Edita El gato descalzo e-book 8: La señora M. y otras historias germinales - Andrés Olave

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elgatodescalzo.wordpress.com La seĂąora M. y otras historias germinales.

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La señora M. y otras historias germinales.

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Presentación En Edita El gato descalzo 8 ofrecemos La señora M. y otras historias germinales de Andrés Olave. Textos en los que desarrolla los más diversos ambientes, personajes, tramas y los finaliza con una escena de suspenso o cliffhanger. Por ejemplo: ¿La señora M. encontrará a Chesire?, ¿se cumplirá el último deseo de Lester del Rey? o ¿la suerte de Jonas Herbert estárá decidida?...

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Para resolver éstas y muchas más interrogantes los invitamos a que lean las historias de Andrés y permitan que germinen gracias a su imaginación amigos. * El autor rinde homenaje con este libro a Franz Kafka y a Ítalo Calvino (en especial a su libro Si una noche de invierno un viajero). Por nuestra parte en la editorial realizamos con este título un tributo al escritor Roald Dahl.

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La señora M. La señora M. salió de su apartamento en el barrio de Marquiese a buscar a su gato. Chesire llevaba tres días sin venir a casa, ni siquiera presentándose a medianoche para pedir un suculento y oloroso pote de Fancy Feast. Preocupada por el destino del que era el más viejo de sus 34 gatos, la señora M. salió en bata de levantarse, una añosa bata que su marido, el difunto W. le había regalado en su noche de bodas cuarenta años antes. La bata le quedaba estrecha, estaba rasgada y diminutos agujeros producto de las mordeduras de polillas la adornaban como si fuera un atuendo recién sacado del ático, y no en verdad, la prenda favorita y más usada de la señora M. –Chesire, Chesire –gritaba a viva voz la señora M. por las calles. La gente que se cruzaba con ella arrugaba el ceño, producto quizás, del mal olor que la señora M. despedía, algo que ellos podrían entender si alguna vez llegaran a vivir con 34 La señora M. y otras historias germinales.

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gatos. Pero la gente rara vez siente empatía por otras personas. La señora M. sabía esto y por eso le traía sin cuidado las miradas de reproche o las arcadas apenas disimuladas que emitían aquellos que se cruzaban en su camino. Mi gato, pensaba ella, es lo único que importa. Caminó durante buena parte del día, y ya empezaba a anochecer cuando una ambulancia comenzó a seguir sus pasos. ¿Acaso creerán que estoy loca? Dos enfermeros bajaron de la ambulancia al trote y sin apenas disimular su impaciencia flanquearon a la señora M. como fieros guardaespaldas. La ambulancia avanzó hasta ponerse a la altura de la señora M. y de la ventanilla del acompañante del conductor, emergió la cabeza peluquienta y nívea del viejo doctor F., psiquiatra del Hospital Clínico de Fernstein.

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–¿Dando un paseo estimada dama? –preguntó el doctor F. mientras sonreía ampliamente y sus ojos claros parecían brillar detrás de sus anteojos redondos. –Nada que a usted le incumba –contestó la señora M. y a continuación, sin poder contener la necesidad de explicase, dijo–: es mi gato que se ha perdido y he salido a buscarlo. –¿Un gato? –preguntó el doctor F. sin poder ocultar su decepción en la voz–. ¿Solo es eso? ¿No está segura que un duende le ha dicho que debe ir a buscar su tesoro? ¿Las voces que la acosan no le sugieren destruir a cualquiera que se le ponga por delante? –No sea absurdo –replicó la señora M.– Solo soy una dama desastrada buscando a su mascota. No hay nada más allá de eso. Desastrada, pensó el doctor, he ahí la palabra clave.

