Los Cuadernos del Norte. Número 0. Enero-Febrero 1980

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Año I • NP 0 -Enero -Febrero • 1980- 200 Ptas.

Los Cuadernos del Norte EXISTENCIALISMO, HOY NAVASCUES CELA TORRENTE BARTHES UMBRAL SAVATER GALA

Revista Cultural la Caja de Ahorros2007 de Asturias © FaximildeEdicions Digitals,


Nacen Los Cuadernos del Norte con motivo del Centenario de la Caja de Ahorros de Asturias. Y lo hacen con proclamada intención de pluralismo y clara voluntad integracionista. Hace un siglo existían en Asturias revistas culturales abiertas a todas las corrientes del pensamiento democrático, en las que coexistían pacíficamente filosofías del más variado signo junto con modestos conceptos sin pretensión alguna de llegar a constituirse en límite; tan atentas a lo universal como a lo particular; y en donde era posible encontrar la divulgación de los grandes temas del pensamiento europeo junto a las investigaciones más rigurosas de la cultura regional. Nada más apropiado para conmemorar este Centenario de la Caja de Ahorros de Asturias, que intentar el rescate de un espíritu cultural y cívico que hizo posible, precisamente hace cien años, aquellas publicaciones sin estridencias ni dogmatismos, abiertas en lo ideológico e integracionistas en lo intelectual. Porque no creemos que en el ámbito de la cultura existan realidades absolutas, conceptoslímite, verdades excluyentes o escrituras irreconciliables, resurgen de aquella tradición de un siglo Los Cuadernos del Norte con el plural bien visible en el título.

1880-1980

S ANIVERSARIO

CAJA DE AHORROS DE ASTURIAS © Faximil Edicions Digitals, 2007


Los Cuadernos del Norte Revista Cultural de la Caja de Ahorros de Asturias

Sumario

Aíto I- NP 0 (Especial)EneroFebrero -1980- 200 Ptas.

Los Cuadernos del Pensamiento Vidal Peña

Director Juan Cueto Alas Consejo de Dirección Evaristo Arce Piniella José Luis García Delgado Fructuoso Miaja Serrano Vidal Peña García

Redacción y Administración Caja de Ahorros de Asturias Plaza de la Escandalera, 2. OVIEDO Apartado 54. Teléfono: 221494

Diseño Elias + Santamarina Imprime Gráficas Summa, S. A. Polígono Ind. de Silvota -OVIEDO Depósito legal: O. 499-1980

El existencialismo, la provincia, el revival Federico Jiménez Losantos Una política modesta: Albert Camus Los Cuadernos de Cine Fernando Savater El espectador sinvergüenza Gonzalo Suárez El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde Manuel Vicent El hombre de mármol en Manhattan Los Cuadernos de Arte Pedro Caravia La última contradicción de José M." Navascues. Antonio Gamoneda Lectura parcial de José María Navascues Los Cuadernos Inéditos Camilo José Cela Este libro debiera haberse titulado Los Cuadernos de Literatura Gonzalo Torrente Ballester Sobre el humor, aquí ;. Francisco Umbral Poesía popular en la guerra española Los Cuadernos de Poesía Leopoldo María Panero, Eduardo Haro Ibars, Luís Antonio de Villena, Antonio Martínez Sarrión, Felipe Prieto, Alfonso Sanz Echevarría Los Cuadernos del Diálogo Juan Velarde Fuertes Una conversación con Valentín Andrés Los Cuadernos de Viaje Antonio Gala El Corazón por tierra Los Cuadernos de Música Roland Barthes El canto romántico Los Cuadernos de Asturias Efrén García Fernández La aldea asturiana Los Cuadernos de Actualidad José Antonio Castañón, M. Antolín Rato, José Luis García Delgado, Manuel González Cuervo, José Luis García Martín, Eduardo Riestra, Rosa Corugedo, Vidal Peña, Francisco García, José Doval, Juan Antonio de Blas, Eduardo Méndez, J. Ignacio Gracia Noriega, Bernardo Fernández Pérez, Fernando G. Corugedo, Alberto Cardín Colección arte Eduardo Urculo

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EL EXISTENCIALISMO, LA PROVINCIA, EL REVIVAL Vidal Peña

fínales de 1957, el recién ingresado en la Universidad de Oviedo que inspeccionaba respetuoso, por primera vez, los anaqueles de la biblioteca académica, se sorprendía ante ciertos rectángulos de papel muy rojo llamativamente pegados, un poco más arriba del tejuelo, sobre el canto de algunos libros. Pronto le informaban: «ésos son los que están en el índice». Teóricamente -se rumoreaba- no podían ser solicitados sin permiso especial; la escéptica desidia del personal subalterno suprimía el obstáculo. L'étre et le néant, así rubricado, aumentaba su oscuro prestigio. Allí estaba, ofrecida a la avidez del neófito, la clave abstracta de lo que las tertulias ovetenses -aún pujantes entonces- evocaban como desaliño, galbana, disimulada lujuria. No faltaban contertulios que se escandalizasen ante esa «superficial reducción»; severamente, contribuían a perfeccionar la esencia de la tertulia recordando a la concurrencia que lo del existencialismo era algo más que mozas despeinadas, jerseys negros, alcohol y vagancia por los rincones de Saint-Germain, y que se trataba de una filosofía seria; pero es que, amigo, el Sartre filósofo es muy difícil, y no te digo nada Heidegger. Y tan difíciles: como que sus ocasionales panegiristas tertulianos tampoco los leían. Pero la vindicación de la seriedad del existencialismo era discriminadora: frustrados cineastas, curas inquietos, literatos in pectore se distinguían socialmente, mediante ella, de los frivolos ignorantes. Los frivolos cumplían su necesario papel conservador diagnosticando, ante tal o cual amargura crítica: «a ési lo que i pasa ye que tién angustia vital»; acompañaba a la sobada broma esa risa de autocomplaciente mediocridad no siempre incompatible con el fino humor local. Los no-frívolos torcían críticamente el gesto; a algunos se les quedaba torcido una temporada, y los paseos y cafés de la ciudad conocían ciertos desajustes faciales -junto con ciertas provocadoras subidas de cuellos de gabardinas-, especialmente entre jóvenes de la intelligentsia, que podían valer por una lectura de Sartre o Heidegger, acontecimiento que, como queda dicho, era infrecuente. La información doctrinal acerca del tema solía ser sumaria; a menudo, se limitaba a la mención del párrafo de la raíz del castaño en La náusea: al

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citarlo, no era raro que alguien dijera «sí, el marronnier», como indicando la intimidad de su trato con la cuestión. Incluso entre los universitarios más perspicuos, servían como fuentes de conocimiento casi exclusivas el teatro y la novela sartreanos: en cierto modo -y como tantas veces se dijo de la de Schopenhauer- también aquélla parecía ser una «filosofía de artistas». El ser y la nada, en efecto, abandonaba rara vez su prestigioso estante. A Heidegger y a Ser y Tiempo muy pocos llegaban, y aún ésos -creo recordar- clérigos casi siempre, empeñados en ilustrar la tesis de que «hay en nuestro tiempo un desfase» (mucho decían «desfase» los curas jóvenes de entonces) «entre progreso técnico y situación moral: de ahí la angustia». La angustia del hombre sin Dios, por supuesto; en las discusiones de cine-clubs salía bastante el tema. Estas amenidades no impiden, creo, que aquel existencialismo tuviera una realidad, si bien circunscrita al ámbito universitario y aledaños. Pero realidad «mundana», socialmente significativa, aunque se halle expuesta a una descripción en términos -digamos- de bétise flaubertiana, tan adaptada siempre a las moeurs de province (y ello hasta el punto de ser también esa descripción, por contagio, provinciana). Por mutilada y simplificada que fuera su recepción, alguna huella dejó aquel existencialismo según creo, y quizá valga la pena evocarla en el momento en que se habla de su posible rebrote. Los que sabíamos un poco más del existencialismo que otros contertulios (y no éramos muchos ni sabíamos gran cosa, pero sí el mínimo suficiente, espero, como para poder hablar de una presencia efectiva del tema) contribuíamos a la discusión «mundana» con algún que otro dato; pronto se supo que, en Francia, existencialismo y marxismo se habían peleado y que, de las resultas, el propio existencialismo de Sartre andaba en vías de modificación. Aquello sembraba la duda; en el departamento de Filosofía podía encontrarse un librito de edición sudamericana, donde venía traducida la polémica Sartre-Camus de Les temps modernes, que fue muy solicitado; muy poco después de la aparición de la Critique de la raison dialectique -antes de que Losada la tradujeraGustavo Bueno informaba de su contenido, y de sus analogías y diferencias con El ser y la nada, en una conferencia a la que asistió un número de personas que sigue pareciéndome increíble. Empezaba a entrar el marxismo en nuestra Universidad, y el existencialismo tuvo que confrontar su influencia con esa otra, ya sabemos que desventajosamente (al menos hasta un muy próximo pasado). Mi recuerdo de «aquel» existencialismo de provincias está unido, por ello, al de dicha confrontación en el mismo escenario; durante cierto tiempo, todo fue debatir si el existencialismo, el marxismo, o los dos, o uno más que otro, eran o no «humanismos» (aún no había llegado el estructuralismo filosofante a cuestionar si de «huma-

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Sartre

nismo» valía la pena hablar siquiera, aunque tengo la impresión -dicho sea de pasada- de que el arraigo «mundano» del estructuralismo en nuestra Universidad nunca fue muy grande, aceptándose con relativa unanimidad el diagnóstico -ideología burguesa, muy «eleática» ella, como decía Henri Lefebvre- que precisamente el marxismo dirigió contra él). Hubo una temporada -insisto- en que el existencialismo y el marxismo coexistieron, nada pacíficamente; creo que la gente de mi edad fue la última que discutió algo de eso en la Universidad

de Oviedo antes de que el marxismo se impusiera (con sus variedades, por supuesto, y muy pronto en polémica bien conocida con las nuevas formas de anarquismo). Aquellas cuestiones me resuenan ahora no como debates académicos en torno -pongamos- a la mayor o menor pertinencia teórica de la analítica del Dasein frente a, por ejemplo, la noción de «modo de producción» o cosas así, sino más bien como genéricas disputas de Weltanschauungen: se trataba sin duda, también, de «filosofemas», pero asimismo de manifestaciones literarias, gustos musicales, quizá modelos

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eróticos, y no sé si incluso paisajes y curvas de entonación... No recuerdo que la discusión filosófica «técnica» fuera predominante. Quizá eso, a fin de cuentas, ocurra siempre. Y recuerdo que precisamente aquello que constituía, para unos, el mayor atractivo del existencialismo, era lo que resultaba ser su pecado capital para los otros; si quisiera entresacar lo más decisivo de aquellas disputas (y lo que acaso

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cuenta más a la hora de su hipotético revival), creo que no sería descaminado apuntar a la idea de individualidad. El existencialismo pareció durante un tiempo la única filosofía posible para quien abandonaba la matriz religiosa en que habíamos sido gestados. Por mucho que ironizásemos sobre el tema, resultaba que los curas no dejaban de tener razón: el que «perdía a Dios» se encontraba con el absurdo, «condenado a la libertad». Ahora bien, esa condena tenía algo de halagadoramente «trágico», por su mismo respeto a la individualidad al garete, y creo que de ahí provenía su encanto. Acaso ciertos sucesos presentes sigan teniendo que ver, al menos parcialmente, con lo que entonces pensábamos que estaba en juego. Aquello de que la conciencia quedara abandonada en medio de las tormentas de la decisión tenía el posible inconveniente del desamparo (y en ello insistían los del «desfase»), pero esa trágica autonomía de la voluntad, constructora tan vaci-

lante como forzosa del mundo ético, suscitaba el grato cosquilleo del mismo «espléndido aislamiento» que conllevaba. Tan kierkegaardiana como hegeliana era la imagen de tirarse al agua para aprender a nadar; además, para quienes teníamos noticia de que partes muy importantes de Hegel habían sido traducidas a términos existencialistas -Hyppolite era en eso un nombre importante-, y de que la «lucha de conciencias» hegeliana podía interpretarse en un sentido dramático estrictamente individual (como hacía Simone de Beauvoir en sus novelas filosóficas), y no necesariamente en versión «socializada» (como hacía el marxismo), las relaciones personales se coloreaban prestigiosamente. La inevitable sociabilidad ofrecía conflictos sin número; cada vida individual podía ser una compleja novela: el «infierno» que eran «los otros» (según Huis dos) se convertía, a la vez, en un interesante teatro, y la construcción del propio destino en medio de la inutilidad global y el permanente conflicto interpersonal dignificaba cualquier biografía, por triste que ésta fuera. El desgarramiento del individuo, la inevitable dominación de unas conciencias por otras (no llamada a «superarse» en escatología alguna), motivaban una interesante autocontemplación, prácticamente de índole estética: el individuo tenía importancia, aunque fuera la importancia del sufrimiento. Sin duda, la filosofía existencialista -al fin y al cabo, filosofía- trataba la individualidad de un modo genérico (analizaba sus condiciones, describía sus figuras), pero eso no impedía que uno pudiera reconocerse en esas descripciones, no tanto como el que se anula en el seno de una «ley general» cuanto como el que está posibilitando la existencia de la descripción misma: uno podía darse cuenta de que hablar de un tema alambicadamente intelectual con una mujer mientras se cogía su mano era, siguiendo a L'etre et le néant, un caso particular de la noción genérica de mauvaise foi, pero, de todas formas, la experiencia personal de tal acontecimiento -o de otros similares- no necesitaba ser considerada humillantemente como algo escrito por otro, sino como un episodio de la novela personal, donde incluso -podría decirse- el trivial «hacer manitas» (tan provinciano, tan de la época, por cierto) quedaba realzado al poder ser descrito como «mala fe»... En cierto modo, quizá el existencialismo atrajese, viéndolo desde esta perspectiva, por motivos no muy disímiles de los que fundaron el poder de atracción del psicoanálisis (por el que Sartre, como ya sabíamos entonces, estaba influido), y no encuentro mejor manera de referirme a esa atracción que como ese halago a la «importancia biográfica» de cada cual. Me refiero, por descontado, muy especialmente a Sartre y su círculo, pues Heidegger estaba, me temo, a demasiada distancia lingüística de la mayoría de nosotros. Será ocioso aclarar que, para el interlocutor marxista (y más en aquella época, cuando el marxista granítico era la norma), cuanto acabamos de

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Simone de Beauvoir

decir pertenecía al mundo de las delicuescencias pequeño-burguesas: pura ilusión, falsa conciencia, intento desesperado (y se decía a veces, aunque no por última vez, que «último») por dignificar una risible individualidad que no era la realidad

auténtica ni, por consiguiente, el lugar donde se decidían los problemas, incluido el de la angustia y la construcción ética. El mundo «ético» del existencialismo era mera -y blanda- ideología, frente a la cual el marxismo alzaba su duro y robusto mundo «moral» (huelga decir que, aunque ese par axiológico duro/blando funcionase de hecho en las valoraciones marxistas mundanas, quienes lo usaban jamás habrían consentido en ser reducidos, en términos psicosociales -los de un Eysenck entonces, por ejemplo- tan parecidos a los pronto popularizados antropológico-culturales, de manera que ellos fuesen sólo casos psicológicos de «dureza»: habrían dicho que eso era «abstracto»). No creo equivocarme al recordar que la discusión del existencialismo, para unos cuantos al menos, era entonces la discusión de la individualidad como «realidad radical», si se me permite mencionar la expresión que hoy no emplea ya nadie. Si el marxismo significaba una «reforma del entendimiento» de quienes habíamos sentido la tentación de interesarnos por ideologías pequeñoburguesas, como el existencialismo, hallábamos que esa emendatio incluía, como primer paso, la crítica de la conciencia subjetiva. El problema estaba implícito en toda discusión, pero también se explicitaba: el insistente tono reprobatorio con que la posterior obra escrita de Gustavo Bueno ha tratado la categoría del «espíritu subjetivo» parece confirmar que no debe de andar muy descaminado mi recuerdo, según el cual la crítica de la individualidad debía de ocupar un puesto importante entre las incitaciones del ambiente intelectual ovetense de aquellos años, cuando se trataba del «recambio» del existencialismo. Circunstancias ambientales a un lado, lo cierto es que la discusión «existencialismo-marxismo» no podía por menos de incluir ese tema; no era la primera vez que la filosofía transitaba una oposición entre un pensamiento centrado en la consideración de la individualidad como realidad auténtica y otro que la consideraba, más o menos, como un epifenómeno (aunque se dijese que «reinfluía» bajo la forma, por ejemplo, de «condiciones subjetivas»: esa reinfluencia carecía de significación decisiva, pues lo decisivo era lo que estaba «por encima de las voluntades individuales»). Así, quien se había sentido halagado por la importancia de su drama personal debería sacrificar su subjetividad incluso desde el modesto propósito psicológico de evitar la angustia: sólo perdiendo esa vida, precisamente, la salvaría. Ya en aquel momento algunos encontraban ese proyecto demasiado parecido al de la religión recién abandonada: sacrificio, disciplina, ascesis, olvido de sí. La contrapartida no era desdeñable, con todo: se ofrecía una salvación, sin duda no trascendente, pero sí poderosa contra la dispersión de propósito, la incoherencia, el desamparo; se ofrecía, como bien se sabe, una comunión. El mero hecho de plantear esta opción como si fuera «psicológica» («preferencia» por una filoso-

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fía más o menos consoladora que otra) ya será, sin duda, descalifícador para quien de antemano piense que la condición de la filosofía es el desprendimiento de la subjetividad. Precisamente por ello, la crítica al espíritu subjetivo -que vara en seco al interlocutor impidiéndole utilizar, precisamente, argumentaciones psicológicas- era cuestión muy importante en aquellas discusiones de entonces. Como se sabe, el existencialismo pareció, al cabo de algún tiempo, desaparecido para siempre. Las apelaciones a la responsabilidad de la conciencia individual ante sí misma llegaron a parecer meras escapatorias a los problemas políticos, o, más en general, deseos de evadirse de una interpretación objetiva de la realidad que, desde la lucha de clases, la oposición base-supraestructura, o la idea de alienación (interpretada en sentido estrictamente histórico-social), daba cuenta de todo, incluido el propio individualismo, la desesencialización, la angustia. Y así, aquel otro tema clásico del existencialismo, la «opacidad de la realidad» como dato inmediato, quedaba anulado mediante su reinserción en un sistema de ideas que operaban desde instancias superiores a la escala individual de percepción (al modo como el propio Kierkegaard había quedado «anulado» ante el concepto hegeliano de «conciencia desventurada», que lo reducía). Por consiguiente, negarse a ser reducido, desde la experiencia individual, por tal sistema de ideas, podría ser, a lo sumo, empecinamiento (meramente psicológico) de claras raíces ideológicas: nunca más ya una solución filosófica. Cuando se habla hoy de revival existencialista, acaso se hace porque algunos de los valores implícitamente apreciados por el existencialismo (a los que acabamos de referirnos muy someramente) se resisten a declararse reducidos. Pero ya he advertido antes que las discusiones acerca del existencialismo -desde la óptica «mundana» y provinciana que no deseo abandonar tampoco al hablar de su posible renacer- incluían un clima espiritual, aisladas del cual, ciertas tesis particulares sólo muy dudosamente podrán ser llamadas «existencialistas». Aparte de que acaso no lo sean tampoco como estrictos «filosofemas», o, por lo menos, que acaso no sean exclusivamente existencialistas. Ciertamente, son bien actuales las posiciones que intentan, apartadas del marxismo, reencontrar en la construcción de un destino individual las ilusiones perdidas ante los resultados políticos prácticos de la aplicación de la moral marxista. Pero, ¿sería lícito decir que esa insistencia -o, si se quiere, empecinamiento- en la individualidad como valor tiene que ver con ese mismo tema en el existencialismo (en aquél que hemos evocado)? Me parece dudoso, al menos si tomamos la referencia «existencialista» a la que hasta aquí hemos aludido (es decir, el existencialismo tal como me parece que fue mundanamente vivido en el ámbito

Sartre

universitario de finales de los cincuenta y primeros sesenta). Los neoanarquismos insisten en la crítica al estatalismo desde un entendimiento de la

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individualidad más bien solidario que «trágico»; por eso, aunque hay en ellos una preocupación eticista frente al «moralismo» del Estado, esa eti-

cidad proyecta su construcción más bien sobre el fondo -en definitiva, optimista- de la utopía que en el desolado panorama del absurdo (y eso los distinguiría de los también solidarios, pero a la postre desesperanzados, «humanismos» más o menos existencialistas, como el de Camus). Podría decirse que entre los actuales anhelos de «vuelta a la naturaleza» -que implican algo así como una crítica al «error industrial»- y el empeño heideggeriano en curarse del «olvido del ser» y volver a las fuentes -a una suerte de inocencia filosófica «auroral»- pudiera haber concomitancias. Pero, aparte la clásica dificultad de llamar con propiedad «existencialista» a Heidegger (en el sentido de que su vocación última habría sido la de establecer una ontología, más que la de atenerse a lo puramente «óntico», y, por tanto, la de sobrepasar aquel plano que lo que mundanamente hemos llamado «existencialismo» reconoce no poder sobrepasar), ¿no sería esa coincidencia excesivamente genérica como para poder hablar de «vuelta a Heidegger»? ¿No coincidiría esta pretensión repristinadora con muchas más cosas, si nos movemos en este plano de generalidad? Nos parece muy probable, así como muy improbable que hayan leído siquiera a Heidegger nuestros actuales ecologistas y asimilados. Con todo, a veces da la impresión de que otros fenómenos actuales, como por ejemplo el espíritu del «desencanto de mayo del 68» recorren vías no muy lejanas de la existencialista, en algunos de sus representantes. Una vez más, parece reproducirse la experiencia del «desamparo» -aunque ahora no sea religiosa, sino filosófico-política, la matriz de donde se sienten arrojados- y, por ende, la actitud crítica semeja huérfana de criterio, implantada frente a la «opacidad», una vez más. Como éstas son observaciones provincianamente implantadas, a su vez, debo decir que mi última objeción contra la asimilación al «existencialismo» de tales actitudes descansa en lo que un amigo mío llamaría «una cuestión de tono». Ya queda dicho que «aquel» existencialismo envolvía más cosas que filosofemas. En el recuerdo de las vivencias que conllevaba, cuentan quizá tanto las músicas de Ferré o Brassens como ciertos textos de Sartre. Con Juan Cueto he hablado varias veces del «sonido francés» de aquellos años, al que algunos hemos permanecido relativamente fieles y que nos ha provocado una curiosa semiindiferencia ante el ulterior y avasallador «sonido anglosajón». ¿Está aquí, en realidad, la diferencia? ¿Es aquella modalidad de lirismo lo irrecuperable? Al hablar del revival existencialista no puedo por menos que pensar que lo de ahora es otra cosa. En todo caso, aquella música no suena, y apenas es posible pensar -sin sonreír- en que las artes amandi provincianas de entonces puedan ejemplificar ahora la doctrina de la mauvaise foi... Aunque quizá todo sea una burda equivocación; quizá, en efecto, todo se repita, sólo que uno no es ya joven.

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UNA POLÍTICA MODESTA: ALBERT CAMUS Federico Jiménez Losantos Retratos de Camus por Orlando Pelayo 1956 omo la historia no se repite, pero lo disimula muy bien, hétenos aquí velando la semejanza del existencialismo con un dizque nieto suyo, nacido en España en las bascas de la transición democrática; el pasotismo, vastago silvestre del desencanto. No es probable que la confusión necesaria para empaquetar un movimiento cultural, se aclare a la hora de conmemorarlo, cuanto menos a la de buscarle descendencia, que, como siempre se ha sabido, es partir pelos en el aire. No obstante, la actualidad -o su vocación- ha dado en ser lo único indiscutible de nuestra época, de modo que más que buscarle las cosquillas a la filiación, trataremos de recortar en lo posible la silueta o daguerrotipo en cuya imagen ha querido reconocerse nuestra hora. Imagen vecina, si no hermana, de las más entrañables de nuestra historia más acosada, escogeremos, como siempre, a quien nos escogió: Albert Camus.

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La actualización del recuerdo de Camus es deudora de cierto paralelismo histórico entre el conflicto ideológico de los intelectuales europeos -cuando todos parecían franceses- tras la Segunda Guerra Mundial y el que hoy reproduce su crispación ante las mismas fuerzas políticas que desde entonces configuran la política mundial. A las duras, reaparecen personajes de cine, perfiles a cuchillo cuya peripecia, por arriesgada, llamamos aventura, y que encandila a los jóvenes pensadores de una comodidad inquieta: la de nuestra década. La primera generación de simpatizantes de la Televisión reconoce sin reservas a una figura exiliada del cine. Camus es el héroe cinematográfico de la película que ya no hizo Godard y que todavía alcanzó a malemplear Visconti. Maravilla que Grasset no haya concebido aún la película de esa vida. No se achaque a frivolidad lo que no es sino reconocimiento formal, pleitesía hacia una imagen cuya fascinación ha llevado a algunos intelectuales de nuestros pagos a buscar huellas «actuales» en el aura de una época en la que, porque queremos, nos reconocemos. Tal vez muchos consideren todo este ejercicio de sociología plutarquiana fruto de la ocurrencia o la ociosidad de intelectuales poco rigurosos, llevados por la ligereza a falsear la férrea materialidad de los procesos históricos, y tal vez el apoderado de esta empresa cultural ñor© Faximil Edicions Digitals, 2007


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teña, Juan Cueto, tenga que pasar por ligero de cascos (lo que, a buen seguro, le aliviará). Yo sólo quisiera añadir, como prólogo de mi aportación, que suscribo, por principio, la virtualidad, y más aún, la veracidad de todas las ocurrencias. Deducir -creo yo como literato-, está más cerca del error que prestar oídos a esa impresión intelectual que reputamos ocurrente. Las ocurrencias siempre traen glosas, las demostraciones las evitan. Por eso la vida cultural, que es permanente glosa de todo, vive de ocurrencias, más vivas cuanto más peregrinas. Como ésta de traer a colación el existencialismo contraría sociología por literatura, yo voy a seguir el camino opuesto, trayendo de la mano del literato Camus, no sus ficciones, cuya oportunidad histórica, por más laxa, sería objetable, sino aquellos textos de reflexión política que tal vez sólo ahora y aquí resultan actuales, es decir, apetecibles frutos de identificación. Evitaré lo más evidente: la evocación de la crisis entre Camus y Sartre a propósito de la significación política de la URSS, la intervención en Hungría, etc. Es esa una crisis de madurez, según creo, dentro del existencialismo y aunque Afganistán resulte percha impecable en estos momentos para colgar o colgarnos, yo quisiera espigar en esos años formadores del talante intelectual de Camus, en esa forja ideológica de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y los primeros de posguerra, aquellas reflexiones, aquellos atisbos de sensibilidad política que no sólo apadrinan sus posiciones posteriores -dejando aparte la cuestión argelina, en la que lo biográfico juega inevitablemente fuerte- sino que me parecen guardar cierta semejanza entrañable con el actual momento español. Que ese entrañamiento del discurso de Camus sea azaroso y tal vez parcializador de su reflexión política -precisamente porque, para algunos, es su época menos reflexiva- nos obliga a entregar a cambio al lector una estampa de cuerpo entero del Camus que, en 1957, en el discurso de recepción del Premio Nobel, describió así a una generación más irrepetible, según vamos viendo, que su peripecia: «Los hombres nacidos al comienzo de la Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años cuando se producían a la vez el triunfo hitleriano y los procesos de Moscú; que para completar su educación se han visto confrontados a la Segunda Guerra Mundial, al universo concentracionario, a la Europa de la tortura y de las prisiones; a esos hombres que deben formar a sus hijos y actuar en un mundo amenazado por la destrucción nuclear,

nadie puede exigirles que sean optimistas... A pesar de todo, la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, hemos rechazado el nihilismo y nos hemos entregado a la lucha en la búsqueda de una legitimidad. Ha sido necesario forjarse un arte de vivir en época de catástrofe, para nacer por segunda vez y luchar a rostro descubierto por la dignidad de nuestra historia y contra el instinto de muerte actual...» LA NEGACIÓN IDEOLÓGICA

Vamos a intentar mostrar ese itinerario ideológico, vía de formación y de opción políticas, que Albert Camus, identificado siempre con su generación, como prueba la larga pero inexcusable cita anterior, cubrió de un modo ejemplar, es decir: asumiéndose como ejemplo o parte homogénea de una circunstancia social y de un momento histórico. Según el modelo mítico popularizado por el marxismo, dividiremos esta trayectoria en dos etapas. La primera de liquidación de su conciencia política anterior; la segunda, de trabajosa reorganización de un espacio ideológico, de un marco moral, cuyo diseño señala ya los dos rasgos esenciales: el de comportamiento público o acción política y el de salvaguarda o recreación del lugar subjetivo en esa actividad social. Naturalmente, este rasgo segundo es la clave de su evolución, según iremos viendo, y todos los «hallazgos» ideológicos que un lector de hoy pueda encontrar en estos textos estrictamente testimoniales del Camus de los cuarenta son fruto de esa búsqueda, que hoy es de nuevo considerada clave de cualquier sistema de pensamiento y cuya liquidación en los sistemas historicistas, cuyo máximo modelo es el marxismo, proporciona hoy quebraderos de cabeza sin cuento a los teóricos «de izquierda». Me refiero, naturalmente, al lugar del sujeto en la teoría o, por no forzar la dimensión estrictamente freudiana que hoy reviste ya el término, del agente destinado a provocar o conducir el ritmo transformador de la sociedad según tal o cual esquema histórico. La posición intelectual de Camus viene marcada desde el principio por lo muy particularmente que le afectan los hechos históricos claves de nuestro siglo. La segunda gran guerra, claro está, en la que tomó parte activa, pero más fuertemente aún, nos atreveríamos a sostener, la experiencia viva e inolvidable de la guerra civil española. Cierto que todos los intelectuales del mundo se sintieron profundamente concernidos por la contienda de la que España fue coso universal, pero pocos, como Camus, tenían ascendencia española, y por lo mismo, un grado de identificación con la pasión sangrienta de nuestro pueblo que no le abandonó jamás. Recientemente se ha publicado en Júcar la conmovedora antología de textos ¡España Libre! en la que pueden verse la delicadeza y la entrega

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incondicional de aquel hombre a la causa española. Porque para él dar testimonio de la lucha de España era, en buena parte, dar testimonio de sí mismo. Pocos intelectuales parisinos, incondicionales veletas de apoyo al heroísmo exótico de temporada, pueden decir lo mismo. Este modo de vivir la historia bajo la necesidad acuciante de dar testimonio personal de ella, que se creó en Camus con la guerra de España y se 'consolidó con su experiencia de la Guerra Mundial, marcará su división, su extrañamiento de una estructura ideológica que domine el horizonte de la experiencia histórica de los hombres. Así, escribía en 1948: «Nosotros vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y cada vez que sucedía era imposible persuadir a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.»* Lo interesante es que el mismo editorialista de Combat escribía de esta otra forma sólo cuatro años antes, en 1944: «El 26 de marzo de 1944, en Argel, el Congreso de Combat sostuvo que el movimiento Combat hacía suya la fórmula: «El anticomunismo es el comienzo de la dictadura.» Creemos oportuno recordarlo y agregar que nada puede cambiarse en esta fórmula en momentos en que querríamos aclarar con algunos de nuestros camaradas comunistas ciertos malentendidos que empiezan a asomar. (...) si bien no estamos de acuerdo con la filosofía ni con la moral práctica del comunismo, rechazamos enérgicamente el anticomunismo político, porque conocemos su inspiración y sus fines inconfesados.» Aunque el artículo en cuestión sea de polémica más que de alianza, no cabe duda de que el tono e incluso términos como el de camaradas (aunque su significado de identificación partidista sea bastante menor en francés que en español) señalan una relación con los comunistas por parte de Camus mucho más estrecha que la del simple aliado de guerra. Si se me permite una interpretación, tal vez el punto clave del viraje ideológico de Camus está en su reacción ante las primeras noticias de Hiroshima. Inmediatamente escribe estas líneas encabezando su editorial de Combat. «El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que desde ayer todos sabemos gracias al formidable concierto que la radio, los diarios y las agencias de noticias acaban de desencadenar con respecto a la bomba * Todas las notas siguen la antología de textos Moral y Política de Editorial Losada. Buenos Aires, 1978. Incluso-imperdonablemente- en la traducción. Ahorraré a cambio citar las páginas. El uso de los fragmentos es muy arbitrario y los interesados pueden leer el libro de un tirón y hacer lo propio. 10

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«O bien admitirán (los socialistas) que el fin justifica los medios, y por consiguiente que el homicidio puede ser legitimado, o bien renunciarán al marxismo como filosofía absoluta, limitándose a conservar de él su aspecto crítico, al menos frecuentemente valedero.» Camus no hacía distingos sistemáticos con respecto al marxismo porque su encarnación política le resultaba más que suficiente. El fue uno de los primeros que no cerraron los ojos ni la boca ante el Gulag. En polémica con un intelectual pro-comunista escribe:

atómica. En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol.» La reacción de Camus ante lo que interpreta como el inicio de una nueva era -ante la que se cierran alocadamente los ojos- de la humanidad, es global, por encima de consideraciones políticas y en oposición a cualquier frivolización ideológica. La inercia en este campo es probablemente lo que le llevará a impugnar en los años siguientes, toda ideología de progreso:

«Voy a darle un buen ejemplo de violencia legitimada: los campos de concentración y la utilización como mano de obra de los deportados políticos. Los campos formaban parte del aparato del Estado en Alemania. Formaban parte del aparato de Estado en la Rusia soviética, usted no puede ignorarlo. En este último caso están justificados, parece, por la necesidad histórica. Lo que quiero decir es muy simple. Creo que no se pueden justificar los campos de concentración con ninguna de las excusas que pueden admitirse para la violencia provisional de una insurrección. No hay razón en el mundo, histórica o no, progresista o reaccionaria, que pueda hacerme aceptar los campos de concentración.»

«Las ideologías marxista y capitalista, basadas las dos en la idea de progreso, convencidas ambas de que la aplicación de sus principios debe conducir fatalmente al equilibrio de la sociedad, son utopías de un grado mucho más alto. Además, están costándonos muy caro.» (1948). La positiva reconsideración del valor de la vida como límite absoluto de la acción política es lo que le llevará a la crítica de la utopía en general y particularmente del marxismo:

Es indudable que en este momento Camus ha llegado ya a un punto sin retorno en su trayectoria ideológica. Si el testimonio y la obligada adscripción a una trinchera exclusiva fueron fruto de su experiencia de la guerra española, la historia europea le lleva progresivamente a cerrar un círculo en su visión política: ni ideología, ni razón histórica. El único móvil de su comportamiento público, la única razón dispuesta a escuchar es la que, con un acento que sólo recientemente ha vuelto a resonar en la obra de Soljenitsin, resume en esta frase:

«Debe, entonces, admitirse que el rechazar la legitimación del homicidio nos obliga a reconsiderar nuestra idea de utopía. Al respecto, parece que puede afirmarse lo siguiente: es utopía todo lo que está en contradicción con la realidad. Desde este punto de vista sería totalmente utópico querer que nadie mate a nadie. Es la utopía absoluta. Pero pedir que no se legitime el homicidio es mucho menos utópico.»

«La constante justificación de los hombres: el dolor.»

«Desesperando de la justicia inmediata, los marxistas que se llaman ortodoxos eligieron dominar el mundo en nombre de una justicia futura. En cierta manera no tienen ya los pies en el suelo a pesar de las apariencias. Están dentro de la lógica. Y es en nombre de la lógica como, por primera vez en la historia intelectual de Francia, escritores de vanguardia aplicaron su inteligencia a justificar a quienes fusilan, con reserva de protestar después en nombre de una categoría muy determinada de fusilados. Ha hecho falta mucha filosofía, pero llegaron a eso...»

