Generacion Espontanea numero 4

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U n b a j o r r e l i e v e c r e a t i v o t a l l a d o s o b r e l a l u c i d e z d e l t u r n o d e n o c h e

2 €.

02/11/2007

Invierno 2007

18:53

Página 1

Madrid

N.º 4

Generación Espontánea Relato / Dibujo

Poesía / Fotografía


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Generación Espontánea

SUMARIO

Generación Espontánea Contacto

generacionespontanea@gmail.com www.generacionespontanea.org

Imágenes de cubierta y sumario: Chiara Cerri Imagen del editorial: Intza

Editorial n.º 4 Generación Espontánea 4 Abdomen (extracto) Imagen: Garrio Texto: F. Giménez 6 Áditon Imagen: Trama afonA Texto: H. González 8 El ciego Imagen: V. de las Heras Texto: J. P. Heras 10 Miss Bobbit Imagen: Kaprika Texto: I. García Viejo 12 Sombras Imagen: I. Yunovski Texto: A. Roura 14 A pesar de todo Imagen: V. de las Heras Texto: L. Moro 16 Levántate y anda Imagen: M. Vrocni Texto: I. de las Heras 18 Sampietrini Imagen: V. de las Heras Texto: M. Cebrián 20 Hay yuyu Imagen: Nauta 1967 Texto: Tirillas del Albaicín 22 Matías Imagen: M. de las Heras Texto: Garrio 24 Amigo Imagen: J. M. García Viejo Texto: F. Urbano 26 Mudar de sí Imagen: F. Cerri Texto: A. Castaño 28 Se enamora 3,14 Imagen: Garrio Texto: A. López 30


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Generación Espontánea

SUMARIO

Generación Espontánea Contacto

generacionespontanea@gmail.com www.generacionespontanea.org

Imágenes de cubierta y sumario: Chiara Cerri Imagen del editorial: Intza

Editorial n.º 4 Generación Espontánea 4 Abdomen (extracto) Imagen: Garrio Texto: F. Giménez 6 Áditon Imagen: Trama afonA Texto: H. González 8 El ciego Imagen: V. de las Heras Texto: J. P. Heras 10 Miss Bobbit Imagen: Kaprika Texto: I. García Viejo 12 Sombras Imagen: I. Yunovski Texto: A. Roura 14 A pesar de todo Imagen: V. de las Heras Texto: L. Moro 16 Levántate y anda Imagen: M. Vrocni Texto: I. de las Heras 18 Sampietrini Imagen: V. de las Heras Texto: M. Cebrián 20 Hay yuyu Imagen: Nauta 1967 Texto: Tirillas del Albaicín 22 Matías Imagen: M. de las Heras Texto: Garrio 24 Amigo Imagen: J. M. García Viejo Texto: F. Urbano 26 Mudar de sí Imagen: F. Cerri Texto: A. Castaño 28 Se enamora 3,14 Imagen: Garrio Texto: A. López 30


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Generación Espontánea

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Editorial

Número Cuatro

La gran piñata del pensamiento cayó por su propio peso y al romperse estrepitosamente contra el suelo vertió su entraña de miles de ideas, cada una pequeña y patuda, cada una un insecto ajetreado. Sin ir más lejos, esta hormiga que recorre la extensión de una baldosa es una idea cotidiana, laboriosa, satisfecha con su nómina de asalariada que ahora busca con despiste un reguero de hermanas. Este escarabajo pausado y majestuoso es una idea milenaria cuya coraza resuena como el eco de un templo. La araña parece una idea concomida, tejedora de redes hermosas y áreas. El saltamontes es la ocurrencia alegre y anarquista, que se posa a ver el mundo y luego brinca para verlo distinto; y la mosca, zumbona

y persistente, no nos deja en paz, como una obsesión. Por los caminos de tierra y los intersticios de las aceras y los rodapiés del cuarto de baño vaga el insectado pensamiento, sin detenerse nunca pese a la obstinación humana por hacerlo propio. De aquí a allá no descansa porque sabe que sin movimiento está perdido. Parar es morir o, peor aún, petrificarse en dogma. Revolotea el pensamiento por el mundo y a veces trepa por nuestros sueños y en un descuido salta como pulga circense a los sueños de otra persona. Enciende

las emociones con su verdor de luciérnaga y tiende sus patitas de grillo sobre una noche inmensa de calles apagadas y aisladas luces insomnes. Por qué nuestra manía de atraparlo para asfixiarlo y convertirlo en objeto para coleccionistas. Fue la ficción la que le dio al pensamiento el don de la metamorfosis, la que lo vistió de antenas, mirada hexagonal y alas. No fue la lógica, esa herramienta desaprovechada; ni tampoco fue el mito, nacido en una mañana de caza entre supersticiones, miedos y jadeos de mamut; no

fue ni siquiera lo que los inglesas llaman el ‘self’, la conciencia de uno mismo, la imagen propia reflejada en las aguas de un estanque. Estalló el pensamiento al pasar al otro lado del espejo, al entrar como Alicia en un país extraño de posibilidades. Con cada bichito viaja una ficción y cada bichito es una ficción que se imagina a sí misma. Cuántas veces el ciempiés se soñó bailando en una discoteca a lo Travolta, se pregunta la mantis religiosa. Cada bichito atesora una porción de inventiva y de belleza: asegura el caracol que él podría evaporarse y abandonar su caparazón y luego condensarse en gotitas de agua sobre el techo y, por generación espontánea, formar un charco misterioso en el suelo.


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Editorial

Número Cuatro

La gran piñata del pensamiento cayó por su propio peso y al romperse estrepitosamente contra el suelo vertió su entraña de miles de ideas, cada una pequeña y patuda, cada una un insecto ajetreado. Sin ir más lejos, esta hormiga que recorre la extensión de una baldosa es una idea cotidiana, laboriosa, satisfecha con su nómina de asalariada que ahora busca con despiste un reguero de hermanas. Este escarabajo pausado y majestuoso es una idea milenaria cuya coraza resuena como el eco de un templo. La araña parece una idea concomida, tejedora de redes hermosas y áreas. El saltamontes es la ocurrencia alegre y anarquista, que se posa a ver el mundo y luego brinca para verlo distinto; y la mosca, zumbona

y persistente, no nos deja en paz, como una obsesión. Por los caminos de tierra y los intersticios de las aceras y los rodapiés del cuarto de baño vaga el insectado pensamiento, sin detenerse nunca pese a la obstinación humana por hacerlo propio. De aquí a allá no descansa porque sabe que sin movimiento está perdido. Parar es morir o, peor aún, petrificarse en dogma. Revolotea el pensamiento por el mundo y a veces trepa por nuestros sueños y en un descuido salta como pulga circense a los sueños de otra persona. Enciende

