Contigo pan y barbijo

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May 31 2020 Contigo pan y barbijo, mi amor Por Gabriela Baby

Leo en el diario del domingo la enésima nota de color referida al tema del amor y la pareja en tiempos de cuarentena: “Ella quedó en su casa y yo en la mía justo cuando estábamos por dar el gran paso”. Otra: “Nos conocimos una semana antes de la cuarentena a través de una app y, como nos regustamos, decidimos encarar la convivencia”. Y el toque bajón: “Nos separamos justo cuando empezó la cuarentena. Él la pasa mal en lo de su mamá y yo lo extraño, pero no da para que volvamos. ¿O sí?” Los testimonios siguen en la misma línea: gente que está en un momento transicional de la convivencia de pareja, en situaciones muy diversas. Pero nadie me dice nada de quienes convivimos hace más de diez o quince o veinte años con el mismo sujeto que en muchos casos, damiselas y damiselos, se puede tratar de un adorable (seamos indulgentes...) marido, algo gastado por los años, que no vienen solos para nadie. ¿Acaso alguien imagina que las casadas heteronormadas, convivientes contemporáneas argentinas no tenemos un montón de complicaciones amorosas en esta pandemia? ¿Acaso no merecemos un poco de prensa que despliegue algo, alguito de esta lucha sostenida de manera tenaz noches y días que ya se parecen a la eternidad, al nudo infinito del budismo tibetano? Sepan las solteras, divorciadas, viudas o gente a punto de algo, que la convivencia extendida no ranquea alto en el periodismo, pero es un emprendimiento que muchas encaramos con audacia y sin alharacas. Se trata, nada menos, que de sostener la reclusión doméstica con este extraño sujeto de rutinas básicas que ha devenido aquel maravilloso ser con quien alguna vez nos casamos o nos juntamos. Porque existe una especie de ilusión óptica social respecto de las parejas heteronormadas estables que pretende proyectar y amplificar una imagen de armonía total, sazonada con


alegrías sencillas de la vida cotidiana, altas dosis de comprensión a todas horas, escucha garantizada, y algunas discusiones pasajeras (bueno, nadie es perfecto, como bien le dice Joe E. Brown a Jack Lemmon, al cierre de Una Eva y dos Adanes), pero siempre sin alterar un clima de felicidad estable... ¡Y nada que ver! Sepan damiselas y damiselos, que esto puede ser un caos sigiloso, una tormenta firme y transformadora, contenida pero imparable, en permanente avance, a veces, incluso, con efectos especiales (chispazos, discusiones, cambios de mobiliario, nuevas reglas, alteración de horarios, promesas que no se cumplen, etcétera). O sea: bastante distinto al ilusorio remanso que se quiere vender. ¿Será que el inconsciente colectivo supone que las personas que viven en pareja desde hace años tienen el equilibrio psíquico resuelto? ¿Una modesta dicha garantizada? Pues se equivocan. La pareja estable y añejada es una tempestad en ciernes, en un delicadísimo punto de equilibrio -siempre al borde del desastre- entre razones y sentimientos, recuerdos y pasión actualizada, nuevas tensiones y peleas nunca caducas, aunque persista la honestidad fundacional y la política de relaciones exteriores esté atendida. Hace unos años tomaba café con una amiga soltera de más de 40 que me contaba sus cuitas amorosas del último año: dos citas a ciegas que terminaron mal, tres presentaciones de “amigo macanudo” y un encuentro sí-pero-no con un ex. Escuché su fluir mental durante más de una hora y media. Cuando terminó su perorata, se acordó de mi existencia y me dedicó gentilmente esta frase: “¿Y vos? Bueno, vos no tenés problema, tenés marido, están rebien, ¿no?” Fue el último café que tomamos juntas. Y a este, ¿quién lo conoce? Ya no es el mismo, evidentemente. Y no solo las canas y la panza, sino también ciertos gustos o elecciones recientes que me deprimen un poco. Aquel joven que arrasó con mi vida de monoambiente-paraíso de los veintitantos, a tal punto que renuncié a ese edén para mudarme con él al infierno del amor; ese que no vino en caballo alado ni tenía color azul en sus venas pero era inteligente, divertido, sensual, interesante, dulce, pasional... Ese galán, ¿dónde está? Ahora hay un tipo que se parece bastante -a veces- a aquel joven inteligente etcétera, que anda con el alegórico caballo cansado, como pidiendo comprensión o comida o atención o algo; un tipo con quien comparto desde hace años intimidad, cama, archivo de fotos, sexo, anécdotas a granel, imborrables recuerdos como en el bolero, incontables experiencias. Un tipo con quien comparto actualmente todos los días y todas las noches de esta cuarentena. ¡Alta presencia de su joguineta en este encierro! El experimento es intenso, sépanlo las damiselas idealizadoras e inocentes... ¡Y no estábamos en condiciones de asumirlo! El rollo es que el sujeto del amor (el tipo, digo) cambió un montón y a veces me pregunto si este señor me sigue enamorando (y viceversa, supongo). Y tengo que volver a buscar una respuesta. Ya sabemos que la rutina y lo cotidiano liman, corroen; que la maquinaria se desgasta y que hay que renovar cada pieza, dar un buen pulido de vez en cuando o parar a descansar para después volver a intentarlo. O sea, barajar y dar de nuevo.


