el motivo por el que nadie se había vuelto a acordar del absurdo que representaba encontrar embriones autogenerados? En efecto, la ausencia de gallos en el criadero de San Fernando se había obliterado, en un acto de reducción del misterio muy necesario para la continuidad de esa otra vida, la vida social y económica de la zona. Una vez alisada esa molesta protuberancia de lo real, las razones se habían reencausado en el ataque a los Gutiérrez: los antibióticos, la falta de higiene, la crueldad de criar gallinas inmóviles e insomnes, la mala calidad del alimento balanceado. Todos los argumentos se sucedían en un rosario que, de tan repetido, se había consolidado como más creíble que cualquier otra inoportuna hipótesis. El gesto era además acorde a la idiosincrasia de Colonia Libertad, un pueblo “autogestionado”, donde los problemas siempre eran menores o de más expedita resolución que en los pagos de su vecino más urbano. Elvira había escuchado a su abuelo sin comprender completamente su razonamiento. ¿De eso se trataba ser adulto?, ¿de buscar el color del progreso? A ella le gustaba pensar, no sin un dejo de jactancia, que no estaba ni en uno ni en otro bando. Nunca había intentado buscar una explicación racional a la inundación de basiliscos, pero tampoco había caído en el terror o la desesperación a la que otros niños se hubieran rendido. Su amiga Isa, por ejemplo, no podía soportar la vista de la sangre y se ponía nerviosa frente a la presencia de cualquier trozo de carne cruda. —Hematofobia y principio de trastorno de pánico—había sentenciado el pediatra. Y su madre repetía el diagnóstico como si fuese un mantra, pidiendo clemencia y atención entre los amigos más cercanos de Isa. —Otra vez palabras adultas—se dijo Elvira. Le encantaba la palabra “hematofobia”; sonaba lejana y prometía lejanas resonancias vampíricas. En cuanto a ella, ni siquiera la textura de la membrana naranja había conseguido despertar un principio de ovofobia. El asco había sido profundo pero contenido, más impulsado por la curiosidad que por el horror a ese pico interminable, diseñado para quién sabe qué funciones. —Quizás sea hora de dejar de pensar en estas cosas—se dijo. Las visitas al gallinero se habían hecho, después de todo, bastantes más espaciadas. Apenas dos o tres veces por semana ya le alcanzaban para charlar con sus viejas amigas y recuperar la tibieza de algún que otro huevo recién puesto. Las prácticas de vóley y la creciente actividad social del grupo de la iglesia, habían comenzado a hacer mella en su tiempo libre. Elvira aceptaba los cambios sin resentimiento ni resistencia. Se esforzaba para que algunas de esas actividades fuesen memorables, se rendía frente a la 120


plena zoncera de algunas otras y, de vez en cuando, pensaba en la incómoda posibilidad de que esa textura fofa y gomosa fuese a quedar como el recuerdo más vívido de su infancia.

Nicolás Vivalda nació en Rosario (Argentina) y se crió en Arteaga, una pequeña localidad de la provincia de Santa Fe. Después de recibir su licenciatura de la Universidad Nacional de Rosario emigró a los Estados Unidos y completó sus estudios de maestría y doctorado en la Universidad de Pittsburgh. En la actualidad se desempeña como profesor asociado de estudios hispánicos en Vassar College. Sus artículos han aparecido en revistas como La Habana Elegante, Calíope y Bulletin of the Comediantes, entre otras, y su libro Del atalaya a los límites de Faetón: narrar la experiencia cognitiva en el barroco hispánico ha sido publicado por la editorial Scripta Humanistica (2013). Si bien su área de investigación primaria incluye la novela, la poesía y el teatro peninsular del siglo XVII, sus intereses pedagógicos le han llevado a desarrollar una clase de introducción a la teoría literaria basada en el género de horror latinoamericano. En el mencionado curso se exploran tópicos relacionados al así denominado “nuevo gótico latinoamericano” y se hace especial hincapié en temas de horror medioambiental.

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Juanjo Conti

CAMINAR EL CAMPO Para Susana Garau y Raúl Conti

21 de agosto de 2022. La historia es así. Digo, la historia resumida, contada desde el futuro y conocida parcialmente. Nací en un pueblo chico (cinco mil habitantes) en la provincia de Santa Fe. Cuando alguien me pide más precisiones sobre dónde queda Carlos Pellegrini, le digo, ¿Viste que la provincia de Santa Fe tiene forma de bota? Bueno, la rodilla de la bota, lo que se mete en Córdoba, es el departamento San Martín; en el centro de ese departamento, está Carlos Pellegrini. Es decir, en el centro de una de las zonas más fértiles y ricas del país. Allí nací y resultó que tanto mi papá como mi mamá eran ingenieros agrónomos. Cuando yo tenía unos quince años, compraron un campo de dimensiones modestas. Su idea era, por un lado, tener una huerta más grande que la que teníamos en el patio de casa y por el otro, producir lo típico de la región (maíz, soja, trigo) sin usar productos químicos, tóxicos para el ambiente (al filtrarse en la tierra llegan hasta las napas de agua) y para las personas (por lo general, son manipulados sin elementos de protección adecuados). Los recuerdos que tengo de esos años pueden organizarse en dos categorías bien alineadas con los objetivos de producción que mencioné. Primero, están los recuerdos asociados a la huerta: las zanahorias de un naranja poderoso que crecían bajo la tierra y esa misma tierra debajo de las uñas cuando escarbaba al cosechar; las plantas aromáticas en la punta de cada cantero para ahuyentar a los insectos dañinos y atraer a los benéficos (recuerdo el olor a romero en la palma de mi mano); la lechuga, que cortábamos con un cuchillito tramontina a dos centímetros del suelo para que volviera a crecer; regar, sacar la maleza con las manos, colocar redes sobre los canteros para que los pajaritos no se comieran la verdura recién nacida; el zapín, la laya, el rastrillo: todas las herramientas pintadas de antióxido bordó. Luego, están los recuerdos asociados a la explotación agrícola. Un ciclo que se repetía año a año de comprar las semillas, contratar a alguien para que las sembrara, esperar que lloviera, pero no tan pronto, ver aparecer los diminutos puntos verdes en esa tierra gris, casi lila, que se oscurecía solo con el agua. Que la lluvia acompañara, pero que no fuera mucha. Que la lluvia acompañara, pero que no cayera granizo. “Asegurar el trigo”. Que llegara el tiempo de cosecha, y la fiesta de máquinas que desfilaban por los 122


caminos rurales. Conseguir que alguien viniera a cosechar en el momento justo, que no se pasara, “pero el campo es muy chico, no me conviene ir ahora”. Después, entregar el cereal, la “carta de porte”, un camioncito que iba del campo a la planta de silos, el rinde. Y finalmente la especulación, cuándo vender, cuánto, el precio. La televisión encendida al mediodía y un viejo de traje que anunciaba el precio del maíz en la bolsa de Chicago. En el medio, los intentos. Intentar producir más y fumigar menos. Baja el rinde, pero también bajan los costos, se justificaban. Rogar que si el vecino fumiga, no sea un día de viento. Intentar certificar que esta soja es orgánica y venderla a un precio mejor. Valor agregado, mercado europeo. Sí, está escarpida a mano. No, no se le echó pesticida. Sí, la cosechadora se limpió antes de entrar al campo. No, no le quedaron semillas de otro campo. Urea para enriquecer el suelo. Y volver a empezar. Hasta que llega la explosión del precio de la soja. Posibilitado por la aparición del Roundup, un veneno único para matar todo, ya no más cócteles de fungicidas; una solución simple, limpia. Y la soja RR (Resistente al Roundup). Los gringos se endulzaron. Las viejas chatas F100 se reemplazaron por camionetas 4x4 cero kilómetro. La Toyota Hilux fue el clásico de la época. En 2003 me fui a estudiar y el dinero de la soja les permitió a mis padres comprarme un departamento en la ciudad. Mi amigo Ale se mudó conmigo y nos pagaba un alquiler. Nadie cuestionó que en uno de los ciclos la maleza hubiera sido mayor a la que se podía controlar con técnicas mecánicas y hubiera habido que fumigar como hacían todos. El rinde de ese año fue mayor. Nuestra primera 4x4 fue una Chevrolet S10 blanca. * 28 de agosto de 2022. Empecé a escribir el capítulo de la semana pasada con la idea infantil de que mis padres eran una especie de superhéroes que se habían enfrentado al sistema y que, como en una novela moderna, al final no habían tenido éxito. Pero no todo es tan simple ni la realidad tiene los bordes tan redondeados. Hablé con mi mamá hace unos días para obtener más información y me explicó que su idea (la de ambos) no era tanto lograr una producción cien por ciento agroecológica (es decir, eran conscientes de la imposibilidad), sino más bien lograr una producción que no agotara el suelo (“sus recursos”, “su fertilidad”) en diez años. Me explicó que el modelo de producción que se había instalado consistía en maximizar los rindes a partir del agotamiento de la tierra. Se sabe: para que una semilla germine necesita luz solar, agua y oxígeno. O enunciado de otra forma más precisa: condiciones óptimas de temperatura y humedad. Cuando el embrión se embebe en agua, empieza a tomar la reserva alimenticia de 123