UNA POSITIVA MODESTIA

Pero, como dijimos antes, junto a ese trayecto negativo Camus recorre otro que se quiere positivo. Nace este último de la polémica ideológica -con evidente repercusión política- que lo enfrentó, como «existencialista», con los rivales de un movimiento tachado de pesimista y negativo y que por esos mismos rasgos era considerado en connivencia nada menos que con los nazis. En connivencia espiritual, se entiende, porque materialmente habían estado en la trinchera opuesta, pero esto no era óbice para la caza de brujas neo-derechistas, que también es un artefacto que heredamos de los existencialistas. Así planteaba la cuestión Camus en 1945:

La identificación de la ideología marxista como principal legitimadora del homicidio en nombre de la historia lleva a Camus a preconizar su desaparición de la izquierda francesa: 11

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«Esta coincidencia en algunos espíritus, de una filosofía de la negación y de una moral positiva representa, de hecho, el gran problema que sacude dolorosamente toda esta época. Brevemente, es un problema de civilización, y se trata para nosotros de saber si el hombre, sin el auxilio de lo eterno o del pensamiento racionalista, puede crear por sí sólo sus propios valores.» Junto a la única defensa de las biografías de los «existencialistas», antifascistas militantes, Camus añadía una precisión importante sobre el movimiento que le tocó en suerte: «No me agrada mucho la demasiada célebre filosofía existencialista y, por decirlo de una vez, creo que sus conclusiones son falsas. Pero representa, al menos, una gran aventura del pensamiento...» No hay, pues, identificación teórica de Camus con Sartre ni mucho menos con el «existencialista» Heidegger. Más bien está en el caso de una cierta identificación biográfica con el movimiento, con las repercusiones públicas de la actividad intelectual de su generación. Y a partir de ahí intenta establecer unos criterios, bien poco especulativos por cierto, de carácter moral con vistas a la actuación pública. De ahí la importancia creciente del término legitimidad y su relevancia en el discurso de Estocolmo. Para ello hace falta un cierto análisis político, muy sumario, en el que la utopía no tiene sitio. Aún viniendo de un sitio en que lo legítimo es lo revolucionario, Camus escribe: «La anarquía de nuestra sociedad internacional proviene precisamente de que cada nación sólo se obedece a sí misma en un momento en que ya no existen economías nacionales. La anarquía es, hoy, la soberanía, y es fácil ver quién la defiende, en beneficio indirecto de algunos Estados burgueses o policiales.» «No dije más que una cosa: que ninguna nación de Europa podía ya hacer sola su revolución, que la revolución sería mundial o no sería, pero que no podría tener el aspecto que le daban nuestros viejos sueños: hoy debía pasar por una guerra ideológica.» Lo interesante es que este euro-análisis no desemboca en la inhibición política, antes al contrario. Tras denostar la revolución como pacifista «ya que en 1948 guerra y revolución se confunden», confusión que naturalmente supone la guerra atómica, Camus lleva a cabo una reflexión muy elemental sobre su ideario político. «Se trata, en suma, de definir las condiciones de un pensamiento político modesto, es decir liberado de todo mesianismo y desembarazado de la nostalgia del paraíso terrenal.» 12

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xia y la desesperación a las filosofías de la violencia» . Tal vez no sea importuno sacar a colación este Albert Camus «desencantado» en el actual momento ideológico español. Apenas sacamos la cabeza de la ola de idioteces que a propósito del «desencanto democrático» pronuncian todos los cerebros del reino. Y ese asunto no me parece andar muy lejos de la falta de «modestia» que echaba políticamente en falta Camus.

Esta idea de la modestia política no es, como pudiera pensarse, casual. Lo prueba su aplicación al mismo Marx:

Claro está que si advertimos los que cantan el desencanto veremos que hablan del país, y no, como debieran, de sí mismos. Ideólogos ociosos, dieron barniz encantador a lo que no puede serlo. No es que les faltasen referencias sobre el modelo de sociedad occidental o la estructura social española. ¿Qué ocurre entonces? Que no se atrevían a aplicárselas. Ideólogos -marxistas de ordinarioprofesionales, tuvieron que negar la mercancía que vendían y ahora resulta que el melocotón tiene hueso. ¡Qué desencanto!

«Había en Marx una lección de modestia que me parece a punto de ser olvidada. Había también en Marx una sumisión a la realidad y una humildad ante la experiencia que lo habrían conducido sin duda a revisar algunos de sus puntos de vista, que sus actuales discípulos quieren desesperadamente mantener en la esclerosis del dogma.» Pero además lo prueba la identificación que en el artículo Democracia y Modestia lleva a cabo entre esa posición moral y el sistema político que más se acomoda a sus ideas. Los criterios de esa modestia son bien sencillos: aprecio a la vida humana y horror del horror. Es decir: reconocimiento del sufrimiento ajeno. Cuando alguien le critica su pacifismo por «utópico», Camus se lamenta de la «incapacidad de imaginar la muerte ajena. Es un defecto de nuestra época». «Un reciente prologuista de Saint-Simón, hablando de hombres que tenían escrúpulos semejantes, escribía con desprecio: «Retrocedieron ante el horror». Nada más cierto. Y por ello merecieron incurrir en el desprecio de almas tan fuertes que se instalaron sin titubear en el horror».

Hay que alegrarse mucho de esta retirada del encantamiento político en que flotaba el ánima hispana. A lo mejor se desencanta del todo, se hace medio demócrata y no resulta mal la cosa. Modesta pero viva en la cosa pública y guardando la pasicjn para las bellas artes, la sombra española de Camus alegrará los huesos viendo que no nos duele escribir de ciertas cosas, si no espectacularmente dignas de celebrar, sí notablemente dignas de atención, curiosas a la inteligencia si no irresistibles a la pasión, fruto mestizo, en fin, como lo mejor nuestro, que enalteció Albert Camus sin renunciar a su humilde pensar. ¿Cómo prescindir de esa cultura española en la que, ni una sola vez durante siglos enteros de historia, se han sacrificado a la idea pura ni la carne ni el grito del hombre, la cultura que supo dar al mundo a un mismo tiempo Don Juan y Don Quijote, las más altas imágenes de la sensualidad y del misticismo y que en sus más locas creaciones no se separa del realismo cotidiano? Cultura completa que cubrió con su fuerza creadora el universo entero. Esta cultura es la que puede ayudarnos a rehacer una Europa que no excluya nada del mundo ni mutile nada del hombre. «Sin embargo, nuestra tarea y nuestro papel son los de crear una justicia más modesta, renaciente, renunciando a las doctrinas que pretenden sacrificarlo todo a la historia, a la razón y al poder. Para ello nos hace falta encontrar de nuevo el camino del mundo, equilibrar al hombre por medio de la naturaleza, el mal por medio de la belleza y la justicia por medio de la compasión. Nos hace falta renacer en la dura y atenta tensión que hace fecundas las sociedades, y en esto España puede ayudarnos.»

Repetidas veces nombra elogiosamente a los girondinos y no vacila en colocarse «en el clamor angustiado de los mediocres -nosotros también lo somos- que son millones y que componen la materia prima de la historia». Esta modestia alcanza también a la consideración política del intelectual. Para criticar, por ejemplo, la mala conciencia que se le imbuye -«Es preciso, pues, sentirse culpable por fuerza. Henos aquí llevados a una actitud confesional laica, la peor de todas»- Camus toma los acentos machadianos del «al cabo nada os debo / debéisme cuanto he escrito»: «Se le dice al artista: Observe la miseria del mundo. ¿Qué hace usted por ella? A ese chantaje cínico el artista podría contestar: "¿La miseria del mundo? No la aumento. ¿Cuál de ustedes puede decir otro tanto?".» En fin, la modesta posición política de Camus, entre la idea imposible de una democracia mundial y el evitar, mientras tanto, lo más penoso de la historia común y corriente, no es resignada ni desesperada, si más no porque de ese modo caería en la trampa ideológica de la que quiso salir «La verdadera resignación conduce a la ciega ortodo13

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sabían privarse. Quiero decir que es más fácil matarse que ignorar al prójimo, aunque incluso el suicidio suele ser contra y frente a alguien; una perfecta indiferencia, una naturalidad total ante la proximidad del otro, sería la negación absoluta de nuestra condición social, perpetuamente necesitada de aprobación o desdén, de ocultarse o provocar, en cualquier caso de registrar el escalofrío que nos inflige la atención de nuestros semejantes, de los cuales -y precisamente por serlo- siempre podemos esperar lo peor. Al futuro estudioso del decoro que me gustaría suscitar con esta mínima reflexión, le propongo que comience su tarea con este sencillo ejercicio práctico: al penetrar en una sala de espera o en un ascensor, salude con ligeramente enfática efusividad a sus ocasionales acompañantes, y comprobará que provoca en ellos cierto embarazo evidente pero muy soportable socialmente hablando; repita el mismo experimento al ocupar su puesto en un mingitorio público con su más próximo vecino de excreción y el azoro subirá de punto hasta provocar una perceptible tensión; si se comporta idénticamente con algún ciudadano que entra o sale de un hotel de mala nota en compañía evidentemente non sancta, la situación puede degenerar en conflicto. Compruebo que he imaginado a mi investigador del sexo masculino, cuando quizá fuese un tema de estudio más propio para la delicada agudeza de una mujer; si es tal el caso, mi ejercicio no sirve y ella deberá urdir por su propia cuenta un test semejante, pero más adecuado a su condición. Quisiera, por mi parte, hablar ahora de un caso particular de pudor, el que vigila nuestro comportamiento como espectadores de producciones del arte dramático, en sus modalidades de teatro y cine. Comienzo por recordar que el espectáculo dramático es una forma de embrujo compartido, un tipo de hipnosis plural y simultánea; no es una lección o una arenga, aunque haya lecciones y arengas que también sean embrujos hipnóticos. El espectador es algo así como un alucinado voluntario a plazo fijo, un loco jubilosamente cómplice de su demencia y prudente administrador de su extravío. Quien no se ve arrobado -raptado- por el espectáculo puede ser un estudioso o un acomodador, pero en modo alguno tiene derecho a considerarse «público». Naturalmente, esa fascinación raptora va acompañada de un más o menos vivo, pero nunca totalmente ausente, sentimiento de incredulidad, idéntico al que nos acompaña como fondo en nuestros sueños -casi siempre sabemos que soñamos aunque por otro lado estamos ciertos de que no se trata esta vez de un sueño- y semejante también al que experimentamos en cualquier momento de la vida cuando nos contemplamos en acción: ¿quién no se ha separado de sí mismo alguna vez, para asistir con radical extrañeza o divertido pasmo a su propio empeño amoroso o a la solemne promulgación de alguna teoría dada por su voz? Tenemos periódicamente sed de engaño, como alivio y complemento del

EL ESPECTADOR SINVERGÜENZA Fernando Savater

«Propio es también de la retórica enseñar el arte de confesar con agudeza y sin peligro lo que es vituperable. ¿Os censuran una falta que no podéis negar? Eludid la censura con un chiste y que desaparezca la reconvención entre carcajadas. Cicerón recurrió a este artificio, cuando en cierta ocasión...» (Aulo GELIO, «Noches Áticas») e la historia y la sociología del pudor sólo se han edificado fragmentos, quizá menos significativos de lo que sería deseable, pese a lo ilustre de sus artífices: Max Scheler, George Simmel, Roland Barthes... Falta aún una sólida «Fenomenología de la Vergüenza», una suficiente caracteriología del rubor y del azoro. Esta laguna debería sonrojarnos a los que nos dedicamos a las ciencias humanas... Quizá no haya otro sentimiento tan inequívocamente social como el de la vergüenza. Para Nietzsche, la tarea de la cultura consiste en crear un animal «capaz de prometer»; Cioran, por su parte, señala que las civilizaciones se derrumban irremediablemente cuando pierden el «orgullo de obedecer» en el que se fundan. Prometer, obedecer, mimbres sin duda con que se teje esta pasión inútil de lo social, pero no más importantes que el bochorno y el recato. Quien capaz de desdeñar auténticamente la desaprobación de su vecino, ha cortado todos los lazos comunitarios y de esa hecha se convierte en bestia o ángel. Cuando uno lee la por otra parte admirable biografía de los cínicos, por ejemplo de Diógenes, y paladea sus desplantes ante el prójimo, sus masturbaciones coram populo y sus permanentes afrentas a lo conveniente, no puede dejarse de sospechar cierta búsqueda de aceptación pública a rebours, una sed de oprobio que viene a ser a fin de cuentas una variante de respetabilidad. También los ascetas cristianos de la Tebaida pretendían con verdadera concupiscencia su denígramiento y abandonaban de vez en cuando la soledad del desierto, donde no tenían otra compañía -ni otro público- que el diablo y las culebras, para instalarse perfectamente inmóviles en el centro de alguna plaza pública, con un pie o un brazo alzados, hirsutos y harapientos, a fin de recibir así el tributo de ridículo y desdoro que constituía la única voluptuosidad de la que sus almas crispadamente austeras no

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otro engaño en que vivimos; queremos proponernos de vez en cuando voluntariamente un espejismo y suspender allí -o renovar- el espejismo de los sueños y el de la vigilia. Sólo los fantasmas nos conciernen, dormidos o despiertos, en reposo o activos. Pero quizá el engaño menos mentiroso, por ser el único verdaderamente fingido, sea el que nos proponen los espectáculos dramáticos, metáfora tradicional de la trama de la vida -el gran teatro del mundo, la persona/máscara, la justicia poética o la bufa comedia que descubrimos por doquier- y también de la memoria -entre los renacentistas- y del sueño, del que se ha dicho que es una representación en la que somos actores, guionistas y público (Freud añadiría: también censores). El acatamiento de lo real nos exige un derroche agotador de fe, del que no podemos por menos de resentimos: ¿a dónde huiríamos para descansar un poco, para relajar o estimular la tensión, para variar al menos, si no es a otro tipo de alucinación, sea la espontánea que se desata misteriosamente en nuestras noches o sea esa otra que exige nuestra complicidad sin compromiso ni consecuencias desde el escenario? Ahora bien, en nuestra butaca expectante podemos permitirnos lujos inauditos y allí toda miseria es incompetencia o masoquismo. Lo más terrible se apacigua en hermosura cuando es contemplado artísticamente, según enseñaron -de modo divergente en parte y coincidente- Aristóteles y Schopenhauer. En tanto espectadores, podemos -y, cómo no, queremos- frecuentar lo sublime, lo sobrehumano y, ante todo, lo insólito. ¿Qué estúpida restricción moral habrá de convencernos de la oportunidad del ascetismo en este campo, a no ser un resabio de voluptuosidad en la escasez que nos empariente con los anacoretas ebrios de Dios y dispuestos a emularle por la vía negativa? Si bien puede asegurarse que no siempre el mérito reside en lo asombroso, hay que reconocer con no menos fuerza que lo asombroso siempre es un mérito. Bien está lo que provoca la reflexión sobre nuestra condición caída y sus negras perspectivas; nada hay en principio contra lo que acierta a ilustrarnos sobre la urdimbre socio-política en que nos movemos; excelente aquello que penetra en los contradictorios pozos del corazón humano y acierta a describir la psicología ofuscada de la pasión o el vértigo teológico: pero ¿por qué habríamos de vituperar lo simplemente portentoso o lo chocante, los terremotos o los monstruos del mar, el hombre sin cabeza y la coreografía de Fred Astaire, la carga de la brigada ligera, el enfrentamiento de las naves espaciales, las brumas amenazadoras de Witechapel y la caída de la barquichuela por las cataratas del Niágara? Aquí entra la vergüenza, típica de nuestros días, del espectador ante lo espectacular, es decir, ante el espectáculo en su condición más pura y autónoma. Hay una especie de pudor que autoriza el interés por lo edificante o lo informativo, por lo que instruye o por lo que denuncia, pero que 16 © Faximil Edicions Digitals, 2007


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considera envilecedor dejarse arrebatar sin más por la condición espectacular del espectáculo. Recuerdo una preciosa página de Julio Cortázar, en su «Vuelta al día en ochenta mundos», donde cuenta su forma perfectamente fascinada e incapaz de distanciamiento crítico de asistir al teatro, con su atención raptada del todo por el funcionamiento del picaporte de la puerta de entrada al fingido salón del escenario, por los gemidos estentóreos de la primera actriz o la abundante sangre del apuñalado. Después, señala Cortázar, mis acompañantes repudiaban tal o cual absurdo de la puesta en escena o valoraban con frialdad justiciera tal aspecto de la interpretación y yo convenía en lo atinado de sus observaciones; pero durante la representación, mi auténtica vivencia había sido toda arrobo y hechizo. El cine, arte mucho más impúdico que el teatro, más inmediato, sufre en mayor medida si cabe las consecuencias ponzoñosas de la vergüenza ante el espectáculo. Hace poco leí una crítica de la estupenda película americana «Alien» en la que el dómine, tras reconocer que el film estaba prodigiosamente realizado, dotado de trucos impresionantes y que su intriga era eficaz en suscitar el escalofrío y la angustia, concluía: «pero nada más, no va más allá de esta espectacularidad». ¿Y a dónde quería maese crítico que fuese, a misa? ¿Aspiraba ese señor a poder llevarse a casa un lema de vida que iluminase el resto de su bostezante existencia? Pero no: de lo que se trata es de sonrojarse por haber disfrutado sin la coartada de mejorar nuestro conocimiento del mundo o nuestra conciencia moral. ¡Qué vergüenza, haberse dejado engañar así, sin ton ni son, y no haber echado de menos ninguna de las acostumbradas excusas del engaño, sean pedagógicas, culturales o políticas! En cuanto sale uno de la caverna maravillosa, roto por fin el perturbador hechizo, hay que hacer un acto de perfecta contrición y deplorar haber ofrecido tan poca resistencia a la seducción del Malo. Las fuentes de esta vergüenza del espectador son fundamentalmente dos, extrínseca la una e intrínseca otra. Según la primera, nos sonroja la trivialidad del espectáculo mismo: uno debe elegir espectáculos con coartada, no pura espectacularidad sin otro fin que pasmar durante un rato más o menos largo. Un espectáculo sin otra justificación que su propia espectacularidad degrada al espectador, lo entontece, etc... Hay que buscar lo artístico, lo instructivo, lo edificante. Y, sin embargo, desde las naumaquias y otras superproducciones circenses de los emperadores romanos hasta Cecil B. de Mille y Abel Gance, el pueblo -qué le vamos a hacer- muestra predilección por este tipo de fastos inmorales. Leo en «The Death of Tragedy» de George Steiner que, en plena época isabelina, el gran actor y director teatral John Philip Kemble se quejaba de que su excelente versión de «Julio César» había despertado en el Drury Lañe mucho menos entusiasmo que un «melodrama ecuestre» llamado «Timur el Tártaro» o que «La

catarata del Ganges», una extravaganza en la que el empresario del teatro londinense se gastó 5.000 £ ¡Siempre el dinero aliado a las superproducciones culpablemente intrascendentes, oigo ya clamar a los modernos detractores de «La guerra de las galaxias» y otras películas de ésas que rescatarán

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«ilustrada» se rebela contra el hecho mismo de la posesión (en el sentido más inequívocamente diabólico del término) en que culmina la seducción espectacular. El individuo moderno quiere ser permanentemente él mismo, controlar con inequívoca autonomía tanto la conclusión de sus razonamientos como el vuelo de sus fantasías; le humilla todo lo que le hace soltar las riendas, dejarse llevar, fundirse en lo otro, perder sus estribos, diluirse, delirar al ritmo marcado por dioses desconocidos y burlones... Los rituales iniciáticos de los primitivos -tan «espectaculares»- obligaban al neófito a abismarse en la aniquilación de su vieja personalidad, a fin de poder ganar con auténtico mérito consciente e inconsciente otra identidad pública que se le pareciese más. Pero la ilustración moderna aporta un sentimiento de escándalo y temor ante la pérdida de identidad; la ciudadela del yo debe resistir permanentemente los asaltos que tratan de forzarla desde lo informe y sin ley. Somos ya todo lo que hay que ser y no consentimos nunca voluntariamente en hacernos porosos frente a lo que nos desmiente: ¿cómo estar seguros de que volveríamos a ser capaces de reconstruirnos otra vez, una vez convertido en gelatina el acero de nuestra coraza? De aquí el temor ante un «mal viaje» de alucinógeno, que nos dejaría para siempre sin rostro ni nombre propio; de aquí también la vocación terapéutica de categorizar los sueños y «leerlos» como un texto más convencional -por tanto, controlado de forma intersubjetiva y estable- que imaginario. Y también el espanto ante el perdedero del amor. Como la droga, como el sueño, como la seducción y el deseo, el espectáculo -que es todo eso a la vez- se atreve a trastornarnos en lo más hondo, para bien y para mal, de un modo del que no somos dueños, ni orientadores, ni responsables. Cuando el espectáculo no alcanza a producir este trastorno, fracasa como tal, es el falso ácido que no «sube», es insomnio o duermevela, enamoramiento calculado y sin riesgo ni entrega. Pues bien, el espectador, incluso aquel que logra realmente trastornarse por el espectáculo y sabe así gozar con él, conservará como tributo a la exigencia ilustrada del día una cierta mala conciencia por semejante extravío. Procurará decir que se distancia, que conserva permanentemente sus facultades judicativas en funcionamiento, que nunca deja de criticar como si se encontrara «fuera». Y si no es capaz efectivamente de ello, sostendrá en el plano teórico que al menos es lo preferible. Se trata de la vergüenza del espectador, el orgullo del adulto que no quiere ser «engañado», ni perturbado en su estabilidad por el prodigio, bajo el pretexto de que tal prodigio es de guardarropía. ¿Y qué más da? ¿No es el análisis del prodigio lo que miserabiliza en guardarropía la fascinación, sea ésta provocada por una aurora boreal o un programa doble en un cine de barrio? Recordemos la hermosa «Caramba» de José Moreno Villa:

el día del Juicio Final a las multinacionales de la condenación eterna que tan justamente se han ganado por otros aspectos! Bendito sea el dinero, cuando al menos regala maravilla... Por otro lado, hay una segunda fuente de rubor y es la propia condición intrínseca del espectador, su entrega y su pasividad ante la invasión hechicera que le arrasa. El espectador es violado y lo sabe; aún peor, consiente en ello. Como en toda violación, cabe indignarse virtuosamente por la coacción padecida -aunque quizá no realmente sufrida- o aplicar el discreto consejo de «relájate y disfruta». Aunque la mayoría de las protestas que aciertan a formularse suelen repudiar el contenido ideológico concreto de tal o cual espectáculo -«nos quieren imbuir acríticamente su ideología, su concepción del mundo, imponernos sus dogmas o sus perjuicios sin que nos demos cuenta de tal adoctrinamiento»- lo cierto es que. la verdadera protesta

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«La realidad es prostituta. Sólo vive quien se dilata, se proyecta, se multiplica, se simula y se embarca en la nave que vuelve y se aleja con mueca de virgen y de vieja alcahueta». Y ahora, para terminar, un ejemplo o caso práctico de cómo quitarse en una sola tarde y para siempre el pudor del espectador, la veda del entusiasmo. Con gran nerviosismo, con esperanza, con orgullo conmovido, con pedagógica astucia, fingiendo descuido, con reserva, con exquisito cuidado, con mucho temor, con gratitud... he llevado por primera vez al cine a mi hijo Amador. El neófito tiene cuatro años y se preparaba despreocupadamente para su iniciación trabando una amistad sin cálculo ni futuro con una rubita algo mayor que él, mientras hacíamos cola para ver «Peter Pan». Una elección segura, ¿no?, la de «Peter Pan»: un comodín que no puede fallar. ¿No puede? Pero ¿y si el niño, a pesar de todos los pesares, no entiende la historia? Bien mirado, es casi imposible que la entienda. ¿Cómo va a entender un niño de cuatro años los ambiguos celos de Campanilla o la figura misma de Peter, el niño que ni puede ni quiere (no puede porque no quiere) crecer? Negro panorama: el niño comienza a aburrirse (claro, como no entiende...), patalea, grita, abandona su localidad para darse un garbeo sin rumbo fijo por la sala en tinieblas, tropieza con el acomodador, llora... ¡Espanto y dolor para su anciano padre, que tanta ilusión había puesto en esa primera sesión cinematográfica! Mientras yo me angustiaba generosamente con estas negras perlas de futuro conjetural, Amador rebatía animadamente la ignara opinión de la madre de su amiguita, quien sostenía que el bicho cuyas fauces amenazban a Garfio en el cartelón de la puerta del cine era un tiburón y no un cocodrilo. A grandes males, grandes remedios: decidí que discretas y jugosas orientaciones mías, quizá incluso simplificadoras de la ya simple trama, ayudarían a la criatura a penetrar en el misterioro argumento de «Peter Pan». El secreto consistía en lograr ser instructivo sin hacerse enfadoso. Unos cuantos «y fíjate ahora como...», algún «ése es el mismo que antes...», enlazados por imprescindibles «verás cómo se cae», bastarían para iluminar suficientemente al párvulo y mantenerle adecuadamente sosegado en su butaca. Los niños son la jubilosa prueba de que es vano todo lo que el agobiado ser pensante calcula y sopesa. La realidad que la física legisla, la vida que la biología indaga, los abismos del inconsciente en los que naufraga la pedantería psicoanalítica, son como niños y como niños triunfantes desmienten las trabajosas construcciones que les sirven de jaula. Amador se sentó en el borde de su sillón, con el cuerpo tenso, los ojos fijos y la boca abierta; hora y media más tarde seguía en la misma extática disposición. En las primeras esce-

nas de la película traté de colocar mis informativas reflexiones -«mira, ésta es la madre de los niños que...»- pero pronto advertí que eran tan ignoradas como superfluas. Amador sabía todo lo que quería saber sobre la película; cuando brillan por vez primera los ojos rasgados del adolescente eterno sobre los tejados del Londres dormido, exclamó en un susurro: «¡Peter Pan!»; cuando el cocodrilo -por favor, nada de tiburón, querida señora- espera a Garfio con su tic-tac amenazador, berreó de entusiasmo; pero la mayor parte del tiempo estaba sencilla y plenamente fijo, entregado, y yo le iba dando a la boca sucesivos fragmentos de su olvidado bocadillo de jamón, que él masticaba distraídamente sin apartar los ojos de la pantalla. Cuando después su abuela le preguntó qué pasaba en la película, él resumió sin vacilar: «Al final Peter Pan se viste de Capitán Garfio»; eso, y una gesticulante y muy realista imitación del cocodrilo es todo lo que condescendió a transmitir de su arrobo cinematográfico. ¿Que sin duda no entendió plenamente el argumento de la película? ¿Dios de los inocentes, que nunca entienda yo nada peor de lo que él entendió «Peter Pan» Y, sobre todo: ¡que nunca vea yo cine de otro modo, que nunca ame la fábula y la imagen de modo más sabio, más educado, más distante! La lección que me dio Amador se resume en esto: me enseñó lo que es ser de veras un espectador sin vergüenza. Es decir, que no se avergüenza de su condición de espectador que asiste a un espectáculo y que por tanto exige milagros, espera emoción y deslumbramiento, quiere ser engañado, en suma. Ver una película sin ser ni por un momento engañado es algo tan propio y de tanto mérito como extraer raíces cuadradas mientras se hace el amor. ¡Abajo Brecht -que por otro lado era un hábil engañador, un encantador de lujo- y su teoría del distanciamiento! En cine sólo el engaño vale, sólo quien es engañado y no se avergüenza de ello disfruta, crece y participa, porque sólo el engaño es verdad. En cine, lo que no es magia y engaño es aburrimiento reflexivo, el cual resulta infinitamente más mentiroso que el engaño espectacular. Una vez abandonados ya mis temores sobre la conducta pública de Amador, me entregué yo también a la película. Cuando en la última escena el escéptico padre se enternece al vislumbrar el barco pirata en las nubes y recuerda que un día, hace mucho, él lo había visto más próximo y brillante, yo también me di cuenta de que ese era mi primer «Peter Pan» como padre. Era yo el iniciado, no Amador; era yo quien iba a tener problemas para entender y disfrutar el argumento. Pero lo cierto es que volví a ver el barco en la nube. Ni me avergüenzo ni me arrepiento, sino que siempre lo exigiré cuando me arrellane en la butaca de cualquier espectáculo: el barco en la nube, o nada. Desde que llevé a Amador a ver «Peter Pan», sé que me he ganado un fiel aliado.

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En el año 1969, el productor Alexander Saldkind me citó en París para encargarme una película. Yo acababa de realizar «Aoom» que ni siquiera había tenido acceso a las pantallas comerciales. Mi situación, por tanto, no era muy boyante. Saldkind me propuso que adaptara una novela titulada «Le malheurfou». Dije que no, y le hice una contrapropuesta: una versión de Jekyll y Hyde. En vista de lo cual, me hizo pasar a un despacho contiguo y me dejó allí abandonado, durante toda la tarde, ante una máquina de escribir. Ahora, once años después, me divierte la idea de publicar estos fragmentos desmadejados, tal y como fueron concebidos, con la pretensión (obviamente ingenua) de persuadir a un productor. G. S.

EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE Un argumento de GONZALO SUAREZ

Basado en la novela de R. L. Stevenson Ilustraciones: Alberto Corazón 19

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EL NACIMIENTO DE HENRY JEKYLL

Una ventana iluminada. De pronto, oímos el llanto de un niño recién nacido. A través de los visillos, se recorta la silueta de un hombre, el padre de Henry Jekyll, que levanta en sus brazos al hijo.

VOZ DE HENRY JEKYLL «Vine al mundo en el año 1894. La fortuna me había dotado de todo cuanto un hombre noble puede ambicionar. Pero... MAS ME VALIERA NO HABER NACIDO». Seguimos oyendo la voz de Henry Jekyll, mientras vemos los ojos atentos e inocentes de un niño que apenas cuenta un año de edad y empieza a descubrir con estupor el mundo circundante: El padre de Henry Jekyll es aparentemente un

hombre de porte distinguido, ademanes mesurados, rostro sereno. Abogado de profesión. Tiene unos cuarenta años. Hombre prestigioso y adinerado. Le vemos acercarse a la cuna del niño y hablar a su hijito con dulzura. Pero también descubrimos en su mirada y en sus labios finos extrañamente bien dibujados, una latente brutalidad. La madre de Henry Jekyll es una mujer dulce y

encantadora. De origen aristocrático y heredera de una gran fortuna.

VOZ DE HENRY JEKYLL «Mi padre era un hombre rico en dinero y en virtudes. Respetado y admirado. Una imagen ejemplar. Mi madre era su sombra, ¡pero qué sombra tan dulce! Así me sentí protegido de los rigores de la vida. Así comencé a dar mis primeros pasos hacia un mundo que desconocía por completo y que, en mi inocencia, imaginaba bello y feliz.» La nodriza de Henry Jekyll, mujer voluminosa y

rubicunda, coge en sus brazos al niño y, sacando un enorme pecho, acerca a sus labios el pezón. Vemos cómo el padre, en el transcurso de una comida, trata de corregirle lo que, por aquel entonces, era considerado un defecto físico: Henry Jekyll es zurdo. El padre le fuerza a usar la mano derecha para coger la cuchara. 20

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LA ESTANCIA EN DARESBURY

Henry Jekyll nos habla de una temporada que pasó, por motivos de salud, en un pueblecito cercano a Warrington, donde su madre tenía propiedades: Daresbury.

VOZ DE HENRY JEKYLL «Apenas había cumplido nueve años, fui testigo de una escena que dejaría honda huella en mi espíritu y marcaría para siempre mi carácter. Mis padres no me dejaban jugar con los chicos del pueblo que eran según decían, groseros y perversos. Estos calificativos resonaban en mis oídos de manera misteriosa y despertaban mi curiosidad. CHICOS GROSEROS Y PERVERSOS. La verdad es que yo, desde mi forzado retraimiento, los envidiaba cuando los sorprendía robando manzanas en nuestra finca. Sus risas, sus carreras, la agilidad con que trepaban a los árboles, todo en ellos me hacía suponer que su grosería y maldad les proporcionaba también una saludable alegría de vivir. Yo, en cambio, era un niño ensimismado y, en mis juegos solitarios, la imaginación suplantaba con tanta fuerza a la realidad que, con frecuencia, no era difícil distinguir un suceso imaginado de otro vivido.» Las imágenes nos han mostrado, además de los hechos mencionados por Jekyll: chicos robando manzanas, etc..., al niño solitario que pasa sus horas soñando o amaestrando sapos y culebras.

VOZ DE HENRY JEKYLL «Teníamos un mozo de cuadras que había caído en gracia a mi padre por su comportamiento especialmente respetuoso. Era hijo del pastor protestante del lugar y, al parecer, había sido idea de su padre el dedicarlo a humildes tareas para curtir su espíritu con la abnegación religiosa de un auténtico hombre de Dios. Era un muchacho de unos diecisiete años. Yo le tenía gran admiración por la destreza que mostraba ordeñando vacas.» Vemos a Henry Jekyll que entra en el establo con una vara de avellano en las manos a guisa de escopeta. El niño se acerca cautelosamente a las vacas que rumian con indiferencia. «A veces después de la comida, me aventuraba a ir al establo y permanecía allí largo rato imaginando que era un explorador perdido en las selvas del continente africano. Las vacas se convertían entonces en una manada de elefantes a los que yo debía aproximarme teniendo buen 21

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cuidado de caminar contra el viento para que mi presencia no fuera advertida. En mis manos llevaba el rifle. Un potente rifle capaz de agujerear la piel endurecida de los paquidermos». De pronto, se oye un ruido en la entrada. Henry Jekyll se esconde precipitadamente tras un montón de heno y, desde allí, ve al mozo de cuadras que entra y se aproxima a una ternera. Hay algo extraño en el proceder del adolescente. A través de la mirada, horrorizada y fascinada, de Henry Jekyll, comprendemos que el mozo de cuadras se está librando a un acto de bestialismo. En la mente del niño Jekyll se produce una monstruosa asociación de ideas y, por un instante, cree estar viendo a su padre y a su madre que tienen relaciones sexuales, en el establo, ante sus ojos. La voz de Jekyll nos explica cómo se produjo en él la revelación de que los hombres, incluso aquellos que como su padre y su madre eran un ejemplo de dignidad, tenían en ellos otra parte diabólica... una parte completamente animal. «EN MI HAY DOS PERSONAS», diría más tarde Jekyll, «UNA ES EL PRODUCTO DE LA EDUCACIÓN RECIBIDA Y LA OTRA, REPRIMIDA EN EL FONDO DE MI, UN SER MONSTRUOSO DE DESBORDANTE ANIMALIDAD».

LA PRIMITA DE JEKYLL

La prima de Jekyll nació en Francia y se llama Florence. Llega a pasar unos días en la finca de Daresbury. Es una chiquilla de la misma edad de Henry Jekyll. Cuando las vacaciones en Daresbury tocan a su fin y Florence regresa, con su familia, a Francia. Henry la despide con tristeza.

LA GUERRA

EN RÁPIDAS IMÁGENES LA PELÍCULA NOS DA CUENTA DE ACONTECIMIENTOS RELATIVOS A LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL QUE, A LOS OJOS DE HENRY JEKYLL, SE CONVIERTE EN UN DEMENCIAL BALLET DE BESTIALIDAD COLECTIVA. 22

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EL PSICOANÁLISIS HA NACIDO

Henry Jekyll va dejando atrás para siempre su inocencia y lo encontramos, ya adulto, entregado al estudio de una ciencia que acaba de nacer: el psicoanálisis. Jekyll difiere de Freud en un punto básico: cree que la utilización de las drogas, abandonadas por Freud a raíz de su estruendoso fracaso con la aplicación de la cocaína (uno de sus pacientes había muerto por esta causa), es el adecuado para llegar no sólo a un conocimiento de sí mismo sino a una transformación orgánica del individuo.

LA CAÍDA DEL PADRE JEKYLL

HENRY JEKYLL ES TESTIGO DE UNA ESCENA EN LA QUE EL VIEJO ABOGADO, SU PADRE, ES VICTIMA COMPLACIDA DE UN JUEGO SÁDICO CON UNA CRIADA, PRECISAMENTE CUANDO NO HACE MUCHO TIEMPO QUE LA MADRE HA MUERTO.