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–¿Quiere que la ayudemos con su búsqueda? Cubriríamos una extensión mucho más amplia de terreno yendo en la ambulancia. La señora M. detuvo su caminata, lo mismo que los enfermeros, quienes rígidos y alertas permanecieron a su lado. –¿Promete no llevarme al manicomio? ¿No amarrarme con una camisa de fuerza y encerrarme en una celda acolchada so pretexto que no me visto según los cánones de la moda establecida? El doctor F. asintió muy serio. –Se lo prometo –aseguró mientras se llevaba la mano a la espalda y cruzaba los dedos. Los enfermeros condujeron a la señora M. delicadamente pero no sin cierta firmeza a la parte de atrás de la ambulancia. –Desde aquí no puedo ver la calle –dijo ella como en un ruego. La señora M. y otras historias germinales.

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Los enfermeros cerraron la puerta con violencia. Uno de ellos le clavó un sedante a la señora M. en el brazo que la hizo casi perder el sentido. Adelante el doctor F. sonreía satisfecho. –En marcha le ordenó al chofer, que hasta entonces había permanecido en lo invisible. Semiinconsciente, la señora M. fue conducida al Hospital. En delirios, pensó en Chesire, se preguntó que le habría ocurrido. Pensó si después de dejarla en la clínica aquel doctor se daría el tiempo de buscar a Chesire y rechazó la idea por ridícula. Se dio cuenta que ya no volvería a casa y horrorizada consideró perdidos a todo el resto de sus gatos. –Chesire, nos condenaste a todos –dijo entre sueños. La ambulancia avanza silenciosa y rítmica por las calles de la ciudad de Fernstein a medida que anochece para conducir a la señora M. rumbo a su destino inevitable. La señora M. y otras historias germinales.

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Jonas Herbert Los aserraderos de Marden-North bullían de actividad frenética y desordenada; las sierras eléctricas no se detenían y largos troncos crecidos durante siglos morían en cuestión de segundos bajo las órdenes de hombres de rostros obscuros y fríos. Cierta mañana de junio, Jonás Herbert cayó por accidente en una de las sierras principales. Nadie se dio cuenta y solo cuando vieron que la última carga de astillas de la tarde venía teñida de rojo presintieron lo peor. Las sierras por primera vez se detuvieron, los hombres, ahora de rostros pálidos y temblorosos, bajaron a los canales a buscar los restos de su malogrado compañero. No había nada ya, bajo los filos de innumerables aceros, el cuerpo de Jonás Herbert había quedado reducido a partículas. Los trabajadores no sabían qué decirle a la familia. Alguien propuso hacer un muñeco de madera de Jonás y entregárselo a sus seres queridos, pero la idea fue desechada, nadie en el aserradero tenía la habilidad necesaria para La señora M. y otras historias germinales.

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esa clase de obra. Eran hombres que solo tenían talento para la destrucción. Al final alguien llamó a la viuda, quien a toda carrera voló hasta al aserradero. Allí encontró a los hombres, todos de pie junto a la entrada, los brazos cruzados y hablando en voz baja. –¿Dónde está mi marido? –preguntó la viuda, un pañuelo entre los dedos que contenían sus primeras lagrimas. El silencio parecía invadirlo todo.

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Afueras del hipódromo El señor Schovolomit, empresario circense ya retirado, se encontró afuera del hipódromo de Hide Park con August Roserville, un antiguo tragafuegos de su fenecido circo Magic Festival. August, que antaño pesaba 112 kilos y además de devorar fuego doblaba barras de acero de 12 pulgadas de diámetro se encontraba ahora en un estado deplorable. Había adelgazado violentamente y los músculos de la cara se le habían aflojado de modo que el señor Schvolomit tuvo la impresión de estar hablando con un viejo muñeco de cera. –Vaya, vaya –dijo Schvolomit–, así que aquí terminaste. Pidiendo limosnas a las afueras del hipódromo –agregó y sacando su bolsa echó una moneda, de las más pequeñas, en el sombrero que August Roserville ofrecía a los transeúntes. –No necesito su dinero –respondió August con un hilo de voz, algo que parecía un ruego, un tono adquirido posiblemente tras muchos años de mendigar en las calles. La señora M. y otras historias germinales.

