Cráneo de Vaca

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Isla de los Robles

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Capítulo I

Emilia Ella se acercó sin prisa hasta el lugar desde el que había surgido mi voz y luego de tocar pausadamente lo que fuese que veía a mi alrededor dijo que sentía deseos de estar sola. Durante esos pocos segundos fui, con placer, apenas una temperatura humedecida por el rocío. - “Los hombres tienen mala memoria”, me pareció que murmuró, cuando me dio la espalda. En primavera la bahía de las Tres Marías se llena de ballenas. Desde los voluminosos peñascos rocosos que sobresalen frente a la costa retumba el sonido de sus cantos extraños. En invierno en cambio, es un lugar que anda todo el día como enojado, y los sonidos son otros y suben y se van. Ella terminó de irse sin prisa, sinuosa y frágil como músculos de una bailarina en la sala de masajes. Sin prisa y no es imposible que gruñendo. Yo había llegado a la Isla de los Robles la noche anterior. Encendí el fuego. Fumé. Observé a mis brazos armar la carpa. Volví a fumar. Afiné la guitarra. Ella se había acercado descuidadamente hasta el esqueleto derrumbado de la Isla de los Robles –el rancho que miraba al mar, no el balneario que algunos vecinos desearon llevara ese nombre- se había acercado como quien pasa por ahí, silbando. Silbando propiamente, como un antiguo pastor o un caminante nocturno en un barrio arrabalero de cualquier ciudad con alma. Y así como se había acercado, del mismo modo despreocupado y un poco altanero con el que me había observado, así como se había escapadazo volvió, ataviada con un largo vestido de gasa blanco y acompañada por un violín y un perro. Y otra vez silbando. “La angustia es el único estado de animo que no es bueno para construir venganzas”, me explicó una vez una feroz tía mía. Estuve esperando el milagro de su reaparición durante un día con su larga noche, así que decidí ignorarla. Ella se sentó sirena sobre una piedra y empezó a tocar una muy reconocible música gitana. En un momento, ante un giro leve de la nuca su perfil quedó recortado adentro de la luna y el brazo del violín metido en la noche. Y colgada sobre el vestido blanco su rojiza cabellera gitana. ¡De padre y madre gitanos! Y eso lo explicaba todo. Había decidido tomarme prestado alguna vez, desde que en una noche de farra alocada en Budapest, ella, de largas trenzas y varios años menor, nos hizo campana a su hermana y a mí, que nos abrazábamos y mordíamos casi como animales, a modo de despedida, y sólo unos días después de que su padre y un tío amenazaran con matarme si en lugar de quedarme con ellos me la llevaba. En su falda, luego, yo deposité mi cabeza llena de polvo mientras juntos veíamos correr a Loren. Con la trenza me limpió la cara y con un canto como venido de otro mundo me adormeció, protegiéndome del mareo y el miedo.

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Capítulo 2

La Isla de los Robles Cuando yo era pequeño mi padre me había traído a este lugar entonces casi desértico. Pura piedra cayendo al mar. Y quedándose ahí. Fabricábamos naves de papel a las que poblábamos con luciérnagas. Cuando lográbamos que la contracorriente arrastrara los barcos unas cuantas decenas de metros mar adentro, el espectáculo de las lucecitas de pronto escapando del naufragio nos ponía a bailar, él más niño que yo, y el aire se llenaba de risas y de luminosidades sueltas. A pesar de mi insistencia nunca construyó los barcos si el mar no se presentaba lo suficientemente tranquilo como para asegurar el éxito de la operación. “No es la persistencia de la lluvia la que dibuja el arco iris”, me dijo un día de mar agitado, mientras abría la caja de zapatos para dejar volar a las luciérnagas que con fingida paciencia yo había recogido durante horas. Mediante qué extrañas adivinaciones llegó Emilia hasta la Isla de los Robles, un día antes que yo según supe luego, no tiene importancia ya saberlo, pero llegó sola y evadió con monosílabos mis preguntas sobre Szeged, el pueblo a orillas del Tisza en el que su comunidad habitaba. Casi no habló de Loren, ni de su familia –como si le doliera- y yo tuve la sensación de que habían muerto, quizá asesinados. “Ustedes los occidentales creen que la ley de gravedad fue inventada por Dios para que los hombres puedan defecar placenteramente”, me dijo con los ojos de otra persona cuando yo, quizá frívolamente, y deseándola en el fondo más que a sus palabras, trataba de convencerla de que “el peor de los pasados puede convertirse en olvido”. Y ella que no seas estúpido, que si la imaginaba sin su violín o sin su cara. - Definir tempranamente la mejor forma de morir, quizá así pueda enmendarse al pasado. Dije sabiendo que el asunto era un poco más complejo. - ¿No te paree soberbio pretender no dejar el desenlace en manos de Dios? ¿Dudas de Dios? Inquirió. - Ya le otorgamos el don de decidir sobre nuestras vidas… - La mejor forma de morir no ha sido creada. Hablo de definir el sentido de la vida, la voluntad de asumir riesgos. - ¿Si? Dijo, y entretuvo la boca con una ramita entre los dientes y se sacó la pañoleta que llevaba alrededor del cuello. Y como luego permaneció callada y sentada sobre el pasto, y como una luz que no sé de dónde venía dejaba ver sus senos entre escondidos detrás de los bucles dorados yo decidí asegurar el silencio besándola. Besándola un poco salvajemente, para que olvidara las palabras. Y ella me retiró sin tocarme. Y luego tomó mi cabeza con sus manos largas y con sus rodillas me empujó haciéndome caer de espalda y cubrió con su cabello mi cara. Y me miró como me había mirado años atrás. Y yo la dejé hacer, pero esta vez mirándola. Y a mi boca vinieron a caer ahora sus lágrimas. “No es cierto que resulte posible ahuyentar tempranamente a la muerte meramente abrazando un sentido, pero difícilmente exista forma mejor de buscar la felicidad para quienes somos hijos de asesinados”, alcancé a decir, o creí decir, mientras Emilia, con una lentitud llena de vida, se secaba las lágrimas y empezaba a desnudarme.

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Capítulo III

Budapest Los gitanos escriben con música, preservan su historia en música. Fueron elegidos por Dios para templar el espíritu de los hombres con su música. El violín tocaba a Emilia desde los cuatro años. Loren en cambio prefería bailar. Aunque en realidad no bailaba. Hacía música con el cuerpo. Combatía. Las conocí una noche en una taberna del centro de Budapest en la que yo solía emborracharme mientras trataba de aprehender a mi padre, la razón profunda de su violenta ternura. Pero ese día el viaje no parecía posible. Yo estaba por irme a buscar aire al Danubio cuando vi acercarse a Loren con Emilia tomada de la falda. Depositó un pequeño vaso de vidrio con pálincka un aguardiente húngaro al que no es recomendable mezclar con vodka, que es lo que venía de tomar- silbó a los dos violinistas que en el fondo tocaban – y que después supe era su padre y su tío- y mientras se acercaban comenzó a bailar. Yo me mandé cinematográficamente la pálincka de un trago y me paré a aplaudir. Pero no llegaron mis palmas a juntar sus diferentes sudores, el del miedo en la una, el de la vergüenza en la otra – la taberna estaba repleta de gente- cuando con un manotazo ya me había hecho caer en la silla. Sentó a Emilia sobre una mesa, puso una risa inmensa en la comisura de sus labios y volvió a ponerse a bailar, todo sin dejar de mirarme. En muy buen español, un poco tímida, un tantito altiva, Emilia me dijo entonces: - “Sólo quédese quieto”. Las piernas de Loren hacían temblar el piso de madera y su cuerpo formaba figuras caprichosas en el humo, y yo quieto y lejos. Doña Ana tomó mi mano y mirando la sala vacía del sanatorio donde convalecía – afuera a unos metros la familia intercambiaba las noticias del día- ordenó con un susurro: - “Trae aquí tu oído”. “Ser judío es un destino, hijo…leí anoche, sabes. Nos han perseguido, sabes, nos han perseguido. Ya sabrás”, murmuró. “Y cuando sepas no olvides”, agregó en húngaro y en un tono más alto. Y otra vez en español: “un día, en Auschwitz – Birkenau, mi hermana y una gitana gracias a la cual supe cómo Marika murió recibieron jabón de manos de los carceleros. Jabón. Jabón, Dios mío. Hacía meses que no se lavaban más que con agua…sabes, agua fría. Así que disfrutaron ese jabón como si fuese pan. Pan recién salido del horno… (El ahogo que le produjo esa frase no podré dejar de sufrirlo nunca). De noche, otras detenidas les hicieron saber que el jabón había sido hecho con la grasa de decenas de niños judíos y gitanos asesinados. Experimentos. Jabón. ¿Entiendes? (Respiro todo lo hondo que podía) Marika. Entonces. Entonces Marika cayó al suelo y sin llorar…me cuentan que sin llorar…tomó el resto de jabón de la caja de zapatos en la que lo habían guardado y lo besó, y lo besó, y lo masticó, pequeños trozos, lo masticó… (Me tomó el pelo. Entreveró sus dedos con mis rulos, miró hacía la puerta, tragó aire). – “Entre mayo y julio de 1944, 437.402 judíos húngaros fueron deportados hacia Auswitz en 48 trenes, sabes. Tu padre me aseguró que fueron 437.402… Hay tiempos en los que Dios oculta su rostro divino…sabes… Indígnate con Dios cuando eso suceda, pero respeta su ley. Y cuando te digan que no eres judío tu diles que quizá no, pero que respetas su ley…” ¿Entiendes? Me preguntó mientras ponía en mi mano el libro que conmigo llevaba esa noche en Budapest y que cuidadosamente guardé antes de que el alcohol y la danza de Loren terminasen con lo que de conciencia de sí todavía tenía mi cuerpo estremecido. 6


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Capítulo IV

Szeged Dice Emilia que era sábado en la taberna cuando Loren me vio y ella luego. Y que caí como muerto cuando recién había comenzado el domingo. Y ya era lunes cuando la camioneta en la que me habían cobijado empezó su viaje hacia Szeged, un pueblo húngaro cercano a la frontera con Rumania y Yugoslavia donde el tiempo transcurre sin hacerse notar. Cuenta que para cubrirse, Loren dijo que me dejaran en un Hospital, pero que cuando lo dijo contaba con que su padre y su tío estaban demasiado apurados por llegar y no tenían ninguna gana de vérselas con autoridad alguna. Cuando desperté se oía, oí, un rumor de voces riendo alrededor del fuego. Y cerca de mí, detrás, arriba, una otra risa leve, como las que se liberan sin mover los labios. -“¿Loren, revivió ese judío?” Preguntó portentosamente desde el fogón una voz gangosa de timbre quizá femenino. Y luego un alud de carcajadas y un paréntesis en el que Loren respondió desde mi cabeza: - El gaje sigue más muerto que vivo y no es judío!!! “Es judío y no será gitano”, respondió la anciana entrando jovialmente a la tienda y tendiéndose a mi lado. Afuera alguien empezó a contar – a propósito de judíos, dijo, un relato sobre por qué los judíos y los gitanos son enemigos. - ¿Por qué dices que no es judío? Preguntó a Loren la anciana cuyas arrugas sonreían misteriosamente. - Porque leí sus manos. - Y desde cuándo lees tú las manos, mojigata que ya ni trenzas usas y andas mostrando las piernas sin pelos por ahí. - No empieces abuela y ve a decirle al tío que termine con sus cuentos contra otros. La anciana tomó a Loren de la blusa, la atrajo bruscamente hacia su regazo y puso mi mano a un lado. - “Tú vete”, le dijo a Emilia que detrás de un sofá desvencijado espiaba. Loren no se movió. Emilia tampoco. La anciana escudriñaba mi mano derecha. “Fue en tiempos del rey gitano Faraón”, relataba la voz de afuera. “El jefe judío Moisés sugirió a Faraón que él y su pueblo rindieran culto al Dios de los judíos. Faraón le contesta que antes de decidir su conversión, Moisés debía demostrarle mediante un milagro que su religión era la verdadera y organizaron una reunión para el día siguiente”. - Nadie va a aceptar a este muchacho Loren. Deja ya de soñar con lo que no te pertenece. - ¿Qué dice su mano abuela? - Que vive un muerto, acaso su padre…pero deja ya de escapar hija… Afuera la voz seguía: “Los ingenieros del Faraón estaban trabajando en la construcción de unas instalaciones en el Nilo. Cuando Moisés se presentó al día siguiente Faraón le preguntó si era capaz de hacer que las aguas del Nilo corrieran en dirección contraria. Moisés no pudo conseguirlo. Sin embargo, los ingenieros del Faraón sí lo lograron, y el rey dijo: ¿ves? Nuestros cerebros pueden más que tu Dios. Moisés se enfadó y pidió a Dios que castigara a Faraón y a su pueblo. Entonces Dios condenó a los gitanos a vagar el resto de sus días sobre la faz de la tierra 7


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y por eso, desde aquella época, los gitanos y los judíos han sido enemigos”. - “¡No había gitanos en Egipto dice el judío! Gritó Emilia ahora parada en el sofá. Y Loren se despegó de la anciana y me tapó la boca. Y la anciana soltó mi mano y se acomodó a la cabeza el pañuelo rojo. Y Emilia salió a sumar su risa nerviosa a las carcajadas de los gitanos que estaban alrededor del fogón. - Traigan acá al judío!!! Gritó la voz del que había contado.

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Capítulo V

La Carreta Loren desplegó una enorme manta sobre las hojas húmedas y me indicó que me acostara. - “Acá duerme usted”, dijo. Y se fue. Se oía todavía el chisporrotear del fuego, y un poco más débilmente la danza de voces con las cuales hombres dejan hacer al destino. Mi cabeza vino a quedar debajo de una inmensa carreta prolijamente adornada con decenas de utensilios de cocina. Ollas, calderas y sartenes que al andar del vehículo debían actuar más o menos musicalmente como llamador de los posibles clientes. Pedí a Dios que no se levantara viento. Nubes no había. Era una noche otoñal serena, a veces lastimada por el ladrido de un perro, otras acariciada por el resoplar profundo de uno caballos próximos. Metidos en la oscuridad. “A los caballos de carro hay que llevarlos cada cual a su temperatura”, dijo con autoridad la abuela de Loren y Emilia mientras me ayudaba a caer sobre un rústico taburete que alguien había liberado para mí. Y Elías, un cuarentón altísimo y robusto puso su cara a mirar a izquierda y derecha, y sentándose hizo que todos se sentaran. A desgano y algo nervioso, pero sin sacarme de sus ojos, también el tío de Loren se sentó. “¿Así que tú eres judío, eh?”. Preguntó Elías, alcanzándome un vaso de algo que no me animé a rechazar, aunque tan solo el olor ya me produjo náuseas. - “Un poco judío”. Respondió alguien desde adentro de mí. Y yo no vine aquí sino que me han traído tuve ganas de decir pero dije: - En honor a la verdad tengo que admitir que no sé nada de Egipto. - ¿Pero saber que no había gitanos? Preguntó, claro, el tío de Loren, ostensiblemente ofendido y con ironía, pero sin violencia. Más bien creo que hasta con cierta compasión. Pude guardar silencio, pero dije: - Sé sí que no había gitanos. No sé cuánto duraron los murmullos. Recuerdo empero que terminaron cuando Jorska –el tío de Loren y Emilia- empezó a reír como yo nunca había visto a nadie reír. Y con él todos. También yo. Tan solo unas horas después vine a enterarme que en ningún momento corrí riesgos serios. La molestia era con Loren, y no porque me hubiese provocado en la taberna, mucho menos por haberme protegido luego cuando perdí el conocimiento, sino porque desde había semanas le había dado por vestirse cada tanto de hombre. Durante más de dos años, y poco antes de que yo los conociese, una buena cantidad de gitanos de la comunidad de Szeged – Loren, Emilia, el padre y Jorska entre ellos. Habían estado viajando por España, Francia y Suecia, desde donde todavía no hacía un mes habían vuelto a Hungría. Regresaron el 13 de setiembre. Elías lo recuerda porque también recuerda – cómo no va a recordar-, cuando durante la celebración de Nuestra Señora de la Aparecida, el 8 de setiembre, que un poco a pesar de ellos los agarró en Estocolmo, Loren se apareció vestida de hombre. “¡Llevaba puesto un traje negro y negros zapatos de charol y un sombrero también negro pero las joyas de oro era las suyas de mujer! Vino en un Volvo negro inmenso que parecía blindado y al que no sé todavía de dónde sacó ni 9


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cómo metió entre el tumulto de autos que casi tapaban el jardín del chalet de los anfitriones de la fiesta. Y entre los hombres rió muy seriamente sin que nadie se atreviese a llamarle la atención. ¡Pero tuve que contener a varios que querían zarandearla!”. “Gracias a Emilia todo terminó pareciendo una broma. Pero no es broma”, me comentó mientras confirmaba de reojo mi soledad. ¿”No hay riesgo de que el carro se mueva?” Le pregunté, señalando los trastos de aluminio y tratando de cambiar de tema. “Emilia le rogó al mediodía siguiente que bailase con ella, que el tío y su papá querían que bailase sola, que la suplantase en el espectáculo, que estaba muy cansada de no dormir, que no se animaba, que esto y aquello”, siguió contando como si no me hubiese escuchado. “La verdad no tengo sueño, ¿no quiere usted sentarse…?”, le dije, mientras amenazaba con pararme. “No, duerma usted que todavía le hace falta”, me ordenó. “Yo voy a llevarme unas cosas de la carreta”. “Ande, duerma, dormite”, agregó. “A los caballos de carro hay que llevarlos a la misma temperatura”, me dije a mí mismo, para no olvidarlo. Y cerré los ojos, y me acomodé teatralmente como para dormir, seguro ya entonces, por lo menos bastante seguro, de que Loren en cualquier momento vendría.

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Capítulo VI

Spinoza “Tus orejas deben estar alcoholizadas”, pensé al despertar. Desde el interior del carro creí escuchar el sonido que produce el movimiento del agua fluyendo por una cañada empedrada. Y fui a mirar. Y había. Desde el otro lado, a una sombra matinal de distancia, entubada ascendía esa música. El viento juega con los sonidos como Dios con las palabras. Los álamos deben ser los árboles preferidos por el viento. Pero tiene que haber sol y brisa, y así un laberinto invisible desde el que se dispersa la música que todos esos elementos y fenómenos relacionados producen. “Epifanía”, el que por vez primera pronunció esa palabra debe haber sentido algo semejante. El mar sugiere otras excitaciones, menos dadas a la melancolía, quizá, pensé. Creo haber pensado. - Tú eres judío finalmente, Preguntó Jorska arrastrando un caballo como los que esculpen para montar encima a los héroes. - ¿Tú has leído a Spinoza? Retruqué ya en guardia y con énfasis, para que notara que empezaba a resultarme molesto. - Yo no sé leer, pero lo he leído sí. Dijo callando y callándome. Me dejé arrastrar por la levísima pendiente que llevaba al arroyo y sacándome los zapatos, puse a mis pies a sentir agua. Agua helada en los pies, una sensación que ya casi había olvidado. Y sentí frío. Y con el frío noté que volvía a llamarme como me llamaba el sábado. - Yo todavía no sé lo que soy. Pero espero saberlo algún día. Si es necesario. - ¿Con quién estás hablando? Preguntó Jorska. - Es necesario. Dijo Elías, desde la altura de una yegua como para Simón Bolivar. Y bajándose con sonrisa le ordenó a su compañero: “¡Engánchalos y vámonos!”. - No olviden llevarlos cada cual a la misma temperatura. Les grité, antes de meter la cabeza en el agua. *** Al sacar la cabeza del agua se me plantó mi padre. Parecía preocupado y curioso. Sentado sobre una roca extendía un brazo hacia el arroyo, como queriendo comprobar la temperatura del agua. Giré la cabeza en dirección de Elías y Jorska. Estaban yéndose, pero me pareció ver vierta complicidad en la forma en que de espaldas y sin mirarme Elías se despedía con el brazo en alto. Jorska estaba demasiado ocupado con los caballos. Terminaba recién de sacar el freno mecánico. No era la primera vez que yo me topaba con mi padre. Durante algunos años cada tanto me parecía verlo en el rostro de otros. O en ocasiones en la forma de caminar de unos otros que luego se revelaban ciertamente otros. Pero entonces el rostro de él estuvo, estaba, ahí, frente a mí. Y tan absurdamente presente que le hablé: - ¡Andate a la puta! Le escupí. Y ya con timidez luego: ¿No tenés nada qué hacer? - (…) - ¿Que lo que tenías que decir ya lo dijiste? - (…) - Pero con el ¿dónde? ¿Podés? 11


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- (…) - Es cierto. ¿Cómo podría la muerte responder por la vida?} - (…) - Me interesó claro conocer tu ubicación aquí en la tierra tanto como en el cielo. ¡Y a tu mujer claro que le interesó! No hubo cuartel militar al que persiguiendo rumores no fuéramos a dar con nuestros pies. - (…) - Sufriste quizá todavía más que nosotros. ¿Cómo dudarlo? - (…) - Dice la ahora veterana de tu mujer que “las piedras quietas se expresan mejor que las palabras”. - (…) - (…) - (…) - ¿Entendés que tengo que matarte, verdad, ya que vivo presumiblemente no estás? - “¡Calláte judío hijo de puta!”, relató tu compañera Sara que te gritaban cuando te enterraron vivo. Y que vos seguías puteando… - ¿Vos igual los puteabas? ¡Húngaro corajudo carajo! Enterrado debajo de unos tablones con apenas un tubito para respirar y ¡puteando! ¿Judío corajudo? - (…) - Te pregunté un día si yo iba a ser judío…Venías de enterrar llorando casi infantilmente a Doña Ana…creo que fue esa la única vez que te observé moquear, o no, también el día de nuestro encuentro en el Bar, pero entonces ocultándote, ocultando las lágrimas…el día del último encuentro en el que me dijiste…¿Qué fue lo que me dijiste? - (…) - Aquella tardecita en el Bar yo le miraba las piernas a mi profesora de inglés, las piernas más hermosas que vi en mi vida. Miss Call se llama viejo” te dije y vos que te preocupaste porque el encuentro era clandestino. O más o menos clandestino porque encontrarse con los hijos violaba todas las medidas de seguridad. Ahora imagino que vos sabías que podría ser nuestro último encuentro y que priorizaste… - (…) - “Ser judío es un destino…que no se elige…”, susurraste casi quitándole importancia a mis interrogaciones. En cambio me pusiste sobre la espalda el “no generes problemas, buscá soluciones” que me acompaña y pesa como mochila cargada de memoria. - (…) - ¿Cómo que no es trascendente si uno es judío o no? Que lea a Spinoza… ¿El libro subrayado por vos? ¡Pero viejo, yo tenía 13 años! ¡Y a Romain Roland animal! Me querías hacer leer el Juan Cristóbal de Romain Roland…¿Sabes que todavía no lo terminé? Un pequeño acto de rebeldía, el que me quedaba para responder a tu ausencia, quizá. - (…) - “¿Az isten bassza me gis a kurva anyádat?”. Claro que recuerdo el momento preciso en que me enseñaste esa brutal manera de putear a Dios. Pero no recuerdo qué me respondiste, si es que respondiste, cuando quise saber “cómo había que hacer para ser diferente sin ser señalado como diferente”. - (…)

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- “Ser diferente es hablar con verdad” sí, creo que arriesgaste. Y con certeza recuerdo que me preguntaste: ¿Y qué te ha dado por ser otra cosa que un ser humano? - ¡Coño! ¡Cómo que qué me ha dado por sentirme diferente! ¡Si algo no quería yo entonces era sentirme de otra manera que uno más! Carajo. - (…) - A vos. A vos. A vos. ¡¡¿Qué te dio por dejar que te asesinaran de modo tan diferente!!? “¿A mí me hablás”? Dijo Loren a mi espalda. “No ves que no es a vos”, le respondió Emilia, dejándose caer con el balde hacia el agua. “Habla solo el pobre”, agregó.

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Capítulo VII

Bártok Béla - Te voy a cambiar la pregunta. ¿En qué crees vos? (Silencio) - ¡Heeey! A usted le hablo. (Música) El padre de Loren y Emilia tocaba una pieza popular de los gitanos húngaro – rumanos. Hacía un rato le había preguntado a Emilia cómo se llamaba su padre: “Niglo”, me escribió en el papel en el que dibujaba. La leña recién empezaba a arder en el fogón. A arder con aire. Desde hacía unos minutos, a mi vista casi oculto detrás del humo, Niglo tocaba. Pero no la versión original. Interpretaba a Bártok. Me pasé la mano por el brazo semidesnudo. Todavía llevaba pegado el sudor que me corrió con los primeros vasos de pálinka que tomamos con Jorska mientras acarreábamos la leña. Los troncos gruesos que me no habían podido o querido traer las mujeres. Cuando terminó, intempestivamente, en la mitad de la composición, porque Elías le gritó: ¡bájate del teatro!, Niglo me guiñó un ojo retomó la canción, pero ahora en su versión original. Se fue acercando hasta quedar a mi lado y me pateó un pie, buscando no sé qué cosa, pero en todo caso de un cómplice y sin rabia. Y Jorska se paró y me tomó del brazo. - Más tarde me vas a decir en qué crees vos. De veras me interesa. Me dijo. Y empezó a bailar y yo tieso, que quieto es poco decir. Pero de pronto empezó a sonar otro instrumento, una mezcla de piano y tambor: pum, pump, pum, pump y entonces mi padre empezó a bailar por mí, desde mis adentros, como hubiera dicho el cantor Alfredo Zitarrosa. Y sonaron otros violines. Y yo me vi sacudiendo la tierra, erguido, las brazos ahora extendidos, luego las manos sueltas golpeando el talón de un pie, del otro y los ojos en otro lado, mirándome. Me vino a la memoria el fraseo del músico Zitarrosa, un Gardel atesorado por unos pocos, porque como de su voz, de los violines salían pájaros. Trinos de pájaros de verdad, en bandada. Hasta que todos aplaudieron, de buena gana. De buena gana. Y mientras todos aplaudían yo retornaba ágilmente a mi lugar del piso, sorprendido porque no había sentido físicamente el esfuerzo, y miré lejos y me pareció ver otra vez, pero ahora borrosamente, entre el blanco de la corteza de los álamos, a la figura fornida, riente, de mi padre en fuga. “El hombre que se jugó en su ley porque no creía que la muerte pudiera con él”, pensé aquella noche. Había definido tempranamente que no “viviría cualquier vida”, me dije, tratándome de reintegrar al murmullo de voces. Y puse la mía a buscar su lugar con un carácter que hasta entonces no sabía tenía. - “Voy a contar una historia que explica por qué los gitanos viven dispersos por el todo el mundo”. Dijo alguien recién nacido de mí, y mi voz penetró en un silencio que parecía haberla estado esperando.

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Capítulo VIII

Caballo flaco Caballo, lo que es caballo, sólo utilizando unas pocas hebras de cola de caballo no es posible hacer nacer. Ni el Dios de los gitanos puede. Puedo asegurarlo porque la anciana que me contó esta historia en unos cerros cercanos a la Isla de los Robles –un rancho con vista al mar que frecuenté de niño- me explicó muy seriamente que “una vez necesito caballo, desesperadamente necesitó y no pudo hacerlo aparece ni invocando a Pahra-un, el Dios bueno tan siempre dispuesto a prestar ayuda”. Me dijo, y yo lo recuerdo letra a letra porque aquella anciana logró que yo perdiera el temor a los gitanos, que vio a “Pahra-un soplando un hilo largo, larguísimo de pelo de cola de caballo que ella misma le facilitó y nada”. Y que Pahra-un quedó terriblemente amargado. Y que desapareció dejándola tan sola y desesperada como la había encontrado. Entonces Vana, que así se llamaba la vieja, se puso desconsoladamente a llorar y algunas de las lágrimas fueron a caer sobre la hebra blanca de pelo de caballo que todavía sostenía atontada en su mano. Y que “lágrima y hebra de cola de caballo tampoco se hicieron caballo”, pero que a lo lejos, en un lugar todavía invisible a la vista ella vio cuatro camionetas de la tribu de la Sierra de los Caracoles que venían para su casa. La anciana plantaba papas. Y plantándolas se había demorado. Y demorándose había olvidado que había prometido a su nieto que iría a contarle un cuento al anochecer. Y que el niño dijo a su madre que no se iba a dormir nada hasta que la abuela no viniese y que como Vana no llegaba habían decidido ir a visitarla por unos días, pues se acercaba el 15 de agosto, día de Santa María y su casa era más grande y permitía recibir a más gente. Y me contó que “el viejo inútil de su marido se había ido con Pardo y Astuta”, caballo y yegua, respectivamente, digo yo, y ella que todavía no sabía adónde y para qué el viejo inútil de su marido se había ido montando un rato en uno y otro rato en otro y que seguramente ni él sabía porque no había ido lejos. Vana me explicó también que auto no tenían porque los que iban teniendo los llevaban justamente al campamento de la Sierra de los Caracoles para que allí los vendieran. Y que además eso no tenía importancia porque ella no manejaba, pero que lo que tuvo importancia fue lo que le pasó “después de ver lejos”. Les cuento ahora lo que ella me contó, así de rápido como ahora yo se los cuento porque así de rápido me lo contó. Otra vez rápido a algún lugar tendría que ir, pero no iba a dejar de explicarme a mí por qué viven dispersos por todo el mundo los gitanos ya que yo se lo pregunté y a ella le había sorprendido que “un rubiecito tan desgarbado” se le acercara a preguntarle algo, y ese rubiecito era yo, a quien su padre hacía más de una hora estaba buscando para ir a un lugar llamado La Bahía de las Tres Marías porque habían llegado las ballenas. Y entonces me contó que después de ver que su nieto venía, enseguida, se le apareció de nuevo Phara-un con una sonrisa de oreja a oreja y que besándola le dijo que como no le gustaba irse a dormir amargado había leído en su llanto cuál era el lío y que había decidido arreglar el lío invirtiendo el viaje y que todo había salido bien, así que le iba a contar un cuento que ella tenía que contar luego a todos para que todos supieran. Y entonces le contó que hacía “mucho pero muchísimo tiempo un gitano viajaba con su familia en un carro tirado por un caballo flaco y de patas endebles”. Y que a medida que la familia iba creciendo al caballo flaco le resultaba más difícil tirar de la carreta y que todavía más difícil se le hacía porque en aquel entonces los caminos estaban llenos de baches. “Y como 15


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estaban llenos de baches la carreta avanzaba dando tumbos, oscilando de izquierda a derecha y balanceándose de izquierda a derecha y que entonces las cacerolas y los sartenes se iban cayendo y que de vez en cuando también algún niño se caía”. Y Vana dijo que Phara-un le explicó que durante el día no había problema porque cualquiera podía bajarse a recoger las cacerolas y a los niños, pero que “el problema era de noche, cuando no se veía nada”. ¡De noche era el problema! Le dijo Phara-un y Vana me lo contó, porque como “el gitano viajó por toda la tierra, cuando viajaba de noche iba perdiendo niños. Un niño, otro y otro más y que es así y por eso que los gitanos se dispersaron por todo el mundo”.

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Capítulo IX

Dios Hasta que abuela murió, yo nunca había visto a nadie morir, ni siquiera sabía que morir era irse, dejar huecos que pese al romanticismo con el que frecuentemente nos inclinamos a hablar de la muerte nadie llenará. Si alguien succiona el líquido que en esos huecos queda es otra cosa. Eso puede pasar. ¿Irse adónde? No tuve respuesta a esa pregunta el día en que Doña Ana murió después de poner en mi mano el libro de Zvi Kolitz: “Iosl Rákover habla a Dios”. Lo supe sí después que mi padre “desapareció”. Irse de los otros. La abuela no puso el libro de Kolitz en mis manos por casualidad sino porque percibió que me preocupaba obsesivamente definir alguna forma de religiosidad. El verano anterior a su muerte el abuelo y ella vacacionaron en la Isla de los Robles. Ella y yo éramos los más madrugadores y para no hacer ruido, apenas nos levantábamos íbamos a sentarnos fuera de la casa, a la sombra de un eucaliptos que la ha sobrevivido y que posiblemente también a mí me sobrevivirá. Nos quedábamos casi inmóviles, ella alimentando pájaros y repasando pasado, yo dejándome domesticar hipnóticamente por la dulzura de sus ojos pequeños. Pero no hacer ruido no quería decir permanecer en silencio, según la abuela, de modo que en ocasiones dialogábamos si es que dialogar pueden una anciana de 72 años y un niño de 11. durante una de esas conversaciones mañaneras yo me enteré de los detalles del viaje en carreta que su abuela hizo desde Rusia –de donde su familia escapaba de los progromshasta Olaszliszka, el pueblo en Hungría donde conoció a mi abuelo, cuya familia a su vez había escapado hacía más de doscientos años a las primeras persecuciones de los judíos en Alemania. También me enteré que mi abuelo había sido oficial del ejército austro-húngaro, aunque después los húngaros lo olvidaron, dijo mi abuela. Y me contó cómo habló con el mar, que a ella le pareció que era como hablar con dios, “toda esa inmensidad”, cuando lo vio por primera vez al viajar al Río de la Plata. Yo por mi parte, una mañana de esas me animé a preguntar: ¿cómo es ser judío? Y Doña Ana no me respondió. Ese día no. Justo se había levantado el abuelo. Y el día siguiente tampoco. Tuve que esperar –pero creo que ella demoró la muerte para compensar esa espera- hasta el día en que quedé solo junto a ella en el sanatorio. A mi madre sin embargo, yo nunca le pregunté como era ser católico. Mi madre es católica a la manera del país donde está la Isla de los Robles: sin Iglesia. A veces, muy de cuando en cuando va a la Iglesia y piensa. Mi madre en realidad habla con Dios por si misma. Pasa buena parte de los días de su vida haciendo rigurosa y seriamente cosas que no le interesan hasta que puede quedarse sola en algún lugar hablando con las palabras y las cosas. Mi padre era más musical, más llano. No sonreía, la risa le salía pedregosa y volcánica, como la congoja. Viajábamos un día en el auto de otro, cosa que ocurría con frecuencia porque el nuestro casi nunca funcionaba y ese otro cuyo rostro memorizo claramente pero cuyo nombre no recuerdo le dio la noticia de la muerte de un amigo al que quería entrañablemente. Un “boxeador culto, como sólo había en este país”, según definición de mi madre. Al escuchar la noticia mi padre se tragó el aire que había entre él y el parabrisas. Y luego, un luego bien largo, dio con su mano violentamente en la rodilla y dijo: “Az isten bassza meg is a kurva anyádat”.