LOS EXPERIMENTOS DE HENRY JEKYLL

Henry Jekyll termina sus estudios de medicina con gran éxito, alcanzando el prestigio y la situación social que en otro tiempo alcanzara su padre en Londres como abogado.

EL ENCUENTRO CON WILHELM REICH

Henry Jekyll toma contacto con un tipo extravagante, que pertenece al «clan» Freud, pero es menospreciado por sus compañeros y relegado a tareas subalternas. Este hombre se llama Wilhelm Reich. JEKYLL REALIZA SUS TRABAJOS EN SOLITARIO, MIENTRAS MANTIENE UNA VIDA SOCIAL BRILLANTE Y ACUMULA HONORES CON EL EJERCICIO DE SU PROFESIÓN. 23

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EL REGRESO DE FLORENCE

En el curso de una fiesta mundana, Henry Jekyll vuelve a encontrarse con Florence, su prima y compañera de juegos en Daresbury. Florence ha venido a Londres para asistir a una escuela donde enseñan a tejer tapices, pero en realidad no se nos oculta que el reencuentro con su primo no ha sido del todo casual. Florence se ha transformado en una joven encantadora y muy atractiva que conserva al tiempo la frescura e inocencia de su niñez y la mesura aristocrática que la asemejan a la madre de Henry.

LA PRIMERA TRANSFORMACIÓN

Un buen día, en su laboratorio, Henry Jekyll consigue aislar el «orgón», la sustancia de que Wilhelm Reich le ha hablado. Guiado por su afán investigador, Jekyll mezcla el «orgón» a una determinada droga sobre cuyos efectos llevaba años trabajando. Exaltado por su descubrimiento, decide probar los efectos sobre sí mismo y, en un principio, no nota ningún cambio. SOLAMENTE SE TRATA DE UNA IRREPRIMIBLE EUFORIA. Sus rasgos se tornan, sin deformarse, ligeramente diabólicos, en sus ojos brilla una extraña luz. AQUELLA NOCHE, JEKYLL ACUDE A UNA CENA EN LA QUE SE ENCUENTRA CON SUS COLEGAS Y TAMBIÉN CON FLORENCE. MIRA A LA JOVEN DE UNA MANERA INSISTENTE Y ESPECIAL. Florence advierte que Jekyll se encuentra bajo un extraño influjo y llama su atención el hecho de que, cuando sirven el primer plato, Henry Jekyll, como hacía de niño, vuelve a usar la mano izquierda para coger la cuchara. SÚBITAMENTE, HENRY JEKYLL, ANTE EL ESTUPOR GENERAL, ANUNCIA, SU PRÓXIMA BODA CON FLORENCE. MAS TARDE, EN LA SOLEDAD DE SU LABORATORIO, JEKYLL COMPRUEBA QUE LA DROGA EMPIEZA A TENER EFECTOS SORPRENDENTES SOBRE SU FÍSICO. EL SER PRIMITIVO, LARGO TIEMPO REPRIMIDO EN SU INCONSCIENTE, APARECE. SU NOMBRE ES HYDE. 24

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LA BODA CON FLORENCE. LA BODA SE CELEBRA CON TODA CLASE DE LUJO Y CEREMONIAL. LOS INVITADOS LO PASAN MUY BIEN Y TODOS OPINAN QUE JEKYLL Y FLORENCE COMPONEN UNA PAREJA PERFECTA. Cuando llega la noche, y la pareja se retira a su habitación, Jekyll se encuentra de pronto ante Florence como un extraño. La tiene en sus brazos, pero su mente parece encontrarse en otro lugar. Al amanecer, sorprendemos en el rostro de Florence una expresión de frustración.

LA DOBLE VIDA DEL DR. JEKYLL.

El matrimonio Jekyll y Florence guardan las apariencias de felicidad que su posición social requiere. Florence realiza obras de beneficencia y recepciones mundanas, donde se muestra como una anfitriona perfecta. Mientras tanto, Henry Jekyll dedica cada vez más tiempo a sus experimentos. Suele trabajar por las noches, y Florence acepta ya como una costumbre el dormir sola. A veces, Jekyll tarda en reaparecer incluso algunos días, pretextando un trabajo absorbente o la necesidad de desplazarse fuera de Inglaterra. LAS TRANSFORMACIONES DE JEKYLL EN HYDE SE REALIZAN CADA VEZ CON MAYOR FRECUENCIA. EDWARD HYDE LIBERA A JEKYLL DE TODAS SUS INHIBICIONES.

EDWARD HYDE

LA VIDA LIBERTINA DE EDWARD HYDE SE DESARROLLA EN LOS BAJOS FONDOS, ENTRE PROSTITUTAS QUE SE SOMETEN A SUS DEPRAVACIONES.

HYDE Y FLORENCE.

EL PRIMER ENCUENTRO TIENE LUGAR UN DÍA EN QUE FLORENCE, CREYENDO AUSENTE A SU MARIDO, CONSIGUE ENTRAR EN EL LABORATORIO. 25

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Con gran sorpresa, descubre que hay allí un desconocido que, sin la más mínima turbación, se presenta como amigo y colaborador de Jekyll. LA REPUGNANCIA INICIAL QUE FLORENCE SIENTE POR AQUEL SER SE MEZCLA CON CIERTA ATRACCIÓN INCONFESABLE. Florence, muy nerviosa, da fin precipitadamente a la entrevista y vuelve a la casa. Una noche, Jekyll regresa de sus experimentos visiblemente fatigado y se acuesta junto a Florence dormida. Al amanecer, se despierta presa de una extraña sensación. SIN NECESIDAD DE RECURRIR A LA DROGA Y POR EL HABITO ADQUIRIDO, JEKYLL SE HA TRANSFORMADO, MIENTRAS DORMÍA, EN HYDE. Cuando pretende salir de la estancia cautelosamente, Florence se despierta. En principio, el estupor o el terror la impiden gritar, pero luego es el propio Hyde quien se abalanza sobre ella y la besa.

LA DEGRADACIÓN

Florence, ganada por una irresistible y perversa inclinación, se entrega a Hyde. ESA PRIMERA RELACIÓN DARÁ LUGAR A UNA SERIE DE ENCUENTROS QUE COINCIDEN, NATURALMENTE, CON LOS VIAJES DE JEKYLL Y VEMOS COMO FLORENCE, ARRASTRADA POR EL INSACIABLE HYDE, VA DEGRADÁNDOSE.

LOS CELOS DE JEKYLL

El doctor lucha con los celos que el comportamiento de Florence con Hyde le suscitan, pero también goza con la inaudita pasión que él mismo, bajo su aspecto más inhumano, ha despertado.

EL ENFRENTAMIENTO

Jekyll reprocha a Florence su infidelidad, pero no puede demostrarla... Florence niega 26

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obstinadamente, hasta que un día, en un arrebato, le confiesa que se siente atraída por aquel horrible ser que había conocido en el laboratorio. JEKYLL SABE QUE ES DEMASIADO TARDE PARA LIBERARSE DE HYDE, YA QUE LAS TRANSFORMACIONES, CADA VEZ MAS FRECUENTES Y DURADERAS, TIENEN LUGAR SIN QUE NI SIQUIERA INGIERA LA DROGA.

EL ASESINATO

Dejándose llevar por los celos, el doctor Jekyll, el digno Jekyll, apuñala a su mujer. Una vez cometido el crimen, advierte que ha empuñado el cuchillo con su mano izquierda. Sin embargo, puede comprobar, mirándose al espejo, que no se ha producido ninguna transformación.

LA DESAPARICIÓN DE JEKYLL

En plena locura acude al laboratorio antes de que se descubra su crimen y bebe una dosis excesiva de la droga con el deseo de morir. LO QUE SUCEDE ES, POR EL CONTRARIO, QUE QUEDA CONVERTIDO PARA SIEMPRE EN EDWARD HYDE. Pero ya no en el Hyde perverso, puesto que Jekyll ha llegado a asumir su parte más monstruosa. Hyde, sin dinero ni identidad, puede librarse del castigo de la justicia, que tiene pruebas contra Henry Jekyll. Los amigos de éste no dan crédito a lo sucedido. Pero no cabe duda: Jekyll ha matado a su esposa y ha conseguido huir.

EL FINAL

SOBRE LA TUMBA DE FLORENCE, EDWARD HYDE LLORA AMARGAMENTE. RECUERDA LOS JUEGOS DEL NIÑO JEKYLL CON FLORENCE EN DARESBURY, HACE YA MUCHOS AÑOS. DE AHORA EN ADELANTE, ESTA DESTINADO A VAGAR POR EL MUNDO COMO UN ESPECTRO. Sólo espera una cosa: MORIR.

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y comienzan todos a decir intelectualidades, en un murmullo de citas. Woody Alien parece que no se entera. Va por allí como un estudiante talludo, calvorota y rezagado de Harvard, que prometía mucho y al final ha quedado en nada, con un catálogo de cartulina abanicándose la nuez algo peluda, en la soledad de una promoción universitaria en la que todos sus

EL HOMBRE DE MARMOL EN MANHATTAN Manuel Vicent

ay una escultura de albañil estajanovista derribada dentro de un jaulón en los sótanos del museo de Varsovia con otros escombros de realismo socialista. Woody Alien acompaña a la protagonista de El Hombre de Mármol, esa chica de patas largas, pantalón vaquero inconformista todavía y rostro muy movido de tics modernos por los pasillos del primer subterráneo donde el bigote de Stalin cuelga de cada bombilla con telarañas. La chica quiere ser muy avanzada, es de las que chasquea los dedos en plan marchoso, se muerde el labio inferior en un improntu de ira libertaria, se espatarra en el sofá y pone los zancos junto a un búcaro o en la tapa del piano. Woody Alien tiene los pies planos, la osamenta de pollo frito, las gafas color vainilla montadas en la narizota hebraica. Previamente en el despacho del director revisionista se ha cerrado el trato del intercambio cultural con el país del Este. Woody cargará con la escultura del rudo albañil, campeón especialista en colocar ladrillos de poblados dirigidos para exponerla en la galería de Marta Jackson en Madison Avenue de New York. En compensación Woody ya ha dejado en una sala del museo de Varsovia una fórmula estética en que aparece un útero de macrilato bajo un baile de espermatozoides cabezones, de ojos paranoicos. La llegada de la escultura del albañil a la sala de Manhattan ha sido rodeada de cierta espectación por una comitiva de intelectuales anfetamínicos, de estetas cocainómanos, pasados de onda. Dos negros tiran de una carretilla con el cajón engatillado sobre la moqueta entre pinturas de Pollock, Man Ray, Joan Mitchell. La ceremonia de apertura está presidida por el propio Woody, ese judío canijo y pasota que mira el estupor de la concurrencia con la boca entreabierta, con un guiño estallado en los vidrios, la comisura un poco acuosa. Llega el momento supremo en que las tenazas hacen estallar la tapa del féretro. Allí entre virutas de carpintero aparece la musculatura socialista, el torso de un trabajador condecorado por el segundo plan quinquenal. Todos ayudan con sofisticado esfuerzo a levantar ese deshecho estalinista para colocarlo en medio de la galería sobre un podio. Le dan focos en el músculo trapecio, le iluminan los ojos sólidos, que divisan un horizonte cerrado, el cuadriculado mentón que expresa una voluntad rabiosa. Enseguida a su alrededor se establece un cocktel de inauguración, cada uno se amarra al whiski, se pone la neurosis

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amigos, que ahora están alrededor de la estatua del albañil, se han colocado como directores de grandes empresas y él se ha varado en la moqueta viendo pasar a los triunfadores. Su humor no sólo es inteligente, sino intelectual, con una melancolía del cerebro. Sus lances no te agitan las tripas, pero despiden una clase de risa que en realidad son lágrimas del seso, chispas de cortocircuito. Como todo humorista avanzado 28

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tiene un punto de desamparo exterior que se apoya en un fondo de dureza inconmovible. Lo suyo es el revés de las ideas. Primero monta una situación estructurada, coherente, llena de la más vulgar realidad y de pronto dispara el muelle, de manera que salte el invento y se descubra el absurdo del mecanismo. Woody Alien deja que Dianne Keaton se ex-

dad. En medio de esa inteligencia neurótica, de una decadencia tan perfumada por una aberración de primera calidad, tan acida, tan tierna también he visto El Hombre de Mármol de Andrej Wajda. Hay un bello crucigrama. En este momento una generación de estudiantes polacos que se mueren por los pantalones vaqueros rodea el útero de metacrilato plagado de espermatozoides expuesto en el museo de Varsovia. Lo interesante es la conmoción cerebral que produce la mezcla en la imaginación de una cultura sintética. Si tratas de unir Manhattan con El Hombre de Mármol, los mundos de Woody Alien y de Andrej Wajda, de modo que la isla de New York se convierta en un poblado dirigido donde los albañiles trabajan para conseguir medallas y la putrefacción esmerilada del capitalismo se traslada a ese lugar donde el socialismo comienza a ponerse los pantalones vaqueros del incorformismo se produce un choque estético admirable. Manhattan es una narración muy simple que libera una corrosión intelectual sobre los propios traumas de este gran fin de fiesta accidental. Es un fruto con el encanto de lo turbio. Ese estado de dulzura que precede a la locura. El Hombre de Mármol es una película barroca acerca de una libertad que se abre paso entre grúas y tractores, una idea humanista anidada en el corazón de los nuevos rebeldes. Trata de hacer la prueba. Túmbate en el sofá, pon música de jazz, prende un cigarrillo y por un momento realiza en tu cerebro una mezcla de fotogramas de modo que las dos películas formen parte de una misma narración. Imagina a Woody Alien soltando sutilezas venenosas mientras coloca ladrillos en un barrio de Cracovia, acompañado por una tropa de amigos anfetamínicos, diletantes hasta la neurosis. Ellos quieren romper el dogal estalinista y no se les ocurre otra cosa que pincharse en el andamio, arrojar botellas de whiski contra los tanques a modo de cókteles Molotof. Dianne Keaton va por allí con mono obrero y barro hasta las cejas, medias de lana y zancos a medio pudrir, explica a los estudiantes el interés metafísico del útero de metracrilato, la última curvatura de la estética que une el diseño erótico con el hígado de los consumidores. Mientras tanto el albañil de mármol se ha hecho homosexual e imparte clases en el Studio 54 de New York a una promoción de albañiles estajanovistas, que visten traje blanco de dril como Scott Fitzerald. Tumbado en el sofá puedes vislumbrar el fondo de la escena, el intercambio de papeles, una sofisticada podredumbre que avanza hacia el Este, un aburrimiento feroz que viene hacia el Occidente, una lucha de pólizas y tractores contra una belleza de frases, de pensamientos corrosivos. Después tú mismo puedes elegir. Entre la decadencia mórbida del útero de metacrilato y el albañil de mármol al que tratan de vestir con pantalones vaqueros. Sigue por ahí hasta el final y después me lo cuentas. Cualquier resultado será un absurdo admirable.

playe a gusto acerca de la presencia del hombre de mármol, ella dice que eso de la revolución social le suena mucho, es lo último que se lleva en una boutique de la Quinta Avenida y él la escucha mientras come palomitas de maíz. He tratado de vislumbrar el fondo de esa escena. Hace unos días he visto por tercera vez la película Manhattan, ese acto de amor efectuado lascivamente entre el cerebro de Woody y su ciu-

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LA ULTIMA CONTRADICCIÓN DE JOSÉ MARÍA NAVASCUES Pedro Caravia La muerte de José María Navascués no ha modificado en nada la estimación personal y artística que notoriamente le manifesté cuando hubo ocasión. En el breve tiempo transcurrido desde la Exposición de la Feria de Muestras de Asturias hasta el final, su obra y su drama personal no hicieron más que crecer. Que las breves notas que siguen testimonien mi admiración y afecto. La cuestión debe ser planteada en un estrato más profundo; y más dramático. La contradicción de un insólito poder que, falto de un objeto adecuado, juega, y jugando se devora a sí mismo... sin dejar de realizarse, como contradicción -entre el poder y la ironía- que toma por objeto la primera contradicción -entre bellos objetos y la significación real de sus modelos- descrita. ¿Es a su vez funcional esta contradicción de contradicciones? (Del catálogo de la Exposición «Cinco artistas asturianos». Feria Nacional de Muestras de Asturias. Gijón. Pabellón de la Caja de Ahorros de Asturias. Agosto de 1979).

a eternidad, ¿en qué sí mismo habrá convertido a Navascués? Suena bien el texto mallarmeano, mas de nada nos sirve. Si la eternidad modelase el barro perecedero con sus metafóricas manos se negaría a sí misma, tornándose temporal. Historia y anti-historia se confundirían. Es ésta una especie de antinomia que me rebasa; cosa de teólogos, a quienes como a todo el mundo respeto, sin compartir sus problemas, ni mucho menos, comulgar con sus soluciones. De teologías, apenas alcanzo a entender la llamada negativa, que se contenta con saber de Dios qué es lo que no es, en qué no puede consistir. Lo que, ajeno a toda intención irreverente, me hace recordar la antropología fantástica de RAMÓN, cuando define al muerto como «alguien que ya no puede fumar puros». Pues los teólogos tienen respuesta y aún demasiadas respuestas para estas cuestiones y no les arredra antinomia más o menos. A nosotros, sí. La muerte no implica tan complicadas dificultades. Así la pregunta, ¿qué hizo, la muerte, de José

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María Navascués?, podemos considerarla como la reducción a nuestro nivel y nuestro lenguaje de aquélla, y adoptarla: La muerte, ¿ha hecho ahora algo más que interrumpir violentamente un brillante proceso de creación? 30

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tas- que aniquilan una vida plena de promesas. Hay muertes que iluminan o que entenebrecen la posible melodía que es la existencia. Creía don Miguel de Unamuno que sólo muere el que se deja morir. Importaba entonces estar siempre vigilante para que no llegase de improviso. En un hermoso poema expresó el temor de que le sorprendiese durante el sueño. Y vino de repente sin dar lugar a que luchase defendiéndose hasta que amaneciese, como Jacob con el Ángel. No fue la única iluminación que la muerte trajo a su vida interpretada. Hubo también la fecha. Murió el año -el último día del año- de 1936, y después de haber nacido a la luz de conciencia en el famoso sitio de Bilbao, dejó de vivir cuando se iniciaba la otra guerra (más que civil, que dijo él mismo, con Lucano). Los que conocen, aunque sea parcialmente, su obra, no necesitan que se les explique lo que el terrible término «guerra civil» significó siempre para él. Las muertes tan dispares de Goethe, Hoelderlin, Chatterton, Lorca..., documentan la iluminación que digo. ¿Hoelderlin también? Sí; su muerte lenta, vegetal, que se prolongó durante treinta años, aclara el concepto de inspiración, de algo que «los dioses, conceden», que invade la mente como el delirio de los coribantes que describe el Ion platónico. ¿Y Navascues? ¿Qué pasó con Navascues? De un trabajo anterior recojo arriba, en el epígrafe, un pasaje que podría valer como premonitorio. Navascues debía de sentir como una necesidad artística, construir sus creaciones como superaciones de una contradicción. Partía de bases en líneas generales cada vez más inestables. Inestable era el equilibrio en cada caso logrado, que promovía una nueva contradicción. ¿Hasta dónde le conduciría la «contradicción de contradicciones»? El arte es siempre sublimación, aunque no necesaria y exclusivamente de la libido como afirmaba maniáticamente Sigmund Freud. Lo peculiar de José María Navascues es haber sublimado la contradicción misma, haciendo de la operación de crear una construcción, nutrida de una primaria contradicción vital y, al mismo tiempo, negadora de ésta. A lo largo de su historia personal, crecía la distancia y la irreductibilidad del grado artístico alcanzado respecto a su invariable nivel vital, de hombre con una vida privada, elemental o refinada. Tenía que llegar el momento en que el conflicto permanente, subyacente a los procesos descritos, estallase. José María Navascues llegó a creer, no sin inocencia, que el camino de salida era la fuga. Quiso apuntalar en vano el claudicante equilibrio de su existencia con la conquista de un imaginario control de la mente. Y en eso estaba, cuando...

La muerte no puede alterar la vida en tanto que conjunto de hechos físicos, que son pasado. A la biografía, sí. La muerte puede despojar de sentido a una historia personal, u otorgárselo. Hay muertes -sobre todo las de hombres jóvenes, y violen-

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LECTURA PARCIAL DE JOSÉ MARÍA NAVASCUES

propuestas escultóricas y pictóricas. De fuente también libresca («Una conversación con Navascués», Juan Cueto Alas, Ed. Galería Tantra, Gijón, 1976), sé que, al hilo de la pintura de tal época, «sólo tenía una obsesión: aislar el objeto dentro del contexto del cuadro». Descontextualizar un objeto supone una alteración grave de su función. Como conducta estética, confiere irrealidad; es una conversión al signo y es, al tiempo y en cierto sentido, una operación dramática. Las primeras piezas de Navascués por mí conocidas habrían de datarse entre los últimos años 60 y el 71 (la serie titulada «Eros»). Eran volúmenes predominantemente cerrados cuya plasticidad ape-

Antonio G amoneda

or algún rincón de mi casa anda perdida una taja bellísima. La taja es una tabla recorrida transversalmente por franjas de relieve moldurado en curva. Las madres -algunas todavía lo hacen- restriegan contra ella los lienzos hasta sacarles la blancura que sólo ellas pueden ver. La cronología cultural de la taja se sitúa entre la colada de ceniza y la máquina de lavar programada. Durante cuarenta años, manos amadas (cuando las dos primeras envejecieron otras dos vinieron a proseguir) pasaron millones de veces sobre la taja familiar. El jabón de venas azules, la grasa de animales enfermos, la sosa cáustica, los lienzos pesados de humedad, las insensatas manos amadas desgastaron las molduras transversales, exaltaron químicamente colores increíbles. Ahora la taja es un objeto incomprensible; su aspecto es el de un organismo construido por una naturaleza ciega y lentísima. El once de noviembre de mil novecientos setenta y nueve, José María Navascués era un objeto incomprensible; una cabeza destrozada y un cuerpo insoportablemente pesado en un patio de la calle Fray Ceferino, de Oviedo (España). Su aspecto era el de un organismo destruido por una historia ciega y vertiginosa. Este es un preámbulo inconveniente, pero yo lo necesito. Contiene datos que van a estar -aunque no sé cómo- en la indagación que sigue. Esta será cerrada y analítica, o abierta en incógnitas, o ambas cosas a la vez. No lo sé todavía. Yo contemplo un objeto actualmente indescifrable; en él, hay ritmos de naturaleza que fueron depositados manualmente; tiene un implacable parecido con las últimas obras de Navascués. Y contemplo una muerte sucia, una disolución de todos los significados, que también es obra de Navascués. Estos son, para empezar, mis límites referenciales. Lamento (aunque no demasiado; es una lamentación de cortesía) que mi «lectura parcial» (parcial en todos los sentidos, incluso en los desaconsejables) esté precedida por un tramo de escritura desconectada de la comunicación llana. Creo que mi primer contacto con el trabajo de Navascués fue en 1971, dentro de una exposición colectiva. Desconozco esa «prehistoria» a que se refiere Pedro Caravia en un texto reciente («Cinco artistas asturianos», Ed. Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo, 1979), una «prehistoria» en la que Navascués, probablemente dubitativo, alternó

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laba a lo orgánico con manifiesta connotación sexual. Pienso que Navascués, en el orden formal, había accedido ya con estas piezas a la descontextualización gestionada desde el cuadro. Había asumido el signo, pero lo había hecho a través de una pasión y una sensibilidad realistas: el signo era indiscernible de una modulación carnal, de una aquiescencia con la naturaleza. Empiezo a pensar que en mi «lectura» de Navascués, con independencia de las variaciones direccionales de su obra, habré de seguir constatando esta contradicción. No es privativa de él: todo arte va hacia «una realidad» bajo condiciones de irrealidad. Este es, sustantivamente, el único mecanismo estético. Es indiferente que contras32

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Por aquí, juntos, andan la derrota y el triunfo de Navascués; en tal reunión consiste su impresionante graduación artística. Quería actuar como la naturaleza pero negándose a ser su «imaginero». Dice (ob. cit. de Juan Cueto Alas): «...la obra se crea y por lo tanto significa en el mismo acto de su producción. Ni antes ni después». No es cierto. Todo objeto -incluso la taja- o es utilizable o es legible, aunque, como Navascués sospechaba en relación con el objeto de arte, esta lectura sea reduccionista. No es posible la pureza solitaria de la significación en la acción creadora, como no es posible la conciliación real -no convencional- de naturaleza y signo. Navascués tuvo la hermosa soberbia de afirmar la imposibilidad. Esta afirmación, que comporta instantáneamente contradicción, se revuelve indefectiblemente contra su emisor. Es -ya está anotado más arriba- una forma de sufrimiento: la modalidad estética del sufrimiento. No estoy seguro de acomodar con exactitud mis reflexiones a la cronología de la obra, pero tampoco voy a producirlas tan inflexibles que no sean intercambiables dentro del discurso. Es el caso que, entre 1972 y 1973, Navascués produce sus «cajas de resonancia» y sus «laberintos». Yo advierto aquí un intento de rehuir la peligrosidad del signo, y una deliberación que pretende excluir el elemento connotativo. El proyecto ideal sería, según esto, el de llevar el hecho escultórico a una situación meramente objetual, a una morfología inexpresiva, a una total inutilidad e ilegibilidad. Desde este planteamiento teórico, las piezas habrían de tener un comportamiento formal y espacial propio, ajeno, de una parte, a mimetismos respecto de la realidad «exterior», y, de la otra, ajeno también a códigos transmisibles. Las denominaciones de las piezas resultan indicativas en este sentido: «cajas de resonancia», «laberintos»... O lo que es lo mismo: oquedad, vaciamiento, cursos ininteligibles e inútiles. Bien; ya estamos, otra vez, en la fatal antinomia. Las piezas, independizadas de su constructor y contra su proyecto, se convierten al signo; actúan en otro contexto -un contexto que somos los demás, nosotros- y nosotros violamos el objeto puro, le forzamos a la significación. Si ésta no se revela en una lectura inmediata, disponemos de segundos y terceros mecanismos lectores. En última instancia, será un signo legible aunque permanezca indescifrable, es decir, un enigma. Y el enigma es una suplencia eficacísima, una significación plenaria, infinitamente abierta, ante la que nos manifestamos intensamente receptivos. Pero, además, ocurre que Navascués, en la mecánica del salto cualitativo que pretendía, no se ayudó con una morfología radicalmente disidente de la de su anterior etapa; su sensibilidad funcionaba conectada con aquellas cadencias, con centros de interés connotados de organicidad. El divorcio de la sensibilidad y la ideación se resolvió precaria y bellamente: acudió a una relativa normatividad, a una cierta geometrización direccional

temos el supuesto con criterios «académicos» (ejemplo: Berenson, su identificación de la realidad artística con las sensaciones imaginarias) o con sus antípodas actuales (ejemplo, Max Bill afirmando: «las obras de arte se convierten en objetos estéticamente concretos... gracias a la realización de ideas abstractas»). Para ilustrar esta dramaticidad (la tensión entre realidad e imaginación, entre objetualidad e ideación), esta aleación de logro y fracaso inseparable de toda acción artística (en términos más fríamente enunciativos se trata de un resultado dialéctico, pero yo sé que en el artista es una forma de sufrimiento), me retrotraigo a mi preámbulo impertinente, a la taja. Su parentesco con modula-

ciones de Navascués, su belleza, resulta de un curso generativo inverso. Se ha instalado en la irrealidad (ha perdido su función) bajo una acción real y cotidiana; la paradoja consiste en que, a pesar de su aspecto «construido», ha sido destruida y ya no existe en ella otro drama y otra significación que la que yo pueda adicionarle, pero esto ha sucedido así precisamente porque no es un objeto de arte. Este, por el contrario, se hace significativo a través de un proceso de construcción; se hace fatalmente significativo, es decir, irreal respecto de la naturaleza, que no es significativa, que no tiene la función de significar sino la de ser, y que en la obra de arte, aunque sea evocada, resulta trascendida, abandonada. 34

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y del relieve (horizontalidad, angulaciones, segmentaciones circulares y esféricas) pero dejando prácticamente intactos -como ocurrirá en toda su obra posterior- módulos delatores de su instinto formal: las concreciones ritmadas según la naturaleza. Con raigones en años anteriores o en una febril aceleración preinmediata, las exposiciones de 1974 muestran un Navascués diverso, crispado y «literario», encubridor del permanente Navascués inconfeso. Es aquí, sobre todo aquí, cuando adquieren un subido valor indicativo las matizaciones de Pedro Caravia (en el texto a que ya me he referido) relativas a una presunta «ironía» activa en Navascués. La «ironía» (cito literalmente a

Uno: Cápsulas parcialmente antropomórficas en las que el volumen no es real sino descrito por la cadencia superficial, siendo principal la evidencia del vaciamiento interior. «La forma se vacía de connotaciones viscerales...» dice Navascués (ob. cit. de Juan Cueto). Desde mi punto de vista, en estas obras, precisamente por el juego antinaturalista implicado en el vaciamiento, hay una reaceptación del signo por parte del escultor. Dos: Montajes orientados a la sugestión maquinal («Guillotina», «Aros», etcétera) que, en ocasiones, implican a las cápsulas antropomórficas con una proximidad amenazante. Cuando esto ocurre, el signo se tipifica en símbolo y hasta se complica en metáfora. Funciona la que, con re-

Pedro Caravia) «no es más que la máscara del pudor o el síntoma involuntario de un conflicto irresuelto. ¿O la solución precaria, una síntesis lúdica, provisional de una contradicción que como tal no tiene otra que la fuga en la creación? ¿Cabe que sea un método? ¿Cuál es el sentido de la ironía de este gran trabajador, cuya gravedad y melancolía aquélla no alcanza a ocultar?» Las respuestas a este penetrante entrecomillado están, inexplícitas y exactísimas al tiempo, en las obras conjuntables en 1974. Voy a intentar, con éstas, agrupaciones diferenciadas que algo nos dirán sobre la particular complejidad de esta etapa creativa de Navascués. Las agrupaciones son de la siguiente manera:

servas, convenimos en llamar «ironía» como un correlato de intención desdramatizadora. Tres: Montajes de sustentación y/o encubrimiento en los que al soporte constante y casi único (la madera) se añaden otros materiales (cuerda, lona, cuero...). Estos montajes («Hamaca», «Baúl»...) tienen una función claramente contraria a la de las «cápsulas»; revelan -encubriéndolo- un contenido, llevan a la presunción de que envuelven -como velando algo terrible u obsceno- una naturaleza pesada, visceral. Insisto: hay que notar aquí el valor de antítesis respecto de las «cápsulas», aquéllas de las que Navascués dice que se eximen de «connotaciones viscerales». 35

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Navascués se agita en el núcleo mismo de la contradicción. De la vivísima dialéctica asumida en esta etapa podría, quizá, deducirse toda su obra posterior. Cuatro: Los dibujos (grafito, tinta... Navascués parece haber abjurado de todas las densidades picturales; es una feroz asepsia, una pasión por la nitidez superficial de la obra, la misma que opera en el orden escultórico). Estos dibujos comportan transposiciones y síntesis del mundo formal capsular y de los que he llamado «montajes de encubrimiento». En algunos casos, el encubrimiento se produce mediando un aparente descriptivismo convencional, un calculado aspecto «tradicional» de la cobertura, textil, por ejemplo. Sería aleccio-

con extensión sobre 1975, Navascués produce una serie de obras («Cascos», «Botas», «Armario», «Envuelto», «Pilotos», «Fórmula 1», «Avión», etcétera) que, en buena parte, suponen desarrollo de las propuestas capsulares y maquinales contempladas líneas arriba. La significación no me parece modificada sustancialmente, aunque quizá sea interesante anotar (un dato más de las enriquecedoras contradicciones de Navascués) cómo a la incitante pregunta de su entrevistador (Juan Cueto en ob. cit.), «¿Por qué precisamente el piloto?», el escultor responde (los subrayados son míos): «Por su riqueza connotativa: el piloto... es, a la vez, conductor y conducido. Dominador y atrapado». Quiero añadir aquí una observación

nador a este respecto visualizar en este momento el dibujo «De trilogía del suceso (I)», reproducido en el catálogo de la exposición de mayo de 1974 en la Galería Tassili. ¿Qué oculta esa vieja manta de lana? No deseo jugar con ventaja al supuesto de las premoniciones, lo que sí afirmo es la permanente convivencia de Navascués con lo temible, con lo que es necesario ocultar (en el extremo opuesto, en las opciones lúdicas, está haciendo lo mismo; la ocultación se sustituye por la voluntad de extraviar al contemplador). Aquí, para los dibujos, aún una anotación importante: la insufrible, la rechazada y siempre recurrente pasión realista de Navascués. Con datación a situar todavía dentro de 1974 y

circunstancial que también puede matizar la información sobre aquel momento, sobre las dudas de Navascués en relación con las virtualidades de sus objetos escultóricos. En una publicación ligeramente posterior («Navascués», Ed. del Fondo de Arte Masaveu, mayo de 1976) varias de las piezas maquinales y capsulares, incluyendo representaciones antropomórficas, se reproducen retratadas en espacios abiertos. ¿Qué confrontación persigue Navascués? Muy poco antes, ha dicho de una de estas piezas: «Su imagen externa es su propia imagen virtual. No existe al margen de esa mascarada, de esa representación». Pero ahora, hasta catorce veces, decide unas imágenes (fotográficas) en las que ta36

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les representaciones existen, son activas en el contacto con las aguas, con las arenas, con la luz; se amplifican en el sentido de dramatizarse fraternizando con la realidad natural. Son aquellas mismas de las que acaba de afirmar que son una reducción a la imagen. Dentro de la ilogicidad, casi todo se aclara cuando, muy pocas líneas más abajo del mismo texto (ver ob. cit. de Juan Cueto, pág. 11), Navascués se muestra conforme con el siguiente aserto del entrevistador: «...hay más que oquedad en esas esculturas. Por todas ronda la sombra de la muerte». La muerte: el acontecimiento natural por excelencia. La contradictoria lucidez aún se hace más explícita cuando verificamos que, al mismo tiempo que estas piezas (1975), Navascués está creando sus cajas y/con instrumentos («Estaca y martillo para exterminar vampiros», «Armas-Erosex», etcétera) que, con independencia de sus atribuciones literarias, en su modulación y tratamiento superficial, remiten a una belleza natural (zoológica, incluso). ¡Y qué indicativo es el que la ficción de objetos típicamente industriales se convierta a la estética adquiriendo, precisamente, calidades propias de la naturaleza! La hermosa falacia poética (es impresionante la dura, resplandeciente acumulación de morfología y cobertura «biológicas» de estas piezas) disuelve cualquiera otra hipótesis sígnica en la evidencia de su recurso a la naturaleza y a la muerte. De esta época son también los dibujos que, en plan protagonístico, incluyen representación de materias desflecadas (filamentos vegetales) expresivas de la misma nostalgia que pugna, en las esculturas, con la negatividad intelectual de Navascués ante la naturaleza; mejor dicho, ante la vida. Una pieza de gran formato, de 1976, «La cascada», despliega, con unas aspiraciones espaciales que son novedad en su obra (Navascués no vivió el tiempo necesario para que estas aspiraciones pudieran reaparecer), el sentido rítmico de lo natural; esto ocurre incluso en un caso, en éste, en que la estructura exige normalización de sus componentes. Los dibujos de la misma datación, episódicamente abstractos, responden también a una pulsación vinculada a las cadencias irregulares propias de las concreciones y acontecimientos naturales. Me doy cuenta de la «cacofónica» reiteración conceptual (signo, naturaleza, etcétera) que estoy practicando. No me cohibe. Me interesa mucho más permanecer en correspondencia con las constantes -dentro de la variabilidad- del curso de Navascués, que desarrollar con éxito un ejercicio de estilo. Aún voy a tener espacio para exasperar con las mismas percusiones al lector exigente. Voy a abordar -ignorando quizá derivaciones intermedias- la última etapa de Navascués, definitivamente cerrada en 1979 y con antecedentes fechados en 1976: la serie «madera más color». De las obras -primeras que yo conocí- de 1971

hasta las de 1975, hay un itinerario, en lo que al sentido se refiere, cuyos conflictos he tratado de adivinar, de «leer», si se me admite la terminología titular. Pero también hay otra cosa; algo mucho más lineal y verificable: el tránsito desde las superficies cruelmente tersas, impasibles, ajenas a cualquier accidente epitelial, a una cierta «biología» (dureza resplandeciente de escamas córneas) en los «Erosex», por ejemplo. En otras palabras, es el tránsito de la superficie neutra a la textura. Desde 1976, esta propensión se hace más precisa: la textura asume el color. ¿Es esto un resarcimiento pictoricista? Puede valorarse el supuesto pero yo creo que muy secundariamente. La prioridad se la concedo a algo mucho más vital: Navascués ha sido vencido por su propia pasión, por la insurgente necesidad de provocar a la naturaleza con sus mismas potencias. Las piezas «madera más color» son exactamente lo contrario de sus viejas «reducciones a la imagen». Lo que ahora está convocando es la suma de las posibilidades sensoriales (táctiles, visuales) que, dentro de la plástica, cabe reunir para intensificar la evocación de la naturaleza. Esta es valorada intrínsecamente, en datos tectónicos, texturales y cromáticos (naturaleza activada por la luz), tan intrínsecamente que el componente figurativo resulta accesorio. Aquí hay una apelación total a la vida y a la muerte (es casi lo mismo), a la existencia física que niega el vacío y el vértigo. Aquí -no estoy jugando el vocablo- hay una mística de la materia. Renuncio a describir las obras «madera más color». Quisiera que este texto fuera acompañado por una reproducción que me supliría con ventaja. Diré que son de una belleza que me sobresalta y pacifica, y que no sé cuándo va a ocurrir lo uno o lo otro. Quizá mi comportamiento receptivo se corresponda con la situación espiritual y creativa del último Navascués. Quizá había llevado sus obras y sus actos a una significación límite en la que se confundían la desesperación y la esperanza.