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–Lo necesitaste en el pasado, y lo mismo ahora –dijo Schovolomit y se ajustó la bufanda al cuello en un gesto no exento de teatralidad. Tenía ganas de marcharse y volver al confort del hogar. Sin embargo, no podía dejar de contemplar al hombre más fuerte que alguna vez vio, reducido casi a cenizas–. Hay gentes incapaces de mirarse al espejo con detenimiento. Ya ves, sin mi ayuda has descendido un par de peldaños más en la escala social. De fenómeno de circo a pordiosero, mírate. Había odio en la voz de Schvolomit, también una poderosa excitación. –Sus insultos apenas me rozan, señor. Demasiadas pellejerías he tenido que cruzar desde la última vez que nuestros destinos se cruzaron, demasiado dolor. Puede que usted siempre haya estado por encima mío… –Y lo sigo estando –interrumpió Schovolomit–, por los siglos de los siglos. La señora M. y otras historias germinales.

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–…pero eso no le da derecho a venir hasta aquí y creer que puede humillarme simplemente porque en el pasado yo estuve a su servicio. Eso fue un error. Un hombre nunca debería estar bajo la tutela o el poder de otro. Schvolomit se echó a reír a carcajadas. –¿Acaso te has vuelto cristiano? ¿O mormón? –preguntó entre risas–. Porque hablas como uno, eso tenlo por seguro. Rosenville movió pesadamente la cabeza. –Ni monje, ni filosofo, ni asceta. Nada de eso. No me interesan los consuelos extraterrenos, apenas acaso, el consuelo que alguna vez abandonare esta cruenta tierra. –¡Ja! –exclamó triunfalmente Schvolomit–. ¡Un poeta! ¡Es en eso en lo que te has convertido! Un poeta estoico posiblemente, como Pindaro o Egeo. Rosenville parpadeó tratando de entender.

repetidas

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veces

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–¿Por qué busca encasillarme? ¿Qué es lo que pretende? Si acaso ese es su deseo y de modo alguno puede resistirse al impulso, piense en mí como un desdichado, uno más de los millones de hombres que pasan los días sin esperanza y sin una pizca de amor. Schvolomit lamentó estas últimas palabras. No tiene sentido molestar a alguien cuyo ego yace destrozado. A estas alturas ya nada puede herirlo, es casi invencible. Sin embargo, una idea luminosa vino a su mente. –Dime, mi buen August, ¿has pasado hambre en esta última época? ¿O frío? ¿Qué hay del frío? Supongo que con las lluvias de noviembre la has visto negra. Rosenville se encogió de hombros. –Es lo que me espera hasta el fin de mis días, nada puedo hacer. –Claro que puedes hacer algo al respecto –dijo Schvolomit y rebuscando en su cartera extrajo un grueso fajo de billetes–. Mira esto La señora M. y otras historias germinales.

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–dijo y le paso los billetes frente a los ojos de August–. Hoy tu vida, toda tu fortuna pueden dar un giro radical. Te propongo esto: ponte en cuatro patas sobre el piso y ladra como perro por diez minutos seguidos y todo este dinero será tuyo. Los ojos de August brillaron dejando entrever una leve mueca de esperanza y una sonrisa satánica brilló en el rostro de Schvolomit.

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Abdulla Mandrullah, afilador de cuchillos Grinus Panuch, panadero de profesión, jugaba con la masa mientras aguardaba que su pan acabara de cocerse en su horno de barro, en las afueras de Madras. A esa hora temprana, los pájaros de la noche recortaban su silueta sobre las torres y los templos; las primeras campanas que llamaban a la oración resonaban a lo lejos y la bruma de la mañana mezclada con la contaminación del aire, le daba al cielo un color ceniciento. El sol, si bien se anunciaba, aún no se decidía a aparecer tras el horizonte. Un ruido como de bronces tintineantes llegó hasta los oídos de Panuch. Vio doblar la esquina, directo hacia él, la figura de Abdulla Mandrullah, el afilador de cuchillos. –¡Mi buen amigo! –exclamó Panuch y corrió al encuentro de su cuñado, a quien no había visto desde hacía más de un año.