las emociones con su verdor de luciérnaga y tiende sus patitas de grillo sobre una noche inmensa de calles apagadas y aisladas luces insomnes. Por qué nuestra manía de atraparlo para asfixiarlo y convertirlo en objeto para coleccionistas. Fue la ficción la que le dio al pensamiento el don de la metamorfosis, la que lo vistió de antenas, mirada hexagonal y alas. No fue la lógica, esa herramienta desaprovechada; ni tampoco fue el mito, nacido en una mañana de caza entre supersticiones, miedos y jadeos de mamut; no

fue ni siquiera lo que los inglesas llaman el ‘self’, la conciencia de uno mismo, la imagen propia reflejada en las aguas de un estanque. Estalló el pensamiento al pasar al otro lado del espejo, al entrar como Alicia en un país extraño de posibilidades. Con cada bichito viaja una ficción y cada bichito es una ficción que se imagina a sí misma. Cuántas veces el ciempiés se soñó bailando en una discoteca a lo Travolta, se pregunta la mantis religiosa. Cada bichito atesora una porción de inventiva y de belleza: asegura el caracol que él podría evaporarse y abandonar su caparazón y luego condensarse en gotitas de agua sobre el techo y, por generación espontánea, formar un charco misterioso en el suelo.


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[TIGRE se mete en el biombo transparente. Se coloca una máscara griega de sonrisa y sale del biombo. TOPO sigue con los ojos cerrados, en actitud infantil]

[El primo troyano se mete en el biombo, se quita la máscara y sale como TIGRE de nuevo]

ABDOMEN (extracto)

TIGRE.- [Con voz solemne] ¡Hola, primo desconocido! ¡Has venido! [TOPO abre los ojos y se alegra. Le da la mano] TIGRE.- He venido desde Troya a protegerte y bendecirte con el espíritu de la valentía. TOPO.- No hables, primo troyano, y dame un abrazo que estamos tiempo sin vernos. [Se abrazan] TIGRE.- Primo troyano, debo advertirte del peligro que corres. Los carolingios están más fuertes que nunca, y debemos ser valientes ante su invasión. No debemos cederles terreno a ninguna costa, a media costa y a toda costa... Nos costará, pero debes confiar en tu primo troyano. TOPO.- Yo confío en ti, primo troyano. Confío más en ti que en mí, que me muero ante las amenazas de los carolingios. TIGRE.- Haces bien, primo incógnito, en confiar en mí. Nadie más que yo para protegeros de la guerra sucia y barbuda que los carolingios nos han declarado. Aun así recuerda: debéis protegeros a ninguna costa, a media costa y a toda costa del enemigo. Un consejo: atrincheraos en el biombo transparente, eso os protegerá. TOPO.- ¿Y si nos trinchan? TIGRE.- A la trinchera. TOPO.- Hablas como si te fueras a ir. ¿Te fueras a ir? TIGRE.- Sí, me iré a ir a mi Patria. Troya me lo pide a gritos. OFF TROYA.- ¡PRIMO TROYANO,TE NECESITO! TIGRE.- ¿Lo ves? TOPO.- ¡Sí, lo veo primo troyano! TIGRE.- Antes de irme quiero regalarte algo. TOPO.- ¿Aparte de la batidora? TIGRE.- Sí, aparte de la radotiba. Toma un walkietalkie . Si tienes algún problema o tu vida está en peligro, llámame. Tiene cober tura y batería suficiente para dos milenios. TOPO.- Ah. TIGRE.- Y ahora debo marchar. [TOPO le da un abrazo al primo troyano (TIGRE)] TOPO.- Adiós, primo troyano. Ya nos veremos. TIGRE.- Adiós.

Texto de Fran Giménez Imagen de Garrio


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[TIGRE se mete en el biombo transparente. Se coloca una máscara griega de sonrisa y sale del biombo. TOPO sigue con los ojos cerrados, en actitud infantil]

[El primo troyano se mete en el biombo, se quita la máscara y sale como TIGRE de nuevo]

ABDOMEN (extracto)

TIGRE.- [Con voz solemne] ¡Hola, primo desconocido! ¡Has venido! [TOPO abre los ojos y se alegra. Le da la mano] TIGRE.- He venido desde Troya a protegerte y bendecirte con el espíritu de la valentía. TOPO.- No hables, primo troyano, y dame un abrazo que estamos tiempo sin vernos. [Se abrazan] TIGRE.- Primo troyano, debo advertirte del peligro que corres. Los carolingios están más fuertes que nunca, y debemos ser valientes ante su invasión. No debemos cederles terreno a ninguna costa, a media costa y a toda costa... Nos costará, pero debes confiar en tu primo troyano. TOPO.- Yo confío en ti, primo troyano. Confío más en ti que en mí, que me muero ante las amenazas de los carolingios. TIGRE.- Haces bien, primo incógnito, en confiar en mí. Nadie más que yo para protegeros de la guerra sucia y barbuda que los carolingios nos han declarado. Aun así recuerda: debéis protegeros a ninguna costa, a media costa y a toda costa del enemigo. Un consejo: atrincheraos en el biombo transparente, eso os protegerá. TOPO.- ¿Y si nos trinchan? TIGRE.- A la trinchera. TOPO.- Hablas como si te fueras a ir. ¿Te fueras a ir? TIGRE.- Sí, me iré a ir a mi Patria. Troya me lo pide a gritos. OFF TROYA.- ¡PRIMO TROYANO,TE NECESITO! TIGRE.- ¿Lo ves? TOPO.- ¡Sí, lo veo primo troyano! TIGRE.- Antes de irme quiero regalarte algo. TOPO.- ¿Aparte de la batidora? TIGRE.- Sí, aparte de la radotiba. Toma un walkietalkie . Si tienes algún problema o tu vida está en peligro, llámame. Tiene cober tura y batería suficiente para dos milenios. TOPO.- Ah. TIGRE.- Y ahora debo marchar. [TOPO le da un abrazo al primo troyano (TIGRE)] TOPO.- Adiós, primo troyano. Ya nos veremos. TIGRE.- Adiós.

