Una noche de verano

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—Sólo pican las hembras, ¿lo sabía? —¿Las hembras? —Los mosquitos machos no se alimentan de sangre. —Pero hasta mañana no sabré si se trata de macho o hembra. —Ya le digo que el generador… —Sí, sí, ya. —Buenas noches, caballero. —Compren insecticidas, ¿me oye? Hijos que se convierten en padres antes de regresar al lugar del que procedemos, la nada o el todo, qué absurda carrera de relevos hacia el misterio para mí, qué lástima no ser creyente. El sueño nuevamente; reparador, liberador. Ahí te quedas hasta mañana, mundo. ¡Otra vez el mosquito! Allí... Allí... Allí. —¡Te maté, cabrón! Sangre en la pantalla del televisor, y restos mínimos, pero visibles, del insecto. Las pruebas. Al día siguiente, más descansado, les mostraría las pruebas. La voz: te quedarás sin empleo, y probablemente sin dientes ni nariz, sin vida quizás, por culpa de un espermatozoide tan huidizo e inoportuno como el insecto sordo. ¡Y muerto! Buenas noches, voz, mundo. ¿No arreglas el estropicio? ¿No cuelgas el cuadro? ¿No recoges los cantos rodados, esparcidos por la moqueta de nuevo, ni pones la lámpara sobre la mesa de noche? ¡No! Ni ahora ni… ¡No puede ser! ¿Otro mosquito? ¿Dos mosquitos con antenas sordas? Pues sí. Todo lo demás, lo que justifica por qué mato insectos desde aquella noche sin descanso, con insaciable rencor, insectos machos o hembras, insectos inocentes o culpables, sucedió a continuación. josé ángel ordiz

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