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NOTA AL TEXTO DE CAMILO JOSÉ CELA Fragmento de un borrador de trabajo para una posible novela, iniciada por C. J. C. en la primavera de 1979 y todavía sin título. Las páginas aquí ofrecidas corresponden a los folios 5 a 15 del original y han sido seleccionadas arbitrariamente, es decir, no corresponden a ninguna distribución por secciones o capítulos, de la que el manuscrito, por lo demás, carece.

ESTE LIBRO DEBIERA HABERSE TITULADO... Camilo José Cela

E

ste libro debiera haberse titulado Amores con una mujer etíope, pero no pudo ser; hubiera sido una gran torpeza política. No debe recibirse al triunfador con arcos de triunfo porque se reblandece y poco a poco se va convirtiendo en un parásito administrativo. El triunfador está siempre al borde de la ternura y al final acaba siendo ovacionado por los enemigos naturales del hombre, a saber: la mujer, el sacerdote y el jubilado de levita y braguero. No convivas con traidores ni con procesalistas porque acabarán haciéndote jurar alguna bandera, cualquier bandera, quizá tres banderas diferentes, aprende de los animales del monte, la comadreja, el lince, el lobo, que comen palomas torcaces y desprecian a los comerciantes. El triunfo es como una espiga enferma. -Déjame fingir que muero en un rincón, olvidado de todos, y reconfórtate soñando exequias artificiales en las que los cadáveres naufragan en agua de rosas y son vitoreados por los niños de los orfelinatos, casi todos un poco cabezones. -No te dejo fingir la vida misma, prefiero que te mueras de verdad y gritando necedades como los héroes de las barricadas. -No quiero ser amanerado y convencional héroe de barricada, son todos iguales. -Es la costumbre de la sociedad de consumo, observa que los recaudadores de contribuciones aprovechan los días de fiesta para vestirse con la gorrilla del Che. -¿Piensas organizar brigadas de castradores asépticos? -No; quizá no. Lo pensé un tiempo pero des40

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pues lo fui olvidando poco a poco. Prefiero sonreír con el agua al cuello, a ahogarme en la munificencia del prójimo de la bronquitis. Hablemos del escalafón del oprobio. -No quiero. Este libro debiera haberse titulado Amores con un efebo somalí, pero no pudo ser; hubiera sido un gran acierto político, sin embargo. Desde aquí saludo a las rameras del aceite y del muriato de ajonjo, todas parsimoniosas, y les agradezco su gesto condescendiente y perdonador. -¿Por qué no huyes en dirección contraria? Yo soy la salud y la vida, la elasticidad, el placer y la elegancia, la salud es más hermosa que la vida, la vida no se elige sino que se padece, la elasticidad quiebra antes de oxidarse, el placer no puede compartirse con conocimiento, la elegancia suele agazaparse detrás del ánimo, todavía estás a tiempo de huir. ¿Por qué no permites que te bese con mi boca oficialmente hedionda? Huye al páramo y anégate en la soledad y la sobriedad, es la venganza de los virtuosos derrotados. ¿Por qué prefieres la muerte a la vida? Trabajosamente se perfila la silueta de un guardia robusto, ahora los guardias se disfrazan de avestruces para mejor poner granadas de mano. -Te pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida? -Es sólo un fingimiento. Un bando de codornices grises y minúsculas huye despavorido entre un aletear sonoro, confuso y polvoriento. -¡Qué asco! -¿Qué más te da? Corren hacia la muerte pero llevan el corazón rebosante de alegría; parecen niñas jugando al diábolo ante las tapias del hermético limbo, en estos instantes nadie juega a engañar. -¿Quieres que saludemos a los condenados a muerte? -No; no los agobies, déjalos dormir tranquilos. Ahora los guardias se disfrazan de bisontes y de búfalos para mejor servir sus inclinaciones más pregonadas. -Te pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida? -Te respondo: no es verdad, es sólo un fingimiento. -Anoche te metiste con una gallina en la cama a hacer el amor. -Sí; no me recuerdes su gloriosa agonía. -Confía en mí: yo soy muy respetuoso y discreto. La gallina, en el momento de morir, tuvo un acceso de fiebre. -No me extraña, las gallinas gozan mucho y con muy alborotador descaro. Y en el momento de morir de amor no cacarean sino que dicen palabras, confusas palabras, como las amantes novicias. -¿No te da vergüenza comer gallinas recién amadas? 41

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-No, ¿por qué? Jamás lavo sus cadáveres. A la muerte se debe responder con la vida. -¿Por qué prefieres la muerte a la vida? -Es al revés. Parece mentira, pero no lo entiendes. -¿Por qué prefieres la muerte a la vida? -Es sólo un fingimiento, un disimulo, un válido arbitrio. Yo prefiero la muerte a la vida pero busco decir lo contrario, se conoce que es una servidumbre quizá automática, casi automática. Nadie llega jamás tarde a ningún lado y todos cultivan un gesto malévolamente aburrido, venenosamente hastiado. -¿Por qué no estudias la teoría de las sumisiones? -No, ¿para qué? Las situaciones están mejor temblorosas y sin arreglo, y la sumisión destierra a la dignidad. Amas a una mujer, amas a una cabra, amas a una gallina, ¿qué te importa? Las tres son animales eróticos, una se muere pero dos viven y las tres gozan sin gratitud. No agradezcas a nadie el bien que brindas y, por el camino contrario, apoya la gratitud en la esperanza. No quisiera salir huyendo porque se descompone la figura, es preferible la noche para huir. -El acto del amor también descompone la figura. -Sí; es preferible la noche para amar. Pienso, en cambio, que se debe morir de día y con los zapatos puestos, jamás en zapatillas. -¡Qué ordinario resulta! -Sí, ¡más vale ni pensarlo siquiera! Morir en zapatillas es una claudicación. -La muerte también es una claudicación. -Sí, pero menos ridicula y humillante. Este libro debiera haberse titulado La taza de porcelana y el menúfar con un tatuaje en la garganta, pero no pudo ser; hubiera sido una concesión al sentimiento. Los políticos entonan la loa de la holganza y priman la enfermedad y la debilidad para sumar votos al despropósito; poco importa que los países se hundan en una marea nauseabunda, si se salvan las metas, el subsidio de enfermedad, el subsidio de paro, el subsidio de vejez, el subsidio, mientras los jóvenes sin trabajo fuman yerba y sueñan con trabajar un día, tan sólo un día, tampoco es saludable la voracidad, para poder acogerse al subsidio, siempre hay algún subsidio y algún asco fundamental. Las autoridades se reúnen a tomar café en el bar de camareras chinas mientras los mendigos untan de mierda los cristales. -¡Que llamen a las avestruces, a los bisontes y a los búfalos! -¡Calma, calma! No desates jamás la ira de nadie, déjala que vaya languideciendo. -¿Como el amor? -Eso, como el amor. O no: más bien como el placer. Cambia los amores y los odios, pero no los placeres ni las iras. El corazón del hombre se alimenta de muy raras nociones y pace en muy raros dominios.

-Eres suavísima y arbitraria y desearía para ti las zurras de la santidad. Los bienaventurados se refocilan en un magma de engrudo teñido con colorantes nocivos para la salud. Sus actos vergonzosos acontecen en las más ruines y míseras chabolas del suburbio, mientras las madres se mueren de hambre, los niños se mueren de sed y todos maldicen. Este libro debiera haberse titulado La copa de finísimo cristal y el gladiolo con un tatuaje en cada nalga, pero no pudo ser; hubiera sido una concesión al favor. Los moralistas felicitan sin gesticular a los bienaventurados y los animan a perserverar en la senda de la bienaventuranza. Bienaventurados los ciegos porque ellos verán el tenue tatuaje del alma de Dios, mitad nenúfar y mitad gladiolo. Bienaventurados los sordos porque oirán las tiernas endechas que emanan de la silueta del alma de Dios, mitad verano y mitad laguna. Bienaventurados los paralíticos porque ellos, sentaditos en su sillón de ruedas, verán cómo jadean y se descorazonan los atletas que corren en pos de Dios inalcanzable. -Eres dulce y maniática como una hiena jovencita y en la cocina de casa de tus padres hierve un aromático puchero de fetos sazonados con las más raras y difíciles especias del Malabar. ¿Me das un vaso de vino? -Sí. El bandolero, después de beberse el vaso de vino, cegó a la condesa quemándole los ojos con un cigarro habano ardiendo. -¿Así? -Sí, así. ¿por qué me querrás tanto? -Lo ignoro. ¡Me siento tan a gusto en tu compañía! Tráeme mi libro de oraciones. -No puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega desde hace unos segundos? -¡Ah, claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción y vete desnudándote con recato. No apagues la luz porque estás ciega, ¿para qué vas a apagar la luz, si estás ciega? Abre el balcón de par en par para que te vean los vecinos ciega y desnuda, ya te iré yo contando las masturbaciones violentas de los coroneles retirados, las masturbaciones pecaminosas del bachiller y su madre todavía joven, las rítmicas masturbaciones de las siete huérfanas del tejado. ¡Desnúdate! -Tengo frío. -No seas desobediente. Vete al retrete de servicio y tráeme el látigo, para que te azote. Vete tanteando las paredes; lo encontrarás al tacto, detrás de la puerta. Date prisa porque debo azotarte por desobediente. La hembra del ruiseñor puso un huevo en el nido de la corneja, otro en el de la golondrina y otro en el del cuervo de los ojos de miel. De tanto adulterio brotó la armoniosa Sinfonía de la rosa de té, la obra perdida de Vivaldi, que el bandolero interpretaba al piano entornando los ojos. -¿Te gusta? -Mucho. -¿Y entonces, por qué no me miras? 42

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la hembra del ruiseñor, de las insaciables niñas agazapadas tras las piedras ilustres, ahí nacen las aplicadas lesbianas, como el dulcísimo musgo de la fuente. -Perdonadme, señora, el que haya obrado mal a mi pesar, o no, quizá fuera más exacto decir al margen de mí mismo. Los hombres que producimos la hiél debiéramos tener un ojo de un color y otro de otro, para que los caminantes pudieran distinguirnos y huir a tiempo de salvar la vida y la paz. Muy pocos hombres y muy pocas mujeres tendrían el ojo derecho del mismo color exacto que el ojo izquierdo, esto parece una parábola pero es una evidencia, incluso un axioma. Ahora espero el instante de ser ahorcado y me entretengo con el pensamiento porque nadie quiere jugar al ajedrez conmigo. Sé que más de cien mujeres quisieran yacer conmigo, pero el juez no les abre la puerta porque supone que mi semen debe ser devorado por la mandragora, otra inercia. Perdonadme, señora, que no sea más explícito por rubor y también por dignidad; determinadas situaciones deben ser tratadas con delicadeza y utilizando palabras muy usuales y ya limadas, lo contrario sería despropósito y concesión al gusto colectivo, al artero y poco educado gusto colectivo. A los condenados a muerte suele tratársenos con conmiseración y muy paternal afecto, es quizá la cara más humillante de todo el trance monótono. La historia no crea soluciones, quizá tampoco sea su papel, sino que refleja situaciones, casi todas luctuosas y vestidas con muy carnavalesco oropel: esta es la batalla de Lepanto, ésta la de Trafalgar, ésta la de Jutlandia, esta es Ana Bolena en el patíbulo, ésta María Antonieta, ésta Mata-Hari ante el piquete de fusileros, etc. Los niños de las escuelas se ríen de las batallas y de los poderosos caídos en desgracia, es la regla general y pudiera ser que también la costumbre saludable, y es sabido que el instinto de conservación es un reflejo muy duro y automático. Yo, señora, he abdicado ya del instinto de conservación porque esta cárcel tiene unos muros infranqueables, también porque no estoy arrepentido y prefiero la muerte a la indulgencia; lo malo es que no se me ocurre ninguna frase solemne para el turno de últimas palabras, aún tengo algún tiempo para discurrirlas. Me preguntaba en su carta, señora, si podría conseguirle un par de invitaciones para la ejecución; aún no las he pedido pero no creo que me las nieguen puesto que soy el personaje central, el héroe de la fiesta, y nuestra sociedad es muy condescendiente con los primeros actores. No me gusta jugar con ventaja pero tampoco creo que deje huir la ocasión más propicia de complaceros. La mancha en forma de rueda de la fortuna que tengo en el bajo vientre ha cambiado de color, era roja y es malva, quizá sea la falta de hábito a mi situación, que no es incierta, bien lo sé, pero tampoco cómoda. Nadie tiene la menor curiosidad por verla y el médico, cuando se lo dije, me ofreció un cigarrillo y sonrió. Los cangrejos no son

-No puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega de nacimiento? -¡Ah, claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción pero no te vistas, lo más probable es que te atienda cuando acabe de tocar la Sinfonía de la rosa de té. -Como quieras, amor mío. La hembra del ruiseñor, sembrando huevos en lugares imprevistos, fue quizá la causa de la tos espasmódica de la condesa ciega, hay extremos históricos difíciles de precisar, sin embargo, y no es adecuado que los actos gloriosos (o simplemente confusos) sean juzgados por el monótono hastío de la rutina; la situación no tiene arreglo fácil porque la inercia lastra los entendimientos y otra inercia ventila las memorias. Las voluntades yacen muertas al borde del camino desde muchos años atrás; los niños se orinan muertos de risa sobre los montones de las inertes voluntades, y las niñas, agazapadas tras las troneras de la torre del castillo, se cogen el tierno sexo con las manos y aprietan fuerte mientras se muerden el borde de la falda. Es delatora la forma de higo, la consistencia de higo, es delator el sabor de higo, el acre aroma de higo del sexo, tierno como las infidelidades de

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animalitos muy inteligentes y pueden pescarse con las artes del olvido; tampoco entro en mayores explicaciones porque no merecería la pena. Yo ignoro si los cangrejos tienen nombre propio y apellido común o carecen de él, sería gracioso censar a los cangrejos por sus nombres y apellidos y pasar lista cuando la veda los defiende. Perdonadme, señora, el que haya obrado mal al margen de mí mismo. -Alejad todo cuidado de vuestro ánimo, miserable reo de muerte, ya sabéis que yo os amo como si fuerais un honesto hombre del montón, un hombre corriente y moliente y hambriento. Si no morís en la cama y rodeado de mil consideraciones no es culpa mía, creedme, ni vuestra, sino de la costumbre que no acaba de madurar. Nosotros dos bastante hacemos con mostrarnos lascivos y misericordiosos como los gusanos de los muertos, lascivos y misericordiosos como los delfines amaestrados. La culpa es de los demás, de los obispos y los ferroviarios y sus mujeres siempre con sed y jamás saciadas. No debemos discutir por la culpa ni rifar la culpa ¿para qué? La culpa es como una sarta de esas rosquillas empalagosas y venenosas que se regalan a la puerta de los colegios de pago, jamás a la puerta de las escuelas públicas, y que revientan niños entre retortijones. Vuestra culpa es mi culpa, pero los dos pecamos por omisión y tras habernos emborrachado con anís. La destilación de la ropa usada produce anís y en los países pobres, las familias instalan alambiques en los que destilar ropa usada, calcetines y camisones, y emborracharse de anís para defraudar los deseos del príncipe. Este libro debiera haberse titulado Las púas de San Jerónimo o juguetes al viento, pero no pudo ser; hubiera sido causa de siniestro porque aún peor que la guerra es el miedo a la guerra (Séneca) y los nombres hacen un desierto y le llaman la paz (Tácito). Sí; mejor es que estas páginas no se hayan titulado como digo, porque entre un hombre colgado de un pie y el baldosín del piso siempre flota la sombra de la duda. Un indio jíbaro no es menos resistente que un capataz de petroleros, pero está peor armado y tiene mayores dudas sobre la eternidad; el mundo no termina tras aquellos montes, aunque hay algunos viejos que dicen que sí. -Te pregunto, ¿por qué prefieres la agonía a la muerte? Y me respondes: porque soy muy respetuosa con la tradición popular y familiar. Las mujeres no tenéis por qué ser respetuosas con la tradición popular y familiar ni con nada, a las mujeres os salvan vuestros propios defectos adquiridos o imperfecciones heredadas. Esa es vuestra ventaja. -Cuentas el suceso como te conviene, porque no fueron así ni tu pregunta ni mi respuesta. El novio de Estefanía le regaló a Claudina un ramo de flores en forma de corazón, hecho con crisantemos robados. -¿A los muertos?

-Sí, ¿por qué? -Por nada. Al novio de Estefanía le gustaba mucho palparle las nalgas a Claudina la cuñada de Estefanía, que era muy complaciente y generosa. -¿Quieres que mañana te envíe otro ramo de flores? -No; no desvalijes a los muertos. Tú ya cumples sobándome pulgada a pulgada y sin respetar ni los más recónditos recovecos de mi cuerpo. Tú sabes que te estoy muy agradecida. -Sí, por eso sigo y no por ninguna otra causa; yo soy muy sensible a la gratitud. -¡ Qué jactancioso! -No; te aseguro que es cierto lo que te digo, y no jactancia. La procesionaria siembra el pinar de regueros venenosos, pero en mi alma siempre queda un último rincón en el que acoger la gratitud del prójimo. El gusano de las mecedoras, el gorgojo de los ataúdes y los pianos y la oruga de la urticaria producen electricidad, lo que acontece es que su explotación todavía no es rentable, obedece a una técnica muy rudimentaria y los inversores pierden la paciencia. -¿Y retiran su dinero? -Eso; retiran su dinero y lo arrojan por la boca del horno crematorio. Este libro debiera haberse titulado Las florecillas de Santa Gemma o el niño ahogado en un pozo sin brocal, pero no pudo ser; hubiera sido ligeramente vergonzoso implicar a Santa Gemma en el confuso suceso del niño ahogado, nunca se sabrá la última palabra verdadera del desgraciado accidente. -Yo no creo que haya sido un accidente. -Ni yo; pero la versión oficial habla de accidente, se conoce que resulta más barato. La hembra del jilguero puso un huevo en el nido de la víbora, otro en el de la tarántula y otro en la inclusa, los tres hueros. A veces hay que tener mucha paciencia y mucha entereza para no jugarlo todo a una carta, el tres de oros, por ejemplo, o la sota de espadas, o el siete de copas, o el as de bastos, y prender fuego al monte. -¿Me permites rociarte con gasolina? -No. -Quizá hagas bien obrando con prudencia. ¿A quién pueden importarle los papiros del Mar Muerto? -Lo ignoro. La hembra del cuervo de los ojos de miel puso un huevo en el pararrayos de la fábrica de azúcar, lo dejó atado con una cinta con los colores de la bandera al pararrayos de la fábrica de azúcar, esa es una de las señales del fin del mundo. -Aún faltan algunas. -Cada vez menos. Todas se van cumpliendo. -¿Indefectiblemente? -Sí. Los cristobitas del guiñol dormían, cada uno en su caja de zapatos; el patrón les había hecho muchos agujeritos para que pudieran respirar y sen44

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debemos dar su oportunidad a la improvisación; las familias se alegran mucho cuando el muerto acierta y disparan bengalas y cohetes en acción de gracias. Las campanas de los pataches y de los bergantines reclaman los cadáveres de los náufragos cuando navegan ante las islas Cíes, y las ballenas de Corcubión se topan las unas a las otras como frailes borrachos y no demasiado temerosos de Dios; en la confianza está el peligro. Vosotros, Cam, Sem y Jafet, sois todavía muy jóvenes e inexpertos y lo más probable es que os juguéis a los dados las tierras que ahora os doy y acabéis perdiéndolas; vosotros veréis qué es lo que os conviene hacer, yo jamás os pediré cuentas de vuestra conducta. Los cristobitas del guiñol son pobres y a mí no me gustaría veros tan pobres como ellos. Lo que no haré aunque me lo pidierais de rodillas será daros clases de economía doméstica; queden las aberraciones para las mozas casaderas, que vosotros sois mozos y de vuestra virilidad cabe esperar cierto provecho. Si me equivoco, vosotros sois los que saldréis perdiendo. La abuelita se colocó bien la chichonera, que se le había ladeado un poco. -También tengo por ahí unas monedas de oro con las que no sé lo que hacer; deben ser por lo menos un millón de onzas o más. Repartirlas equitativamente, como las tierras, no me parecería justo ni gracioso; tampoco honesto ni saludable. Podríamos hacer un concurso de levantamiento de piedras, de carreras cuesta arriba, de pedos descomunales, de permanencia en el fondo de la mar, de beber vino, de beber vinagre, de beber agua, de comer cordero asado o lamprea guisada o merluza cocida o salmonetes fritos o lenguados a la plancha o ranas crudas pero muertas o ranas crudas y vivas, ¡yo qué sé! Alguien me dijo que se las diese a los apestados, pero no: prefiero dároslas a vosotros, aunque vuestra conducta no sea precisamente óptima. Me dicen que frecuentáis el amor de las carcaveras y que fornicáis con ellas en los nichos vacíos. No me importa y declaro que me dais envidia. Los viejos y las viejas somos muy ridículos y envidiosos, y envidiamos todo lo que no podemos conseguir por ridículo que fuere o pareciere. Si me pongo a saltar a la pata coja entre las tumbas de mis antepasados, que son los vuestros, acabo con la lengua fuera y el corazón acelerado; por eso me estoy quieta y agazapada bajo mi chichonera, poco me importa que os riáis porque además, como sois hijos de mi hijo, me cago en vuestra madre, a la que maldigo con devoción.

tirse cómodos y frescos: el general, el obispo, la bailarina, el torero, el marinero, el bombero y la maja, los siete. La condesa ciega los acariciaba y les daba aliento. -No tienen frío. -Más vale que tengan calor. En las plazas de los pueblos, al general, al obispo, a la bailarina, al torero, al marinero, al bombero y a la maja, vamos, a los siete, se los comen las moscas ansiosas y pegajosas. La abuelita mandó llamar a sus tres nietos y les regaló toda la tierra, a partes iguales. -Cam, Sem y Jafet, quedaos con todo y no me deseéis la muerte. No os impacientéis ya que dentro de poco tiempo, a lo mejor no faltan sino quince o veinte minutos para el óbito fulminante, se me atascarán los cordajes del corazón o del hígado y me caeré muerta al suelo. Traedme la chichonera de vuestro tío Jeremías, el jugador de rugby, porque no me gustaría comparecer ante el Sumo Hacedor con un chichón en la cabeza; daos prisa. La abuelita se quitó la peluca, se echó polvos de talco en la calva y se puso la chichonera. -Así estoy mejor y más segura; los viejos debemos usar la chichonera siempre y el sudario los lunes, miércoles y viernes. En esto del sudario

La abuelita dio un leve respingo, tosió un poco, dio un respingo algo más elocuente y falleció. A la abuelita la enterraron desnuda pero con la chichonera puesta; a su primo Jeremías, el jugador de rugby, tuvieron que comprarle otra. -¿Y qué pasó con el millón de onzas de oro? -Eso es algo de lo que no se supo nada jamás. 45

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jardín a los bosques, pasaban y repasaban por un lugar amurallado al que no hacía el guía referencia. El visitante acabó interrogando. Y le fue respondido: «Ese es el cielo de los españoles, porque al creer que sólo ellos son a salvarse, para no desencantarlos, se les aisla, se les deja en la ignorancia, y quedan tan felices». Lo que sabía el autor del chiste es que no todos los españoles convergían en aquel huis-clos, sino sólo «los de siempre», como corrigió con fortuna Antonio Mingóte a su debido tiempo. Son, por supuesto, los de la seriedad y la carcajada, fúnebres y escarnecedores, incapaces de comprender la persona, especialistas en tipos, y otras abstracciones: «Yo soy un baile de criada y de horteras...». Geniales o zopencos, ¿qué más da? Aquí no estamos tratando de crítica literaria, sino de la mentalidad dogmática. En España no hay sentido del humor porque el dogma está detrás de todos, religioso o político. Algo muy serio y muy profundo se conmovió de alegría en este país cuando Jean Paul Sartre condenó el humorismo: como que se sintieron justificados, no sólo en la intolerancia moral, sino en la inflexibilidad intelectual. Definir el humor como una aportación de la clase burguesa, además de una escapatoria, es como dejarlo inerme en medio de la plaza, blanco de tronchos y de huevos podres: pues, si es históricamente así (que no lo sé muy bien), habría que dar las gracias a la clase burguesa por tan útil invención, por tan ilustre instrumento. Como por muchos otros. ¡Pues no faltaba más! No cabe la menor duda de que Miguel de Cervantes se ríe de nosotros. Cómo y por qué, no se entiende; pero de eso de la risa hay vehementes sospechas, y no de hoy. Cuando los lectores de la edad clásica se hartaron de carcajadas en la creencia de que se reían de un loco, visto que no daba para más, decidieron olvidarlo, y si no llegan de fuera los ingleses a decir que era un libro importante, y después los románticos, lo habríamos arrumbado y nos hubiéramos sacado para siempre un buen peso de encima... ¡Reírse de un imbécil estando ahí el inferior, y el enemigo, y el que no piensa igual, y el que piensa lo mismo, reír de todo hasta de Dios bendito, aunque a hurtadillas y sin que el mismo Dios se entere como desahogo de esta impotencia, de esta rabia, de este furor inconfesados! ¿El «Quijote»? Pues, ¿para qué nos sirve -salvo como pretexto de un tipo de vanidad

SOBRE EL HUMOR, AQUÍ Gonzalo Torrente Ballester

n sus «Meditaciones del Quijote», se pregunta una vez don José Ortega: «¿De quién se burla Cervantes?», y no acierta a responder, porque la cosa no está clara. ¿Del personaje, de la cultura española, del país entero? ¿O es que salta su burla más arriba y hay que considerarla trascendente? Según mi interpretación, bastante más modesta, de quien se burla Cervantes es del lector: no de todos los posibles sino de aquellos que no entran en el juego y caen en la trampa... precisamente por no haber entrado. Don Miguel conocía a sus paisanos, y, por supuesto, las relaciones establecidas entra la risa y la seriedad, tal y como pueden verse, por ejemplo, en aquel gran maestro (inimitable: no incurráis en el error) de la prosa don Francisco de Quevedo, para el que la cara estaba en su sitio, la cruz en otro y el canto no existía: afirma en serio la cruz, y por eso se ríe de la cara, que no es la cruz, naturalmente, que no está implícita en ella, sino discriminada. Seriedad y carcajada son escrupulosamente correlativas, jamás se pueden confundir, jamás se debe, sería el escándalo de los escándalos, el acabóse. ¿Habrá algo en común entre don Pablos y Tomás de Villanueva? ¿Son, por lo menos, hombres? Lo parecen, acaso, pero no pasa de mera confusión. En uno y otro se acumulan y polarizan elementos contrapuestos e irreductibles, que los distancian, que los distinguen, que los apartan en los órdenes del ser. El picaro es la cara; el santo es la cruz, Dios en el medio (o el diablo) con espada tajante: no es lícito pensar que Cristo ha muerto igualmente por el uno y el otro. ¿De veras creían los españoles, creen aún, en una Redención universal? Traeré a colación un chiste muy famoso con ánimo de completarlo: A un visitante recién llegado al Paraíso, holandés de nación y protestante, le estaban enseñando los cielos, y al ir del monte al valle, del

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modo, escinde lo real en lo ridículo y lo bello, sin contaminaciones ni relaciones mutuas, sino un abismo entre los dos, un abismo mental, claro está, porque, en realidad, marchan del brazo por la calle; van como hermanos siameses. Y a lo largo de siglos, como una Regla de Oro que lo rigiese, se mantiene la escisión, se contagia de la moral, de la incipiente sociología. ¿Habrá algo menos humorístico, más radical y tajante, que las Danzas de la Muerte? Las representaciones plásticas apartan con divisorias claras los buenos de los malos, los santos de los precitos, el cielo del infierno. Dante mantiene su teorema. Todavía a las puertas del Renacimiento, en nuestra Celestina, los señores pecan arriba; los picaros y las golfas, abajo. Mientras los pecados de los unos no trascienden, los de los otros conmueven al universo. El genial Francisco de Rojas, artista de la palabra y del retrato (un tanto típico) careció de sentido del humor. ¡Pues era un judío, según dicen, y a los judíos no les falta, según dicen también! Uno de mis primeros maestros fue Enrique Heine, monsieur un ríen, como él mismo bromeaba. La realidad es grotesca, pese a quien pese: entiéndase como que en ella anda todo mezclado y sin fácil discernimiento, como no sea mediante una operación intelectual que desrealice y polarice, aquí Apolo, aquí la Harpía. Lo bello y lo sublime son creaciones mortales puras, sin correspondencia en la realidad, como el logaritmo de pi. El artista con sentido de lo real, ante el héroe inmarcesible, le tira de los calzones hacia abajo y le recuerda que de niño se meaba en la cama, de lo que resultó, ni más ni menos, su heroísmo, en virtud de un proceso enteramente heterodoxo, pero verídico. Del mismo modo, al antihéroe, al personaje abyecto, le alza un poco de su miseria y le pone al descubierto aquel costado de luz que los demás se empeñan en ocultar... en nombre de su perfección, para que, además de un perfecto malvado, sea un malvado perfecto. ¡A todo el mundo hay por dónde cogerlo, el héroe es una abstracción, Hitler se mecaniza y nos hace reír (véase El Dictador), no hay mal que por bien no venga, la pena de muerte sólo sería tolerable en el caso de que el reo se muriese de risa (afirmación que no conviene propalar, si se recuerda que el llamado Demonio de los Andes, Francisco de Carvajal, ajusticiaba a víctimas regocijadas. Nihil novum...).

no alegremente aceptado? A fuerza de oír hablar, acabamos por sospechar lo de la burla, lo de la ambigüedad, lo del humor... Lo hemos creído, y aunque, por nuestra parte, hayamos puesto lo indecible, hayamos esforzado la mente (a veces cata) para reducirlo a nuestro dogmatismo, el que fuere, y apropiárselo así, no estamos muy seguros del acierto. Sería menester la invención de un método semejante al que permite despojar al tabaco de nicotina, para extraer de ese texto el humor: porque todo lo demás es tolerable, y, convenientemente manipulado, hasta puede ser útil. Como sucede a veces, para ver claramente el alcance y contenido de una invención, más que examinarla en sí, se recomienda atender a lo que se originó en ella, a lo que la amplía y desarrolla: en este caso, por ejemplo, la novela inglesa del XVIII, confesa de cervantismo, y humorista. ¿No juega Sterne con todo lo jugable, la forma inclusa? ¡Qué gran tomadura de pelo, ése su libro, que ni empieza ni acaba ni se sabe si avanza o si da vueltas! Comprendo que los partidarios de las formas concretas, de los géneros precisos, se desesperen y lo nieguen. ¡Hombre, claro! Si se toma la Divina comedia por modelo... Pero, ¿por qué hemos de nacer? Nadie la admira más, y, sin embargo... ¡Atravesar el cielo, el purgatorio y los infiernos sin una mala sonrisa! ¿No se le habrán anquilosado a Dante las facciones? Los que reían entonces eran aquellos canteros que ponían al vicio en picota y también a los viciosos: igual que Dante, pero al revés. Y queda siempre la sospecha de que, al revés que Dante, no estuvieran muy seguros de que algunos de aquellos pecados lo fueran realmente. Mas no conviene hacer hipótesis. A lo mejor le dan a uno con la palmeta en los nudillos. El sentido del humor no es compatible con lo trágico ni con ninguna de las formas estimadas como clásicas. Luciano, el que más se le aproxima, queda en burlón y desmitificador; pero el humorista que desmitifica, cree al mismo tiempo en el mito, y, Luciano, no. El sentido del humor se relaciona con la realidad en medida mucho mayor que la del poeta y la del artista clásicos, quienes actúan sobre esquemas abstractos, ideales, sin alcanzar a comprender que la realidad es grotesca; o, habiéndolo si acaso comprendido, la rechaza por carecer del instrumento estético que le permite su apropiación. El clásico, dogmático a su

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A toda ideología puede oponerse la contraria, igual que a toda afirmación tajante, y, de hecho, la realidad las opone; a una y otra, el vacío. El llamado principio de contradicción es un ardid tramado con la finalidad de construir en el aire una ciencia o un pensamiento. El principio de tercio excluso es una falsedad flagrante, pues justo lo que existe por sí mismo es lo que se sitúa entre el sí y el no, lo que percibe la mirada madura y avezada, lo que da consistencia a lo real. Con el otro, con el principio de identidad, quedó instaurada e institucionalizada la esquizofrenia. «Yo soy idéntico a mí mismo», asegura; y, ¿cómo no preguntarse ipso facto (ipso dicto) quién es ese mí mismo depositario, si no ladrón, de mi identidad? ¡Y no digamos si se trata de igualdad! Que se deriva de lo anterior y que no hace más que complicarlo. Todas esas garambainas se aceptan sin más crítica porque vienen atribuidas a los números, y a nadie le interesa gran cosa la verdad que se encierre en esta proposición: 323 es igual a 323. Pero, ¿y si son soldados, peras, gorriones? ¿Quién que no sea un frío estratega (o un táctico, más frío todavía) se atreve a asegurar que 323 soldados son iguales a 323 soldados, cuando ni un solo soldado, ni una sola pera, ni un solo gorrión es igual a otro? El principio de identidad falla en el ámbito de lo real. Nadie es idéntico a sí mismo, porque ser-hombre es querer-ser en todo instante, y lo que se-quiere-ser no-es todavía. La respuesta más lógica la dio don Quijote, un hombre con la cabeza en su sitio y perito en lógica vital: yo sé quién soy, quién puedo ser, no sólo Baldovinos, sino también los Doce de la Fama (o el mismo número de Pares, no lo recuerdo bien ni almaceno citas textuales en la memoria). En cuanto a la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, si se sustituyera en su enunciado razón por sinrazón, podría tolerarse. La dialéctica ha llegado a tal grado de perfección que permite demostrar lo que se quiera: ésta es la causa por la que el humorista la considera y hasta llega a concederle valor, pues puede serle útil en sus tareas, mentir o decir verdades, ya que para todo sirve.

que por símbolos, como si no lo fuesen ya las palabras, como si a fin de cuentas no hubiera que traducir los nuevos con esos otros de tanta desconfianza. El humorista defiende la palabra, porque únicamente ella le permite mostrar la ambigüedad de lo real, llevar a cabo la crítica de Las Grandes Vaciedades, limar las aristas de Las Grandes Afirmaciones, formular las únicas verdades, que son las contradictorias: jamás que «existe Dios» o que «Dios no existe», sino ambas a la vez, como sabían los que tuvieron experiencia intuitiva de eso, no los razonadores, que razonan en el aire (merced a lo cual llegan a veces a tener gracia). La palabra sirve, por ejemplo, para poner en tela de juicio lo que vengo diciendo, negarle sensatez, colgarle el sambenito de dogmatismo... y llegar a la misma conclusión por distinto camino. Claro que así no se va a ninguna parte; pero, ¿por qué hay que ir a alguna parte?, ¿quién va de veras a alguna parte? ¿El que corre tras la riqueza y la consigue? ¿El que aspira al poder y se instala? Sólo los mentecatos pueden sentirse satisfechos del poder o la riqueza. Sería muy útil que alguien con esa sabiduría desinteresada que se inicia en el desencanto nos facilitase un buen análisis del poder y de la riqueza: y donde he dicho «desinteresado» quise decir sin compromiso ideológico, sin verdad previa que defender, especie de aventura en el vacío y a lo que salga. Todo lo que sostienen los moralistas al respecto oculta lo verdaderamente interesante, y es el componente cómico de esos modos de ser y de existir. Moviéndose entre la tragedia y el ridículo, el gran dictador da pena: en vez de ajusticiarlo, que es lo que se les ocurre a los hombres sin imaginación (y sólo porque es lo que se viene haciendo), lo inteligente, lo justo, lo oportuno y conveniente para el llamado bien común, sería en ciertos casos rodearlo de mimos y arrumacos, en cuya falta se originan las ansias de trepar; cuando no estirarlos un poco físicamente; atiborrarlos de la vitamina del crecimiento: treinta centímetros más, y Mussolini hubiera permanecido fiel al socialismo democrático: las cosas son así. El análisis (ese método burgués, según leí en algún autor: con tanto éxito llevado a la práctica por Marx en su conocida obra «El Capital»), permite descubrir, no sólo el lado cómico de los dictadores y de los millonarios, sino también el de cualquier realidad del orden o de la clase que sea.