Chesterton decía que mejor que casarte con el hombre del que te enamoraste es enamorarse del hombre con quien te casaste. Inmenso desafío para estos días de la marmota (¡la marmota casada!). Pero no te tenemos miedo, cuarentena, y acá estamos. Buscándote la vuelta. Lo que nos falta

Cosas que eran comunes y corrientes, no pido la inconstante luna... Por ejemplo, nos falta ir juntos al cine, a tomar algo, a cenar afuera, a un cumpleaños, ¡a tomar un simple cafecito en el bar de la esquina! En el vacío de ciertas prácticas que tanto favorecían a la pareja surgen preguntas abismales sin respuesta posible. Entonces salimos al patio. Hace un poco de frío, pero con café recién hecho en mano (o vinito tinto, preferentemente) y mantita, se arma otro espacio. Y también salimos de compras con las bolsas, superdivertido. Vamos juntos a la verdulería: psicodelia de morrones rojos y lechugas de todos los verdes, intercambios trasbarbijo con otras personas (¡estaban ahí!), gran momento de las manzanas ácidas y experiencia lisérgica de alcohol en gel (¡hay para todo el mundo!). La pasamos genial. Nos renovamos, locos de contento. Y un día de sol, transgredimos: compramos café para llevar y nos sentamos un rato en un banco de la calle (yo mirando de reojo a un policía y manoteando el permiso vencido de visita a mi madre). Charlamos. Miramos un poco más lejos, con otra perspectiva. Más allá de nosotros mismos, de las paredes de la casa. Oh, vemos el fondo de la avenida, el filo del otoño que se cae en un invierno de encierro. ¿De qué vive la pareja sino vive de las experiencias en pareja? Otra cuestión constitutiva de la pareja contemporánea en la vieja normalidad -no querría generalizar, pero generalizo igual- está representada por las breves vacaciones mutuas que podemos (podíamos) darnos. Viajes de trabajo, salidas con amigos.as, un congreso de


literatura infantil (lo suspendieron ¡y tuve que quedarme!), el gimnasio o la clase de yoga, la cerveza con las compañeras de posgrado. Todo suspendido, ya lo sé. ¿Ya nunca me verás como me vieras? Espacios personales que constituyen un bienvenido asueto “del otro”, oxígeno y aire fresco que venían de perlas para sanear ciertos humores domésticos, ahora nos faltan. ¿Sobreviviremos en esta pecera? ¿La condición de existencia de la pareja es la incesante continuidad? ¡Que se reconozca el derecho a la intermitencia! Otra cuestión cardinal es la carencia de sociabilidad. Es decir, la pareja que sale con otras parejas, con amigos de toda la vida, que se juntan para ir a ver un espectáculo o a cenar en algún lugar favorito... Con decirles que hasta extraño a la familia ampliada. (Y a veces, con apenas un poco de esfuerzo, hasta puedo extrañar a gente indeseable en otras circunstancias). La cuarentena lo puede todo. O casi. Masticarnos