la semilla, que se moviliza desde los cotiledones al embrión. De ahí sale la radícula y la radícula absorbe minerales de la tierra, lo que encuentre: hierro, fósforo, nitrógeno, calcio. El fósforo es fundamental para que crezca. Cuando la planta forma la hoja, puede generar su propio alimento mediante la fotosíntesis. Además de la explicación, recibí ideas para este texto. Me cuenta que papá siempre quiso tener un campo. Cree que tiene ese anhelo de cuando su papá lo llevaba en bicicleta por camino de tierra hasta la ruta para tomar el colectivo a la escuela granja. En el camino, a los costados, veían las plantaciones de trigo. Después de la escuela granja, fue a la universidad a estudiar para ser ingeniero agrónomo. Allí se conocieron con mi mamá. Él siempre contaba que solo lo habían bochado en una materia. Una sobre el tronco de los árboles. Le mostraron una sección de tronco y le preguntaron qué árbol era. No lo sé, dijo y automáticamente fue reprobado. Voy a la página de la carrera y leo los nombres de las materias. Sospecho que debe de haber sido Morfología Vegetal. Apenas se recibieron, vivieron unos meses en la ciudad. Mi papá trabajaba para el Ministerio de Agricultura de la provincia y su tarea consistía en controlar los depósitos de agroquímicos (agrotóxicos) en toda la extensión del territorio provincial. Tenía que viajar, pero no era por eso que no le gustaba el trabajo. No le gustaba porque la mayor parte del tiempo estaba en una oficina o visitando galpones y él lo que quería hacer era caminar el campo. Hay un momento determinante en la historia de su vida laboral, que es también la historia de nuestra familia; escuché la anécdota muchas veces. Un compañero de la secundaria con el que se había reencontrado, lo llamó por teléfono a la casita que mis padres habían comprado en el norte de la ciudad y le avisó que la cooperativa de un pueblito en el centro oeste de la provincia estaba buscando un ingeniero agrónomo. Mi papá viajó solo a conocer el lugar, estuvo una semana y a la siguiente volvió con mamá, que estaba embarazada de mí. Era el año 1983. Se instalaron en una casa, propiedad de la cooperativa, en la esquina de Levalle y Mazzini. Cinco años después, ya había nacido mi hermana, unos productores agropecuarios instalaron una acopiadora de cereales y lo contrataron como ingeniero agrónomo de la planta de silos. Como un incentivo para que los colonos entregaran su cereal allí, se les ofrecía asesoramiento técnico gratuito. Nos mudamos a una casa más linda, aunque todavía no estaba terminada, y mi papá consiguió mejores condiciones laborales: un mejor sueldo y, lo típico en esa actividad productiva, un porcentaje de las cosechas. 124


Con el tiempo, algunos productores que entregaban cereal en la planta de silo quisieron más horas de asesoramiento y lo contrataron en forma particular, también con pequeños porcentajes. La suma de esos muchos pequeños porcentajes fue lo que le permitió ahorrar y por fin, comprar un campo propio. * Durante esos años de actividad, que calculo entre 1984 y 2011, ¿cuánto habrá caminado mi padre? Digamos quince años para eliminar los extremos de la hipotética campana de Gauss. Unas cuatro horas al día en promedio; esta cantidad también es una estimación mía basada en sus jornadas laborales menos el tiempo dedicado a otras actividades y el tiempo de traslado en camioneta de un campo a otro. Dado que una persona promedio camina a una velocidad de cuatro a seis kilómetros por hora, tomo la mitad de esa velocidad para tener en cuenta el tiempo de análisis y muestreo, y los obstáculos: no es lo mismo caminar en una pista lista que en un campo con maíces de dos metros. Un año tiene unos doscientos cincuenta días laborables (él solía trabajar sábados y domingos, pero no los tengo en cuenta para asegurarme que el número que obtendré está por debajo del real). Es decir que durante esos años de intensa actividad laboral, mi papá caminó por lo menos (repito que estoy siendo conservador) 15 x 250 x 4 x 2 kilómetros. 15 años por 250 días por año por 4 horas por día por 2 kilómetros por hora. Treinta mil kilómetros. Una persona, en promedio (yo voy a estar muy por debajo), camina cuarenta y cinco mil kilómetros en toda su vida. Después se enfermó. 4 de septiembre de 2022. En el caso de la huerta, sí pudieron hacer una producción ecológica. Desde el principio, mi mamá tenía claro que no utilizarían ningún tipo de fungicida ni agrotóxico. Por un lado, ella trabajaba en PRO-Huerta, un plan del Estado para que familias de bajos recursos hicieran huerta en sus casas. Y que esas huertas sean orgánicas era parte de la matriz del proyecto. Por el otro, ¿quién en su sano juicio condimentaría con venenos la ensalada que está a punto de comer? Algunas técnicas que se utilizaban en UPG. Para ahuyentar a los pájaros que picoteaban las verduras de hoja, utilizábamos círculos de metal (por lo general, tapas de conservas; mientras más grandes, mejor) en los que pintábamos círculos concéntricos de color amarillo y negro. Unos cuatro o cinco, es decir que eran bastante gruesos. La gracia era pintar los colores 125


invertidos de un lado y del otro. Si de un lado el círculo más externo era amarillo, del otro era negro. Luego los colgábamos con un hilo cerca de los canteros y por acción del viento, giraban. Esto provocaba el efecto de un gran ojo que pestañeaba. En la psicología de los pájaros, el ojo de un búho, su depredador natural. Otra técnica, esta vez para evitar que los insectos comieran la producción, consistía en repartir a lo largo de los canteros tarritos de color amarillo (son fáciles de hacer con botellas viejas de lavandina cortadas a la mitad) repletos de agua con detergente. El color amarillo atrae a los insectos y una vez que tocan el líquido, quedan atrapados. Otras: placas amarillas embadurnadas con aceite para que los pulgones se queden pegados. Hojas de repollo con un ladrillo arriba para que babosas y caracoles se refugien debajo y poder atraparlos. Tiras de tela de colores atadas en piolines también para ahuyentar a los pájaros. Una última. Para las hormigas. Realizábamos un preparado a base de bolitas de paraíso. Llenábamos un balde de cincuenta libros con agua y bolitas. Una vez que la mezcla fermentaba (esto llevaba varios días), se colaban las bolitas y con el líquido se llenaba un rociador. Finalmente se rociaba la superficie de todas las hojas. * Algunos llaman a sus campos con nombres del estilo “Las Azucenas” (por una flora del lugar más anhelada que real), “La Emilia” (por una abuela) o “La Fortunita” (con el deseo de una profecía autocumplida). En el caso de mi familia, nos referíamos al campo (a todo en su conjunto, el campo donde se sembraba, la casa que había en el lugar, la huerta) como UPG: siglas de Unidad Productiva Guadalupe. “Unidad productiva” era un término común en la época. Suena a microlatifundio. Guadalupe, porque mi madre es devota de la Virgen de Guadalupe. Uno de los primeros fines de semana que pasamos en el campo (lo común era ir a la mañana a trabajar en la huerta o cortar el pasto, luego comer un asado, dormir la siesta y trabajar un poco más), encontramos una cubierta de tractor rota. Con un aerosol blanco le escribimos “Bienvenidos a UPG” y la colgamos en un poste junto a la tranquera. El improvisado cartel estuvo colgado allí por años y es posible que aún esté. * Hortalizas que recuerdo cultivamos en UPG. Nota: iba a empezar esta oración con la palabra “verduras”, lo que hubiera sido un error. El 126