La lingüística moderna, esa ciencia que intentó alzarse con la capitanía universal de las ciencias, sirvió al menos para mostrar que nada es como es, sino como se cuenta: de ahí el valor de las palabras y la desconfianza que causan a los espíritus dogmáticos, que intentan sustituirlas nada menos

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La comicidad subyace a todo, pero, entendámonos, coexistiendo. Abstraería, hacer de lo real caricaturas sin otro ingrediente que lo ridículo es una falsificación delictiva, es un peligro público; en tal caso, conviene recurrir al análisis de nuevo para mostrar y demostrar que eso o ése al que o a quien se caricaturizan, son al mismo tiempo nobles, hermosos y emocionantes. Lo que pasa es que mostrar, con los medios del arte, esa coincidencia compleja de ingredientes contrapuestos en la misma realidad concreta es dificilísimo, es lo que se intenta hacer desde hace siglos, es lo que sólo parcialmente se ha alcanzado. De vez en cuando, incursas en desaliento, las artes y las letras dan las espaldas a ese compromiso con la realidad que es el humor, que sería el único realismo. Abandonan la búsqueda de técnicas y métodos idóneos, y se refugian en las ideologías, y en las abstracciones extremas de lo bueno y lo malo, que lo dan todo hecho: son espejos que deforman lo real, e invitan a contemplar, no lo real, sino el espejo. Y como ha salido sin pensarlo esta palabra, como alguien pudiera suponer que lo que hago es defender lo esperpéntico y la esperpentización de la literatura y de las demás artes representativas, diré inmediatamente que no, pues, como creo haber demostrado en otra ocasión (escasamente conocida, olvidada), el esperpento no actúa sobre lo real, sino sobre la abstracción representada por el héroe clásico, y no consiste tanto en representar cuanto en bombardear con palabras deformantes una realidad de segundo grado, como lo es siempre la abstracción. El que esperpentiza carece de sentido del humor. El humorista parte de lo real, es lo real lo que contempla, y, si se tercia, lo que deforma. Aunque, ¿para qué? ¿No está ya lo real bastante deformado? Lo he definido como inevitablemente grotesco. El humorista no tiene por qué hacer reír, ni siquiera sonreír, aunque esto le salga a veces al camino como posible o como necesario. Pero conviene siempre que el avispado advierta pronto lo que bulle y barulla debajo de la seriedad aparente. Y digo el avispado porque los otros ya no tienen remedio. Cierta vez di a leer a un amigo con fama de inteligente y de persona moral, aquel artículo de Swift en que propone remediar el hambre de los irlandeses merendándose niños. Mi amigo me devolvió el texto con repugnancia: «¿Y no lo condenaron a muerte, a este miserable?

¿Cómo pudo atreverse a proponer un crimen semejante? Y, la sociedad en que vivía, ¿cómo se lo permitió?». De estos hay muchos. Por eso tal apariencia y no es tácticamente recomendable en un país en que lo que se estima más es la seriedad real. Cuélguese usted una mueca en las narices, colega, aunque haga feo. De lo contrario corre el riesgo de que le elijan presidente de una sociedad recreativa o de que le contraten para llevar en un diario una sección costumbrista. Pero si nada de eso le satisface, apúntese usted a la ironía. Tiene, sobre otros métodos, la ventaja de estar bien vista por la buena sociedad, que la suele simular, y, a veces, sirve para enmascararse en ocasiones peligrosas, de esas en que se juega la vida el que no afirma rotundamente, con banda y música, Lo que Sea Menester. Y me he cansado ya. Acerca del humorismo se puede divagar horas y horas, y hay tiempos de razón en que se dice algo importante. Yo no creo haberlo dicho, ni puñetera falta que hace. No por desdén que sienta hacia lo tal, sino por no haber alcanzado todavía a saber lo que es: porque de lo que se me ha propuesto con ese nombre, estoy desengañado. Estas palabras no podrán ser usadas contra mí, enjuicio público ni privado. No me siento responsable de ellas, ni en cuanto contenidos, ni en cuanto continentes (conocidas también en el mercado como signos y significaciones). No sé por qué razón, esta tarde la máquina se puso a escribir sola, y no supe o no quise detenerla. No ignoro que la gente descree de estos milagros sin sangre que se seque o se licúe, pero también existen: puedo dar fe. Lo que lamento es que no hayan salido sistemáticas, convincentes y redactadas en el oportuno metalenguaje: entonces, me las apropiaría, me sentina orgulloso de ellas, y alcanzarían, merced al sistema, una simpática credibilidad. También lamento que, después de haberlas leído, nadie acierte a saber lo que es el humorismo. Yo tampoco lo sé, nadie lo sabe: es una noción fantasma de la que echamos mano cuando ninguna de las conocidas maneras de entender y de explicar un texto fallan. Decimos, entonces, con desdén: éste debe de ser un humorista. Y, a lo mejor, lo es. (No se le confunda con los anarquistas, que no son lo mismo, aunque a veces también lo sean). Bueno...

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afael García-Serrano, el más bronco estilista de la Falange, acaba de reeditar su Diccionario para un macuto, que es uno de los libros donde mejor y más originalmente está contada la guerra civil del 36/39, siempre desde el punto de vista parcial, limitado, obstinado, natural, saludable, salvaje y equivocado del autor. En este libro, que ya conocía, nos han interesado especialmente las canciones populares, de guerra, de vanguardia y retaguardia, que recoge García-Serrano. Para nada, pues, la poesía alegorista de Pemán o la poesía neopopular y eficacísima de Miguel Hernández. Lo anónimo, lo espontáneo, lo colectivo, me interesa aquí, tanto de un bando como del otro. Obvio. Si se ha dicho que lo colectivo siempre es obra de uno solo, también conviene recordar aquella frase de Valle-Inclán según la cual «las palabras son siempre creación de multitudes». Y esto, dicho por uno de los creadores más solitarios y personales del castellano. Rafel García-Serrano recoge muchos poemas y canciones de guerra en las fichas de su libro, pero, dado el fondo común de que nacen, creo que bastará con unos cuantos ejemplos para seguir la génesis y el «subtexto» de toda esa versificación. Así:

R

POESÍA POPULAR EN LA GUERRA ESPAÑOLA Francisco Umbral

(Según el «Diccionario para un macuto» de García-Serrano)

En el cielo manda Dios; en España manda Franco, y en el pueblo de Campillo, los ríñones de Atilano. Cuarteta que comienza con una afirmación incontestable y autoritaria de deísmo. Y que en el segundo verso establece un doble paralelismo: cielo/España; Dios/Franco. Bajo estas identificaciones elementales, sucintas y cruentas, se luchó en grandes áreas de la zona nacional. El esquematismo de los postulados contribuyó mucho, estoy seguro, a la victoria franquista sobre el ejército republicano, más complejo, mezclado, sutilizado, intelectualizado e incluso poetizado. «Y en el pueblo de Campillo/los ríñones de Atilano». Obsérvese el descenso del cielo y de la España toda, predios de la derecha, al desconocido pueblo de Campillo, predio de Atilano, capitán artillero de los rojos, que se hizo famoso en Teruel por su heroísmo. La República sólo mandaba -y zurraba- en zonas muy limitadas. La moral de victoria está tan clara en estos cuatro versos cuarteleros como en un romance de Foxá, por ejemplo. Y -observación última en la cuarteta-, el eufemismo ríñones por cojones, concesión que, sin duda, el bronco García Serrano hace a sus lectores biempensantes y bienparlantes de hoy, pero que resulta ridículo entendido como púdica equivalencia de unos soldados, por mucho Dios y mucho cielo que esos soldados lleven dentro. 50

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Dado que la revista para la que hago este artículo nace en Oviedo, y dado que en el libro de GS hay de todo y para todos, escojo ahora una cuarteta asturiana: ¿Qué «ye» aquello que «reluz» en el alto de Olivares? «Ye» la Falange de Oviedo y un tabor de Regulares. Los asturianismos de esta cuarteta, tan ingenuamente utilizados por los soldados/poetas, nos hacen pensar en la cruenta represión subsiguiente de todas las lenguas periféricas. Aquellos poetas de trinchera estaban cayendo, sin saberlo, en el pecado autonómico en que hoy ha caído el movimiento UCD. La Falange de Oviedo y los Regulares, en enumeración casi caótica, quedan unificados por la cuarteta como quedarían todas las fuerzas antirrepublicanas por decreto de Franco. Lo que en zona roja era infinito deslinde y matización, en zona nacional se resuelve mediante el barullo, la rima, el ripio y el decreto «por ríñones». Así se ganan -ay- las guerras. Pero enfrentemos esta cuarteta a otra que le es como gemela o réplica y que, aunque de zona contraria, se cantaba con la misma música: ¿Qué es aquella luz que asoma por lo alto de aquel cerro? Pues son nuestros milicianos que vienen abriendo el fuego. Hay que decir que la lectura en frío de estos cuatro versos resulta un poco desoladora. Todo correcto, todo medido, pero todo formal, impersonal, como falto de convicción, salvo el coloquialismo de ese «pues», necesario para la medida del verso, y por lo tanto ripioso, pero oportuno en cuanto que calienta un poco todo el resto. De alguna manera, el folklore improvisado de la zona franquista es como más castizo, raigal, aldeano y vivido. El internacionalismo que en último extremo mueve a los héroes republicanos, desde las famosas Brigadas hasta la mentalidad europea, francesa, de don Manuel Azaña, he aquí que destiñe y transe incluso la copla de trinchera. Comentando en una reciente conferencia el libro de Fernando Díaz-Plaja 5/ mi pluma valiera tu pistola, recopilación de artículos de prensa de ambos bandos en guerra, tuve que hacer la misma inquietante reflexión: hubo mejores artículos en zona nacional. Y mejores articulistas. Lo que el otro Díaz-Plaja, Guillermo, ha llamado «la escuela romana del Pirineo». Foxá, Montes, Víctor de la Serna, Sánchez-Mazas, el propio García-Serrano. Mientras la izquierda, dada su condición intelectual y dubitativa, se derrama en un ensayismo trascendentalista y de urgencia, la derecha, an51

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así, supone ya un tono de confianza y cotidianidad que caldea mucho el poema/canción. El cuarto verso, «todas las chicas bonitas», también se repite, consiguiendo así que la cosa «no decaiga» e insistiendo, con leve obcecación erótica, en una de las grandes y naturales obsesiones de esos monjes de la milicia que son siempre los soldados. Hacia la mitad del poema, cambia el ritmo con gracia. Entre los octosílabos, salta un ágil verso de siete sílabas: «chiquita, por favor». Los octosílabos agudos están muy bien jugados entre los otros, y el último verso, que cierra en agudo, es perfecto, con esa sorpresa final de carreramar, neologismo bello y de noble estirpe no culta. Pienso que Blas de Otero, creador de palabras como marazulmahón, no hubiera dudado mucho en la adopción de carreramar. ¿Y qué es carreramar? García-Serrano define así esta palabra: «Voz de mando que automáticamente nos ponía en directa sin pasar por las velocidades intermedias». Luego explica que la expresión militar era una orden: «¡Carrera, mar!». Se utilizaba para mantener a los soldados en forma y también como método de castigo (pienso que el mando militar reunía ambos objetivos en uno, como tantas veces ocurre en cualquier disciplina) Podía haber una carreramar colectiva y otra individual, que tenía, evidentemente, mayores visos de pena o condena: un soldado solo corriendo sin parar hasta que se le ordenase o cayese rendido. La explicación de una palabra, como siempre ocurre con la poesía, es mucho menos poética que la palabra misma. El instinto popular y natural del idioma (no exclusivo del fascismo, evidentemente, como querría García-Serrano), lleva a los soldados a fundir las dos palabras en su unidad fónica: carreramar. Y la mínima imaginación poética de cualquier observador del idioma, nos lleva a cambiar el sentido de esta palabra híbrida: suena a carrera por el mar. También hubiese valido como bello castigo, ejercicio o disciplina, una carrera por el mar. Todo el cine «poético» nos tiene acostumbrados a la carrerita de los enamorados descalzos por el festón de espuma de una playa. Eso podría ser carreramar para quienes hemos militado mucho más en las letras que en las armas. Pero lo que les dieron los republicanos a los soldados de Mussolini, en Guadalajara, fue precisamente una carreramar, y Guadalajara está en un llano, como su gemela mejicana, sin mar. Y pienso que toda la guerra fue carreramar, una carrera loca e imposible de unos españoles tras otros por el mar, o sea por el aire, o sea por la nada. Una carrera de cuarenta y tantos años que no llevaba a ninguna parte. Los contrarrevolucionarios, mejor entrenados y menos intelectuales, nos ganaron la carreramar.

ciada en cuatro cosas muy concretas, precisas, preciosas para ella, se lanza a cantarlas en artículos rápidos como una ballestería periodística. Uno de los grandes logros de esta poesía en marcha es la pieza que sigue: Cuando sale la segunda cuando sale la segunda para el campo de instrucción, todas las chicas bonitas, todas las chicas bonitas nos miran desde el balcón; chiquita, por favor, no nos mires al pasar, porque perdemos el paso, porque perdemos el paso y nos dan carreramar... La repetición del primer verso consigue ya, de entrada, un ritmo de marcha, o bien pudiera decirse que el poema ha nacido precisamente de ese ritmo. Hay así una adecuación entre la cadencia de la poesía y la cadencia de la vida que, a fin de cuentas, es lo que han pretendido poetas y músicos en todas las épocas: adecuar su tiempo al tiempo de los astros. «La segunda», sin más precisiones, como equivalente de Compañía o algo

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No es un sueño, pero es peor que la realidad, y de otra madera, no es «como» ni parecido a nada, sino que es igual a la nada, e igual al desierto y al sol que está allí solo como nacido para nadie, hermoso: combatiendo en el blanco, en el blanco cruel de la página para poder decir a los hombres que soy yo.

BELLO ES EL INCESTO Leopoldo María Panero Bello es el incesto. Hay torneo de lanzas, y juegos y el vino promete su derrame para alegrar la unión de los esposos. Se decapitará a dos niños para saber si es buena la sangre, y si así augura una feliz unión para los siglos. Cándido, hermoso es el incesto. Madre e hijo se ofrecen sus dos ramos de lirios blancos y de orquídeas, y en la boca llevan ya el beso para desposarlo. Y en la noche de bodas, invitado viene también el cielo: lluvia y truenos y los rayos, y el mundo entero convertido en lodo para celebrar la unión de los esposos.

STIRNER Leopoldo María Panero «Yo he basado mi causa en nada» Cual Dios, qué ángel caído pudo pronunciar con sus labios y decir como por vez primera, como siendo siempre la primera vez que digo la palabra, la terrible palabra que hace estremecerse al feto cuando dice, abriendo al destino los ojos: ¿Yo? Yo soy más que el cielo y tenebroso más que las ideas, Yo no me canso nunca de estar solo ante el mundo pronunciando valiente, para morir la palabra que no es una palabra: Yo. Caen las aves de arriba, y llueven peces esta primavera, y los hombres se arrastran por las calles, doblados bajo el peso de mi Yo. Contra Dios he apostado desde esta esquina insomne, y contra Dios juego todas las inmensas noches la moneda infame de mi Yo. 53

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ARGUELLES/ESPERANZA Eduardo Haro Ibars (Para el Lirio, en viajes por el metro, entre el olor siempre violento de multitudes)

Vainilla o fresa de la tarde Quedan por las esquinas simpáticos vendedores de tarjetas postales y los escaparates se deshacen en nubes se disuelven Se teje y se desteje una ciudad en maraña de vías en túneles Por donde pasan ángeles centauros faunos turbios Se hace fuego y se acierta Pleno Pleno estoy/estamos bastante llenos de esa transparencia que en cuchillos se muestra bastante llenos por una vez de cierta muerte y se avistan abriles (llegarán pronto abriles) Y nos queda el recurso de viajar transcurso duro siempre de las horas Y recordar y recordarnos y bajar del taxi casi en marcha la acera helada se lamenta en el fondo de la copa en un espejo habitado por fin Y a veces limpio o triste Y aquí recuento de palabras para tí aunque no es todavía de noche pero hay cerveza rubia en el atardecer cuando despertamos cuando abrimos la puerta cuando el metro deja pasar azul su resplandor de carne lluvia sea mañana Aventuras y aventuras y aventuras y un sueño rojo de prismas en cadenas y un fulgor Nada se implora aquí los perros obedecen a un grito no lanzado ¿no crees? Los muertos nos escuchan no se escuchan nos hacen sitio aquí en la huesa Extintores rotos no apagan lo que brilla sin pensar en ahora no más pantallas Y la princesa aquella que veíamos se hace de pronto pluma y ya no hay luz Y el bar -siempre hay un bar- enciende luces Especiales tan rojos que la estrella despierta y queda viva Y millones de números saltan son delfines peces abiertos Aventuras y aventuras más que vividas reflejadas de nuevo en tu carne en tu aire en tu niebla en la nuestra aquí estamos animal de penumbra tú y yo y nosotros y la noche no deja caer sus espasmos de incendio tan amable Dicen que no volverá el sol Navaja abierta al aire de la tarde y la sal de los dioses que soñamos Y ya vamos lanzados por rampas fluorescentes Hay lobos amables como ayeres que conocen la ternura especial de nuestras venas Entra en aire.

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junto a la Mezquita. Y en fin, si cuando vuelvas quieres hacerme un especial regalo, no busques mucho. Hazte acompañar del mocito aquel del aeropuerto, o del esbelto servidor del Café, con ojos y tersura de gacela. (Es una imagen de los antiguos poetas). La música y los dulces los pondré yo. Y que la noche nos relate el resto.

PARA BLANCA Eduardo Haro Ibars Algo queda en los labios En un espacio triste y vivo siempre (ámbar coral y azogue de tu cuerpo) Hay recuerdos de tí que siempre eres en retratos del viento que no cuelgo y canciones antiguas ya perdidas por mugrientas esquinas de hasta luego Una calle perdida (se ha quedado pegada en los cristales del café) traga electricidad con labios afilados Ejercicios de amor en la tarde tan tibia que no quiere acabar sin verte un rato desteñida de sol por esta acera tan íntima y sonora que se rompe a pasos de fantasmas de caballos

DRAGÓN Antonio Martínez Sarrión Abrid del todo las sordas compuertas Y que salga. Abridle, y que la nieve Regale mansamente. Y que los claros ríos Con todos sus cristales destellen como soles Y se comben los juncos de la orilla Ante la acometida, que al principio fuese Caudal de lava desde la fiereza Del alto promontorio de las fauces Y, al fin, diera en regato, en agua mansa, en fuga elemental, en aire, en puro gozo.

EL PERFUMISTA Luis Antonio de Villena Quiero darte mis señas, por si vuelves, y sospecho que seguramente vas a hacerlo. Mi tienda está (ya ves) bien dentro del zoco, muy cerca de las paredes de la Gran Mezquita que se llama Az-Zituna, y vendo y hago perfumes: Rosa-cristal, benjuí, ámbar, jazmines... En los perfumes ya es un aroma el nombre; y hay que haber leído y ser sensible para inventar alguno. Vivo algo más allá, muy cerca. Pero si no es aquí, podrás hallarme sobre todo en los Baños, al caer la tarde. Allí discretamente se glorifica el cuerpo, y una música tenue se mezcla con vapor [y juventud. Ahmed domina el masaje, y el negro es también muy diestro. Acércate algún día, [cuando vuelvas. Por la noche, en la casa, bebemos café turco y nos reímos (esos chicos y yo) contando lances de medida y hazañas con turistas, o calibrando las gracias y modos de esa vieja palabra (la diré) que casi nadie usa, a pesar de su imagen: zorrotroco. Sí, es exactamente para reírse un poco. Algún día, después, se leen poemas o se fuma kifi, y alguna vez (más rara) se va al burdel muy tarde. El día es siempre esto: los perfumes. Y este olor también a carne, cuero y especias que son ¿por qué no? otros raros perfumes. Llevo siempre estas dos sortijas puestas, y me preocupo muy poco del futuro. Ya sabes dónde estoy. Bien dentro del zoco, 55

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PANTEÓN DE ANTIGUAMENTE, EN EL MUSEU

ADVIENTO Antonio Martínez Sarrión Desde esta plataforma de cenizas, ya que has tocado fondo, devuelve al menos algo de lo recolectado que no quemara el negro cornezuelo: no el vértigo, las sofocantes noches al acecho de la más débil brisa que permita enfilar, alegres, la bocana; no el tobogán de las analogías como siempre aprendidas en los gastados textos, ni siquiera la carne que fuera por fin tuya y esta es la sola certidumbre acaso:

Felipe Prieto Apigazáu que tas, altu y noble siñor, amortayáu en piedra templando los tos pies en'a calor del perru, enroñáu a to espada -por si les mosques de los otros mundios entórnenla contigo- tú que fasta'l cascu tienes llindiáu per un rapaz que vela, ¿acuérdeste entovía de quién ti fizo guaje dándoti la so teta, quitándoila al so fíu, pa comer tos los dís un pocu más d'escanda? ¿Supisti alguna vez de la sangre en'os déos de aquella paisanina que filó to camisa, la que nunca-i paguesti, porque non taba nidia? Ye siguro que tú xamás lo camentesti, ni xunto al llar caliente, ni en'a tena folgando con moces esfamiáes, fíes de tos criaos: naide ti gorgutió ni ciescu en to presencia. Fasta facer la guerra tuviéstelo per güenu y con moros mataos comprábeste los cielos a tantu'l cachu'gloria, home fiel y cristianu. Agora tas equí, fechu polvu maurientu, posu de la to carne que dexaren los viermenes, y ya ni dios se acuerda de les tos fazañes, apigazáu que tas, altu y noble siñor, amortayáu en piedra...

el fosfórico salto de aquel gato, la fragancia otoñal de las hojas caídas que aceptan su destino: ser los brotes de marzo, la risa de los niños que es la sal de la tierra, o el abandono dulce de la chica del poncho que te miró un instante y fue como un relámpago que iluminó la fronda dejando un rastro azul.

Felipe Prieto Camentái, cuando vos pasen los años per encima com'un trator del tiempu, camentái, vos digo, los neños y la herba. Camentái los xareos, 1'arrosá y les rises; el orbayu en baxu'l parque de bedules y el boriar saláu del abeyón entre la rama. Comparái, entós, cuando vos griña'l pasu, les nubes con'es ruines, el suelu con el cielu, los muertos con los vivos. Comparái, entós, los años con los dís, la espuma con el posu, el pan con les palabres, les piedres con el aire, el sollozu y la risa... Y caerésvos dexaos, desde vosotros mesmos, amanciaos po'la vida, frutos d'esperanza, entre lo verde, el prau, la tierra escura, y otra vez esbillaos, a puxar po'la vida. 56

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pero el verso te inventa y anochece y me miras con ojos sin pupila

Felipe Prieto Tengo yo una bandera que llora por sí misma y por la tierra que la sustenta. Tengo una enseña fiera que muestra zarpazos del viento en la tela y besos del sol que la han dejado seca. No tiene el asta hecha de acero ni bambú: enhiesta sobre un palo, besa la pared de la escuela, con una sombra esbelta. Todos me dicen que cambie la bandera por otra que esté entera y nueva; mas, no sé: a mí me gusta ésta porque me hace pensar en la pobreza de la patria que ella representa. Ya sé que no es una bandera bella, pero, a pesar de todo, es mi bandera.

muy náufrago amanezco y desnudo la arena y peces solos en la sombra desierta luz de la mañana alzo los dedos y la vida amor espío bajo la lengua (harapienta la música y las olas suicidas en el alba hurgan la sombra bajo la vida) de mar a mar regreso muy náufrago y viudo en las pupilas sucias suena la sombra solo

El pálido regazo de las horas La noche disfrazada de mendigo

LA NOCHE DISFRAZADA DE MENDIGO

Una luz en los ojos insomnes que vigilan al viento de uniforme y de prestado La tenue piel de sapo que como emblema brilla en la pared del sueño entre desmontes húmedos y remotos minutos y a tientas o a solas

Alfonso Sanz Echevarría

Hastío de diminutos peces Muchachos que horadan el aire vacío

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En la cúpula sorda los pasos regresan y pútridas esquinas con espejos

Horas rosadas y guirnaldas rotas de frágiles minutos alguien viene desde detrás del verso y se ilumina la arena soñolienta del verano

La tenue piel del tiempo descortezada a solas mientras insomne un viento nos vive de prestado y gime el agua ciega en cañerías

Este sol tibio y esta dicha lejos la noche insiste pero no los labios vuelven los pasos los borrados cuerpos húmedos sueños de terror y humo

Estar solo no es agua o mirar en los brazos aterida la vida

Mi voz que suena donde nunca he estado donde nunca estaré palabras que sonrojan al contar una historia sin final colinas que el sol último ilumina

Amar no es una pluma o una música torpe que sepulta la luz

La noche insiste con sus dientes duros y me ama muy terca y me abandona entre sábanas sucias o palabras gastadas repetidas polvorientas

Palabra no es espejo o la noche que cae cabeza abajo

Amigo no es la sombra lenta que gime en un rincón y arde

Una arena no es perro un muchacho no es aire pero es hermoso no tener a nadie jugar al escondite junto a un fuego

Jinete sobre el viento del verano tú que no estás que no estás que nunca has existido 57

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UNA CONVERSACIÓN CON VALENTÍN ANDRÉS Juan Velarde Fuertes

í, sí. Aquel periodista, ¿cómo se llamaba?, González Ruano, fue también ultraísta, con Vighi y con uno con apellido igual al del Bibliotecario de la Universidad, eso, Lasso de la Vega. A González Ruano yo le oí una conferencia en el Ateneo en la que sostuvo que Cervantes perdió un brazo en Lepanto, pero que la pena fue que no hubiese perdido los dos; así nos hubiéramos ahorrado el Quijote y el resto de sus obras. Había que darle la vuelta a todo, quedarse sin nada, para empezar de nuevo. Mi título Telarañas en el cielo se relaciona con eso. El maestro habla con el discípulo. El maestro se llama Valentín Andrés Alvarez y Alvarez. El discípulo soy yo. Escuché su primera lección en enero de 1944. Han pasado ya treinta y seis años de diálogos, de silencios, de cordialidad mutua. El discípulo ha ido a ver al maestro. El maestro sale poco de casa. La vida, los problemas, quién sabe si extravagantes timideces, retrasan demasiado estas conversaciones. Es vano intentar encontrar en ellas un hilo directo. La vida es pocas veces rectilínea, exacta. Quizá eso es algo mineral, como una arista de cristal exagonal de cuarzo. El tema es si el Partenón entonces no es vida. Hoy, desde luego, las cosas van desordenadamente. Para empezar el discípulo ha intentado decirle exactamente el título del ensayo que sobre el maestro va a publicar la Universidad de Oviedo: -Pues no sé dónde está la galerada que lo pone. Debe estar perdida, o quizá en el coche. -Bueno, déjalo. Siempre pasa eso. Todo empezó con una llamada telefónica por la mañana: -De acuerdo; me levanto de la siesta a las cuatro y media. Puedes venir a partir de entonces cuando quieras. -Estaré ahí a las cinco y media en punto. A las cinco y media yo estaba aún trabajando con el ministro de Sanidad. Salí para casa de don Valentín a las seis. Llegué cerca de las seis y media. En la puerta estaba un niño pequeñito, muy gracioso, que me miraba con ojos muy grandes: -«Es un nieto, hijo de Juanín», me dice doña Carmen Corugedo, la esposa del maestro. Este avanza por el pasillo muy firme, muy elegante:

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-«Pasa, pasa. Estamos los dos mejor en este despacho». Hay libros por todas partes. En la mesa, frente a mí, veo el de Thomas, Cálculo infinitesimal y Geometría analítica, editado por Aguilar: -«Es excelente». Y prosigue: -«Si lo coges tú o tu mujer, no lo sueltas. Es además clarísimo. Va de lo fácil a lo difícil». Miro un momento el índice, y lo dejo sobre un montón de tomos de Ayalga. Le digo: -También yo ando leyéndolos ahora, don Valentín. -A mí algunos me gustan mucho. Está bien la colección. ¿Y qué era eso que me dijiste por teléfono? -Sencillamente que para «Los Cuadernos del Norte» quería puntualizar algunas dudas biográficas sobre usted, y decirlo todo en forma de conversación. -Pero Norte era la revista de Camín. ¿Tendrían bien registrado el título? Mira que si lo tiene Camín registrado... Camín vive en Porceyo, cerca de Gijón. Me escribe de vez en cuando. A mí me gusta como poeta. Es muy bueno. -No leí nada suyo como poeta. -Pues sí; es excelente. Pero los versos que hace son clásicos sonetos... -Endecasílabos y demás. -Sí, sí; buenos poemas. Pero Norte era suyo. -Espero que la Caja de Ahorros lo haya estudiado a fondo. 58

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-Pero yo no escribí nada en ella. -Yo lo tomé de un pasquín de esta revista; ya verá usted; a ver las galeradas. Las galeradas de nuevo se resisten a entregar su mensaje. No doy con la cita; resbalan las hojas; se caen al suelo. -Bueno, déjalo. Siempre pasa eso. -Entonces usted, don Valentín, no tiene un contacto personal muy grande con su generación, la del 27, ¿no es así? -No exactamente. Gerardo Diego muy amigo mío, ya ves, es académico. Y Dámaso Alonso también era muy amigo mío, y además, como yo, hijo único de viuda joven. Eso es un problema. El tema lo plantea muy bien Mauriac en una novela excelente, Génitrix. La viuda madre de un hijo único se desvive por éste; no lo deja salir de noche; lo espera al balcón; se angustia; llega también después el momento que yo llamo de la guerra de la Independencia. -Cuando visité su casa de Grado con su hijo Juan, me dijo que allí había estado otro miembro de la generación del 27, García Lorca. -Sí, con La Barraca. Y estuvo también Azaña. No por ningún motivo político. Como funcionario de la Dirección General de los Registros y del Notariado tuvo que presidir unas oposiciones a notarías en Oviedo. Y por allí anduvo. -¿Y cómo era Azaña? A Manuel Aznar le oí decir que vivía bajo la presión de la sombra de Ortega. -Por supuesto. Ten en cuenta que Azaña hubiese sido el Ortega de la intelectualidad joven, si Ortega no hubiese existido. Además era un prosista excelente, mejor que Ortega. Pero éste, claro lo dejó en la sombra. -Aznar me hablaba de un ensayo sobre Don Quijote que Azaña pretendía publicar en El Sol y que Ortega trataba despectivamente. -Es que así se explica el estilo de un folleto anónimo en el que se atacaba a Ortega y a Morente. Yo lo he perdido. Esas cosas son curiosas. Azaña escribía, repito, muy bien, y traducía también muy bien. Ahí tienes lo de La Biblia en España de don Jorgito. -Hablando de Ortega, ¿qué era eso de los Simposia a los que usted acudía? -Pues no sé; cosas de don Pío Ballesteros. Yo, aparte de la Universidad, veía a Ortega en la Granja El Henar. Allí estaba la tertulia abierta de Valle Inclán, pero la de Ortega y Gasset era cerrada. Asistían sólo personas autorizadas por él. Recuerdo a Blas Cabrera, al psiquiatra doctor Sacristán, a Ruiz Castillo que era algo así como una especie de administrador de Ortega para asuntos de los Ministerios, porque como editor se movía por ellos con agilidad.

