Historia Universal: La Edad Media

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Red Española de Historia y Arqueología

El neoplatonismo sirvió a Agustín de trampolín hacia el cristianismo. Su conversión no significaba que renegase de su amor a la filosofía griega; al contrario, en aquel momento crítico en que la antigüedad clásica, amenazada por las invasiones, parecía condenada a perderse, la figura de Agustín constituye una especie de síntesis entre la filosofa platónica y la doctrina cristiana, las dos grandes fuerzas espirituales de dicho tiempo. Gracias a él pudo aquélla sobrevivir y ejercer preponderante influencia en el pensamiento de la Edad Media. En su juventud, Agustín había despreciado el lenguaje sencillo de la Biblia; "esta manera vulgar de expresarse" le parecía sólo conveniente para seres incultos. Pero luego de escuchar al obispo de Milán, san Ambrosio, su opinión cambió. En la doctrina cristiana descubrió lo que no había encontrado en las elaboradas concepciones de los filósofos: un Dios personal que libra del pecado y del temor. Con el fin de iluminar su intimidad, Agustín renunció a sus actividades docentes y se retiró a la finca de un amigo, donde pasó los días meditando y sedimentando sus ideas. Después de largo tiempo, su madre se reunió de nuevo con él; el relato de las conversaciones entre ambos constituye una de las páginas más bellas de sus Confesiones. Aquellos fueron para él días felices, de calma y progreso espiritual. Cuando tomó la determinación de hacerse bautizar, contaba treinta y dos años. Poco después sufrió la pérdida de su madre. Agustín volvió entonces al África. Con sus amigos se instaló en una pequeña propiedad que su madre le dejara en herencia, donde se consagró a la redacción de sus célebres obras. Más tarde abandonó su retiro, para ordenarse sacerdote a pedido del pueblo. Gozaba de tanta reputación de piedad, caridad y sabiduría, que muchos le solicitaban consejo y asistencia. En 395 fue elegido obispo de Hipona, y cuando los gritos de los invasores vándalos resonaban en las calles, se extinguió apaciblemente en 430.

Gregorio Magno, base del pontificado romano Mientras la antigua metrópoli del imperio romano descendía al nivel de ciudad sin importancia, en el interior de sus muros se asentaban los fundamentos de una nueva potencia mundial. El obispo de Roma siempre fue considerado como el primero en rango de todos los obispos, de seguro por gobernar espiritualmente a Roma, el eje y centro del imperio, la ciudad que presenciara la crucifixión y muerte de los apóstoles Pedro y Pablo. Además, según tradiciones romanas del siglo II, Pedro habría sido cronológicamente el primero de los obispos de la Ciudad Eterna, honor que también se adjudica la diócesis de Antioquía. Al apóstol y a sus sucesores aplican los católicos romanos la palabra de Jesús, grabada en letras de oro en la cúpula de San Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mateo, XVI, 18). Conviene hacer notar que en fecha tan antigua como 344, a instancias del obispo Osio de Córdoba — pariente de Constantino y presidente del concilio ecuménico de Nicea—, el concilio general de Sárdica (Sofía) acordó reconocer al Papa como árbitro en los diferendos entre obispos. También el concilio ecuménico de Calcedonia (451) ensalzó al Papa León Magno. En la carta con que le remitieron las actas, los obispos allá congregados escribieron: "Porque si donde hay dos o tres reunidos en su nombre, allí dijo que estaba Él en medio de ellos (Mt. 18, 20), ¿cuánta familiaridad no mostró con quinientos veinte sacerdotes que prefirieron la ciencia de su confesión a la patria y al trabajo? A ellos tú, como la cabeza a los miembros, los dirigías en aquellos que ocupaban tu puesto, mostrando tu benevolencia."

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