Una noche de verano

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mejor, aquella simple raya negra, irregular, sobre fondo blanco. Me rendí. Busqué refuerzos, marqué el uno en el teléfono del hotel. —Oiga, señorita. —Señora. Recordé que la recepcionista también estaba embarazada, casi de parto a tenor del tamaño de la barriga. —Qué desea, caballero. —Hay en la habitación un mosquito que me impide dormir. —Imposible, caballero. Todas las habitaciones del hotel cuentan con generadores de ultrasonidos antimosquitos. —Pues este mosquito será especial, estará sordo. ¿No tendrán por ahí un insecticida? —Son innecesarios en este hotel, caballero. —Le digo que… —Podemos cambiarle de habitación si lo desea. —¡No, no lo deseo! Colgué el teléfono con violencia. Coloqué el cuadro en su sitio, recogí el cuenco de vidrio coloreado, lo rellené con los cantos rodados que no pateé. Casi me electrocuto al intentar que luciese la bombilla de la lámpara de la mesa de noche. Me refresqué en el cuarto de baño, me armé con otra toalla. Esto no se quedará así, mosquito de antenas sordas. Alguien llamó entonces a la puerta. ¿Ella? ¿A semejantes horas? Bueno, mejor tarde que nunca, y mejor ella que el marido. Era el del mantenimiento del hotel, turno de noche. —¿Me permite una rápida comprobación? Serán apenas unos segundos. Ningún defecto en el generador. Ni rastro del mosquito sordo. —¿Desea cambiar de habitación? —No, de eso nada. Yo me quedo aquí. 16

La noche de los mosquitos sordos


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