Eolo y otros poemas

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La mer, la mer, toujours recommencée Paul Valéry


LA ESCALERA Subir la escalera es ejercicio diario: un pie detrás del otro, la mirada, dos escalones más arriba, la mano, fugaz en la baranda. Pero subir exige simetrías: la confianza en un antes y un después, el olvidable abajo y el incierto arriba; las sombras, el ayer, las vísperas, el nunca. Ilusión que el habitante alienta, mientras el pie repite: no hay término, no hay término, y los ojos buscan vagaroso cenit.

EL NADADOR El ágil golpe de piernas, la zambullida, los brazos girando acompasados mientras la orilla queda atrás, demostrarían, a primera vista, felicidad, triunfo sobre lo natural estable; sólo que el cuerpo ignora setenta metros de oscuras aguas debajo y peces que ríen del esfuerzo torpe, sin dirección, y barcos que se bambolean repitiendo: “todo vuelve a sus legítimos dueños”, y líquenes ganados por una pereza fantasmal, y la estrella, por fin, en el lecho que tanto buscó; mientras en la superficie el nadador nada, nada.

LA GAVIOTA La gaviota vuela siete jornadas detrás de la estela que el mar borra. Vuela desde antes de la tentación, como si no hubiera regreso. Hacia espejismos donde toda ilusión se descompone y comienza a caer. Sobre ciudades que de pronto se cierran o melancólicas se abren a la extenuada fe. Y arriba a momentáneas delicias: ser puro espíritu lejos de la tierra, ojo ingrávido que deja su sitio aquí, y sueña en la luz del día y sueña, mientras el corazón fija un rumbo falso para que el deseo de volar no acabe.

NO NACÍ AQUÍ Yo no nací aquí pero el mar me hizo suyo: a mí me atrapó esa planicie que está detrás de las olas, la que florece oscura cuando llegan las lluvias, la que no deja un solo día de rugir y se balancea inmemorial como un parpadeo. Yo no nací aquí pero el mar me hizo suyo: yo no lo amaba al llegar pero ahora lo amo, tiene el nombre de mis hijos que nacieron ayer, la forma de mis manos que dibujaron la casa, el amor y su sombra, la conciencia y el páramo. Su historia no es mi historia ni aquí yacen mis [muertos,


su lengua me era extraña hasta que empecé a [pronunciarla, éste fue mi lugar cuando aprendí a rendirme. Aquí se cumple la sentencia que en el agua está escrita: somos siempre los primeros a la orilla del mar, a merced de olas que no escuchan más que su propio latido.

LA PIEDRA Yo soy el que arroja la piedra, el que le da su ímpetu y dirección, el que aporta el músculo y la voluntad. Ella es la que cruza el aire y se clava lejos, adonde no se oye mi voz ni el eco de su partida. De este lado sólo queda el peso de una llama que entibia con leves parpadeos. Del otro lado está el misterio de la tierra nueva, los muros cada vez más altos de la nueva edificación. Pero de eso nada sé: allá no pueden mis ojos, ni mi oído alcanza a entender su voz. Sólo he visto que la piedra partió: clavada está en alguna parte, adonde no llega mi voluntad, ni la imaginación.

ESTA LEY Cuando no se puede ir más abajo se comienza a subir; pregúntaselo al madero después del naufragio, pregúntaselo al nadador en la corriente, pregúntaselo al ahogado; pregúntaselo a la moneda en el lecho del río, al cazador que frente al blanco cierra los ojos, al guardafaro, al guardavías, al centinela de la torre, a los que atraviesan la noche negra con rostro [despavorido; pregúntaselo a los que sueñan y no pueden despertar, a los que empujan en el desierto una piedra enorme, al suicida, al miedoso, al temerario, a los que llegan a la tierra de nadie y encuentran que en verdad no hay nadie; pregúntales, porque hubo un día en que ellos tocaron fondo; ellos plantaron un árbol y lo vieron desmoronarse, ellos buscaron el sol y lo hallaron caído, ellos cerraron los ojos y volvieron sobre sus pasos, ellos se lastimaron un hombro, ellos vieron leviatanes ensuciando su saco y su [almohada, y fueron más lejos: vieron a la rosa desprenderse del tallo; pregúntales,


porque conocieron primero esta ley de la gravedad a la levedad y ahora son libres.

EL ORDEN CLÁSICO El orden clásico, las formas clásicas: el dintel sobre el muro, la moldura por debajo del techo, los rectos pasillos con ventanas a un lado; al otro, el tesoro y, más adentro, el arcano; los muros anchos, asentados en profusos cimientos, la simetría de las arcadas (de dos en dos, de cuatro en cuatro), y en el centro, la escalera escoltada por bayas. Eso duró poco. Leonardo creyó que lo reinventaba para siempre; era, a su modo, un pagano; pensó que ya no sería el bosque nuestro adivino ni una lengua de fuego la ley del mundo; menos aún, que guardaríamos en las encías sabor de sangre y huesos de la caverna. Fue un episodio fugaz, que hoy leemos en los libros de arte. El propio Bernini, de joven, adormilado por clásicos; de viejo, barroco, sintió titubear la alegoría y, con la compulsión de un creyente, levantó columnatas en forma de abrazo, situando el Baldaquino en el centro de la nave, como para que no quedaran dudas de que la seguridad había llegado a su fin. Obra allí, en la cuna de Roma, como un Fénix cansado de tanto volar. Que muere y resucita, ata y desata, condesciende a que le besemos los pies y luego huye (sus cúpulas son, desde entonces, nuestra Anunciación y espada), recordándonos que no era confortable la tierra ni calmo el cielo.