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Mi madre en cambio tenía relaciones humanas menos conmovedoras, pero llegó a tener una relación entrañable con una araña. Cuanta que fue ella quien tomó la iniciativa. Ya veterana subía a diario a una escalera de varios peldaños para colocar hormigas empapadas en miel entre los hilos de la telaraña. Y una ve yo vi, de haberlo visto, cómo el bicho le evitó ese esfuerzo – y quizá a si misma ese miedo, no vaya a ser que le dañara su hilado. Descendiendo ágil hasta la altura de sus ojos verdosos. “Mañana le voy a dar un plato de moscas con canela”, le dijo ese día mi madre a mi boca abierta. Es posible que se diera cuenta que yo envidié a esa araña inescrupulosa. Unos días antes de hablar con Jorska sobre Dios, pues tanto insistió que finalmente hablamos, él y yo sobre Dios –y fracasamos en el intento- yo había recordado, quizá por esa misma insistencia, cuando mi madre y la abuela hablaron a su vez sobre Dios. Porque de religión no hablaron, sino que hablaron de Dios y se pusieron de acuerdo. Yo creo que se pusieron de acuerdo porque a mi madre le gustaba cómo la abuela la trataba y a mi abuela le gustaba cómo mi padre miraba a mi madre. *** - Hay un solo misterio. Uno, no casualmente Uno, al que la sabiduría sugiere no desentraña, eso es todo lo que creo Jorska sabes, como decía mi abuela: sabes. En el sabes ése es donde no está Dios, entiendes, porque cuando lo incorporamos a aquello que estamos verbalizando es porque contemplamos aún en el mismo momento en el que hablamos la pobreza de nuestro propio discurso. Otra cosa es cuando Dios habla a través de nosotros. Cuando Dios habla a través de nosotros recreamos el misterio original y creemos. Es imposible no creer cuando Dios habla a través de nosotros. - Yo quiero simplemente saber en que crees, no en las dificultades que tienes para creer, sabes. - ¿Te has preguntado alguna vez si Dios es bello, en el sentido en que la música o es? - Depende de la música. - A ver, de nuevo. Hay un libro que he leído ya trece veces y que no pienso volver a leer. El libro se titula Sefer ha Zohar y explica esencialmente que hay un misterio en el que todo está fundado… - Tú no me entiendes muchacho, yo simplemente quiero saber en qué crees, para saber en qué creen los judíos, para saber si es por eso en lo que creen que tanto los odian. Lo que en realidad quiero saber es por qué a nosotros nos odian, ¿entiendes? Y si es que nos odian por la misma razón. - Pero si me dejaras hablar… - Es que me parece haber escuchado ya lo que vas a decir… - Pero coño. ¿Cómo sabes lo que voy a decir? - Porque ya lo he escuchado carajo. Reconozco ese balbuceo. - Pues entonces vete al carajo gitano molesto. - Y tú muérete judío sabelotodo.

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Capítulo X

Loren - Bello es lo necesario. Me gritó Jorska antes de que Elías se lo llevara a los tumbos. - Bello es el infinito. Le repliqué mientras la abuela de Loren me arrastraba hacia una pequeña carpa recién levantada al lado de la carreta. – “Me tiran acá”, me atreví a decirle a la anciana y ella: - “Hace mil años dejé de hablar a los borrachos”. “Adentro está tu libro y una muda de topa limpia para mañana. Que duermas bien”, dijo al irse. En el interior de la carpa me recibió un shssshshshsh víbora y unas manos tibias que buscando mi boca fueron a dar a la nariz. Yo vi a mi cabeza ir al piso y con ella el resto del cuerpo y quise pensar, pero pensar no me fue posible. Atrás vino la lengua, los senos, las manos y Loren toda. Y como me sintió nervioso dijo: “no te preocupes que va a llover”. Iba en la uve de va cuando un formidable estruendo, un relámpago quizá demasiado próximo terminó de despabilarme. La lluvia encubre los ruidos peligrosos. “Toda forma de goce diluye, el goce del poder, el goce del dinero. A toda forma de goce hay que saber encauzarla en sus límites. El sexo es goce pero también convocatoria del espíritu, de lo contrario no es nada, casi nada”, me dijo una vez un quijote apellidado Invernizzi, mirando a otro pero, -en el lugar del padrehablándome a mí. Loren no había tenido buenos docentes, en papel de macho imitaba a los animales de corral. La imaginé de pronto vestida de hombre. “No es broma”, me había dicho Elías. Mi padre tuvo tiempo de explicarme el sexo, cuando a los 13 años le conté, mientras caminábamos por la Isla de los Robles, que había debutado “con unas putas de por ahí”, diciéndome con una seriedad casi de risa que el amor era “un asunto serio”. “No es broma”, me había dicho. Afuera el mundo seguía tronando, pero casi no llovía. Lloviznaba. La tomé del pelo, alzándola. Le acomodé las ropas con la delicadeza del que ayuda a una niña a vestir una muñeca. Y del pelo, crespo y largo, que era como tocar una cáscara de durazno recién cortada, la empujé hacia afuera. La fui empujando. Atravesamos la cañada, olimos el nerviosismo de los caballos y fuimos a dar al monte de álamos. La paré de espaldas a mí. Quedó abrazando el tronco húmedo de uno de esos árboles. Y yo los pies en tierra y las manos envolviéndola y la lengua navegando desde la nuca a las orejas. Mis rodillas contra sus nalgas, al principio un roce, luego con firmeza, ya el cuerpo buscando al cuerpo. Pero Loren no sonaba, no por lo menos como yo deseaba que sonara, de modo que me dejé caer a tierra y le pedí que se desnudase. Y ella entendió, y de espaldas se quitó la ropa, y de espaldas cayó en mí, que la esperaba. Y yo dejé de pensar y mi cuerpo conmigo. Y vi un combate de hojas y gotas de agua y sudé. Y en el cielo un esplendor eléctrico tejiendo sombras sobre el tronco del árbol que protegía su espalda. Y abajo yo. Yo abajo, estimulando la lujuria de los dioses. Como gatos cuidando donde pisábamos, corrimos luego a la carpa, nos secamos con una sábana que olía a menta, y quedamos tendidos y desnudos cada cual con sus fantasmas.

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“Fue hermoso. Pero hubiera preferido que me cogieras y chau”, me susurró al irse. Sentí que me había sido imposible desentrañar el idioma que hablaba Loren cuando hacía el amor.

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Capítulo XII

Fuga Karen, la rubia artesana que en Berlín me había llamado la atención por su estar ausente y entre cuyos brazos, dormitando, recibí la orden de Ingrid, –mucho más esplendorosa, en el sentido argentino de mujer monumento- tenía una forma de mirar que asustaba. Cierto es que como yo no hablaba alemán e inglés a las apuradas cuando no podía comunicarme con la lengua tenía que hacerlo con los ojos y eso obliga a ver cosas que de otra manera no se ven en los ojos de los otros. Y la mirada de Karen asustaba precisamente por lo que no comunicaba. Karen no vivía con los ojos. Pero con el cuerpo sí. Durante los paseos que hicimos en los días sucesivos por Budapest y aún en la Taberna, donde Jorska le puso el violín al lado del oído, Karen no observaba los movimientos exteriores sino que parecía succionar el latido de lo que la rodeaba, de lo que pasaba, no digo que inanimadamente no, pero sin hacer viento, a su lado. Y sin embargo fue a través de Karen que comprendí que no tenía nada más que hacer en Hungría. Que tenía que irme. Escribí una esquelita que disimuladamente puse en las manos de Loren, que bailaba desplazándose como un mimo cuyo rol no está bien dibujado, imposible saber si expresaba celos, odio, o prescindencia- y salí del local con Ingrid y Karen, una de cada lado. En el papel le propuse que nos encontráramos el viernes siguiente en el baldío ubicado a los fondos de la Taberna y en donde antes de entrar yo había reconocido el auto y la furgoneta que utilizaron para deportarme de Szeged. - Ni se te ocurra llevártela. Me dijo Jorska casi escupiendo las palabras cuando pasé a su lado. - ¿Me estás amenazando? Alcancé a preguntar al tiempo que aceleraba el paso. - Te estamos amenazando seriamente. Dijo Elías desde mi espalda. *** Al salir, Ingrid buscó enseguida un taxi, pero Karen la llamó a silencio y en silencio caminamos hasta el amanecer. Durante la caminata, mientras ascendíamos por una escalinata angosta hasta la cima de la colina de Géllért, Ingrid se nos adelantaba o se demoraba, extrañamente divertida en su propia aventura. Cuando les indiqué que observaran lo que para mí constituía la mejor vista del Danubio, aunque no la más frecuentada por los turistas, Karen se puso de espaldas rechazando la invitación y rechazándome. Yo le acaricié el pelo, de pronto a su lado, le acaricié el pelo, imbécil ignorante veinteañero le acaricié el pelo, y ella se paró y se fue. Ingrid, que algo había visto, balbuceó un consuelo. “No preocuparte. She is not a normal woman” y me pidió que la llevara a un baño turco. A unos pocos minutos de donde estábamos hay unas instalaciones de aguas termales y medicinales construidas durante la ocupación turca, los baños Rácz, al pie del cerro. La dejé allí con la intención de que se ahogara en alguna de las piscinas y al salir detuve, más que extendiendo e brazo, con el cuerpo todo, a un taxi oportuno como pocas veces los taxis lo son. - Me voy. Dijo cuando nos topamos en la puerta de mi apartamento. Arrastraba una mochila no demasiado voluminosa y de su cuerpo resaltaba únicamente el

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rostro, al que rodeaba una capucha que me pareció excesivamente cerrada, ya que afuera no llovía, ni siquiera de sentía demasiado frío. - ¿Y que hago con Ingrid? Pregunté y ella se encogió de hombros. - ¿Puedo pasar a verte en Berlín? Dije tratando de que no huyera sin darme tiempo a rehabilitarme. Yo no tenía en realidad casi ninguna expectativa de poder influenciarla con palabras pero se dio vuelta y desde el último escalón visible a mi vista sonrió fugazmente con toda la cara. Y desapareció. ¿Qué tenía Karen en el adentro de los ojos que a mí me hizo imaginar que podía ser la reencarnación de Hannah Arendt? Recordé una foto, caso un retraro de Arendt en la que la filósofa sostiene su perfil juvenil sobre una mano. ¡Las cejas delgadas tildando la profundidad de la mirada! Eso era. Casi corro detrás de Karen para decírselo pero en lugar de eso fui a buscar el libro “Los orígenes del totalitarismo” y me puse a leerlo aunque no hacía más de dos meses lo había leído porque me pareció que Karen no era sino una señal del cielo para que yo me atreviera a repensarme a mí mismo, empezando por mis ideas sobre la forma mejor de asegurar que los hombres interactúen libremente en la sociedad. Percibí que la primer imagen que tuve de Budapest cuando retornamos con Elías, Niglo y Jorska desde Szeged me había impresionado oscura y que en el camino sentí que los únicos seres que se expresaban con autenticidad en aquella Hungría eran los gitanos. Con autenticidad pero también con miedo. “A los gitanos es casi imposible arrebatarles su sentido de la libertad”, pensé. Quizá un poco inocentemente.

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Capítulo XIII

Marika Cuando me iba de Hungría con uno de esos pasajes estudiantiles con los que es posible –en tren- dar la vuelta a Europa, vinieron a despedirme dos funcionarios del gobierno. El que me había recibido en el aeropuerto y otro que se ocupó maravillosamente de mi superviviencia. Este último, cuyo nombre debería recordar, me entregó un sobre con algunos cientos de dólares y afirmó: “Cuídese y procure no volver antes de un año”. Como observó que lo miré extrañado añadió: “No hay que abusar de la solidaridad”. Yo había llegado desde Buenos Aires a Budapest con un pasaporte diplomático húngaro. Un gesto de solidaridad hacia el sufrimiento padecido por un amigo de Hungría. - Transmitan a su gobierno mi agradecimiento por la hospitalidad. Me llevó 23 kilos de más. Bromee para distender. - La comida la va a extrañar. Y ya verá que no solo la comida. Dijo el funcionario que me había recibido, un veterano bonachón muy circunspecto que cuando me identificó al descender del avión en una foto mía que alguien le había proporcionado comentó: “¡Pero a usted lo dejaron en los huesos!”. - Y a las gitanas también. Escupió el que presumiblemente debió ocuparse de mi comportamiento y guiñó de un modo ostensible y vulgar a su compañero. - No me hubieran dejado llevarla de todos modos. Alcancé a balbucear, sorprendido por la sorpresa que me causó descubrir que había sido espiado. - Agradezca eso a las tradiciones. ¡Qué iba a hacer usted con una gitana muchacho! En fin. No olvide que tiene usted que cuidar su propia tradición. Tuve deseos de ponerme a discutir ahí mismo sobre los asuntos que ocupaban mi alma pero me pareció una grosería hacerlo al pié de un tren de modo que me despedí formalmente y volví a buscarme a mí mismo en la excitada atmósfera del vagón. - Cuando llegué a la estación de trenes de Berlín Oriental contemplé desde lejos y no sin alivio a Karen, que había ido a recibirme tomada del brazo de Ingrid. Seguramente con ese gesto quiso decirme que estaba todo bien si iba de paso, pero nada más que de paso. - En Hungría les había preguntado a algunos jóvenes generosos, por el esfuerzo que hacían para hablar pausado de modo que yo pudiera comprenderlos, que me indicasen el nombre del escritor húngaro con el cual más se sentían identificados. “No vive aquí”, contestaron casi al unísono. Uno en particular, un desgarbado estudiante de arquitectura fue un poco más lejos: “y si vive aquí no publica”. Observé en cambio, que era sencillo ubicar a los músicos virtuosos, a los deportistas talentosos o a las bailarinas de excepción. - “En las sociedades autoritarias o muy cerradas destaca la gente que puede desempeñarse sin hablar, que no expone una voz”, me había enseñado una feroz tía mía, una cierta vez en la que mirábamos juntos un noticiero de televisión en el que un gobernante militar procuraba explicar

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no recuerdo qué cosa diciendo nada pero utilizando todo el diccionario de los lugares comunes. “Tu padre, ah!, tu padre, cómo despreciaba la mediocridad, pero cómo la justificaba en la gente humilde, cuya palabra, decía, es sabia no por conocimiento, sino por experiencia vital”. No pude ese día ahondar en el asunto porque justo cuando terminaba de formular esa apreciación, por la puerta del fondo de su casa –que no daba a calle alguna- entraba mi padre riendo. “Te dio de comer Pörkölt”, entró gritando despreocupadamente mi padre mientras besaba a Marika, mi feroz tía también de ascendencia húngara, quien lo mandó a callar temiendo que escuchara no sé quien a través de no sé cuál pared. “Nadie en el mundo cocina el Pörkölt con csipetke como esta dama”, insistió a voz en cuello mi padre mientras se sacaba de un tirón el bigote postizo y con un pedazo de mueca de dolor todavía impresa en su cara me abrazaba como si fuéramos a vernos por última vez, aunque él siempre abrazaba como si fuera a ver al otro por última vez. La memoria de esos abrazos había ido a buscar yo a Hungría. Yo había ido a Budapest con la firme determinación de recuperar el espíritu de mi padre ausente y secretamente con la intención de superar esa su extraña ausencia, porque muerto yo no lo sabía. “Hasta aquí llegamos, esto fuiste, esto sos”, quería yo poder decir. No eliminarlo vulgarmente de mi existencia porque eso hubiese sido volver a perderlo, como lo perdí cuando en medio de la noche se deslizó por el muro del jardín de la cada de Marika. “Ya sabés todo lo que tenías que saber” dijo antes de caer sin hacer ruido al otro lado del muro. Unos minutos antes, cuando nos aprestábamos a tomar un Tokaj seco que para la ocasión y vaya a saber cómo Marika había conseguido, mi padre había dicho, llenando mi copa: “Se puede ser judío, húngaro, rioplatense, se puede ser inglés, mexicano, católico o musulmán, pero antes que nada somos hombres, seres humanos de paso, y vaya si ésa es ya bastante responsabilidad como para andar inquietándose con otra cosa. Salud!” “Escúchalo con atención –susurró entonces Marika-, escúchalo con atención” y no agregó, pero me parece que pensó o en la forma en que movió los labios yo creí creer que pensó: “Pero has tu propio camino, por Dios, tu propio camino”. Recuerdo con frecuencia aquel diálogo múltiple en el que también participó mi otro yo y lo recordé meticulosamente al abandonar Hungría porque al padecer de modo sofocante a la dictadura militar en el país de la Isla de los Robles y durante el tiempo que residí en Budapest decidí para mí, conmigo, que no vale la pena esforzarse en participar de la aventura de vivir sin aplicar esfuerzos, sin intentar por lo menos, crear un mundo de los seres humanos para los seres humanos. “No obstante, pensé entonces, no a cualquier precio”. Estaba leyendo a Camus en aquellos días. “El fin no justifica los medios” gritaba el escritor en un librito titulado Moral y Política. La primera vez que hablamos de política, yo era un imberbe que quería tomar las armas, mi padre para concluir una discusión que estimo valoró intelectualmente desigual me dijo, con énfasis agudo: “Crear otra sociedad no a cualquier precio, con el optimismo de la voluntad y el 24


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pesimismo de la inteligencia, pero no a cualquier precio, he ahí el arte”. “Escúchalo con atención, escúchalo con atención” creí me había dicho Marika. “Lamento no ser la reencarnación de Hannah Arendt”, me dijo Karen al despedirme, sola, cuando partí desde Berlín hacia Paris. “No sé, no sé – le respondí- tendríamos que habernos conocido en Nueva York”. “Ojalá puedas superar lo de tu padre”, me dijo también, cariñosamente. “Lo de tu padre”, pensé yo. ¿Qué es “lo de tu padre?, pensé yo, mientras Marika le decía a mi oído y al ruido de las ruedas del tren: “Escúchalo con atención, escúchalo con atención”.

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Capítulo XIV

El viaje Es una locura. Tiene razón Raquel. ¿Buscar a un gaje que es un enigma? Una locura. ¿Y correr el riesgo de despojarme de una identidad que aunque me limite es la mía? Una locura. ¿Una locura sanadora? En fin, los riesgos de una aventura, si se miden, hay que medirlos antes ¿no? ¿A qué ahora? Al fin y al cabo no estoy sino haciendo un viaje a un lugar cuyo nombre en cierto sentido me seduce tanto como el pelo enrulado y a la vez extrañamente lacio de su mentor: La Isla de los Robles. Y su mirada por Dios. He buscado esa mirada en otros, en todos. En cada uno y nada. ¡Qué ternura más mojada en muerte la de esa mirada! Hay algunas canciones populares sefaradíes en las que he sentido esa dulce violencia a punto de estallar como una pompa de jabón. ¿De qué sustancia emanaba tanta vida por esos ojos llenos de melancolía? ¿La habrá identificado él? Raquel, mi amiga del alma, con quien dialogo cuando pienso, asegura que su hermano menor, que no es judío como ella por esas cosas de los padres que van y vienen dice que el muchacho resolvió sus problemas de identidad creándose un Dios propio, personal. Pero los dioses propios son más bien ateos y paradójicamente impersonales. “Es como si yo te dijese que el violonchelo, - que es el instrumento que Raquel toca – es mi Dios personal, porque haciéndolo sonar me siento más cerca de Dios”, dice Raquel. Pero el violoncelo es un objeto que no puede producir religiosidad. “Estética si, pero ética no”, piensa Raquel. ¿Y él? ¿Habrá seguido buscando en Spinoza y en el infinito? ¿Me recordará cuando me vea? ¿Se asustará como un maricón si está casado y con hijos? Aunque con Loren – la astuta y loca Loren de entonces- actuó como un hombre, y tenía recién 19 años. Ojalá haya preservado esa hombría bien puesta. Porque no me preocuparía que no me reconociera, pero me destruiría espiritualmente encontrarme a otro distinto al de esos ojos. Soy si conciente de ir detrás de una imagen quizá ilusoria. “El sueño del muchacho de la Isla de los Robles”, como bromea Raquel. Raquel sabe que me hice amiga de ella buscándolo a él. Y me perdonó cuando se lo expliqué claramente, aunque hacía ya dos años que tocábamos juntas y solas las canciones que su madre y mi abuela querían que tocáramos. - Tomá, acá te pongo mis pañuelos y el libro que olvidó o le robaste a ese muchacho. Me dijo la abuela cuando finalmente decidió dejarme escapar. Antes había culpado durante meses a “ese muchacho” de la desgracia de Loren, que terminó yéndose vestida de hombre a España, de donde nunca más volvió ni envió señales de vida. Cuando mataron en Yugoslavia a mi padre y a Elías, el tío Jorska también culpó de lo ocurrido a “ese muchacho”: -“Teníamos que haber matado a ese judío”, le dijo a la abuela. “Nos trajo la desgracia que portaba el maldito maldecido”, agregó. - ¿No hace ya demasiado que la culpa de los que nos pasa la tienen otros? Me atreví a preguntarle con una voz que me salió de nuevo niña y él me miró con un odio que era imposible imaginar puesto en ése su rostro tan siempre para adentro, tan incapaz de mostrarse malo. Papá y Elías habían decidido emprender el viaje hacia Sarajevo a buscar allí a Loren porque un estúpido croata vendedor ambulante al que le proveían de trastos de cocina les dijo que alguien le había dicho que en los alrededores de esa ciudad vieron a una gitana vestida de hombre. “En ese país anda la muerte rondando” les dijo la abuela que era la única que sabía pero había prometido no decir que Loren estaba o estaría en España. Cuando lloraba ante la cara del croata que vino a contarnos que los habían 26


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matado balbuceó: “yo creí que podía ser Loren, tantas veces me había mentido, yo creí…”. “Los mataron desde lejos, dos balazos precisos. Fue como si estuviesen jugando al tiro al blanco”, relató el croata pero también dijo que Papá había discutido con unos borrachos que se rieron de ellos. “Lo único que nos falta, una gitana vestida de hombre”, dijeron y se pusieron a reír y a insultarlos y Elías tajeó a uno de ellos y Papá partió una botella y los hizo callar. “Luego se fueron a comer a una fonda adonde los buscó la policía. Los dejaron ir con la condición de que se fuesen inmediatamente de Sarajevo”, contó el croata. “Y luego pasó lo que pasó aunque los diarios dijeron que murieron después de provocar una riña”, le contó el croata a mi tío mientras la abuela y yo llorábamos un llanto que nunca supimos por qué ni cómo las dos sabíamos cuando se fueron que íbamos a llorar. Quizá porque Papá estaba cansado de vivir. Desde que mamá nos abandonó porque Papá había empezado a tocar en la sinfónica de Budapest y ella dijo que quería un gitano – gitano no un “asimilado” y después se fue con un empresario rumano Papá estaba cansado de vivir. Hubo un tiempo en el que pareció recuperar su alegría, su confianza en sí mismo que era por lo que lo admiraban los demás. Pero después volvía a su rutina como un autómata. Más de una vez lo escuché discutir con Elías y después los dos permanecían mudos como caballos. Se le movía el cuerpo y quedaban mirándose durante unos minutos interminables que casi siempre terminaban con Papá tocando en el violín la pieza de Bártok con la que sorprendió en el campamento al gaje que ese día, cuando lo vi bailar, me despertó el sentido de ser mujer que hasta entonces nunca había experimentado. “Estos dos se van a morir”, dijo la abuela cuando partieron hacia Sarajevo en busca de Loren. Y la abuela vio que yo también sentía algo así con el cuerpo y me abrazó como madre. Al otro día me dejó por vez primera ir a Szeged a la casa de Raquel. Papá respetaba mucho a la madre de Raquel, que en varias oportunidades había hablado con él para que me dejara tocar con las otras adolescentes de la escuela de música de la Casa del Pueblo. Contra la voluntad de Elías, Papá daba clases en esa Escuela y la mamá de Raquel también. - Pero es judía, Niglo, ¿no entiendes? Le había dicho Elías a Papá en una de esas discusiones que terminaban en largos silencios. - Tu madre murió junto a la madre de ella en Auschwitz…¿Hasta cuándo vamos a respetarnos más como gitanos que como hombres? Le dijo sin alzar mucho la voz Papá. - Si no fuéramos gitanos no seríamos hombres. Le respondió secamente Elías. Y agregó, antes de entrar en ese silencio equino en el que a veces yo misma me sorprendo: - “¡Pregúntale si quiere ser gitana, atrévete!” Yo creo que la mamá de Raquel se hubiese atrevido. Pero no me parece que Papá se haya atrevido a preguntarle y la mamá de Raquel nunca me quiso decir. “Tu padre pudo ser el mejor violinista del mundo”, me respondió evasivamente cuando una vez intenté estimularla a hablar sobre su relación con Papá. Raquel sabe que a veces pienso que es el enojo con esa actitud pasiva de mi padre la que en el fondo me impulsa a buscar un lugar del que sólo conozco su nombre y a un hombre del que esencialmente recuerdo su mirada. En qué lío me ha metido este ancestral espíritu de peregrinación. ¡En qué lío! ¿Y si, suponiendo que lo encuentre, al verse frente a mi no se produce ningún encantamiento? ¿Y si la Isla de los Robles es un lugar seco y gris que guarda algún misterio sólo para quien en su memoria preserve la tibieza de experiencias imposibles de compartir? En qué lío me metí, en qué lío. ¿Por qué corro este 27


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riesgo? Capaz que estoy escapando, que me estoy buscando, y el gaje sea simplemente una excusa como me obligó a pensar Raquel, creo que queriendo retenerme. - ¿Podría usted cambiarme de lugar señorita? Disfruto la ventanilla durante el vuelo pero no logro superar el miedo a los aterrizajes. Me encantan los despegues…¿podría? - Sí claro. Si usted quiere ahora mismo, pero me parece que aún falta mucho para que lleguemos. - Ese es el problema sí, falta mucho y yo ya empecé a sentir miedo. Desearía tratar de dormir un rato… - Cambiemos entonces… Ese es el problema sí señora, falta poco y yo ya empecé a sentir miedo. - Disculpe señora, antes de dormirse, ¿podría hacerle una consulta? - Pero claro m´hija. Favor por favor. Si puedo ayudarte… - ¿Va usted a Buenos Aires o a Montevideo? - A Buenos Aires primero y a Montevideo luego, en unos días… - ¿Sabe usted dónde queda un lugar llamado la Isla de los Robles? - ¿De los Robles? ¿Estás segura tú de que ése es el nombre? - Segura sí, bien segura. Creo que es un balneario. Primero fue el nombre de una casa de un político que asesinaron y luego el nombre de un balneario… - ¿La Isla de los Robles? De los Robles… sabes que no sé… Hay un lugar que se llama Punta del Este y por ahí cerca un balneario que tiene nombre de Isla de algo sí, pero no recuerdo que sea de los Robles…En cambio sé de una Isla que se llama de los Robles pero en Suecia. Ekerö se llama en sueco y quiere decir justamente la Isla de los Robles. ¿Yo vengo de Suecia y tú? - Yo de Hungría. ¿Así que no sabe cómo se llama esa Isla cerca de esa Punta del Este entonces? - No, pero no es para preocuparse. Se te pusieron brillantes los ojos… ¿Es muy malo que no haya Isla de los Robles?

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Capítulo XV

Erik y Hanna “Si algún día vas a Suecia no dejes de pasar por el campamento gitano de Södertelje”, me había ordenado a su modo Elías. El “no dejes de pasar” ese subrayado con los ojos, de sugerencia, tenía poco. “Respeta su ley aunque no creas en él”, me había ordenado enfáticamente, aunque sin ansiedad, o con derecho a pecar, me pareció a mí si uno observaba su mirada cuando lo decía, mi abuela Doña Ana. “No dejes de darle un sentido a la vida, procurar cambiar el mundo es una forma de hacerlo”, me había pedido – ordenado, mi padre, antes de irse. De modo que yo parecía predestinado a cumplir órdenes de quienes me abandonaban. Por decirlo así. Con respeto, puesto que me imagino ninguno de ellos pretendía morirse. Las razones por las cuales Elías me “sugirió” no dejar de pasar por el campamento gitano de Södertelje” cuando me relataba abismado por la vergüenza que Loren se vestía de hombre no llegué a entenderlas cabalmente. Quizá se proponía estimular mi espíritu de aventura para alejarme de Loren, puesto que clarísimamente con el ánimo de espantarme fue que me contó los detalles de esa rara costumbre que Loren adquirió en Estocolmo. Así y todo recordé a Elías con cariño cuando decidí viajar a Estocolmo con una pareja sueca que conocí en Tossa de Mar, en la Costa Brava. Tenía para mí que sólo la casualidad me llevó a compartir unos días de la vida de los gitanos en el campamento de Szeged y que esa experiencia no podría volver a repetirla nunca en ningún otro sitio, pero en todo caso disponía por lo menos teóricamente de un lugar donde ir a enterrarme en caso de que la pareja sueca que me incitaba a ir a un país en mi imaginación remoto e imposible decidiera que lidiar conmigo era un esfuerzo desaconsejable. Contemplé tal posibilidad, la de ser expulsado por quienes me acogían, porque Marika, mi tía feroz, me dijo una vez que “las cosas que no empiezan bien terminan peor” y yo he aprendido a tener un enorme respeto por esas frecuentemente equivocadas generalizaciones propias de la sabiduría popular. Hanna Eriksson y Erik Södermalm tomaban unas copas apostados en la barra de un bar de Tossa de Mar y conversaban sobre París, desde donde viajando en auto habían bajado hasta la Costa Brava para presenciar no sé qué torneo de tenis. El que les servía las copas que tomaban con sed nórdica era yo, que me había quedado sin un centavo y que decidí emplearme como lavaplatos en un lugar turístico después de descubrir en Barcelona que no tenía dinero para comprar cigarros. Fue una elección rara, porque siento aversión por los turistas, pero peor hubiese sido prostituir la guitarra poniéndome a tocar tangos en una estación de metro. La música no resiste la velocidad de los subterráneos. El aprendizaje como lavaplatos y mozo lo hice en un barcito encantador de Lloret de Mar, un balneario próximo y decididamente menos ostentoso. Allí rompí una enorme cantidad de cristales y volqué líquidos de la más diversa especie sobre los más disímiles turistas europeos. Cuando legué a Tossa de Mar había bajado notablemente el promedio de roturas pero un vaso de Martini fue a dar igualmente a la falda de Hanna. Erik no puso reparos en que yo mismo la secara con un trapo limpio pero ya humedecido y Hanna no dejó de reír en todo momento. Quizá tomase como una broma que luego de tirarme sobre su falda con el trapo yo terminase parado de manos al otro lado de la barra. Gracias a 29


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Erik que era un muchacho ágil y que me tomó de las piernas con una tenaza propia de un jugador de rugby no me quebré el cuello esa noche. Pero Erik no me miró nunca a los ojos con la misma calidez curiosa con que en cambio me miraba Hanna, que fue quien insistió en que los acompañara a Estocolmo. Esa noche yo quedé prendado con la sonoridad del idioma sueco. Hasta ese día me costaba distinguir entre el noruego, el danés, el sueco e incluso el alemán, pero escuchando hablar a Erik y Hanna, que se consultaban entre ellos sobre cómo se decía tal o cual otra cosa en español empecé a diferenciarlo y me sedujo. Posee un aire distinguido y sensual: como un jardín por el que corre agua. ¿No encontraron a Paris demasiado condescendiente con su imagen turística? Pregunté luego de reponerme del sobresalto, ya del otro lado de la barra, pero sintiéndome todavía protagonista de una película de los hermanos Marx. - ¿Condescendiente París? Inquirió Erik, creo que sobre subrayando el asombro para intentar dejarme en falso diciendo una tontería absurda impensable. (“¿Vas a trabajar o a conversar con los clientes a los cuales empapas?”, me preguntó por lo bajo el dueño del boliche. “Estoy procurando reparar los daños”, le respondí, improvisando. - París condescendiente sí, -retomé el diálogo- lleno de gente en pose. O por lo menos yo sentí algo así. Un mundo de personas no mirándose entre sí y en el apartamento de una amiga chilena que me acogió haciéndome pasar por poeta escuché a unos intelectuales franceses hablando de nada con impúdico entusiasmo. - “Impu… qué”, preguntó Erik. - A mí me pareció como siempre tan llena de vida sin embargo, dijo Hanna con los ojos recorriendo las botellas del estante ubicado a mis espaldas y bajándolos hasta los míos que la radiografiaban agregó: ¿No estarías mal predispuesto tú? - Sabes que uno encuentra a París de modo diferente según desde dónde se viaje, sabés, por lo menos a mí eso me ha pasado. Dijo Erik. - Ah…Quizá sea eso. Le acepté esforzándome por sonar convincente con el propósito de integrarlo en igualdad de condiciones al diálogo. Yo llegué a Paris desde Budapest, aunque pasé por Berlin antes…Quizá sea eso… - ¿Budapest? Preguntó Erik real y notoriamente sorprendido. - Budapest sí. - ¿Cuánto ganás? Preguntó Hanna mirando al dueño del bar, que ahora socarronamente se limitaba a escucharme fingiendo desinterés. - Cuatrocientos dólares al mes. - Eso lo ganas en una semana en Suecia, sentenció Hanna. - Tenemos un restaurante de cocina húngara en Estocolmo sabes. Explicó Erik a desgano. - ¿Húngara? Pero ustedes no parecen ninguno de los dos de origen húngaro… - No, pero nos conocimos en un campamento juvenil de tenis en Budapest al que fuimos a competir juntos en representación de Suecia y en honor a eso pusimos un restaurante de comida húngara. Explicó envalentonado y con orgullo Erik. - ¡Qué estúpida casualidad!, exclamé, y los dos rieron. Yo tengo un poco de húngaro y en cierto sentido es verdad que escapando de Budapest llegué a París. Le comenté a la nariz de Erik, a la que me vi obligado a acercarme más que a la de Hanna aunque los tres nos habíamos ido aproximando para superar los ruidos ensordecedores que nos rodeaban.

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- Hoy es tu día de suerte. Apuntó Erik por Hanna empujado levemente hacia atrás. - Mi día de suerte fue cuando nací. Le respondí sin convicción porque mientras lo decía recordé a Cioran, el poeta – filósofo rumano – francés para el cual el nacimiento es el peor drama del hombre. “Se que mi nacimiento es una casualidad, un accidente risible, y, no obstante, apenas me descuido me comporto como si se tratara de un acontecimiento capital, indispensable para la marcha y el equilibrio del mundo”, me escuché recitar. - ¿De qué hablas? Preguntó Erik. - De nada, en realidad, de nada… (“Está prohibido beber con los clientes”, me escupió el dueño del bar, ahora sí definitivamente enfadado). - Vámonos a otro lado. Ordenó intercediendo Hanna. Y Erik y yo obedecimos. “Te voy a descontar las copas rotas”, amenazó el propietario, sin pretender retenernos.