Pero el experimento tiene su lado bueno (sí, ya sé que es un lujo de clase decir esto, cargo con la culpa que me corresponde y me disculpo). Ahí va mi lista de lujos (compartidos en pareja): despertarnos un poco más tarde, dormir bien, tomar vino casi todos los días, mirar series o películas en la semana, cocinar como antes de antes, probar recetas exóticas, hablar de comidas mientras almorzamos, desayunamos, merendamos y cenamos. Comer y hablar de comidas. Seguir hablando de comidas durante la sobremesa. “Un matrimonio es un dúo de personas en el que una le pregunta a la otra todos los días qué comemos hoy, hasta que uno de los dos muere”. El chiste me lo pasó una prima que hace más de veinte convive con uno que cocina rico. En mi casa, por suerte y por ahora, la pregunta sigue firme. Y quizá mantener viva esa pregunta sea lo que mantiene la llama. Pero hay otros interrogantes aparte del menú del día: ¿por qué sigo con este sujeto?, ¿quién es él, quién soy yo en este juego?, ¿qué hacemos acá? Y de vuelta: ¿qué comemos hoy? Está claro que el juego cotidiano va determinando su propia táctica, sus temas tácitos y sus asuntos insoslayables. Entre los temas que mejor no tratar (o no justo ahora) se puede listar: el número de casos (aunque sea de los que se recuperan), los ex de antes de conocernos, aquella vez que no llamaste o no estuviste o no llegaste a tiempo o no cumpliste ciertos


juramentos. Ningún tópico está del todo prohibido pero hay estrategia. Tacto y oportunidad. Después de todo, ¿no era un juego? Sexo y limpieza A veces las ganas pintan y hay fiesta: poca ropa sexy, una mirada, un gesto clave. Dale, vamos. Otras veces, besito de buenas noches y abrazo cálido mientras afuera el mundo se derrumba. Y, durante el día, con viento a favor, puede haber arrullos y retozos. Una tarde, marido me manda dos links por el chat de whatsapp. Abro y veo el Face de un médico de Michigan especialista en virus, señor de barba copiosa y barriga prominente, que explica desde la cocina de su casa cómo limpiar el pedido de supermercado. El médico barbado muestra el contenido de sus bolsas –cajas, paquetes, bolsitas transparentes con verduras–. Después pone una cinta adhesiva azul sobre su mesada para separar dos zonas: una sucia y otra limpia, dice. Apoya las bolsas de un lado y va sacando productos que limpia con un trapo –previamente embebido en agua con lavandina o alcohol-. Saca producto, limpia, ordena. Saca producto, limpia, ordena... Luego explica algo de las bolsitas, y tira envases y paquetes vacíos a un tacho. Qué sexy el video que me mandaste, mi amor, respondo por whats app. Entonces llega otro video. Esta vez se trata de una mujer en Berlín que aconseja la mejor manera de lavar fruta y verdura recién traída de la verdulería. La señora llena una pileta con agua con lavandina y arroja manzanas, naranjas, bananas. Dice –está subtitulado– que el remojado de las frutas debe durar no más de diez minutos, porque un exceso del tiempo haría que absorbieran el cloro. Muy provocativa la señora, respondo a marido. Él teletrabaja en el living todo el día, mientras yo teletrabajo en mi estudio. Yo tengo oficina en casa –ya la tenía de antes, trabajar en el dulce hogar no es tan novedoso para mí-. Él, en cambio, a veces se pierde entre el living y el baño, no sabe dónde ni cómo ponerse ni qué hacer al mediodía. La joguineta no ayuda (pienso pero no se lo digo). A la noche cenamos carne al horno con papas lavadas con lavandina. Creo que nos excedimos en el tiempo de remojo, pero no digo nada y agrego salsa picante -casera, por supuesto- y digo que todo está riquísimo. Después, nos acostamos, nos abrazamos, él hace un chiste y se queda dormido antes de que yo termine de reírme (no era tan gracioso, pero trataba de ser cortés, ya que no valiente). Yo no tengo problema, tengo marido y estamos rebién. ¿De qué cuarentena me hablan? http://damiselasenapuros.blogspot.com/2020/05/contigo-pan-y-barbijo-mi-amor.html


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