[s.t.], per Sonia Fernández Pan

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La escena se repite: al abrir la ventana de mi habitación hay una bolsa anidando en las ramas del árbol de enfrente. Le cojo cariño al momento, deseando que el viento que la trae tarde un tiempo en llevársela. Sabiendo que esto no es posible, le tomo una foto, archivado la fragilidad del instante. En el mundo de las cosas, el suelo es una amenaza latente. Caer las convierte en deshechos. Dentro de casa se rompen, perdiendo la utilidad de su forma. En la calle, cualquier descenso involuntario las ensucia. Nuestra torpeza las vuelve basura, a menudo de manera injusta. La bolsa duda, como queriendo quedarse y marcharse a la vez. Esta indecisión ni siquiera es suya. La azota el viento, que hace que las cosas se muevan y cambien de lugar o forma. También la zarandean mis proyecciones animistas, queriendo percibir en una bolsa de plástico suspendida de un árbol la épica de una vida incierta que se resiste a morir. Al día siguiente, la bolsa no está. Se ha marchado y, con ella, la insistencia de una forma indecisa.

Mi simpatía hacia las bolsas de plástico que vagan por las ciudades podría estar alentada por la escena de una película que vi hace mucho años. En ella, dos adolescentes miran el video de una bolsa que se mueve delante de un edificio impulsada por el viento, como un pétalo enorme entre las hojas de otoño sobre el asfalto. En un diálogo que no recordaba, él le dice a ella con voz afectada que existe vida bajo las cosas y que no hay razón para tener miedo. Una escena me lleva a otra. Esta vez la protagonista soy yo, de niña, sentada en el bordillo de una calle y peleándome silenciosamente con el lenguaje para dar palabras a una revelación que mucho más tarde se convertiría en hábito filosófico: que naturaleza y cultura son parte de lo mismo a pesar de sus diferencias. Aunque tendemos a llevarnos bien, reconozco que todavía forcejeo con el lenguaje para dar forma a muchas impresiones que tienen que ver con unir aquello que las palabras separan o con dar un cuerpo estable a algo que no lo tiene. Y no sé si la solución pasa por crear nuevos lenguajes o por ensayar diferentes combinaciones entre sus significados. Puede que estas dos aspiraciones estén diciendo lo mismo y que sus matices sean una

manera de complicar innecesariamente las cosas. Contrarrestar el vértigo que produce la habilidad del lenguaje para desviarnos de sus sentidos seguros es, irónicamente, otro talento de las palabras. Caer y evitar la caída suceden de manera simultánea.

Las bolsas de plástico no son los únicos objetos que vagan sin rumbo en esta ciudad, insistiendo en una vida arrebatada por un imperativo de funcionalidad que es más nuestro que suyo. Por un momento imagino una insurrección de las cosas sin esforzarme realmente en pensar cómo sería. Interrumpir historias justo en el momento de empezarlas es una manera de no tener que hacernos responsable de ellas. Dejar caer es también decir algo sin decirlo del todo. La historia cambia, como cuando queremos continuar en un sueño pero empezamos otro. Esta vez la bolsa no cae al suelo, sino que el plástico se eleva hacia arriba, siguiendo el trayecto donde se pierde nuestra mirada, para pasar cerca de un enjambre de pájaros que la engulle en la estrategia de su forma elástica. Me pregunto cómo los pájaros deciden las formas que crean al volar y si además son conscientes de cómo los humanos los observan de cerca, salvando muchas distancias gracias a un gran repertorio de aparatos visuales. Como también me pregunto si el deseo de conocer algo es argumento suficiente para llevar a cabo este o cualquier deseo similar. Hay algo perturbador en la extendida creencia de que tenemos derecho a saberlo todo: una invasión ineludible, también cuestionable, del espacio de un otro.

En nuestra relación con los objetos el sentido del tener predomina sobre el sentido de la experiencia física. Se vuelven nuestros cuando los tenemos, cuando podemos utilizarlos en cualquier momento. Irónicamente, tener un objeto es la manera más efectiva de olvidarnos de él. El olvido es un lugar al que las cosas también caen con facilidad. En nuestra relación personal con el entorno, el sentido del tener se debilita. A pesar de los numerosos aparatos que utilizamos a diario para relacionarnos con él -desde los más mundanos a los más extraordinarios- o del uso indiscri-

minado de la palabra recurso, sigue habiendo algo resbaladizo en el entorno, como un líquido que desborda una y otra vez el recipiente o una idea que no se deja acomodar por el lenguaje. El entorno tiene más de verbo que de sustantivo. Es todavía un lugar habitado por formas y elementos incontrolables. Que tengamos nombres y conceptos para referirnos a ellos no significa que podamos atraparlos con el lenguaje. Pienso en las nubes, que saben ocultarse a los pocos segundos de captar nuestra atención para ausentarse en vapor de agua. También en el viento, que durante su huída constante se entretiene en todas las superficies. Y en cómo ambos, agua y viento, necesitan de otros cuerpos para manifestarse en el entorno, contradiciendo cualquier ideal de autonomía.