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Capítulo XVI

Violín solo ¿Dentro de mí no viene nadie? Quien observa ese río plateado y la silueta de Buenos Aires que refiere la azafata debería no ser yo. Una persona otra, protegida por un tumulto de risas envolventes a los lados quizá. Protegerse a una misma es un ejercicio para el que no basta la reiteración, la movilidad de los dedos, la técnica de la repetición. El violín puede mostrarse solo. ¿Puede una mujer? “Sin la tribu serás un violín solo, hay que poner mucha fuerza en el brazo”, me dijo Raquel al despedirme. Imaginarme niña, la pura alegría que de adolescente fui podría ayudar. No pensé que fuese tan difícil mirar para los costados y no ver a nadie. ¡Cómo no pensé en eso! Esa sensación es la que el ángel buscaba ahogar en pálinka. -¡Jovencita! ¡Estás temblando! ¿También a vos te asustan los aterrizajes? - Yo nunca había viajado en avión señora, pero los anteriores los he sobrellevado placenteramente. Este parece que no. - ¿Querés que cambiemos? Mirá que yo en realidad quería alejarme del ruido de las turbinas…¿Querés que cambiemos? - ¿Cómo es su nombre señora? - Elena, muchacha, Elena sin H. - Sabe Elena, yo no estoy aterrizando sino que el que aterriza es el avión. Yo estoy creo que ascendiendo. - Ah!! Así esta mejor. Qué linda sonrisa tienes. - Si me viera reír entonces! Yo soy gitana sabe, y los gitanos reímos para afuera, caudalosamente, porque para adentro no sabemos reír. Para adentro ríen en general los judíos. ¿Sabía usted? - ¿Para adentro si? ¿Gitana dijiste? - Si, para adentro. Sólo los pueblos que ríen para adentro aprenden a componer ironía. No lo digo yo que soy gitana sí, sino una amiga mía Raquel que es judía y ríe para adentro y cuando sufre, sufre también para adentro. Y es cierto porque yo lo aprendí, yo aprendí a sufrir para adentro aunque eso no sea muy gitano. - ¡Y yo que pensé que eras modelo! - ¿Qué cosa señora? - Elena muchacha, Elena sin H que es como me ponen en todos los papeles los burócratas suecos. Pensé que eras modelo sí. Perdóname que te lo diga pero eres demasiado delicada para ser gitana. - Eso dice también mi abuela. Y con ese argumento me dijo que me olvidara de ser gitana si no quería morirme de tristeza mientras estuviera fuera de casa. Pero ser gitana es un destino sabe Elena… - ¡La pucha! De verdad que nunca había visto gitanos tal altos y delgados. - Sí. No crea que yo he visto muchos, pero mi padre es así. Era así. Unos cuantos de mi tribu son así. - ¿Y se puede saber qué viene a hacer una gitana que parece modelo a Buenos Aires? - No vengo a Buenos Aires sino a la Isla de los Robles. - Ah…cierto. ¿Y cómo vas a ir hasta la Isla de los Robles? - Pensaba comprar un pasaje en Buenos Aires, por eso le pregunté si sabía dónde estaba con exactitud, porque no lo encontré en los mapas. - Bueno. Bueno. Mmmmm… - ¿Qué? - ¿Cómo dijiste que te llamabas? Yo soy un poco despistada sabes. 32


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- Emilia. - Bueno Emilia, a mí me espera un primo que hace años no veo y que tiene una enorme casa absolutamente al ñudo porque se ha quedado solo. Él y su bandoneón, mi querido primo…¿Qué te parece si te quedas unos días con nosotros mientras averiguamos dónde carajo queda la Isla de los Robles ésa? - Yo no quisiera molestar Elena. ¿Es molestia? Sí es molestia. Qué voy a hacer yo con dos primos que no se ven hace años. Primo, dijo, Elena. ¿Verdad? - Ya sé lo que haremos. Le preguntamos a él y listo. Si no es molestia para él, la verdad que me gustaría conocerte más. - ¿En serio? ¿Porque soy gitana? - No m´hija, no. No porque eres gitana. ¿Eres gitana de verdad? - (…) - ¡Pero qué linda risa que tienes carajo! Me haces acordar a mi hija que no era gitana pero a su manera trató de serlo… ¡Mira! Vamos a aterrizar. Quédate quieta y callada. Voy a cerrar los ojos si no te molesta….

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Capítulo XVII

Horacio Tengo naranjas, manzanas y té. Más tarde vendrán Elena y su primo Horacio, que resultó ser un individuo encantador aunque parece espera, sin apuro, la muerte, con bandoneón y mansedumbre. Su casa es una quinta con un jardín florido aunque descuidado porque ya nadie lo atiende como seguramente en otra época lo atendieron. Lo mimaron. Tanto que todavía preserva su aire señorial. La casa se parece a las residencias aristocráticas del mar Adríatico donde ahora vive el hermano menor de Raquel. El primo de Elena no es músico, como pensé en un primer momento cuando Elena le preguntaba si yo podía acompañarlos durante la semana que estarían juntos en Buenos Aires. Pensé que era músico porque cuando respondió que sí con naturalidad y hasta un poco de entusiasmo lo primero que hizo fue tomar mi valija y el violín, pero el estuche del violín lo abrazó como se abraza a un hijo. Horacio también perdió un hijo, y de eso hablaban ya sin indignación pero todavía con dolor cuando recuerdan con Elena otros tiempos en los que parece que pasaron muy mal. Horacio fue periodista. Pero dijo que un día se cansó. Buscar la verdad, cualquier tipo de verdad en estos países “empobrece los bolsillos y agota al alma”, le dijo a Elena. “Entre el populismo, el fascismo y todavía la mafia nos ha quedado una sociedad sin ideas y sin espíritu”, le dijo a Elena y yo recordé lo que Daniel, el hermano menor de Raquel, contaba sobre Yugoslavia, cuando trataba de explicarnos por qué había sido posible que mataran a mi padre y Elías tan impunemente. “El problema con la mafia es que no tiene ideología Elena, por eso es tan difícil combatirla”, le dijo en el único momento en el que, mientras conversaban, me dio la impresión de estar de más. “Además – le explicó – en la actualidad ya no es tan sencillo estimular a la gente a actuar en pos de algún ideal, mucho menos en contra de algo como la mafia, que aunque nos carcoma como sociedad, actúa con la suficiente inteligencia como para no dejar rastros y cuando los deja politizarlos, de modo de minimizar las consecuencias institucionales y así…” “En otro tiempo – le dijo hablando a borbotones como se habla con alguien a quien hace mucho tiempo no se encuentra – alcanzaba con gritar y la gente venía, se sumaba”. “Así nos fue, dicho sea de paso – le dijo a Elena que lo escuchaba en silencio – así nos fue”. “Terminamos mal porque jugamos al grito Elenita, por eso toco el bandoneón y poco más. ¿O te parece que me voy ha poner a gritar solo?, le dijo, pero Elena no le respondió porque creo que notó que yo empezaba a sentirme excluida. Parece que en estas aldeas hay poca gente preocupada por respetar la ley, ni la de Dios, ni la de los hombres. No creo que el ángel estuviese preparado para adaptarse a un mundo así, donde los soñadores no pueden sino terminar como vagabundos. ¿Y si se ha desmoronado? Cuando con Raquel leíamos en voz alta el libro “Iosl Rákover habla a Dios” y los apuntes sobre un libro de Camus que estaban en hojas sueltas en su interior decidimos que había algunos párrafos que en realidad son versos casi bíblicos y los hicimos imprimir tamaño poster en la Casa del Pueblo. Nos preguntaron de qué se trataba y les dijimos que de unos versos de un poeta llamado Vallejo que le encantaba a la mamá de Raquel. La mamá de Raquel nos ayudó a aprender verdaderamente español porque efectivamente amaba a César Vallejo y para leerlo ella misma lo había aprendido. Nos cobraron unos pocos florines y nos lo imprimieron sobre unos 34


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restos de papel que contenían muy borrosamente las sombras del rostro de Marx. Un Marx que reía. Yo nunca había visto un Marx así ni recuerdo haber visto ningún afiche con ese rostro pegado en los cartelones propagandísticos de Szeged, para ya a esa altura se veía venir el desmoronamiento y todo era posible. Incluso que los comunistas imprimieran un Marx que reía. Cuando la mamá de Raquel vio nuestra obra se le salieron un montón de lágrimas, “Ustedes imprimieron una metáfora del mundo”, dijo y recitó solemnemente el texto: “Yo creo en el Dios de Israel pese a todo lo que Él hizo para que dejara de creer en Él. Creo en sus leyes aunque no pueda justificar sus acciones. Mi relación con Él ya no es la de un esclavo con su amo sino la de un discípulo con su maestro. Inclino la frente ante Su grandeza, pero no voy a besar el látigo con que me azota…”. Al llegar a ese punto se quebró, pero recomponiéndose a medias continuó leyendo casi en susurros: …Dios significa religión, pero su Torá significa un modo de vida, y cuantos más morimos por ese modo de vida, más inmortal se hace Él”. Al observar la mamá de Raquel que su hijo menor había quedado excluido de la emoción que a los demás nos embargaba tradujo el texto al húngaro. Daniel entonces con tensa serenidad expresó: “No creo que corresponda morir por defender ningún modo de vida, así comienzan todos los discursos que alientan las lógicas de la guerra” y abrazó a su madre para que dejara de lagrimear. Entonces la mamá de Raquel decidió abrir una botella de Sangre de Toro para festejar nuestra ocurrencia de enviar esos posters a diferentes direcciones en la Isla de los Robles y, quizá, para celebrar la entereza de su hijo, que se atrevió a objetar el texto. “Es una locura simpática”, dijo Daniel, el hermano de Raquel, y nos prestó el dinero para enviar los posters. ¿Habrán llegado a alguien en la Isla de los Robles? Al atardecer de ese día, cuando ya únicamente Raquel y yo quedamos ensayando en la casa, nos llamó la atención que el comentario de Daniel fuera bastante similar a los recortes de Albert Camus que el ángel conservaba adentro de las páginas del libro “Iosl Rákover habla a Dios”. Camus decía allí que toda ideología que sostuviese la idea de que “el fin justifica los medios” es incapaz de conducir a una elevación de la condición humana. “Occidente todavía no ha comido la porquería que defecó desde la Inquisición hasta el Holocausto”, le dijo Horacio a Elena, que lo escuchaba con respeto y admiración infinitos. “Escúchalo con atención hija, escúchalo con atención”, me dijo Elena y luego le comentó a Horacio: “¿Sabes que esta belleza es gitana?” “Seguro, esos ojos no pueden sino ser gitanos”, le respondió Horacio con toda naturalidad. Y Elena: ¿Ves? Por eso hay que escucharlo con atención. Carajo, este primo mío”. Horacio le acarició la frente y le puso sobre los labios una mano que descubrí delicada remarcando el movimiento brevísimo del brazo con una mueca leve que creo quería decir a Elena que dejara de decir tonterías. Como una manzana y tomo té. De este lado del vidrio el sol entibia. No dan ganas de salir al aire frío de la primavera recién llegada. - ¿No quieres venir con nosotros Emilia? Me había preguntado Elena. - No, prefiero descansar y pensar. Respondí automáticamente. - Pero mira que Buenos Aires es una ciudad bellísima…Insistió Elena. - Sí, sé, lo imagino – dije – pero prefiero estar un rato sola. ¿No les molesta verdad? - Para nada. Dijo Horacio. - En absoluto. Dijo Elena. Y se fueron tomados del brazo. 35


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Capítulo XVIII

“Titta framot Erik” -¿Saben que tienen razón? Sentí una sensación rara en París porque mi estado de ánimo era el de alguien que está asesinando cosas en su interior, algo muerto… y por eso medio muerto uno mismo… Durante el viaje en tren hacia París fui pensando en mí mismo, cosa que no había hecho seriamente nunca antes… -¿Pero tú qué edad tienes? - Un poco menos de 20. - Si la edad estuviese en los ojos tendrías un poco más que nosotros… Dijo Hanna y le ordenó a Erik que mirara para adelante. - Nunca había andado en un auto tan imponente. ¿Qué marca es? - Un Volvo 750 GL. - ¡La puta! ¡Qué lindo nombre! ¿Y ustedes qué edad tienen? - Yo 27 y ella 26. - ¿Y por qué muerto? Preguntó Hanna. - ¿Por qué medio muerto? Un poco ¿no? ¿De verdad quieren saber? … ¡Az isten bassza meg is a kurva anyádat! Olvidé la guitarra en el cuartucho de atrás de la casa del dueño del bar… Todavía que me descontó 30 dólares en copas que le deben haber costado 3. - ¿Es valiosa la guitarra? - Bueno. Valiosa…no. - ¿Acústica? - Acústica sí. ¿Por qué? - Porque yo tengo una Yamaha acústica que no sé tocar y que ya no voy a aprender a tocar… - Es tuya. Dijo Hanna. - Es tuya. Repitió Erik. - No. En Estocolmo lo llamo y le pido que me la mande. La guitarra no es importante pero adentro dejé unos poemas que me gustaría recuperar. - Entonces pídele que te mande los papeles porque me parece demasiado amarrete como para pagar el envío de la guitarra. Dijo Erik. - ¿Por qué “medio muerto uno mismo”? Insistió Hanna. - Casi. - Casi. - Porque me dí cuenta que no era judío, ni húngaro, ni rioplatense ni sueco como ustedes y que por lo tanto tenía un problema, uno serio. - ¿Y qué tiene que ver eso con Francia? Preguntó Erik. - Titta framôt Erik. Titta framôt för fan!*1 Dijo Hanna con el brazo extendido hacia adelante. Y ¡cállate! Agregó. - No. No con Francia. Pero con las sensaciones que yo esperaba me impactaran en Francia…y además sentí que los franceses tenían un problema semejante al mío…estuve poco tiempo, pero sentí eso…y el problema me parece más serio todavía, tomando en consideración que Francia es un poco más importante que yo… - ¿Qué quiere decir consideración? Preguntó Erik. - ¡Coño. Puta. Merde! Hâll käften *2 Erik. - Jag vill förstâ honom lika mycket som du, sâ lugna dig Hanna.*3 ¿Qué quiere decir consideración?

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- Take under consideration… Dije un poco sorprendido por la violencia con que se hablaban. - ¿Y? Preguntó Hanna. - Y bueno, se juntaron un muchacho asustado con un país en crisis de identidad. Capaz que por eso me resultó extraño Paris… - ¿Y en tu país qué pasa? Preguntó Erik. - ¿En la Isla de los Robles? - ¿La Isla de qué? Preguntó Hanna. - De los Robles. - Nosotros vivimos en la Isla de los Robles. Dijo Erik. - ¿Hay un país que se llama la Isla de los Robles? Preguntó Hanna. - No es un país propiamente, es un lugar que queda cerca de Brasil… - Ah! ¿Sabes que nosotros vivimos en una isleta próxima a Estocolmo que se llama Ekerö, que en sueco quiere decir la Isla de los Robles. - Cuando subí al Volvo me pareció sí que ustedes podían ser ángeles enviados a mí por Dios. - Ángeles en Volvo…rió Erik. - Ángeles en Volvo sí, dije y reímos todos. - ¡Ojalá nuestra Isla te haga sentir en la tuya! Dijo Hanna. Que así sea. Pensé. Y sentí que mi cuerpo reía. Y que la risa le distendía los músculos. Y mi cuerpo se sintió tan distendido por primera vez en tantos meses que a los pocos minutos se quedó dormido como una piedra. - ¡Llegamos a Bruselas! Acá paramos a dejar descansar a mi cabeza, gritó Erik. Cuando abrí con esfuerzo los ojos Erik y Hanna no sólo no reían sino que me pareció que tenían los músculos del rostro enrojecidos como si hubiesen terminado de hacer el amor o discutido. Y yo preferí mirar para afuera. Estiré los brazos y dije: ¡Comamos, yo pago! Me devolvieron unas sonrisas tiernas y bajaron apresuradamente del auto. 1.- ¡Mira para adelante en nombre del diablo!. 2.- Cierra la boca 3.- Quiero entenderlo tanto como tú, así que serénate Hanna.

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Capítulo XIX

¿Era de Allende tu papá? Más allá de que algunos pueblos tienen una necesidad casi existencial por aprender a comunicarse en lenguas más abarcadoras que las propias, y que por eso mismo tienen o han aprendido a tener facilidad para absorber otros lenguajes, hablar en un idioma que no es el propio agota. No es un cansancio físico, sino una tensión de algún modo afectiva, una tensión con uno mismo provocada por la inseguridad, por el temor a expresarse ridículamente o lo que es peor, a no expresarse, a no saber decir lo que se piensa. ¡Vaya! Así vistas las cosas agota el no ser. Experimenté esa sensación trabajando en Duna, el restaurante de Erik y Hanna y ellos la experimentaron durante el viaje desde Barcelona a Estocolmo y luego, pues entre nosotros seguimos comunicándonos en español por la pura vocación de buena gente que los caracteriza, ya que bien podrían haberme exigido el inglés, como es costumbre en la mayoría de los países de Europa, salvo en Francia, cuando se encuentran gentes que no hablan la misma lengua. -¿Notaron que en Francia los franceses se niegan a hablar con los extranjeros en otro idioma que no sea el francés? - No había reparado en eso. Dijo Hanna, que también sabía francés. - Pues esa es quizá una de las manifestaciones del orgullo pueril que los está afectando. A eso me refería también cuando expresaba lo que sentí en París. El mundo es cada vez más chiquito como encerrase en las fronteras de lo que se ha sido. Reparé en ello porque se trata de un problema, de una manifestación que expresa un problema de identidad, que es lo que yo desde mi muy humilde perspectiva individual venía padeciendo. - Sí. Re pa re en eso. Dijo Erik. - Pensamos en ello mientras dormías, sabes. Como no hace mucho me dijo mi mamá: “Hanna tú eres muy joven para tener problemas con Dios”. Pero tú dijiste tener problemas de identidad en dos planos: uno religioso y otro nacional. ¿O eso me pareció entender? - Sí. Quizá eso haya dicho sí. Aunque mi padre decía que ya bastante complejo es ser hombres y que las demás búsquedas de sentido son secundarias por no decir intrascendentes. - ¿Era de Allende tu papá? Preguntó Erik. - No. Yo no soy chileno. Allende era chileno y mi padre era húngaro. - Ah! Claro. Pero tú naciste en la Isla de los Robles, ese país que dices que existe cerca de Brasil y que nosotros no encontramos en el mapa. Dijo Hanna mirando a Erik mirar hacia delante, - ¿Qué mapa? Pregunté un poco perturbado. ¿Yo había dicho haber nacido en la Isla de los Robles? ¿Qué confusión neurótica era esa? Hanna abrió un atlas enciclopédico tipo Michelin en la página correspondiente a América del Sur y me lo extendió hacia atrás negligentemente. - La Isla de los Robles es lo que quiero recordar de mi país. Expresé con un poco de vergüenza mientras le devolvía sin mirar el libraco. - ¿Es lindo vivir en Brasil? Digo. ¿Cerca de Brasil? Preguntó un Erik al que yo empezaba a querer. Dudé entre dormir otro poco o empezar a hablar. Supe inmediatamente que explicar era repensarme cruelmente a mí mismo. Poner vidrio a mi cara. Y eso era algo que yo tenía pensado hacer…algún día. ¿Hacerlo prestando atención a las palabras, al uso de un vocabulario entendible para Erik y Hanna? 38


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¿Repensarme mientras les contaba? ¿Puede uno explicarse a sí mismo en 800 kilómetros que era la distancia que nos separaba de Estocolmo? - Si quieres dejamos el asunto para cuando estemos cruzando el Báltico. Propuso Hanna, tocándome por primera vez con su mano blanca. - ¡No! Ustedes llevan a un extraño en el auto y les preocupa. ¿Eso discutieron mientras dormí? - Mmmm - Tú no tienes nada que qué preocuparte. Erik pensó… - Yo no pensé. Yo dije que qué haríamos si no te adaptas a Suecia. Hicimos este viaje porque atravesamos algunas dificultades de pareja, sabes. Y en realidad discutíamos porque Hanna no quiere tener hijos hasta cumplir 30 años. - Me pareció sí que me estaban tratando casi como a un hijo. Dije esforzándome por sonreir. - En absoluto. Y menos Hanna…Empezó a decir Erik, pero se cortó. - Propongo una cosa… -Se apresuró a decir Hanna acomodándose con las piernas cruzadas de frente a Erik y dirigiéndose a mí – Odio las palabras cruzadas… No hablemos todavía de nosotros mismos. - Sigamos con el tema francés. La respaldo Erik. - Sigamos. Dije, aprovechando para huir.

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Capítulo XX

La soledad Los espejos de esta habitación alta y luminosa: ¿albergan fantasmas? Al caer la noche: ¿Cuántas almas pondrán sus sombras a sentir frío o se reunirán religiosamente en torno al fuego del hogar? ¿Cómo puede alguien dejarse estar solo en un silencio tan profundo como este silencio? Agregando música, claro. ¿Pero un instrumento solo? ¿Y uno tan laberíntico como el bandoneón? “Cuando se esta solo es imposible no necesitar a Dios”, pensaba papá y por eso le regaló a la mamá de Raquel una Torá encuadernada en cuero que Elías tenía guardada como recuerdo de su madre. ¿Por qué Elías se la dio si quería distanciarlo de la mamá de Raquel? Hay actitudes de algunos hombres que parecen responder a una disposición a aceptar rupturas con la tradición, transgresiones, únicamente si son el resultado de gestos valientes, tenaces. Ya va siendo hora de que Horacio y Elena vuelvan. Empiezo a sentir hambre. Podría salir. Aunque en realidad lo que debo hacer es controlarme. ¿Y si no encuentro al poeta? “Te vuelves y basta”, me dijo Raquel. “Llevas suficiente dinero como para pasar como una reina”. ¿Por qué abuela no habrá querido que Raquel me acompañase? “Hazte mujer, pero no me olvides” dijo besándome la frente al despedirme. Actuó como los padres gitanos con sus hijos varones. ¿Tendré que agradecerle eso? La abuela es sabia. Es sabia a pesar de que no ha viajado, por lo menos no ella misma. Pero nunca ha estado sola en su vida. Hasta donde yo sé, ni un rato sola. “Bello es lo que se necesita”, le dijo Jorska a Iosl Rákover, como dice en broma Raquel que el “gaje” se llama. “Bello es el infinito”… ¿eh poeta? ¿Y qué cosa es el infinito? ¿El lugar donde no hay nadie? Yo escuché cuando le dijiste a Loren, antes de que corriera hacia el camerino: “las tribulaciones del alma son sagradas, respeta tus propios sentimientos que también estarás respetando a Dios”. ¿Eras consciente de que con eso la ayudabas a irse? Pero a Loren no le importabas tú. Loren odiaba a Elías porque la quería para él y por eso decidió buscar otra forma de libertad distinta a la que tenía. Bobo. Ni cuenta te diste. Fuimos juntas a decírtelo a Ujpalota, porque la abuela la obligó a ir y Elías no se opuso. “No hagas daño en el alma de ese muchacho que ya bastante tiene con la violenta ausencia de su padre”, le dijo. Ah! Loren…cómo reímos cuando la vecina nos dijo que por suerte se había ido “ese putañero” que había convertido el apartamento “en un prostíbulo internacional”…dijo, mirándonos y reprobándonos, sobre todo a mí, que todavía no era mujer. ¿No comprendiste que yo si lo amaba cuando te pedí que golpeáramos en el apartamento de al lado para averiguar más sobre él? No podías comprenderlo no, seguro. Ni tú ni nadie me veía todavía como mujer. Pero yo te envidié en silencio. ¿Qué otra cosa podía hacer? No precisaba experimentarlo, claro, pero ahora que lo experimento…qué difícil es estar solo…y especialmente inoportuno es estar solo y ser gitano… Horacio y Elena que ya deberían estar llegando, espero, me parece que están solos en un momento en el que debe ser terriblemente horrible estar solo que es cuando se empieza a envejecer. Quizá por eso se hayan buscado. Se les veía a cada uno en el rostro un deseo tan inmenso de acoger al otro. “Únicamente se está solo si se deja de mirar a Dios” me dijo la abuela… ¿A cual de los Dioses me preguntó? ¿A cual? Al que se le quejaba el “gaje” cuando leía en voz alta: “Muero sereno pero no satisfecho, golpeado pero no esclavizado, amargado pero no decepcionado, creyente pero no suplicante, enamorado de Dios pero no un ciego repetidor de “amén” ante Él”. 40


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Me impresionó tanto verlo al borde del arroyo tirar el libro contra el pasto al concluir la lectura de ese párrafo. Me enterneció tanto cuando lo fue a recoger cabizbajo y abriendo el libro en una página marcada volvió a leer: “Nosotros los torturados, los violados, los asfixiados, los enterrados vivos y los quemados vivos, nosotros los humillados, los ofendidos, los burlados, los asesinados de a millones, nosotros tenemos derecho a saber: ¿dónde están los límites de tu paciencia?... - ¡Habla sola nuestra gitanita, Horacio! - No Elena. Lee a Zvi Kolitz. - ¡Hola! Aquí están… ¿Cómo les ha ido? - A nosotros muy bien. Muy bien. ¿Y a ti?

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Capítulo XXI

La montaña mágica - ¿Usted leyó a Zvi Kolitz? Pregunté abalanzándome sobre Horacio. Tanto, que tuve contenerme por el camino para no parecer una “gitanita” impertinente. Elena se percató de ello y me pareció que lo lamentó. Lamentó que yo me hubiese contenido. Lo mismo que Horacio. Horacio traía apoyada en su brazo una bandeja que olía maravillosamente y que colocó sobre la inmensa mesa del centro de la habitación, donde quedó estropeando la belleza de los adornos de plata. - No sólo lo leí. Lo traduje del español al alemán. Exclamó Horacio mientras se encaminaba hacia la cocina en busca de cubiertos y vajilla. - Prefiero cenar en la cocina… - Sí. Esta mesa es demasiado ostentosa. Dijo Elena tomando la bandeja y empujándome detrás de Horacio. ¿Cómo has estado querida? Me preguntó mientras nos dirigíamos hacia allí. - Muy bien Elena, muy bien. Respondí pero Elena es demasiado astuta. - Tengo buenas noticias para vos. Me dijo casi al oído. Cuando terminaba de decirlo en algún lugar sonó el teléfono. Yo ni siquiera había notado la presencia del aparato de modo que al oír el timbre agudo que venía de un lugar remoto de la casa me asusté como una chiquilla. - Yo atiendo. Dijo Horacio y trepó dificultosamente por una bellísima escalera de madera. - Un pollo mojado no va solo de una parte a otra del mundo Emilia. Y vos ya estás acá carajo… y no estás sola. Dijo Elena lo más maternalmente que le salió. Me sentó en una silla de la cocina, abrió la bandeja, me sirvió un trozo de carne asada que apenas dejaba espacios en el plato y cuyo olor me sobrecogió y se sentó a mi lado poniendo sus brazos sobre la mesa y su cara sobre las manos. “Aliméntate”, me ordenó. - ¿No sería mejor una ensalada? Inquirí y reímos. - Así está mejor, dijo y fue en búsqueda de tomates a la heladera. - ¿Con o sin cáscara? Preguntó. “Teníamos hambre, parece”, bromeó Horacio mientras sacaba el tomate de las manos de Elena y comenzaba a pelarlo él. “No creas que te alimentamos desinteresadamente”, me explicó Elena acariciándome al pasar la cabeza y agregó: “Horacio quiere escucharte tocar el violín”. Como me vio muy ocupada en la “chuleta”, así se llamaba la delicia con cuyos jugos comenzaba a recuperarme del frío de la soledad, le preguntó a Horacio si tenía noticias. “Todavía nada”, escuché que decía entonces aproveché para preguntar a Horacio sobre la traducción que dijo haber hecho de “Iosl Rákover habla a Dios”. - Fue un pasatiempo que en un momento encontré para no volverme loco. Comentó, como queriendo no recordar. Pero dejar de recordar ya no pudo porque Elena no le dio tiempo a olvidar. - Vamos, cuenta. Pidió. - Cuando Eva “desapareció”… - Eva es la hija. Dijo Elena. - … unos meses después, un amigo de una editorial muy importante me llamó para decirme que había encontrado para mi un trabajo del cual no podrían despedirme. Sabía que yo había estudiado en el Colegio Alemán y necesitaba un traductor para La Montaña Mágica de Thomas Mann. Me trajo las traducciones 42


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que de esa obra ya se habían realizado, se quejó de su calidad y no me dejó responderle que no. Era un muy buen tipo Jorge Luis, pero la verdad que traducir a Mann no resultaba lo más indicado para el padre de una hija desaparecida. Y supongo que no sabría que mi esposa había muerto de una enfermedad parecida a la que sufre uno de los protagonistas de la novela… Era Jorge Luis tan entrañable individuo y tan evidente que en realidad lo que pretendía era ayudarme a sobrevivir que empecé la traducción. Un par de meses después se apareció en mi casa y luego de dejar unos billetes sobre esta misma mesa me entregó en la mano un sobre donde dijo que encontraría los comentarios del propio Mann sobre su novela. Era una conferencia que Mann dio en 1939 en la Universidad de Princeton y en la cual le pedía a los estudiantes que leyeran dos veces el texto. Todavía no sé por qué pero me indignó tanto esa solicitud que ahí mismo dejé de traducir. Sencillamente no pude traducir una línea más. Cuando lo llamé para contarle lo que me había pasado y anunciarle que le devolvería el dinero, en la editorial me dijeron que se había tenido que ir del país. “Tuvo que viajar al exterior”, me explicó en realidad la recepcionista, pero con una voz de “tuvo que irse del país” que no necesité más comentarios para percibirlo. Dos días después, cuando me predisponía a salir a comprar el periódico resbalé con el libro de Zvi Kolitz. Alguien lo había logrado deslizar por debajo de la puerta junto a un sobre Manila dentro del cual había dinero y una esquela. La esquelita tenía letra de recepcionista y decía: “El mercado editorial en español ha dejado de resultarme atractivo. Probaré suerte en el alemán. Necesito tu ayuda para montar una editorial. Verás que este título – que no ha sido traducido – puede resultar una manera sofisticada de llamar la atención. Un suplicante abrazo, Jorge Luis”.

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Capítulo XXII

Mènage à trois Un día Erik desapareció. Había encontrado para mí un apartamentito a dos cuadras del chalet donde vivían con Hanna pero Hanna no dejó que me mudara. “Es muy pronto para largarlo a vivir solo”, le dijo y punto. No aceptó discutir más. En el transcurso de los meses anteriores a mí me había llamado la atención la persistencia de Erik en presentarme suecas hispanoparlantes. Cada tanto llegaba a media tarde con una nueva. Pero yo sencillamente me escabullía. “Tengo que abrir el restaurante”, le decía invariablemente y me iba un par de horas antes de lo necesario. La desazón de su rostro era conmovedora. El tenis había dejado a Erik, que no quería ser uno más sino el nuevo Björn Borg y que como supo pronto por sus rigurosos entrenadores que no tenía suficientes condiciones, decidió cursar estudios de idiomas para imitar a Hanna, que además de estudiar lenguas en la Universidad de Estocolmo siguió –aunque no profesionalmente – jugando al tenis. Erik no. Cuando la conoció Hanna tomaba clases de guitarra y él decidió que también. Pero no parecía proponerse compartir las sensaciones del arte con Hanna sino competir con ella. El problema de Erik en realidad no era Hanna, sino él mismo, que no podía imaginar su vida sin Hanna. Yo nunca vi a nadie tan enamorado de una mujer. Y no se puede ser tan buena persona y estar tan enamorado de una mujer. “Es difícil ser sueco” me había dicho Erik el día que se largó de un portazo. “Estoy harta de que seas políticamente correcto todo el día, a toda hora, en toda circunstancia”, le había gritado Hanna minutos antes. “No lo entiendo”, me dijo a mí al pasar cuando luego de tomar una campera salió tras él para intentar detenerlo. Salió con campera y descalza y me regaló una bellísima sonrisa cuando volvió a entrar para recoger sus botas. Erik también me había dicho que no entendía a Hanna pero además me lo había explicado. - ¿Por qué no me da un solo gusto si yo la amo como no va a amarla nadie, y no son "romantiqueces", te lo aseguro. Nadie. Me dijo. Y bajando la voz: - No la entiendo. No la puedo entender. ¿Sabes lo que quiere hacer para salvar nuestra pareja? ¿Sabes? Yo no sabía, aunque creo que Erik creía que yo sabía. - ¡¡ Pues quiere que tengamos sexo los tres!! Tuve la delicadeza de no preguntar qué tres y en cambio traté de recordar cómo era que se le denominaba a esa práctica en francés. Erik le respondió a mi silencio. - Un menaje à trois. ¡La muy inocente! ¿No sabe que de esas experiencias no se puede volver atrás? Sabe sí. ¿Y si es lo que quiere? Se dijo a sí mismo, con los ojos enrojecidos. A mi me dio la impresión de que la única forma que tenía de ayudar a Erik, - al que yo había aprendido a querer creo que más que a Hanna, a la que sin embargo no negaré en ocasiones deseaba – era tematizando el problema. - Suecia parece estar atravesando un momento extraño en relación al sexo, algo como entre la búsqueda de más libertad y la pornografía, un espacio nuevo. Y sin embargo hay poco erotismo. ¿No te parece raro? - ¿De qué hablan ustedes? Preguntó interesada Hanna que terminaba de ducharse. - De sexo. Respondí rápido para dar tiempo a Erik a recomponerse. Y pregunté: ¿De quien fue la idea de abrir el Duna? 44


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- Mía. Respondió Hanna velozmente con lo que echó por tierra mi intención de demostrarle a Erik que en alguna cosa le había dado el gusto. - Hablábamos de las consecuencias que puede tener practicar el “menaje à trois”. Dijo de pronto Erik que como casi todos los suecos despreciaba los discursos elípticos. - ¿Va? Fôr fan! ¿De qué? ¡En nombre del diablo! Inquirió indignada Hanna. (Yo me puse en pié con la sana intención de retirarme) - ¡Siéntate ahí! Me gritó Hanna con un tono de esposa autoritaria del todo inesperado. - Siéntate… rogó al verme dudar. - Acabemos esto. Hablemos. Dijo Erik, - Esas cosas no se hablan, casi no se piensan. Ocurren o no ocurren. Le espetó mirándolo con un poco de odio Hanna. Y después le tiró por la cabeza la apreciación sobre lo políticamente correcto y pasó lo que pasó. “Me vuelvo a la Isla de los Robles”, le dije un tiempo después, cuando terminábamos de cerrar el Duna. “No era necesario que lo dijese poeta”, me dijo con triste ironía, abrazándome, y sin dejar que le explicara.

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Capítulo XXIII

“I nadearon” “Yo quisiera no pensar en vos cuando pienso. Quisiera hablar conmigo mismo”. Dije a mi padre. “Dialogar con tu memoria, no con tu ausencia”. Durante este viaje que ahora termina lo que quizá buscaba era conquistar el derecho a hablar conmigo mismo cuando pienso. Parece poca cosa. “¡Macanas, volar es maravilloso!” Escribió mi padre desde Budapest debajo de la letra pequeña de mi madre, que unas líneas más arriba había apuntado su miedo a los aviones. Y un poco más abajo: “Cuando lo hagas verás cuánto hemos avanzado en el dominio de la naturaleza”. “¿Hay un pleito entre la naturaleza y el hombre?”, me pregunto. ¿Y si el ingenuo afán que me ha motivado a buscar, buscándote, un sentido a la trascendencia del ser, no fuera más que una ilusión? ¿Y si me limitara a gastar el tiempo en el puro oficio de seducir y buscar placer? ¿El placer del dinero diluye? ¿El goce ilimitado del poder y del sexo diluye? El viejo Invernizzi, el de pelo blanco, el que “era alto como es lindo ser alto” pudo haberme respondido con Jeremías (2.5) y capaz que hasta en ladino: "e anduvieron tras de la nada i nadearon” que las traducciones más modernas, no respetando integralmente el hebreo pero recogiendo lo sustancial dicen: “e irse en pos de los ídolos para hacerse tan vanos como ellos”. El agua quieta copia, borroneadas, temblorosas, las formas de los árboles que desde arriba la miran… Una piedra basta para distorsionar aún más sus figuras entonces ya no tan erguidas. Pero al alzar la vista, de nuevo verdes, enhiestos, reivindican su belleza natural. Quedan ahí. ¿A dónde hay que mirar? ¿Cuál es la imagen real? Jorska, un gitano buena gente al que conocí en Hungría dice que lo necesario es bello y creo que por eso mismo cree que Dios es bello. Es probable que lo que Jorska desea expresar es que bello es lo puro, como ciertos estremecedores comentarios infantiles pueden ser puros. Cuando discutí con Jorska sobre Dios yo le dije que bello es el infinito, pero no puede ser cierto, porque ¿cómo puede ser bello lo inasible? Misterioso quizá, pero no bello. Y si no es bello es imperfecto. De modo que hemos creado un dios imperfecto que tanto se expresa en el punto que ahora pisa mi pie como en el infinito. Un dios imperfecto que para trascender como algo más que una metáfora, debe, finalmente, manifestarse en los otros. De modo que el problema no es Dios sino los hombres. “Hacer por los hombres algo más que amarlos”, tal como explicó aquel escritor Paco Espínola del que me dijiste que “era alto como es lindo ser alto”. “El tiempo de uno con los otros es el problema”, hijo, sí, recuerdo que dijiste. - Disculpe joven. - ¿Sí? - ¿Podría usted cambiarme de lugar? - ¿Cambiarle de lugar? Si claro, señora. Se ven apenas luces al aterrizar. Apenas luces. ¿Pero está usted segura de querer cambiarme el lugar?