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–Grinus –dijo con voz cansada Abdulla, a quien también llamaban Bokor, que en sanscrito significa: aquel que le da filo a lo mellado–, mi hermano, mi más caro amigo, he cruzado océanos de tiempo para volver a encontrarte. El panadero se detuvo en seco ante esas palabras y estudio el rostro de su amigo: estaba gris y largas ojeras le deformaban la cara. Había adelgazado unos cuantos kilos y Panuch pudo leer en los ojos de su cuñado, el avanzar inexorable de una enfermedad fatal. –¿Cuándo ocurrió? –preguntó el panadero–. ¿Cuánto es lo que falta? El Bokor meneó la cabeza y fue a tomar asiento junto al horno de barro de Panuch.

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Calzoncillos largos Jefrey Combs, conocido pianista heroinómano del circuito de artistas rodantes de Bullet Hill, salió de su apartamento, en el sexto piso de Harlem avenue. Combs llevaba puesta la bata de levantarse y un viejo sombrero azul con una flor. Iba mal afeitado y sin bañarse y cargaba en el regazo una bolsa de papel llena de objetos desconocidos. La señora Parker vio pasar al pianista heroinómano junto a su ventana y meneó la cabeza, decepcionada. A ratos, la bata de Combs se abría por el frío viento de agosto, solo para dar paso a unos calzoncillos largos de color blanco y rayas verticales de color rojo. Con su ropa desafortunada y olorosa y sus cachivaches, el pianista heroinómano se internó en el parque Meadows sin dejar, por un segundo, de pensar, de estar completamente seguro que había visto a Dios hace cinco minutos. Lo había visto al salir de la ducha, junto al espejo, una pequeña luz mortecina reflejada sobre los azulejos de su baño. La señora M. y otras historias germinales.

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–Dios –decía–, Dios –repetía–, oh, Dios, oh Dios, oh Dios Mío.

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Clarice Clarice abrió la puerta de su ventana. Hacía un día esplendoroso: el sol brillaba, el rocío impregnaba el césped, el viento corría suave y frío por los campos. De reojo miró la silla que tenía junto a su cama: el uniforme escolar que mamá le había preparado, la odiosa tarea aún junto al escritorio, los zapatos bien lustrados a sus pies. Tantas cosas que se oponían a que ella atravesara la ventana y fuese, libre y pura, en busca de la belleza.

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Actor Retirado Hueders Nicholson, actor retirado, paseaba ocioso por los amplios jardines de Villa Borguese, su quinta en el sur de Francia, la que había comprado tras las ingentes ganancias obtenidas por En Busca del Reino, ganadora de 8 premios Oscar, entre las que se contaba por supuesto Mejor Actor. Habían pasado 16 años desde entonces y Hueders tras una carrera que lenta pero inexorablemente fue decayendo, se encontró a los 60 años prácticamente retirado, con una abultada cuenta corriente por supuesto, pero más bien solo. Su esposa, la exuberante Catalina Rivas, una modelo brasileña de 22 años acababa de pedirle el divorcio tras un año y medio de apasionado matrimonio. Contra lo que la intuición podría dictar, la ruptura había sido culpa de Hueders: su joven esposa lo había encontrado en el jacuzzi con la aún más joven Jacqueline Folliet, 18 años, estudiante que Hueders había conocido y seducido en uno de sus paseos a Orly, la ciudad más cercana a Villa Borguese. La señora M. y otras historias germinales.

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Los pasos de Nicholson se marcaban con suavidad sobre la hierba mojada de los jardines. Hueders sabía que era uno de sus últimos paseos, menos porque hubiese empezado a pensar en la muerte, por la certeza que los abogados de Catalina le exigirían la Villa Borguese. Le quedaría la casa en Los Ángeles por supuesto, y la mansión en Los Callos, pero Hueders no soportaba el calor de ninguna de las dos, lo que lo hacía sentirse como un desposeído, casi un hombre sin hogar. Alguna vez había interpretado a un vagabundo, un hombre que perdía la memoria y vagaba una temporada entre los menesterosos hasta que la hija con la ayuda de una parasicóloga lo rescataba de ese bajo infierno, un final feliz como corresponde a Hollywood. Ahora, Hueders no estaba tan seguro que pudiese acabar bien, salir airoso de este trance. Acaso podría instalarse en New York, volver un par de temporadas a Broadway pero el ruido, el ajetreo de aquella ciudad infinita lo abrumó por anticipado. Acaso había encontrado mi hogar, La señora M. y otras historias germinales.