EOLO “Señor de los vientos", así llaman a una divinidad cuyo rasgo son sus labios: en cañón. La iconografía lo muestra suspendido entre nubes, con aire de rubicundo mal genio. Encerró, para Odiseo, todos los vientos, excepto el único que lo devolvería a Itaca. Y eso lo perdió: volaron todos fuera del odre, y desde entonces "Eolo" anuncia, antes que el viento, la tempestad. Lo hallé, de arcilla roja, en manos de un alfarero ventrudo y socarrón, al borde de un camino siciliano. Ahora sopla, en el patio de casa, con largos silencios tomados de las estrellas.


No sé si para partir o para llegar, si del Norte o del embozado Sur, que con manazas impide llegar al puerto. ¡Sopla, amigo, entre las camisas recién lavadas, sopla hasta que llegue el único que espero!

YO CORRÍA Era el delicioso ‘83, claro que en él no tenía esta tendencia barrosa a volver sobre los pasos; yo corría, y la mañana corría conmigo: perros en la plaza, un chico y su bicicleta, la señora que se apartó para que yo pasara. . Como una música ordenada, todo tendría que haber continuado su marcha hasta la consumación: cada perro encontrar a su amo, el chico llegar a grande, y el árbol, que nos cubría a todos, perder su flor azul y ser un bosque. Pero ninguno se ha movido: aún no. Suspendidos en su arrobo, los hechos pierden una cualidad que les es propia: la transitoriedad; vistos al trasluz, persisten como cristales: son punzaduras, caligrafías, dorado sílex en tierra carpida. Y como la fotografía sólo captó que yo corría, esa mañana no miente ni ha cesado: los perros aún husmean papeles en el viento, el chico cruza veloz entre hojas, la señora apura el paso, y yo, más liviano que el aire, no he dejado de correr y tampoco he llegado.

AQUELLO Me entretuvo la rueda del afilador de cuchillos. Veía marchar las nubes pero no tenía miedo; detrás de la lluvia venía la claridad y las hojas agradecían como damas antiguas. Los viajeros partían y regresaban y los adultos los recibían con movimientos de cabeza. No era necesario aproximarse para estar más cerca, no había peligro de llamar a la puerta y no ser oído. Uno arrojaba una piedra y el lago la rechazaba tres veces. Los incendios fecundaban la tierra, dejando una película cenicienta sobre la superficie de las cosas.


Un cambio de viento acentuaba las vocales, devolvía frescura a las flores. daba instrucciones a las campanas y a los balcones. Los periódicos inventaban las noticias igual que ahora: el hombre-gato, la cabra-de-dos-cabezas, exorcismos, tumultos, demoliciones. Yo trepaba a mi bicicleta y daba la vuelta al mundo, nunca más lejos que del bebedero de la esquina. La lluvia era lluvia, el verano, una calle soñolienta de árboles protectores (los árboles hablaban en voz baja y decían más que lo que escuchábamos). Ahora los veranos navegan por las arterias, las copas del cristalero se mueven como en un vals, el lago revela los secretos que guardó tanto tiempo. Aquello era la infancia -la blanca ballena del mundo-, una enfermedad de la que nadie se ha podido curar. Los hermanos estaban escondidos en sus cuartos, los padres construían paredes sólidas en el aire de una conversación.

ARROYO CARNAVAL No era un río, no era el mar donde los compañeros del aula veraneaban, yo lo atravesaba sobre troncos atados. La otra orilla no era un país, ni siquiera una región diferente, donde la curvatura del mundo fuera más visible. Allí nos emboscábamos y cazábamos. Cegados por la claridad, disparábamos perdigones que no daban en el blanco. No era un río ni una región ni un país, las cortezas disputaban a las mañanas sus geografías de luz, las arañas caminaban sobre el agua sin dejar rastros. Era lo verdadero, lo demás es una historia que se empeña en [retroceder.




En la sala de lectura de la Biblioteca Municipal Leopoldo Marechal y como parte de la segunda temporada del ciclo “Encuentros cercanos” auspiciado por la Secretaría de Cultura, se presentará el escritor Rafael Oteriño para compartir con el público, a lo largo de una charla/taller, un recorrido a través de su obra y de su trabajo como autor. El ciclo tiene como objetivo acrecentar los vínculos entre la comunidad y los productores de arte y literatura. Durante el encuentro, se presenta el poemario “EOLO y otros poemas” publicado, especialmente para la ocasión, en formato plaquette por la Bola editora. Se encontrará, también, abierto al público el stand "Mar del Plata Polo Editorial", donde se podrán encontrar las últimas novedades de los editores independientes de nuestra ciudad.

Nació en La Plata en 1945. Vive en Mar del Plata. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora (2005), Todas las mañanas (2010), Viento extranjero (2014). El Fondo Nacional de las Artes publicó su Antología poética (1997) y Ediciones al Margen su poesía reunida: En la mesa desnuda (2009). Ha recibido los premios del Fondo Nacional de las Artes (l966), “Pondal Ríos” de la Fundación Odol (1979), Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985/88), “Konex” de Poesía (1989/93), “Esteban Echeverría” (2007), “Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía” (2009), “Rosa de Cobre” de la Biblioteca Nacional (2014). Es Miembro de la Academia Argentina de Letras. Codirige la colección Época de ensayos sobre poesía de Ediciones del Dock.


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