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Capítulo XXIV

Los jazmines ¿De dónde viene la fascinación por los espejos? ¿Cómo puede alguien vivir entre tantos espejos? En la casa de Raquel, al entrar, uno se veía recibido por dos de ellos y en su cuarto otro permitía observar a quienes se acercaran desde la puerta. Aquí en lo de Horacio los espejos casi no permiten ocultar el rostro de las miradas de los otros. ¿Los espejos no perturban la soledad? ¿Qué devuelven? ¿Qué parte del yo? ¿O es que albergan a los otros idos, a los ausentes? En el campamento Loren y yo nos peinábamos ante un espejito que parecía de cuento de hadas, el resto era pura naturaleza y mobiliario útil. ¿Son útiles los espejos? No es que me molesten, pero me hacen sentir extraña. Cuando tocaba anoche la pieza de Bártok Béla que en mi memoria quedó asociada al “gaje” poeta y a mi padre, sentí que Horacio, observándome, procuraba sellarme en los espejos. Y a medida que el violín se metía en el aire de la habitación, quemando oxígeno, como quemaba un fuego pequeño que él mismo prendió mientras formulaba uno de sus inteligentes comentarios, en este caso uno sobre los gitanos, la música y las llamas de un fogón, Horacio se empequeñecía. Elena en cambio, sin tocarme porque sabía que no podía tocarme, me tocaba. Yo fui su instrumento de irse lejos, como yo me había ido, tanto que si me tocaba, una palmada cariñosa que vi que sintió necesidad o deseos de darme, no me hubiese alcanzado. Pues yo no estaba ahí. Eso es lo que tiene el violín y sólo el violín – que disculpen los músicos que se pelean con otros instrumentos – su capacidad de alterar la ubicación de la materia en el espacio. A mí decididamente no me atraen los espejos. Puedo entender la fascinación que provocan porque también a mí hay cosas que me fascinan. ¡Ah! ¡El olor de las carpinterías! Yo me desviaba del camino más directo para llegar desde lo de Raquel hasta la Casa del Pueblo – y me desviaba bastante – únicamente con el objeto de pasar por una carpintería y oler el olor de la madera, el aserrín y el sudor de los hombres que la trabajaban. ¡Y cuando conocí el taller del luthier de Szeged! Cada vez que había que llevar algún instrumento a reparar yo pedía para mí la tarea sólo para volver a oler el olor de las carpinterías. Ese aroma. ¿Cómo será el olor de la Isla de los Robles? El tuyo poeta lo arrastro en mí. Cuando quedaste caído sobre mi falda separé los olores de Loren para sentir los tuyos y me pareció que me envolvía algún tipo de flor desconocida. “Nos vamos todos para la Isla de Robles tuya”, me despabiló exclamando sin gritar Elena, mientras entreabría las cortinas y abría los ventanales del cuarto sin espejos donde dormí y en cuya calidez yo hubiera deseado permanecer un rato más. - ¿Qué es ese olor? Le pregunté frotándome los ojos. - ¿No escuchó lo que dije jovencita? ¡Nos vamos para la Isla de los Robles! - El olor, el olor. Ese olor… ¿de dónde viene? - Pero carajo que te dio con el olor… - Es el olor del “gaje” Elena. ¡Ese es el olor del “gaje”! ¡Istenem!* - ¿Qué olor de qué “gaje” querida? ¿Dormiste bien? ¡Nos vamos a la Isla de los Robles! Me gritó ya un poco enfadada al oído. - “Gaje” le decimos los gitanos a los no gitanos señora “gaje”. Y dormí algo bien, creo que bastante bien… ¿Me permite? Dije yendo hacia la ventana. - Ah pues que sí. Ese olor es el más bello de la tierra… Es el olor de los jazmines que empiezan a florecer.

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- ¿Esa flor blanca? ¿Cómo puede una flor blanca tener una fragancia tan esplendorosa? - ¿De verdad dormiste bien querida? - Elena… - ¿Si? - Isla de los Robles ¿Dijo? - Bien dice Horacio. Todos los días se aprende algo nuevo aunque aprenderlo no sea en ocasiones de mucha utilidad. ¿Tanto les cuesta despertarse a los gitanos? Isla de los Robles dije sí carajo. Y tutéame por favor, que el “ustedeo” me hace sentir vieja.

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Capítulo XXV

Ballenas Cuando bajamos Horacio nos esperaba vestido como quien se viste para viajar a París. O como yo supongo que alguien debería vestirse para ir a París. Elena revisó en mi maleta y eligió un vestido rojo. “Es un color que yo ya no puedo usar”, dijo y me lo extendió tan impositivamente que casi golpea mi rostro. ¡Qué forma más extraña de reír tiene a veces Elena! Parece que la risa no saliera de ella. Mientras bajábamos las escaleras iba riendo con los ojos pero los músculos de la cara se le veían tensos y no sólo no reían sino que parecían estar sintiendo un dolor intenso que venía de algún lugar profundo del cuerpo. Al entrar en la habitación principal Horacio tomó la mano de Elena y luego la mía y a las dos nos dijo, en húngaro: “Kezét Scólom”, que es una forma antigua y tradicional de saludar caballerosamente y quiere decir: “beso su mano señora”. - Tengo noticias: una desagradable y otra esperanzadora. ¿Cuál desea conocer primero la princesa? Preguntó soltando mi mano y mirándome completamente en los espejos. - Informe en el orden que usted desee caballero. Le respondí, continuando el juego. - ¡Al carajo con los modales de la aristocracia! Que acá la única reina soy yo. Dijo Elena y Horacio y yo reímos infantilmente mientras tomábamos las maletas para evitar ese esfuerzo a la Reina Elena, que bajó la escalinata de salida a la calle dando saltitos como de bailarina. Pero siguió riendo sólo con los ojos. - Bien. Dijo Horacio ya dentro del taxi. Viajamos primero a Montevideo, donde Elena tiene que ir a ver a una hermana que está muy mal de salud y si todo está bien en dos días seguimos viaje a la casa de mi amigo Jorge Luis en Punta del Este, que es un balneario cercano adonde me dicen que está la Isla de los Robles. - ¿Qué hermana? Pregunté a Elena impidiéndome preguntar a Horacio qué más sabía sobre la Isla de los Robles. - Una que cuando tuvo que estar no estuvo. Dijo secamente una Elena que desconocí y que sin embargo volvió a reír con los ojos cuando le ordenó a Horacio que me explicase qué más había averiguado sobre la Isla de los Robles. - Hasta donde sabemos no hay Isla de los Robles ni Bahía de las Tres Marías pero sí hubo Isla de los Robles y quizá Bahía de las Tres Marías. Los vecinos de un balneario donde tenía su rancho un dirigente político que hoy figura como “detenido – desaparecido”… - Sí. El padre del “gaje” estaba “desaparecido”. - “Gaje” llaman los gitanos a los nos gitanos… Dijo Elena, como si tal cosa. - ….los vecinos de ese lugar parece que llaman al Balneario con el nombre de la Isla de los Robles y a una ensenada rocosa que desde el rancho se ve con el nombre de Bahía de las Tres Marías pero por razones que todavía no supieron decirme no son ésos los nombres con los cuales figuran en los mapas. - Les pido que no se rían. ¿Prometen? - Seguro. Respondió por los dos Elena, jovialmente. - ¿En algún momento del año hay ballenas en esas aguas?

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Capítulo XXVI

Nieve Emilia tiene los ojos negros. Negros como negros son los rinconcitos de la bóveda del cielo donde imagino se mueve el tiempo. Y el cabello negrísimo y oscuro y con mechas casi azules. ¿Por qué pensé en Emilia cuando busqué una imagen para recordar Hungría? ¿Y por qué se me plantan ante los ojos de adentro los tonos amarillos, quemados, ocres, de las hojas de los álamos detrás de la mirada de la anciana que me quiso en Szeged? Pues quizá porque esa vieja me quiso. Apenas me vio esa anciana supo algo de mí que yo no sabía. El otoño a orillas del río Tisza, Emilia y la anciana gitana que seguramente me hizo el bien de ojos. Hungría quedó eso. Yo leía “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez, el único libro en español que encontré en la biblioteca de Ekerö y al terminar de leer ese primer párrafo en el que Jiménez dibuja el mundo infantil, esponjoso y tierno como el pelo del burro, a mí se me puso Emilia en la memoria. Buena parte de las impresiones en principio ilógicas que nos interpelan desde la memoria son laberínticas y misteriosas. La memoria preserva detalles que la ansiedad con que enfrentamos lo cotidiano no permite registremos en el momento en el que los observamos. Emilia pasaba el grafito de sus lápices de colores por una barra de chocolate y luego dibujaba. La forma en que mi abuela pinchaba con un escarbadientes los escones unos minutos antes de sacarlos del horno. La amplitud muscular de la risa de mi tía feroz cuando reía por nada, por el gusto de reír esporádicamente. El miedo de Hanna cuando quedamos solos: nunca antes había andado tan vestida por adentro de la casa. El azul tembloroso como mar inquieto de los ojos de mi padre cuando tomaba de tanto en tanto alcohol. Los labios de mi madre apretados hasta el hueso cuando al retirarnos sin novedades de los cuarteles donde buscábamos a Eduardo Bleier evitaba llorar delante de mí. La memoria preserva, escindidos, trozos de lo que vemos con el alma. Cuando releí lo escrito pensé: “lo que Emilia me ha contado y yo traté de contar a través de ella será mejor que sea ella quien lo corrija, desde su sensibilidad y con su tempo musical. Lo que he escrito yo no tiene corrección. Cuando Hanna me llevó a Arlanda, el aeropuerto de Estocolmo, yo observaba la nieve recién caída sobre la copa de los pinos y trataba de imaginar qué imagen de mi niñez que empezaba a quedar completamente atrás podía compararse con esa blancura. ¿La piel de quién? Pensé. Vaya a saber por qué razones de la mente. ¿La piel de mi padre enterrado con cal viva por sus asesinos que con ello buscaron eliminar su rastro? ¡Pobre nieve! ¡Pobre blanco! ¡Pobre piel! ¿Cómo iban a quedar representando tanta crueldad? ¿Menciona la palabra nieve Juan Ramón Jiménez en el primer párrafo de Platero y yo? Cuando Hanna vio que de mis ojos emanaban fantasmas amagó formular una pregunta que evite exigiéndole: “titta framot Hanna”. Y ella me respondió que el que tenía que mirar para adelante era yo. “Pero lejos, más lejos que mañana”, me dijo. - Adelante puede no haber nada, no seas mala Hanna. No me trates como a un niño. Afirmé por afirmar. Y ella me miró como diciendo aunque no dijo, apenas me besó con una ternura propia de un ser humano bueno: - “hay otras almas, hay preguntas, hay cuerpos, hay creaciones”… Y tenía razón. 50


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Capítulo XXVII

La Isla de los Robles “La mujer violín que sólo suena con uno no existe”. Pensé sin querer mientras caminaba con Emilia por la Isla de los Robles. No conozco hombre alguno que no se acobarde frente a la proximidad del amor. “La mujer violín que sólo suena con uno no existe”, volvió a susurrar en mi oído el maestro Tola Invernizzi mientras yo hurgaba en la búsqueda de las mejores palabras para entusiasmar a Emilia a encariñarse o no decepcionarse con un mundo que fue un paraíso pero del que sólo habían quedado, dispersos entre los matorrales: restos de ladrillos, tejas quebradas, maderas corroídas. La Isla de los Robles fue destruida una tarde de invierno de la que casi nadie guardó memoria. Quedó la presencia del mar. Quedó el mar. El paisaje. “La mujer violín… Pensé ayer nomás, cuando sinuosa y frágil como los músculos de una bailarina en la sala de masajes Emilia se retiraba molesta a llorar su rabia en los brazos de Elena. Y también lo tuve presente, claro que lo tuve presente, luego, al amarla. - ¿Por qué inventaste las ballenas poeta? - A veces hay sabes. Quise ballenas cuando en realidad con más frecuencia hay toninas, delfines. - ¿Y cantan por lo menos esas toninas? ¿Esos delfines? - Acá. Desde este punto: ¿qué observás? - ¡Una ballena de piedra! - ¿Ves? Así se llama este paisaje: Punta Ballena. De niño quise que el nombre respondiese a los avistamientos de ballenas…en la infancia podemos diseñar lugares tan reales y sinuosos como el mar… Elena, que pretendiendo protegerla nos espió la noche en que nos re-conocimos le comentó luego a Emilia – al pasar -, mientras discutían sobre qué hacer con un perro abandonado que se les había adherido –al carajo con los perros, le dijo- algo sobre lo que desde lejos había visto. - Ven. Mira desde acá. En ese pedacito de cielo, debajo de la luna, en ese pedacito de cielo que las copas de los árboles y las rocas dejan ver… ¿Qué ves? - Tres estrellas…tres estrellas solitas en hilera. “Desde lejos parecían bichos salidos del agua, cuerpos latiendo a media luz. Puta qué lindo. Era como si intentaran desvanecerse en la luz de la luna, sorberla”, le dijo Elena a Emilia, riendo con los ojos y la cara. “¡Qué desfachatada!” Comenté a Emilia cuando un poco avergonzada me lo contó. “No es que te tuviera miedo”. Se excusó. ¿Pero cómo saber cual era tu estado ahora? “La mujer violín que sólo suena con uno no existe”… ciertamente. Ocurre que el hombre bandoneón, que únicamente se lamentara, temblando, no puede ser capaz de producir ningún encantamiento. - ¿Adónde vas Emilia? Le pregunté cuando luego de tocar a Bártok en la playa enfundó el violín y sin esperarme comenzó a caminar hacia las rocas. - Voy para la Isla de los Robles… ¿Vienes? Dijo. Y yo dejé de recordar.

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Isla Embrujada

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Capítulo I

Isla Embrujada Detrás de Doña Matilde el mundo anda como inspirado. A su paso se transforma la inmovilidad aparente del paisaje de la Isla de los Robles. Las espadas de los pinos juegan con el viento, las rocas relumbran con otro brillo, y el mar trae tiempo, tiempo, más tiempo. Ola a ola. Y los delfines, las toninas, cerca de la orilla, lo ven pasar, lo dejan pasar. Al tiempo. Ese misterio por el que navegan los seres y las cosas. Yo la observo desde lejos. Primero su cabellera blanca, luego sus piernas delgadas, ahora los lentes gruesos. La veo venir por el ventanal de la vieja construcción de piedra abandonada en cuyo sótano está ubicada la carpintería, la veo venir y espero, disfrutando ya, el momento en el que luego de oler profundamente el aroma de la madera toma asiento y habla. -La vida es una mierda sin los detalles. ¿No opina usted? -Empezó hoy diciendo Doña Matilde. -¡Cuidado con la mecedora! Tuve que recordarle, porque ya ve poco. -A eso justamente venía – dijo – necesito que se acerque a mi casa para encolar la mía, que anda temblando como si tuviera más años que yo. -¿Y qué es eso de los detalles? Le pregunté mientras la ayudaba a depositar su largo cuerpo en un sillón que no he vendido sólo para que cumpla esa función, la de recibir a Doña Matilde cada vez que viene a la carpintería. -No bueno, es un decir… ¿Comparte usted esa sentencia? -¿Qué si la comparto? Por supuesto que la comparto. En los detalles está la sustancia. Le dije temiendo que esperase una respuesta más elaborada. -Doña Matilde quiere que yo sea escritor y sabe que durante un tiempo fui periodista porque logró sonsacármelo una tarde lluviosa en la que fue quedándose, cada más hundida en el sillón que desde ese momento empezó a ser de ella. Tanto que un día decidí obsequiárselo. “Bobo”, me dijo Emilia cuando le conté que la anciana reaccionó dejando nadar exactamente tres lágrimas por entre sus arrugas rosadas. Tres lágrimas fueron, tres que demoraron una eternidad en caer. “Bobo”, repitió Emilia dándome la espalda, su bella espalda de decirme cuando está enojada.

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Capítulo II

La carpintería. En invierno la Isla de los Robles se llena de viento. Uno helado y sonoro como el mar que lo levanta y agita. Uno cortante y señorial al que las gentes escapan no por temor, sino por respeto. Incluso durante los días soleados el viento domina la atmósfera en la Isla de los Robles. Las olas y Emilia dialogan con él. A mi me deprime, un poco a veces me deprime. Su persistencia me resulta autoritaria. No me agrada que cierre las ventanas contra mi voluntad y menos, mucho menos, que en ocasiones las abra desparramando papeles. Si yo fuese músico, como Emilia, no podría resistir su empecinada presencia invernal. Escaparía. Pero Emilia no. Emilia lo integra al violín. Lo hace sonar por debajo y por detrás. Lo deja silbar. Cuando religiosamente, una vez que ha oscurecido, encendemos el fuego, lo primero que hacemos no es de todas maneras ocuparnos del viento. Lo que hacemos es repasar las historias que durante el día yo he reunido en la carpintería. Puse una carpintería para verme a diario en la obligación de determinar qué destino darle a unas láminas de madera, pero también para comunicarme con la gente desde el lado del que escucha. Si uno por ejemplo vende repuestos, es más bien poco el tiempo que dedica a escuchar. La otra razón por la cual puse una carpintería fue Emilia. Ella ama el olor de las carpinterías. Ella ama ese olor y yo el olor de las historias de otros. No es que me seduzcan los detalles íntimos de las peripecias de la gente, pero sí el olor de sus historias. Las formas en que se desenvuelven y agitan. Con Emilia nos hemos prohibido modificar las historias que durante el día yo recojo en la carpintería: uno no sabe los efectos que sobre los hechos produce al modificar las palabras de otros. A nosotros no nos gustaría que nos toqueteen el alma. Lo que hacemos pues, es simplemente recrearlas. Y buscarles sentido. Cuando a la carpintería no va nadie, cosa que en invierno ocurre con demasiada frecuencia, repasamos la historia que Doña Matilde ha ido confiándome. Jugamos con las palabras. Pasamos el tiempo poniendo a dialogar palabras y notas musicales, aunque sin procurar ensamblarlas nunca por ahora. La Isla de los Robles ha cambiado tanto en relación al tiempo en que la descubrí… Cuando yo era niño veníamos aquí con mi padre a conversar mientras jugábamos en el mar. Con el mar. Entonces la Isla de los Robles era un lugar agreste, rocoso, casi salvaje. Ahora está cercado por una autopista y el mar ya no mira a los árboles sino a un montón de residencias lujosas que lo ven venir. En invierno de todos modos y en particular durante los días laborables, lo único que transita el cemento de la carretera es el agua. Los fines de semana invernales no jugamos con las palabras. Nos recluimos en el rancho, yo a leer y Emilia a inventar música. Nos perturba ver tanta gente deseando ansiosamente succionar el paisaje y la naturaleza en las veinticuatro horas semanales que dedican a disfrutar del ser ricos. He leído tanto últimamente que a veces dudo si no soy yo mismo un personaje de una novela. En un párrafo sobre el Alborayque que leí o creo haber leído hace unos horas no pude sin embargo evitar recordarme a mí mismo unos años atrás, cuando en el campamento gitano de Szeged conocí a Emilia. Yo no era entonces “ninguno de los animales de natura que en la Ley se hallan”, como dice el Libro de Alborayque. Todavía más, era algo bien parecido a un Alborayque. Según el texto, escrito en 1468 en España el Alborayque tenía “boca de lobo, rostro de caballo, ojo de hombre, orejas de lebrel, pierna de león y otra

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de águila, otra pierna de hombre con zapato y otra de caballo con herradura, y pelo de todos los colores”. En la carpintería he aprendido que los problemas de identidad pueden matar. Doña Matilde me relató hace poco el caso de un muchacho hijo de un diplomático que pasó su infancia y adolescencia en países muy disímiles entre sí y que luego, al ser implantado en un medio que no era el de él y donde era sistemáticamente excluido, su propio país –¿su propio país?- terminó asesinando (para llamar la atención sobre su drama – dice la anciana- ) a dos o tres chicas. Al hablarme del caso de este muchacho Doña Matilde me probaba como confidente, mencionaba detalles y me observaba como distraída… Ella cree que el drama humano es resultado de que Dios no le ha dado suficiente importancia a los detalles. Así nomás. En la carpintería la gente raramente me cuenta los detalles. O porque no me imaginan psicoanalista o porque no tienen suficiente tiempo. Emilia no deja de sorprenderme. La forma de relacionarse con el tiempo de Emilia no deja de sorprenderme. Quizá sea su forma gitana de entenderlo, o su diálogo con el violín, en el que se deja envolver, pero en todo caso resulta admirable observarla cuando es. Pues eso es lo que hace. Se deja ser a sí misma cuando empuña el violín y busca. Algunos detalles ponen de manifiesto la peculiaridad del tiempo humano - diríase que medieval - , en el que se desenvuelve. Ya ha quemado varias calderas que olvida, aunque olvida no sea la palabra precisa, en el fuego. Y no es distracción, sino que lo que explica por qué no deja de tocar y va a apagar el fuego es otra cosa. Es ese darle tiempo a su tiempo. A los ansiosos como yo esa relación con el tiempo a veces nos puede resultar morosa, excesivamente morosa, pero como ella dice: ¿Cuánto sale una caldera? Otro detalle. Emilia no subraya frases en los libros que lee sino palabras, palabras sueltas a las que yo creo que luego, antes de acostarse, reinventa.

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Capitulo III

Escones y té Buen día Doña Matilde. ¿Tan temprano por acá? Vine a llevármelo a casa. Pero si tiene mucho trabajo lo dejamos para otro día…Vine a buscarlo porque usted es muy remolón y yo ando necesitando el lugar donde pienso… -Ah claro, su mecedora… -Le preparé escones y té. ¿Puede venir? -Hoy no desayuné… -¿Así que usted fue traicionado? Inquirió del golpe. -Cuando uno vive en La Isla de los Robles, tanto como cuando uno vive en el campo o en países muy fríos, el clima es un asunto que se pega a la cotidianeidad… ¿Vio usted? Le respondí. -¡Ajá! De modo que efectivamente fue usted traicionado. Exclamó como felicitándose por su intuición. Y yo permanecí callado y pensando. Doña Matilde usó ese tiempo para encender un cigarro. La anciana fumaba esos cigarros largos que las compañías tabacaleras hacían antaño para lograr que las mujeres fumaran. Esos que tienen sabor y olor a menta. -Es traicionado quien por inocente se deja traicionar. Dije, rompiendo el silencio. -Así es. Así es. Respondió ansiosa y adivinándome. -No aprendí a tiempo a desconfiar Doña Matilde… -Si se va a lastimar no me cuente -¿A lastimar? -Mire muchacho. Voy a ser clara. Yo necesito que usted me escuche con el alma limpia. A medida que avanzan los años uno se pone cada vez más egoísta. ¿Usted se imagina que se puede ser generoso a mi edad? Así que yo no espero que me cuente para compadecerlo, sino para disponer de usted sólo para mí… -¿Me está seduciendo Doña Matilde? -¿Vio? Vea cómo usted también sabe ser malo… -Apenas un poco. Una nadita. -Así se empieza. -Le voy a contar… -No intente escapar, cuente... -Si usted fuera más joven Doña Matilde, si fuera usted… Yo no he aprendido a escapar, mastico con las entrañas. -¿Y entonces por qué puso una carpintería? -Usted sabe ser mala Doña Matilde ¡Cuidado con el escalón! -Creo que usted sabe poco de la vida… -Es posible Doña Matilde, tanto poco sé que quise cambiar el mundo y me traicionaron, si, ciertamente. -Siéntese ahí y siga contando. Le voy a servir té. Usted no sabe nada de la vida, efectivamente. -¿Usted cree que hay que renunciar a imaginar mundos mejores Doña Matilde? -Sírvase escones. -¿Qué sentido tendría la política si dejamos de imaginar no digo que “un mundo feliz” pero mundos mejores? 56


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-¿Con o sin azúcar? -Dos cucharitas por favor. -¡Siga! -El poder es un instrumento Doña Matilde, si todo vale, nada vale y el hombre sigue en guerra en lugar de hacer política…Me traicionaron Doña Matilde en fin, me cambaron por publicidad… -Usted no sabe nada de la vida. -Es posible, es posible. -Usted es un nabo, si me deja decírselo así. -¿Para qué es ese grabador Doña Matilde? -Ah, no se preocupe usted. No es para grabarlo a usted, es para grabarme a mí. Lo uso para no olvidar, porque de todo me olvido ahora. -¿Y qué anda queriendo no olvidar? -Cosas de las que me acuerdo de noche. Ayer grabé a las tres de la mañana. -¿Terminó usted con el asunto de la traición? -No, pero démoslo por terminado. Dije. Y mientras ella con unos gestos sutiles, -cambió la tetera de lugar, cerró una ventana, buscó unos papeles – producía un clima nuevo, dando por superado mi tema u olvidándolo, yo me quedé pensando si no habría sido ella misma la que con la paciencia propia de los ancianos fue descolando los brazos de la mecedora para con esa excusa hacerme ir a su casa. -¿Es esa la mecedora? Le pregunté. -Esa es. Pero usted olvidó traer la cola. Póngase cómodo. Me respondió.

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Capítulo IV

Horacio Aranjuez “A perturbar el cero venimos”. Esta frase aparecía escrita a lápiz al pie de una tela en blanco; una tela de dimensiones semejantes a las de la estatura humana. Estaba enmarcada y puesta sobre un caballete. La letra era la de Horacio. -¿Horacio? -Horacio Aranjuez es como mi hijo. De profesión pintor, aunque sobrevivió muchos años haciendo un programa nocturno de radio y vendiendo dibujos en las ferias. Sírvase más escones. -Doña Matilde. No lo tome a mal. Pero lo que me interesa es su historia… -Eso le ocurre a casi todo el mundo. Creen que los viejos tenemos cosas para contar de nosotros mismos… -No pero yo… -Oiga. Yo preciso tiempo. Concédame un poco del suyo… -(…) -En mi vida yo no he sido actriz principal nunca. No. Pero lo que voy a relatarle para que usted escriba, si quiere, que no es eso lo importante, - en todo caso usted podría - , a mí me pasó de lejos, como casi todas las cosas. De lejos… pero yo siempre atenta… Horacio y Laura. (Hizo un brevísimo silencio como esperando mi pregunta). -¿Laura? -La hija de mi hermano, que en paz descase. -Bueno por ahí entonces hay su historia… -Quizá, si. Horacio es hijo de una sabandija que se dice mi prima. ¿Se va a servir más escones? -No. No se moleste. -Laura y Horacio se conocieron en mi casa, en el Barrio Palermo de Montevideo. Le voy a dar fotos después. Si le interesa. ¿Le interesa? -(…) -En mi casa había un altillo desde el que se veía el mar. A mí el barrio no me traía buenos recuerdos pero a ellos les encantaba ese aire melancólico que tienen las urbanizaciones de casas bajas cercanas al mar. También le voy a dar algunas cartas y grabaciones del programa de él. Si le interesa. ¿Le interesa? ¿Más té? -Yo me sirvo doña Matilde, si necesito yo me sirvo. Usted siga… -Al principio venían a casa nada más para el desfile de las “llamadas”, en Carnaval. Disfrutaban infantilmente el baile de los negros, el irse juntando de los personajes “llamados” por los tamboriles, el baile largo y sonoro después. Y el bochinche, el bochinche hasta la madrugada. Manuela disfrazada de otra mujer los llevaba, los ubicaba como a niños y luego se iba a bailar. -¿Me presta lápiz y papel Doña Matilde? -Ahí tiene, use. Use nomás… Y bien, luego empezaron a venir a cualquier hora en cualquier momento, atraídos por los libros, por la biblioteca que heredé de mi padre. El altillo terminó siendo para ellos como un refugio. Y hubo un momento en que yo terminé ocupando el lugar de madre… ¿Me sirve té? -Ahora mismo… -Usted es una buena persona ¿sabe? De la vida sabe poco pero es una buena persona. Gracias. La madre de Laura estaba presa y la de Horacio… esa 58


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sabandija que jamás se ocupó de él. Una escribana más bien puta que cada tanto algún dinero le pasaba… Pero en general cuando ya no podían no llorar, mire que eran duros carajo, pero cuando ya no podían en el hombro en que terminaban llorando era en el mío. Yo no subía al altillo porque me daba asco. Antes que ellos empezaran a habitarlo no era más que un cuarto andrajoso en el que merodeaban los gatos de la vecindad. Ni Manuela ni yo subíamos. Manuela porque no tenía ya piernas para llegar hasta ahí y yo porque… no tenía ganas. -Cuente Doña Matilde, cuente. No se pierda… -A veces venían acompañados por otros amigos. Jugaban a los naipes. Se reían. Conteniendo el volumen pero se reían. Yo los escuchaba y me iba a dormir en paz. Un día Manuel me hizo un comentario de esos que hacen las viejas zorras: ¿No se estarán aquerenciando demasiado en ese cuartucho? Me dijo. Al día siguiente me levanté nerviosa. Cuando llegó Horacio, que era con quien yo podía hablar porque Laura en algún sentido raro queriéndome me temía, le deslicé un comentario cualquiera, pero provocador… Algo como ¿Están escapando del o entendiendo al mundo, ustedes, allá arriba? -Dice “allá arriba” como si estuviese hablando del cielo… Doña Matilde. -Del cielo… Mire usted… Qué apunte interesante… -Perdone. Siga… -“Nadie puede entender al mundo, si acaso a veces algo de uno mismo… pero si ni a los objetos es posible entender, abuela. Me dijo. ¡Más abuela será tu madre! Le contesté yo, porque el sabía que no me gustaba que me llamase así. -Pero quizá el andaba necesitando una abuela… -Espere no apure. Espere. Manuela tenía razón. En esos días empezaron a irse… O cuando Laura venía Horacio no… Se quedaban mucho rato leyendo, como esperándose, pero no se encontraban. Horacio además de leer, dibujaba… Un día llegó al amanecer. Ebrio. Lento. Callado. Lucía como si hubiese pasado la noche en uno de esos boliches donde todo lo que la mirada toca parece carcomido por la soledad. Tenía cara de estar refunfuñando contra la adolescencia que se le empezaba a morir. Y en los zapatos se vislumbraba que en cualquier momento se iba o dejaba de venir. Lo arrastré sin reparar en las formas hasta la mesa con té humeante, le cedí la taza sin otra ritualidad que la de quien se hace a un lado para dejar pasar a un animal herido, puse la cuchara en su mano y el azucarero delante de sus ojos y lo miré entonces por primera vez adulto, lo miré mimándolo, pero sin tocarlo, como hacen las ancianas con los hombres que alguna vez fueron niños en sus manos. Tomé asiento a su derecha para evitarle la mirada, para que evitara mi mirada y esperé. Unos segundos después bajó la cabeza y dijo que necesitaba ayuda económica para alquilar un lugar en el que pondría un taller de pintura. “Poca cosa. Y esté cerca, acá nomás, a unas cuadras”. Balbuceó. Manuela, desde la cocina, le miró la espalda. Cuando Horacio subió al altillo se acercó sigilosa a recoger la vajilla y sin mirarme dijo: “Desde gurisa veo a los hombres por la espalda. Este muchacho está fugándose de este mundo”. “Bien puede estar llegando”, le respondí, pero yo había podido olerlo. -(…) -Y ahora vaya. Vaya a abrir su carpintería. Cuando usted quiera le sigo contando. No sabía que iba a volver a acongojarme. No sabía…

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Capítulo V

Laura Doña Matilde tiene una forma singular de relatar. Es como si en lugar de articular palabras tejiese imágenes. Imágenes fragmentadas. “Luego de traspasar la puerta de hierro y descubrir la húmeda y expulsiva oscuridad de lo que ha sido intocado durante años Laura retrocedió. Caminó nerviosamente alrededor del casco principal de la casa, se detuvo a observar el lago, pensó que mandaría cortar unos espinillos que perturbaban la vista y finalmente, sacando los ojos de los muchos detalles que revelaban el estado general de abandono, volvió sobre sus pasos”. “¿Usted puede reconstruir el alambrado?” Le preguntó al hombre por el que se había hecho traer desde el pueblo. “Va a haber que arreglar algo más que alambrado”. Le respondió casi irónico el individuo, un paisano que sin embargo le había parecido tenía cara de bueno cuando lo miró manejando la camioneta en la que la trajo, casi empujando al viejo vehículo con el cuerpo, hasta la cima de la sierra más alta de Villa Serrana, donde está ubicada Isla Embrujada, la casa a la que se fugó cuando ocurrió la tragedia. “Yo le pregunté si puede levantar el alambrado”. Le respondió y mientras lo decía recordó el tono autoritario de Milton cuando hablaba por teléfono con el cuidador de la casa, al que de tanto tiempo que pasó sin ir debía bastante dinero. “¿Sabe usted dónde encuentro a Perico?” Le preguntó un poco más condescendiente, mientras el hombre empezaba a bajar las valijas y los baúles de la camioneta. “Va a haber que rehacer el quinchado también”. Dijo el hombre de pronto servicial. Y Laura aprovechó para pedirle que entrara a abrir las ventanas de la casa. “Al traspasar la puerta de hierro observé a mi sombra en los cristales soleados y dudé. Quiero creer que no era yo misma sino mi contorno y por eso tuve miedo”. Me escribió Laura unos meses después. Una vez en el interior se topó con objetos extrañamente acogedores: jarrones de barro, máscaras de greda, antiguos tachos de leche, cuadros, libros, campanas, campanas de bronce, de madera, de barro, pequeñas y medianas, unas colgando, otras en el piso y lámparas, decenas de lámparas y un montoncito de leña al lado de la estufa de piedra. Y polvo y telarañas que ella secó mentalmente y humedad sobre los muebles de madera y por todos lados heces de ratón o de murciélago que también borró con su imaginación. “De lo contrario tendría que haber corrido”, me escribió. Milton, el cincuentón militar con el que sorpresivamente se casó unos meses después de pelearse con Horacio nunca la había llevado a “Isla Embrujada”, a pesar de que era la única cosa de la que le hablaba con dulzura. Para que usted entienda le voy a entregar esta carta. Vaya y léala. Me dijo Doña Matilde la tarde en que luego de relatarme las razones por las cuales Laura se fue a vivir a Villa Serrana decidió echarme amablemente de su casa, adonde había logrado hacerme ir casi como rutina mediante el recurso de contarme la historia por capítulos. *** 60


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(Fragmento de una carta de Laura a Horacio Aranjuez. Doña Matilde piensa que es por lo menos extraño que haya llegado a sus manos. Que Horacio no la haya destruido después de leerla) “En algún momento, poco después de haberlo conocido, y cuando recién comenzaba a asumir que me había equivocado, (aún amándolo como ahora lo amo), intuí que sólo entrando tomada de su mano a esta fortaleza llamada Isla Embrujada podría entrarle a su vez a su pasado. Pero se negó con la primer o segunda bofetada paternal y autoritaria. Luego una escena idéntica o similar caracterizaría todos los finales de nuestras conversaciones. Milton tenía cicatrices ene l alma y no quería mostrarlas, no sabía mostrarlas. Pero no sé si quiero contarte la peripecia de mi vida después de vos en detalle. Aún no, pues todavía aparece. Aparece adusto e indiferente. Y aparecen sus ojos verdes y altivos. ¡Ah Milton y su estampa castrense! Cuando rechazaba la idea de traerme a Isla Embrujada Milton no era indiferente. Indiferente era cuando me hacía desnudar frente a un espejo que él miraba desde su estudio, o cuando me tocaba sin dejar de decirme que era un crimen hacerlo. Él sostenía que yo era “un objeto más para la contemplación que para el tacto”. Y no era el único, pues algo de eso hacés vos a tu manera, ¿no? Así que yo le insistía y le insistía, pero se murió sin traerme. Pero en fin, quizá no sea útil hablar de estas cosas ahora. Y no quiero que escuches expresiones de dolor. Las lágrimas no son conmigo. Creo que antes de que salgan mi cuerpo las tritura por algún mecanismo que yo misma desconozco. Dejó salir algún lamento de vez en cuando, sí, claro. A veces extraño el olor del “puchero” del Bar de la esquina de la casa de la abuela y a veces hasta el ruido de los destartalados camiones recolectores de basura cuando subían lastimosamente la cuesta de Gonzalo Ramírez hasta llegar, al fin, a paso de hombre, hasta la alta esquina de Magallanes. Otras veces extraño la tibieza de las salas de teatro. El murmullo de los actores en el escenario. Murmullo sí, porque son pocas las obras que logré oír completas sin perderme en algún escenario de mí misma. Quizá fuese el temor a que alguno de los actores caricaturizaran la riqueza espiritual de su personaje, cosa tan frecuente en las salas cuando a nosotros nos tocó el tiempo de ir al teatro y eso me hacía perder el hilo de la historia, es decir, perderme. Como ahora a veces me pierdo, esperando no sé qué cosa. O quizá esperando por vos”.