Texto de Fran Giménez Imagen de Garrio


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Áditon

es el lugar más sagrado del templo. Áditon es el recóndito y oscuro recinto al que sólo el sacerdote tiene acceso, porque áditon significa «prohibido», y para el hombre no es lícito fran quear los límites que los dioses le han marcado. Sin embargo, en el áditon del templo de la diosa Atenea, una mano grabó sobre el duro mármol el nombre de una mujer. Asísteme, también ahora..., repite para sus adentros las palabras de la poetisa de Lesbos, mientras asciende con dificultad la roca sur del promon torio. Tiene que ir en línea recta desde el penúltimo asiento del teatro de Dioniso, cuando no haya frente a ella sino una pared de roca verá un arbus to y, bordeándolo, la entrada de la gruta. Líbrame de mis cuitas... y la voz se le escapa, porque no está acostumbrada a pensar la poesía, que le han enseñado a recitar en voz alta. Envuelta en su peplo y en la noche, bajo la pálida luz de una luna cuyo rostro no se atreve a mirar, Inmortal Afrodita... yo te imploro. Fragmentos de versos van llegando, intermitentes, a su memoria como los destellos de luna al mar, allá a sus espaldas, en el Pireo. Pero no, ella no ama la tenue luz de la Luna, la hermana de Apolo, esa diosa mojigata y cazadora, protectora de doncellas. Ella ama las sombras de la noche, cómplice, como el sueño, de la invisibilidad, y de sus secretos, y a un hombre de tez oscura venido del sur, de la isla de Creta. Ama su cuerpo fuerte e imaginarlo en hermosa lucha con el toro, saltando sobre el animal en la arena, como sobre ella en la penumbra del templo. Ama el riesgo de profanar los lugares sagrados y luego ocultar las marcas de los arañazos que las uñas y la piedra le dejan en la piel. Esperar hasta que él le haga llegar otro mensaje, con otra cita, en otro templo. Esta vez no pudo sino pensar que bromeaba cuando recibió las instrucciones para llegar al áditon del mismísimo Partenón, al que se suponían accesos secretos, túneles, pasadizos, cuentos de vieja, había pensado siempre ella, que ahora se ve a sí misma a la entrada de la gruta, detrás del arbusto. Está temblando, sabe que si vuelve la vista

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Generación Espontánea

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atrás estará, como la Eurídice de Orfeo, perdida. Pero al proseguir se sabe también perdida. Y tú diosa feliz, sonriendo con tu rostro inmortal me preguntabas qué me sucedía y para qué otra vez te llamo. Mira alrededor. Todavía reina la oscuridad más absoluta. Le parece sentir el ruido de unos pasos y se estremece con la habitual mezcla de exci tación y miedo que precede a cada uno de sus encuentros. Empieza a ento nar las notas de la melodía que le ha de servir de seña a su amante. Distingue ahora con claridad los pasos que se acercan, las pesadas vestiduras del ropaje del guardián, el entrechocar de las armas del hombre, al que en tantos templos y tantas veces ha desnudado, cuando parodian en sus juegos esas escenas de la épica donde el guerrero se prepara para el combate. Ya puede ver la luz del candil acordado y sentir cómo en su vientre palpita algo oscuro, secreto y prohibido, mientras susurra los últimos versos del poema de Safo, y aquello que el corazón anhela que me cumplas, cúmplemelo y tú misma sé mi aliada en la batalla. Ha pasado el tiempo. Entre las columnas del Partenón, él se ha deslizado sigiloso, como aquella noche, cuando su paso era más firme y su cabello menos cano, antes de que la más memorable de las guerras, como calificó Tucídides a la del Peloponeso, lo apartara de Atenas y de la mujer que lo esperaba en el áditon del templo. Los poetas han dicho que el tiempo es un ciclo, que volverá la dorada edad de Crono. Él volvió. Hace ya más de 30 años de eso, pero la guerra no había dejado rastro de ella. Entre las columnas inmortales del Partenón se pregunta si aquellas cosas sucedieron alguna vez. Todavía cree recordar el mecanismo que abre la puerta del áditon. Si la puerta se abriera, si al abrirse se escuchara la más dulce de las cancio nes, si unos tibios labios sorprendieran en la oscuridad los suyos... Giran los goznes de la puerta, y por toda música hay su quejido, buscan sus labios otros labios, y encuentran el mármol frío. Si tanteando en la oscuridad des cubriera el nombre que sus mismas manos grabaron sobre la piedra… Y si las letras dibujasen, no un nombre, sino las líneas del cuerpo de una mujer, preciso e idéntico, al fin, al divino cuerpo inmortal de sus recuerdos… Siglos más tarde, Salustio diría que estas cosas no ocurrieron jamás, pero son siempre.

Texto de Helena González Imagen de Trama afonA


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Áditon

es el lugar más sagrado del templo. Áditon es el recóndito y oscuro recinto al que sólo el sacerdote tiene acceso, porque áditon significa «prohibido», y para el hombre no es lícito fran quear los límites que los dioses le han marcado. Sin embargo, en el áditon del templo de la diosa Atenea, una mano grabó sobre el duro mármol el nombre de una mujer. Asísteme, también ahora..., repite para sus adentros las palabras de la poetisa de Lesbos, mientras asciende con dificultad la roca sur del promon torio. Tiene que ir en línea recta desde el penúltimo asiento del teatro de Dioniso, cuando no haya frente a ella sino una pared de roca verá un arbus to y, bordeándolo, la entrada de la gruta. Líbrame de mis cuitas... y la voz se le escapa, porque no está acostumbrada a pensar la poesía, que le han enseñado a recitar en voz alta. Envuelta en su peplo y en la noche, bajo la pálida luz de una luna cuyo rostro no se atreve a mirar, Inmortal Afrodita... yo te imploro. Fragmentos de versos van llegando, intermitentes, a su memoria como los destellos de luna al mar, allá a sus espaldas, en el Pireo. Pero no, ella no ama la tenue luz de la Luna, la hermana de Apolo, esa diosa mojigata y cazadora, protectora de doncellas. Ella ama las sombras de la noche, cómplice, como el sueño, de la invisibilidad, y de sus secretos, y a un hombre de tez oscura venido del sur, de la isla de Creta. Ama su cuerpo fuerte e imaginarlo en hermosa lucha con el toro, saltando sobre el animal en la arena, como sobre ella en la penumbra del templo. Ama el riesgo de profanar los lugares sagrados y luego ocultar las marcas de los arañazos que las uñas y la piedra le dejan en la piel. Esperar hasta que él le haga llegar otro mensaje, con otra cita, en otro templo. Esta vez no pudo sino pensar que bromeaba cuando recibió las instrucciones para llegar al áditon del mismísimo Partenón, al que se suponían accesos secretos, túneles, pasadizos, cuentos de vieja, había pensado siempre ella, que ahora se ve a sí misma a la entrada de la gruta, detrás del arbusto. Está temblando, sabe que si vuelve la vista