término “verdura” denomina solo a las hortalizas cuyo color principal es el verde, aunque popularmente el término se extienda a más plantas comestibles. Entonces, hortalizas. Intentaré ir por grupos. De hoja: lechuga, acelga, achicoria, albahaca, escarola, repollo (blanco y colorado), cebolla de verdeo. De raíz: zanahoria, rabanito, remolacha, puerro, apio. Legumbres: chaucha, haba, arveja. Otros: maíz, zapallito, calabaza, zapallo, pimiento, berenjena, coliflor, perejil. Tomates: distintas variedades, redondos, perita, cherry. Cada especie tenía su época del año en la que podía sembrarse y su forma de cosecha. Por ejemplo, el tomate se sembraba en primavera y la zanahoria en otoño. Se cosechan las zanahorias más grandes para que las más chicas tengan espacio para seguir creciendo. La lechuga, si era cortada a un par de centímetros del suelo, volvía a crecer. Otra clasificación posible para las hortalizas es su comportamiento ante las heladas: si son sensibles (como la berenjena) o resistentes (como la acelga). También existen las llamadas “asociaciones”, es decir, qué hortaliza puede convivir con otra en el mismo cantero. No solo porque no se molestan entre sí, sino también porque se benefician. Algunos ejemplos clásicos: maíz con zapallo, zanahoria con lechuga, arveja con repollo. Una regla culinaria es que lo que combina bien en el cantero, también lo hace en el plato. * Ahora recuerdo que hasta tuvimos maní, algo muy raro en nuestro clima. Después de cosecharlo, lo tostábamos en el horno de casa. A veces se quemaba. Otro intento no común para la zona: papines. Otro: frutillas. No salían tan rojas y dulces como las de Coronda. Ya que mencioné una fruta. En la huerta también supo haber melón y sandía. Me refiero en los canteros. Fuera de sus límites, también había árboles frutales. Algunos que ya estaban en el campo cuando lo compramos, como una higuera añeja, un nogal, naranjos, mandarinos y árboles de quinoto. Y otros que plantamos, pero que nunca dieron mucho fruto: duraznos, manzanos y perales, cuyo fin era más ornamental que alimenticio. 11 de septiembre de 2022. Como dije, mi papá caminaba mucho el campo. Y algunas veces me llevaba. Podía ser después de almorzar, si no tenía tarea que hacer u otra actividad, o los fines de semana por la mañana. 127


Tenía una camioneta Ford, propiedad de la empresa para la que trabajaba, de la que salía una larguísima antena. Dentro de la cabina había un equipo de radio y por medio de él se podía contactar a distintos puntos que tenían equipos similares: la oficina, la planta de silos, otras camionetas. También había siempre dentro de la camioneta mucha tierra. Y un maletín. Un maletín de lona explotado de papeles. Entonces, nos subíamos a la camioneta, cuyas puertas, por la tierra, eran duras de abrir. Nos sentábamos en los asientos, de los que, si te sentabas de forma brusca, salía una nube de tierra. Y partíamos rumbo a los campos, claro, por caminos de tierra. Si la caminata era por enormes mares de soja, lo típico era internarse unos veinte o treinta metros y mirar el reverso de las hojas en busca de larvas de orugas. Si era época de chinches, se colocaba una lona blanca en el suelo y se sacudían las plantas para hacer un recuento de cuántas chinches caían. Si era por un campo de trigo, se observaban los tallos en busca de roya. En una época, también hacíamos excursiones nocturnas al campo. Colaboraba con el INTA en un estudio que buscaba determinar el tipo y la cantidad de plagas que afectaban a los campos de la zona y para hacerlo utilizaba algo que llamaba “trampa de luz”. El dispositivo consistía en una estructura blanca de metal, una especie de caja no totalmente cerrada que tenía un tubo fluorescente. Cuando el tubo se encendía, la luz atraía a un tipo particular de insectos. Íbamos al campo señalado cuando caía el sol y conectábamos la trampa a la red eléctrica. Al otro día, temprano, mi padre iba a desconectarla, metía en un frasco los insectos atrapados y lo guardaba para su posterior análisis. * La última caminata por iniciativa suya fue cuando ya había empezado a perder la memoria y aún era consciente del proceso. Estábamos en el campo, un domingo. Yo ya vivía en la ciudad. Ellos no. Vamos a hablar con Garriga, me dijo. Quería que el otro me explicara. Que yo aprendiera. El negocio de las vacas. Caminamos desde la casa del campo hasta el camino de tierra a lo largo de la entrada, flanqueados a la izquierda por pinos que habíamos plantado juntos. Cuando los trajimos tenían veinte centímetros de altura y en ese momento nos superaban por varios metros. Doblamos a la izquierda y llegamos al cruce de caminos. Medio cuadrado más y estuvimos en la tranquera del vecino. La abrimos y pasamos. Los perros ladraron y llegamos a la casita. Una casita sucia y vieja. Una casa de esposa enferma.

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Nos sentamos alrededor de una mesa redonda y Garriga nos convidó con un mate de metal chiquito que tenía una bombilla desproporcionadamente larga. Con sus rudimentos pedagógicos intentó hacerme comprender las claves del negocio y los detalles de la sociedad. No tuvo éxito. El único concepto que recuerdo es el de “convertir grano en carne”. Hacía referencia a la convencia de que en lugar de guardar trigo, se lo coman las vacas. Había una relación entre los kilos de maíz y los kilos que el animal engordaba, pero nunca terminé de entenderlo. Volvimos caminando en silencio. Unos meses más tarde vendimos las vacas que nos correspondían y no seguimos con ese negocio. 18 de septiembre de 2022. En este punto de la escritura, me doy cuenta de que hice un inventario de la flora de UPG, pero no de su fauna. A continuación, voy a consignar las especies de animales que habitaron su suelo. Ya mencioné a las vacas (en esta categoría genérica, incluyo terneros, novillos y vaquillonas; en su punto de máximo esplendor, deben de haber sido unas cincuenta). Perruni (una yegua) en un momento fue servida y tuvo un potrillito marrón. Hubo perros: una perrita negra que llegó preñada y respondía al nombre de Negrita más dos de sus cachorritos a los que bautizamos, sin ningún criterio, Nueces y Maceta. Hubo gallos y gallinas (y por lo tanto, pollitos). Hubo conejos y liebres. También patos y gansos. Algunas ovejas. Chivos (se reproducían a alta velocidad). Y cerdos (algunos realmente enormes que superaban los trescientos kilos). Llegamos a tener muchos ejemplares de cada especie porque Héctor, el hombre que trabajaba en el campo, se encariñaba con los animales y cuando llegaban las fiestas, no los quería matar. 25 de septiembre de 2002. Anoche estaba solo y fui a comer a lo de mis papás. Leí las primeras páginas del libro Todo lo que crece, de Clara Obligado. Le regalé el libro a mi mamá hace una semana después de ver una entrevista a la autora. Habla sobre la escritura, pero también sobre su infancia en el campo. Es argentina, pero vive en España. Me pareció que le podría gustar a mi mamá y que yo también podría leerlo cuando ella lo terminara, ya que tiene relación con este texto. Cenamos ensalada de lechuga con remolacha, puré de papas y zanahoria y albóndigas de acelga y carne. La lechuga, la zanahoria y la acelga eran de la huerta que tiene mi mamá en el patio. Cuando se mudaron 129