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Capítulo VI

La mujer violín Emilia a veces sugiere que se va a marchar. No dice que se va a marchar, sólo lo sugiere. “Extraño tanto el olor de los caballos de Szeged”, comenta. O dice sencillamente que no se acostumbra a la soledad cuando yo “me pierdo”. Que es lo que asegura yo hago cuando paso varios días sin hablar. “Si tu no estás La Isla de los Robles deja de ser protectora”, se queja. Este tipo de conflictos en algún momento surgen con las personas a las que uno mima mucho. ¿Pero cómo no iba yo a mimarla excesivamente, si es lo que ella ha hecho una y otra vez sobre mi yo Alborayque? Un día cualquiera que pudo haber sido un viernes, un viernes cualquiera, yo le dí a entender que estaba empezando a poner en duda la existencia de La Isla de los Robles. Y en seguida me puse a mirar sus ojos que me miraban con susto. Y luego caminó como ella camina, desplazándose sin hacer ruido, hasta la habitación sin espejos donde a veces juegan su violín y su cuerpo. Al rato regresó adentro de un vestido de hilo blanco con algunas flores rojas y anaranjadas bordadas por artesanas húngaras, fresca de aire y altanera de mirar desde lo alto. Se detuvo delante del fuego y mirándome con todo el cuerpo preguntó: ¿Quieres? Y se movió de un modo extraño. El cuerpo le temblaba como a los caballos cuando guardan silencio para escuchar al viento. Tomó un brazo de violín y con él jugando, puso sus pezones a apuntarme y su cabello a esconderlos y liberarlos y a cubrirlos y a exhibirlos y el vestido rodó deslizándose hasta quedar pegado a la madera del piso, donde apoyó juntas sus rodillas primero y luego las nalgas y finalmente su altura toda, ahora enrollada y quieta, luego alargada como las sombras del fuego. Y yo dejé el libro que trataba de leer sobre la mesa y semidesnudo y dándole la espalda me paré frente a la pared de piedra donde dejamos que la luz de las brasas chivee con las flores amarillas de Van Gogh. Y ella siguió contorsionándose sobre su vestido blanco. Hasta que gata ágil se pegó a mi espalda, ya sudando, y me lamió y besó con la morosidad de su tiempo sin tiempo. Y con la mano y los labios jugó hasta poner cremoso el marco de cuadro del hombre que se cortó una oreja. Y luego repetimos el juego pero a la inversa, y ella escupió sobre el marco del Van Gogh. Y allí quedaron las manchas que ni ella ni yo limpiamos, hasta hoy. Miro esa mancha cuando pienso. Cuando saco los ojos del fuego, o cuando los saco del aire que rodea a Emilia cuando toca el violín, o cuando a desgano los tengo que traer hacia adentro, una vez que ha atardecido sobre la Bahía de las Tres Marías, que es como llamamos nosotros al paisaje que observamos desde la Isla de los Robles, nuestra casa de Punta Ballena, el balneario donde habitamos. “La mujer violín que sólo suena con uno no existe”, me explicó un día Don Tola Invernizzi, un viejo sabio alto de ser alto al que últimamente he recordado mucho porque era de la misma estirpe que Doña Matilde. La frase me vino a la mente cuando percibí bastante claramente que Emilia quizá extrañe Hungría, pero antes que extrañar Hungría está molesta conmigo. Hay historias que no se deberían compartir con nadie. Pero Emilia no estaba dispuesta a quedar fuera del juego de jugar con las palabras de otros con el que nos entretenemos en invierno, de modo que hice con la historia que Doña Matilde me contaba lo mismo que hacía con las de los otros visitantes de la carpintería. Sin embargo el relato la ha perturbado. ¿Tú entiendes qué es lo que 62


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Doña Matilde pretende que hagas con su historia? ¿Y por qué te la cuenta? Me preguntaba. Y yo no tengo la menor idea. Sé que desea que yo la escriba, pero no por qué. Y eso a Emilia por alguna razón le molesta. Posiblemente porque supone que yo me estoy enamorando de un “fantasma”. Considera “una fantasma” a Laura. ¿Cree Emilia que yo soy un cínico? “Para los hombres es muy fácil sumar mujeres”, me dijo cuando discutíamos. “La vida de los hombres es más sencilla de jugar”, opina. “Las mujeres estamos mucho más solas en el mundo, siempre solas”, dice. “En eso radica nuestra inocente pureza, ustedes son unos cínicos”, me dijo cuando la discusión se acaloraba. Yo le contesté con una frase que había leído pocas horas antes, de una escritora llamada Carmen Posadas. “A las mujeres les enseñan a ser fieles, pero no leales”. “La imaginación no puede ser calificada como cínica” Emilia, por favor… le dije también, quizá en retirada. ¿Crees que la imaginación puede contenerse en los límites de la monogamia?, le pregunté. Y Emilia no me contestó. Hubo un tiempo, citaba Marguerite Yourcenar a Flaubert, “cuando los dioses no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Fue un tiempo en el que los seres humanos no nos mirábamos en el espejo del tiempo y el espacio era en todo caso un puro juego de imaginar. No habíamos sido todavía adoctrinados con una moralidad hegemónica y excluyente. No resolvíamos en la búsqueda de un perdón fácilmente otorgable –porque en eso consistía el poder de quienes se atribuyeron el don de concederlo- cualquier clase de culpa, nada de eso. Antes bien, quizá únicamente una sencilla ética de la libertad. Pensé en Yourcenar y en los griegos cuando Emilia no me contestó. Pensé decirle esto. Pero no lo hice. No lo hice porque se sabe hace demasiados siglos ya que los celos no razonan.

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Capítulo VII

Lucho (Reproducción literal de uno de los editoriales con los cuales Horacio Aranjuez iniciaba sus programas nocturnos de radio. Lo desgravé de una de las cintas que me proporcionó Doña Matilde porque lo muestra muy valiente. El país padecía entonces una dictadura militar y lo que aquí sostiene no deja de ser un acto de resistencia) “Yo amo el espíritu independiente de las cosas, la sabia musicalidad de un piano que sufre solo, la risa de una guitarra cuando goza de su magnífico dominio del silencio. ¡Y sin embargo tardé tanto en ocuparme del movimiento de las cosas! Ayer me peleé con el farol. Él quería quedarse junto al ramo de cardos con los que intentó comprarme una alumna de mi taller de pintura, yo le sugerí que procurara seducir a la cafetera turca que ya sin silbar se pavonea sobre el mantel bordado de la mesita donde esperan las botellas. Creo que salió ganando pero si lo veo triste lo volveré a poner sobre el armario. Yo amo el espíritu independiente de las cosas. Las cosas suelen tener una libertad que nosotros los seres humanos no tenemos”. Horacio Aranjuez sobrevivía dando clases de pintura – preferiblemente a adolescentes bonitas –, y vendiendo en las ferias unos dibujos de perros abandonados que parecían estar a punto de morir de tristeza. Doña Matilde me obsequió uno. Con el programa de radio no obtenía rédito alguno, según pude saber por el director de la emisora donde su espacio se emitía. (Emilia viajó conmigo a Montevideo cuando decidí que podía ser interesante investigar por nuestra cuenta algunos detalles que quizá Doña Matilde no preservaba o que no podían ser extraídos simplemente de la lectura de las cartas de Laura o de la contemplación de las pinturas de Aranjuez, o de las grabaciones que la anciana me iba dando. Me alegró el gesto de Emilia, la voluntad que puso al involucrarse en un asunto que no le interesaba. No es que con ello me hubiese hecho recuperar la conciencia sobre la firmeza de su voluntad. Eso yo ya lo sabía. Viajó desde Hungría, donde nos conocimos, hasta un lugar perdido en el sur del mundo, sólo para encontrarme. Pero su gesto me alegró porque con ello se revelaba además solidaria). El director de la radio apenas recordaba a Horacio, pero tenía presente que no le había pagado nunca un centavo. “Bastante con que lo dejé salir al aire”, nos dijo cuando nos despedíamos. No era un tipo que tuviese mucho que decir. He notado que eso ocurre con la mayoría de los propietarios de radio que conozco, lo cual no deja de ser sorprendente. Pero el viaje a Montevideo, que planeamos durante semanas y que por diversas razones postergamos mil veces, no fue de todas formas infructífero. Cuando salíamos del edificio nos interceptó el operador jefe de la radio. Un narigón con rostro de técnico por donde se lo mirase. “Yo... conocí... bien... a Ho.. racio Aran... juez”, nos dijo sin tartamudear pero como si tartamudease. Y Emilia le preguntó si había almorzado. –¿Lo han vi... si... tado ustedes? Nos preguntó ya más sereno luego de beber agua con hielo, que fue todo lo que pidió.

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–Sí claro, somos familiares. Le respondí apresuradamente yo, porque Emilia no sabe mentir. –¿Y cuándo sa...le? Nos consultó. –En cualquier momento. Escuché mentir a Emilia. –Ya era hora ca...rajo. Opinó Lucho, que así se llamaba. Y dijo todavía: Todo por esa yyye... gua. Cuando salieron los pre... sos polí... ticos pensé que él también saldría y ya ha... ce ¿cuántos años? –¿Vos la co...nociste? Le pregunté sin querer. –Claro. Cómo no la voy a conocer. Si era la que más venía a la radio y a veces hasta atendía las llamadas desde la sala de operadores. Estaba tan buena y se vestía tan provocativamente que me desconcentraba. Dijo sin tartamudear. –¿Y vos que opinás? Pregunté por preguntar. –Que hizo el amor con ella no tengo dudas, pero de ahí a que la vio...la... se; no sé... ¿Conocen ustedes a Su... sana Po... co... raro? –No. La estamos buscando. Dije pero sin convicción porque todavía no había logrado sobreponerme a la sorpresa. –Es fá... cil. Dijo. Vive en el edificio lindero al taller de Horacio. –¿La has vuelto a ver a la ye...gua? Le pregunté mientras observaba el temblor de las manos de Emilia que buscaba dinero en su monedero. –Se nos ha hecho tarde. Dijo poniendo un billete en la mesa. –Nunca. Contestó Lucho, enfáticamente.

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Capítulo VIII

La Cueva Susana Pocoraro vivía a media cuadra de un sótano donde los personajes más folclóricos del barrio Parque Rodó se juntaban a jugar a los naipes. No era frecuente que Pirueta, el dueño del boliche al que los parroquianos denominaban La Cueva y que así terminó llamándose, dejase entrar mujeres. Pero Susana y alguna otra audaz en general de mayor edad a veces se atrevían a descender por las escaleras de baldosas quebradas. El lugar había sido pensado como depósito de madera de una señorial casa de principios de siglo XX debajo de la cual estaba, pero que sus propietarios a regañadientes tuvieron que alquilar a mediados de los 70 para hacer frente a contingencias económicas propias de las familias de clase media alta venidas a menos. En la casa se instaló una pensión y en el sótano La Cueva. Horacio montó por aquellos años su taller en los fondos de la misma residencia, donde alguna vez quizá hubo un patio – jardín. Doña Matilde no recuerda haber reparado en la existencia de La Cueva, pero reconoce que le llamaba la atención el olor a chorizo al vino blanco que ascendía desde unas aberturas enrejadas que se ubicaban casi al mismo nivel que la vereda. En cambio no olvida la impresión que le produjo ver la cama de Horacio colocada con el respaldo pegado al tronco de un árbol cuyas ramas bajas caían a los lados del colchón y cuyo tronco ascendía atravesando misteriosamente el techo de chapas de un acrílico transparente. Y los estantes con libros junto a las madreselvas. Y los tarros de pintura y los frascos con pinceles entre las hojas de los jazmines. Y el retrato de Laura frente a un espejo enmarcado en roble. Y la tela blanca con la frase (“a perturbar el cero venimos”), que Doña Matilde dice despertó su curiosidad sobre lo que el muchacho estaba viviendo, colocada entre ambos bajo un foco de luz que rebotaba extrañamente de un objeto a otro. No había mesa, de modo que le preguntó dónde comía. Y Horacio le contestó que al lado, seguramente refiriéndose a La Cueva aunque Doña Matilde cree hasta hoy que refiriéndose a la pensión. Emilia y yo, buscando la dirección exacta de Susana Pocoraro, logramos intercambiar algunas palabras con Pirueta, que nos recibió a pesar del cartel de “Cerrado” que lucía la puerta de hierro sin vidrios de La Cueva. A unos cincuenta metros de la entrada, en los fondos del local, que corría paralelo a una avenida poblada de árboles frondosos, se veían, apiladas, las mesas que más tarde serían utilizadas para que los jugadores compadrearan con sus saberes de vino. Nos sentamos frente a la añeja barra que frenaba el paso a las mesas del fondo y delante de la cual, cerca de la puerta, estaba el billar, pura madera casi sin verde, y los futbolitos, bastante destartalados. –Me parece que ya no vive, pero hasta hace poco vivía en el tercer piso del único edificio de apartamentos que van a encontrar en esta cuadra. Nos dijo cuando le preguntamos por Susana. Y quedó mudo y estudiándonos. Emilia, que venía demasiado entonada de la conversación con Lucho, le dijo entonces que Horacio le mandaba saludos. –¿Y plata? Preguntó. –¿Cuánto le quedó debiendo? Intercedí. –El sabe. Respondió. Y sacó una panza prominente a caminar hacia la puerta, invitándonos amablemente a retirarnos.

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Capítulo IX

Las comadres Que Pirueta nos diera un dato equivocado sobre la gente que habitaba en el barrio al que con Emilia presumimos debía conocer como la palma de sus manos nos pareció raro, pero no le dimos importancia. Estábamos enterándonos de demasiados detalles extraños como para poner atención a cosas tan insignificantes. Susana Pocoraro vivía todavía donde Pirueta dijo que le parecía que ya no vivía. Es cierto que sus padres se habían divorciado y que al abandonar el apartamento el padre se llevó casi todo el mobiliario en una mudanza que quedó en la memoria del vecindario. Entre otras cosas porque dicen las comadres de la cuadra, con las cuales hablamos, que hasta último momento, “hasta cuando se subía a la caja del camión en el que se llevó sus cosas, siguió increpando a Susana”. “Puta hija de otro”, es lo menos que le dijo, nos explicaron. Susana no era bonita como yo había imaginado por los comentarios de Lucho, y sobre todo por el deseo que expresaban los ojos de Lucho cuando se refirió a la muchacha. Era en cambio físicamente atractiva. Tenía cuerpo de vedette de Revista. Una inmensidad de cuerpo. La madre, en cambio, una cuarentona menuda y de pelo muy corto, tenía un rostro perturbador, tipo Joni Mitchell. “En esta casa no hablamos con extraños”. Nos dijo Susanita cuando les explicamos que teníamos intención de conversar sobre Horacio Aranjuez. Y la madre asintió a sus espaldas, como nos pareció que asentiría ante todos los gustos y decisiones de su hija. A unos treinta metros de la puerta del edificio de apartamentos que Susana y su madre nos cerraron en la cara, en la esquina opuesta adonde estaba La Cueva, un grupo de viejas nos miraban de reojo mientras conversaban con el almacenero. Posiblemente sobre el precio de las verduras de estación. Frente al montón de cajones cubiertos por una lona deshilachada que protegía frutas y verduras cuchicheaban las viejas. Cuando nos acercamos con Emilia, sin demasiadas esperanzas ya de obtener más datos en Montevideo, las mujeres se pusieron de espaldas. Observé que Emilia volvió a ser Emilia y se molestó y yo pensé que aprovecharía en las próximas horas que la actitud de las ancianas la hubiese perturbado para recriminarle su propia actitud hacia mí cuando también dándome la espalda se manifiesta molesta, las más de las veces por cosas sin importancia. Claro que de espaldas Emilia también es bellísima y para recordarlo, yo dejé que se adelantara unos metros. –Señora... –escuché que le hablaba a una de las viejas– ¿podríamos hablar con usted? –¿Sobre qué? Preguntó la vieja mirándola desafiante. –Doña... estamos tratando de reconstruir el caso de Horacio Aranjuez. Dije yo involucrándome en el incipiente diálogo pero mirando a otra anciana para abrir el margen de posibilidades. –¿Ve esa plaza? Murmuró la señora que había elegido Emilia. –Ahí estabamos cuando la Policía detuvo a Horacio y a esa muchacha. Dijo la otra. –¿Este almacén tiene mesas? Pregunté demasiado ansiosamente. –¿Quiénes son ustedes? Interrogó una tercera vieja. –Periodistas. Respondí intuitivamente, y mirándola mal. –Ah! 67


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–Bueno. –¿Y de qué medio? Quiso saber la más desconfiada. –Independientes. Respondí yo todo lo rápido que pude, pues en mis tiempos de periodista aprendí que la gente desconfía de los periódicos tradicionales. La conversación que tuvimos con las comadres no fue muy extensa porque todas, después que una de ellas mencionó que tenía que ir a buscar a su nieto, dijeron tener algo que hacer. Pero Emilia, que parece tener un imán extraño cuando se deja ver débil, acordó que pasaría a visitar a Lucía de Cáceres, que así se llamaba la mujer a la que en un primer momento le dirigió la palabra. “Venga sola. Yo vivo ahí”, le dijo, señalando una casa que lucía, al lado de la inmensa puerta de madera labrada, una placa con su nombre inscripto en letras pequeñas: “Dra Lucía de Cáceres. Abogada-Escribana”, decía la placa de bronce oscurecido por los años. Tres días después volvimos a Montevideo. Llegamos a la seis de la tarde y quedamos en encontrarnos a las siete frente a la puerta de La Cueva, donde yo la esperaría. Eran las ocho cuando una decena de parroquianos se dieron vuelta para mirar sus piernas, que era la parte del cuerpo que uno cuidadosamente debía introducir por la puerta de hierro de La Cueva si es que se quería evitar exponerse al riesgo de rodar por las escaleras.

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Capítulo X

Isla Embrujada (Descripción grabada por Doña Matilde, de un cuadro pintado por Horacio Aranjuez que ella misma le llevó a Laura en la única oportunidad en la que fue a verla a Isla Embrujada): “Gorriones, tordos y pequeños búhos, multitud de pájaros y el sol sobre las sierras y una tormenta eléctrica que viene del sur. Aves de fiesta. Así nomina la pintura. Hay que verla. Hay que ver a las aves descendiendo ágiles desde la copa de los árboles. Descendiendo y ascendiendo veloces, gráciles, hasta que de pronto quedan suspendidas en el aire. Al acecho. O tan luego se zambullen con los picos abiertos a la caza de unos insectos que, contrariamente a lo que podría resultar lógico, parecen disfrutar también de ese juego mortal. Los insectos, casi una nube de insectos, vuelan torpes. Vuelan parece que provocando a las aves a las que, de tal suerte, se entregan dignamente. Y los pájaros recostados en la copa de los árboles de la parte despejada del cielo parecen salir de un espejo. Vuelan, comen y vuelven. Y los que surgen desde la tormenta parecen destellos de los relámpagos por venir. Y delante de uno de los árboles, de cuerpo entero, Laura desnuda, quizá sintiendo frío”. –“Conociendo las dificultades que era necesario superar para llegar al lugar no tuve fuerzas para reintentarlo”. Me mintió Doña Matilde cuando me dio el casette. Yo creo ahora que tuvo miedo de volver. Me parece que las dos “queriéndose se temían”. –Cuénteme cómo es la casa. Le pedí. –Primero le digo que grabé lo que las imágenes del cuadro decían antes de embalarlo para llevárselo a Laura porque era una pintura a la que no daban ganas de mirar dos veces. Con la casa me pasó algo diferente. Después de entrar no daban ganas de salir. Estuve tres días y regresé a Montevideo porque Manuela se estaba muriendo y era mi obligación cuidarla como ella me había cuidado desde casi siempre. No sé decirle si Laura quería que me quedase o no. La casa la construyó un arquitecto muy famoso de apellido Vilamajó. El cuerpo central parecía un laberinto. Y era raro porque la disposición de los espacios era sencilla: una habitación enorme con la estufa de piedra contra la pared opuesta a la entrada, hacia uno de los lados una extensión de ese living comedor al que se accedía pasando por dos arcadas tipo mediterráneas, una especie de balcón cerrado con enormes ventanales que daban al lago y que producían un efecto mágico, como si parado en ese lugar uno quedase suspendido en el aire y hacia el otro lado un corredor en embudo que llevaba a la cocina, comunicada con la habitación principal por una abertura. Al centro de la habitación principal una escalera de madera noble rodeaba la columna de piedra a la que llegaban todos los troncos de madera al natural que servían de sostén al entrepiso. Hacia esa misma columna venían a caer los troncos pintados con aceite quemado que sostenían la estructura del techo a dos aguas. Cuando Laura llegó la casa tenía un quinchado lleno de agujeros pero ella lo sustituyó por tejas. El baño quedaba detrás de la estufa de piedra, escondido extrañamente. Estaba ahí pero la puerta por la cual se entraba no se veía sino únicamente cuando uno se dirigía hacia él. Las habitaciones estaban arriba. A unos cincuenta metros hacia la cima de la sierra había un establo para los caballos y hacia abajo, hacia el lago, una especie de baño turco de piedra y ladrillos rojos decorados con azulejos árabes que 69


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Laura convirtió además en sauna con una máquina que hizo traer desde Finlandia. Debajo del mirador que parecía suspendido en el aire, en un subsuelo al que se entraba por una puerta exterior, había otras habitaciones, pero yo no entré. No porque no quisiera sino porque estaba lleno de cachivaches y viejos muebles de madera apolillada y otras porquerías. La escalera de piedra por la que se accedía a ese lugar era también difícil de pasar porque estaba ocupada por una torre de leños para la estufa. El hijo de Milton, con quien yo cada tanto le mandaba paquetes, me contó que Laura vació ese espacio –él sabe porque se llevó las cosas para la Estancia de Laura– y me dijo que le parece que ahora allí duermen, entre hojas secas de eucaliptus y alfalfa, Camino y Verde. El caballo y el perro de Laura. Dice que le pareció ver también una alfombra pero no da fe de eso.

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Capítulo XI

Palabras “En el mundo laboral todo es política e imaginación, en el mundo individual todo es espíritu, si comprendes eso serás dichosa”. No he logrado ser dichosa y claramente tampoco feliz, pero no porque lo que nos dijo la abuela no fuese cierto sino porque no logré producir algo que es anterior a la puesta en práctica de ese consejo: la motivación. Cuando trabajé en la boutique que me instaló Milton, las empleadas me celaban no sé si porque yo recibía las miradas envidiosas de las clientas o porque asignaban mi posición a que había tenido un golpe de suerte. Después de casarme dejé de vestirme como cuando nos conocimos. Abandoné los vaqueros y empecé a protegerme resaltando mi belleza mediante el cuidado que ponía en la forma de vestir. Todos los días elegía un vestido o un conjunto nuevo y no dejaba pasar una semana sin ir a la peluquería. Yo sé que lucía deslumbrante. Pero lo que las tontas no comprendieron nunca es que no lo hacía por el negocio, para atraer a las mujeres que entraban al local acompañadas con sus novios, como ellas creían, sino para que Milton se sintiera orgulloso cuando me iba a buscar al atardecer. Aquí no necesito motivación. Cada tanto el hijo de Milton viene a traer el dinero que produce el establecimiento agropecuario. No sé si trae todo lo que debiera o no, pero trae suficiente, y no creo que me birle demasiado dinero porque quedó agradecido de que le permitiese vivir en el apartamento de Montevideo y explotar el campo que Milton puso a mi nombre antes de pegarse el tiro. Aquí no necesito motivación. Pero no te voy a negar que a veces me descubro triste. Continúo cuidando mi cuerpo e incluso mi presencia, mi forma de vestir, aún cuando aquí no estoy expuesta a las miradas de los otros pues los otros que merodean no cuentan. Y no es para tí tampoco que lo hago. Es mi forma de disfrutar la soledad. El placer de saber que dispongo de todo el tiempo del mundo. Anoche sé que me recordaste porque sentí cuando me dibujabas. Pero yo ya estaba deprimida y por eso no pude devolverte la mirada. A veces cuando te agarra la tristeza, te envuelve, y todo pesa. Las manos pesan, los pies. Yo no soy de las que se caen de tristeza. Pero sé que hay gente a la que el cuerpo le pesa tanto que no puede enderezarse. Y andan por ahí doblados por la tristeza que un día los dobló. No en dos ni en cuatro, sino en pedazos. Y peores todavía son los que llevan la tristeza adentro, como el comisario de Villa Serrana que el otro día vino a increparme no sé qué bobada. Esos, los que llevan la tristeza adentro, no tienen salvación. Porque no están doblados, sino huecos, pues la tristeza los ha corroído. A veces el proceso es rápido y entonces se van a morir por ahí, como Milton. Sin nada adentro ni siquiera se descomponen, sino que desaparecen y no dejan rastros. Otras veces el proceso es demasiado lento, se van desintegrando y a medida que lo hacen van dejando huellas en la gente que los rodea. Pobre gente que sólo se alivia cuando por fin aquellas personas mueren. A Claudia le pasó eso con la madre. Claudia estuvo el domingo en Villa Serrana. Yo recién me despertaba cuando oí movimientos diferentes a los habituales. Era el caballo de Claudia deteniendo su galope frente a la tranquera. Cómo hay gente que nunca aprende a medir el límite de los animales. Lo trajo al galope, salvo en los tramos muy pedregosos, desde una Estancia metida en el Marco de los Reyes, a varios quilómetros de aquí. Antes de ponerme a conversar con Claudia tuve que mimar a ese caballo durante 15 minutos. Camino también lo vino a proteger. Cuando el caballo se 71


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llevó a Claudia, perdiéndose entre las brumas del atardecer, yo empecé a sentir tristeza. Creo que me deprimen las palabras gastadas. Claudia me pidió autorización para poner un casette y eligió uno de Pablo Milanés que yo ni recordaba tener. ¡Me resultó tan lejano! Recordé que escuchándolo alguna vez gozamos en secreto soñando con la libertad. Pronuncio libertad y me miro los pies. Me quedo sin las palabras que siguen. Es horrible. No me conmueven ya las viejas palabras. Todas me parecen meramente románticas. Románticas en un sentido cualquiera, el cualquier sentido. Y cuando me vuelvo, pongo al horizonte oscurecido a mis espaldas, y me dispongo a tirar el casette de Milanés al fuego, siento furia. Y se me cae la copa donde iba a servir el último sorbo de la botella de vino que tomamos con Claudia. Y me lo derramo en la cara. Y siento más furia. Y vergüenza de sentir lo que siento. Y las palabras empiezan a quemarse junto a la leña del fuego. ¡Las palabras! Que en última instancia son lo único que hay, casi siempre. Y acaso porque me tienen harta las palabras hoy estoy triste. Estoy triste porque tengo ganas de estar triste, porque nada del mundo parece que está cerca”. –¿Qué cosas están lejos? –Todo, la gente, todo. Y tú. ¿Por dónde fluye la sangre en un mundo librado a la pura imaginación? Me preguntó Doña Matilde cuando terminamos de escuchar a Laura en una grabación destinada a Horacio pero que Horacio nunca escuchó, aparentemente porque no quiso. Aunque por cierto la voz que pregunta “¿Qué cosas están lejos?” es masculina y su timbre muy semejante al de Horacio en las grabaciones que he escuchado del programa radial. ¿Podemos hacer más té? Le pedí a Doña Matilde, despabilándome.

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Capítulo XII

Perdices Pirueta es robusto como una manzana eslava. Mientras esperaba a Emilia, el día que vinimos a Montevideo para que ella se reuniese con Lucía de Cáceres, estuve observándolo detrás del mostrador mirando, propiamente sin mirar, el movimiento del taco con el que yo trataba de volver a jugar a la carambola. Me parece que los ojos se le quedaban sellados en el movimiento de la mano, cualquiera fuera la mano, y que él oía algo que alguna vez debió agradarle oír. Volvió en sí recién cuando un parroquiano que delante de él esperaba a ser servido golpeó suavemente el vaso contra el mostrador, reclamando su vino tinto, y seguramente, un poco de atención. Entonces la botella que Pirueta tenía a mano derramó su líquido espeso y el parroquiano, luego de agradecer, enfiló para las mesas de jugar a los naipes ubicadas en el fondo del local. Pirueta pasó nerviosamente un trapo húmedo sobre la barra y como si buscara telarañas en el techo oscuro y vaporoso, me preguntó: ¿Vino solo? Dejé el taco sobre la mesa de billar. Asentí con un leve movimiento de la cabeza y me acerqué a la barra. “Un poco solo”, le respondí, mientras le pedía que me sirviese un vaso de vodka. –La gente ésa mira al mundo de reojo. Pero mira. Si va a quedarse un rato y piensa timbear tómese un vino mejor. Me aconsejó. –Un rato sí. Le dije. Y esperé. –¿Va a timbear? Insistió. –Un tute me gustaría jugar. ¿Que juegan ahí? –Tute, conga, brisca, truco... hoy no sé. Vaya y vea. –¿Es montevideano, usted? Le pregunté para ver si podía quedarme en la barra. –Gallego de La Coruña. Me respondió, afablemente. –¿De qué es ese olor? Le pregunté aprovechando el envión. –Perdices. Pero las cazaron esos viejos de allá, no sé si dará. Me dijo y se dio vuelta para apretar el play de un grabador engrasado, como de taller mecánico. –¿Pregunta usted o pregunto yo? Le dije acomodándome correctamente en la banqueta que hasta ese momento sólo había utilizado para poner a descansar un pie. Cuando puso un mantel de papel sobre la mesa, cubiertos y pan, y cuando luego depositó el plato humeante y sirvió una copa de vino, y subió el volumen del grabador que reproducía a Gardel, yo sentí como que ya había estado antes en ese lugar. No sé si comiendo perdices, pero había estado ahí, intercambiando rumores con Pirueta. Y cuando desde el fondo alguien gritó: ¡¿Y para nosotros no hay?! Yo recordé. Recordé esa imagen. Entonces ya con todo desenfado le pedí que al cobrarme me pasara la cuenta de Horacio Aranjuez, que también se la pagaría. –Ese muchacho no me debe nada. ¿Ve ese cuadro? (Había un cuadro perdido en una de las paredes del fondo) Me lo regaló a mí. ¡Qué me va a deber! “No te lo regalo para pagarte, te lo regalo para regalártelo”. Me dijo cuando me lo trajo, unas semanas antes de que se lo llevaran preso. Si me apura no recuerdo haber recibido otro regalo en la vida... ¡qué me va a deber! –Pero usted dijo... Empecé a decir. –Dije por decir. Me cortó. –No parece de él. Le comenté aunque era difícil saberlo desde lejos.

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–Es uno de Barradas. Hombre en el café. Véalo después, dijo que era de verdad. –Si es auténtico usted le debe plata a él. Le dije, tratando de empezar a saber. –Aunque no valiera, ese muchacho no me debe nada. Dijo bajando la voz, y poniendo un poco más alta todavía la de Gardel. –Susana Pocoraro vive en el edificio todavía. Decidí informarle. –Ya me enteré. Dijo, y se fue con una botella de vino a levantar pedidos al fondo. Y mientras Pirueta llevaba varios platos de perdices a las mesas que los jugadores habían limpiado de naipes, cigarros y otros objetos para hacer lugar a las exquisitas aves que se aprestaban a comer, yo observé, todavía con la sensación de haber observado ya lo que observaba. Varios parroquianos me miraban cada tanto de reojo. En particular los que estaban parados aguardando el momento de entrar en alguno de los juegos. No estaban a más de veinte metros pero parecían perdidos adentro de la bruma, algunos apenas oxigenados por un aire chico que entraba por unas ventanitas enrejadas que un poco dejaban ver, o me pareció dejaban ver, los pies de los transeúntes del mundo de arriba. Aquella gente disponía o hacía que disponía del tiempo a su antojo. Aunque en ese tiempo un poco inmóvil no es imposible que un día se desvanecieran dejando el ánima. Como olores, como los olores a vino, tabaco y desinfectante, pensé. –A Susana Pocoraro le pagaron. Unos policías le pagaron para que lo denunciara, pero las otras muchachas, las que desistieron de acusarlo, también anduvieron diciendo en el barrio que las violó. ¿Usted qué sabe? Me preguntó Pirueta nuevamente parado en su lugar del mostrador. Y siguió de largo. Si usted hubiera visto cómo lo perseguían. Hacían cualquier cosa con tal de que las dibujara. Escuche. Esos están ahí ¿ve? Los que juegan jugando y los que no, fingiendo que se entretienen mientras esperan que les toque el turno de jugar. Pero acá venía otro público entonces. Estudiantes que entraban y salían. Porque esos viven quedándose siempre... Algunos venían por los futbolitos y el billar, pero las botijas venían a verlo a él y él ¿qué quiere que hiciera? El estaba enamorado de una mujer que lo dejó por un militar. ¡En plena dictadura! Y él se las cogía ¡qué iba a hacer! Él buscaba a esa mujer. Ésta ve. (Dijo, mostrándome un retrato en blanco y negro de Laura) Por eso lo perseguían, no porque fuera guapo el botija, que era, sino porque no las miraba. ¡Ni las miraba! ¿Usted qué edad tiene? –La misma que Horacio. Dije sin pensar. –¿Vivió la dictadura acá? –Una parte, sí. –Y bueno, entonces sabe. ¿Qué otra cosa iban a hacer los gurises entonces? –Sí, ¿qué otra cosa íbamos a hacer? Dije recordando. –Él primero las dibujaba, acá arriba, en el taller. Después a algunas, las más independientes, las invitaba a que lo ayudaran en el programa de radio. Y se acostaba con ellas sí ¿y qué? Lo que pasa es que el nabo no se dio cuenta que en la radio empezó a irse de boca. Y por eso lo jodió la Policía. –¿Pero por qué no lo sueltan todavía? Le pregunté. –Por qué no lo han matado todavía... Pregúntese eso. Me dijo, sin mirar, como los demás, a las hermosas piernas de Emilia que descendían por las escaleras.