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atrás estará, como la Eurídice de Orfeo, perdida. Pero al proseguir se sabe también perdida. Y tú diosa feliz, sonriendo con tu rostro inmortal me preguntabas qué me sucedía y para qué otra vez te llamo. Mira alrededor. Todavía reina la oscuridad más absoluta. Le parece sentir el ruido de unos pasos y se estremece con la habitual mezcla de exci tación y miedo que precede a cada uno de sus encuentros. Empieza a ento nar las notas de la melodía que le ha de servir de seña a su amante. Distingue ahora con claridad los pasos que se acercan, las pesadas vestiduras del ropaje del guardián, el entrechocar de las armas del hombre, al que en tantos templos y tantas veces ha desnudado, cuando parodian en sus juegos esas escenas de la épica donde el guerrero se prepara para el combate. Ya puede ver la luz del candil acordado y sentir cómo en su vientre palpita algo oscuro, secreto y prohibido, mientras susurra los últimos versos del poema de Safo, y aquello que el corazón anhela que me cumplas, cúmplemelo y tú misma sé mi aliada en la batalla. Ha pasado el tiempo. Entre las columnas del Partenón, él se ha deslizado sigiloso, como aquella noche, cuando su paso era más firme y su cabello menos cano, antes de que la más memorable de las guerras, como calificó Tucídides a la del Peloponeso, lo apartara de Atenas y de la mujer que lo esperaba en el áditon del templo. Los poetas han dicho que el tiempo es un ciclo, que volverá la dorada edad de Crono. Él volvió. Hace ya más de 30 años de eso, pero la guerra no había dejado rastro de ella. Entre las columnas inmortales del Partenón se pregunta si aquellas cosas sucedieron alguna vez. Todavía cree recordar el mecanismo que abre la puerta del áditon. Si la puerta se abriera, si al abrirse se escuchara la más dulce de las cancio nes, si unos tibios labios sorprendieran en la oscuridad los suyos... Giran los goznes de la puerta, y por toda música hay su quejido, buscan sus labios otros labios, y encuentran el mármol frío. Si tanteando en la oscuridad des cubriera el nombre que sus mismas manos grabaron sobre la piedra… Y si las letras dibujasen, no un nombre, sino las líneas del cuerpo de una mujer, preciso e idéntico, al fin, al divino cuerpo inmortal de sus recuerdos… Siglos más tarde, Salustio diría que estas cosas no ocurrieron jamás, pero son siempre.

Texto de Helena González Imagen de Trama afonA


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El ciego C

uando el ciego recuperó la vista descubrió que el color verde no siempre olía a menta que el color azul no siempre sonaba como los pájaros que el color blanco no siempre sabía a nata que el color de la carne no siempre era tan suave como la piel. Cuando el ciego recuperó la vista descubrió el placer de cerrar los ojos.

Texto de Juan Pablo Heras Imagen de Víctor de las Heras


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El ciego C

uando el ciego recuperó la vista descubrió que el color verde no siempre olía a menta que el color azul no siempre sonaba como los pájaros que el color blanco no siempre sabía a nata que el color de la carne no siempre era tan suave como la piel. Cuando el ciego recuperó la vista descubrió el placer de cerrar los ojos.

Texto de Juan Pablo Heras Imagen de Víctor de las Heras


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Miss Bobbit e despertó sobresaltada en mitad de la tarde, con la piel húmeda y las sienes palpitantes. El maldito autobús de las seis había entrado otra vez en sus sueños, después de tanto tiempo de onírica tranquilidad en la que llegaba a tocar el cielo sostenida por sus admiradores. «Yo pude ser la Monroe», le dijo al espejo del lavabo, y tras un resignado estiramiento de brazos comenzó su aseo personal. Caída ya la tarde no quedaban apenas personas en Cape Avenue, desde las siete venían siendo sustituidas, casi de una en una, por los seres de la noche: una muchacha por un gato, un cartero por un borracho, el carrito de los helados por los cubos de la basura, las flores por las navajas, la ancianita sonriente por la chatarrera contrariada. Y a las diez en punto los zapatos verdes de Miss Bobbit doblaron la esquina y se hicieron dueños de la calle, como cada noche desde hacía veinte años, con su tac-tac, tac-tac, y a veces tactac, tac-esplás, porque sin darse cuenta habían pisado un charco de agua sucia; entonces paraban y esperaban a que Miss Bobbit limpiase las gotitas negras que afeaban el charol. Con mucho cuidado de no romperse una uña abrió la pesada puerta y entró en el local de humo y luces amarillas. Las chicas no cruzan el bar si no es adecuadamente caracterizadas, para eso está la cortina roja, tras ella el largo pasillo y tras él los camerinos, la oficina, el almacén, los baúles, los decorados, el back stage. El interior clarividente, sin trampa ni cartón. Pocos minutos le bastaban a Miss Bobbit para transformarse en la bailarina cósmica. El traje plateado se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, tersa y brillante, y daba un nuevo

S

vigor a sus bien formados músculos, un vigor frío pero fuerte que le hacía saltar al escenario y pisar las tablas como lo haría una diosa que por primera vez pusiera un pie sobre la Tierra. Tras el telón y con los brazos extendidos esperó a que se encendieran las luces verdes y sonaran las primeras notas que anunciaban su número. La chirriante música del comienzo se confundía con los silbidos y aplausos del público mientras se alzaba la cortina. Los primeros acordes los acompañó, como era su costumbre, con el paso del gato. Con ello conseguía captar la atención del público, todavía algo disperso, hacía sus sinuosas piernas, que avanzaban entre destellos verdes y plateados, narcotizantes como tentáculos. Una vez en el centro saltaron las notas eléctricas y Miss Bobbit acometió su exótica danza, veloz, trepidante. Piernas y brazos alargados al límite, rizos elásticos al compás, cabriolés de noventa grados, sonoros zapateados, giros y saltos imposibles contaban la historia de un ser celeste, atrapado en lo desconocido, que