Cuando era niña alguien me dijo que la naturaleza no existe, que es un invento de la ciudad. Puede que esta conversación nunca sucediese, o que la idea fuese otra, porque la memoria también tiene sus mecanismos de control para dar forma al pasado de acuerdo con los intereses de cada presente, o incluso futuro. Lo que sí permanece es la sensación de buscar la naturaleza pero quedarme atrapada en el paisaje, en una experiencia más que visual que otra cosa. Quedarme dentro del marco de observación que yo misma reproduzco. Aunque las imágenes parpadeen, los ojos no se apagan con tan sólo cerrarlos. Parece ser que la oscuridad absoluta nos asusta tanto, no por lo que sintamos que nos pueda pasar en ella de malo, sino porque perdemos la definición de nuestro propio cuerpo. Perdemos el control de un nosotros con respecto al espacio. Estar en la oscuridad absoluta nos integra en el paisaje, también en el entorno. Abrimos los ojos pero insisten en permanecer cerrados.

No hace mucho era yo quien le decía a alguien que las nubes no existen, sin tampoco estar segura de mis palabras. Con esta verdad a medias me refería a que son un nombre para un fenómeno y a cómo existen las nubes en general pero ninguna en particular. Igualmente, forman parte de nuestra comprensión habitual del

cielo, aunque a menudo bajen a tierra para convertirse en niebla, haciendo que el agua sea espesa y ligera a la vez. Y aunque es imposible coger una nube, existen otras maneras de atraparlas sin que esto debilite su resistencia amable a la propiedad. Hay quienes las clasifican según sus formas, movidos por la ilusión de que es posible predecir todas sus posibilidades en un esquema con signos. Otros aseguran que es posible digitalizarlas, vendiendo humo con dióxido de carbono. También hay quienes las usan como excusa para entender el paisaje, provocando el eco de una forma en diferentes objetos. Yo soy más simple: prefiero tomar fotografías de ellas antes de que se desvanezcan para siempre, comprobando a menudo cómo la nube que termina en la imagen es diferente a la nube que queríamos fotografiar. Personalmente, no me importa tanto que las fotografías se desvíen de la realidad o de nuestras expectativas de ellas. Es más, encuentro placer en esta falta de control sobre la representación de las cosas que hace que su realidad se extienda más allá de la nuestra. Esto hace que la imposibilidad de atrapar el momento exacto de una nube se una a la imposibilidad de agarrarla con la manos. A veces pienso que esta situación recurrente es una maniobra de las formas inestables para que nunca nos cansemos de ellas. Y para que el sentido de la experiencia, también del deseo, prevalezca sobre el sentido del tener.

Pocas horas antes de forcejear con el viento para terminar dejándome arrastrar sobre el hielo, alguien me diría que su manera de hacer escultura consistía en estar colocada de una forma. Así como las teorías del arte de principios del siglo pasado se centraban en investigar cómo tendemos a cerrar o completar formas abiertas, otorgándoles una estabilidad que no tienen, yo sigo intentando encontrar un argumento que una estas dos situaciones: el placer, también el miedo, por la pérdida momentánea de control de mi propio cuerpo y la adaptación de diferentes objetos hacia un objetivo común. Aunque evité más de una caída durante mi trayecto en el viento, recuerdo que sí abrí la boca y cerré los puños, sintiendo cómo la tensión de mi cuerpo se ocupaba en

mantenerme de pie pero sin hacerme avanzar hacia delante. Si mi cuerpo fuera hueco y flexible, como el de una bolsa de plástico, quizás hubiera terminado en el mar, llenándome de agua tras dejarme engullir por el viento. Gracias al aumento de la velocidad del viento, terminaría en un impasse relativo, varada durante dos días en un paisaje lunar de lava y nieve. A cambio de no poder deambular de manera segura, descubrí que caminar en línea recta no es tan fiable como parece y que existen lugares donde no es posible reconocer donde empieza una montaña y donde empieza el cielo.

A veces me pregunto cómo sería una relación con el mundo que no estuviese mediada por el lenguaje. Y no tanto porque crea que el lenguaje limita o imponga posibilidades, sino por la curiosidad de mirar algo y no tener un nombre que darle. Que esta incógnita esté inevitablemente producida por el lenguaje lo complica todo aún más. Otras veces simplemente fantaseo con una traducción más fiel del proceso de pensar algo, aunque dudo que la experiencia de esta entropía sea tan fascinante como su enunciado. La manera en cómo el lenguaje nos sujeta y nos deja caer en el proceso de decir algo hace que sus intenciones modifiquen las nuestras. Y aunque dudo que pensar desde una forma en caída libre sea posible, sí creo en los accidentes como parte del sentido y en la transitoriedad de los significados. Que las formas sean menos estables no las hace menos formas o menos significativas.

Sonia Fernández Pan
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