Una noche de verano

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mucho. Cuando estuviera instalado en la residencia ya se vería si el nuevo armario admitía uno o dos. En cuanto a los libros, tenía que ser él quien los escogiera, pero sabiendo que no podría llevarse más de diez o doce. No hacían falta más, por otra parte. El centro contaba con una biblioteca estupenda, aunque verás que, al segundo día, no querrás hacer otra cosa que charlar con los compañeros y jugar con ellos al dominó, dijo Kike sin levantar la vista. Entonces me basta con el diccionario, respondió él. En el diccionario estaban todas las palabras que iba a necesitar. Y cuidado con las mujeres, que son unas lagartas, rió Kike, empeñado en llenar de guasa edulcorante la mañana. Él también rió, creyéndose obligado a condescender. En la cocina, se sentó ante la ventana que daba a un pequeño patio con jardín. Allá abajo, ajenos a la despedida, se ofrecían a su vista un sauce llorón, un seto bajo, algo de césped; sus amigos de siempre, los que cada mañana le alegraban un poquito el corazón. Absorto por la belleza de la luz del día, que entraba a raudales, tardó en advertir que Estela le había preparado un bol de café con leche y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada. La mujer permanecía en pie a sus espaldas, sin decir nada, aguardando respetuosamente a que el anciano acabara de desayunar. Supo que Kike también lo miraba porque reconoció su olor en cuanto entró en la cocina, pero no se volvió ni hizo nada por parecer amable o agradecido. Sólo pensó en el sauce, que lo había acompañado en aquel rito durante los últimos cuarenta años, y en Lolita, su mujer, muerta unos meses antes. Lolita tenía muy buen humor y, a esas horas, ya le había hecho reír dos o tres veces con sus chistes y ocurrencias. Aquél solía ser el momento de hacer planes para el día, qué comer, a quién visitar, alguna 112

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