lucha por sobrevivir a la nada. Tras el último split, arrodillada, exhausta y sudorosa, la bailarina pasó sus manos por la rubia cabellera y echándola hacia atrás mostró al público un cráneo desnudo, mitad carnoso mitad metálico, lleno de accidentes geográficos. El telón cayó y los aplausos apagaron los gritos de asombro. Miss Bobbit corrió escaleras arriba, ansiosa, sin duda pensando en el ramo de flores que ya le estaría esperando en el camerino, con otra nota de agradecimiento, como cada noche. Por el pasillo tropezó aparatosamente con una de las bailarinas descocadas del descocado número siguiente. —Un hombre con traje gris está en tu camerino, guapa, para mí que es un inspector —le chilló la bailarina recomponiendo su descocada vestimenta. —¿Un…? Tonterías. Los inspectores saben que no tienen nada que hacer en esta parte de la ciudad, aquí no hibernamos. Aunque a algunas no les vendría mal… —respondió ella. —Vete a paseo, Miss Platino. Cuando llegó al camerino vio su ramo en el lugar de siempre y sonrió satisfecha. De pronto cayó en la cuenta de que por fin alguien había visto al depositario del misterio: la odiosa bailarina. Por un momento olvidó su rencor y salió corriendo tras ella para sonsacarle todos los detalles sobre el hombre que dejó las flores. Pero no llegó a la escalera, ni al pasillo, ni si quiera a la puerta de su camerino. Cuando giró sobre sí misma para iniciar la persecución topó de bruces con un cuello encorbatado. Le dio tiempo a ver los pliegues que el almidón producía en la piel blanda de ese cuello, a absorber profundamente el perfume que emanaba de ese cuello, antes de saltar hacia atrás y echarse las manos al pecho aparentando afectación. Tenía ante sí a un caballe-

ro de mediana estatura, vestido elegantemente con traje y con sombrero a la manera antigua y cuya sonrisa, que asomaba tímida en su rostro apagado, reconoció al instante. —El alien jazz está pegando fuerte — dijo aquel hombre a modo de saludo, y su voz sonó cariñosa y familiar. —Eres tú… —acertó a decir Miss Bobbit tras una pausa. —Sí querida, soy Truman. —… el autor de mis desdichas —prosiguió ella. —El autor de tus días —se apresuró a contestar. Y sin darle tiempo a nada más la rodeó con sus brazos en un tierno abrazo. Miss Bobbit no se resistió, en aquel momento estaba comprendiéndolo todo, la certeza de esa frase estaba en aquel abrazo. Secando sus lágrimas en la solapa de Truman musitó: —Pensaba que podría odiarte toda la vida, después de lo que me hiciste. Pero no puedo. —Yo siempre supe que no sucumbirías bajo el autobús de las seis. —Mira lo que obtuve a cambio de la muerte —susurró Miss Bobbit mirándolo a los ojos, y seguidamente inclinó la cabeza para mostrarle el espanto. Truman acarició el cráneo macabro. —Es muy bonito, nena. Sin esto, el alien jazz no sería lo que es. La noche tocaba a su fin. El olor del amanecer espantaba a los seres nocturnos y las melodías silbadas de los barrenderos mojaban las calles. En algún lugar algún autor meditaba en la necesidad de reconciliarse con sus criaturas.

Texto de Isabel García Viejo Imagen de Kaprika


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Miss Bobbit e despertó sobresaltada en mitad de la tarde, con la piel húmeda y las sienes palpitantes. El maldito autobús de las seis había entrado otra vez en sus sueños, después de tanto tiempo de onírica tranquilidad en la que llegaba a tocar el cielo sostenida por sus admiradores. «Yo pude ser la Monroe», le dijo al espejo del lavabo, y tras un resignado estiramiento de brazos comenzó su aseo personal. Caída ya la tarde no quedaban apenas personas en Cape Avenue, desde las siete venían siendo sustituidas, casi de una en una, por los seres de la noche: una muchacha por un gato, un cartero por un borracho, el carrito de los helados por los cubos de la basura, las flores por las navajas, la ancianita sonriente por la chatarrera contrariada. Y a las diez en punto los zapatos verdes de Miss Bobbit doblaron la esquina y se hicieron dueños de la calle, como cada noche desde hacía veinte años, con su tac-tac, tac-tac, y a veces tactac, tac-esplás, porque sin darse cuenta habían pisado un charco de agua sucia; entonces paraban y esperaban a que Miss Bobbit limpiase las gotitas negras que afeaban el charol. Con mucho cuidado de no romperse una uña abrió la pesada puerta y entró en el local de humo y luces amarillas. Las chicas no cruzan el bar si no es adecuadamente caracterizadas, para eso está la cortina roja, tras ella el largo pasillo y tras él los camerinos, la oficina, el almacén, los baúles, los decorados, el back stage. El interior clarividente, sin trampa ni cartón. Pocos minutos le bastaban a Miss Bobbit para transformarse en la bailarina cósmica. El traje plateado se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, tersa y brillante, y daba un nuevo

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vigor a sus bien formados músculos, un vigor frío pero fuerte que le hacía saltar al escenario y pisar las tablas como lo haría una diosa que por primera vez pusiera un pie sobre la Tierra. Tras el telón y con los brazos extendidos esperó a que se encendieran las luces verdes y sonaran las primeras notas que anunciaban su número. La chirriante música del comienzo se confundía con los silbidos y aplausos del público mientras se alzaba la cortina. Los primeros acordes los acompañó, como era su costumbre, con el paso del gato. Con ello conseguía captar la atención del público, todavía algo disperso, hacía sus sinuosas piernas, que avanzaban entre destellos verdes y plateados, narcotizantes como tentáculos. Una vez en el centro saltaron las notas eléctricas y Miss Bobbit acometió su exótica danza, veloz, trepidante. Piernas y brazos alargados al límite, rizos elásticos al compás, cabriolés de noventa grados, sonoros zapateados, giros y saltos imposibles contaban la historia de un ser celeste, atrapado en lo desconocido, que

lucha por sobrevivir a la nada. Tras el último split, arrodillada, exhausta y sudorosa, la bailarina pasó sus manos por la rubia cabellera y echándola hacia atrás mostró al público un cráneo desnudo, mitad carnoso mitad metálico, lleno de accidentes geográficos. El telón cayó y los aplausos apagaron los gritos de asombro. Miss Bobbit corrió escaleras arriba, ansiosa, sin duda pensando en el ramo de flores que ya le estaría esperando en el camerino, con otra nota de agradecimiento, como cada noche. Por el pasillo tropezó aparatosamente con una de las bailarinas descocadas del descocado número siguiente. —Un hombre con traje gris está en tu camerino, guapa, para mí que es un inspector —le chilló la bailarina recomponiendo su descocada vestimenta. —¿Un…? Tonterías. Los inspectores saben que no tienen nada que hacer en esta parte de la ciudad, aquí no hibernamos. Aunque a algunas no les vendría mal… —respondió ella. —Vete a paseo, Miss Platino. Cuando llegó al camerino vio su ramo en el lugar de siempre y sonrió satisfecha. De pronto cayó en la cuenta de que por fin alguien había visto al depositario del misterio: la odiosa bailarina. Por un momento olvidó su rencor y salió corriendo tras ella para sonsacarle todos los detalles sobre el hombre que dejó las flores. Pero no llegó a la escalera, ni al pasillo, ni si quiera a la puerta de su camerino. Cuando giró sobre sí misma para iniciar la persecución topó de bruces con un cuello encorbatado. Le dio tiempo a ver los pliegues que el almidón producía en la piel blanda de ese cuello, a absorber profundamente el perfume que emanaba de ese cuello, antes de saltar hacia atrás y echarse las manos al pecho aparentando afectación. Tenía ante sí a un caballe-