a la ciudad hace unos años, consiguieron una casa con patio chico en comparación con el que tenían la casa del pueblo (y en el que hicieron la primera huerta antes de trasladarla a UPG), pero grande en comparación con el de otras casas de la ciudad, que llaman patio a un rectángulo de cemento no techado en el que algunos yuyos verdes pugnan por sobrevivir. * Luego de los primeros meses en los que el eco de la mudanza todavía ocupaba el tiempo, mi mamá empezó a hacer canteros en el patio y, de a poco, la huerta fue ganando terreno. Es verdad que hoy no se puede salir al patio sin chocarse un repollo o hay que hacerlo con cuidado para no pisar un almácigo de zanahorias, pero a ella le gusta así. * Reviso cuántas veces usé el término “padre” y cuántas “papá” en este documento. Siete y nueve. Pienso que tendría que unificarlos. Cuando lo relea lo tendré en cuenta. “Padre” es más formal y distante. “Papá” es más afectuoso y cercano. Usaría incluso el adjetivo “familiar” si no generara una suerte de “cacofonía de sentido”. Siempre lo traté de “papá” o en su versión acortada “pa”. Aunque últimamente, en una forma de chiste interno en el que finjo solemnidad y le estrecho la mano, lo saludo como “padre”. * En la cena, mi padre está sentado. Come lo que se le pone delante y mira el televisor. Cuando hacemos contacto visual, me sonríe. Recuerdo algo de hace un par de años. De cuando acababan de instalarse en la ciudad. Él no podía quedarse quieto. Caminaba por toda la casa y si alguien abría la puerta de la calle, se iba al jardín del frente. Si la reja estaba abierta, se iba caminando. Una vez se escapó y lo tuvimos que salir a buscar. El impulso de querer caminar es de las cosas que le quedan. Mi plan para la tarde es pasar a buscarlo e ir a caminar como hicimos varias veces. Salimos de su casa, caminamos hasta la Basílica de Guadalupe, damos la vuelta a la manzana y volvemos. O, si estamos con ganas de caminar más, hacemos unas cuadras hasta la costanera. Vamos por una mano, volvemos por la otra. 130


Últimamente caminamos del brazo. Algunas personas del barrio nos saludan. Yo le cuento cosas. Él no me responde, pero se suele reír.

Juanjo Conti es programador y escritor. Nació en Carlos Pellegrini, provincia de Santa Fe, y ha publicado las novelas Xolopes (Automágica), Las lagunas (Editorial Municipal de Rosario), Las iteraciones (Contramar) y Los quemacoches (UOiEA!). Escribe esporádicamente en medios digitales e impresos. Con su publicación, el texto “Caminar el campo” pasa a formar parte de Variaciones sobre Carlos Pellegrini en los noventa, un libro inédito de no ficción.

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Verónica Laurino

VIAJE A LA ISLA DE LOS MÁSTILES

Junto a Rosario está plantado Granadero Baigorria. Las dos ciudades se recuestan sobre el río Paraná. Frente a ellas están las islas que según los mapas políticos son entrerrianas. El 8 de octubre de 1943 de la colisión de un buque petrolero con una barcaza de arena surgió La isla de los mástiles. Un accidente humano que provoca un cambio natural. Años de sedimentación le dieron forma. Los mástiles hace rato que no se ven o serían un mito? Capa sobre capa de arcilla, limo, arena. Las raíces de los alisos afianzando lo sólido. Las partículas suspendidas amarronan el agua. La bruma es un fantasma que confunde. Nos deslizamos en un kayak doble. Es la primera vez que me balanceo. Me dejo llevar por mi gondolero amigo, atravesamos el canal delimitado por unas boyas náuticas y miramos a la lejanía los barcos deseando que permanezcan así detenidos en el horizonte plano de la llanura para que nuestro movimiento sea natural, el del viento suave que nos refresca. 132


Nos acompañan la música de las gaviotas que según mi gondolero es inusual la cantidad. Luego mi hermano me dice que siguen el camino de las sardinas hacia el mar. Al acercarnos a la orilla se vislumbran en la barranca aquellas capas de sedimento, un corte rayado de colores vivos. Una clase de Geología. Al bajar a la superficie leemos un cartel que cuenta que La isla de los mástiles es una Reserva Natural y nos invita a cuidarla. “Focos intencionales” “Manejo del fuego” “Observatorio y monitoreo” Todas frases y palabras. No es la primera vez que se incendia: la sequía, la maldad, la negligencia y su conjunto crearon la destrucción. Donde había un humedal encontramos un desierto. * Luego hicimos otro viaje, en una lancha de pescadores y con excursión. Un domingo con la Ibáñez cruzamos desde Granadero Baigorria, caminamos 10 kilómetros. En la laguna La Carlota conocemos los irupés.

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Me sumerjo en un colchón de repollitos de agua, siento la suavidad de sus saquitos de aire: floto junto a ellos. Aprendí a nadar de grande. En una laguna se puede hacer la plancha sin peligro de ser arrastrada por la corriente. La isla está divida Entre Capitán Bermúdez y Granadero Baigorria. La mitad de Granadero es Reserva Natural y la mitad de Capitán quiere ser emprendimiento inmobiliario. La pelea la resuelven con fuego. Históricas quemas con viejas excusas: ahuyentar las yararás, el crecimiento de mejores pasturas. Pero el fuego se desmadra y se les va de las manos. Los árboles negros. Los brigadistas practican en vano el contrafuego. Los dueños de los campos viven en Buenos Aires en los pisos superiores de las torres y no conocen sus propiedades. Acaparan el humedal, tiran sus vacas, pobres peones, por pocos pesos, mientras ellos leen los diarios miran las cotizaciones hablan por teléfono invierten. Toda esa fauna y flora muerta termina en nuestros pulmones. Soñar con el vergel, reconstruir el paisaje, la sal de la tierra, ese será el trabajo del futuro? 134


Juntar las semillas del monte, rescatarlas, algodonar con esperanza sus raíces trasplantar, trasplantar y trasplantar, hay otros ejemplos en el mundo, luego dejar que la naturaleza actúe sola, no intervenir más. Debajo de la sombra del majestuoso timbó vemos cómo cuelgan sus semillas: las orejas de negro. Soñamos juntas la Ibáñez y yo.

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Verónica Laurino nació en Rosario en 1967, donde actualmente vive y trabaja como bibliotecaria. Su primera novela, Breves Fragmentos (2007), ganó el Concurso del Concejo Municipal de esta ciudad. Publicó también 25 malestares y algunos placeres (poesía, 2006), Ruta 11 en coautoría con Carlos Descarga (poesía, 2007, reeditado en 2022), Comida china, Vergüenza en coautoría con Tomás Boasso (novela infanto-juvenil, 2001), Jardines del Infierno (novela, 2013), Sanguíneo con Fernando Marquínez, (2014), Paren de pisar a ese gato (novela infantil, 2016), Mula (novela infantil, 2016), Alimañas en la casa nueva (novela infantil, 2016) y Larga distancia (poesía, 2020). Participó en numerosas antologías como El libro oscuro, Nada que ver, De la calle inclinada, o Los reinos de Poesía.