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Capítulo XIII

Baile de Naipes Un par de semanas después volví a La Cueva totalmente solo. Es cierto que a uno le dan ganas de permanecer bañándose en vino en un ambiente como el que caracterizaba a ese lugar. Además me había quedado pendiente una partida de tute. Creo que volví esencialmente por eso. Para recuperar la nostalgia del juego. Los naipes construyen una atmósfera de bohemia saludable y si la partida resulta bañada con un buen vino “pues todavía mejor” como decía el pescador de Isla de los Robles que me enseñó de adolescente a cocinar corvina rellena y a jugar a las barajas. Saludé a Pirueta como a un amigo de toda la vida y enfilé para las mesas del fondo. Estaba armándose una rueda de tute. Cuando me acercaba, uno de los parroquianos, reconociéndome, me invitó a entrar en el juego. “Con éste me hago la noche”, debió pensar. Y otro que se sintió desplazado lo miró mal. Pero se corrió hacia una mesa próxima donde jugaban al truco, juego más lindo de ver, según me instruyó Don Juan Capagorry, un escritor que amaba el ballet y el aguardiente y que hacía unos dibujos con copas, peces y coloridos pájaros que durante la feria dominical regalaba a los niños del barrio Palermo, donde me crié. En cambio Juancito, que escribió un libro entero sobre los diferentes juegos de barajas, no ponía ninguna duda sobre la superioridad del tute cuando de lo que se trata no es de mirar sino de participar en el juego. Una vez que los cuatro contrincantes estuvimos apoltronados en las sillas pegajosas, luego de que Pirueta hubiese llenado los vasos con un vino tinto como el cabello de Laura, el que parecía anfitrión de esa mesa, el que me había invitado a participar, comenzó a repartir las cartas. Y a hablar, que yo creo que parloteaba para confundir a los adversarios. A hablar hasta por los codos. Y mientras tiraba palabras no siempre inteligibles iba aumentando la apuesta. –“Cinco verdes más a mis cartas”, exclamaba al mismo tiempo que hacía volar hacia el centro de la mesa unos billetes manoseados y húmedos. Y los demás no tenían más remedio que llevarle la apuesta porque recién había empezado el juego y lo contrario habría sido visto como un acto de cobardía o imperdonable “falta de boliche”. Durante las primeras manos, que perdí estrepitosamente, apenas si pronuncié palabra. Para aparecer más distante de lo que en verdad estaba y para recuperar destreza mental me puse a recordar a Capagorry. La ausencia casi total de luz producía un efecto adormecedor al que tenía que enfrentar si quería tener alguna chance de ganar una partida. Y no podía tampoco distraerme, cosa que hice en un momento cuando me dio por pensar en dónde carajo me quedaría a dormir esa noche. Hubiera deseado hacerlo en donde estuvo el taller de Horacio. Le pedí a Pirueta si no tenía la amabilidad de averiguar si el lugar había sido alquilado. Me sorprendió cuando me dijo que sí, que por él. Y de ahí volví a Juancito. El barbado anfitrión me miraba divertido. Sin sobrarme, pero recogiendo con un placer indescriptible el dinero que yo iba perdiendo. “El dibujo es un divertimento, en relación con la pintura, que es un adagio”, me explicó un día Capagorry. Acodado en el mostrador de un boliche afectuoso –afectuoso el boliche y afectuoso él– y mirándome crecer, Juancito me enseñó no a entender, sino a disfrutar el arte. Viéndolo, solo, las más de las veces solo y alcoholizado, era difícil imaginarlo en la primera fila del teatro Solís dispuesto a presenciar cada nueva obra de ballet que los cuerpos de baile estables o alguna compañía extranjera que pisaba Montevideo ponían en escena. Pero él no faltaba, porque “el ballet es más bello, y menos complicado 75


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que el sexo”, según creía. O según –riéndose de mí– me decía que creía. “Para ganar al tute lo único que hay que hacer es decidir si uno va a más o a menos apenas abre los naipes, y luego seguir inteligentemente el juego”, recordé entonces que me dijo Juan Capagorry, cuando luego de constatar que me estaban dando una paliza decidió apiadarse de mí, a pesar de que provocó con ese consejo la molestia de quienes me desplumaban, en un boliche parecido a La Cueva pero atendido por un Pirulo y no por un Pirueta, allá por el año de 1979, cuando Horacio Aranjuez se mudaba a su taller y yo empezaba a armar mis valijas para irme a Europa. Al negro Juan, que así se llamaba el hombre que me invitó a participar del juego no le agradó que yo ganase mi primer mano. Y menos que ganase luego cuatro seguidas, recuperando buena parte de lo que había perdido. Cada vez que iba a abrir en abanico, desplazando de a uno y lentamente los naipes que le habían tocado en suerte, el negro de tupida barba blanca se persignaba. Era el único momento en el que se mantenía en silencio. –Así que usted es amigo de Aranjuez. Dijo de pronto –creo que empezando a respetarme–, cuando luego de peregrinar hacia el baño nos aprontábamos a iniciar una nueva partida, ya cerca de la medianoche. –Conocido. Respondí con precaución. –Casi hermano. Metió la cuchara Pirueta que, botella de tinto en mano, se acercaba desde la barra. Hoy cierro temprano. Jueguen la última. Ordenó. Cuando el último parroquiano cruzó tambaleándose la puerta de hierro del local, Pirueta sacó desde atrás de una antigua heladera de madera que usaba como depósito de botellas vacías un colchón al que dejó desnudo después de desenfundarlo de un plástico que lo protegía, hizo aparecer desde ahí adentro unas frazadas, a las que dejó caer despreocupada y parsimoniosamente al piso, cerró por dentro con un candado la puerta de La Cueva y sirviéndose por primera vez, que yo percibiera, en lo que iba de la noche, su propia copa de vino, se largó a monologar. “Horacio casi no dormía. Era madrugador por naturaleza y llegaba muy tarde de la radio. Cuando la prensa publicó la denuncia de la Pocoraro, por los mismos días en que aparecieron los últimos cuerpos desfigurados en el Río de la Plata, el muchacho quedó muy alterado por esa repentina notoriedad pública. Su foto salió en primera plana, junto a esos dibujos de perros que hacía para ganar algo de dinero y que lo hacían parecer como un loco, porque mire que eran monstruosos esos perros. Resultó más débil de lo que parecía. Dejó de dormir. Hasta que el fin de semana anterior al que se lo llevaran no pude abrir, porque quedó chanta ahí sobre ese mismo colchón. El botija era admirado por las muchachas del barrio. Cuando pasaba, en sus caminatas matinales ida y vuelta hasta la rambla, ellas salían para el Liceo y al cruzarse con él quedaban como flotando. Yo barría la vereda, las miraba y me reía. A él eso le gustaba. Lo que no le gustó fue empezar a ser objeto del cuchicheo de las viejas del barrio. ¿Vio esas ancianas que colocan los taburetes en las puertas de sus casas y miran todo lo que ocurre como si no mirasen nada? Empezaron a juntarse en ronda acá, frente a la casa de la escribana, que recién se había jubilado y cuando él pasaba cuchicheaban nerviosamente como si estuviesen mirando pasar al diablo. O se juntaban en la plaza, a mostrarse dibujos de jóvenes desnudas que Horacio había ido regalando a las muchachas que tomaban clase de pintura con él y que de pronto pasaron a manos de las viejas, y de una revista que los publicó, aunque parezca cómico, elogiándolos. “Se necesita conocer para 76


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chusmear con propiedá”, me dijo la abuela de una de las jóvenes a la que increpé que le hubiese dado los dibujos a esa revista. Las muy papanatas. Antes de lo de la Pocoraro venían ellas mismas a preguntar cuánto cobraba por enseñar. Y el botija pasó de ser la niña de los ojos del barrio a ser un delincuente “hijo de puta”, como le gritó el almacenero cuando se lo llevaban. ¿Sabés cómo me enteré que la Policía pagó a la Pocoraro? Porque me lo contó muerto de risa el mismo imbécil que le pagó, dice que tres mil dólares, a la madre. Un cabo al que la mujer venía a buscar todos los viernes para que no se timbeara en un día lo poco que ganaba al mes. Después que cayó la dictadura no vino más. Hasta que hace poco, como si fuera un bebé de pecho, se dio una vuelta por acá y cuando se iba me dijo que si podía ayudar al botija lo ayudara porque unos mafiosos lo quieren matar. Me dijo que en la cárcel, como les enseña a pintar a un montón de delincuentes, se fue enterando de la forma en que funciona una banda de ladrones y policías que roba bancos y parece que el muy nabo mandó una carta a un semanario dirigido por un tipo vinculado a los políticos y policías metidos en esa rosca. ¡Ni en la cárcel aprendió cómo funciona el mundo el muy nabo! ¿Vos creés que lo podamos ayudar?” Yo la verdad no creía. Yo no sabía bien qué creer en realidad. Mucho menos cuando a las 9.00 de la mañana del día siguiente Pirueta entró a La Cueva, dio vuelta violentamente un futbolito, pateó una silla, y tirándome un matutino a los pies del colchón dijo: “Ya es tarde, hijos de la gran puta, ya es tarde pa’ayudar”.

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Capítulo XIV

El espejo y la mafia “Mataron a Horacio”, le dije a Emilia apenas vino hacia mí envuelta en una de sus inconfundibles bufandas húngaras. Se lo comenté sin preámbulos porque procuraba sacarme de encima toda la bronca y preocupación que había acumulado durante las dos horas de viaje en ómnibus desde Montevideo a Isla de los Robles. “Hay que decirle a Doña Matilde. ¿Vienes? Necesito que me cuentes palabra por palabra lo que te relató la escribana. Esto dejó ser un juego. No sé lo que es todavía pero ya no un juego. Quiero creer que no estamos involucrados pero lo más probable es que lo estemos ya”. –¿Ángel? Todavía no me besaste... La besé. –¿Te estás escuchando a tí mismo? –Mataron a Horacio preciosa... –¿A qué Horacio, cariño...? –A Horacio Aranjuez Emilia, mataron a Horacio Aranjuez. –¿Y qué tiene que ver Horacio Aranjuez con nosotros? Emilia es una joven temperamental. Y es al mismo tiempo frágil y fuerte. Cuando la historia de Doña Matilde se nos vino encima se aprestaba a viajar a Buenos Aires a encontrarse con su amiga del alma, Raquel Horvath, quien viajaría desde Hungría a Buenos Aires, pues juntas, y a pedido de otro Horacio –un entrañable aristócrata que la ayudó a ubicarme años atrás en La Isla de los Robles–, fueron contratadas para dar unos conciertos de música sefaradí. Intercambiándose grabaciones durante meses, también ensayaron algunas canciones gitanas. Emilia es una mujer inteligente que compartió mi interés por la historia que nos ha venido relatando Doña Matilde únicamente para que yo no pudiese reprocharle una actitud egoísta. Pero a Emilia le importan un carajo Horacio Aranjuez y Doña Matilde y un poco menos que un carajo le importa Laura. De Susana Pocoraro decidió olvidarse dos días después de entrevistarse con Lucía de Cáceres, tanto que su único comentario luego de ese encuentro fue evasivo. “Hagamos un trato”, le dije imaginando lo que estaba ocurriendo, “tú cuéntame lo que te dijo la escribana y luego concéntrate en el violín y olvídate de todo, incluso de mí, hasta que hayas dado el concierto”. – “¿Eso significa que tú vas a olvidarte de mí?”. Me preguntó, porque Emilia además de ser inteligente es astuta. Y yo me deshice del bolso que cargaba a la espalda, la tomé en los brazos como a una novia, y luego de traspasar la puerta de la Isla de los Robles le hice el amor contra la pared donde cuelga el cuadro con las flores amarillas de Van Gogh. Y ella dejó que yo hiciera, pero sin entregarse del todo pues yo había cometido la torpeza de colgar a unos pocos centímetros de esa reproducción, un retrato de Laura realizado por Horacio Aranjuez. Un dibujo que Doña Matilde me había cedido sin ninguna precaución ni consejo. Una actitud muy distinta a la que la caracterizaba cuando me entregaba algún objeto, un dibujo, una carta, una grabación, por más lateralmente que estuvieren relacionados con el relato que iba contándome. Intenté volver a acariciarla, pero me rechazó. Entonces la besé en la nariz todo lo tiernamente que me salió y me dejé caer al frío del piso de madera. Emilia caminó hasta mi escritorio, ubicado a unos metros, en la pared de enfrente adonde están el Van Gogh y el retrato de Laura, y escupió sobre la tela blanca, a la altura donde Horacio Aranjuez escribió “a perturbar el cero 78


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venimos”, y sobre el espejo en el que se reflejaba y se marchó a su cuarto de estar sola. Al rato vino con los ojos brillantes que le nacen cuando se enoja, (eso es lo que esconde cuando me da la espalda), me expropió una taza de café que yo me había preparado y sentándose en mis rodillas dijo que esa noche “hablaríamos todo lo que fuese necesario hablar”. “Ahora cállate y escucha”, ordenó. –Durante los primeros veinte minutos la señora me explicó siete veces que ella no era escritora, pero que como tenía tiempo y era escribana de alma aunque ya de vieja también se recibió de abogada, –según me dijo también un montón de veces–, escribió todo lo que ella sabía en un cuaderno que me entregó aconsejándome que te lo entregara si yo creía que tu podías hacer algo por Aranjuez. Es un lío muy grande ángel, y tú estás perdiéndote tontamente en medio de ese lío. Espero que sin darte cuenta. Quiero creer que sólo seducido por lo que tiene de mágico. Esa tela absurda que paraste al lado de tu escritorio, donde ocupa demasiado lugar. ¿Te das cuenta que ocupa demasiado lugar? Y lo del espejo no pienso perdonártelo. ¿Y el retrato de esa Laura? ¿Tiene valor pictórico ese dibujo como para que lo colgaras al lado del Van Gogh? La otra parte de la historia es peor. Según Lucía de Cáceres, Aranjuez no era simplemente un “joven artista inocentón”, así me lo dijo. Ella cree que pudo haberlo sido un tiempo, pero que después “se engolosinó” con su éxito con las adolescentes y dice que si bien nadie puede decir que pensase en usarlas parece que antes que con Susana Pocoraro se metió con una tal Elsa, cuyo apellido no recuerda, pero que estaba por ser enviada a Milán por una mafia que exportaba prostitutas. Y dice que él pensó en viajar con ella. ¿Te estás dando cuenta bobo? Pero eso no me molesta, que no te des cuenta de nada no me molesta. Me molesta que creas que yo únicamente estoy celosa de la tal Laura. No olvides que yo a veces veo cosas que tú no puedes ver...

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Capítulo XV

Lucía de Cáceres (Fragmentos seleccionados de los apuntes escritos por Lucía de Cáceres en un cuaderno de espiral y tapas duras al que le fueron arrancadas varias páginas, en alguna de las cuales, posiblemente, haya habido dibujos, pues las hojas en blanco siguientes todavía tenían marcados los trazos de figuras humanas y animales, quizá perros. Cáceres utilizó los escritos en su comparecencia como testigo en el juicio contra Horacio Aranjuez) “Cuando yo fui a verlo, a pedido del señor padre de la señorita Susana Pocoraro, el inculpado Horacio Aranjuez dormía. Don Pirueta García, propietario de un antro ubicado en los subsuelos del taller de pintura de Aranjuez me permitió verlo dormir. Me informó seguidamente que podía esperar al muchacho en su Taller, ubicado a los fondos de la casa en cuyo sótano está instalado ese Bar. Señaló que él procedería a despertarlo para que fuese a atenderme. El señor García es una buena persona y tuvo la amabilidad de notificarme el paradero de Aranjuez cuando me escuchó aplaudir frente al corredor de acceso a la habitación que ocupaba el joven. Como el señor Pirueta no disponía de teléfono me dirigí primeramente a mi domicilio para llamar al Dr. Marotto, abogado en cuyo nombre me disponía a actuar, pues compartimos el mismo estudio durante cuarenta años. Obtuve su consentimiento y me dirigí al Taller, que yo conocía pues tomé con el muchacho clases de pintura. La puerta estaba abierta. Siempre estaba abierta. El piso estaba cubierto por una docena de cartulinas blancas que contenían líneas grises y sombras. El señor Pirueta ya me había comentado que durante la semana anterior el muchacho tomó mucho alcohol, no durmió y dibujó, o se esforzó por dibujar, hasta que decidió dormir cuando el gas de la garrafa en la que hervía el agua para el café “escupió sus últimos fueguitos”, según expresó. Conservo dos de esas cartulinas. El muchacho me las entregó para agradecer mi disposición a ayudarlo profesionalmente. Me dio tres pero una la obsequié a un amigo amante del ballet igual que yo, también pintor, y escritor, y otras cosas. A veces robaba paltas en las ferias de los domingos, pero eso no viene al caso. Este señor me explicó que el dibujo tenía bastante valor. (...) Que el muchacho dormía o estaba durmiendo o se había ido yo ya lo había imaginado cuando a pedido del señor padre de Susanita fui a interesarme por él, porque desde hacía varios días resultaba prácticamente imposible acceder a la puerta de su taller, pues allí se juntaron, esperándolo, todos los perros abandonados del barrio. Estuvieron ahí, tendidos, acurrucados como los perros machos cuando olfatean una hembra en celo, durante tres o cuatro días. La mayoría desapareció cuando un Circo brasileño llegó a la ciudad y se instaló cerca del lago del Parque Rodó. Menos dos, que parecían de mentira de tan inmóviles que estaban hasta que el muchacho llegó al taller. En ese momento de todas maneras, apenas movieron la cola. Queda por decir que todas las cartulinas tenían un cero dibujado a pincel con un trazo de estilo chino y con tinta china. A un lado de ese cero, una inscripción a lápiz y en letras muy pequeñas decía: “A perturbar el cero venimos”. (...) Horacio Aranjuez rechazó todos los cargos. Me preguntó si yo que lo conocía creía lo que estaban diciendo que él hizo. No nombró lo que hizo. Y yo le dije que lo conocía porque efectivamente lo conocía. No dijo mucho más. Me entregó 80


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las cartulinas y me pidió autorización para quedarse solo, pues quería escribir lo que esa noche iba a decir en la radio. Yo lo escuchaba en el programa de radio. Siempre lo escuchaba, aunque a veces me dormía, caray, me dormía con él. Con su voz. (...) Para mí es inocente. El señor padre de Susana Pocoraro cree lo mismo y es el padre de la víctima. Algunas de las adolescentes que fueron citadas a declarar por el Fiscal, el señor Perialdéz y con las cuales yo dialogué, son de la misma idea, aunque dos de ellas me relataron que Horacio Aranjuez estaba por emprender un viaje. Una dice que a Europa y otra que a un paraje del interior del país llamado Villa Serrana. Efectivamente había un bolso a medio hacer en su taller. Al señor Fiscal Perialdéz puede solicitarle información sobre mi proceder en cuarenta años de ejercicio de la escribanía porque durante la dictadura y aún después, mucho después, él se interesó en un millonario juicio impulsado contra el Estado por una curtiembre del Departamento de Salto. Yo era escribana de esa curtiembre que perdió una máquinas viejas durante las inundaciones del setenta y ahora no recuerdo cuánto, cuando se construyó la Represa de Salto Grande. No sé si es importante para ustedes tener referencias mías, pero si lo fuera consulten nomás con el señor Perialdéz.(...) * * * (Reproducción de fotocopias con recortes extraídos de un expediente judicial pegadas con engrudo en las últimas hojas del cuaderno de la escribana Lucía de Cáceres. Los recortes del expediente aparecen numerados del 1 al 5) 1.– “La violación cometida sobre una persona de igual o distinto sexo, pero menor de quince años de edad, es presumida por la ley como un caso de empleo de violencia. Es decir que aún cuando no hubiera existido la violencia e incluso el o la menor hubiera prestado su total consentimiento para el acto sexual, por mandato de la ley se da por probado que existió violencia y por ende delito de violación. Lo que se presume no es precisamente la violencia, sino la falta de concurrencia de la voluntad de la víctima del acto, tratándose más que de una presunción juris et de iure, de una verdadera y propia ficción”. 2.– “Más bien, por lo dicho, se trata de una prohibición impuesta por la ley, según la cual se establece la inviolabilidad carnal del menor de quince años. Más que presumir habría que afirmar que se “supone” que ese consentimiento, como consentimiento con validez jurídica, no existe o no se ha podido emitir. Se basa, como se decía en la antigüedad, “velle non potuit ergo poluit”, o sea, “no pudo querer, luego no quiso”, porque, en último término, como se ha tratado de poner de relieve, son personas que por su misma situación tienen que tener el amparo especial de la ley y su querer, no cuenta. Por tal razón, Sebastián Soler afirmaba: “La ley no contiene realmente una presunción de violencia, sino que prohibe in limine ciertas formas de acceso carnal por pura consideración a las condiciones del sujeto pasivo, a cuyo asentimiento o disenso no le acuerda ninguna relevancia jurídica” (Derecho Penal Argentino,t.III, edición 1963,pág.295)”. 3.– “O sea, hay una inexistencia de consentimiento válido del menor o una prohibición de la ley, en cuanto a mantener relaciones sexuales con una menor de quince años de edad, o si se quiere, en otra dirección, la creación de un tipo especial de violación frente a la genéricamente concebida; pero lo que resulta indubitable es que tanto desde un punto de vista o de otro, todos coinciden en proscribir el amplexo en esas condiciones. Es “como si” la norma dijera, en 81


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cuanto a sus consecuencias y aplicación práctica: “El que efectúa la conjunción carnal con un menor de quince será castigado...tal como se propicia por la última...” (El recorte no permite leer el final de la frase). 4.– “Lo que la ley ha tomado fundamentalmente en cuenta, es la inmadurez del menor, al que considera incapacitado para consentir con aptitud psicológica y mental suficiente; asimismo, antes y preferentemente que una presunción relativa a la violencia, es a dicho consentimiento que se refiere la previsión de la ley. Y lo que en definitiva consagra, es en esencia una ficción, en principio exiliadas del campo del derecho penal, aunque el legislador es soberano de establecerlas para resolver de manera satisfactoria, una determinada situación y de análoga naturaleza a la que regula la capacidad penal o civil; con el margen de “arbitrariedad” que lleva ínsito el fijar una cifra determinada como límite, en cualquier hipótesis”. 5.– “La ley presume que un menor de quince años no se halla totalmente capacitado para apreciar integralmente la naturaleza del acto sexual y sus eventuales consecuencias, y de ahí la incriminación del ilícito con entera prescindencia del consenso que la víctima pueda prestar”.

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Capítulo XVI

Imágenes en la Madrugada (Último editorial leído por Horacio Aranjuez en su programa de radio, horas antes de ser detenido y luego procesado con prisión. El espacio era emitido de lunes a viernes y comenzaba con la lectura o improvisación de esos editoriales, que resultaban luego comentados por los oyentes durante las dos horas siguientes). “Llevo muchos días sin dormir, de modo que algunas de las opiniones que hoy vierta van a ser seguramente usadas en mi contra. Hoy me despido de ustedes. Este es el último programa de “Imágenes en la Madrugada”. Atravieso una situación personal muy difícil y aunque pueda, no quiero seguir haciendo radio. De todas maneras lo más probable es que no pueda. Cuando mi voz ya no esté aquí el lunes, sepan quienes me juzgan, que “yo soy la realidad” y ellos la sombra. Tengo ante mí el ejemplar 1375 del semanario Marcha, una publicación que ya no se edita, pero que circula, en fotocopias o ejemplares amarillentos. Que yo recuerde en mi casa no se compraba o yo era muy niño cuando dejó de publicarse por razones tan obvias que ni mencionaremos. Pero fue la lectura de una nota que aparece en este ejemplar de Marcha la que me impulsó a aceptar el enorme sacrificio que ha significado poner al aire durante más de dos años este programa de radio. En torno a los mejores hombres siempre se teje una leyenda. Yo no soy un gran hombre, y no soy ni seré leyenda. Y soy demasiado joven, por lo demás, para merecer honores. Pero también soy muy joven para merecer el desprecio por algo que dicen que hice y que no hice. Los individuos más sabios se niegan a ser objeto de ninguna clase de mitificación. Yo no he venido aquí a pedir el aplauso de ustedes. Otros en cambio, enfermos de divismo, son capaces de cualquier cosa para alcanzar una presencia pública y una vez que la alcanzan, puestos en ese papel, en ese rol teatral que como se sabe cumple en la actualidad una función social, terminan por desfigurarse a sí mismos. Luego, son nada. Nada pasajera. Una de las razones por las cuales siento un entrañable afecto por un viejo humilde al que en su tiempo traicionaron y luego reverenciaron y que no obstante respondió a unos y a otros, a quienes lo traicionaron y a quienes lo reverenciaron, con un largo silencio, es precisamente porque con esa actitud de renunciamiento selló el destino de este territorio alejado del mundo. En la soledad de una choza selvática devino sabio, aunque no era más que un hombre común entre otros hombres. Ocurre simplemente, que como pedía el autor de un libro delicado, como pocos libros son delicados, Saltoncito, ese hombre quería hacer “por los hombres algo más que amarlos” y poco le importaba su destino personal. De igual estirpe era Fransisco “Paco” Espínola, el autor de Saltoncito. En el número 1375 del semanario Marcha, impreso el 20 de octubre de 1967, aparece publicada una nota que reproduce la alocución de Paco Espínola cuando fue despedido, por esos días, del canal de televisión del Estado. Espínola tenía una audición de más de una hora que se emitía tres veces por semana en la que comentaba a los clásicos de la literatura universal. ¿Qué hacía en esa audición, que en 1967 fue censurada? Hablar de Cervantes sí. ¿Y qué más? Permítanme leer lo que Paco decía que él hacía, porque es lo que yo, con toda irreverencia pues soy apenas un escolar, me esforcé por hacer en “Imágenes en la Madrugada”. “Sin que nadie lo sospechase, y cuando todos ustedes tal vez creían que yo estaba hablando con 83


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la mayor libertad, con la mayor desaprensión del mundo, yo obedecía sumisamente (y para ustedes, como obligación, con esa obligación que desde hoy se me impide seguir cumpliendo); yo obedecía, sumiso, a altas voces imperiosas, a aquellas que busqué en muchas horas, en muchos días, en muchas noches, renunciando para ello al hallazgo y al goce de cosas que de la vida arrebatan aquellos que, según Gracián, son ‘tan modestos (es decir, tan poco ambiciosos) que se contentan con ser felices’ ”. Y seguía diciendo Espínola y yo estoy viéndolo, encorvado como sobre un libro y apesadumbrado en todo lo alto que era, y todavía conmovido detrás de aquellos lentes de cristales gruesos que ocultaban su ira: “Bueno, escuchen ustedes una de aquellas voces a las que yo era dócil al sentarme aquí todos los lunes, miércoles y viernes, el año pasado y éste (honorariamente), durante meses y disponerme a analizar obras de arte supremas, grandes entre las grandes que creó el hombre. Escuchen ustedes. Habla Rodin. Ustedes dirán si yo cumplí o no: ‘Devolvamos a todo, pues, el sentimiento de admiración, y no vayamos más a buscar tan lejos la belleza’”. Disculpen amigos oyentes ahora, que abandone a Espínola y a Marcha y haga una apreciación cifrada. Personal. No vayamos Laura, a buscar tan lejos la belleza. Y termino. Me despido. Vuelvo a la lectura de lo que expresó Espínola el día en que se vio obligado a dejar de enseñar literatura por televisión, que eso hacía, y por eso fue censurado. Dijo ante las cámaras del canal oficial: “Ahora, ahora llega el momento de decirles adiós. ¿A quiénes? A ustedes. ¿Quién? Yo. ¿Y quién soy yo? Permitidme una vez más y por última, entreabrir un instante los velos del arte supremo. En un punto de la escena II del acto IV del Rey Lear de Shakespeare. Desposeído de todo por dos de sus tres hijas, seguido siempre por su bufón como por un lamentable perro fiel, el anciano ya sin corona deambula –privada la razón– una noche, entre bosques, bajo aterradora tempestad. (Poco después de esto que voy a leerles ahora, su hija buena, Cordelia, venida con un ejército francés a rescatarlo, lo hallará y le hará, esperanzada, esta pregunta: “¿Me reconocéis, señor?” Y el anciano, a quien la locura le ha hecho nacer una doble vista más penetrante que la normal perdida, le dirá a aquella hija cuya exterioridad en modo alguno reconoce: “¡Sí, sois un espíritu puro!”) Pero ahora, en esta segunda escena del acto IV, entre los relámpagos y los truenos, chorreando agua de su manto y de sus inmensas barbas y de su inmensa cabellera, convertido no en espantoso espantapájaros sino en espantoso espantaimpuros, se da a conocer al súbdito leal que lo buscaba, al buen conde de Kent. ¿Y qué le dice al conde? ¿Acaso “Soy el Rey Lear”, “Soy tu soberano”, “Soy el Rey de Bretaña”? No. Y no, puesto que de eso él nada sabe, ya. Él, lo que revela a Kent es lo que en aquel instante absoluto de su ser percibe en la sublime lucidez de su locura: “Yo soy un hombre contra quien se ha pecado”. Eso sencillamente, digo yo. Yo soy un hombre contra quien se ha pecado. Ustedes son, hombres contra quienes se ha pecado y mujeres contra quiénes se ha pecado. Y me despido. Me despido sí, lo reconozco, un poco apesadumbrado. Quienes han pecado irán el domingo a misa y expiarán sus culpas. Y el lunes seguirán pecando. Dios sepa no perdonarlos nunca. Amén”.

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Capítulo XVII

Isla Embrujada “Ahora ambos tenemos mucho tiempo para leer. Te mando con la abuela los libros Magia, ciencia y religión de Bronislaw Malinowski y El Hombre y lo Divino de María Zambrano. Cuídalos. No son libros fáciles de encontrar. Me parece innecesario que explique por qué no voy a verte. No le tengo temor alguno a las prisiones. Pero yo no deseo salir de la mía. Si lo hago no volveré. Apenas el riesgo, la posibilidad de que una vez que tome distancia de este lugar pueda desear no volver me aterroriza. Cada cual busca la belleza a su manera. No seré cruel. Tú padeces una prisión terrible, yo una elegida. Pero yo estaba aquí, no me fui a ninguna parte. Y vos escogiste a Susana Pocoraro. Olvidémoslo. Olvidémoslo todo. Quiero olvidar sobre todo, lo reconozco, que antes que vos a esa muchacha yo elegí a Milton. Él representaba la madurez, es todo. No seré cruel, pero tampoco voy a dejar pasar cosas por alto. No te voy a decir que me indignó porque nada me indigna ya, pero no me pareció feliz que te compararas con Espínola, porque eso hiciste, no sé si deliberadamente o no. Nosotros somos los hijos de Videla, de Pinochet, de Bordaberry, de las Juntas de Comandantes en Jefe, de los vuelos de la muerte, –esos aviones que Milton me reconoció tiraban seres vivos al Río de la Plata–, de las clases de literatura sin literatura, del puerto quieto con sus grúas herrumbradas durante toda nuestra existencia, de la pobreza infinita y el miedo, los hijos de Milton sí, y los hijos de otros cuyos nombres no sabemos y no sé si vale la pena saber y por más que dediquemos horas y horas a leer, hasta que se nos empequeñezcan los ojos, jamás tendremos la pureza espiritual y la profundidad cultural que las generaciones anteriores a nosotros llegaron a tener. Este es otro país. Yo me asilé aquí en Isla Embrujada porque este es otro país. Bien que después de la muerte de Milton yo hubiera deseado “hacer por los hombres algo más que amarlos”. Aunque más no fuere para odiarlo sofisticadamente. Pero yo no acepto que se me recrimine el silencio. Yo no tengo culpas que expiar y no voy a misa. Yo sé que no te referías a mí. Pero me adelanto a la posibilidad de que se te dé por juzgar mi elección por la soledad. Mi miedo a los hombres, a todos los hombres. ¿Qué hacen los hombres por mí? Comprar carne, diría el muy materialista hijo de Milton. ¿Y qué más? Yo sigo siendo una mujer atractiva. Los paisanos de Villa Serrana cada tanto merodean por aquí. Pasan arreando sus ovejas y se detienen a encender sus cigarros cuando, sobre todo en verano, me ven andar desnuda, deliberadamente desnuda, desde el casco de la casa hasta el sauna. Y todavía están ahí, cuando vuelvo, bastante después. Pero ninguno ha podido sonreír cuando poco después del atardecer van a tomar unas copas al almacén de Perico. Hace poco escuché a la mujer del comisario hablar de mí. Yo estaba por entrar a la casa de una señora que vende dulces y quesos caseros y ella ya estaba adentro. Antes de correr la horrible cortina de nylon con la que pretende espantar las moscas me detuve para oír: “¿No le parece raro que esa mujer siga viviendo sola en ese caserón lleno de luciérnagas?” Preguntó la anciana de los dulces. Y la mujer del comisario, que es un borracho inepto, le dijo: “¿Sola? A veces...” La semana pasada entraron a Isla Embrujada. Ingresaron por el ventanal. Yo dejé abierta una de las ventanas corredizas porque tuve la intención de no llevar a Verde: el pobre sigue siendo acusado de morder ovejas. Pero cuando subí a Camino para salir a hacer mi diaria cabalgata vespertina me lamió las botas e 85