ro de mediana estatura, vestido elegantemente con traje y con sombrero a la manera antigua y cuya sonrisa, que asomaba tímida en su rostro apagado, reconoció al instante. —El alien jazz está pegando fuerte — dijo aquel hombre a modo de saludo, y su voz sonó cariñosa y familiar. —Eres tú… —acertó a decir Miss Bobbit tras una pausa. —Sí querida, soy Truman. —… el autor de mis desdichas —prosiguió ella. —El autor de tus días —se apresuró a contestar. Y sin darle tiempo a nada más la rodeó con sus brazos en un tierno abrazo. Miss Bobbit no se resistió, en aquel momento estaba comprendiéndolo todo, la certeza de esa frase estaba en aquel abrazo. Secando sus lágrimas en la solapa de Truman musitó: —Pensaba que podría odiarte toda la vida, después de lo que me hiciste. Pero no puedo. —Yo siempre supe que no sucumbirías bajo el autobús de las seis. —Mira lo que obtuve a cambio de la muerte —susurró Miss Bobbit mirándolo a los ojos, y seguidamente inclinó la cabeza para mostrarle el espanto. Truman acarició el cráneo macabro. —Es muy bonito, nena. Sin esto, el alien jazz no sería lo que es. La noche tocaba a su fin. El olor del amanecer espantaba a los seres nocturnos y las melodías silbadas de los barrenderos mojaban las calles. En algún lugar algún autor meditaba en la necesidad de reconciliarse con sus criaturas.

Texto de Isabel García Viejo Imagen de Kaprika


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Sombras No te impacientes, cadáver sobre baldosas, déjate morir sobre el suelo por donde pasean sus urgencias y sus silencios miles de sombras alargadas que se visten de distancia cuando una mano se extiende pidiendo pan, amor o auxilio.

Texto de Antonio Roura Imagen de Ian Yunovski


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Sombras No te impacientes, cadáver sobre baldosas, déjate morir sobre el suelo por donde pasean sus urgencias y sus silencios miles de sombras alargadas que se visten de distancia cuando una mano se extiende pidiendo pan, amor o auxilio.

Texto de Antonio Roura Imagen de Ian Yunovski


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A pesar de todo parece ayer...

A pesar de todo parece ayer... y parece que el futuro no exista más, y parece que nuestra historia sea fruto de una mente infantil, tanta es la inocencia... y que cien de mis manos no bastarán nunca para acariciar todos tus rostros y que cada una de mis sonrisas reserve para ti sólo besos moribundos O bien... es como si entre tus brazos hubiese ya consumado todo mi futuro.

Texto de Laura Moro Imagen de Víctor de las Heras


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A pesar de todo parece ayer...

A pesar de todo parece ayer... y parece que el futuro no exista más, y parece que nuestra historia sea fruto de una mente infantil, tanta es la inocencia... y que cien de mis manos no bastarán nunca para acariciar todos tus rostros y que cada una de mis sonrisas reserve para ti sólo besos moribundos O bien... es como si entre tus brazos hubiese ya consumado todo mi futuro.

Texto de Laura Moro Imagen de Víctor de las Heras


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Levántate y anda

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Dicen que hay quien llega a la vida con un sino. Si éste es el caso de Lázaro, el suyo es el andar sin descanso. Cuando Jesucristo obró su reanimación, Lázaro abrió los ojos en medio del asombro circundante y se repuso y se levantó como le dictaba la voz imperativa y comenzó a andar mientras escuchaba las aclamaciones todas para el Mesías. Anduvo Lázaro, anduvo hasta que dejó de serle audible la celebración del milagro; anduvo y anduvo tanto que se salió del plano secuencia de La Biblia, de la narración sagrada de los hombres, de su propio mito. Cruzó Lázaro aquella frontera de sí mismo, reanudó la intemperie de pasos discretos y se alejó por otras orografías, ajeno a la era recién nacida. Anduvo Lázaro hacia Oriente sin descanso, día y noche, hasta que cayó de nuevo muerto en un barranco del Himalaya, roto como una cabra despeñada, desprendido del lugar más alto del mundo hasta el más profundo. Buen castañazo sufrió el pobre Lázaro. Allí lo encontró un profeta, quien para sus acólitos y a modo de demostración rutinaria dijo: «Lázaro, levántate y anda». Y Lázaro, que tenía un sino, se levantó y comenzó a andar entre ovaciones. Anduvo y anduvo, y sus pies horadaron las aristas del mundo, y anduvo sin descanso y murió de nuevo, y de nuevo fue despertado por un profeta, y de nuevo anduvo, y anduvo el imperio de los persas y el de los romanos y el de los cristianos —él mismo había conocido a su inspirador—, y anduvo el Renacimiento y la Ilustración y el Romanticismo, y anduvo el Kremlin y el Vietnam y el Capitolio, y anduvo las galerías preciados y los almacenes arias y la panamericana. Y por fin, como quien no quiere la cosa, desfalleció sobre una acera cheli, a poca distancia de una alcantarilla de nombre Isabel II cuya voz le susurraba el gorgojeo inconsciente de la ciudad de Madrid. En esto le dio por morir, y de allí lo facturaron al Tanatorio Sur, de cuyas terminales despegan las aerolíneas del más allá. Pero quiso el eterno retorno que por allí pasara de nuevo un reanimador, en esta ocasión un facultativo del samur provisto de desfibrilador quien, tras dejar dni y datos personales en recepción, accedió al velatorio de Lázaro y con voz profunda y eterna repitió: «Lázaro, levántate y anda». A lo que éste, un poco molesto, se recompuso y dijo: «No, mira tronco, me van a dejar ya en paz. Esta vez el menda no». Texto de Iñaki de las Heras Imagen de Mies Vrocni