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Wilson Alves-Bezerra

CHAMA1 Queima ele, senhor, o país que sobrou. O mato, a mata, o matuto, o macaco Tudo vai ser dizimado Mata a menina na maloca, Mata o molambo, Mata o menino na escola, Mata a matilha de lobos guará Mata a mocambo, Mata o mulato no metrô Mata quanto se move Mata o mico e a banana Mata na maloca o malungo, Arremata o morto no Catumbi Mata tudo que se move por aqui. Queima ele, Queima muito, senhor, o país que sobrou. Queima quanto vive, Queima fundo, Queima, senhor. Mata a onça O tuiuiú em seu voo A garça, a cutia, a moça Asfixiada, o seu olhar de horror Mata o jacaré, queima o angelim Não deixa nada de pé Queima, em mim, senhor, É o certo, Construir o deserto Em sete dias, para replantar depois A obra de Cristo cimentado sobre a sombra sinistra 1

Poema parte do projeto Necromancia Tropical (2019-2022).

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do rastilho do nada que ficou Soja transgênica gado nazista, transfóbico fazendeiro misógino na chalana racista do rio do pavor. Queima ele, Queima muito, senhor, o país que sobrou. Queima quanto vive, Queima fundo, Queima, senhor. Queima meu alento Queima meu alívio Queima a história Queima tudo quanto sou. Funda sua Igreja de misérias Sua igreja de mortos, senhor Seu altar todo de cinzas, Seu catecismo de iras, Seus fiéis de horror. Funda a igreja perversa Na fazenda de ossos Da terra do pau brasil Frita peixe na chama vista seca Garganta trinca Cabeça lateja Nó no peito, O mandatário consente Queimar meus olhos, Para votar consciente, De novo, Queimar meus dedos, Para não dizê-lo, Não saber da morte, nem do medo Queimar pau, perereca, útero, grelo Queimar quanto fulge, quanto sangra, quanto vive, 138


quanto sente. Queima, prende, arrebente Para que nada se regenere. Queima que fazendeiro prometeu a pastor mais igreja, quanto mais soja brotasse, mata maldita, mata pisada, mata agreste, A mata é a moita A mata é pouca. A mata é nada. Mana água de cinza Da bica da boca dos ratos. Queima ele, Queima muito, senhor, o país que sobrou. O pantanal é o forno Do seu campo de concentração Mata meu grito Absorto Meu horto de martírios de horrores que causou. Mata de novo os cento e trinta mil mortos. Mata, genocida, quem já morre à míngua. Mata, que há muita vida ao redor. Vem que te queimo, Jesus de azulejo, Igreja de cheetos, Pastor de tergal, Fazendeiro organoclorado, Que te caço, Feito cada onça que você queimou. Vem que a gente te mata. Mata-Macunaíma Mata-Muiraquitã Mata-Mãe d’Água Mata-Cunhatã Mata-Maria da Penha Mata-Prenha de Amor 139


Mata-Marielle, Mata-Mais amor Mata Viva Máxima Mata Atlantica, Amazônica, pantaneira, Atávica-Mata Mata-Zumbi Mata-Marighella - Eu recuso a chama sinistra de quem me incendiou. [17 setembro 2020]

Wilson Alves-Bezerra (São Paulo, 1977). É poeta, tradutor, crítico literário e professor de literatura no Brasil. É autor de diversos livros, como Histórias zoófilas e outras atrocidades (contos, EDUFSCar / Oitava Rima, 2013), Vertigens (poemas em prosa, Iluminuras, 2015, Prêmio Jabuti, 2016), O Pau do Brasil (poemas em prosa, Urutau, 2016-2020, cinco edições), Vapor Barato (romance, Iluminuras, 2018) e Malangue Malanga (poemas escritos em línguas misturadas, Multinacional Cartonera, 2019, reeditado por Iluminuras, 2021). Têm livros de poesia publicados em Portugal, Chile, El Salvador e Colômbia. Se dedica, além, à escrita e ao estudo das literaturas escritas com misturas linguísticas, como o portunhol, o spanglish etc.

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Wilson Alves-Bezerra

LLAMA Traducido por Jesús Montoya

Quema, señor, al país que sobró. Al erial, a las matas, al aldeano, al mono; Diézmalo todo; Mata a la niña en la choza, Mata al harapiento, Mata al infante en la escuela, Mata a la manada de lobos guará, Mata al quilombo, Mata al mulato en el metro, Mata todo lo que se mueve, Mata al mico y al bananal, Mata en la choza al malungo, Arremete al muerto en Catumbi; Mata, mata todo lo que se mueve por aquí. Quema, Quémalo en demasía, señor, al país que sobró. Quema cuanto vive, Quémalo abismal, Quémalo, señor. Mata al jaguar, Al jabirú en su vuelo, A la garza, a la cutia, a la joven Asfixiada, en su mirar horrorizada, Mata, quema al caimán, acaba con el angelim No dejes nada en pie Y quémame también a mí; Señor, es lo correcto, Construir el desierto En siete días y replantar después la Obra de Cristo 141


cimentado sobre la sombra siniestra de la nada de la pólvora que quedó: Soya transgénica, ganado nazi, transfóbico hacendado-misógino en la balsa racista del río del pavor. Quema, Quémalo mucho, señor, al país que sobró. Quema cuanto vive, Quémalo hondo, Quémalo, señor. Quema mi aliento Quema mi alivio Quema la historia Quema cuanto soy. Funda tu Iglesia de miserias, Tu iglesia de muertos, Tu altar de cenizas, Tu catecismo de iras, Tus horrendos fieles, señor. Funda tu iglesia vil En la hacienda de huesos De tierra del Pau Brasil. Frita la paz en la llama vista seca Garganta rasguñada Cabeza palpitante Nudo en el pecho; El mandatario consiente los ojos chamuscarme Para votar consciente de nuevo; Quemar mis dedos Para nada decir, Para nada saber de la muerte ni del miedo; Quemar huevos, vaginas, úteros, clítoris 142


Quemar todo cuanto fulge, cuanto sangra, cuanto vive, cuanto siente. Quema, prende, revienta Para que nada se regenere. Quémalo, que el hacendado prometió al pastor más iglesias por la soya retoñada; mata maldita, mata pisada, mata agreste, el bosque es una huerta, son pocas sus matas, sus matas no son nada. Mana agua de ceniza del desagüe de la boca de las ratas. Quema, quémalo entero, señor, al país que sobró. El pantanal es el horno de tu campo de concentración. Mata absorto Mi grito Mi huerto de martirios por los horrores que causó. Mata de nuevo los ciento treinta mil muertos. Mata, genocida, a quien ya muere en la carencia. Mata, que hay mucha vida alrededor. Ven que te quemo, Jesús de azulejo, Iglesia de necios, Pastor de tergal, Hacendado órgano clorado, Ven que te cazo hecho cada jaguar que ordenaste quemar. Ven que te vamos a matar. 143


Mata-Macunaíma Mata-Muiraquitã Mata-Mãe d’Água Mata-Cunhatã Mata-Maria da Penha Mata-Preña de Amor Mata-Marielle, Mata-Más amor Mata Viva Máxima Mata Atlántica, Amazónica, pantanera, Atávica-Mata Mata-Zumbi Mata-Marighella —Yo rechazo la llama siniestra del que me incendió. [17 de septiembre de 2020]

Wilson Alves-Bezerra (São Paulo, 1977). Es poeta, traductor, crítico literario y profesor de literatura en Brasil. Es autor de diversos libros, como Histórias zoófilas e outras atrocidades (cuentos, EDUFSCar / Oitava Rima, 2013), Vertigens (poemas en prosa, Iluminuras, 2015, galardonado con el Premio Jabuti 2016), O Pau do Brasil (poemas en prosa, Urutau, 20162020, cinco ediciones), Vapor Barato (novela, Iluminuras, 2018) y Malangue Malanga (poemas escritos en lenguas mezcladas, Multinacional Cartonera, 2019, reeditado por Iluminuras, 2021). Tiene libros de poesía publicados en Portugal, Chile, El Salvador y Colombia. Se dedica, además, a la escritura y al estudio de las literaturas escritas con mezclas lingüísticas, como el portuñol, el spanglish, etc.

