Gazpacho Número 2

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En uno de los barrios más castigados por la llamada droga de los pobres, el padre Pepe apela a los valores tradicionales de las villas: la solidaridad y el hacerse cargo del otro. Los lazos comunitarios como arma para ponerle freno a las consecuencias de la pobreza.

Sub Cooperativa de Fotógrafos

José María Di Paola camina por la calle Pepirí, ahí donde Pompeya se funde con Barracas, en el límite de la Villa 21. Arrastra una bici playera roja y blanca, con los colores de Huracán. El viento que trae el tufo del Riachuelo le revuelve el pelo lacio. A su lado y a su espalda caminan medio centenar de pibes, de entre doce y dieciocho años. Pepe, como le dicen los vecinos, es el cura del barrio. En esa misma calle, una noche de abril de 2009, un tipo lo paró y le dijo: "Rajá o sos boleta. Te la tienen jurada". Pepe denuncia cómo el paco consume vidas. –Miedo no tengo. Yo diría cautela –dice, sentado en su minioficina del Centro Juvenil de la Parroquia de Caacupé. Así, con cautela, el cura recorre, de lunes a lunes, los recovecos de la Villa 21-24 y el Núcleo Habitacional Transitorio Zabaleta. Entre los tres asentamientos suman más de cuarenta mil personas. Ahí llegó el cura Pepe Di Paola, hace trece años. –Vi crecer a la villa. Vi cómo el paco fue comiéndose a los chicos. Pero, a pesar de todo, se mantuvo el espíritu de solidaridad entre los vecinos. –cuenta. Aunque se reivindica como cura villero, el padre Pepe prefiere hablar de barrio obrero porque la villa fue y es construida por trabajadores, en su mayoría inmigrantes paraguayos y del norte argentino. –Está claro que no somos un barrio más de la ciudad –aclara–. Hay alguna salita de salud o se hace alguna mejora menor. Los vecinos lo saben, por eso también existe entre ellos una fuerte solidaridad para resolver problemas–. La obra del padre Pepe busca fortalecer los vínculos vecinales y romper los límites trazados por las pandillas y el narcotráfico. Como los pibes que ahora juegan al fútbol en el gimnasio. Brian, el arquero, tie-

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