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Levántate y anda

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Dicen que hay quien llega a la vida con un sino. Si éste es el caso de Lázaro, el suyo es el andar sin descanso. Cuando Jesucristo obró su reanimación, Lázaro abrió los ojos en medio del asombro circundante y se repuso y se levantó como le dictaba la voz imperativa y comenzó a andar mientras escuchaba las aclamaciones todas para el Mesías. Anduvo Lázaro, anduvo hasta que dejó de serle audible la celebración del milagro; anduvo y anduvo tanto que se salió del plano secuencia de La Biblia, de la narración sagrada de los hombres, de su propio mito. Cruzó Lázaro aquella frontera de sí mismo, reanudó la intemperie de pasos discretos y se alejó por otras orografías, ajeno a la era recién nacida. Anduvo Lázaro hacia Oriente sin descanso, día y noche, hasta que cayó de nuevo muerto en un barranco del Himalaya, roto como una cabra despeñada, desprendido del lugar más alto del mundo hasta el más profundo. Buen castañazo sufrió el pobre Lázaro. Allí lo encontró un profeta, quien para sus acólitos y a modo de demostración rutinaria dijo: «Lázaro, levántate y anda». Y Lázaro, que tenía un sino, se levantó y comenzó a andar entre ovaciones. Anduvo y anduvo, y sus pies horadaron las aristas del mundo, y anduvo sin descanso y murió de nuevo, y de nuevo fue despertado por un profeta, y de nuevo anduvo, y anduvo el imperio de los persas y el de los romanos y el de los cristianos —él mismo había conocido a su inspirador—, y anduvo el Renacimiento y la Ilustración y el Romanticismo, y anduvo el Kremlin y el Vietnam y el Capitolio, y anduvo las galerías preciados y los almacenes arias y la panamericana. Y por fin, como quien no quiere la cosa, desfalleció sobre una acera cheli, a poca distancia de una alcantarilla de nombre Isabel II cuya voz le susurraba el gorgojeo inconsciente de la ciudad de Madrid. En esto le dio por morir, y de allí lo facturaron al Tanatorio Sur, de cuyas terminales despegan las aerolíneas del más allá. Pero quiso el eterno retorno que por allí pasara de nuevo un reanimador, en esta ocasión un facultativo del samur provisto de desfibrilador quien, tras dejar dni y datos personales en recepción, accedió al velatorio de Lázaro y con voz profunda y eterna repitió: «Lázaro, levántate y anda». A lo que éste, un poco molesto, se recompuso y dijo: «No, mira tronco, me van a dejar ya en paz. Esta vez el menda no». Texto de Iñaki de las Heras Imagen de Mies Vrocni

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Una farola que genera sombra alargada de farola. Una cúpula que genera también su propia sombra redondeada. Las dos, juntas, en la misma imagen. Aquí, por una vez, no buscamos la monumentalidad ni la escena pintoresca, el tipismo social recreado por personas y elementos urbanos que hacen las veces de figurantes y atrezzo. Aquí estamos buscando la ciudadabstracta: de repente somos también nosotros, artistas, esta vez de cámara digital. Hacemos fotos enmarcables, pero no aptas para mostrar a los cuñados,

Sampietrini Texto de Mercedes Cebrián Imagen de Víctor de las Heras

Generación Espontánea

a quienes dejan fríos nuestro interés repentino por los sampietrini, el adoquinado romano desigual que lleva aparejado un permanente temor al resbalón. No son bien recibidas nuestras imágenes de unos sampietrini uniformemente negros con un toque rojo: el de un zapato de mujer abandonado que nos hace pensar en annas magnanis ojerosas y maltratadas por la vida. Nos hemos convertido en pseudoartistas plásticos de una Roma a la que no parece caberle ni una fotrografía más que incluya cualquier asomo de historia humana dentro. Colores, formas y texturas son manerasde acallar tanta narrativa contenida en imágenes.

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Una farola que genera sombra alargada de farola. Una cúpula que genera también su propia sombra redondeada. Las dos, juntas, en la misma imagen. Aquí, por una vez, no buscamos la monumentalidad ni la escena pintoresca, el tipismo social recreado por personas y elementos urbanos que hacen las veces de figurantes y atrezzo. Aquí estamos buscando la ciudadabstracta: de repente somos también nosotros, artistas, esta vez de cámara digital. Hacemos fotos enmarcables, pero no aptas para mostrar a los cuñados,

Sampietrini Texto de Mercedes Cebrián Imagen de Víctor de las Heras

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a quienes dejan fríos nuestro interés repentino por los sampietrini, el adoquinado romano desigual que lleva aparejado un permanente temor al resbalón. No son bien recibidas nuestras imágenes de unos sampietrini uniformemente negros con un toque rojo: el de un zapato de mujer abandonado que nos hace pensar en annas magnanis ojerosas y maltratadas por la vida. Nos hemos convertido en pseudoartistas plásticos de una Roma a la que no parece caberle ni una fotrografía más que incluya cualquier asomo de historia humana dentro. Colores, formas y texturas son manerasde acallar tanta narrativa contenida en imágenes.

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Yuyu se yergue alza la vista intrigao sobre el tendío expectante p’a ver con ojos de bestia al maestro de la tarde.

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Yuyu me da: viene el malo momento sobre una escalera de luz cociendo su espuma de mar tramando un entierro andalú.

Generación Espontánea

Yuyu empieza a descendé a bajar los peldaños del ruedo ataúd a aguar la fiesta a deshilar bordados no mires, no mires tú.

23

Hay un trágico yuyu, pezuña, asta, enfermería fatigoso barullo de tierra desplome final de los días fin de un viaje premonición, estupor y una sábana de mar extendiendo suavemente una blanca tela de ozú qué doló sobr’un cadáver de arena.

HAY YUYU Texto de El Tirillas del Albaicín Imagen de Nauta 1967


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Yuyu se yergue alza la vista intrigao sobre el tendío expectante p’a ver con ojos de bestia al maestro de la tarde.

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Yuyu me da: viene el malo momento sobre una escalera de luz cociendo su espuma de mar tramando un entierro andalú.

Generación Espontánea

Yuyu empieza a descendé a bajar los peldaños del ruedo ataúd a aguar la fiesta a deshilar bordados no mires, no mires tú.

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Hay un trágico yuyu, pezuña, asta, enfermería fatigoso barullo de tierra desplome final de los días fin de un viaje premonición, estupor y una sábana de mar extendiendo suavemente una blanca tela de ozú qué doló sobr’un cadáver de arena.

HAY YUYU Texto de El Tirillas del Albaicín Imagen de Nauta 1967


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M

atías era un fogoso defensor del correcto uso ortográfico.