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Julieta Lopérgolo

SELECCIÓN DE POEMAS

Más lento que la noche (2019) Esta mañana los árboles alumbraban una primavera perfecta. Pero era otoño templando el amarillo, secando el tiempo como una ropita estirada en la soga. * Montada en el pelo del río considero pescar –no lo que sube– lo que cae. * El agua cae con impaciencia sobre los techos sobre los ríos, sobre los árboles, sobre nosotros, como si fuéramos techos, ríos, árboles, nosotros. * Esto quedó: la sobrevida que azota el fuego 145


como si levantara en andas lo perdido y lo alumbrara en un pequeño cielo para luego soltarlo como habla de ceniza. * Quería mostrarte el campo así de seco, el monte flaco, el brillo gris del viento en las cabezas de los árboles antes de que se fuera a terminar el día en ese temblor plano. El parpadeo cansado de los insectos, el molino en desuso, las nubes encimadas y esa parte del cielo harta de pájaros. Lo solo que está todo. * ¿Y si es el sol caído entre las hojas lo que consiente ese perfume innumerable, como de alas? Sólo las picanillas florecidas por única vez cubren los cuerpos de los árboles de una leve memoria. El tiempo no vuela en la isla. La paz se hace con lo que oculta y trepa y las flores sin nombre. El sol pide que el agua se redima o se desnude antes de que la tarde espere con su gracia la caricia completa de la noche. * Detrás de la ventana los relámpagos cruzan el cielo en menos de lo que dura 146


el aliento a desastre limpio en las comisuras de los ojos. Se vuelve temible el campo ungido de tormenta. Se vuelve cierto. Puede que existan bendiciones extrañas, que la destrucción sea un milagro o una suerte arrepentidos en mitad de una celebración. Las cosas entran en un compás de espera eterno mientras dura, cuando cae, la desgracia que sea. Algunos ven a los ausentes en sus sueños. En cada desconcierto de este cielo yo veo a los míos, los veo morir de nuevo con la noche. * ¿Es posible? ¿Que esta lluvia me hable con su lengua de lluvia? ¿Que desde cada ángulo de mí reciba ese susurro como un registro manso del afuera? Cae una soledad hermosa, leve, sobre los torsos quietos de las flores, sobre tantas magulladuras de la tierra. * Nos desacostumbramos a los sonidos del monte, al poco cuerpo de la oscuridad, clavamos nuestros sollozos como espinas en los pliegues de un idioma que no conocemos para marcar un camino, nosotros, los que no sabemos llorar. * Se repite a lo largo del viaje 147


una bruma color ceniza cayendo en golpes breves sobre las casas de los puesteros solas como islas. La misma bruma, los golpes, las casas, las vacas mojadas, los montes plantados para refugio. Todo es de una coherencia insoportable. Aunque la inundación toque los postes, coma los bordes del camino, se trepe a los puentes, lo que está seco tiene un brillo encantador. Entreveo miniaturas de luz en el paisaje de la niebla.

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Estado anterior (2022) Entonces la distancia era un puente cortado, una no música, dos sílabas de tiempo solitarias, una montaña de pasos detenidos, dos desmesuras a punto de tocarse, el eco de un nombre exhausto antes de la primera repetición. * Por ejemplo: una mariposa del otro lado del mundo ¿contra qué combatía? Sedienta de final, donde quedó la última palabra, la que no pronunció por proliferación de alas, por inviernos, donde sólo sabe yacer la noche, una mariposa del otro lado del mundo ¿contra qué combatía? * Nos íbamos a hundir en la pastura helada. Íbamos a trasplantar el miedo y a guardarlo, con la voluntad de hacerlo perdurar, en un agujero transparente y desolado en la tierra. Pero la naturaleza se ha vuelto prosa. Sin embargo, jardineros de buena memoria han dicho: acá se planta desoyendo la rectitud. Aprendimos que lo que crece desordenadamente vuelve migratorio el paisaje, oportuno el desequilibrio.

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Julieta Lopérgolo (Rosario, Argentina, 1973). Licenciada en Letras y en Psicología. Publicó los poemarios Para que exista esa isla (2018), Más lento que la noche (2019), Agua de pozo (2020) y Pero en el aire (2020), libro ganador del Tercer premio en la categoría Poesía de la Convocatoria del Fondo Nacional de las Artes 2019 (Argentina). En 2022 publicó el poemario Estado anterior. Poemas suyos han sido traducidos al francés, portugués e italiano. Publicó artículos de crítica literaria y psicoanálisis en revistas académicas, y poemas en revistas y blogs de poesía. Dicta talleres y clínicas de poesía. Desde 2017 vive entre Montevideo y Buenos Aires. Desde 2020 Coordina el Taller Experimental de Escrituras “psicoanalíticas” y forma parte del colectivo “Mujeres, ¿por qué no?”, junto a psicoanalistas y artistas de la ciudad de Montevideo.

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Patrícia Lavelle

PONTOS DE VISTA

As duas fotografias são banais registros de um passeio no Parc des Buttes-Chaumont, uma das raras saídas permitidas no outono confinado de 2020. “Uma ironia da natureza esse excesso de luz nas folhas amareladas em pleno mês de novembro”, foi o que pensei, e refiz um clichê. “Le sentiment de la nature aux Buttes-Chaumont” é o título do ensaio que Aragon escreveu sobre esse jardim cultivado, no século XIX, em cimento armado por cima de colinas de lixo. II “Você é o resumo de um mundo maravilhoso, o mundo natural”, leio na página aberta ao acaso. E isto já não é sobre o jardim nem sobre o sentimento de natureza. Isto é sobre “A Mulher”. Mas isto aqui também não é sobre a natureza, e nem mesmo sobre a ironia involuntária na espontaneidade do sentimento, artificial e cultivado, que me levou a fazer duas fotos bem comuns da mesma árvore, uma árvore qualquer. Dois pontos de vista sobre o mesmo, perspectivas diversas sobre algum ponto. 151


III Abrigada sob a árvore, confundo sua sombra e meu próprio foco, emoldurado pelas folhas amarelas. Do alto da pequena colina, compartilhamos o mesmo ponto de vista ligeiramente elevado. Uma bela perspectiva se estende aos nossos pés, enraizando-os no solo. E o vento que agita suas folhagens também me faz sussurrar em silêncio palavras decisivas.

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IV Ao pé da colina, a certa distância, a árvore cabe inteira na imagem. Mas atrás da cerca, no alto da ligeira elevação, permanece indiferente. Sob o sol, as folhas amarelecidas nos galhos elegantes me encantam; mas apesar da brisa, não compartilham comigo os seus segredos. Deste ponto de vista, estamos apartadas, e suas raízes já não garantem o chão em que piso.

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V Aí, caro leitor, eu te pergunto: e se a árvore não fosse só uma árvore, mas também uma coisa abstrata, algo como a linguagem a história a cultura ou talvez tudo isto misturado num único ponto de vista? E se esse ponto de vista único fosse justamente aquele em que você fica de fora?

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DIÁRIO NOS CONFINS DA CASA

Diário 22 de abril de 2020 Lá fora o dia azul traz os jornais e seu lote de mortos. Encolho-me aqui no meu canto mais triste. Sei que o mal está no ar fresco desta manhã luminosa mas as mortes cotidianas não me convencem. Como acreditar Naquela que me espera? 4 de maio achei na janela uma teia de aranha coisa tão bem feita que não pude desfazer 26 de outubro Ele saiu de novo pra fazer compras eu passei o dia dentro do quarto e ainda não voltei do trabalho

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07/11 A vida se achata entre muitas telas Enquanto isto a aranha espreita sempre no centro da dela Como explicar que o exílio são essas casas sem portas entre infinitas janelas?