-Así que la Caja de Ahorros de Asturias anda en eso. Pues sí que se van a arruinar escribiendo cosas sobre mí. -Ahí el negocio es seguro, don Valentín. -No, qué va. ¿No fumas? Haces bien. Yo fumo demasiado. A lo mejor lo siento. Don Valentín fuma un cigarrillo largo con mucha elegancia. Está muy erguido; el humo del tabaco forma una nubécula sobre este mundo de libros. En el suelo veo Clarín, de la colección de Vidas españolas e hispanoamericanas de Espasa Calpe. Otro montoncito, sobre unas escaleras de biblioteca. El de encima es la primera edición de Genio de España de Ernesto Giménez Caballero. -Por supuesto; me hice del movimiento Dada, y como a todos me hicieron presidente. -Pero Guillermo de Torre no recoge esto. -Es que yo, con eso y con todo lo que se refiere a la generación del 27 -que la hace nacer la Revista de Occidente- no me relacioné demasiado intensamente, porque vivía casi siempre en Asturias, y claro... -Pero la Revista de Occidente publicaba muchas cosas suyas. -Yo estoy, de todos modos lejos; no andaba demasiado por Madrid. -Pero Giménez Caballero coloca su nombre entre los que aparecen en el n.° 1 de La Gaceta Literaria... 59

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-¿Sabe usted que un nieto de Ruiz Castillo aspira a ser Agregado de Teoría Económica? -Pues será hijo del que hizo ese libro tan entretenido de memorias. -El mismo. Y Olariaga, ¿iba por allí? Porque yo leí cartas de Ortega a Olariaga en el que le da consejos para estudiar economía en Alemania. Olariaga también se carteó en esa época con Unamuno. Yo leí la correspondencia en Salamanca. Alguien me dijo que interesaba a Ortega escuchar a Olariaga en la tertulia porque así se enteraba de cosas diferentes. -Mira; en la tertulia de Ortega sólo se escuchaba a un contertulio: a Ortega. Lo demás no es cierto. Después pasamos a reunimos en la Gran Vía, encima de Calpe. Eso de las tertulias era muy interesante. -Usted frecuentaba mucho la del Regina. -Fue donde conocí a Giménez Caballero. Un día apareció por allí un chico joven, un poco apurado, porque temía que lo juzgase un Consejo de Guerra por haber escrito Notas marruecas de un soldado. Era amigo de Azaña. -¿Eso era a principios de la Dictadura? -Quizás; ¿no conoces el libro? Por ahí lo tengo. Mira en el estante de encima. ¿Y en esos tomos de la esquina? Si lo encuentro, te lo regalo. -En esa tertulia iba Francisco A. de Icaza, ¿no? -Con Díaz Cañedo y Prieto Icaza era muy mal hablado. Se metía con Eugenio d'Ors, siempre un poco extravagante. Por cierto que Prieto allí me explicó que se llamaba Indalecio Corugedo, por el abuelo de Carmen. Su padre era un ujier de la Audiencia de Oviedo, y el padre de mi suegro era un abogado famoso al que este último admiraba. Por eso cuando tuvo un hijo, le puso en la pila Indalecio. Así que tenía yo una relación con Prieto, un tipo muy simpático; era muy diferente de Azaña, también de la tertulia. -Los Corugedo reformistas, vienen pues de ese abogado. -Que se iba a ordenar con otro de Cornellana, Pello. Y poco antes de cantar misa, los dos, Pello y Corugedo, decidieron hacerse abogados y dejar el Seminario. .-¿Y cómo acabó usted en el Instituto de Estudios Políticos? Es una cuestión sobre la que yo expuse en la Universidad la tesis de que no se explica sin el fenómeno que yo llamo del «ridruejismo». Esto es, de oposición al nacional catolicismo por parte de grupos falangistas, que buscan el refuerzo intelectual de liberales. -Yo pertenecía a una organización anterior, que no me acuerdo cómo se llamaba. Estaba, entre otros, con Tejero y Vergara. Cuando llegó el triunfo de Franco nos atacaron, y hubo una especie de abogado acusador y todo. Pero este abo-

gado acusador fue Nicolás Ramiro Rico que dictó sentencia como Juez Depurador. Se portó muy bien. Nos absolvió con todos los pronunciamientos favorables. Luego Carande nos llamó al Instituto de Estudios Políticos; allí estuvimos a sus órdenes. -Por cierto que recuerdo que en una reunión de la Revista de Economía Política le pregunta a usted Conde por la marcha de su trabajo sobre el Tablean Economique y usted habla de que lo deja de momento, pues ha encontrado un ensayo de no sé quién, y esto ha alterado su plan de trabajo. Yo escribo que era Leontief. -¡Qué va! Antes del de Leontief había un estudio matemático magnífico, de un alemán, sobre el Tablean. Me lo localizó Paredes en la Biblioteca del Ministerio de Industria y Comercio. Era un folleto interesantísimo. Como no anoté el nombre nunca se pudo localizar. -Yo mañana voy a ir al Servicio de Estudios del Ministerio de Comercio, y si está se lo fotocopio. -Trata de encontrarlo. A mí me dijeron que no aparecía. -Tenga usted en cuenta lo que le pasó a Baroja con el expediente, creo que de Aviraneta, que se negaban a admitir que existiese hasta que don Pío se subió a una escalera y estaba precisamente donde marcaba la ficha.

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Confieso que mi pequeña campaña -un artículo en índice, mis charlas- sólo sirvieron para que pidiesen desde la Real Academia Española a don Valentín unos libros, y después nada más. Hemos encendido la luz. Se despide el nieto, camino de otra abuela. Busco el folleto de Virginia García Gontán. Prosigo: -Y usted, ¿dio clase en la Institución Libre de Enseñanza? -Hay ahí una confusión tuya. Castillejo, con esa técnica suya de conseguirlo todo dándole un argumento al ministro, haciendo que éste lo tuviese como propio y combatiéndolo a continuación, con lo que el ministro llevaba adelante la idea de Castillejo creyendo que se oponía, construyó en los altos del Hipódromo dos edificios. Allí se instaló la llamada Residencia de Menores. Las enseñanzas las organizó Morente. Como yo era el único científico de la tertulia de Ortega me ofreció dar clase de Física y de Matemáticas. Allí las di desde 1914, durante dos o tres años. Comencé vestido de soldado. Por cierto que en realidad nunca pasé de quinto, porque el día de la jura de bandera estuve enfermo, y no pude asistir al acto. -Ahora soy yo el que doy clase sobre usted. El viernes concluí la lección titulada Valentín Andrés Alvarez. Ahora paso a tratar de don Manuel de Torres. Yo lo principal que aporté fue en cuestiones de mercado. Lo de concurrencia y competencia... -Que estuvo a punto de costarle un problema a Manolo Sacristán en la traducción de la Historia del análisis económico de Schumpeter. -Es que nosotros tenemos un idioma más rico, y por eso matizamos mejor. Y lo de formas del mercado lo recogió, como sabes, Stackelberg. Cae el silencio en la casa. De pronto me pregunta: -¿Ha muerto Teodomiro Menéndez? -Sí; hace un año o dos. Y no soy capaz de dar con el nombre familiar de la casa de estos Menéndez, en Salas, que tuvieron el Hotel Menéndez. -Como ve, don Valentín, también tengo mala memoria. -Eso te pasa por ser algo enciclopedista. Yo también intenté serlo, y se resiente la memoria. Y sin darse cuenta comienza a hablarme de matemáticas, y después de política, y después de literatura, sin fallar un nombre, una fecha. -Vuelve por aquí. Casi no salgo. Por supuesto que volveré. Es imposible salir más enriquecido de una casa de como yo salgo esta noche, húmeda, asturiana, a la calle madrileña de Ibáñez Martín. Espero que estos no sean otros Diálogos perdidos.

-Pues a ver si tienes suerte; consulta el índice de materias y no se te olvide enviármelo. Me interesa muchísimo. Era una preciosidad de desarrollo matemático. Eso de los archivos es tremendo. Cuando Pello construyó el Embalse de Salime fui con él al Archivo de Obras Públicas para saber si estaba alguna carretera proyectada por allí. El archivero, un tipo muy gracioso, le decía que España, si se hubiese hecho todo lo proyectado, sería el país más civilizado del mundo. Allí hablamos de una que no se había hecho. Pello le decía: -«Pero ¡si estaba declarada urgente!»-. Y él replicaba: -«Por eso, por eso. Se declararon tantas urgentes, que había una cola enorme en los expedientes de ésta, y en cambio las normales iban construyéndose más rápidamente». Lo cuento en mis Memorias. -Ya, ya. Y con lo bien escritas que están no comprendo cómo no le llamaron a la Academia. Yo hablé con don Samuel Gili, y poco más. No noté vibración, y me pareció una atrocidad. -No yo, pero alguien de Economía tendría que haber allí. ¿Qué me dices de todo el léxico de estadística? -Por ejemplo acuracidad. -Y mil otras cosas. Debían pensar en eso. -Ya sabe usted que Tamames aspira a ese puesto. -Convendría que hubiese alguien. 61

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Los Cuadernos de Viaje

EL CORAZÓN POR TIERRA Antonio Gala

e nuevo estoy en Andalucía, bendita sea, junto a las tierras de olivares, cerca del río Guadalquivir, a la vera de nuestras grandes aguas. De nuevo me encuentro en casa amiga: entre lomas rojizas y olivos verdegrises que se derraman -geométricos e intrincados, dóciles y distintos- con su menuda sombra a cuestas. En medio de ellos, las chicharras, de pronto, redoblan su estridencia. Son las mismas que el año pasado, que hace cien, que hace quinientos años. Como el arrullo de la tórtola es el mismo. Y el bisbiseo del agua. Y el vuelo del abejaruco. Y la brisa que hace cabecear los ramones, de fruto ya crecido. De nuevo me encuentro en casa amiga: junto a las arenas incontables y las mareas incontables y los verdes y los azules incontables; bajo el vuelo de las aves migratorias; frente a las lentitudes que proporciona una antigua experiencia; al lado de la salada gracia que sólo crece y se expande a la orilla del Sur. Sé que ellos son los mismos y que nada ha cambiado; que nada cambiará de verdad nunca porque la muerte de verdad no existe aquí. Cambian los ojos que miran el paisaje, pero permanece el paisaje: vibrante con la flama del mediodía o con la lluvia o con el estático mar del plenilunio. Pueden los hombres ascender a la luna sin saber bien por qué, tocar el cielo con las manos, amarse y desamarse: aquí siempre habrá esta bocanada tibia y húmeda: una bocanada de jazmín, o de nardo, o de dama de noche mezclados con salitre: unas manos compañeras que me brindan la aceituna y el pan y el bienmesabe; el temblor eterno y frágil de los olivos al ritmo de los grillos; el rielar inagotable, efímero y de piedra, como el amor, de la luna en el agua. Por eso es en la vieja insistencia del olivar y en la vieja insistencia de las olas donde mejor me encuentro. En su dibujo y en su desdibujo tozudamente repetidos. Para el gorjeo no necesita el ruiseñor más que tres notas, ni plumas de colores. Para darle al espíritu confirmación y calma, el olivar y el mar no necesitan ni rosas ni claveles, sólo seguir estando, siglo tras siglo, donde los pusieron. En su permanencia austera y dadivosa, anterior a los bronces y la piedra, en esta permanencia que rodea hoy la ruina de la piedra y del bronce, es donde mejor percibo a Andalucía. Cruzo Despeñaperros, miro los olivares, respiro hondo y sé que aún estoy vivo, que de alguna manera estaré vivo siempre. Y me pongo a cantar

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sin voz una canción que no se aprende, que la sangre susurra despacio al oído de cada sangre nueva. Una canción que repite que cada ser, por mínimo que sea, es importante porque sin él la Naturaleza no sería como es, ni estaría completa. Y añade que, sin embargo, todo ser es una gota de rocío que dura lo que dura la noche, y que una gota de rocío no es nada en mitad de la noche. Y termina afirmando que inextinguiblemente la noche se repetirá, y se repetirá el rocío y la yerba y el plenilunio sobre campos y playas. Porque la vida es la que hace ser día al día, y a la noche, noche. Y no se acaba nunca. Porque lo que una vez sucede, sucede para siempre. Y todo lo que existe murió ya alguna vez, y lo que una vez ha muerto no volverá a morir.

Si un día yo -u otro- acometiera el inútil trabajo de relatar mi vida, habría de cumplirlo puntuándolo con mis viajes al Sur. Mis constantes vitales es el Sur quien las gobierna, y es el Sur el agrimensor que, en mis curvas de nivel, marca las cimas y las simas. Ahora llego hasta el mar después de detenerme en pueblos de Córdoba, de Sevilla y de Málaga. Después de comprobar el incesante cariño de mis gentes, el señorío de su hospitalidad, su generoso y familiar respeto. (Los veinteañeros entran y salen de las discotecas. Cenan de tapas, con vino de Montilla, los matrimonios de hijos todavía no autónomos. Administran los vacilantes sueldos del desempleo las manos matriarcales. Desde la barra yo acepto una y otra amable invitación, o aproximo a una u otra mesa mi estómago incapaz de quedar bien con nadie más. En los balcones de los Ayuntamientos, junto a la nacional, tremola -limpia y clara- la bandera andaluza. Bajo el buen tiempo corre una aparente alegría. Pero puede que sea la que precede a las catástrofes, como las mejorías casi postumas de ciertas enfermedades prolongadas. Porque la mirada última de los conscientes es un suplicatorio y una queja; el adiós de los más informados es doliente y profundo. No sé qué hacer sino decirlo.)

Una ciudad es cosa de sus hombres, pertenece a unos hombres. Pero sólo quizá aparentemente. Porque es más cierto que esos hombres le pertenecen a ella. No por haber nacido allí, ni por otra razón explicable, sino porque han sido como devorados, absorbidos por ella, adjudicados a ella de antemano: sellados con su sello. Hay hombres expulsados de su ciudad cuya vida es ya toda un viaje indiferente. (Yo he conocido varios. Se van secando sin remedio). Hay otros hombres que andan por el mundo en busca de ciudad que no han tenido. Desesperadamente la presienten. No igno63

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ran que jamás podrán entregarse a otra, ni amar a otra que aquélla. Algunos mueren sin haberla encontrado. Suele ser en la silla eléctrica, en la horca, en algún manicomio. Hace siglos a lo mejor hubieran fundado ciudades: ahí está América. Este, sin embargo, es un tiempo trivial: no es tiempo de héroes... Eso pensaba yo mientras estuve paseando por Córdoba. Si es que a andar hoy por Córdoba puede llamársele pasear en vez de echar de menos, sentirse desconsolado, intentar no enterarse, resistirse a mirar, cambiar el tema de la conversación, querer salir corriendo fuera de allí. Comprendo que el estrago -el increíble estrago- no es nunca una última diferencia para definir nada. Habrá algo invariable debajo del escombro; en lo más hondo, algo indestructible. Acaso en Córdoba sea el desdén, la austeridad, el desprecio por los grandes proyectos y promesas que nunca se cumplieron, la tenaz voluntad de estarse en su silencio... No lo sé. Ojalá sea Córdoba, tan bella, aún salvable y salvada. O acaso -¿me consuelo?- no se trate de un fenómeno insólito. Acaso sea una representación de lo que en toda España está ocurriendo. La muestra de un temporal desentendimiento; la dejadez del polvo sobre las paredes, de las basuras -que antes se recogían y ocultaban- ante el umbral; la desaparición de los mínimos jardines que alegraron las plazas; el quebranto de clausuras seculares (automóviles vi atiborrando un cuadrilátero hasta ahora intangible: aquél en el que, descentrados, se levantan el Cristo y sus Faroles); la lucha de las periferias contra el centro: un centro que las abandonó, las descuidó, las ignoró... Y no hablo sólo de un aspecto físico.

Para liberarme de la gran piedra de Sísifo que, sin causa y sin término, debemos transportar cada vez más arriba, día tras día inexorablemente, para preguntarme mi nombre y darme una clara respuesta, me he venido a descansar un poco a la vera del Guadalquivir. (Dicen que ver correr el agua alivia la melancolía.) He visto, como un antiguo óleo, sus aguas lentísimas y sabias, llenas de mansedumbre, indiferentes a las ciegas mudanzas de la ambición cuyos imperios se derrumban, con un sordo fragor, sobre el escombro de imperios anteriores. Y voy ahora hacia el Mediterráneo. Donde el hombre fue antaño casi un dios, desmemoriado y disponible, hijo del gozo y la aventura, libre de anclar o de levar sus áncoras. Y donde ser mendigo o ser rey era sólo un matiz ante la magnificencia incomparable de ser de verdad hombres. Paso primero entre olivares rampantes y agresivos. Luego, entre chopos, secaderos de tabaco y huertas. Veo desde El Zegrí los altos filos de la nieve envainados. Vegas después, y el pan verde

del trigo, y bandadas de olivos adormecidas en las lomas. Y siempre, a cada paso, algún almendro distraído cuya flor se ha olvidado de morir-siendo así que toda flor ha de morir para dar paso al fruto- y alguna retama que requiere impaciente su hora de florecer. El gris del aire tensa los perfiles y aquieta los colores. Más que una pintura, el paisaje es semejante a un grabado en blanco y negro al que una mano ajena se hubiese empestillado en colorear. La tarde me precede, abriéndose y cerrándose, igual que un abanico. Y las manchas de sol sobre los anchos campos son como el vellocino de Gedeón: yacimientos repentinos de oro, entre el amarillo encendido de las aliagas y el vacilante de los jaramagos, con la gota de sangre de una amapola prematura. Atravieso paisajes mudos bajo cielos agazapados. Paisajes desiertos, pero llenos de esplendor. Paisajes suntuosos y abatidos, enjoyados y ame64

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Me deslizo sobre los montes últimos, de almendras tiernas y coniferas no demasiado altas. Me deslizo hacia el mar que otros días me recibió con una sonrisa blanca de ola en ola. La tarde, con un afarolado, cuelga en las cumbres su capoten de nubes. Y resulta que va vestida de azul y oro: como un torero o como una dolorosa. Antes de anochecer, sale rabioso el sol. Por fin el sol me ha calentado: sólo, a orillas de un mar solo

Ir hoy, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico, por carreteras andaluzas es contemplar dos fuerzas silenciosas y graves: una, de inercia; otra, de afirmación. Como el dormido que, a punto de despertar, sueña que está soñando y, por esa rendija de vigilia, se le entra la consciencia y lo incorpora. Como las gentes de esta tierra que, abandonadas al ritmo adormecedor de la mecedora -de la adormecedora- no se quedan dormidas, sino sólo traspuestas: es decir, puestas detrás de sí mismas, al acecho de algo; de que alguien, por ejemplo, con la mano en el hombro, les diga que ya es hora. En las ventanas -desde Tarifa a Cádiz, desde los Alhaurines a Málaga-, bregando con los niños, entre vino de Chiclana o tinto con gaseosa, las mujeres hablan a gritos de estrecheces y chismes de revista con un lenguaje descolorido y sandio: ése que enseña la televisión. Pero sus hombres callan con las caras cerradas, mirando al lejos, pensando en lo que tiene que venir. Todo es aquí las dos fuerzas de un duermevela: una, que se deja ir, y la otra, que se planta.

El levante, en Carboneras, a golpes de oleaje, no me deja dormir. Yo, al menos, estoy dispuesto a atribuir mi insomnio a ese levante, aunque haya otras razones más sonoras. Dejo los infinitos y cambiantes azules del Mediterráneo de Almería, el más bello posible. Dejo sus playas punteadas por el alquitrán de Cartagena. Dejo su población de ojos negrísimos y no contaminados. Dejo su placidez monótona y sedante. Dejo sus peces de nombres extremosos: o galanes o tapaculos. Quedan atrás su paisaje antihumano, su arquitectura cúbica y sin aristas, sus oasis repentinos, sus pequeños cultivos bajo plásticos, sus estratos de planeta aún no asentado, sus montes dorados por el esparto que ya nadie recoge, su abandonada desolación que se mete -un cuchillo- en el hondo del alma... Curva a curva, por una carretera fatigosa que se mide equivocadamente en kilómetros, voy acercándome a las plantaciones semitropicales de Granada. Y recuerdo un mes de febrero en Almuñécar. Desde la playa desierta, al amanecer, veía retornar las gabarras. Las gaviotas, como niñas de

nazados. Una tierra que tiene el gesto de alguien que, en otro tiempo, hubiera sido rey... En pocas ocasiones me he sentido tan reflejada el alma en un paisaje; tan igual a una rama que se echa a retoñar en un clima impropicio y se pregunta para qué y se detiene estremecida ante su esfuerzo sin destinatario. En pocas ocasiones me he sentido tan reflejada el alma en lo andaluz... Atravieso paisajes en donde el corazón, desde que yo recuerdo, se me hizo olvidadizo y remoloneaba sin atender mi voz. Me voy buscando el corazón en ellos y no lo encuentro donde lo dejé. «Suelta mi manso, mayoral extraño»... El parabrisas del coche, de cuando en cuando, se empaña con una lluvia fina. Lo mismo que mis ojos. Lo mismo que si, en una presentida primavera que no termina de cuajar y huele a despedida, se hubiese roto un vaso: el frágil vaso común de la esperanza. 65

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un colegio caro, uniformadas y unánimes, volvían la cabeza a derecha y a izquierda. Creyó mi corazón que había llegado el tiempo del descanso: el dulce fin de todos sus procesos. Ignoraba el infeliz que su final, como el de cualquier otro corazón, era ser devorado... Y continúo después. Un par de días me detengo en Málaga. Su fasto y su cochambre me serenan.

Hoy no me importa más que lo que veo: las playas gaditanas de enormes pleamares; las tierras gaditanas, que el verano transformará desnudándolas, durmiéndolas las lomas hasta otoño, dejándoles los campos verdes de la soja y los del girasol, cuyo giro acaso detenga la sequía. No miro más allá. No me hace falta. Por debajo de estos cultivos reposan las antiguas culturas, de las que sólo ya recuerdo queda (y el polvo, que sofocará el ruido con que caerá la nuestra, si es que existe). Sin embargo, Argantonio vive aún en la sangre de estas gentes de habla ininteligible y apresurada, brillantes ojos y sonrisa perpetua. En sus cuerpos la esbeltez y la belleza duran muy cortos años, pero dejan al irse una huella imborrable: un olor a hermosura, el gesto inconfundible de quien ha sido -por algún tiempo- rey. Hermosas playas últimas. Sin turismo extranjero. Con gente del contorno. De Sevilla o de Badajoz la más lejana, y algún coche de un emigrante en Barcelona. Playas anchas, bullangueras, cachondas. Con el dulce movimiento de las dunas, a las que las mareas -hora a hora- van faltando al respeto. Con gentes hacendosas, que limpian sus tiendas de campaña multicolores -de forma casi árabe, casi circense-, donde se arracima en el mes de vacaciones toda la familia: la madre inmensa de turbante verde, los siete u ocho niños, la cuñada solterona, la abuela... y el sultán que ni respira para no sudar y está siempre tumbado en una colchoneta -las demás se recogen o desinflan de día sobre la arena que la mujer se cuida de refrescar mojanto a cada rato y aún de echarle serrín, como si se tratase del zaguán cuando llueve, para que huela a pino. Gente que vive y ríe y bebe manzanilla y parte la fruta y el pan, procurando olvidar que su precio ha subido. Gente conforme y mansa, que en un segundo pierde la gana de reír pensando en lo que se le aproxima. Gente a la que amo tanto...

salado de la muerte es lo que hoy me emociona. Guadalquivir mi corazón se llama. * * *

Hoy ha amanecido el cielo gris, y gris el mar. En el horizonte se confunden el uno con el otro. Ladran los perros sin la exaltación de ayer. Las ventanas están cerradas y se posa la humedad en los alféizares. Las flores intentan amortiguar su griterío y se sienten anacrónicas bajo un clima de enero. El viento agita las recargadas ramt.ó del mimoso y de la buganvilla... Mejor así. Dentro de poco yo tengo que abandonar de nuevo Andalu-

No lejos, entre Bajo de Guía y el Coto de Doñana, por Sanlúcar, muere el Guadalquivir. Una mano cariñosa me ofrece una acedía. La como con un nudo en la garganta. Me acuerdo cuando yo vi nacer este río de aceite y oro puro: un borbollón chiquito allá en Cazorla entre el pedregal gris, bajo una nube de mariposas blancas. Con su agua, menuda y clara, me lavé las lágrimas: me hice afluente suyo. Verlo adentrarse en el sabor 66

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silla y el papel. Aquí bastante se hace con dejarse llevar, con acopiar siempre recomenzadas sensaciones, renacientes sorpresas, constantes sugerencias. Andalucía-al menos para mí- es la semilla y la palpitación. Lo que brote más tarde -ausente ella- será reflejo y eco. Ahora asediado y reclamado por olores, colores y sabores andaluces, difícilmente puede reflexionarse. Percibirlos es suficiente esfuerzo; expresarlos sería demasiado. (Siento el brusco y penetrante olor de una almazara. Siento los largos tramos descarnados de una carretera en obras siempre, siempre rogando precaución y siempre rota en desvíos provisionales. Como mi vida, como todas las vidas. Una carretera en que apenas se avanza, en que no se adelanta a ningún rezagado, en que -hasta que se muere- se tiene tiempo de pensar que pudo no ser así y que acaso mejore, aunque no mucho, a punto de terminarse el viaje para el que no necesitábamos alforjas: justo cuando uno se había decidido a matar, o a dejarse morir, o había matado, o estaba hecho ya al bache y la desgana. Porque las mismas alamedas en donde ayer la pasión nos derritió los huesos, hoy las atravesamos sin mirarnos siquiera. Y es la misma su sombra y el mismo su verdor y el mismo el vientecillo que el verdor estremece. Y la misma la vida. Pero nosotros, no...) Atrás queda el idioma cotidiano y casero: un castellano cómodo, sentado, llevadero para los gestos habituales, más exportable que el castellano de Castilla -vertical y aristado-, más ligero y portátil y adepto a las temperaturas y la actitud del Sur. Atrás se queda el corazón... Dentro de horas retornaré al laboratorio humoso de Madrid, al habla apresurada, a la carencia de paisaje, a vivir los recuerdos recién creados -que hoy no son aún recuerdos, sino vida-, a procurar decir lo que he sentido, a contemplar el mundo a través de los periódicos. Dentro de horas retornaré a la vida de encargo -imitada y pintada en su lienzo-, un poco más morena la piel y más reacia el alma. Aquí permanecerán, sin saber lo que tienen, los sureños, locos privilegiados, con su gozo y su pena, su preautonomía y su injusticia a cuestas, su sapientísimo modo de cruzar por la vida, su admirable íntima rebeldía. Aquí permanecerán erigiendo las Cruces de Mayo en las plazuelas y en los patios, disfrazando con flores el hirsuto símbolo, cubriendo con júbilo la sangre, adornando con cantes el sudor y los tajos, cumpliendo la imposible tarea de ser más andaluces cada instante. Aquí permanecerán, entre el mar y la tierra, inamovibles e inseguros como sus marismas, bravos y delicados, contradictorios y eternos. Los andaluces... Yo ya empiezo a escuchar la queja del fandango: «Aunque me voy, no me voy; / aunque me voy, no me ausento:/ ^ ^ ^ que, si me voy de palabra,/me quedo de A ^ l pensamiento». Aunque me voy, no me ^ ^ voy.

cía: será más fácil abandonarla entrevelada y dormitando. Una vez más me voy sin haber trabajado -a eso vine- en ella. Y es que no quiero convencerme de una cosa evidente: en Andalucía no se escribe, se bebe y se vive. (Ningún poeta escribe desgarrados sonetos amorosos mientras que ama. Es después -cesados ya el amor y sus catástrofes- cuando el poeta rememora y transcribe momentos de amargura o delicia, que antes se contentaba con vivir, sin necesidad de comunicarlos a nadie que no fuera la propia causa de ellos.) A Andalucía se ha de llegar lo mismo que una esponja: con avidez, en blanco y disponible. Ella es la vida. O sea, lo contrario de una mesa y un papel y una silla. Luego vendrán, si quieren, la 67

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EL CANTO ROMÁNTICO

representan el triunfo del Edipo: toda la familia presente, padre, madre, hija e hijo, que se ven simbólicamente proyectados -cualesquiera que sean los subterfugios de la anécdota y los cambios de rol- en el bajo, la contralto, la soprano y el tenor. Y estas cuatro voces familiares son precisamente lo que olvida de alguna manera el lied romántico al no tomar en cuenta las marcas sexuales de la voz, ya que un mismo lied puede ser cantado indistintamente por un hombre o una mujer; no hay en este caso «familia» vocal: tan sólo un sujeto humano -unisex, podríamos decir- en la medida incluso en que esté enamorado, ya que el amor -el amor-pasión, el amor romántico- no entiende ni de sexos ni de roles sociales. Tenemos un hecho histórico que probablemente no carece de relieve y es que precisamente cuando los castrados desaparecen de la Europa musical surge el lied romántico con su mayor novedad: a la criatura públicamente castrada viene a sucedería un tipo humano complejo, cuya imaginaria castración va a interiorizarse. Con todo y sin embargo, quizá el canto romántico haya sentido la tentación de una división de voces. Pero, cuando ello sucede, ya no se basa en el sexo o en los roles sociales, sino que es muy otra: una división que contrapone la tenebrosa voz de lo sobrenatural o de la naturaleza demoníaca a la voz pura del alma, no en sentido religioso sino simplemente humano, demasiado humano. La evocación diabólica y la plegaria de la joven corresponden entonces al orden de lo sagrado y no al de lo religioso; lo que se insinúa, lo que se representa vocalmente es la angustia ante algo que amenaza con dividir, con separar, con disociar o con despedazar al cuerpo. La voz ronca, voz del Mal o de'la Muerte, es una voz sin espacio, es una voz sin origen que resuena por doquier (como en

Roland Barthes

scucho esta noche nuevamente la frase con que se abre el andante del Primer Trío de Schubert -frase perfecta, unitaria y segmentada a un tiempo, frase amorosa si decirse pudiera- y una vez más constato hasta qué punto es difícil hablar de lo que se ama. ¿Qué decir de ello sino lo amo en incesante repetición? Tal dificultad es en este caso tanto mayor por cuanto que el canto romántico no es objeto en la actualidad de mayor polémica: pues no es arte de vanguardia, no hay razón para luchar por él; tampoco es, por otro lado, un arte lejano, extraño o desconocido, por cuya resurrección se hiciera preciso batallar; ni está de moda ni manifiestamente démodé, tan sólo acaso resulte de poca actualidad. Y es eso tal vez, no obstante, lo que motiva su más sutil provocación. Por eso quisiera actualizar yo hoy su escasa actualidad. A lo que parece, cualquier discurso sobre la música debe partir de lo evidente. De la frase schubertiana a la que me refiero no puedo decir sino una sola cosa: esto canta, sin más, canta extraordinariamente hasta el límite de lo posible. ¿Mas no resulta sorprendente que esta asunción del canto hacia su esencia, que este hecho musical mediante el cual parece manifestarse el canto en este caso en todo su esplendor, se produzca precisamente sin la intervención del órgano básico en el mismo, esto es, la voz? Pero se diría que la voz humana está tanto más presente por cuanto que ha delegado en otros instrumentos: la cuerda. Y así, el sustituto llega a ser más auténtico que el original; el violín y el violoncelo «cantan» mejor o, para ser más exactos, cantan más que la soprano o el barítono, dado que, si convenimos que los fenómenos sensibles tienen un significado, será siempre en el desplazamiento, en la sustitución o, a fin de cuentas, en la ausencia donde aquél se habrá de manifestar con la mayor fuerza. El canto romántico anula la voz: Schubert escribió seiscientos cincuenta Heder; Schuman, doscientos cincuenta. Pero éste abolió las voces y acaso en ello resida su revolución. Hemos de recordar en este momento que la clasificación de las voces humanas, como cualquier otra que elabore una sociedad, nunca es algo inocente. En los coros rurales de las antiguas sociedades campesinas, las voces masculinas respondían a las femeninas: mediante tan simple división por sexos, el grupo estaba remedando los exordios al intercambio, al mercado matrimonial. En nuestra sociedad occidental, los cuatro registros vocales de la ópera

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canta el lied? Pues todo cuanto repercute en mí, cuanto me atemoriza o es deseado por mí. Poco importa a qué se deba el dolor o la alegría: para el enamorado, igual que para el niño, es siempre el afecto hacia la persona perdida o ausente lo que canta el canto romántico. Schubert pierde a su madre a los quince años; dos años más tarde, su primer gran lied, Margarita hilando, habla del caos de la ausencia y de la alucinación del retorno. El «corazón» romántico, expresión en la que ya no se ve -y un tanto peyorativamente- más que una metáfora edulcorada, es, sin embargo, un órgano fuerte, punto extremo del cuerpo interior en donde a un tiempo y como contradictoriamente se juntan en tensión el deseo y la ternura, la necesidad de amor y la búsqueda del goce: algo agita a mi cuerpo, lo infla, lo tensa y lo lleva al borde de la explosión para, acto seguido, deprimirlo y languidecerlo misteriosamente. Este movimiento hay que escucharlo por detrás de la línea melódica, que es una línea pura y que, incluso en el no va más de la tristeza, nos canta en todo momento la dicha de la unidad del cuerpo, por más que esté dentro de un volumen sonoro que la complique y la contradiga con frecuencia: una pulsión reprimida -marcada por movimientos respiratorios, por una serie de modulaciones tonales o modales o por una sucesión de trenzados rítmicos-, todo un enaltecimiento móvil de la sustancia musical se genera por el cuerpo separado del hijo, del enamorado o del ser perdido. En ocasiones, este movimiento subterráneo se manifiesta en su estado más puro: así creo percibirlo por mi parte en un corto preludio (el primero) de Chopin: hay algo que se infla, sin cantar todavía, que trata de expresarse y termina desapareciendo.

en el Desfiladero de los Lobos del Freischutz) o deviene inmóvil y suspensa (como en La joven y la Muerte de Schubert); de cualquier manera ya no remite al cuerpo, que queda como fuera del espacio. Esta voz ronca es excepción, claro está. Por lo general, el lied romántico surge del núcleo de un espacio finito, concentrado, centrado, íntimo y familiar como es el cuerpo del cantante y también el del oyente. En la ópera es el timbre sexual de la voz (bajo/tenor, soprano/contralto) lo que cuenta. En el lied, por el contrario, es la tesitura, el conjunto de sonidos que mejor le va a una determinada voz; en este caso, nada de notas extremadas ni de does de pecho, nada de excesos en los graves ni en los agudos, nada de gritos ni de cualquier otra proeza fisiológica. La tesitura es el modesto espacio de sonidos que cada cual puede emitir y dentro de cuyos límites puede desenvolverse la unidad tranquilizadora del propio cuerpo. Toda la música romántica, tanto vocal como instrumental, practica este canto del cuerpo natural; es una música que tan sólo tiene sentido si la puede cantar uno en su propio cuerpo, con su propio cuerpo. Condición básica que dejan de respetar tantas interpretaciones modernas, en exceso vivaces o en exceso personales, y mediante las cuales -so pretexto de rubato- el cuerpo del intérprete viene a reemplazar abusivamente al de uno y a robarle (rubare) su aliento y su emoción. Y es que cantar, en el más puro sentido romántico, no es sino eso: gozar, «fantasmáticamente», de la unidad de mi cuerpo.

¿Cuál es entonces el cuerpo que canta el lied? ¿Qué es lo que en mi cuerpo, en mí que escucho, Sé muy bien que históricamente el lied romántico ocupa todo el siglo XIX y que va desde el Lejos de la amada de Beethoven, hasta los Gurelieder de Schónberg, pasando por Schubert, Schumann, Brahms, Wolf, Mahler, Wagner y Strauss (sin olvidar algunas de las Noches de verano de Berlioz). No obstante, nuestro interés en este caso no es musicológico: el canto del que estoy hablando es el lied de Schubert o el de Schumann, pues en ellos está para mí el meollo vivo del canto romántico. ¿Y quién escucha estos Heder? No precisamente los salones burgueses, espacio social en donde la romanza, expresión codificada del amor, se fue poco a poco acrisolando hasta dar origen a la melodía francesa. El espacio del lied es fundamentalmente afectivo, apenas socializado; en ocasiones, todo lo más, un grupo de amigos: los de las Schubertiadas; mas su verdadero espacio de audición es, por así decirlo, el interior de la cabeza, de mi cabeza; al escucharlo, yo canto el lied conmigo mismo, lo canto para mí mismo y en mí mismo me 69

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dirijo a una Imagen, la imagen del ser amado, que me hace perderme en ella y a la vez me devuelve la mía propia como el «abandonado». El lied supone una interlocución rigurosa, aunque al tiempo imaginaria e interiorizada en mi más profunda intimidad. La ópera, por así decir, traduce en una serie de voces diferenciadas otra serie de conflictos externos, históricos, sociales o familiares; en el lied, la única fuerza reactiva es la ausencia irremisible del ser amado: se lucha con una imagen que es al mismo tiempo imagen del otro, deseada y perdida, y la mía propia, deseante y abandonada. Todo lied es un objeto de dedicatoria secreta: dedico lo que canto, lo que escucho; existe una dicción del canto romántico, una dirección articulada y una especie de declaración en sordina que se perciben muy bien en algunas de las kreislerianas de Schumann, pues no hay en ese caso ningún poema que las rellene o les dé cuerpo. En resumen, el interlocutor del lied es el Doble -mi Doble-, es Narciso, el doble alterado y fijado en la horrible escena del espejo hendido, tal como nos la cuenta el inolvidable Sosias de Schubert.

cualquier sentido general, ante cualquier idea de destino o cualquier trascendencia espiritual; en resumen, un puro vagar, un devenir sin finalidad; en la medida de lo posible, el tiempo de una sola vez y vuelta a empezar hasta el infinito.

