Caro Diario Día 5

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Bong Joon-ho

Bienvenidos a Monstruópolis Hoy, no importa cómo nos salgan las cosas, estamos felices porque hay plan B: sí, B de Bong Joon-ho. Primero, nuestro ilustrísimo presidente del Jurado de la Competencia Internacional será el protagonista de una de las más esperadas Charlas con Maestros de esta edición. Y a la noche está la ¡última! proyección de The Host. Para bajar los niveles de ansiedad (tarea más difícil que cazar a la bestia del río Han), les regalamos este pedazo de texto de uno de nuestros críticos favoritos, el ex Village Voice J. Hoberman.

El terror asqueroso nunca se aleja demasiado de la comedia, y The Host, la vertiginosa película de monstruos de Bong Joon-ho, tiene un nivel de descontrol anárquico digno de una pila de viejas revistas Mad. Risueño show de payasos lleno de placeres en bruto, el Big Bang de Bong es un monstruo en sí mismo –la película más taquillera en la historia de Corea del Sur– y, desde su aparición en Cannes, el público de festivales la viene engullendo como si fuera un plato de fideos chinos. La principal atracción de The Host es una bola de baba mutante, carnívora y saltarina. Así como Mad una vez “animó” a un basural llamado The Heap (“El Montón”), The Host presenta lo que podría ser una flema regurgitada desde las fauces de nuestra arruinada tierra. Este renacuajo asesino puede nadar como un pez, escabullirse como un insecto y correr como un velocirraptor de Spielberg. Aún más que el King Kong de 1933, la criatura de Bong es una entidad surreal sin tamaño fijo. En tanto materialización misma del terror, este monstruo anónimo es más difícil de atrapar que el radiactivo y flamígero Godzilla. Es un “eso”. Deliberadamente, la alegoría de Bong no está atada a ninguna explicación; de todos modos, que la criatura tiene su origen en la estupidez y arrogancia norteamericanas queda bien claro en el prólogo, ambientado en una base del ejército estadounidense. Indignado por el polvo que encuentra sobre unas botellas sin usar

de formaldehído, un autoritario oficial norteamericano le ordena al pobre señor Kim que vierta varios galones de químicos tóxicos por un drenaje que desemboca en el río Han. Pasan unos años, y un par de pescadores ven algo que nada en la oscuridad... Corte a la familia excéntrica y disfuncional que regentea un puesto de comida rápida junto al río. El clan Park está compuesto por un viejo patriarca, sus dos inútiles hijos –uno vago, el otro borrachín– y una hija que es campeona de arquería, pero tiene un inoportuno problemita psicológico. También está Hyun-seo, la nieta de once años cortesía del holgazán, quien está muy ocupado sirviendo calamares fritos cuando nota que, en el río, la gente que pasea está paralizada por algo que cuelga bajo el puente. El “eso” cae en el agua y empieza a nadar hacia la orilla. La gente común, actuando justamente como lo que es, ataca alegremente a la criatura desconocida con basura hasta que, con la fuerza de un proyectil, salta a tierra firme y arranca la persecución: ¡zas! ¡Agárrense, lagartos saltarines! Con un tono tambaleante de terror carnavalesco que triunfa sobre casi todo lo que sigue, ese “pánico en el picnic” parece una recreación cómica del 11-S o incluso de las “Escaleras de Odessa”, de Sergei Eisenstein. Después la cosa se sumerge de nuevo en el río, desparramando una bandada de botes a pedal con forma de cisne, y se lleva a la pequeña Hyun-seo en sus garras de pescado. De ahí en más, esto va a volverse personal.

Como la versión original de Godzilla, la japonesa, The Host le da a la catástrofe una continuidad naturalista. Hay un funeral para las víctimas del monstruo en un gimnasio que aloja a los sobrevivientes traumatizados. El anciano Park se promete rescatar a su nieta, o al menos cobrarse venganza. La tía de la chica ofrece solemnemente su medalla de bronce. Sin embargo, a diferencia de los momentos equivalentes de Godzilla, esta escena sombría pronto se desintegra en la farsa. Llega el hermano borracho e inmediatamente empieza a insultar a su familia. Todos ruedan por el suelo histéricamente cuando el refugio es puesto bajo cuarentena. La criatura, se explica –de una forma que desafía toda explicación racional–, alojaba en su interior un virus misterioso. ¿Pero es el “eso” o Corea del Sur el verdadero portador? Desde la perspectiva de los Park, el monstruo viene a encarnar las fuerzas opresoras, sean las que fueren. Las autoridades son, básicamente, agentes del “eso”; su preocupación principal es dominar a la familia “contaminada” que, tras recibir una llamada desde el celular de Hyunseo, está desesperada por escapar. Cuando descubren que la criatura tiene almacenadas a sus víctimas, los Park remontan el turbio río Han en busca de su niña perdida. Entretanto, las autoridades van detrás del virus inexistente. Los siniestros norteamericanos incluso planean taladrar la cabeza de un tipo en la pesquisa: “definitivamente, el virus ha invadido su cerebro”. Es lo que Borat llamaba una “guerra de terror”. Bong, quien en sus películas anteriores ha lidiado con secuestra-mascotas desesperados y asesinos seriales –en la alocada comedia romántica Barking Dogs Never Bite (2000), y el policial sociológico Memorias de un asesino (2003)– no tiene problemas para integrar lo horroroso, lo disparatado y lo cotidiano. (En eso resulta incluso más extremo que nuestros propios maestros de los sustos baratos sociológicos: George Romero, Larry Cohen y Joe Dante). Así como el bio-terror truculento está decorado con efectos cursis y música inapropiada, los espasmos de dolor