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hizo una de esas muecas enternecedoras que usa para comprar a los niños de fin de semana de modo que finalmente dejé que nos siguiera. No se llevaron nada. ¿A qué entraron? Ya ves, en ningún lugar estamos totalmente a salvo. La otra noche, –espero no aburrirte con estas pequeñeces, en todo caso el propósito es otro: deseo profundamente que te arrepientas de no haber venido, ya me tenía harta tu forma de tocarme sin tocarme– me pareció ver un bicho inmóvil entre los arbustos. Pudo haber sido cualquier cosa y no voy a negar que todavía a veces me pasa que veo o siento o creo sentir movimientos que no controlo entre los arbustos. Y entonces me descubro débil. Adentro de Isla Embrujada estoy preparada para resistir hasta al diablo, al que no se puede descartar se le ocurra descender acá, pero yo estaba a medio camino entre el sauna y la puerta principal. Estaba desnuda sí, ¿por qué? Yo enfrento la desnudez de mi alma con mucho más inocencia que a la desnudez de mi cuerpo pero no voy a negarme ese placer, casi el único que me doy. Son pocas las noches de verano en las que puedo hacerlo sin sentir frío y no estoy dispuesta a desaprovecharlas porque a alguien se le ocurra esconderse entre los matorrales a observarme. Los machos sexualizan sus relaciones sensuales, las hembras sensualizamos nuestra sexualidad. Yo me quedé quieta un segundo, desnuda, el pelo húmedo chorreando gotas que rodaban por mi espalda. Así inmóvil contuve la respiración y miré directamente hacia los arbustos, calculando las posibilidades o las intenciones del animal o del hombre que allí estaba, hasta que sentí en la piel sus propios miedos, oculto entre las ramas, acaso amigable, acaso humano y entonces quitándome la toalla que llevaba anudada a la cintura sonreí, y seguí caminando lentamente hasta la casa. Antes de empujar la puerta, con el control de la situación por lo menos al alcance de mis manos, volví a mirar hacia los matorrales y vi, claramente, el brillo de unas pupilas entre las sombras. Yo hubiera deseado que fuesen tus ojos los que me miraban. Hubiese deseado sentirte entrar –sin golpear a la puerta– detrás de mí. Y hubiese deseado que me tomaras por la espalda y que lamieras el agua de mi espalda y que descendieras hasta mis nalgas y que abriéndolas con las dos manos me siguieras lamiendo. Antes de entrar a la casa, la puerta abierta ya, imaginando que los ojos que me miraban pudieran pertenecerte o queriendo por lo menos eso imaginar, dejé caer la toalla, y me agaché a recogerla como la abuela nos decía que no había que inclinarse a recoger ningún objeto para que no se dañara la columna. Y sólo unos minutos después, cuando la puerta estuvo cerrada y bien cerrada, me permití olvidarte, empezar a olvidarte, y pensé en la frase que dejaría salir de su inmunda boca el comisario antes de tomarse su última grapa en lo de Perico: “Me pareció que la sombra sudaba cuando ella cerró la puerta”. Porque a ese milico y a su mujer son a los únicos a los que todo parece estarles permitido ver. No vayas a creer que yo los odio. Ocurre que son lo único que interfiere con mi paz. ¿No es por lo menos raro que la autoridad sea casi siempre la que termina perturbando la paz? Pero no los odio. El comisario es un pobre tipo que arrastra treinta años de sudor sobre un uniforme andrajoso. Ha pasado los últimos no sé cuántos años esperando con ansiedad el advenimiento de cada semana de Turismo para detener a alguien. Debe haber recreado decenas de veces la escena: una larga persecución a caballo por las sierras, y finalmente, el momento en el que debe soñarse esposando a alguno de esos montevideanos de cuerpos atléticos que montan con sus culos de goma una o dos veces al año sobre sus corceles bien alimentados, llevándose todo por delante, tanto cuando cabalgan como cuando se broncean semidesnudos al sol antes de nadar como anguilas en el lago. Pero no hay persecución, y la única vez 86


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que yo supe detuvo a alguien fue sí en Turismo, en Semana Santa como él dice, y el detenido era su sobrino, que había robado no sé qué bobada a unos muchachos que acampaban detrás del Ventorrillo de la Buena Vista, una construcción hermosa como su nombre. Siempre hay alguna imagen que perturba nuestra memoria. ¿A quién habrá perturbado la imagen de mi cuerpo desnudo? Lamentablemente no fue a vos. No a vos, a quien yo debería compadecer y sin embargo estoy olvidando. En realidad ya te estaba olvidando antes de que te encarcelaran. Porque si vos hubieses estado acá y no revolcándote con Susana Pocoraro la gente del pueblo no diría que yo soy una bruja. Diría que soy una amante romántica que vive con su príncipe azul. El otro día una turista brasileña se atrevió a llegar en auto hasta la cima de La Leona, porque unos paisanos que la tomaron para la chacota le dijeron, cuando preguntó qué otras cosas además de cañadas y casas construidas por el arquitecto Vilamajó había para ver en Villa Serrana, que “allá arriba –y señalaron Isla Embrujada– vive una “bruja todavía joven”. Así le dijeron. Me lo contó Graciela, la esposa de Perico, el almacenero. Yo estaba en la bodega jugando con Verde y Camino y revisando mi provisión de vino y ella se puso a aplaudir sin animarse a pasar el cerco que hice hacer todavía más lejos, unos veinte metros más lejos del alambrado que rodea la propiedad. Estuvo aplaudiendo intermitentemente durante casi quince minutos, esforzándose por hacerme salir a atenderla. Al ver que yo no salía a su encuentro cruzó el cerco, se sentó sobre una piedra que se parece a un cráneo de vaca y desde donde se puede ver la mejor puesta de sol de Villa Serrana y como eso estaba por ocurrir decidió quedarse ahí, quieta, mirando de reojo hacia el ventanal. Yo di la vuelta a la casa por atrás, para desde el establo verla sin que me viera y pensé: “si se queda más tiempo se va a asustar”. Y se quedó. A mí me sedujo su osadía, de modo que decidí compartir con ella un espectáculo que cientos de veces deseé compartir con vos. Ocurre una vez por año de modo que es muy posible que a ella la haya enviado Dios. Cuando las últimas luminosidades anaranjadas del cielo empezaron a borronearse y a mezclarse con el violeta de la piedra de las sierras encendí una enorme fogata de hojas casi verdes de eucaliptus y desde la sombra de las altas llamas, –desde abajo, puesta en su lugar, confieso que yo me hubiese asustado– le señalé que mirase hacia el techo de la casa. Yo empecé a caminar hacia la cabeza de vaca y cuando estuve a unos metros de ella, como si hubieran estado esperando a que yo llegara, miles de luciérnagas, no cientos, miles de luciérnagas que ese día nacen, empezaron a levantar vuelo y a encender sus farolitos, rodeándonos, pues ascienden desde la pradera de pasto y trébol ubicada al interior de mi terreno, al que mantengo siempre húmedo, pero luego del primer vuelo vienen a caer entre los árboles que protegen del viento a la piedra ésa. ¡A esa piedra desde la cual he visto, pensando en vos, tantas puestas de sol! ¡Le hubieras visto el rostro! El brillo de los ojos que parecían otros bichitos de luz. La invité a que pasara y juntas y sin hablar nos sentamos en el mirador a seguir observando ese increíble fenómeno que se prolonga por un poco más de dos horas. Y sí, yo tuve ganas de tocarla. Si tú hubieras estado no habrías podido contenerte. Era bella como son bellas las brasileñas mestizas. Ya debía estar por cumplir treinta años, pero parecía una adolescente. Como no asumí ese riesgo porque probablemente no me atraen las mujeres más que espiritualmente, fui a buscar una botella de vino y en su honor y en honor a su valentía puse el disco Pelé de María Betania. No hablamos una sola palabra. No sé si podrás entenderlo. Ni una sola palabra. Antes de irse fue hasta su auto, trajo un enorme ananá y lo dejó sobre la mesa del comedor. Sonrió, y terminó 87


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de irse. ¡Canalla! ¡Ah, gran canalla! Y vos no estabas. Un cuervo vuela despreocupadamente ahora sobre el valle, se entretiene en el aire. Es bonita su forma de volar, pero cada vez que los veo no puedo dejar de recordar que esperan la muerte de otro para alimentarse. ¡Y tú en un momento quisiste que yo fuese a vivir a la ciudad rodeada de cuervos! Pues vete al infierno. ¿Has tratado alguna vez de cuantificar cuál es el número de personas en el mundo, en el mundo, que pueden elegir Isla Embrujada? ¿Cuántos serán? No creas que los muy ricos pueden, son muy, muy ricos, porque están enfermos de una enfermedad que no entiendo, de lo contrario no podrían ser tan, tan ricos, y los miles de millones de pobres tampoco, claro. Yo nunca vi un silencio inmóvil, totalmente inmóvil al silencio nunca lo vi. Lo que veo desde aquí es mejor que el silencio. Unos caballos pastando, pájaros en concierto –tu pintura–, el mugido asustado de un ternero perdido, su eco. Aquí estoy ante el mejor de los silencios. El silencio con sus sonidos naturales. Cuando hace pocas horas el hijo de Milton vino a Isla Embrujada, vino especialmente a decirme que estabas preso porque abuela le pidió que lo hiciese, lo primero que pensé fue en cómo protegerte. Repensando ese instante ahora, veo, que lo que imaginé como protección para vos no me presuponía a mí ningún esfuerzo. Pero no es una novedad que soy egoísta. Si no fuera egoísta no habría resistido Isla Embrujada ni un mes. Si yo estuviera en tu lugar pondría la tela blanca en la celda, le colocaría velas alrededor y trataría de que los demás presos vieran eso como un culto satánico, así no te molestan. Seguro vos sabrás arreglarte. Como vos me dijiste, escapando de Isla Embrujada sin siquiera haberte quedado a dormir, con tu puta pintura de pájaros abajo del brazo, “hasta que yo vuelva no le des bola al comisario”. Despreocúpate, que no le di bola, pero tampoco encadené a Verde pues Verde no ha mordido ninguna oveja. No es culpable. Vos tampoco seguramente, pero Isla Embrujada no merece que yo renuncie a ella por vos. “Aunque nuestro amor se desvanece, / detengámonos / junto a la ribera del lago una vez más”. ¿Te leía a Yeats la Pocoraro? Ayer estuve caminando por la ribera del lago, no fui con Camino sino a pie, y en el momento en que empecé a compadecerte dije no. No. Pensá en vos. Tú elegiste ser un jacobino inorgánico. Un Quijote solitario. Los grandes emprendimientos no se pueden encarar individualmente. Pero lo mío no son los grandes emprendimientos sino Yeats. Yo quiero leer tranquila a Yeats. ¿Puedo? Una vez nos dijiste a mí, a Claudia, a Pilar, a Mariana, a Fernando y a tu tocayo Horacio, que creo éramos los que nos encontrábamos ese día en el altillo de abuela: ¡Denme cien Espínolas, y les devuelvo un país! Ya entonces tú querías cambiar el mundo. Porque no era solamente tirar abajo a la dictadura, como recordarás. Yo en cambio, quizá acompañándote democráticamente alguna vez, cuando se pueda, que ya se está por poder, me permito el silencio, porque creo que es silencio casi todo lo que resuena. Quizá algún día algo logre entusiasmarme nuevamente... Nunca se sabe. Pero no voy a pensar en eso ahora. Ahora, ahora mismo, voy a salir a cabalgar por las sierras. Intentaré no extrañarte”. Doña Matilde todavía mordía su labio inferior. Fue el gesto espontáneo con el que desfiguró su cara apacible de casi siempre cuando le dije lo que estoy seguro ya sabía, que habían matado a Horacio Aranjuez. Después de traer la carta; quedó hamacándose en su mecedora de pensar, los párpados entrecerrados, los cabellos blanquísimos de algún modo sangrando. Yo supongo que presintió –al escuchar mi respiración agitada que en algunos tramos de la carta que a dos metros de ella yo leía me estaba doliendo el dolor de Horacio. Lo 88


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supongo porque sin esperar a que yo terminase de leer –la última hoja con una Posdata sudaba en mi mano izquierda - o acaso para darme oxígeno con una pausa que mi cabeza bien que necesitaba, me informó: “Los libros se los entregué, la carta no”. –La leí antes de dársela porque tenía que leerla. No sé todavía a quién quise proteger no entregándosela. Si a ella que se desnudaba y uno nunca sabe qué cosas podían pensar o hacer los oficiales que leyeran la carta antes de dársela a Horacio o si a Horacio, que se hubiera quedado sin sueños que soñar, justo ahí adentro, cuando más los necesitaba. –Hizo bien Doña Matilde. –Esta era la única pertenencia de ellos que no pensaba darte, pero ahora no tiene sentido ocultar nada. Se hizo tarde, –dijo parándose ágilmente – para todo se hizo tarde. Dijo, y luego de besarme, fue empujándome hasta la puerta. Como queriendo que me fuera a Isla Embrujada.

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Isla Negra (Algunos años después)

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Capítulo I

Isla Isla Embrujada ¿Qué destino hay que darle a una historia de dudosa verosimilitud? ¿Encubrirla, alterarla, concedérsela al fuego? Cuando Ariadna ingresó a Isla Embrujada, donde existimos Laura y yo, y tomó posesión de algunos de sus rincones como si siempre hubiese habitado en ella, nuestra primera reacción fue naturalmente de desconcierto. Doña Matilde, cuyas cenizas están enterradas detrás de Cráneo de Vaca, –una roca que nos observa cuando nos sentamos a leer en el mirador– antes de morir, nos dijo: “No dejen entrar nunca a nadie en el mundo privado de ustedes”. Con Laura creímos que se refería a los fantasmas del pasado que cada uno de nosotros arrastra, inexorablemente, y que ella sabía que arrastrábamos y decidimos por lo tanto tomarlo como una expresión de afecto de alguien que no desea ver perturbada una historia recién tejida. En esencia seguimos creyendo que se refería a eso, que lo que nos quería decir era: “no dejen que el pasado reciente de cada uno interfiera en el diálogo que ustedes son capaces de producir”. Pero también podría haberse referido a Ariadna, cuya presencia quizá adivinó. No hubiese sido la primera vez. Doña Matilde tenía ojos de ver lejos. Ariadna no nos dirige la palabra. Se expresa con sus actos. Desde que se instaló en Isla Embrujada colabora, participa, se involucra. Barre, carga leña, cuando la dejamos cocina y cuando no, sale sola a caminar, –lleva con ella dos cámaras fotográficas, a veces se detiene en una cascada próxima a nuestros dominios, en un terreno rocoso donde de a poco ha ido construyendo lo que parecen ser los cimientos de una cabaña, vuelve, nos observa con una sonrisa enigmática, prepara unos tragos afrodisíacos con ananá, canela, pimienta, limón y caña brasileña, y en ocasiones hasta elige la música que le parece que nosotros queremos escuchar. Después de observar la puesta de sol desde Cráneo de Vaca se va a leer al establo. A un rinconcito del establo que acondicionó lujosamente y donde en realidad no nos perturba, pero donde se instaló un poco irrespetuosamente. Cuando a la mañana siguiente del día en que apareció de la nada fuimos a ensillar a Camino y a Tola para salir a cabalgar un rato y en la esquina del establo donde antes se hallaban las bolsas de alfalfa y maíz vimos: una pequeña cama labrada de fina madera, una salamandra con chimenea y todo, una mesita de luz haciendo juego y una cómoda no menos lujosa con la que en cierto modo evita que los caballos lleguen hasta ésa su improvisada habitación; lo primero que nos pasó fue que nos tentamos. No pudimos dejar de reír mientras ensillábamos, y seguimos no digo que riendo a carcajadas pero riendo desordenadamente hasta que al llegar a la sierra Guazubirá, a un par de kilómetros de Isla Embrujada, nos encontramos con siete caballos que parecían salidos de un cuento de hadas. Con Laura cabalgamos a diario, salvo que el cielo anuncie tormenta. Cuando llueve ni nos levantamos, nos dejamos estar hasta el mediodía y a veces más. Por suerte parece que Ariadna tiene hábitos semejantes, porque no ha entrado por la mañana a la casa cuando llueve. Ni a Laura ni a mí se nos escapa un árbol nuevo. Un pájaro nuevo, un hongo, un ternero, un potrillo. No es que nos dediquemos a observar el nacimiento de las cosas, es que los elementos nos advierten que han nacido. ¿De dónde salieron esos siete caballos? 91


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Al pasar nosotros por donde ellos pastaban se hicieron ordenadamente a un lado, dóciles, educados, como cortesanos abriéndole camino a su rey. Entonces Laura y yo nos miramos sorprendidos y al mismo tiempo encendimos, parsimoniosamente, luego de bajarnos de los caballos, cada cual su cigarro de pensar. Nos sentamos sobre una roca que hemos elegido para mirar el paisaje al revés. Y fumamos. Desde Isla Embrujada la laguna de Villa Serrana parece un espejo, uno que de tan cristalino y manso inmoviliza todo lo que toca. Desde Guazubirá en cambio, como se observa al agua caer desde la represa al río, al que así vuelve alegremente, la imagen es un poco más salvaje. Estuvimos un buen rato en silencio. Pensando. Hasta que por encima del sonido natural del viento cortando sierras escuchamos un repique armónico, como ensayado, que salía de los cascos de los siete caballos danzando. Solos sobre una planicie en la sierra de Guazubirá, siete caballos danzando. Laura, Camino, Tola y yo nos quedamos más quietos que de costumbre, dejamos de mirar hacia la laguna y los observamos, los cuatro, encantados. Hasta que Verde, nuestro perro, que dormitaba despreocupadamente, ladró sin razón ni sentido. Y los caballos parece que interpretaron el ladrido como una orden y se dispersaron, ágiles pero no espantados. Entonces sí, nos asustamos. Laura y yo, un poco nos asustamos. Laura asoció el fenómeno a la aparición de Vana, una viejita que con toda formalidad nos entregó en Isla Embrujada una invitación en la que Doña Matilde nos anunciaba que quería hablarnos antes de morir. Vana es una gitana de cuya existencia ni Laura ni yo habíamos tenido antes noticia. Los ojos no se le ven, escondidos que parece los tiene entre las arrugas de su centenaria cara. Algo en el rostro de la vieja a mí me resultó en cierto modo reconocible. No supe qué. Pero supe que esos siete corceles que parecían salidos de un cuento de hadas no pertenecían a Vana. Los caballos están todos marcados con una @, como de Ariadna.

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Capítulo II

Laura Doña Matilde fue para Laura una madre. Y para mí un ángel perturbador. Nos conocimos en Punta Ballena, un paraje rocoso adonde viene a descansar el océano y al cual se accede luego de atravesar un bosque de pinos. Las rocas caen al mar. Y lo acogen, envolviéndolo. Son las mismas rocas que conforman la cadena de cerros que luego de alcanzar su punto más alto en Villa Serrana, empiezan a descender por la Sierras de los Caracoles, –unas ondulaciones que semejan olas petrificadas–, hasta ocultarse en el mar. En Punta Ballena yo tuve un rancho al que bauticé Isla de los Robles. Un rancho cercano adonde mucho tiempo atrás tuvo su residencia Doña Margarita Xirgú. Una actriz española que residió unos cuantos años exiliada en Punta Ballena, donde en una noche de cantinela, Doña Matilde la conoció. Doña Matilde no recuerda haber visto esa noche a Rafael Alberti, aunque el poeta escribió un libro bellísimo en un chalet que tuvo no lejos de allí. Otra cosa que yo tuve cerca de la Isla de los Robles fue una carpintería, de la cual Doña Matilde fue asidua concurrente. Y tuve a Emilia. Un día Doña Matilde me preparó té y escones, me arrastró desde la carpintería a su residencia, ubicada más que frente al mar, sobre el mar y empezó a contarme la historia de Laura y Horacio Aranjuez, la una hija de su hermano fallecido y de una mujer que estuvo presa y murió en prisión y el muchacho un familiar no tan cercano al que adoptó como hijo varón. La anciana estaba preocupada por las peripecias personales que cada uno de ellos atravesaba. Por Laura porque después de casarse con un militar que se suicidó, como consecuencia del impacto de ese suicidio y en espíritu de fuga, se fue a vivir sola a Isla Embrujada, “en medio del campo” como describía a Villa Serrana y por Horacio, porque un par de años antes de que la conociese el muchacho había sido detenido por la policía militarizada de la dictadura que en aquel entonces gobernaba al país. A pesar de los consejos de Doña Matilde: –“No dejen entrar a nadie”..., nos dijo, ni Laura ni yo le tememos al pasado, tanto así que nos atrevimos a enterrar sus cenizas en Cráneo de Vaca, detrás de Cráneo de Vaca, adonde la esperaban las de Horacio Araunjuez. Incluso hicimos construir un pequeño monolito con un epitafio cuyo texto creemos hubiese sido del agradado de ambos. Horacio Aranjuez fue el eterno amante de Laura, hasta que lo asesinaron. No fue otra cosa que amante porque Horacio estaba enamorado de lo que hacía en la ciudad. Pintaba, tenía un programa de radio, se entretenía jugando a los naipes con gente de su agrado en un boliche llamado La Cueva y sobre todo, daba clases de pintura a un selecto grupo de adolescentes. Con Laura se conocieron y empezaron a disfrutar primero de la amistad y luego de la sexualidad en un altillo de la casa que Doña Matilde tuvo en el Barrio Palermo de Montevideo y adonde empezaron a ir con mucha frecuencia cuando ambos, por diferentes razones, quedaron casi solos en el mundo. Mientras Doña Matilde iba contándome la historia de Laura y Horacio, con la doble finalidad o con la esperanza de que yo pudiese ayudarlos, y sobre todo ayudarla a reconocerlos, pues sentía que los había perdido, yo me sentí –a través de las pinturas que Horacio había hecho de ella, de fotos, de cartas y hasta de alguna grabación que la anciana me proporcionó– irrefrenablemente atraído por Laura. 93


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Hasta que una tarde propicia decidí que la tenía que conocer. Pocas horas después de poner en conocimiento a Doña Matilde del asesinato en la cárcel de Horacio Aranjuez, a quien por lo tanto yo ya no podría ayudar, y ella no podría recuperar y como consecuencia del involucramiento que tenía con la historia que la anciana me permitió compartir, me pareció necesario informarle también a Laura. “Sin datos suficientes, toda apreciación es una temeridad”, decía Louis-Auguste Blanqui, cuando harto de la pequeñez de lo político decidió ponerse a investigar el infinito. En su honor no voy a ocultar un dato en absoluto menor. Si Emilia, la bella Emilia, hubiese estado en Isla de los Robles... pues si hubiese estado, no hubiera habido Isla Embrujada, pero Emilia había viajado a Buenos Aires a dar un concierto, –es violinista y yo no tenía ganas de estar solo. De modo que recorrí los noventa kilómetros que separan Isla de los Robles de Isla Embrujada y no dormí. Antes de acercarme a Laura, antes de que Laura se acercara, pasé una noche en vela. Vi al mar desde las sierras, al mar de la Isla de los Robles, lo vi desde donde no se lo ve. El sol cayó en el horizonte, redondo y solo en el horizonte rojo. Y ascendió luego por el otro costado. Y yo ahí, patético e inmóvil en la roca Cráneo de Vaca. Yo había subido a pie hasta la cima de La Leona, el más alto de los cerros de Villa Serrana, donde está Isla Embrujada y me había sentado en esa piedra, primero a reponer fuerzas, luego a pensar. No es que no quisiera moverme, es que no pude. Pero Laura supo que alguien la miraba. –Estoy acostumbrada a que me observen paisanos y curiosos pero no a tener un hombre sentado en mi propiedad durante toda la noche. No me ha dejado dormir, pero como no se mueve presumo que no vino a matarme. Me dijo, con una su voz dulce que yo ya le había imaginado. –Vine a matar tu pasado. Le respondí, débilmente, lo que debe haber contrastado con la dureza de la afirmación. Yo no voy a negar que cuando sentí la tibieza de la piel de Laura, que me tomó de la mano para impulsarme a acompañarla al interior de Isla Embrujada, algo adentro de mí sintió un poco de miedo. Yo no lo voy a negar. Miedo al miedo. Al riesgo. Y sorpresa también sentí. Sorpresa por el gesto casi infantil con el que Laura me tomó de la mano. Porque Laura me tomó de la mano como si me hubiese conocido de toda la vida, como si hubiese estado esperándome, y aunque no es imposible –nunca me lo reconoció– que Doña Matilde le hubiese hablado de mí, contado de mí, con la misma intensidad con la cual a mí me habló de ella, yo en ese momento no lo sabía. Yo apenas me había arriesgado a llegar hasta Isla Embrujada para conocer a Laura porque con ella había soñado mientras Doña Matilde me la describía, y por el cariño que había aprendido a sentir por la anciana, a la que aquel día del cual prefiero no acordarme la dejé llorando su dolor por la muerte de Horacio. Meses después, luego de que Emilia decidiese volver a Hungría, desde donde un día partió, abandonándolo todo, para buscarme, luego de que Emilia decidiera irse, no indignada no, pero ciertamente aterrorizada: –“La Isla de Los Robles es un hospital psiquiátrico y tú eres un soñador enfermizo”, dijo al despedirme; meses después, muchos meses después, cuando Doña Matilde murió, yo entendí, recién entonces, a qué obedecía el miedo que sentí aquella noche primaveral que pasé en vela amparado apenas por una tenue luz de luna. Entendí lo que me había ocurrido, –si es que entender se puede–, cuando mientras leía unos textos de la poeta Irene Bleier descubrí que me estaban corriendo por las mejillas unos irrespetuosos lagrimones. “Lo que me mata es ir / cometiendo pecados / de lejanía / es no poder aprender / nada / sobre los límites / sobre aceptar o resignarse”. 94


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Capítulo III

Ariadna Ariadna se expresa maravillosamente. No vocaliza palabras. Porque es muda. Pero crea imágenes, series de imágenes que relatan con infinita mayor profundidad que la que los hablantes expresamos con letras atadas. Las palabras son en nuestras bocas sonidos amalgamados arbitrariamente, en cambio las imágenes de Ariadna obedecen a un instinto tan pero tan natural que parece manejaran el habla de los niños. Las imágenes de Ariadna producen luz, aún cuando el objeto de su mirada sean, por ejemplo, las sombras de los árboles. A veces escribe, –muy pero muy a desgano– frases imperiosas. “No tengo palabras para agradecerles”, nos escribió en un papel el día que se mudó a su cabaña. Y cuando Laura leyó lo que había escrito levantó la mirada para observarla y ella reía. Sin ninguna inocencia, reía satisfecha de su propia ironía. Desde hace unos meses cada mañana, al despertarnos, lo que con Laura hacemos no es pelearnos por decidir en cuál de los siete caballos que Ariadna ha puesto a nuestra disposición cabalga por la tarde cada cual. Eso hacíamos invariablemente –como juego –, hasta que por debajo de la puerta Ariadna empezó a dejarnos un sobre con siete fotografías. Cada día, siempre siete. Son las imágenes con las cuales Ariadna nos habla, nos cuenta lo que pensó el día anterior. Desde ese día nos peleamos por ver quién llega antes a recoger el sobre. Últimamente yo he decidido dejarme vencer. Aproveché esa pugna para ducharme antes que Laura, de modo que cuando afeitado y limpio de los sudores nocturnos me predispongo a emprender las actividades del día, lo hago ya purificado. Esto es, limpio el yo, me olvido de mí. ¿Qué otra cosa absolutamente imprescindible tiene que hacer uno cada día por sí mismo que purificarse para olvidar su pobre yo? No su yo creador, cabalgador, alto, sino el otro. El del espejo. Beber el agua de cada día. ¿Qué más? Supongo que no se puede generalizar mi experiencia pero después de ducharme yo me olvido de mí. Luego, observo las imágenes que Ariadna inventó el día anterior, las observo sin tener que pensar en otra cosa, que es como creo que a ella le gusta que las observen. Y después, mientras espero que Laura a su vez se purifique, ensillo a Camino y a Tola, a los cuales concedemos el privilegio de montar cuando salimos a recorrer un campo cercano que adquirimos para engordar ganado vacuno. Ellos a su vez nos conceden el privilegio de querernos, lo cual, tratándose de caballos, aunque a veces se comporten como seres humanos, mejor que seres humanos, no deja de resultar encantador. Encantador de encantamiento, de magia simple. Precisamente en honor a la magia yo quería poner al campo a actuar en una actividad menos generalizada que el engorde de ganado. Quería sembrar un monte de Paltas y plantar un bosque de Robles. Pero asesorada por un ingeniero agrónomo Laura optó por el ganado vacuno y luego me explicó –con enorme delicadeza– que la poesía la plantara en libros, que ella se ocupaba de nuestra supervivencia. Yo consideré la actitud del ingeniero agrónomo como una traición, esperaba que el tipo fuera cómplice de mi pasión por los árboles, que además quizá podían resultar productivos, –era lo menos que se podía esperar de un ingeniero agrónomo–, pero por las razones que sean o porque, como dijo, los costos de explotación del ganado vacuno son infinitamente menores, el individuo terminó de inclinar a Laura hacia las vacas. Todavía me molesto cuando lo recuerdo, así que trato de no recordarlo. No me duele tanto la muerte como la traición. 95


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Cuando Ariadna apareció con sus siete caballos, –más o menos por la misma época- Laura y yo estábamos analizando un abanico de ideas que nos permitieran relacionarnos mejor con la ciudad, la urbe, pues antes de morir, el día que a través de Vana nos invitó con escones y té, Doña Matilde nos había sugerido que nos preocupáramos de ese tema. Los deseos de la anciana fueron y siguen siendo muy importantes para nosotros, y éste, además, tuvo la virtud de plantearlo especificando que no por ello nos tendríamos que ver obligados a abandonar Isla Embrujada. El advenimiento, la aparición de Ariadna, postergaron esas reflexiones. Como todo ángel caído del cielo trajo consigo algunos inconvenientes. El primero de ellos fue existencial: tanta energía perturba. El segundo fue muy mucho menos trascendente, pero igualmente conmovedor, en un sentido psicológico. Su aparición provocó no sólo una alteración del paisaje sino también un incremento de los curiosos y de los turistas. El divulgador del fenómeno Ariadna fue el comisario de Villa Serrana, que a los cuatro vientos anunció la presencia de “otra mujer sola” que por suerte, dijo, no trajo perros. Cuando Laura habitaba Isla Embrujada acompañada únicamente de su belleza el comisario la visitaba periódicamente y como en realidad no había razón alguna para que lo hiciera había inventado un delito a Verde. “Los propietarios de las estancias tal y tal dicen que desde que usted vino con Verde, al recorrer cada mañana sus propiedades encuentran ovejas mordidas en sus patas delanteras”, vino a decirle, sobrio, una tarde. Y cada tanto reaparecía con la misma acusación. Cuando yo me mudé de Isla de los Robles a Isla Embrujada retiró los cargos. Dicen que dijo en al almacén de Perico –el único local comercial digno de llamarse almacén y pulpería de Villa Serrana–: “parece que al fin vino un hombre a poner en vereda a ese perro maldito”. Cuenta Graciela, la señora esposa de Perico, que la mujer del comisario fue menos elíptica: “Le llegó el cuchillo a la berenjena”; comentó, ni un poco preocupada por las travesuras de Verde. A este paisaje llegaron Ariadna y sus milagros. Cuatro meses después del día en que se instaló en nuestro establo aparecieron en Villa Serrana tres camiones gigantescos, cada cual con su container, y luego de recorrer extremando precauciones, los resquebrajados caminos de pedregullo, los depositaron a un lado de la cascada donde Ariadna había hecho construir a Perico los cimientos para una cabaña. La casa prefabricada ocupaba uno de los container. En los otros dos venían un laboratorio fotográfico equipado con tecnología de última generación, gruesos y pesados libros de pintura y fotografía, siete plantas de ananá embaladas como si se tratase de cristales, y un cine. Propiamente, un cine. Pantalla, butacas, –es cierto, no muchas butacas– y el equipamiento correspondiente. Cuando el hermano de Ariadna, Josué, irrumpió con un BMW exótico y tres celulares –tres– con o desde los cuales organizó en una semana el ensamblaje de la cabaña y las dos carpas militares en cuyo interior hizo instalar en la una el cine y en la otra el laboratorio fotográfico, Laura y yo manejamos la posibilidad de dejar de saludar a Ariadna. Pero imaginamos los comentarios que estaría formulando la esposa del comisario y luego de reírnos mucho decidimos que al haber optado por carpas revelaba y nos expresaba que se trataría de elementos que sólo transitoriamente perturbarían la belleza natural del paisaje de Villa Serrana.

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El destino del cine no era originalmente el de convertirse en sala de cine, pero Ariadna se encargó de que Josué se encargara de que también cumpliera esa función pues de lo contrario, le escribió con unas letras grandes y nerviosas, prendería fuego a la carpa cinco minutos después de que él regresase a EEUU. Josué trabaja en EEUU, aunque es brasileño como Ariadna, y como ella, pero menos dificultosamente que ella, nieto de uno de los propietarios de O Globo. Laura presenció la “conmoción Josué” porque cuando Ariadna vio venir los camiones la tomó de la mano, la arrastró hasta la piedra Cráneo de Vaca de Isla Embrujada, donde a su solicitud ambas se sentaron y allí, sin escribir ni pronunciar palabra, le explicó detalladamente todo lo que correctamente presuponía estaba por ocurrir. Por esos días yo había viajado a Buenos Aires a comprar libros y unas plantas de Palta que el ingeniero agrónomo tratando de congraciarse conmigo me había dicho le habían dicho que alguien importó de Israel, pero Laura, que frecuentemente habla pausada y graciosamente, apenas regresé me apabulló a palabras, con las cuales me explicó lo sucedido. Justificó esa catarata de palabras explicándome que empleaba las mismas que el rostro compungido y los brazos y las manos de Ariadna emplearon para rogarle que en los próximos días no la dejara sola ni un minuto porque perfectamente podía matar a su hermano de los tres celulares –el gesto con el cual anunció ésa su determinación no implicaba el uso de armas de fuego sino de un cuchillo grande, según Laura–, o irse al carajo con la misma delicada e irrespetuosa majestuosidad con la cual había aparecido con sus siete caballos. Laura la tranquilizó convenciéndola de que podía resultar lindo contar con un cine en Villa Serrana. –Sí, sí puede ser, pero subterráneo, no encima de un cerro. Le mostró Ariadna. –Que no le construya paredes. Se le ocurrió entonces a Laura sugerirle. Y a Ariadna se le iluminaron los ojos.

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Capítulo IV

Vana A Laura y a Ariadna les encanta desayunar galletitas con queso. Y tartas de cebolla y puerros. Y té. Océanos de té. Lo preparan con una infusión de yuyos que aseguran les permite mantener las delicadas figuras que efectivamente mantienen. Y jamón con ananá y jugo de naranjas. Tanto les encanta que Laura ha dejado de acompañarme en las cabalgatas matinales durante las cuales hasta hace no muchas semanas chequeábamos juntos el estado general del ganado. Porque no se trata de engullir manjares para abordar satisfechas el día, dicen, sino que el juego consiste en disponer del tiempo necesario para hacerlo eróticamente. Me han invitado en reiteradas oportunidades a participar del rito, pues ese carácter le han dado al acto de desayunar, pero salvo cuando leo, escucho música o hago el amor, y a veces incluso cuando hago cualquiera de esas cosas, yo soy demasiado ansioso para perder una hora y media comiendo galletitas. Para satisfacer ese placer que comparten compulsivamente han logrado que Vana les cocine. Pensaron contratarla pero la anciana prefirió hacerlo gratuitamente a cambio de que le permitiesen acomodarse en un rinconcito de la cabaña de Ariadna. Una semana después, cuando se consideró satisfactoriamente instalada, les explicó que de nada sirve disponer de una cocinera si los productos con los cuales se elaboran las comidas no son frescos. Vana es sustancialmente gitana, una hermosa vieja gitana, pero anoche nos explicó que queriendo morir como esquimal, o por lo menos como recordaba de niña le dijeron que se iban a morir –solos y sin molestar–, los ancianos esquimales, abandonó a su tribu un par de años atrás. Se despidió de sus hijos y de sus incontables nietos y enfiló hacia Punta Ballena. Una vez en la playa enterró en la arena sus pertenencias más íntimas: unas cuantas fotos, algunas joyas, los trozos secos de los ombligos de sus nietos todos, y un collar de hebras de cola de caballo de los más diversos colores. Luego se desnudó enteramente, se persignó e intento ahogarse en el mar. La volvieron a traer a la orilla los delfines, las toninas, y la terminó de sacar del agua, tomándola de las trenzas, “la vieja Doña Matilde”. “Yo le expliqué que en los últimos dos meses se me habían muerto mi viejito despistado, Pardo y Astuta, mis caballos, hasta el perro, pero Doña Matilde no quiso entrar en razones”, nos contó. “La culpa fue mía por decirle que quería morir como esquimal, si le hubiese dicho que quería morir como gitana capaz que me dejaba”, pensó Vana. “‘Ando necesitando gitana y no esquimal ahogada’, me dijo con una risa tan llana y seria que me conmovió”. “Esa noche volví a ser niña por un rato, porque decidió leerme un libro que se llama El país de las sombras largas, el mismo que me había leído mi abuela cuando yo vivía en las afueras de San Petersburgo”. “Dos días después fui a la playa a recoger mis pertenencias y el mar sin delfines me tentó. Doña Matilde me observaba desde arriba, desde el balcón de su casa sobre el mar. Parecía una virgen. Con una voz ronca que no era la de ella me llamó entonces por mi nombre, me dijo que no jugara con la voluntad de Dios y me rogó viniese a Villa Serrana primero a traerles la carta a ustedes y luego a velar por sus restos”. “Y eso hice y mientras lo hacía me aburrí de tratar de morirme”, nos explicó. 98


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Y sin más explicaciones cambió de tema. Nos soltó un montón de argumentos a favor de la necesidad de tener quinta para cosechar productos frescos y nos anunció formalmente que se quedaba a vivir con nosotros. Laura y Ariadna le dieron sumisamente el gusto. Hicieron traer decenas de camiones con tierra negra de un campo que Vana nos informó había utilizado mil años atrás para plantar papas y le contrataron un quintero para que siguiendo sus órdenes se ocupara de las verduras y los árboles frutales. Yo me plegué de buen grado a la iniciativa de Vana porque aproveché las circunstancias para plantar Paltas y alrededor de la quinta, Jazmines y algunos Robles. Desde entonces he notado, con un poco de preocupación, que ellas no sólo no engordan sino que cada día lucen más bellas y fuertes, y yo, que desayuno a las corridas tostadas con jamón crudo, ya tengo rollos difíciles de ocultar. Procuro convencerme de que eso lo explica, no el desayuno, sino la cena. Ellas durante el día comen manzanas y a la noche ensaladas, quesos y vino y yo acompaño la luz con litros de café y recibo la noche dorando carnes sin desgrasar. Vana me miró el otro día a los ojos y acercando su boca a mi oído me susurró que no me preocupara por la panza, que ella convocaría a Pahra-Un, el Dios bueno siempre dispuesto a dar una mano en la tierra y que él la ayudaría a evitar que yo me “desfigurara”. Mientras tanto, –ordenó– “cómprate un caballo negro recién domado”. Entre los siete caballos marcados con la @ de Ariadna hay uno negro, pero ese no servía, según Vana. “Tiene que haber sido potro ayer, tiene que recordar cuando fue potro”, me explicó. Y además me dijo: –“Deberías permanecer menos tiempo ante la televisión”. “No es televisión sino computadora”, pude decirle, pero me pareció que era entrar en detalles superfluos.