No resulta difícil de ubicar el arte del canto romántico dentro de la historia de la música, decir cómo surgió y cesó o cuál fue el marco tonal por el que pasó. Valorarlo como momento de civilización ya es tarea más delicada. ¿Por qué el lied? ¿Por qué y según qué condicionamientos históricos y sociales se convirtió en el pasado siglo en una forma poética y musical tan típica como fecunda? La dificultad de la respuesta se debe probablemente a la paradoja de que la Historia nos ha dado el lied como un objeto que resulta siempre anacrónico. Y esa. falta de actualidad la debe el lied a los sentimientos amorosos, de los que es la más pura expresión. El Amor-el Amor-pasión- es históricamente inaprehensible porque en todo momento resulta, por así decir, no más que histórico a medias: aparece en determinadas épocas para desaparecer en otras: tan pronto se pliega a los imperativos de la Historia como se resiste a ellos, cual si durara desde siempre y debiera durar eternamente. La pasión amorosa, ese fenómeno intermediario (que así lo llamaba Platón), debería quizás su opacidad histórica a que acaso no aparezca, en resumidas cuentas y a lo largo de los siglos, más que entre sujetos o entre grupos marginados, desheredados por la Historia y ajenos a esa socialidad gregaria y pétrea que los rodea, los oprime, los excluye y priva de cualquier poder: tal sería el caso de los udritas árabes, de los trovadores del Amor cortés, de los amanerados preciosos del siglo de Luis XIV o de los músicos-poetas de la Alemania romántica. Y de ahí también la ubicuidad social de los sentimientos amorosos, que puedan ser cantados por todas las clases sociales, desde el pueblo llano hasta la aristocracia; dicho carácter trans-social se puede percibir en el propio estilo del lied schubertiano, que ha podido ser a un tiempo o sucesivamente elitista y popular. El status del canto romántico es impreciso por naturaleza: falto de actualidad sin verse tampoco reprimido; marginal sin resultar por ello excéntrico. Por tal razón y a pesar de las apariencias intimistas y cultas de esta música, bien se la puede colocar, sin pecar de atrevimiento, en la categoría de las artes extremas: la que con ella, se expresa es una persona singular, intempestiva, desviada y hasta loca, podríamos decir, de no ser porque, con un rasgo de suprema elegancia, seguro que rechazaría la máscara gloriosa de la locura.

El mundo del canto romántico es el mundo amoroso, el mundo que el ser enamorado alberga en su mente, con un solo ser amado y todo un cosmos de imágenes; éstas no responden a personas, sino que son pequeños cuadros, compuesto cada uno de los cuales sucesivamente por un recuerdo, un paisaje, un momento, un estado de ánimo o cualquier otra cosa que sea causa de herida, de nostalgia, de felicidad, de proyecto o de angustia; en una palabra, de repercusión. Tomemos el Viaje de invierno: Buenas noches nos habla del obsequio que el enamorado hace con su propia partida, don tan furtivo que ni siquiera hará sentirse incómodo al ser amado: y uno mismo se retira también tras sus pasos. Las Lágrimas de hielo hablan del derecho a llorar. Hielo, de ese frío tan especial del abandono. El Tilo, el hermoso árbol romántico, el árbol del perfume y el adormecimiento, habla de la paz perdida. En el río, de la pulsión por registrar, por describir el amor perfecto. El tañedor de viella, para terminar, nos recuerda esa gran reiteración de figuras que se da en el discurso que el enamorado elabora. Esta facultad, esta decisión de producir con libertad palabras siempre nuevas mediante breves fragmentos, cada uno de los cuales es a un tiempo intensivo y cambiante, con posición imprecisa, es lo que en la música romántica se denomina Fantasía, ya sea schubertiana, ya schumaniana. Fantasieren: a la vez imaginar e improvisar; en una palabra, fantasmear, es decir, crear algo novelesco sin construir una novela. Los ciclos de Heder no cuentan siquiera una historia de amor, sino tan sólo un viaje, cada momento del cual hállase como replegado sobre sí, cegado e impermeable ante

(Traducción: Eduardo Méndez Riestra) 70

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MONASTERIO

DEL COTO

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CUARTU

DE M I G U E L

A.L¿ADO SUR

núcleos de población rural, el modelo se amplía hoy en día dando lugar a un esquema que desplaza esas fuerzas directivas hacia aglomeraciones de orden superior. La aldea asturiana perdura todavía, aunque se ve obligada a evolucionar bajo la influencia de poderosos factores sociales y económicos, que se comportan como ciertas condiciones ambientales que condenan a la desaparición de los seres insuficientemente adaptados. La trama parcelaria y la actividad principal de la población campesina que vive en ciertas condiciones geográficas, pueden considerarse como los principales factores que determinan la conformación de la aldea. Van a definir los usos y la magnitud de los edificios que componen las unidades de construcción. Formas y materiales se ordenan después para beneficiarse del emplazamiento. Desde este punto de vista, el hórreo asturiano es propio de las aldeas de economía agrícola, siendo innecesario para el pastoreo. La configuración de la casería tiene lugar según los medios con que se satisfacen las necesidades familiares a lo largo de su ciclo vital. Su resultado es diferente, como ya hemos dicho en otro lugar, cuando obedece a un programa cerrado, lo que da origen al tipo que llamamos casona, o si se desarrolla en varias etapas, dando lugar a la quintana. El primero reúne bajo el mismo techo diversos usos compatibles, mientras que ésta se forma por acumulación de edificios destinados a cobijar actividades determinadas. En todo caso, el hórreo es

LA ALDEA ASTURIANA (Notas y apuntes) Efrén García Fernández

a existencia del hórreo está justificada como complemento de la casa campesina, entendida como la unidad de construcciones que son necesarias para llevar a cabo la explotación de una parte de la superficie agraria. La aldea asturiana queda formada por agregación de caserías siguiendo algunos principios generales para la utilización del suelo, que están en relación con el grado de desarrollo cultural de cada época. No conozco estudios históricos que se refieran a la catalogación de los principios empleados en la disposición de las aldeas, por lo que vamos a ilustrar ciertas observaciones, presentando algunos modelos seleccionados entre los que estamos recogiendo. Compartimos la opinión de que nuestros núcleos rurales son formas empleadas para el asiento de la población campesina, siguiendo un modelo de utilización del suelo que concentra las fuerzas directivas de la sociedad en la villa. Si admitimos que ésta es comparable a las actuales cabeceras de una comarca que comprende varios

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siempre construcción despejada, pero inseparable de la casa rural. El emplazamiento de la aldea, está subordinado al suelo explotable. Respeta las mejores tierras para el cultivo como ha redescubierto el actual urbanismo, y puede lograrlo bajo distinta forma en los terrenos llanos y en la montaña. Dentro de la aldea, el hórreo se vincula a la casa campesina siguiendo unas normas simples que respetan el equilibrio alcanzado en la disposición de las fincas próximas. Generalmente, en terrenos llanos el hórreo prefiere la antojana o el corral, mientras que se desplaza al costado de la casa, en la montaña y a lo largo de los caminos. Si esto no fuera posible, podemos encontrarlos ante la casa, al otro lado de la vía, o en espacios residuales que no faltan en los entronques de dos o más pistas. La repetición de estos modelos producen las agrupaciones de hórreos en línea ante casas, organizadas como riestras en los bordes de las vegas, y los conjuntos de hórreos que ocupan las plazas rurales. En lugares de clima duro, el corral suele abrigarse por medio de las construcciones, en cuyo caso es sitio preferido para emplazar el granero. Tiene lugar entonces el tipo de agrupación que alcanza el mayor grado de integración entre la casa y el hórreo. Algunos casos singulares elevan esta construcción sobre la cubierta de la vivienda, sin que apliquemos este significado a los edificios dispuestos para algún uso complementario, generalmente cuadras, como es frecuente en nuestro territorio

suboccidental del interior. El ejemplo más destacado de este tipo pudimos verlo en Setienes. En general, el hórreo se asienta directamente sobre el suelo, a no ser que se remonte con el fin de dejar paso franco por debajo, para no constituir un obstáculo dentro de los corrales reducidos. Esta solución es corriente al oeste del río Navia donde se apoya sobre altos muros de cerramiento, cuando es posible. El cabazo asturiano repite las mismas formas de agrupación con la casa, aunque es desusada la formación de grupos de cabazos en espacios públicos. Se reitera una disposición perpendicular a la fachada principal de la vivienda, para que tenga acceso directo a través de un pasadizo elevado sobre la antojana, ya que la puerta siempre se encuentra en una de las cepas. Colocado lateralmente, se presenta alineado con el frente principal de la casa. El aspecto del hórreo en el conjunto de la aldea varía según la importancia con que se manifiesta en el paisaje hacia los lugares de contemplación, cuyos tipos hemos tenido ocasión de establecer en otro lugar. Las alineaciones de graneros, al borde de las vegas, aumenta por repetición el valor estético de las siluetas en claroscuro rematadas con perfil apiramidado, sobre las que remonta un segundo término de casas y cortes de silueta apaisada más o menos continuo, a causa de su mayor elevación. El arbolado de las llosas interrumpe la continuidad de estos elementos, dentro de una escala mante74

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ARAYÓN

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CA5A

OLAYA

. ALZADO

OESTE

nida con rigor, al amparo de la envolvente general que presta el cueto próximo, sólo ausente en las rasas. El hórreo aparece situado entre los edificios que componen las aldeas ubicadas a media ladera, a causa de que el conjunto se forma con el escalonamiento de las caserías típicas, en general. El conjunto presenta especial desarrollo hacia una ladera opuesta, principalmente cuando no está demasiado distante. Estos emplazamientos producen resultados diversos cuando se consideran entre las formas naturales del sobrio paisaje del occidente, caracterizado por su armonía integral, o por el contrario, en los espacios más reducidos del oriente asturiano, con gran diversidad formal y cromática. Dentro de la aldea, los lugares llanos son más favorables para contemplar estas construcciones, porque permiten elegir una distancia ventajosa para apreciar su relación con la casa, a no ser que contemos con alguna vistilla singular a media ladera. LA CASA Dentro del nivel de estudio que denominamos «organismos», algunos ejemplos muestran el limitado margen de variaciones que existen sobre los tipos señalados, tanto en la formación de las construcciones como en su vinculación a la casa. Estos cambios son debidos a peculiaridades de las soluciones constructivas impuestas por el uso de los materiales locales, primordialmente. En todo 75

caso, son suficientes para impedir cualquier posibilidad de repetición y monotonía. Así, el uso de la paja puede seguir los sistemas «teitos a beu» y «teitos a facha». En el primero, la paja sólo tiene como objeto la impermeabilización de la cubierta. Se realiza con capas de colmo tendidas sobre una base, más o menos espesa, de escoba o «xesta», y se asienta en una estructura realizada con materiales ligeros, que van desde el entramado realizado con rollizos en posición de pares y varas delgadas como correas, según el uso en Laceana, hasta un pabellón continuo de rollizos, al modo de Fonsagrada. Esta ligera capa de colmo se sujeta mediante trenzados vegetales de escoba, desplegados en espiral y clavados con pequeños «gabitos». La segunda está realizada con haces de colmo atados a las correas mediante ligaduras de colmo trenzado, llamadas «bincayos» en Puente de Rey, de forma que sólo presenten al exterior las puntas bien enrasadas mediante una pala de madera. Esta operación se llama «fachar» en Ibias. Con este sistema cada capa de colmo se sujeta con el peso de la superior, igual que la pizarra, y su espesor garantiza la impermeabilidad. Pese a sus inferiores cualidades aislantes, los cambios de costumbres dan lugar a la sustitución de las cubiertas de paja por pizarra, sin alterar el entramado de apoyo. A causa de ello, las formas en pabellón de las primeras se cambian en pirámide con base de tantos lados como haga preciso el tamaño de las losas. Estas se colocan con im-

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provincia. Este apoyo leñoso se sustituye por piedra tosca y después se renueva con sillería labrada. Actualmente los pegollos de madera envejecida se reemplazan por otros de hormigón en masa, en ocasiones. La antigüedad de los hórreos se acusa en todos sus elementos, pues están realizados con piezas enterizas de gran sección. A medida que su construcción es más moderna, estos componentes se revelan formados por ensamblaje de otros con sección más reducida. Los graneros primitivos carecían de corredor. Fue añadido a medida que tuvo lugar un notable incremento en la producción de maíz. Este ándito se forma con un piso apoyado en suplementos que aumentan el vuelo de las cabezas de los «trabes» y sobre otros que van colgados en su vano. No obstante, hemos podido comprobar la existencia de algunas muestras cuya construcción tuvo en cuenta el corredor desde un principio, para lo cual se dimensionó el vuelo de la cabeza de los «trabes» a tal efecto. La armadura de las cubiertas de paja «a facha» debe ser entramada, como hemos dicho, para contar con frecuentes puntos de atado para el colmo. Esta solución puede haber sido el origen de la forma empleada al oeste del Navia, donde el entablado para fijar la pizarra apoya sobre pares dispuestos en forma de pabellón. Para las cubiertas de teja, la superficie continúa formada por cabrios de gran anchura y poco canto, cumplen una doble función resistente y para asiento de los alabes.

bricación irregular, seleccionando las piezas mayores para los bordes y las cejas que se forman para proteger el encuentro de dos caras. Posteriormente, a la pizarra sucede la teja curva, con doble fila de cobijas en los caballetes y limas, donde se encuentran azotados por el viento. En la actualidad y, afortunadamente en pocos casos, la teja se ve desplazada por el fibrocemento. Sin entrar en sus deficientes condiciones para el aislamiento térmico, que facilitan la condensación de humedades en su cara inferior, consideramos que este material es impropio para techar nuestros graneros porque su rigidez no se adapta a las deformaciones de los planos de cubierta, y a causa de que los cortes oblicuos para formar los faldones no concuerdan con los módulos empleados en su fabricación. Si fuera posible establecer un orden de preferencia basado en el empleo de estos materiales de revestimiento, elegiríamos en primer lugar las cubiertas de paja, seguidas de la pizarra, a causa de lograr mayor integración con el paisaje bajo la acción de los agentes naturales en primer caso, y por el acusado mimetismo cromático del segundo. Pero, en todo lance, sin dejar relegada la gracia que caracteriza a los graneros con cubierta de teja. Semejante evolución pudo haber tenido lugar para el material empleado en los pegollos. Sin contar con los que están realizados con fábricas en el occidente, pensamos que fueron de madera, inicialmente, al menos en las áreas ricas en bosques que se extienden por la mayor parte de la 76

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BIENVENIDA A REGOYOS ienvenido seas y bienvenido te encuentres, Santos Darío de Regoyos y Valdés, franqueador de umbrales, pupila cántabra. Esta es tu casa, tu vieja y pródiga casa, desmemoriada de antiguo, hoy, por fin, acogedora. Y llegas (en olor o no de multitud, ya no importa) a recoger el pan y la sal que esta tierra te debía. En fin, perdona, ya sé que este no es tu estilo. Lo tuyo es entrar casi de puntillas, con la sonrisa y la pregunta a flor de labios, ingenioso a veces, disparatado otras, pero siempre humano y natural, porque en ti y en tu arte primó ante todo la sencillez. Siempre viviste en pintor, simple de recursos, siempre lo justo y cabal; y en pintor te fuiste, a pintar cielos y tierras de otra cantabria panteísta y lejana.

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Tú y Clarín, por Cimadevilla: chambergo y bombín, paseantes de capas negras, al viento las barbas, como proas de trágico negror, burlones y críticos. Lástima, Darío de Regoyos. Llegas con retraso. Quizás fatigado. Con ese empaque sobrio y discreto que da la madurez. Y sin embargo, aunque vienes en son de paz, vas a ganar otra batalla. Hoy tu humildad de hombre y de pintor nos va a conmover profundamente. Y contigo estaremos, en tu lucha de siempre, en contra de ese academicismo y de esa chabacanería pictórica que aún merodea, hueca y fatua. Bienvenido seas y bienvenido te encuentres, Darío de Regoyos. Mentor te quisiéramos del arte asturiano; pero orbayu o sirimiri, qué más da, siempre el Norte tu región estética.

José Antonio Castañón

EL DESCUBRIMIENTO DÉLA CORRIENTE DEL GOLFO A propósito de las exposiciones de pintura «¡980», Campano, Cáceres, Solsona, Gomila y otros, y su repercusión critica en la prensa y cenáculos artísticos de Madrid en la temporada otoño-invierno de 1979-80.

Perdona, ahora, si te reprocho tu tardanza: llegas casi con un siglo de retraso. En tu viaje a la «España negra» soslayaste, para bien o para mal, tu casa materna, y nunca lo justificaste. Lástima. Leopoldo Alas te esperaba. ¡Qué pareja la vuestra! Qué dúo para denunciar esa «Asturias negra», moralmente negra, que aún nos pesa y nos doblega.

demás de penenes y periodistas -aue como es bien sabido, en estos últimos años son los dictadores de normas y detentadores del derecho a condenar a quien no habla como ellos determinan de España, S. A., de la que se consideran sus consejeros delegados en exclusiva-, ha proliferado otro género de indivi-

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duos con afanes paralelos. Estos individuos, que pertenecen al género conocido por «crítico de arte», habían venido defendiendo encarnizadamente una vanguardia académica de pinturas al cuadrado y soportes-superficies. Y resulta que en esta temporada otoño-invierno deciden que han llegado los años ochenta (y no el siglo XV del Islam, puestos a remitirse a cronologías), y con ellos, el postmodernismo. Han preparado exposiciones, apoyado pintores y despreciado artistas, introduciendo en el contexto estético de esta zona del planeta, el túnel del tiempo. Un modelo de túnel de una sola dirección que lleva al pasado, a las costas bañadas por la Gulf Stream, de la lengua del imperio hace unos cuarenta años. Promocionan el arte norteamericano pero, como de costumbre, pasado por el perfume de París de la Francia y sus teorizaciones de cogito cartesiano momificado por Rodin y su pensador. Sí, estos aficionados al arte conocidos por críticos, proclaman que ya está bien de artes culpables, de estéticas marciales, de dramas morales y desafíos vanguardistas. Fuera con todo eso, dicen los nuevos iconoclastas desde el primer escalón de la Academia. Hay que descubrir el placer de la pintura (la referencia a Barthes surge de inmediato), pues, según ellos, todos nos habíamos pasado estos últimos años sufriendo al crear y contemplar las llamadas obras de arte.

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Nada de compromisos (estéticos, claro); todo está permitido. Y esto no lo dijo Hassan i Sabbah, sino los vecinos de la dulce Francia que, como de costumbre, descubren con el retraso correspondiente, lo que ocurre más allá de sus fronteras y océanos. Han llegado a la Corriente del Golfo, y van y sus agentes exportadores, después del Mediterráneo, nos la descubren a los habitantes de esta provincia periférica del Imperio. Claro que eso quizá sea mejor que lo que pasa en las artes de la escritura. Allí, el túnel del tiempo lleva mucho más atrás. Sin las gafas modelo francés, todo lo escrito hace menos de ochenta años carece de valor, aventura y excitación. La cuestión es determinar si es mejor crear a cuarenta años vista o a ochenta. Crear sobreviendo en el simulacro de presente por el que nos toca arrastrarnos, probablemente sea demasiado complicado. M. Antolín Rato

HOLLYWOOD EN VIETNAM: LA OTRA ESCALADA

rra del Vietnam, con avances irreversibles en brillantez formal, en autenticidad expositiva y en complejidad analítica. Para captar la progresión no es necesario tomar como únicas referencias los extremos (Boinas Verdes y Apocalypse Now); entre los rellanos intermedios (El regreso y El cazador) el ascenso es igualmente apreciable. En primer lugar, cualquier comparación entre personajes resulta elocuente. El justiciero y campechano John Wayne (¿acaso no le parece también a él al saltar del helicóptero en la selva que las rubias escasean por aquellos pagos?) se trasmuta en el memorable coronel Kilgore y su doble pasión confesada: el «surf» y el napalm (ese «olor a victoria»). El mutilado amante de la hija de Henry Fonda cambia su soleado y tranquilizador rostro por el inquietante y sombreado del de Kurtz-Brando. También el animoso -incluso después de conocer el infiernoRobert De Niro se transfigura en el derrotado e inerte capitán Benjamín Willard, el que ha de remontar el río Nung a través de todas las estaciones del espanto. Y tampoco la locura de Nick, el adicto a la ruleta rusa, es ya comparable al atolondramiento de Bruce Dern, el bobo marido de la gentil enfermera de ocasión, ex-mujer de Roger Vadim. El salto es asimismo enorme en la progresiva -¡y progresista!tarea de eliminar lastre ideoló-

Boinas Verdes (Wayne), El regreso (Ashby), El cazador (Cimino), Apocalypse Now (Coppola).

gico: desde la épica del esforzado Wayne a la del 7.° de Caballería de Duvall hay un abismo: el mismo que existe entre la apología y la denuncia del caos y de la abyección. Y no es corto el trayecto que va del desvaído rechazo de la inutilidad de una guerra cruel (ese discurso final a los estudiantes del aprovechado parapléjico, en £7 regreso), al reconocimiento expreso de su sordidez (¡mierda! es lo único que sabe, puede o quiere decir el veterano que contrapuntea el ambiente festivo de la boda, en El cazador) o, mucho más allá, a la alucinada asunción del horror, como realidad última de un conflicto podrido y de la ambivalencia moral como terreno propio de quienes toman parte en él, en uno u otro bando. La escalada, en fin, es aún más notoria en puros términos de narración cinematográfica, pues el techo finalmente alcanzado con la deslumbradora película de acción y de aventura de Coppola -y también con la de Cimino- apenas hoy puede imaginarse más alto. Hollywood, tal vez para mortificación de algunos, sigue dando lecciones. José Luis García Delgado

MATRIMONIOS DE PELÍCULA uando en La noche americana Truffaut intenta convencer a Leaud, con cara de cinefilo atribulado, de que el dilema entre la vida y el cine ha de resolverse siempre a favor del último, seguramente no había previsto que años después se encontraría una solución menos drástica y más conciliadora; no sabía que en el curso del tiempo Wim Wenders se casaría con Ronee Blakley ni que Scorsese terminaría enloqueciendo por Isabella Rosse-

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omo si lo hubiera programado aquel Me Ñamara de fría mirada y de puntero preciso sobre el chincheteado mapa del sudeste asiático, involuntaria contribución postuma a sus ejercicios con los ordenadores del Departamento de Defensa y del Pentágono, el cine americano ha consumado una espectacular escalada en el tratamiento de la gue-

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llini. Para qué seguir ocultándolo: está clarísimo que el suceso cinematográfico y aún fílmico más transcendente del año pasado no se llamó El cazador, Manhattan, La Sabina, En el curso del tiempo, Apocalypse Now ni La luna; como tampoco lo fue la irremediable pero también inútil suerte de Renoir, Ray. Tiomkin, Rota, Jonh Wayne o Jean Seberg; ni la nunca bien agradecida ausencia de cualquier película de Ferreri o Russell, nada de eso. La auténtica noticia del 79 es un aparente cotilleo que desbarata los más contundentes argumentos de quienes piensen que con la última crítica de Miguel Marías, el recién editado libro de bolsillo o el rastreo exhaustivo de la cartelera se soluciona la difícil papeleta dé estar al día y a la última porque, por no aparecer, ni siquiera lo hizo en los medios de comunicación social del Estado. Los impenitentes lectores del Fotogramas, Diez Minutos, Semana y demás, sabemos, es nuestro secreto iniciático, que de tarde en tarde este vicio tenido por abyecto se ve recompensado. Tendrían que haber visto los incrédulos a Scorsese, vestido de sospechoso emigrante siciliano, besando a la maravillosa hija de Ingrid Bergman y Rossellini, bajo la mirada feliz de la madre y Robert de Niro, los padrinos. O imaginarse a Wenders, disfrazado de halcón maltes, haciendo lo propio con la no menos inexplicable Ronne Blakley. El hecho no reviste caracteres de acontecimiento por lo que pueda haber tenido de imprevisible o misterioso, sino por todo lo contrario. Ver a Isabella en // prato de los geniales Taviani y saber que Scorsese la andaba cortejando en los descansos del rodaje es todo uno. Robert de Niro, al intentar detener con la mano aquel tren en marcha o al limpiar el asiento trasero de su taxi, no hacía otra cosa que leernos las proclamas. Estaba visto: Scorsese no podía contentarse con crear ficciones dejándose seducir desde el patio de butacas por la Ingrid Bergman de Rosse-

llini en Stromboli; no le bastó con amar a distancia la esencia neorrealista del cine europeo y tuvo que venir a casarse con ella. En el camino se cruzaría con Wenders -¡ siempre viajando, este hombre!- y yo no sé de ningún plano de cualquier película de ambos que pueda resultar más hermoso que el de este posible encuentro, y ya es difícil. A Wenders tampoco le bastó amar con el Atlántico de por medio y necesitó saltarlo para abrazar a la amiga americana. Rudiger Vogler y Bruno Ganz se encargaron de anticipárnoslo también al pie, no ya de un solo taxi, sino de cualquier artilugio andante, incluido, claro, el tren que quería frenar el amigo De Niro y el taxi amarillo con inequívocas manchas en el asiento. Ver a Ronee Blakley en Nashville o en Renaldo y Clara, al lado de Bob Dylan, verla en Driver advertir a Ryan O'Neal que no está dispuesta a dar su vida por él y verla morir después de delatarle, ver a Ronee Blakley y saber de su boda con Wenders, vale por el análisis más farragoso o riguroso que se pueda escribir del director alemán. A ver quién se atreve ahora a dudar que el profetizado encuentro de los dos genios en alta mar nos define, mejor que cualquier cosa, incluso que un artículo mío, la actual situación del cine europeo y norteamericano, del cine.

casado con Issabelle Huppert durante el rodaje de Heaven's Gate o el que Bertolucci lo haya hecho en cambio con Clare Peploe que nació en Tanzania y encima ayudó a Antonioni en el rodaje de Zabriskie Point. O el que Issabelle Adjani... Querido Francois: puede que la realidad no coincida con la ficción algunas veces, vale, pero no tienes ningún derecho a aguarles la luna de miel sólo porque Spielberg no te haya presentado a Ronee Blakley antes. Manuel González Cuervo

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a misma atmósfera «intensa y mágica» que Francisco Brines supo ver en los poemas de Pre-

ludios a una noche total (1969),

primer libro de Colinas, caracteriza a los mejores textos de Astrolabio. Hasta ahora la poesía de Colinas no ha sido sino un desarrollo de aquellos preludios iniciales y purísimos. La emoción del paisaje, el temblor ante la noche cuajada de estrellas, el gozo y el misterio del amor, la infancia evocada, todos los elementos que se entrecruzan en la última obra, se encontraban ya -y de qué hermosa manera- en Preludios. Pero el mundo del primer libro era un ámbito mágico y soñado, sin apenas pombres propios. Sólo Hólderlin -el lírico más puro, menos apegado a la tierra, el cantor de los dio-

Seguro que Truffaut, con tal de fastidiar, dirá que bueno, pero que a los recién casados les puede suceder lo que a Marión y Louis Mahé en La sirena del Mississippi, que la persona que se presenta en el muelle sea distinta de la que prometía la fotografía, y que a ver con qué pan se come y retórica se adorna el que Michael Cimino no se haya 79

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ses- aparece invocado en el poema final. El segundo libro de Colinas, Truenos y flautas en un templo (1972), constituye la antítesis del anterior. Culturalismo, estridencia, intrascendentes poemas viajeros, esta obra es el tributo que su autor ha de pagar a la moda «novísima» para poder ser incluido entre los «happy few» que se salvarán en las antologías más exquisitas. La síntesis -y perdone el lector la manida terminología hegeliana- comienza a producirse en Sepulcro en Tarquinia (1975), donde la distinción entre lo leído y lo vivido resulta ya (como ocurre siempre que la cultura es verdaderamente asumida) imposible. El poema «Novalis» recupera así -y es sólo un ejemplo- la dicción intensa y despojada del libro inicial. Menos interesante resulta (a pesar de su fama) el artificioso y un tanto presuntuoso poema de título igual al del conjunto. Astrolabio constituye, incluso a nivel anecdótico, el desarrollo natural de Sepulcro en Tarquinia («el Tiempo dormirá en el astrolabio», decía su verso final). Antonio Colinas se enfrenta en Astrolabio con los llamados temas eternos, los más difíciles, puesto que son particularmente manidos. No teme a las grandes palabras. Y no sólo no las teme, sino que las resalta escribiéndolas, como los románticos, con mayúsculas: Muerte, Tiempo, Historia, Amor, Sueño, Sombra, Vida, serán términos repetidos con insistencia a lo largo de estos versos. Frente al monocorde neovanguardismo de tantos compañeros de generación, frente a los burócratas del malditismo (Leopoldo María Panero) o de la Universidad (Guillermo Carnero), frente a los profesionales de la incoherencia o del seco intelectualismo, Antonio Colinas auna (en sus mejores momentos) belleza de la palabra, seguridad del ritmo, sabio manejo de una tradición inmemorial, hondura. Pueden leerse, en este sentido, los poemas titulados «La Corona», «Motivo para una Vita Nueva» o «Cabo de Berbería». La poesía es aquí, según ha indi-

cado Azancot, «un medio -quizá el único, el último que nos restede establecer nuevas relaciones con las fuerzas ocultas del universo». Pero no siempre consigue Colinas su propósito: la aparente trascendencia de ciertos poemas (léase el titulado «Laderas») no es sino gárrula palabrería. Como tiene mucho de cartón piedra la Grecia de «Crónicas de Maratón y Salamina», esa especie de ejercicio escolar sobre un tema clásico. En «Dióscuros» o en «Freud en Pompeya», Colinas -que se inició con una obra maestra- parece ofrecernos tanteos de principiante poco aventajado. Nos hemos detenido, quizás en exceso, en los defectos (a nuestro juicio) de Astrolabio, a pesar de que lo consideramos una de las obras más significativas publicadas en los últimos años, y ello porque hemos notado un cierto tufillo mitificador en las reseñas hasta ahora aparecidas. Y nada más peligroso y desorientador, no sólo para los lectores, también para el propio poeta. Astrolabio es un libro desigual, artificialmente hinchado con circunstanciales poemas de homenaje (el que inicia el volumen, por ejemplo) y con ejercicios menores. Palabra siempre bella, pero no siempre necesaria: tal podría ser, en resumen, nuestra opinión sobre Astrolabio.

José Luis García Martín

EL MARGEN DE UN VALLE

seguro que aplaudiría a rabiar con su brazo sano contra el muñón pendiente o el muslo enjuto. ¡Ay!, esta España negra de comedia bárbara, qué bien que se la conoce este grupo asturiano que domina con tanta naturalidad -desde que fuera Caterva- lo «chab», el circo, el desmadre, la mascarada o la follie del Carnaval entre otras cosas. Pero ahora el asunto va algo más circunspecto, pues ya no se trata de una creación propia, como parece habitual en Margen, sino de la adaptación de un clásico con toda su barba. Y ahí es nada don Ramón. Porque hay un Valle modernista, de temas y tratamientos delicados, y hay otro Valle brutal, directo y siniestro, de comedia bárbara, de esperpento. El terno del difunto -que tal fue el título que le dio Valle cuando apareció previamente hacia 1924 como novela por entregas- pertenece al segundo, formando la trilogía Martes de Carnaval, junto a Los cuernos de don Friolera y La hija del Capitán. Margen ha sabido asimilarlo perfectamente y ha llevado a cabo un montaje que resalta tres planos y un cierto sentido de circularidad: la propia anécdota folletinesca de la obra, la frecuente alusión al Tenorio -cada una de las siete escenas se abre con una cita del mismo: no hay que olvidar que estamos ante un trasunto del Don Juan reflejado en los espejos cóncavos del callejón del Gato- y la Historia de España del momento, fuertemente marcada por el desastre de Cuba y que es lo que a fin de cuentas viene a explicar toda la anécdota. Tanto Valle como el grupo lo presentan todo como víctima del sistema milita-

Colectivo de Teatro Margen. Las galas del difunto de Valle Inclán.

i don Ramón Valle y Peña, alias Valle Inclán, levantara la cabeza y saliera de su tumba a darse un garbeo para asistir a la mise en scéne que el Colectivo de Teatro Margen hace de su esperpento Las galas del difunto,

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rista y lanzan sus dardos contra la charretera. En este caso, con clara vocación de teatro dialéctico y mediante una lectura brechtiana del autor -que ya debíamos por lo demás a Juan Antonio Hormigón-, algo más apanfletado en este montaje, que utiliza, no obstante, una plataforma circular en cuesta para huir de cualquier naturalismo y de la concretización. Margen infatigable, laborioso, rayo que no cesa por los caminos aún polvorientos del país entero, llevando sin desmayo -¡hace falta moral!- la crítica risueña por los senderos recónditos y los circuitos menos comerciales y variopintos que pensarse pueda. Esto es amor al teatro: lo demás es feria de vanidades y cúmulo de poses cortesanas no pocas veces, desde lo fácil, el poder y lo establecido. Perfecto maridaje el de este genial chivo con tan chispeante doncella. ¡Qué gran vasallaje hacia tan gran señor! Eduardo Riestra

WOODY SEGÚN GERSHWENT Banda sonora de Manhattan. Música de George Gershwin, Filarmónica de Nueva York. CBS.

os dos son neoyorkinos, los dos cultivan el jazz para expresar el espíritu de América, los dos son fanáticos partidarios del psicoanálisis y los dos mueren prematuramente -sabemos, porque el interesado no se cansa de repetirlo, que Woody Alien morirá a los 45 años-. Todos los martes, a eso de las ocho de la tarde, una silueta con gafas y sombrero calado espectacular entra en un local de la calle 55 de Nueva York: es Woody vestido de incógnito, el disfraz más popular de Manhattan, que va a hacer sus horas semanales de clarinete en el Mi-

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chel's Pub: cada martes un homenaje a Gershwin. Ahora, con la película Manhattan, Gershwin hace lo propio con Woody. Decía en 1915 Jacques Baroncelli que el cine sólo se realizaba íntegramente por la música. Aquí está la música decorativa de Manhattan, las composiciones melódicas y rabiosamente americanas, de George Gershwin para

demostrarlo, imponiéndose muchas veces a los solos de Woody. Pero no es el Gershwin de Un americano en París o de Porgy and Bess, con técnicas orquestales perfeccionadas, el que Woody escoge para ser expresado por su ídolo del alma sino el de los best-sellers de los años 20: Sweet and low-down, Oh, lady be good, 'S wonderful, Land of the Gay Caballero o el muy polémico autor de la muy famosa Rhapsody in blue. América también es una constante en la obra de Gershwin. Neoyorkino de pura cepa, representante de un cierto tipo de la «american way of life» -concepto acuñado por el sociólogo Wirth precisamente en esta época-, fue un autor espontáneo, improvisador, publicitario, divertido y a veces romántico que ensayaba machaconamente los preludios del Clave bien temperado «para llegar a ser un buen compositor de canciones americanas». Y como su alter ego, realizó Gershwin en los USA lo que en Europa hubiera sido un auténtico escándalo y todavía lo es: interpretar, dirigir, arreglar, componer todos los géneros, todos los estilos. Repartirse sin conflictos entre el music-hall de 81

Broadway y las salas de concierto de Carnegie Hall. Y fue Gershwin, evidentemente, otro heterodoxo de los géneros. Como adepto al movimiento musical nacionalista reencontraba las inflexiones de la música popular a través del Rag-time, del Dixeland y sobre todo, del Blues -aunque él no emplea una base tan rítmica ni la estructura de acordes de doce compases-. En realidad, tomaba del jazz la utilización permanente de la síncopa -toda la polifonía de un párrafo de jazz responde a un concepto sincopado del ritmo-, elaboraba una brillante orquestación y la incorporaba a composiciones construidas sobre música europea de últimos del XIX. La Rhpasody in blue está influida sin duda por elementos temáticos de Listz, de Tchaikowsky o de Chopin, desordenados, y también por elementos armónicos de Debussy, incluso de Ravel. En cambio, Mine, incluida en Manhattan, canción de fulgurante éxito en los primeros 30, tiene una pulsación rítmica mucho más acentuada, con alegres frases de piano, contrabajo y batería, con auténtico swing. El género rnusical de Gershwin -una especie de jazz sinfónico, si así puede decirse- es indudablemente bastardo, denostado tanto por los clásicos europeos como por los puristas de las escuelas de Chicago o de New Orleans; pero es un género que marcó época, que se escucha todavía con placer y se recuerda con nostalgia. Podemos adjetivarlo sin mayores explicaciones: música sana, alegre, irrepetible, genuinamente americana. El genuino sabor americano de Woody, no el de Winston.