naturalista se alternan con el slapstick lunático. The Host es repugnante en formas tan originales como inolvidables, como cuando el monstruo vomita huesos humanos y una indigerible (o nobiodegradable) lata de cerveza. Esa lata es clave. A Corea se la imagina como el vertedero de basura tóxica de alguien. Criticadas por Estados Unidos y la OMS por su torpe manejo de la situación, las autoridades planean rociar Seúl con el sugestivamente llamado “Agente Amarillo”. (No sorprende que Bong esté afiliado al izquierdista Partido Democrático del Trabajo coreano). El clímax de la película combina una manifestación contra el Agente Amarillo, disturbios con la policía y la última e inspiradora actuación de la familia. Bong es un director generoso. Aunque The Host tiene cierta tendencia a repetir sus rutinas, el director acostumbra a cerrar cada escena con alguna yapa cómicamente excéntrica que sirve para reinstalar la fantasía en la ciénaga de la cotidianeidad. Tan amorfa como su criatura, The Host tiene una fascinante negación a tomarse en serio a sí misma: no es ninguna Guerra de los mundos y aun así, por divertida que resulte, tiene poco de camp. Los sentimientos que revuelve The Host acerca del idiotismo del poder y las catástrofes venenosas son demasiado crudos; demasiado cercanos a la indignación. ¿La repugnancia es una forma de sublevación? La farsa de desastre de Bong termina con un plano lejano del río Han congelado. Da la impresión de que algo nuevo está gestándose en el fango: concretamente, esta película.

Charlas con Maestros - Bong Joon-ho Modera: Marcelo Alderete

HOY, 17.00, NH Gran Hotel Provincial - Salón Dauphin The Host

HOY, 22.15, Paseo 2

Panorama del Cine Latinoamericano

Abriendo caminos Entrevistamos a Alejandra Guzzo, directora (junto a Fernando Krichmar) de El camino de Santiago –periodismo, cine y revolución en Cuba–, imperdible documental sobre la obra y figura del maestro Santiago Álvarez, en su paso por el Festival. ¿Cómo y cuándo empezó el proyecto? Comenzó luego de que Fernando Krichmar y yo viviésemos y trabajásemos en Cuba, en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, durante tres años. Como integrantes de un grupo de cine militante y político, surgido a finales de los noventa, pudimos conocer la figura y la obra de Santiago Álvarez a través de algunos VHS de escasa circulación en la época. Y puede decirse que Santiago nos marcó para siempre, como así lo han hecho Fernando Birri y Raymundo Gleyzer. Solemos decir que Santiago es un padre adoptado por nosotros, pues nos enseñó a caminar entre el arte y la política en aquellos tiempos iniciales de nuestro Grupo de Cine Insurgente, cuando resultaba muy incómoda la reflexión y producción en el casi inexistente desarrollo de documentales (mucho menos políticos) en Argentina.

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¿Cómo fue la experiencia de hacer la película? Fue un proceso enriquecedor y caótico, atravesado por tensiones maravillosas; con más de tres generaciones produciendo una película y reflexionando constantemente sobre arte, cine y política. Me refiero a las generaciones de los que fueron alumnos de Santiago (que hoy promedian los 60 años), los jóvenes elegidos para hacer un corto en homenaje a Santiago, y nosotros. Cubanos, argentinos, una uruguaya (yo) y un mexicano como parte del equipo de rodaje en la isla. Y por supuesto, como gran escenario, Cuba y su revolución. Parafraseado a ese gran cubano universal que fue José Lezama Lima: “Rodar en Cuba es una fiesta innombrable”. ¿Te parece que existe algún tipo de identidad (o responsabilidad) compartida en el cine de la región?

Compartimos una identidad esencial, la de ser latinoamericanos. Por lo tanto, nuestro cine es latinoamericano sin posibilidad de duda o vacilación, y dentro de cada rincón del continente tenemos nuestros propios rinconcitos. El problema es que caemos día a día en las trampas perniciosas del lenguaje. Vemos y oímos diariamente en todos los medios de comunicación nacionales o extranjeros la palabra “latinoamericano” y naturalizamos su significado, caemos en lugares comunes. Yo misma no puedo salirme de esta trampa al tener que responder esta pregunta: ¿existe identidad o responsabilidad compartida en el cine de la región? Sí, ineludiblemente, sí. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de un cine regional? ¿A qué responsabilidades nos referimos? Santiago Álvarez, siendo cubano, hizo una película dedicada a Chile que tituló De América soy y a ello me debo. Un título maravilloso que pienso que también sirve como respues-

ta a la pregunta. Somos latinoamericanos, del Sur, y del Río de la Plata. Nos debemos a este rincón del continente y, en cuanto a responsabilidades, ¡nos interesan todas! Ya sean estéticas, políticas, pedagógicas o culturales. Por eso, en el caso de los creadores de cine documental, la producción de obras está atada indisolublemente a la reflexión constante en torno a las políticas audiovisuales existentes y la creación de colectivos que las impulsen, las hagan cumplir y generen debates permanentes que no permitan modorras o anquilosamientos de ningún tipo. Ese fue el camino que nos marcó Santiago. El camino de Santiago –periodismo, cine y revolución en Cuba–

HOY, 15.15, Ambassador 4 VI 22, 20.15, Ambassador 4


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