El despertar de Heisenberg (primeras paginas)

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El despertar de Heisenberg

El Jinete Azul

NOVELA GRÁFICA

JOAN MANUEL GISBERT PABLO AULADELL


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C

laudio Ambrós acudió de nuevo aquella noche al Gran Mercado de Oportunidades del Polígono Sur. Era uno de los muchos que estaban proliferando, sobre todo por las noches, en las zonas periféricas de la ciudad. Se había aficionando a curiosear por aquellas lonjas turbias, y en muchos aspectos ilegales, en las que se podía vender o adquirir hasta lo más insospechado. No iba buscando nada en concreto. Estaba abierto a cualquier oportunidad o hallazgo interesante que se presentara. Y también entraba en sus previsiones no comprar nada y volver de vacío a casa, como tantas veces había sucedido, sin que eso le importara ni le causara frustración. Aquejado como estaba por un insomnio de mediana intensidad desde hacía algún tiempo, a sus noches les sobraban horas. Trataba de ocuparlas como mejor podía, lejos de su cama, que a veces se convertía en el lugar de los pensamientos indomables. En aquel ambiente tan sinuoso del Polígono Sur era muy difícil deducir a simple vista quién compraba y quién vendía porque muchos hacían las dos cosas a la vez. Todos deambulaban, nadie estaba mucho tiempo en un mismo lugar. Como solía ocurrir en aquellos mercados semiclandestinos, los roles resultaban muy ambiguos y a menudo eran intercambiables. Y había también muchos curiosos que en principio no hacían nada más que darse un baño de multitudes y matar unas horas, aunque estuvieran también al acecho de inesperadas gangas o propuestas turbadoras. Apenas había puestos o casetas claramente definidos. Todo era un ir y venir de gente, preguntando, ofreciendo, discutiendo condiciones y precios. Allí, de manera casi invisible, estaban a la venta cosas y servicios muy diversos.

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La actividad de aquellos mercados nocturnos se llevaba a cabo casi sin control. Constituían un caso extremo de economía alternativa y sumergida. El desmantelamiento de numerosos polígonos industriales a causa de la decadencia financiera había dejado libres gran cantidad de espacios, naves y edificios enteros que ya nadie quería alquilar ni, menos todavía, adquirir como inversión. En algunos de esos espacios y recintos tenían lugar aquellos febriles mercados a los que acudían miles y miles de personas en cuanto oscurecía, en busca de todo y de nada a la vez. En las primeras dos horas en que Claudio Ambrós estuvo allí aquella noche, yendo de un lado a otro, al azar, le ofrecieron un sinfín de servicios, aparatos y productos que fue rechazando uno tras otro. Algunos le llamaron la atención, otros le resultaron incomprensibles o carentes de interés. Y bastantes le asquearon, sobre todos los de ciertos tipos de orgías que al parecer consistían en el sometimiento casi animal de otras personas. Entre los que le quedaron en la memoria, a veces por su carácter grotesco, estaban los tratamientos para cambiar de color de ojos, o para tenerlos de distinto color; las diversas fórmulas, supuestamente certeras, basadas en preguntas clave, para calcular con mucha exactitud el tiempo de vida que le quedaba a uno; las máquinas ecográficas portátiles que permitían tomar imágenes a voluntad del interior del organismo y los talleres intensivos de regresión a vidas pasadas. Cuando vio por primera vez a Ulia le llamó enseguida la atención, aunque la tomó por una más de los que iban de un lado a otro sin saber muy bien por qué estaban allí ni qué buscaban. Luego, al notar en ella una cierta ansiedad que a primera vista no se percibía, pensó que quizá quería adquirir algún narcótico de 13


sofisticado nombre y alto precio que la sumiera en un sueño artificial lleno de deliciosas sensaciones durante dos o tres días enteros. Mientras Ambrós se perdía en suposiciones acerca de Ulia, ella ya lo había escogido entre cientos y cientos posibles. Pero no lo demostró hasta que Ambrós, para tomar un poco el aire, salió a una de las terrazas de aquella enorme factoría desmantelada. Casi no había nadie allí en aquellos momentos. Las palabras que se pronunciaran no iban a ser oídas por extraños. –Tengo algo que no tiene casi nadie –le dijo ella, tras haberlo seguido hasta la deteriorada balaustrada en la que él se apoyaba–. Y esta noche lo puedo ofrecer a cambio de muy poco. Antes de que Ambrós pudiera imaginar de qué se trataba, ella se lo enseñó. Tenía la carcasa negra. Cabía en una mano. Nunca había visto ninguno, por eso no supo de qué se trataba. Tuvo que preguntar: –¿Qué es eso? –Un psiconavegador de tercera generación. No tiene ni tres meses. Solo existen unos doscientos en todo el mundo de esta serie. Tengo todos los certificados de origen. Es una maravilla, lo máximo. No sabes cuánto. Ambrós no creyó ni por un momento que fuese verdad. Los psiconavegadores eran objetos de tecnología de última vanguardia, se pagaban por ellos cifras astronómicas, y los de tercera generación eran totalmente inasequibles, pertenecían casi a la leyenda. Y se decían de ellos cosas que fascinaban y estremecían. –Ah, y me lo puedes vender a buen precio, ¿no? –preguntó con sorna Ambrós. –Yo no he dicho vender –respondió ella con rapidez–. No puedo venderlo a ningún precio porque no es mío. Solo puedo prestártelo unas horas, bajo ciertas condiciones, y a cambio de algo. 14