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25

MATÍAS. Se veía venir

Su razón para vivir: proteger al lenguaje del intrusismo, la ignorancia y la vaguedad. Dicha labor abarcaba desde la increpación formal al honorable catedrático a la extirpación de la lacra de los mensajes telefónicos. Matías murió escribiendo su último compendio ortográfico sobre el uso de la tilde. El grabador de su lápida era un apátrida libanés. “Mathias, tu exposa e ijos te recórdan”, reza su epitafio. Hoy Matías se revuelve en su tumba. Texto de Garrio Imagen de Marcos de las Heras


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atías era un fogoso defensor del correcto uso ortográfico.

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MATÍAS. Se veía venir

Su razón para vivir: proteger al lenguaje del intrusismo, la ignorancia y la vaguedad. Dicha labor abarcaba desde la increpación formal al honorable catedrático a la extirpación de la lacra de los mensajes telefónicos. Matías murió escribiendo su último compendio ortográfico sobre el uso de la tilde. El grabador de su lápida era un apátrida libanés. “Mathias, tu exposa e ijos te recórdan”, reza su epitafio. Hoy Matías se revuelve en su tumba. Texto de Garrio Imagen de Marcos de las Heras


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Generación Espontánea

27

am

igo

Generación Espontánea

des con

fío

Amigo, sólo desconfío de la prisión del día, de esas auroras abisales que ni siquiera estallan, que pacen en la ventana y nos empujan al trabajo, desconfío de esas horas últimas llenas de oquedad

mu

ere

n

y de los dioses que las habitan, de cuando llegas a casa con alivio y ya ha atardecido hace un rato, de esos seres que mueren después del frío,

fan

tas

ma s

y del hambre, como de nuestros fantasmas que son niños empujando una rueda hacia el verano y que ahora tienen escarcha en el cabello,

esc arc

ha

y sobre todo, de todos estos momentos malignos que atraviesan los párpados de mi persiana.

Texto de Fran Urbano Imagen de José Miguel García Viejo


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Amigo, sólo desconfío de la prisión del día, de esas auroras abisales que ni siquiera estallan, que pacen en la ventana y nos empujan al trabajo, desconfío de esas horas últimas llenas de oquedad

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y de los dioses que las habitan, de cuando llegas a casa con alivio y ya ha atardecido hace un rato, de esos seres que mueren después del frío,

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y del hambre, como de nuestros fantasmas que son niños empujando una rueda hacia el verano y que ahora tienen escarcha en el cabello,

esc arc

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y sobre todo, de todos estos momentos malignos que atraviesan los párpados de mi persiana.

Texto de Fran Urbano Imagen de José Miguel García Viejo


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Mu dar de sí

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29

Es la piel la que muda y la que enfrenta frontera de ti áspero portal del miedo asumiendo distancias y torpezas acariciar un viejo sueño es una buena manera de cicatrizar la señal eres tú la parte que te toca la piel enmudece entonces y la oscuridad es nuestra aliada transpirar un nuevo yo es el ejercicio brutal al que someterse al fin y al cabo piel con piel cuerpo a cuerpo

Texto de Ángel Castaño Imagen de Francesca Cerri


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Mu dar de sí

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Es la piel la que muda y la que enfrenta frontera de ti áspero portal del miedo asumiendo distancias y torpezas acariciar un viejo sueño es una buena manera de cicatrizar la señal eres tú la parte que te toca la piel enmudece entonces y la oscuridad es nuestra aliada transpirar un nuevo yo es el ejercicio brutal al que someterse al fin y al cabo piel con piel cuerpo a cuerpo

Texto de Ángel Castaño Imagen de Francesca Cerri


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30 Generación Espontánea Comité editorial Chiara Cerri Isabel García Viejo Iñaki de las Heras Marcos de las Heras Rocío Ortego Delgado Víctor de las Heras

Se enamora 3,141592654 pero es un cuadrado. Todas las mañanas realiza una operación sencilla y se deja sumar entre tantas huellas. No hay nada que decir, solo desnudo. Las coincidencias en los medios de transporte son indirectamente proporcionales al sentido de las causas. De sus ojos parten todas las orillas. Un segundo podría convertirse en una amenaza entre sus manos. Si corre se hunden todas las carreras y un paso de cometas se abre en el puente de Brooklyn. Sabes que morirás con ella un viernes.

Colaboraciones Alfonso López Ángel Castaño Antonio Roura El tirillas del Albaicín Fran Urbano Francesca Cerri Francisco Giménez Garrio Helena González Ian Yunovski José Miguel García Viejo Juan Pablo Heras Kaprika Laura Moro Mercedes Cebrián Coello Mies Vrocni Trama afonA

H. 7:27 T 24 C PRÓXIMA PARADA: C. V.

Agradecimientos A todos los que leyeron los números anteriores

Distribuidores Bar Malatesta [c / Olmo, 3 (Madrid)] Bar El indio Mocaqua [avda / de Madrid, 13 (Alcobendas)] Librería Arrebato [c / San Andrés, 12 (Madrid)]

Texto de Alfonso López Imagen de Garrio

Registro de la Propiedad Intelectual nº. M-003515/2007 Impreso en Mic Print xxxxxxx En noviembre de 2007


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30 Generación Espontánea Comité editorial Chiara Cerri Isabel García Viejo Iñaki de las Heras Marcos de las Heras Rocío Ortego Delgado Víctor de las Heras

Se enamora 3,141592654 pero es un cuadrado. Todas las mañanas realiza una operación sencilla y se deja sumar entre tantas huellas. No hay nada que decir, solo desnudo. Las coincidencias en los medios de transporte son indirectamente proporcionales al sentido de las causas. De sus ojos parten todas las orillas. Un segundo podría convertirse en una amenaza entre sus manos. Si corre se hunden todas las carreras y un paso de cometas se abre en el puente de Brooklyn. Sabes que morirás con ella un viernes.

Colaboraciones Alfonso López Ángel Castaño Antonio Roura El tirillas del Albaicín Fran Urbano Francesca Cerri Francisco Giménez Garrio Helena González Ian Yunovski José Miguel García Viejo Juan Pablo Heras Kaprika Laura Moro Mercedes Cebrián Coello Mies Vrocni Trama afonA

H. 7:27 T 24 C PRÓXIMA PARADA: C. V.

Agradecimientos A todos los que leyeron los números anteriores

Distribuidores Bar Malatesta [c / Olmo, 3 (Madrid)] Bar El indio Mocaqua [avda / de Madrid, 13 (Alcobendas)] Librería Arrebato [c / San Andrés, 12 (Madrid)]

Texto de Alfonso López Imagen de Garrio

Registro de la Propiedad Intelectual nº. M-003515/2007 Impreso en Mic Print En noviembre de 2007


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