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Rosa Corugedo


Los Cuadernos de la Actualidad

«AMAMI, EUGENIO» Eugenio Trías, Tratado de la pasión. Madrid, Taurus, 1979.

o avanzado de nuestra tecnología debiera permitir la edición de libros con música incorporada (no digo que llevasen adjunto un disco: digo que sonasen ellos mismos). Sería excelente abrir el libro de Trías, y, en el momento mismo de leer su motto genérico (las tremolantes frases del tenor en el acto I de Traviata: «Di quell'amor...», etc.), escuchar la melodía ascendiendo de la página. Más adelante, arrebatadores fragmentos de Don Giovanni, de Tristón, brotarían en los pasajes metafísicos de mayor empeño, acompañando la especulación sobre la pasión con el lenguaje más adecuado para expresarla. Ello coadyuvaría a la irrisión de la en otros tiempos resobada crítica neopositivista, a saber: que el metafísico es un músico frustrado. ¿Rechazabas el caldo metafísico? Pues ahí tienes taza y media: con música y todo. Por el momento, desgraciadamente, debemos conformarnos con mencionar la música, y suponer que el lector la tararea mentalmente -acaso entre dientesmientras navega por el piélago de los filosofemas. Por lo demás, y atendiendo a sus últimas obras, podría haber puesto Trías otro motto a este libro, sacándolo también de Verdi: el noble momento en que Simón Boccanegra se enfrenta a patricios y plebeyos, enfangados en su odio, y les dice, de convincente manera verdiano-baritonal, «e vo gridando: amor!». Claro que un sociólogo del conocimiento reprocharía a Simón pretender la colaboración de clases; y acaso el empeño de Trías por presentar el amor -que no el poder y el odio- como entraña del universo encuentre dificultades en toda clase de personas realistas, para quienes odiar puede ser

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un modo de colaborar en el cumplimiento de los designios -por lo demás, inevitables- de la Idea. Trías podrá defenderse diciendo que tratar del amor, elucidar la pasión -como temas supremos- revela mayor bondad, en el sentido corriente de la «buena persona». Claro que eso, ¿qué importa a la verdad? De todas maneras, Trías siempre podrá esperar que su apelación al amor encuentre eco; por seguir con Traviata, quizá su libro provoque la respuesta: «Amami, Alfredo!». O «Eugenio», claro. Vidal Peña

DE LIBÉLULAS CUADRÚPEDAS Y OTRAS MUY VERDADERAS HISTORIAS Gonzalo Torrente Ballester, Las sombras recobradas.

ue quien esto suscribe asocie con unos callos con garbanzos la primera audición del cuento de Sirena, dice bien poco a su favor. Torrente Ballester afirma rotundamente no haber probado tal plato desde el 33, cuando ponía escuela en un pueblo, la úlcera acechaba, pero poco, y las dioptrías eran menores, si bien ya escandalosas. Uno, en el 33,

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no andaba para escuchar historias ni para nada, pues hasta muchos años después no se vio inscrito en el Registro Civil. Pero los cachondeos temporales que se permite la memoria -antes, anacronismos- fijaron estos dos datos, el gastronómico y el narrativo, parejos e inseparables, hasta el punto de obligarme a comer callos con garbanzos cada vez que releo el cuento de Sirena o al revés. Mal gusto, en definitiva, producto, acaso, de una infancia desdichada y frustraciones no asumidas. Sin embargo, estos saltos en el tiempo, los flash-back y otras histerias que tanto, ay, nos preocupaban por las épocas de Genette y Blanchot son, qué duda cabe, elementos literarios -materiales, diría Torrente- más que técnicas. Tómese a Kant, siéntense a la misma mesa a un Holmes en trance de morfina -¿era morfina?- a un agente de la CÍA y a un caballo parlanchín que responde al nombre de Lord Jim, unido, por otra parte, en estrecha amistad equina a Napoleón, hágase transcurrir la acción en Escocia y sírvase gratinado. Si la narración no resulta, añádase un Zeus vestido de milord, cítese una Morpholgie du con avec un essai de clasification y adórnese con unas libélulas cuadrúpedas. Tras épocas de miopía -ya se sabe, la escuela de la mirada miope- hacia las historias para ser contadas, las cosas cambian y los narradores, con la desfachatez que da el oficio y las ganas que tienen de pasarlo bien escribiendo, se dan a las asociaciones imposibles, a los anacronismos intolerables, a las explicaciones para mayor confusión. Los Autores Omniscientes dialogan con los Narradores. Los personajes piensan al Autor. Nada se crea, todo se inventa. No en vano uno de los relatos más fantásticos e increíbles que se encuentran en Las sombras recobradas es un prólogo sobre la invención literaria donde se habla del mecanismo que rige la puesta de un huevo y de tejedoras eléctricas. Así, en dos folios.

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Abandonado por los dioses, el escritor descubre su tramoya en el relato, se mete con su nombre de carnet y todo a participar, se confunde (Cervantes, siempre). La historia resultante es verdadera porque el lector así lo quiere y, además, porque los objetos de creencia desaparecen cuando lo hace el creyente. No muy lejos de La Ramallosa, donde posiblemente Torrente Ballester comía garbanzos con callos y quizá me contaba la historia de Sirena, en un año de estos, afirman los lugareños haber visto al solitario masturbador de Koenisberga meditando a media voz: «¡Ese Napoleón...! ¿Por qué otra vez?».

Juan Goytisolo, Makbara. Barcelona, Seix Barra!, 1980.

de lo literario. Sensación opresiva de habérnoslas, casi, con metaliteratura: literatura que habla de literatura. Y, sin embargo, la temática es mayor, paradójicamente: abominación del franquismo, irrisión de la cultura recibida, traición a la historia de España, asunción de una marginalidad esencial. Línea ascendente de la transgresión. Quizá radique ahí: esta literatura aspira a comunicar, la eterna trampa lingüística, utilizando un utillaje, el de las modernas teorías sobre el texto, cuya pretensión es señalar un más allá del lenguaje que reintroduzca el sujeto como otro y la historia desde la práctica literaria misma y no por procuración. Pero Goytisolo, al utilizar un momento histórica y gnoseológicamente concreto de esta vanguardia (digamos el telquelismo de los primeros 70) y utilizarlo a bajo funcionamiento, no sólo otorga carta de naturaleza a lo que es un movimiento cultural en progresión, sino que lo fosiliza (o quizá lo obliga al caleidoscopio congelado), dándole estatuto de Escritura de La Modernidad y registrando, a la postre, sólo la cascara, la fábrica vista, el costillaje.

e (con)struir -dice él. Y, con aplicación, sustituye las viejas planas de Iturzaeta por folios mimeografiados de la École des Hautes Études. Pero ahora se halla in partibus infidelium, y aljamía, y frecuenta las halcas marruecas, y se dice halaiquí nesrani. Había abandonado clase, patria, norma sexual. Hoy lee el espacio en Xemaá-El-Fná como si fuera un texto: «precaria combinación de signos de mensaje incierto: infinitas posibilidades de juego a partir del espacio vacío: negrura, oquedad, silencio nocturno de la página todavía en blanco» (p. 222, fin de la obra). Y precisamente: ¿de dónde proviene esa impresión de desnivel, de maquinaria no ajustada que las últimas novelas de Goytisolo suscitan? Parece que, más que literatura, emitiesen signos

Porque ni el placer del texto es describir actos eróticos, ni la inscripción de la escritura en su materialidad es decir «estoy escribiendo», ni la práctica transgresora se designa sino que se realiza, ni el descentramiento del sujeto en el espacio paragramático se consigue multiplicando las voces del narrador y, en todo caso, no mantiene hilo umbilical

Francisco García

TEJIDO DE KAFTAN QUE SE MERCO EN LUTECIA

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directo con la biografía del escritor, en este caso Juan Goytisolo, intelectual escindido, traidor confeso y mártir, apóstata de toda ortodoxia y, a lo que se pretende, destino ejemplar: «la ejemplaridad simbólica que el sujeto encarna» (p. 167). Queda así una literatura moralizante, de fondo humanista, clásica en definitiva, por la que aquí y allá emergen, estentóreos, gadgets de la modernidad, transgresiones calculadas, señales que indican la dirección de un sentido sólo en apariencia descoyuntado. Conchas de la playa del texto moderno: muescas en la culata de la escritura.

José Doval

M. V. M. SE PONE DURO M. Vázquez Montalbán, Los mares del Sur, Editorial Planeta. Barcelona, 1979.

handler le dice a Bogart: «Tócala otra vez, Sam» y va Vázquez Montalbán, tocando de oído, la escribe. Los Angeles, Barcelona: un millonario edifica-colmenas, con personalidad desdoblada a lo Jekyll-Hyde -su lado bueno es beneficiarse a una «progre» y el malo, encerrar a los proletarios en cubículos llamándolos pisos-, es asesinado y al amigo Carvalho le encargan indagar el caso. El resto es lo clásico, investigación y solución. El resultado es una buena novela que se lee de un tirón. A Montalbán se le ha escapado describirnos al protagonista, Cueto dixit, quizás porque es la tercera novela del personaje y da por descontado su conocimiento. Pero Carvalho es ya un trilema. No sabemos si es Vázquez Montalbán, Bogart con boina o el nefasto Carlos Ballesteros que lo interpretó en el cine. Y en esta última entrega, harto de ser un Marlowe que cobra, en

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su físico, se pone en plan de «Hombre de la Continental» y pega. La novela policíaca española se va endureciendo y eso es positivo para describir una sociedad como la nuestra que se va pareciendo a la que retrataron Chandler, Hammett y Bretch. Ese endurecimiento llega incluso a que Carvalho pueda llevarse a la cama a Encarna disfrazada, en la novela, de hija desvalida del difunto, en un claro ajuste de cuentas que esperábamos desde hace años los lectores de la «capilla sixtina». Ya puesto a liquidar viejos asuntos, CarvalhoMontalbán se mete en una charla-coloquio sobre la novela negra y despluma a un par de pedantes que pontifican sobre el género desde la sagrada perspectiva del editor-poeta y del hispano-indio director de serie policíaca dispuesto a sentar cátedra con acento porteño. Si la novela policíaca es «Prívate eye», hay que reconocer que el ojo privado, y calificado, de Vázquez Montalbán ha metido en «Los mares del sur» una eficaz ojeada a toda una fauna de personajes que solemos mirar sin ver. De nuevo la palabra vale por mil imágenes al conseguir que conozcamos una realidad que esta vez se centra en Barcelona y que cambiando el acento y el paisaje se repite en Gijón, Logroño y mucho más, en Madrid. Alguien definió la novela policíaca como un final inicial que se va ampliando con circunstancias, Montalbán, sin embargo, ha hecho una novela en que las circunstancias desarrollan el final. Esperemos que en las próximas aventuras del detective nos vaya dando más del personaje y menos del ambiente, al fin y al cabo es más interesante el hombre que el paisaje. Así que «Play it again, Manolo». Juan Antonio de Blas

HAY UN GORILA EN CADA ESQUINA Gonzalo Suárez, Gorila en Hollywood, Editorial Planeta. Barcelona, 1980

onfieso sin rubor que con harta frecuencia yo he querido ser Gonzalo Suárez. Las misteriosas leyes de la naturaleza que tantas veces frustraran mis deseos no me impidieron, empero, medicarme con su prosa en los días de depre, que diría un moderno. Quiero testimoniar de lo mucho que personalmente debo a esa frescura, a ese humor, a esa ingenua visión de las cosas y a ese cosmos voluntarista que se monta este diablillo de ojuelos maliciosos y sonrisa irónica, una sonrisa que se ríe de su propia sonrisa, de su propia risa, de su propia sombra sonriente. Gonzalo Suárez habita en mí, habita en nosotros, como yo y vosotros habitamos en él, en ese su mundo de verdad-mentira, que es la realidad sin serlo, otro lado del espejo, de un par de espejos que se devuelven las imágenes como pelotas de ping pong enfebrecidas, para confundirnos con toda la contradicción y el sentido del sinsentido. Con toda la picardía del mundo. ¿De qué mundo? Eso ya ni se sabe, como tampoco se saben los límites de la realidad, sus márgenes o sus fronteras con la ficción. Este gran niño, con su Gorila en Hollywood, ha madurado como escritor, encuentro yo. Parece profundizar o calar más en sus relatos; se ha hecho un poco más adulto e intravertido; hay más psicología y autobiografía, acaso más oficio. También su estilo se ha vuelto un poco más mayor, me parece a mí. Pero tanto da; esto es lo de menos y Suárez sigue siendo Suárez, Gonzalo Suárez, quiero decir. Y sus relatos conservan la misma

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chispa, el mismo humour: nos desconciertan, nos provocan la risa o la sonrisa y nos siguen contrayendo las pupilas como siempre. Suárez empieza a jugar con el lector en un largo relatoprólogo y aún prosigue en el epílogo que cierra el libro, en su afán por romper moldes y barreras, por anular los absurdos límites que nos han sido establecidos entre la razón-realidad y el deseo-ficción. Pero al loco, a nosotros, pobres locos, le queda, nos queda este arma poderosa de la

palabra (¿poderosa?). Y aún sigue habiendo espejos y hombres que se miran en los espejos y no se ven; mas no por eso sienten terror, pues se saben invisibles. Hay también hombres que saben disparar flechas certeras y veniales contra esos horribles gorilas que nos salen por doquier y nos anulan con su poder y sus bramidos terroríficos. Pero el hacedor se sabe piadoso y amoroso. Sabe que con el odio destila también amor y que la fantasía tampoco sería nada sin la realidad. Por eso es indulgente y las funde sin parar y las cortocircuita y las quiere así, confusas e interferidas. Y, luego de juzgar y de jugar con ellas, retorna a casa con su familia y con sus perros y con su gato. Y otra vez a jugar cuando amanezca el nuevo día, para poder hacerles frente a los gorilas negros y pintarlos de blanco a la primera de cambio, que bien merecido se lo tienen. Yo votaré siempre por Suárez. Por Gonzalo, of course.

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Eduardo Méndez


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CHAMPAN DE CALIFORNIA R. L. Stevenson, Bajamar, Hiperión, Madrid, 1979

egún se desprende del «Apéndice documental» que sigue al texto de la novela «Bajamar», Robert Louis Stevenson tuvo serias dudas en el momento de redactarla. O le gustaba la historia pero no la manera como la contaba o le daba por pensar que un relato con tan pocos personajes no podía salir adelante. En cualquier caso, siempre terminaba por aparecer la fatídica página 88, donde, con la ayuda del Lloyd Osbourne o sin ella, se atascaba. No hay cosa peor para un escritor fluido que atascarse; tan dura era la página 88 que el 18 de mayo de 1893 Stevenson se hizo el propósito de retroceder a la 85. No obstante, supongo que durante la redacción de este libro Stevenson no fue completamente infeliz. La gente de su casa padecía influenza, como el dependiente de «Bajamar» («Nadie hay que carezca por completo de cualidades, y la del empleado era sin duda el valor»), excepto Fanny y él, y en una choza llena de telarañas, porque le gustaba, puso punto final a «El Señor de Ballantree». R. L. solía fotografiarse sentado junto al rey de Hawaii, Kalakaua, con los pantalones blancos más elegantes que turista alguno vistió en las islas. Aunque Stevenson no fuera un turista para los isleños, era, para ellos y para todo el mundo, el Narrador de Historias. Con el Rey hablaba a veces de Herbert Spencer, como si fuera un propietario rural llanisco, republicano y agnóstico. Cuando decide visitar las islas Gilbert se encuentra con que no hay otro barco que pueda llevarle si no es el aborrecible «Morning Star», embarcación de curas donde no se podía beber, fumar ni blasfemar. Tras un aprendizaje en esas renuncias, duro aunque por for-

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tuna corto, Stevenson hace lo que mucho mejor que yo va a contarles Lloyd Osbourne: fletar el «Equator»: -/ Y podremos fumar a bordo de ese bendito barco! -gritaba Stevenson levantando su vaso. -¡ Y beber! -grité a mi vez. -¡ Y decir palabrotas! -gritó mi madre con delicia, ella que en toda su vida no había dicho ni «caramba». A un grito de Ah Fu (al que se unieron exclamaciones generales) cuando abría los postigos que daban al mar, vimos uno de los espectáculos más embriagadores que me haya sido dado contemplar en mi vida: el propio «Equator», a velas desplegadas, bordeando la costa tan cerca como se atrevió el capitán, hendiendo el agua azul en surcos de espuma, en ruta hacia San Francisco. Todavía mirábamos cuando izó su enseña de popa y nos saludó en signo de adiós. ¡«Nuestro» barco!

a nuestra sangre y afincarse en nuestra memoria, de manera que una frase de Virgilio habla menos al lector de Augusto y de Mantua que de la campiña inglesa y de una juventud irremediablemente perdida. Y al final de la lectura de este libro, se agradece el buen gusto literario de Sir Graham Balfour, que recuperó el manuscrito, y se llega a estar plenamente de acuerdo con el propio Stevenson, que en una carta a Sidney Colvin reconoce: «Me retiré con "Bajamar" y la leí entera antes de dormirme. No podía imaginar que fuera tan buena: temo incluso encontrarla excelente.» Ah, y no se fíen de la contraportada, que fue escrita por alguien que no leyó la novela. En «Bajamar» no se habla de champán francés sino de champán de California, vino traicionero.

J. Ignacio Gracia Noriega

LA LEPRA PROTAGONISTA Y MARCEL SCHWOB COMO PRETEXTO Aventuras menos gozosas pero no por ello alejadas de lo maravilloso padecen los personajes de «Bajamar», donde Robert Herrick acepta una nostálgica derrota ya en el primer capítulo: «Su destino era el fracaso, se había dicho; que fuera al menos el suyo un fracaso agradable». En sus bolsillos llevaba un medio destrozado y releído volumen de Virgilio. Y anota Stevenson esta opinión esplendorosa, que jamás se le podría ocurrir a ningún latinista: Porque ése era el sino de los graves y prudentes autores clásicos, con los que el colegio nos obligaba a trabar una intimidad forzada y a veces penosa: pasar

n día de invierno, durante un largo viaje en tren, Marcel Schwob leyó La isla del tesoro. Jamás pudo olvidar algunas de sus palabras, las que nos presentan a John Silver, nos muestran a Jim Hawkins clavado al palo mayor de la «Hispaniola» por el cuchillo de Israel Hands, o las que refieren el ajetreo del muelle de Bristol ante los ojos maravillados del pequeño Jim. En 1946 Borges escribió que Stevenson, Chesterton y Francis Bret Harte compartían idéntica facultad: la invención y la enérgica fijación de memorables rasgos visuales. Con esa certeza,

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TIEMPO DE SILENCIO

«La dictadura franquista». David Ruiz «La oposición al franquismo». Pierre C. Malerbe

Para una mejor comprensión de cuarenta años de la Historia de España.

EDICIONESNARANCOS.A.

C/. Asturias, 27-OVIEDO

BIBLIÓFILOS ASTURIANOS PRÓXIMOS TÍTULOS El Fénix Católico Don Pelayo el Restaurador Reenacido de las Cenizas del Rey Witiza, del doctor don Joseph Micheli y Márquez. Madrid, 1548. • Missale Antiqum de la Catedral de Oviedo. • Apuntes históricos, Genealógicos y Biográficos de Llanes y sus hombres, de don Manuel García Mijares. Torrelavega, 1893. Pedidos a: BIBLIÓFILOS ASTURIANOS Cimadevilla, 10-3.° OVIEDO

adquirida medio siglo antes, frecuentó Schwob devotamente el resto de la obra de Stevenson, el que hacía que sus personajes usaran la Biblia hasta para enviarse mensajes de muerte. Hay un pasaje en el cuento El diablillo de la botella que, como el rostro de Long John, Schwob recordará hasta su muerte. El criado chino de Keawe prepara el agua caliente para su bañera de mármol, y sigue la alegría del amo por el regocijo de su canto; un día cesa el canto, el criado tiene que irse a dormir sin conocer la causa, y desde entonces su oído no percibe más que el ir y venir sin descanso del amo en la galería. «Lo que había pasado era que al desnudarse Keawe para bañarse, notó en su cuerpo una mancha parecida al liquen en una roca: eso fue lo que truncó el canto. Keawe comprendió la significación de esa mancha: sabía que se había contagiado del mal de los chinos, ¡la lepra!» No hay desde el Levítico otra palabra con tan sombrío poder de evocación. Su aparición instala el terror, el estremecimiento; un ruido de campanillas hace huir al caminante cuando ya se disponía a saludar al mendigo; y si no logramos alejarnos a tiempo, nos quedan siete años de ansiosa espera -los que tarda la lepra en manifestarse-, como los que, según Jack London, cercaron a Cudworth en la paradisíaca isla de Kona, cuando al rescatar a su amigo el sheriff Lyte Gregory de Molokai un leproso de «boca deslabiada y podrida» le mordió una mano. Si, tras la espera, en un día lumi-

noso se dibuja en el espejo nuestro rostro con inapreciables aún, pero fatídicos, rasgos de león, entonces nos queda sólo el secreto, y la búsqueda de un velo, o de una capucha, o de una máscara como la del Rey del relato de Marcel Schwob. Sin más consuelo que el de confiar en el milagro de Santa Fina; «aquella virgen vivió en el siglo XIII en San Geminiano, en la Toscana, y tuvo tan terrible enfermedad que se le caía la carne a pedazos y a través de las llagas se le veían los huesos, y cuando más pudría, más hermoso olor salía de aquel horrible cuerpo». Igualmente paradójico, Schwob nos ofrece un palacio que es un rutilante lazareto. Mas no todo lazareto debe pensarse reino de tristeza y pesadumbre: ítalo Calvino sitúa uno en los alrededores de Pratofugo que gobiernan la música y la alegría. Cuando la lepra se nombra en un cuento, se sabe ya la importancia que adquirirá en la narración el secreto. La lepra es el secreto de Ricardo, Duke of Portland, de sus ausencias y de sus desolados paseos por la playa, es la secreta palabra escrita en su carta a Elena H. En Schwob la máscara oculta el rostro leproso de un rey. El velo del profeta, antes tintorero, Hákim de Merv enmascara una monstruosa faz asediada por la lepra. También puede leerse una hermosa inversión de la historia del secreto en el viaje undécimo de los diarios estelares de Ijon Tichy, los que transcribe Stanislaw Lem: el planeta secreto Rarecom está habitado por brillantes robots y

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gobernado por un majestuoso computador y por un odio infatigable al «viscpson», como allí se conoce al hombre. Mas como no hay cuento que no entrañe una revelación, esas páginas nos desvelan el rostro oculto de los robots -muy blando, de consistencia parecida a la masa de pan. Ojos de mirada boba, aguados, la fiel imagen de la ruindad de su alma presente. Un rostro como si de goma fuera hecho. Caras delgadas y de una palidez enfermiza, simplemente, por haber estado tanto tiempo en la oscuridad-, y el interior secreto del rey-computador -una pequeña habitación de un hotel de segunda clase, con un escritorio colmado de papeles tras el que toma asiento un hombre de mediana edad, muy delgado y maciiento. en traje gris, con manguitos protectores como los usados habitualmente por los oficinistas. El rey dorado de Schwob esconde un digno leproso enamorado y finalmente ciego. Celebremos toda revelación que nos humanice al monarca lejano y secreto, esas imágenes que acompañarán indeleblemente nuestros sueños. Gracias a Francisco Ayala sabemos del irremediable desengaño del Indio González Lobo ante el Hechizado y del fuerte hedor a orines que despedía el rico hábito de su Majestad, velada por una sucesión de cámaras, monjas, puertas, criados, bufones y escaleras. Uno quiere contribuir con una cita de Rumeu de Armas al recuerdo de Felipe V, el Animoso, el que introdujo en la Corte considerable desbarajuste horario por dormir de día y hacer vida de noche, el que despachaba con su ministro Patino con un biombo por medio, que tal era la aversión con que lo distinguió, y el que convino un buen día «en no mudarse de ropa y no cortarse las uñas, cosa la última que le dificultaba enormemente el andar». Así que ya se aleja de nuevo renqueante y sin máscara; pero ahora conocemos su humilde secreto. Bernardo Fernández Pérez

RETORICA DEL TEBEO Las aventuras de Makoki, Gallardo, Mediavilla, Borrayo. Laertes Eds. Barcelona, 1979.

os lectores de tebeos, de historietas, piensa el culto ilustrado, son una gente muy curiosa: habitantes de otro sistema de la galaxia Gutenberg. Luego, si es dado, por ejemplo, a la sociología, a la sociometría u otras taxonomías añnes, ve unas cuan-

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BIBLIOTECAPOPULAR ASTURIANA Uria,5 oviedoOVIEDO TÍTULOS PUBLICADOS JUAN URIA RIU, Obras Completas: Tomos I y IV. AURELIO DE LLANO, Esfoyaza de cantares asturianos. AMBROSIO DE MORALES, Viaje a los reinos de León y Galicia, y Principado de Asturias. LUIS ARRONES PEÓN, Historia Coral de Asturias. CONDE DE TORENO, Descripción de varios mármoles minerales y otras diversas producciones del Principado de Asturias y sus inmediaciones. JOSÉ CAVEDA Y NAVA, Esvilla de poesíes na llingua asturiana. RAMIRO SUAREZ, Vida, obra y recuerdos de Manuel Llaneza. COLECCIÓN EL TRASGU DIEGO TERRERO Y TEODORO CUESTA, Andalucía y Asturias. DOCTRINA ASTURIANISTA. ANTONIO GARCÍA OLIVEROS, Más cuentiquinos del escañu. TEODORO CUESTA, Poesíes Asturianes.

tas estadísticas editoriales, comprueba el elevado consumo del producto y, a poco que se note veleidades modernistas o se crea necesitado de palpar la realidad, decide que, ante tal hecho, conviene de algún modo acercarlo a la academia, si no se había especializado antes en novelas rosa, no puede ocultar que se imprimen más, se leen mucho más que los libros, a cualquier escala industrial, infantil, juvenil o adulta; se miran más que la pintura, la escultura o el teatro (con la televisión hemos dado, amigo). Pero a los lectores no los conoce nadie. Para exorcizar el maligno, el culto ilustrado acude a la tautología, y rebautiza el invento, bárbaro mediante: los llama comics e, incluso, si falta hiciere, elabora una teoría del bautizo, de las insalvables diferencias, que algún artista se ofrecerá a ilustrar, en busca de oficialidad 87

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Historia de Asturias Atlas de Asturias Romancero Asturiano Colección Popular Asturiana Ediciones facsímiles Diccionario Ilustrado de la Lengua Castellana Colección «País Astur»: Flora y Vegetación de Asturias Fauna Salvaje de Asturias Geografía de Asturias Colección «El Cuélebre»

cjuataalediclone^ SALINAS/ASTURIAS


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para su arte. Y se queda tan ancho (supone, con lógica, que nadie va a examinarle de inglés: ya tiene título) con su valioso ejercicio de rescate cultural interdisciplinar: las Bellas Artes, las Bellas Letras. La vanguardia del estudio. ¡Un nuevo campo de ilimitadas posibilidades intelectuales se abre a los intrépidos renovadores de las formas académicas desde la innovadora perspectiva antiacadémica! La vuelta al gato, con sus cuatro patas y su rabo, empeñados en buscarle tres: un Mediterráneo cada día. (El de hoy: ¿cuántas veces se habrá escrito este artículo, en sus muchas formas posibles, contra, en favor de lo académico?). Unos y otros, lo que cuenta acaba por ser aquello: los hay listos y los hay tontos. El tebeo, o la cuaderna vía, ni ganan ni pierden: los lectores, en su mayoría ni se enterarán. A quien Dios le dé plaza. San Pedro se la bendiga. Lo peor será que acabará viniendo un filósofo a explicarnos que él, de niño, lo pasaba muy bien leyendo tebeos y que, en consecuencia suponen la más sublime forma del arte, la única literatura verdadera, el verdadero camino, déjense ustedes de tomaduras de pelo abstractas y experimentales. También con otras cosas se pasa -y se pasaba- muy bien. Con tanta limitación, es de temer que, entonces, un tebeo como Makoki vaya a ser demasiado. Pero de eso, sus lectores ni se enterarán. Fernando G. Corugedo

DELICATESEN DE GAUCHE o hacía falta que saliera en Interviú la magra efigie de Jorge Verstrynge en pijama, diciendo que a él la comida se le da un ardite, para que supiéramos que la derecha, incluso cuando es obesa, prefiere más la

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sólida consistencia de un salpicón o una olla podrida, que todos los Bocuse y Maytes de la tierra. Incluyendo en tal capítulo, igualmente a los de UCD, que van de los filetes de Avila a las «reglas del refitolero», que aún deben presidir las cenas de D. Cierva. La izquierda española, en cambio, que hasta el placer intenta imponer del brazo de la ética, ha pasado de recomendar las higiénicas marchas sobre el Guadarrama, a enseñar las delicias de cuantas neococinas y aledaños en el mundo son. Dos plumíferos de butrina estirpe nos meten semanalmente por las entendederas cuantos platos perdidos en los mesones patrios y platos encontrados en viajes finde-premio o principio-de-reportaje se les vienen a la pluma. De la mano de Pepe Carvalho la izquierda que vota PCE-PSUC se ha impuesto la obligación de probar desde los cachelos gallegos hasta el mole inventado por una humilde monja poblana, siglos ha. Mientras los ejecutivos progres del PSOE, comprenden, ilustrados por los neo-bodegones de Urculo las comidas estacionales propuestas por el ex-68, exexiliado, y actual reportero-para-todo, Xavier Domingo: la estación apropiada para comer broquíl, cuándo hacerse una buena ensalada de aguacates, o simplemente dónde conseguir el restauran neo-vasco o neo-baturro, dónde habérselas con un neo-pil-pil o unas neo-migas. No era, pues, extraño que la nueva colección patrocinada por Domingo en Tusquets se presentara en el Centro de reproducción social de la realidad, financiado por Rania, para «crear la vida», y regentado por austeros y recoletos ex-franciscanos, que han conseguido dar al dicho centro un perfecto aura neo-opus, con toques ácratas, esenios, y 88

sobre todo, evidentemente, lácteos. Allí estaban en la mesa Faustino Cordón, que inauguraba colección con su Cocinar hizo al hombre, Beatriz de Moura, consejera editorial de Tusquets, uno de los ex-frailes «reproductores» y dos más bien como novicios de la orden láctea, criados por las «Zonas altas» barcelonesas. Miraba Cordón, tuerto, con su cara de perro pachón pauloviano, a la de Moura, que escondía bajo los reflejos cobre de su pelo toda una teoría de bollos y tortillas editoriales, aunque ahora se decía más preocupada por el pan francés. Ella le dijo a Xavier Domingo que buscara alguien para iniciar a la izquierda en el uso de los cinco sentidos, éste encontró, claro, al ínclito bioquímico pauloviano, que se ha dejado los ojos y quemado las pestañas, demostrando la inverosímil tesis de que el hombre para vivir tiene que comer. Sólo un problema: él, D. Faustino, era un investigador, no un vulgarizador. Beatriz sonrió: «explíquelo como para que yo lo entienda». Y él, galante, hizo una introducción sobre la dificultad de llegar a la vulgarización. Beatriz sonreía beatífica, escondiendo bajo una espesa capa de fondo de teint sus rasgos mulatos. El jefe de los cataros lácteos explicaba la doble moral albigense expuesta por Cordón en su prólogo. Y éste, no pude ya oír si intentó defenderse, remitiéndose a Dobrinin y a Suslov, porque me fui.

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Alberto Cardín


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ARTE colección

Los Cuadernos del Norte

N.° 0 - EDUARDO URCULO Nace en Santurce (Vizcaya) en 1938. Tres años más tarde, la familia se instala en Sama de Langreo. En 1952 abandona los estudios y entra a trabajar en una empresa minera. En 1954 empieza a pintar y en 1957 celebra su primera exposición individual en La Felguera. En este mismo año se traslada a estudiar Bellas Artes a Madrid, becado por el Ayuntamiento de Langreo. En 1959 viaja a París. Vive en Tenerife, Madrid, Ibiza y desde 1974, de nuevo en Madrid. EXPOSICIONES INDIVIDUALES

1957: La Felguera, Asturias. 1958: Ateneo Jovellanos, Gijón. 1959: Sala Cristamol, Oviedo y Caja de Ahorros, Málaga. 1961: Instituto de Estudios Hispánicos, Tenerife. 1962: Marbella. 1963: Galería Quixote, Madrid. 1965: Galería Quixote, Madrid. 1966: Galería Quixote, Madrid. 1967: Galería Kompagnistrade, Copenhague. 1968: Galería Ivan Spence, Ibiza y Galería V. Oertzen, Frankfurt. 1969: Galería Altamira, Gijón. 1970: Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid. 1971: Galería Tassili, Oviedo. 1972: Galería Kreisler, Madrid. 1973: Galería Veranneman, Bruselas. 1974: Galería Sen, Madrid. 1975: Galería Tassili, Oviedo. 1976: Galería Caleidoscopio, Zamora. 1977: Galería Multitud, Madrid. 1978: Galería Rúa, Santander, Galería Acto, Murcia y Galería Tassili, Oviedo. 1979: Galería Sen, Madrid. EXPOSICIONES COLECTIVAS En París, Tenerife, Madrid, Oviedo, Burdeos, San Francisco (EE. UU.), Cádiz, Panamá, Uruguay, Colombia, Perú, Chile, Argentina, Bruselas, Barcelona, Valencia, Holanda, Copenhague, Munich, La Habana, Formosa, Teherén... BIENALES INTERNACIONALES

1970: II Bienal Hispanoamericana de Arte. Coltejer. Medellín. Colombia. XXV Bienal Internacional de Arte de Venecia. 1971: Prix Europe de Peinture de la Ville

D'Ostende. Bélgica. VII Bienal Internacional de París. Pare Floral. París. 1975: Bienal de Zamora. Premio «Ciudad de Zamora». MUSEOS

Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid. Museo de Arte Contemporáneo de Villafamés, Castellón. Fundación March, Madrid. Museo Westerdahl, Tenerife. Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá, Colombia. Gallería Nazionale D'Arte Moderna de Roma. Musée D'Art Moderne D'Ostende, Bélgica. Fundación Bergsoe, Dinamarca. Museo Internacional de la Resistencia Salvador Allende. Museo de Arte Contemporáneo Castillo de San José, Lanzarote. BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

Moreno Galván: «Pintura española, la última vanguardia». Editorial Magius. Madrid. Diccionario: «Pintores españoles contemporáneos». Estiarte. Europea de Ediciones, S. A. Antonio Manuel Campoy: «Diccionario crítico del arte español contemporáneo». Ibérico Europea de Ediciones, S. A. Xavier Domingo: «Erótica española». Ediciones Ruedo Ibérico. París. Jesús Villa Pastur: «El desnudo en la pintura asturiana». Silverio Cañada. Gijón. Jesús Villa Pastur: «El libro de Asturias». Prensa del Norte, S. A. Oviedo. Jesús Villa Pastur: «Historia de las artes plásticas en Asturias». Ediciones Ayalga. Salinas. Faustino F. Alvarez: «Asturianos de hoy». «Asturias Semanal». Vicente Aguilera Cerní: «Iniciación al arte de postguerra». Ediciones de Bolsillo Península. Barcelona. Vicente Aguilera Cerní: «El arte impugnado». Ediciones «Cuadernos para el Diálogo». Miguel Fernández Braso: «El panteísta. Eduardo Urculo». Formas y palabras. Diario «ABC». Diciembre, 1972. Madrid. Eduardo G. Rico: «Eduardo Urculo, un pintor para la inmensa mayoría». Revista «Triunfo». 1 marzo 1969. Madrid.

18801980

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Los Cuadernos del Norte Revista Cultural de la Caja de Ahorros de Asturias Apartado 54-Oviedo-Espaùa Š Faximil Edicions Digitals, 2007


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