–¿A cambio de qué? –se interesó Ambrós, más que nada por seguirle el juego. –Necesito un lugar tranquilo donde pasar uno o dos días –explicó ella con cierta ansiedad–. ¿Lo tienes? Ulia le parecía sospechosa, rara, pero su cuerpo le gustaba. Muchos hombres y mujeres acudían a los populosos mercados nocturnos como lugares de encuentro. Una buena parte de las relaciones que nacían y morían en una misma noche surgían de contactos que se producían en los polígonos. Estaban sustituyendo con ventaja, como lugares de acuerdo rápido, a los bares 24 horas, a los búnkeres acústicos e incluso a los conciertos masivos de música automática. En los polígonos todo era más directo y más barato. Aunque Ambrós no había acudido aquella noche con la intención de irse con nadie, no quiso cerrar la puerta a un posible encuentro de satisfacción inmediata. Tal vez Ulia había utilizado lo del psiconavegador como pretexto para no parecer demasiado atrevida y directa al abordarle. –Mi casa es un lugar tranquilo –respondió, para dar a entender que estaba dispuesto. –¿Hay alguien más allí? –Vivo solo desde hace casi un año. –Pues, si te parece, vamos –propuso ella sin dudarlo–. Allí podrás probar el psiconavegador. Te va a fascinar. Le extrañó que ella insistiera en lo del aparato cuando habían pasado a una segunda fase y ya no era necesario utilizarlo como pretexto. A no ser, también era posible, que utilizase el término en sentido figurado y en realidad se estuviera refiriendo a sí misma. Volvieron a entrar en la gran nave. Ya era más de medianoche. El gentío era cada vez más numeroso. Hacía calor. Una 15



especie de excitación difusa dominaba el ambiente. No fue fácil ir sorteando a unos y a otros hasta llegar a la salida. En el inmenso descampado que hacía las veces de aparcamiento había un ambiente mucho más turbio que dentro. Por suerte, Ambrós tenía el vehículo a poca distancia. Gracias a ello se evitaron muchas escenas desagradables y algunas hasta repugnantes.

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racias a los excelentes sensores de control automático de conducción de que disponía su vehículo, Claudio Ambrós pudo dar rienda suelta a sus reflexiones sin apenas preocuparse de las numerosas curvas del trazado de la pista Sur-12, ni hacer caso de los fantasmales autoestopistas que a menudo surgían de las amplias cunetas, iluminados de lleno por los reflectores del vehículo, e invadían peligrosamente el magnetizado asfalto pidiendo con gestos insistentes y a veces frenéticos ser llevados a no se sabía dónde. Pasados unos minutos en silencio, y ya con la zona de los mercados nocturnos perdida a sus espaldas en la lejanía, Ambrós quiso continuar por unos momentos el juego inicial del que suponía se había servido Ulia. Por eso, le preguntó de pronto: –Dime… no sé aún cómo te llamas, ¿por qué has decidido confiar en mí? La respuesta no se hizo esperar: –Me llamo Ulia –respondió, sin preguntarle a él su nombre–. He acudido a ti porque esta noche no tenía a nadie más. Era obvio que le podía haber dicho exactamente lo mismo a cualquier otro, pero Ambrós no hizo ninguna observación al respecto. Prefirió seguir tirando un poco más del hilo con una hipótesis no del todo inverosímil: –Ya, pero ¿cómo sabes que no me apoderaré del psiconavegador mientras duermes y huiré con él para venderlo en los mercados nocturnos de Londres o de Berlín a un precio fabuloso que me cambie la vida, y luego si te he visto no me acuerdo? Ulia se lo quedó mirando como si hubiese dicho algo absurdo o imposible y, con una gran seguridad en la voz, respondió enseguida, sin alterarse lo más mínimo:

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–Sé que no te apoderarás de él porque hacerlo te destruiría. Y tú no tienes ese toque especial que define a los suicidas. La respuesta había sonado con tal firmeza que solo parecía dejarle a Claudio dos opciones: pensar que ella sufría algún tipo de trastorno o desvarío que le hacía confundir realidades y fantasías, o creer que algo verdaderamente peligroso estaba en su poder. Sin saber qué respuesta dar ni hacia dónde llevar la conversación, se concentró en las señales lumínicas de la calzada magnética por la que circulaban, mientras recordaba, casi sin proponérselo, todo lo que conocía o había oído sobre el cada vez más complejo y apasionante mundo de los navegadores personales. Ya estaba muy lejos, aunque tampoco habían pasado tantos años, la época de los primeros navegadores basados en satélites orbitales, también llamados GPS, que aunque resultaron muy sorprendentes, útiles e innovadores en su momento, solo eran capaces de orientar al usuario, aunque con el máximo detalle, por la red de vías de comunicación de superficie, para llegar casi a cualquier lugar, y, además, con toda su interminable y útil lista añadida de talleres, gasolineras, restaurantes, clínicas y tantos otros establecimientos y servicios, hasta los más raros o poco habituales. Pero pronto habían evolucionado hasta convertirse en insospechados instrumentos de búsqueda y descubrimiento. Claudio Ambrós recordaba perfectamente el primer Navegador Integral que había tenido, tras pagar por él un costoso precio en el cenagoso mercado negro de Atlanta. No solo conservaba, increíblemente perfeccionadas y ampliadas, todas las funciones y propiedades de los mejores GPS, sino que extendía su campo de acción hacia áreas hasta entonces nunca ofrecidas por aquel tipo de aparatos. Tenía aún en la memoria el singular Menú de Opciones: 23


1. Servicios generales de la ciudad. 2. Circuitos especiales. 3. Deseos de satisfacción inmediata. 4. Placeres de alta intensidad. 5. Posibilidades extraordinarias. 6. Más allá de los límites. En los primeros momentos había pensado que aquellos enunciados eran meras exageraciones publicitarias para ofrecer servicios más o menos conocidos o habituales, o conceptos virtuales, vacíos de contenido, introducidos solo para llamar la atención en la fase de lanzamiento de los nuevos navegadores. Nada más lejos de la verdad. Tuvo aquel prodigioso instrumento en su poder solo veinticuatro días. Como su radio de acción efectiva se circunscribía a Atlanta y su gran área metropolitana, antes de marcharse de la ciudad lo revendió (con notable ganancia, ya que en aquellas semanas, y por razones bien comprensibles, su cotización en el mercado negro se había casi triplicado). Lo utilizó seis o siete veces. Fue más que suficiente. Tras haber verificado su eficacia y su poder en los primeros tanteos, no se atrevió a entrar en la inquietante zona 6 del menú, pero sí se metió en todas las demás. Y comprobó por sí mismo que aquel prodigioso artilugio permitía descubrir y visitar todo el inmenso revés sumergido y oculto que tenía la ciudad. En dos ocasiones se metió en situaciones algo más peligrosas de lo que estaba dispuesto a aceptar, pero en las restantes conoció ambientes muy estimulantes que ni sospechaba que existieran. Las ciudades, sobre todo las más grandes, habían desarrollado en los últimos años entramados semiocultos, redes de locales insólitos, asociaciones, clubes totalmente al margen de lo convencional. Y los navegadores integrales eran las mejores y casi únicas vías de acceso a todo aquel mundo, el modo idóneo de conocer aquella 24


nueva realidad, todavía secreta en gran parte, que estaba cambiando la raíz, el alma y el ser de las ciudades. –¿Está muy lejos tu casa? –preguntó Ulia de pronto. –En unos diez minutos llegamos. –Tengo algo de frío. –No te preocupes, activaré el regulador de temperatura. Le seguía resultando del todo increíble que ella tuviese en su poder un psiconavegador, y más aún que fuese de tercera generación. Pero decidió esperar hasta llegar a casa y ver cómo se comportaba ella una vez allí. Mientras, Ambrós volvió a sus recuerdos. El inmenso salto hacia delante se había producido con los primeros psiconavegadores personales. Abrieron dimensiones que hasta unos pocos años antes hubiesen parecido delirantes. Circularon muy pocos al principio, apenas unos miles en todo el mundo. Y su precio era inasequible. Además, según la legislación que se desarrolló en poco tiempo para tratar de regular el nuevo estado de las cosas, solo los podían utilizar personas que hubiesen acreditado una resistencia y preparación mental muy consistentes, tras haberse sometido a una serie de pruebas de alta exigencia. Pero, en la práctica, si alguien estaba dispuesto a dedicar una suma desorbitada a su adquisición, los podía conseguir sin mayores dificultades en el mercado negro internacional de aparatos psicotrópicos. En muy pocos años, la técnica de los psiconavegadores personales se había desarrollado y ramificado como nadie podía haber previsto y estaba totalmente fuera de control. Los expertos ya auguraban que acabarían convirtiéndose en el instrumento universal para los planos más secretos y profundos de la vida, una especie de versión tecnológica y futurista del alma en los tiempos venideros. 25


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