Abril de novo (interminável) Semanas e semanas sem correio mas a morte chega online todos os dias pelos jornais 22 de abril de 2021 Na tela luminosa o país é um mapa cheio de pontos vermelhos Pixels ardem nos olhos mas não vejo a fumaça O país vai ficando cada vez mais mapa na distância o mapa cada vez mais vermelho na tela Parece um coração pulsando Parece um coração parando

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Patrícia Lavelle (Rio de Janeiro, Brasil) estreou em poesia com Bye bye Babel (7Letras, 2018, reedição em 2022). Este livro obteve menção honrosa no Prêmio Cidade de Belo Horizonte e sua reescrita em francês tem publicação prevista para 2023 (Les presses du réel). Uma nova coletânea, intitulada Sombras longas, encontra-se no prelo da Relicário edições. Publicou também a plaquete Migalhas metacríticas (Megamíni, 2017), além de inéditos em veículos literários como Cult, Pessoa e Rascunho. Participou das antologias Um Brasil ainda em chamas, editada em Portugal (Contracapa, 2022), e Brésil – Poésie intraitable, editada na França (Les presses du réel, 2022). Contribuiu com poemas próprios e traduções de poesia brasileira para as revistas francesas Po&sie e Place de La Sorbonne. Em colaboração com Paulo Henriques Britto, organizou O Nervo do poema. Antologia para Orides Fontela (Relicário, 2018). Professora de Teoria literária na PUC-Rio, tem ensaios publicados no Brasil e na França, entre os quais Religion et histoire: sur le concept d’experience chez Walter Benjamin (Cerf, 2008) e Walter Benjamin metacrítico: uma poética do pensamento (Relicário, 2022).

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Patrícia Lavelle

PUNTOS DE VISTA Traducción de Jesús Montoya

Las dos fotografías son banales registros de un paseo en el Parc des Buttes-Chaumont, una de las raras salidas permitidas durante el otoño confinado de 2020. “Una ironía de la naturaleza este exceso de luz en las hojas amarillas en pleno mes de noviembre”, fue lo que pensé, casi un cliché. “Le sentiment de la nature aux Buttes-Chaumont” es el título del ensayo que Aragon escribió sobre este jardín cultivado, en el siglo XIX, en concreto armado encima de colinas de basura. II “Eres el resumen de un mundo maravilloso, el mundo natural”, leo en una página abierta al azar. Y esto ya no es sobre el jardín ni sobre el sentimiento de la naturaleza. Esto es sobre “La Mujer”. Pero esto tampoco es sobre la naturaleza, ni siquiera sobre la ironía involuntaria en la espontaneidad del sentimiento, artificial y cultivado, que me llevó a hacer dos fotos bastante comunes del mismo árbol: un árbol cualquiera. Dos puntos de vista sobre lo mismo, 158


perspectivas diversas sobre algún punto. III Abrigada bajo el árbol, confundo su sombra y mi propio foco, moldeado por las hojas amarillas. De lo alto de la pequeña colina, compartimos el mismo punto de vista ligeramente elevado. Una bella perspectiva se extiende a nuestros pies, enraizándolos en el suelo. Y el viento que agita su follaje también me hace susurrar en silencio palabras decisivas.

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IV Al pie de la colina, a cierta distancia, el árbol cabe entero en la imagen. Pero detrás de la cerca, en lo alto de la ligera elevación, permanece indiferente. Bajo el sol, las hojas ambarinas en los gajos elegantes me encantan; pero a pesar de la brisa, no comparten conmigo sus secretos. Desde este punto de vista, el árbol y yo nos apartamos, y sus raíces ya no testifican la tierra que piso.

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V Ah, querido lector, te pregunto: ¿y si el árbol no fuese solo un árbol, sino también una cosa abstracta, algo como el lenguaje la historia la cultura o tal vez todo esto mezclado en un único punto de vista? ¿Y si ese único punto de vista fuese, justamente, aquel en que permaneces desde afuera?

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DIARIO EN LOS CONFINES DE LA CASA Traducido por Jesús Montoya

Diario 22 de abril del 2020 Allá afuera el día azul trae los periódicos y su lote de muertos. Me encojo aquí al rincón más triste. Sé que el mal yace en el aire fresco de esta mañana luminosa pero las muertes cotidianas no me convencen. ¿Cómo creer en Aquella que me espera? 4 de mayo encontré en la ventana una telaraña tan bien hecha que no pude deshacerla 26 de octubre Él salió de nuevo para hacer compras yo pasé el día dentro del cuarto y aún no volví del trabajo

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07/11 La vida se postra entre muchas telarañas Mientras tanto la araña acecha siempre en el centro de su tela ¿Cómo explicar que el exilio son esas casas sin puertas entre infinitas ventanas?

Abril de nuevo (interminable) Semanas y semanas sin correo pero la muerte llega online todos los días por periódico 22 de abril de 2021 En pantalla luminosa el país es un mapa colmado de puntos rojos Píxeles arden en los ojos pero no veo la humarada El país va quedándose cada vez más mapa distante mapa cada vez más enrojecido en la pantalla Parece un corazón pulsado Parece un corazón parado

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Patrícia Lavelle (Río de Janeiro, Brasil). Su primer libro de poesía fue Bye bye Babel (7Letras, 2018). Este libro recibe una mención honorífica en el Premio Ciudad de Belo Horizonte, y su reescritura y publicación en francés está prevista para 2023 (Les presses du réel). Un nuevo volumen de poemas, Sombras longas, será publicado también este año por la editorial Relicário. Publicó también la plaquete Migalhas metacríticas (7Letras, Megamíni, 2017), además de textos inéditos en portales literarios como Cult, Pessoa y Rascunho. Participó de las antologías Um Brasil ainda em chamas, editada en Portugal (Contracapa, 2022) y Brésil - Poésie intraitable, editada en Francia (Les presses du réel, 2022). También ha contribuido con poemas propios y traducciones de poesía brasileña contemporánea para las revistas francesas Po&sie y Place de La Sorbonne. En colaboración con Paulo Henriques Britto, organizó O Nervo do poema. Antologia para Orides Fontela (Relicário, 2018). Es profesora de Teoría Literaria en la PUC-Rio. Ha publicado libros de ensayos en Brasil y en Francia, entre los cuales están Religion et histoire: sur le concept d’experience chez Walter Benjamin (Cerf, 2008) y Walter Benjamin metacrítico: uma poética do pensamento (Relicário, 2022).

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Paz Encina y Nora Glickman

ENTREVISTA DE NORA GLICKMAN A LA CINEASTA PAZ ENCINA

Marzo 25, 2023

Nora Glickman: Paz, tu cinematografía se centra en tus preocupaciones personales, que atañen a la política, la historia, la mitología, la ecología latinoamericana. Para comenzar con los efectos de la represión, esos treinta y cinco años que sufrió el pueblo paraguayo durante la dictadura de Stroessner (1954-89), ¿qué efecto ha tenido tu película Ejercicios de memoria (2016) respecto a la importancia de recordar y de reaccionar ante las injusticias del pasado? Paz Encina: Desde que comencé a trabajar en Ejercicios de memoria, desde el primer día, supe que sería una película para una generación bastante futura. No para mi generación, que vivió la dictadura, ni para la siguiente quizá, sino para los que eran niños cuando la estrené… siempre pensé que era una película con niños, que sería vista por los que entonces, mientras la hacía, eran niños. Ejercicios de memoria fue estrenada en el 2016, cerca de las elecciones presidenciales donde el candidato ganador sería el entonces presidente Mario Abdo Benítez, hijo de su padre también llamado Mario Abdo Benítez, mano derecha de Stroessner. A las salas fueron solamente cuatrocientas personas. Siempre pensé que nadie quería ser visto viendo esa película, entonces lo que hice fue sacar el DVD con el retorno de una revista que era financiada entonces por la Municipalidad de Asunción, una revista fundada por Roa Bastos que se llama LA ISLA. LA ISLA fue relanzada en el 2018 y con la primera edición del re-lanzamiento, sale con el DVD de Ejercicios. Esa fue mi manera de distribuir la película, por lo que para mí es un secreto enorme qué efectos tuvo. N.G.: En tu película Hamaca paraguaya (2006) no hay mención directa de la cruenta guerra entre Paraguay y Bolivia entre 1932 y 1935. Sentados en la hamaca, los padres esperan el retorno del hijo al terminar la guerra, aunque saben que no volverá. La fuerza del film se centra en el empeño y la incertidumbre de la espera, así como en la paciencia, la pobreza y la inocencia de la vida de los campesinos. El film tiene el efecto de un tableau vivante. ¿Podrías comentar cómo conjugas tu comentario político, social y estético en la metáfora de la hamaca paraguaya? P.E.: Para mí la hamaca fue siempre un elemento que, si bien tiene un vaivén, está fija en el mismo lugar. Fue por eso mi primera decisión usar ese elemento, y luego, algo que para mí fue muy importante, fue el hecho 165