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Capítulo V

O Globo Ariadna siente repulsión por los hoteles. La desestabilizan. “Los hoteles tienen demasiados ojos”, titula a la última serie de siete fotografías que dejó bajo la puerta de Isla Embrujada. La imagen que cierra esa composición muestra un rascacielos –posiblemente paulista–, cuyos ventanales, todos, incluso los más elevados, aparecen cubiertos con un nylon negro como el que se utiliza para alejar de nuestra vista a los desperdicios domiciliarios o a los cadáveres de muertos recién accidentados. El paisaje desde el mirador de Isla Embrujada amanece a veces inhóspito, mortuorio. Y yo un poco deprimido. La niebla encubre al lago y al verde de los árboles. Los pájaros permanecen en sus nidos. Laura y Ariadna también. Hace unos minutos, cuando luego de preparar café me disponía a hurgar en revistas y periódicos que me mandaron desde Montevideo y a dar el primer vistazo a los libros que traje de Buenos Aires, entre ellos una biografía de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus, que era el que más estimulaba mi curiosidad, vi pasar una cabeza de vaca absurdamente separada de su cuerpo, oculto que éste estaba en el mar gris, matinal, de la bruma. Pero no me deprimió el clima, sino la estupidez. Mi propia estupidez. Me perturbó descubrir que había imaginado a Ariadna como un ángel misterioso, cuando en realidad no es sino una fotógrafa que posee siete caballos que parecen salidos de un cuento de hadas. Antes de volver a EEUU Josué tuvo la gentileza de concederme diez o quince de los suyos minutos para explicarme a Ariadna. La madre de ambos falleció joven. Era una bella mulata carioca a la que un fatídico rayo encontró en la frente cuando cantaba, a pocos metros de su marido, frente al mar ambos extasiados observando a una tormenta en el agua verde caer. Cantaba una tonada popular de Dorival Caymmi. Cuando conoció al hombre que luego sería su marido ella integraba junto a su hermana el coro de Caetano Veloso y reunía fuerzas para grabar un disco como solista, pero luego los continuos viajes de su novel esposo fueron postergando la realización de ése su propio sueño. El padre de Josué y Ariadna es hijo de uno de los propietarios de la cadena de TV O Globo. Su función en esa empresa lo obligaba a viajar permanentemente a distintos puntos del planeta y como no estaba dispuesto a no disfrutar primero de su esposa y luego de su esposa e hijos, los llevaba con él. En este punto del relato, Josué hizo una breve pausa para encender un cigarro, y preguntó si yo quería que él recitara los nombres de los quinientos principales hoteles del mundo. Vio en mi cara que eso no era necesario. Cuando su madre encontró la muerte Josué y Ariadna estaban en San Pablo, en la casa de su abuelo. Sus padres habían logrado robar un poco de tiempo a la compañía para pasar unos días de vacaciones durante los cuales pretendían reproducir lo más fielmente posible la inolvidable luna de miel con la cual quince años antes habían coronado su casamiento en una isla próxima a Bahía. “Una isla toda para ellos, pues en ella no hay otra cosa que la mansión de abuelo”, dijo tristemente Josué. Antes de aceptar integrarse a O Globo como gerente de ventas en el exterior el padre de Ariadna aspiraba a ser fotógrafo. Para no abandonar del todo ése su propio sueño también truncado, –hecho que nunca sintió como una frustración porque según Josué “ama su trabajo”– en los muy pocos ratos libres que le 100


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dejaban los clientes “fotografiaba todo lo que veía”. Cuando Ariadna cumplió diez años, en un hotel de Praga, el padre le colgó al cuello su primer máquina fotográfica. “La máquina pesaba más que ella”, rió Josué, que es un par de años mayor y que a los doce años lo que tuvo fue su primer celular. “Me lo regalaron para que abuelo pudiese comunicarse conmigo, pues el de mi padre estaba casi siempre apagado”, recordó. “Mamá odiaba los celulares casi tanto como los hoteles”, me informó luego, con el rostro puesto en los siete caballos que a unos cincuenta metros danzaban. Observándolos, Josué volvió a hacer una pausa, en cuyo transcurso encendió otro cigarro y recuperó la sonrisa. “Esos caballos se los regaló abuelo a Ariadna cuando en la fiesta de su ochenta cumpleaños ella le dijo que vendría a residir aquí para fotografiar no sé qué raro fenómeno vinculado al nacimiento de las luciérnagas. Los compré yo en el remate de un circo cuyo propietario murió ahogado. Abuelo no tomó de muy buen talante la noticia del viaje de mi hermana a este lugar porque le había encomendado que preparara un álbum de fotografías para celebrar el aniversario de O Globo, pero como Ariadna es un poco vasca decidió que en lugar de oponerse le facilitaría las cosas para que ella hiciera los dos trabajos a la vez, el propio y el que él tozudamente desea Ariadna y sólo Ariadna haga. Por eso vine con estos camiones...”. “Abuelo pensó en esos caballos para que hicieran compañía a Ariadna pero parece que ella encontró amigos más calurosos”, comentó luego mirándome directamente a los ojos y bajando la voz, pues su hermana y Laura se acercaban.

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Capítulo VI

Lorca Cuando las noches son cálidas Laura se desnuda. Recorre así, limpia de prendas sucias, dice, el trayecto que la trae desde la cabaña-sauna hasta la puerta de hierro y cristal que abre paso al casco central de Isla Embrujada. Practica ese ritual de diálogo cuerpo-aire incluso en las noches invernales que de tanto en tanto últimamente advienen calurosas como consecuencia de los nuevos fenómenos climáticos y sus extrañas humedades tropicales. Es un juego que a veces ha compartido con Ariadna pero que cuando lo emprende sola sabiendo que yo la observo, expectante, desde el mirador, deviene convocatoria, invitación, llamado erótico. Adviene. Deviene. Moja. Yo no me hago rogar. A veces escapo. Pero rogar no me hago nunca pues Laura ha arriesgado en ocasiones un resfrío emprendiendo ese viaje cuando las noches no son lo suficientemente cálidas sólo porque me ve triste y decide que navegando así puede contribuir a cambiar mi estado de ánimo. Yo no me deprimo con frecuencia pero a veces ocurre que me descubro fracturado en partes desiguales. Y allí va, andando sola, una cabeza mía entre la bruma. O mi pata de caballo perdiéndose lejos en al agua de un arroyo. O mis aletas enfriándose abajo, entre el fango negro del lago y los peces, en esos días grises que grises quedan aún después de la lluvia. Laura no cree que el goce ilimitado del sexo diluya. Opina por el contrario que en la libre experimentación sexual podría hallarse la salvación del alma humana. Lo afirma serenamente. Y cuando lo hace, quizá para tranquilizarme, agrega que no piensa que eso vaya a ocurrir ahora, ya. No dan ganas de tocarla cuando una vez adentro de la casa se detiene a gotear bajo una campana lámpara de luz tenue de la que parece ha terminado de surgir. Pero ella luego cierra los ojos y respira hondamente. Y cuando su aliento suelta el olor de esas infusiones con las cuales perfecciona el tiernísimo salvajismo de su cuerpo yo pierdo los estribos. Potro yo entonces, agua de arroyo, pequeño pez yo, entonces, nado. Nado a lamerla. Desde los pies la lamo ya no yo por dentro. Adentro, afuera. Y Ariadna un día observó. Su cámara le había implorado a Laura poder observar. Y observó. Es demasiado saludable el aire de las sierras. Una mañana cualquiera posterior no recuerdo ahora cuánto posterior Laura no fue a recoger el sobre con las siete fotografías. Ocupó la ducha, abrió el grifo, dejó que el agua fluyese. Y demoró y demoró para que el que recogiese el sobre ese día fuese yo. Esta vez no eran siete sino nueve fotografías y no estaban numeradas. Las esparcí por el piso de rojo ladrillo pulido y me tendí a observarlas. Verde se recostó a mi lado. No creo haber amado nunca con tanta perfección como la que quedó allí expuesta: –En una de las imágenes aparece –como electrificado, inmóvil– el cuerpo desnudo de Laura entre ramas de hojas verdes, ojos de luciérnagas y huecos de oscuridad. Disfruta de la sensación de ser mirada y trata de aprender a no sentir frío. Desde la cocina, Laura que ya me observaba, recitó: “Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos”. “Nos vemos más tarde”, dijo al salir, luego de besarme el cabello mientras dejaba una taza de café humeante que Verde casi desparrama cuando se levantó para seguirla. 102


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–En la imagen siguiente a la que mis ojos fueron a dar llevados por quién sabe qué instinto el cabello negro, lacio, y largo de Laura participa de la soberbia,– estremecedora – capacidad de penetración de la tierra que tiene el agua cayendo. Vertical. ...“en las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos”. –Ramos cuerpos. Piernas. Brazos. Cuerpos húmedos entrelazados inexplicablemente, como si se tratase de algas recién extraídas del mar o como “una pieza de seda rasgada por diez cuchillos”. “Laura es pícara”, pensé, mientras recogía todas las fotografías para ubicarlas en serie sobre mi escritorio. Una al lado de la otra apoyadas sobre mis libros preferidos quedaron esperando las imágenes. Yo fui a buscar a la biblioteca el Romancero Gitano de Federico García Lorca. Fui a buscar palabras. Al regresar –riendo– corrí la silla giratoria de roble mía de todos los días, separándola del escritorio, pero no me senté. Quedé parado con las piernas abiertas y los brazos apoyados en el respaldo. Abrí el libro de Lorca en la página donde está el poema “La casada infiel”, y así abierto lo dejé sobre el roble donde habitualmente mi culo suda cuando no logro escribir como desearía escribir y finalmente alcé la vista para volver a la contemplación de las fotografías. –Un primer plano del rostro de Laura donde lo que resalta es su boca tragando aire. La boca nadadora fuera del agua tragando aire, –más aire –, y el resto del cuerpo quizá tratando de hacer pie. –Los dientes míos irregulares separándose del erguido pezón de Laura. –Dos manos enterradas –adentro– resurgiendo –afuera–, buscándose, entre las nalgas de Laura. Gotas sueltas de sudor o de agua. “...y un horizonte de perros ladra muy lejos del río”. –La piel de Laura. Erizada. Colinas levemente onduladas. “Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”. –Una V enrulada. Una V rosada. Una V clara, oscura. Adentro, afuera, adentro, afuera. –Una mancha blanca. Lenta. Corre. Lenta. “Son nueve de treinta”, me dijo Laura unos días después, mientras yo, que volvía por un rato a ser carpintero, las enmarcaba para poder colgarlas prolijamente en nuestro dormitorio. A las otras Ariadna las quemó. “Las prendió fuego”. –Tenía dos cámaras, yo vi que tenía dos cámaras. ¿Qué hizo con las que sacó me parece que en blanco y negro? Le pregunté. –Quiere que vayamos al cine esta noche. Me respondió. Hay algunos momentos –instantes– en los cuales la fotografía resulta una forma de expresión inigualable. Hasta que vi las fotos en blanco y negro esa noche, sucediéndose casi fílmicamente, una tras otra proyectadas por Ariadna en la pantalla del cine que nos envió Don O Globo yo creía que ni la fotografía ni la pintura podían reproducir no ya el tiernísimo erotismo de una cascada sino tampoco el estruendo de las cataratas. Las expresiones plásticas me parecían incapaces de reproducir el erotismo abrazador de la pugna entre el agua y las rocas, que es parecida a la que tiene lugar en los escenarios de la sociedad; donde permanentemente se encuentran y desencuentran la naturaleza desenfrenada del alma humana y su vocación de libertad, con las formas que las contienen. Las más de las veces envileciéndolas. Las contienen. Pero esa noche cambié de opinión. 103


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Capítulo IX

Doña Matilde Un día antes de morir Doña Matilde preparó té y escones. Escones y té con los cuales nos agasajó a Laura y a mí en su residencia frente al mar, sobre el mar. En la esquela que nos envió con Vana nos había pedido que fuéramos puntuales y puntuales fuimos. Nos recibió engalanada con un blanco vestido de seda y una pañoleta color crema con flores amarillas y rosadas que razones que sólo la luz entiende la hacían parecer todavía más alta de lo que naturalmente era. Para llegar exactamente a las cinco de la tarde salimos de Isla Embrujada a las dos, aunque el viaje puede hacerse en poco más de cincuenta minutos. Mientras esperábamos que fueran las cinco caminamos por la playa de la Isla de los Robles. Laura, entretenida con unos caracoles, se retrasó. Yo la esperé unos metros más adelante contemplando el frente de Isla de los Robles. En un momento extendí el brazo y señalando hacia el chalet le grité: ¡Emilia, mira! Había un mar de golondrinas sobrevolando el techo de tejas rojas. –“Laura”. Me recordó Laura, acercándose. Y sonrió. A mí me gustó que sonriera. La mayoría de las mujeres ponen cara de culo cuando uno se confunde al nombrarlas y nombra a una otra cualquier mujer de la memoria. Y que sonriese me agradó, no sólo por cómo sonrió, pícara, sino porque los míos pies, independientes, querían estar ya adentro de la casa, rememorando violines. Sin nostalgia, pero con la predisposición a sentir placenteramente el perfume de Emilia, su levedad cuando tocaba el violín dejándose ser en un tiempo sin tiempo. Y Laura sabía eso, porque las mujeres saben eso, no sé como, y sin embargo sonrió. A las cinco y dos minutos de la tarde nos acomodamos como niños en un sillón verde de mimbre donde Doña Matilde había indicado que nos sentáramos. –Desde que perdí al carpintero dejé de comprar muebles de madera. Dijo la anciana riendo. Escuché esa tarde a Doña Matilde con la misma atención con la que la escuchaba años atrás, cuando imitando la teatralidad del decir de Margarita Xirgú me relató la historia de Laura y Horacio para que yo la escribiese. Creo que para que yo la escribiese, y para bordarme a Laura, porque, vaya a saber por qué, pero en todo caso arbitrariamente, la anciana creyó creer que estábamos hechos el uno para el otro. –Yo me voy a morir mañana. Dijo Doña Matilde luego de servirnos té. –Doña Ma... Empecé a decir yo. –Shhhh. –(...) –¡Hagan silencio! Yo me voy a morir mañana.. –(...) –Yo nunca en mi vida fui un cuerpo, como todavía lo son una buena cantidad de mujeres en este mundo, y no porque no fuese bonita. Que es cierto, no lo fui. Sino porque me hice mujer en un país en el cual el Presidente de la República escribía con seudónimo femenino en el principal diario del país manifestándose a favor de la igualdad entre los sexos... a favor del voto de la mujer... y nunca fui meramente un cuerpo porque mi madre era una mujer navaja, no se hacía notar, pero cortaba. Y me dejó algunas enseñanzas. Antes de morir, mi madre me sentó ante ella así como yo ahora los siento a ustedes ante mí y me dijo: “Si alguna vez te dicen puta, dales el culo, pero nunca la cabeza”. Mi madre era de las Islas Canarias, antes de arribar a este país, donde se casó con el señor 104


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arquitecto mi padre, habitó en cuevas. Alejandro, el padre de Laura, mi hermano cara de niño, fue una vez a Islas Canarias y vio esas cuevas metidas en la montaña. Durante su corta vida se habían tratado horriblemente mal con mamá. Alejandro, que en paz descanse, miraba el mundo desde los ojos de mi Papá, el señor arquitecto, que era un canalla aunque me duela reconocerlo. En aquel entonces era fácil vivir en este país. La gente decía que era el mejor país del mundo y aunque no lo era porque no podía serlo, la gente lo creía, honestamente lo creía. Alejandro también, de modo que no le agradaba ser hijo de una mujer que vivió en una cueva y que en lugar de sentirse orgullosa de ser considerada como una igual por la sociedad en la que se desenvolvía y en la que había alcanzado un alto nivel de vida, sentía nostalgia de su pasado. Mi hermano nunca entendió que lo que mamá extrañaba no eran las cuevas, sino el trino de los pájaros de Santa Cruz de Tenerife. Mamá imitaba el canto de los pájaros, tanto que su trino se confundía con el sonido de los muchos canarios que cuando yo era chica teníamos en casa. Un día le pregunté cómo había aprendido a hacer eso y me dijo: “es que así nos comunicábamos en Tenerife, era nuestra forma de informarnos urgencias de una montaña a la otra”. Alejandro empezó a entender a mamá recién después de ese viaje que hizo a las islas y otros lugares de España. Lástima que luego se fueran tan pronto los dos, consumidos cada cual por su propia tristeza, la misma, la muerte en un accidente estúpido de Papá. Hay gente a la cual cuando se le hace pedazos el entorno sereno en el que se desenvuelve pierde pie. Empieza a caer y cae, inexorablemente, aún sin padecer ninguna enfermedad. Papá era funcionario de una repartición pública. Era jefe de Planeamiento Urbano de la Intendencia de Montevideo. Y de vez en cuando hacía alguna obra propia, casas como ésta que no habitaba ni vendía ni alquilaba. “Yo ahorro ladrillos”, dijo una vez. “Ladrillos de otros”, le respondí yo, provocándolo. Un día triste, quizá el más triste de mi vida, poco antes de morir, apareció en mi casa compungido e inseguro. Yo nunca lo había visto dudar y cuando quería verme me hacía llamar por Alejandro, así que pensé que venía a disculparse conmigo. Pero no venía a disculparse, venía a hacerme sufrir. Me había echado de casa cuando alguien le dijo que yo era de izquierda. En realidad yo nunca lo juzgué mal por eso, porque a mí me pareció que me echaba para estar solo con mamá. – “No se va a casar nunca y además es de izquierda”, le dijo a Alejandro, –que recién se había casado con la mamá de Laura, ella sí de izquierda–, cuando le explicó por qué me obligaba a mudarme a cualquiera de las sus tantas casas. “Que ella elija a cuál”. Le dijo a Alejandro. Y yo elegí una de Palermo porque entre los recuerdos más hermosos que preservaba de mi adolescencia estaban las idas con mamá al conventillo del Medio Mundo, que era el corazón de ese barrio. Una prima de mamá vivía ahí, entre las familias de negros que lo habitaban casi comunitariamente, y cada vez que se empezaban a preparar los disfraces para el Carnaval mamá iba a ayudar a su prima a confeccionar esos trajes. Hasta que un día Papá le pidió que no fuese más convenciéndola no sé con qué argumentos. – “¿Podrías acompañarme al trabajo?” Me rogó, con un tono copiado al dulce de mamá y con cara de tristón. Papá ya se había jubilado pero siguió trabajando porque un amigo militar le pidió que los ayudara a reorganizar las cosas mientras la dictadura se instalaba formalmente. Cuando llegamos a su oficina me ordenó que me sentara en la silla baja de recibir a la gente que tenía frente a su escritorio. Los bobos habitantes de este país recién empezábamos a tomar conciencia de que íbamos a tener una dictadura como son todas las dictaduras. En las oficinas públicas la gente parecía una parte del mobiliario. Daba miedo el 105


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silencio. ¡Yo recordaba tan otro clima de cuando unos cuantos años antes íbamos con mamá a llevarle el almuerzo! Mi padre se inclinó sobre sus carpetas, hurgó en una de ellas y extendiéndome unas fotografías en las que podían verse las paredes derrumbadas del conventillo del Medio Mundo me dijo: –“Lo hice para valorizar tu casa. El barrio ahora va a empezar a ser otro”. Y luego de tirarme el expediente donde se detallaba el desalojo y derrumbe del Medio Mundo con un inmenso sello que decía “Ejecutado” se paró y se fue. Yo me quedé observando el veloz desplazamiento de las faldas de sus dos secretarias, que lo siguieron como soldados. Hasta que unos minutos después, todavía temblando de odio, me paré para irme, con ganas de matarlo. Pero no fue necesario. Lo mató su madre, mi esquelética abuela que desde hacía ya años ni fuerzas para hablar tenía y que al enterarse lo hizo ir a verla. Cuando lo tuvo ante ella le escupió la cara, cerró los ojos, y se dejó morir. ¡Pobre Papá! Un par de meses después, él que se ufanaba de ser un excelente conductor, estrelló a su auto y a su inmensidad toda contra una columna del alumbrado público, a tres cuadras del Medio Mundo, ante cuyos restos el vehículo había estado detenido durante dos horas. Mi padre nunca pudo tolerar las miradas entre socarronas y despectivas con las que él decía lo acompañaban a su paso por el Barrio Palermo, donde transcurrió su adolescencia, los negros que se juntaban a conversar en las esquinas. “Tenía enroscado al cuello, –decía mi mamá– el “blanco pituco de mierda” que él creía ver en los ojos blancos, casi nunca depositados en su propia mirada, de los negros con los que sin embargo compartió las primeras correrías juveniles”. Sólo con mi madre comentó ese desprecio presentido, pero no con la de él. Mi abuela había elegido residir en el Barrio Palermo como agradecimiento a Manuela, una negra cuyos hermanos habitaban en el Medio Mundo, y que por razones que desconozco fue muy importante en su vida. Manuela debió haber sido alguna vez muy bonita. Mamá le pidió que trabajase en mi casa luego de la muerte de abuela. Papá en un tiempo parece que también la quiso. Pero le provocaba rechazo el cuchicheo cómplice con el que una vez le dijo a mamá lo recibían cada mañana la abuela y Manuela y náuseas el olor de su madre postrada en el cuarto del fondo de la casa donde, sin embargo, al frente, tenía y tuvo desde que se recibió su estudio de arquitecto. Hasta en su lecho de muerte Manuela se negó a hablarme de Papá. Antes de firmar la orden de demolición del conventillo mi padre se había sorprendido al escuchar la oposición de la abuela –con la que apenas intercambiaba frases de rutina– y que sin embargo abandonó su postración para recibirlo una mañana y preguntarle si estaba loco. “¿Olvidas que fue una negra de ese condominio que te enseñó a ser hombre?” Le preguntó. Mi padre no le respondió y ni falta que hacía. Hubiera tenido que reiterar los argumentos que dio en un informativo de televisión y ante los cuales él sabía que la abuela reiría a carcajadas o sonreiría lastimosamente como dice que imaginó hizo cuando lo miraba, chiquito en el aparato, más por curiosidad que por verdadero interés. Desde entonces me duele el Carnaval, las “llamadas”, que son el verdadero carnaval de los negros. Jamás luego de que pasase todo eso volví a bajar a la vereda a ver el desfile, a pesar de que Manuela no se las perdía nunca, y a veces participaba disfrazada de otra mujer. Una semana después de la muerte de Manuela decidí venir a vivir a Punta Ballena, a esta casa en la cual veraneábamos con mamá y Alejandro cuando yo era joven. Mi espíritu necesitaba ese cambio. Que no crean fue fácil. Por eso admiro la férrea voluntad con la cual Laura afrontó su exilio en Isla Embrujada. Pero no puedo dejar de reconocer y por eso los he llamado, que al abandonar la urbe se pierden algunas 106


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cosas. El encierro es muy húmedo en este país. ¿Me comprenden? Esta casa no tiene nombre, porque las construcciones de Papá no tenían nombre. Pero para mis adentros yo la llamo Isla Negra... Porque ella y yo hemos ido acumulando más memoria oscura que voces nuevas... –Yo conocí a Margarita Xirgú ¿saben? Una tarde hace ya no sé cuántos malditos años fui a bañarme sola. Alejandro había ido a jugar a no sé qué juego con sus amigos y mamá a la playa no iba. Miraba al mar a toda hora, pero no dejaba que la tocara. De pronto veo a dos muchachos saliendo del agua, uno que ya era hombre y otro de piel nueva. El que ya era hombre se acercó irrespetuosamente hacia mí y me dijo un piropo que no voy a recordar pero que me hizo reír. La risa me perdió. Invitada por él fui esa noche a la casa de Margarita Xirgú, donde estaban reunidos varios intelectuales y científicos para recibir a Einstein. Recuerdo que estaban Vaz Ferreira y Clemente Estable. El que me piropeó era José Bergamín, otro exiliado español, pícaro y guapo. Y a la cena vinieron desde Montevideo y Buenos Aires otras personas tan encantadoras como ellos. Hombres altos. ¡Cuántos hombres altos había en aquella mansión! ¡Elegantes y finos y llenos de mundo! Esa noche fui cabalgada por el culo y por la cabeza. ¡Y con qué placer! “La noche sobre espejos y el día bajo el viento”, recitó esa noche alguien en mi oído citando a Federico García Lorca. Cuando retorné a casa muy tarde, todavía no había salido el sol pero ya no era noche cerrada, mi hermano estaba esperándome. Abrí la puerta y le vi los ojos. Recuerdo todavía su mirada recriminadora. No habló, pues no tenía autoridad para hacerlo, pero fue peor, porque me juzgó sin oírme. Antes de morir de esa muerte incomprensible que lo mató, y llorando tanto su presentida propia muerte como la de su esposa, que poco antes había muerto en la cárcel, se disculpó por haberme juzgado. Y yo lo perdoné. A él sí. Porque no fue él, sino mi padre a través de él el que al juzgarme me inmovilizó. La fiesta tendría que haber seguido... –(...) (Laura aprovechó la pausa de Doña Matilde para volver a servir té. Yo apenas me atreví a estirar el brazo para tomar la taza porque no quería hacer viento). –Papá no me echó de casa para estar solo con mamá, que es lo que yo siempre quise creer, ni como consecuencia de que alguien le dijera que yo era de izquierda, porque él sabía que yo era de izquierda como podía no serlo, sino porque yo estaba saliendo con Augusto, un negro que resultó ser la horma de su zapato. Las personas que fingen fortaleza suelen ser tan débiles... Un día, con el consentimiento de Papá, mamá invitó a cenar a Augusto. Papá lo recibió con una sonrisa, pero una vez que tomamos asiento, se empecinó en ridiculizarlo. “Así que usted es de izquierda”, le dijo ni bien mamá terminó de servir su comida favorita. Una delicia hecha a base de rodajas de pez espada apenas doradas a la plancha que luego acompañaba con una salsa verde clara de corazones de alcachofas y unas zanahorias glaseadas. “De izquierda sí, pero yo no sé nada de política”, le dijo Augusto, que era estudiante de Bellas Artes. “Yo soy socialdemócrata”, le aseguró mi padre y Alejandro y yo nos miramos. “Es lindo ser socialdemócrata”, le respondió Augusto y agregó, tomando serenamente los cubiertos: “Yo soy liberal, de izquierda y liberal, de modo que estoy condenado a no tener partido”. Mi padre se llevó un trozo de pescado a la boca. A mí casi se me cae la copa a la que decidí recurrir para controlar los nervios. “¿Imagino entonces que admirará usted a los ingleses y a los norteamericanos?”, le interrogó Papá observándolo comer. “A los anglosajones en general sí, no tanto a los norteamericanos... Yo soy negro ¿vio?”, le dijo 107


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Augusto mirándolo a los ojos y con aplomo de hombre mayor. Papá le ofreció volver a llenar su copa de vino, Augusto aceptó de buen grado. “Es francés, el buen vino es francés”, le explicó Papá, irónico. Y brindó: “¡Por Margaret Thatcher!”. “Por Olof Palme”, exclamó levantando altamente su copa Augusto y Papá no pudo no preguntarle: –“¿Y quién es ése?”. “Un líder socialdemócrata sueco”, respondió, riendo, Augusto y como vio que mi padre dudaba, poniéndose serio y humildemente, agregó: “Sabe usted... yo casi nada sé de política, sinceramente, pero sé que el exceso de pragmatismo liberal, –como el de Thatcher–, suele ser tan malo para el espíritu, como el dogmatismo –del tipo que usted quiera– lo es para el intelecto”. Por única vez en mi vida vi esa noche a Papá hacer silencio en medio de un esgrima de ideas. Mamá sirvió los postres respirando agitada, quizá temiendo una reacción tardía de Papá... quizá arrepintiéndose de haber invitado a cenar a Augusto. Pero nada ocurrió. Con cierta frialdad pero sin agredirse hablaron luego durante un buen rato sobre la obra de Joaquín Torres García, hasta que Augusto anunció que debía retirarse. “Mi madre se pone nerviosa cuando llego muy tarde”, explicó. A las tres de la mañana de aquella memorable noche escuché caminar solo a Papá por la oscuridad de la casa. Apagué la luz, –yo leía–, temiendo que deseara vengar en mí –no sé de qué manera– su derrota. Pero no se atrevió o no supo cómo. Durante unos pocos minutos escuché su respiración detrás de la puerta de mi dormitorio, hasta que volvió sobre sus pasos. –(...) –¡Qué hermosa noche! Una noche propicia para creer en Dios. Dios demoró muchos años en intervenir en mi vida. Me regaló durante un par de años a Augusto, hasta que se fue a estudiar a Estados Unidos, adonde no me atreví a seguirlo, y aquella noche de dicha en lo de Margarita Xirgú y luego me dejó ser hasta que de golpe arremetió sin asco. Tuvo la bondad de concentrar en muy pocos años todo el dolor que a otras personas les hace sufrir en períodos más extensos. Aunque luego haya cometido la perversión de abandonarme sola junto a Manuela. Supongo que pensó en ponerme a vegetar hasta la muerte. ¡Pobre Dios Padre! Pobre Señor si pensó que yo me quedaría postrada esperando la muerte. ¡De ninguna manera! Yo atraje hacia mí primero a tí Laura y a Horacio, el bello Aranjuez, que Él me los fue quitando, y luego a usted joven. Y como Él interviene arbitrariamente sobre las vidas de los seres frágiles, ¿por qué no habría de poder intervenir yo? Pero no para hacerles sufrir. ¡Ah no! Sino para enseñarles a gozar. ¡Sí señor! ¿Quieres mi carne? Toma mi culo, pero no mi cabeza. Ustedes, los sueños de ustedes, las palabras de ustedes, son mi venganza. Él los hizo sufrir. Yo los puse a gozar. Y si Él actuó a través mío, que Dios lo bendiga. Ustedes no dejen entrar nunca a nadie en el mundo privado de ustedes, pero al de afuera llénenlo de gente alta. No sólo “alta de ser alta”, como decía el muchacho de piel nueva que conocí aquel día en la playa refiriéndose a los asistentes a la reunión en la casa de Margarita Xirgú, no sólo gente “alta como es lindo ser alto”, que así decía en realidad, sino alta de mirar lejos. Más lejos que mañana... Dejó de hablar, casi sin aire, unos segundos antes de que en por lo menos dos de sus varios antiguos relojes sonaran las doce campanadas que anunciaban lo que anuncian las campanadas a esa hora. Se sirvió una taza de té, sorbió con su delicadeza gestual de siempre un largo trago, depositó la lujosa pieza de loza inglesa sobre la mesa y reclinándose hacia atrás en la mecedora susurró, ya no dirigiéndose a nosotros: –Ahora sí. Ahora si quieres toma mi cabeza. Y sonrió. 108


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Epílogo La enterramos al otro día. Cremamos sus restos y la enterramos al otro día. Detrás de Cráneo de Vaca esparcí con mis propias manos sus cenizas como había visto hacer a Laura con las de Horacio Aranjuez. El pozo, no demasiado hondo, también lo hice con mis propias manos. En la memoria de mi padre –que fue asesinado y cuya historia conté en un librito titulado La Isla de los Robles– y en la de Doña Matilde y en la de Horacio Aranjuez, colocamos un monolito con un texto que una vez yo había escuchado recitar al músico e intérprete Eduardo Darnauchans. Es un poema de Eduardo González Lanusa que se titula “Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo”, pero que a Laura y a mí nos pareció también podía ser grabado en un monolito con el cual no enterramos pero modificamos a la piedra desde la cual nos gusta ver la puesta de sol: la roca Cráneo de Vaca, desde donde también, una vez al año, observamos junto a Ariadna y otros amigos el nacimiento de las luciérnagas: “Sabes que acaso te está hablando un muerto. Eco callado soy que resucito. Única voz que se atigró en cien soles. No bronce o mármol. Frágil cera guarda Esta inmortalidad Que estás oyendo. Voz que ya nadie dice. Luz de un sol extinguido que aún galopa en el tiempo. Bajo mis alas, trémulos Se acurrucan minutos de otros días. Tu atención ya la he visto y he de verla abierta en otros. Sois reflejos míos. Yo soy la realidad, sombras vosotros. Que con ser sólo un aire estremecido Yo he de vivir aún más que quien me dijo. Soy el claro prodigio sin misterio. Voz que se dice sola y para siempre. En vano, sobre mí pondrán los hombres Leve silencio o densidad de olvido. ¡Vendrá una mano y volare de nuevo! Diré otra vez, Lo que te estoy diciendo.

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Inventario de deudas 1.- Con Carlos María Domínguez por la publicación de una entrevista privada que realizó a Tola Invernizzi. Semanario Brecha de Montevideo. 23 de marzo del 2001. 2.-

Con Diane Tong, por su libro Cuentos Populares Gitanos, de donde se reproduce de modo literal el cuento sobre por qué son enemigos los judíos y los gitanos y de donde se toma el argumento con el cual Vana explica por qué verdaderamente viven dispersos por todo el mundo los gitanos.

3.- A esta idea de José Ingenieros que explica la razón de ser de éstos textos: “En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los estados tórnanse mediocracias, que los filólogos inexpresivos preferirían denominar ‘mesocracias’”. De: El hombre mediocre

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