de no ver el espacio donde se desarrolla la acción como una locación, ese espacio era “un espacio-tiempo” construído. La hamaca formaba, junto con el árbol, un círculo perfecto, en el que Ramón y Cándida esperaban, como si fueran una naturaleza muerta por donde pasa la luz. El espacio de la tierra, también formaba un semicírculo y quizá la otra parte del círculo estaba dotada al espectador, pensé siempre en que esa parte éramos nosotros, todos, que entramos a ese espacio y ese tiempo a vivir con ellos esa espera, esa espera en la que nada llega, esa carrera entre la esperanza y la desesperanza, se espera que pase el calor, se espera que llegue el hijo, se espera que venga la lluvia… ellos están en algo parecido a una ceremonia, a una misa inútil. A veces me pesa un poco ver a mi país, al Paraguay, como ese espacio tiempo metido en un eterno retorno, donde las cosas cambian en apariencia, pero en realidad no cambian. Quisiera poder ver a mi país de una mejor manera, pero me cuesta, siempre me vienen las palabras de Carlos Colombino, artista plástico y poeta paraguayo que decía “Paraguay: este país que no es el deseo de nadie.” N.G.: Dado que la industria cinematográfica paraguaya es todavía deficiente para subvencionar a sus cineastas, tu trayectoria ha sido afortunada: participación en festivales internacionales y premios de gran valía. En tu empeño de promover el cine paraguayo, ¿crees que tu mirada de auteur es el mejor medio para alertar al público respecto a la situación de la población indígena, su flora y su fauna en peligro de extinción? P.E.: Yo siento que mi mirada es lo que tengo para ofrecer. Para mí, casi te diría que no hay diferencias entre mirada y corazón. Para mí la mirada es lo que tengo adentro, es lo propio, es mi mundo interno y por lo tanto es lo que conozco y lo que tengo para ofrecer, no es que piense que sea mejor o peor mostrar las cosas así, es simplemente la manera en la que yo respiro. N.G.: ¿Consideras que tu misión es mejorar el destino de esas comunidades subyugadas? P.E.: No me siento con una misión, no sé, no pienso en esos términos y ojalá pudiera con una película mejorar la vida de los Ayoreo, ¡quién fuera tan poderoso! Yo simplemente pensé que lo que podía hacer era presentar ese problema, ponerlo frente a los ojos de un país y es algo que hemos logrado. Por los premios que obtuvo la película tuvo también una distinción de parte del Congreso de la Nación y el reclamo Ayoreo fue escuchado en esa ocasión frente a la Cámara de Senadores. Siempre sentí que ese fue mi gran triunfo. N.G.: En Eami (2021), película que te valió la nominación para el Oscar, los silencios se imponen sobre los diálogos; la lengua de los hablantes no es el castellano oficial sino el Ayoreo, la lengua de la comunidad Ayoreo-Totobiegosode. Creas imágenes surrealistas, acudes a mitos antiguos para condenar los efectos de la deforestación del Chaco y la despoblación de la población indígena. ¿En qué medida has plasmado tu visión artística 166


y tus memorias personales en la soledad de la niña Eami? P.E.: Es tan compleja la vida de un niño o una niña… no podría decirte en qué medida están mis memorias… está quizá en un registro que puede tener de la infancia de todas las personas… quizá. De niño uno conoce tantas cosas… De hecho, siempre pienso que es en la infancia donde uno pierde la inocencia, va conociendo los límites, y al mismo tiempo que vive el paraíso, lo va perdiendo. Aparecen la soledad, el vacío, la tristeza, la muerte (generalmente es algo que conocemos con nuestros primeros animales, en caso de que no se nos haya muerto alguien cercano en ese tiempo) y pienso que es eso lo que está ahí. Pienso igualmente que es la vida por sobre todo de muchos niños y niñas que son obligados a mudarse de su lugar original, de muchos niños y niñas como Aylan, el pequeño niño sirio que fue hallado en la costa de un mar, muerto mientras emigraba. Esa imagen no pude olvidar nunca más una vez que la vi. Siempre pensé que Eami era también un poco Aylán, un poco un niño o niña mexicano, metido o metida en una jaula cuando es separado de sus padres, hoy bien podría ser un niño o una niña de Ucrania o palestino… es algo que ocurre todos los días en distintas culturas. Yo mostré a través de la cosmovisión Ayoreo porque es lo que me toca advertir, es parte de donde vengo. Es parte de mi aldea. N.G.: Tu trayectoria cinematográfíca ha sido mayormente introspectiva. ¿Consideras que tu estilo minimalista es un vehículo para trasmitir tu preocupación por nuestra situación ambiental presente como portento y amenaza del planeta? P.E.: Pienso que es un vehículo, lo que no significa que sea el vehículo. Se hicieron otras películas con otros lenguajes, como PIRIPKURA, que es una belleza y es totalmente distinta. Lo que pasa es que yo creo profundamente en lo propio, como es la mirada; creo en los cineastas que filman de la misma manera que caminan. Pienso que por eso el cine de Chantal Akerman o el de Agnés Vardá fueron tan importantes para mí, porque comprendí que con ellas que existe la mirada. Creo por esto en el cine de Apichatpong Weerasethakul, en el de Carlos Reygadas, de Kiro Russo o de Lucrecia Martel. Veo formas de pararse en el mundo, que es lo más que emociona en el cine. N.G.: Muchas gracias, Paz.

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Paz Encina nació en Asunción, Paraguay, lugar donde reside actualmente. Se graduó como Licenciada en Cinematografía en la Universidad del Cine, de Buenos Aires, Argentina. Filmó en el año 2005 su primer largometraje, Hamaca paraguaya, estrenado en el Festival de Cannes, abriendo la sección Un Certain Regard, donde obtuvo el premio Fipresci de la prensa especializada a la mejor película. Recibió otros reconocimientos como el Premio Luis Buñuel a la mejor película Iberoamericana y el Premio Príncipe Claus. En el 2016 estrenó su segundo largometraje, Ejercicios de memoria, en la sección Zalbategi del Festival San Sebastián. Este trabajo recibió reconocimientos como el Premio FICCI al mejor documental o premio de la Crítica en el Festival de Brasilia entre otros, estuvo nominada a los Premios Fénix, Premios Platino, Premios Cóndor, y fue seleccionada para representar a Paraguay ante los Goya en el año 2017. En 2020 filma y estrena Veladores, su tercer largometraje. En el 2022 estrena Eami, su cuarto largometraje en el Festival de Cine de Rotterdam. Actualmente se encuentra desarrollando su próxima película El único tiempo, con una beca del Instituto Radcliffe de la Universidad de Harvard. Encina también ha realizado cortometrajes e instalaciones En el año 2018 montó en la Fundación Texo su primera muestra individual: El río de la memoria, que incluye todas sus instalaciones y largo y corto metrajes. A fines del 2018 presentó en la Fondation Cartier-París sus instalaciones sonoras: Rugir, Tráeme Agua, Tráeme Miel, y la foto-sonido instalación Lloro, lloro. En el 2019 fue parte de la muestra Nous les abres de la Fondation Cartier con su instalación El aroma del viento. Sus trabajos fueron exhibidos en el Harvard Film Archives, en el BAMFA / Berkeley Art Museum and Pacific Film Archive y el MOMA de Nueva York. Es miembro de la Academia de Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos.

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