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pensó, estos aburridos y lentos días en Villa Borguese eran lo mejor que me habían sucedido y solo ahora, cuando estoy a punto de perderla, es que me doy cuenta. Meneó la cabeza, ofuscado ante su torpeza. Quizás, Catalina se apiade de mí, pensó y giró rumbo a la amplia casa de ladrillos, avanzó hasta la que antes era la alcoba de ambos y ahora solo de Catalina (él se había mudado al cuarto de invitados). La puerta estaba cerrada, por supuesto. Hueders tocó la puerta con suavidad, le dijo a su mujer (o ex mujer) que deseaba pedirle algo, un mínimo favor: que si ella quería podía quedarse con la casa en Los Angeles, la mansión de Los Callos, el apartamento en Manhattan, pero que por favor le dejara Villa Borguese. Un largo silencio vino desde el interior. Hueders iba a insistir cuando la puerta se abrió de golpe. Catalina se asomó, los ojos hinchados de tanto llorar, la cara descompuesta por la pena, por los remolinos de infinita soledad a los que había descendido.

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El Cretino Feliz La fábrica el Cretino Feliz cerraba los martes para dar descanso a sus trabajadores, lo que siempre desesperaba a Madame Leverage. Urgida, atenazada por la angustia de no poder adquirir sus productos ese día, Madame se dirigía al prostíbulo de Ender, en las cercanías del puerto, y se ponía a disposición de los numerosos crápulas y vagabundos del barrio, quienes hacían con ella toda clase de atrocidades, lo que en cierto modo, mermaba en Madame Leverage, su profunda angustia. Al día siguiente, usualmente con un ojo en tinta, o la cicatriz fresca de un navajazo en la pierna, medio cojeando y toda despeinada, Madame Leverage se dirigía a la entrada del Cretino Feliz a comprar sus productos. –Quiero medio pocillo de crema para las manos –decía con una sonrisa resplandeciente. La vendedora meneaba la cabeza. –Ya se lo he dicho incontables veces Madame. Puede llevar toda la crema que La señora M. y otras historias germinales.

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quiera, no es necesario que venga aquí cada día a comprar. Madame Leverage arrugó la nariz. Pensó en todos los marineros que habían saltado sobre ella la noche anterior, en sus brazos gruesos y bruscos, en su olor inaguantable, en el sudor, en el calor de las sabanas, en la terrible y obscura pasión, mientras contestaba, muy seria: –Prefiero que las cosas sean de este modo.

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Extraños deseos Lester del Rey, viejo escritor de ciencia ficción pidió antes de morir que sus restos fueran enterrados en el desierto de Atacama, el que alguna vez había sido declarado el desierto más árido del mundo. Los herederos del bueno de Lester del Rey menearon la cabeza, pensaron: otra chochería más del viejo. La agonía del viejo escritor se había prolongado demasiado y sus codiciosos herederos estaban deseosos ya de echarle mano a la fortuna que del Rey había amasado escribiendo ciencia ficción, como para prestar atención a esos últimos y extraños deseos.

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Justo derecho –Golpéenlos con fuerza –ordeno Magnus Hefferson, presidente ejecutivo. –Señor –protestó su secretario, Lisergicus–, los obreros están en su justo derecho, han pedido 15 minutos más para almorzar, y considerando que apenas les damos 5 minutos al día, la petición parece más que justa. Magnus se sacó del bolsillo un pañuelo de seda con sus iniciales bordadas en oro y se secó la frente perlada de sudor. El calor del desierto era insoportable. –Malditos científicos –masculló–. No hallo la hora que inventen robots que reemplacen a todos estos esclavos –dijo y con un amplio ademán mostró el patio de cemento donde miles de obreros, el puño alzando, coreaban cantos en su contra.

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Fragilidad humana Grievorius Malher se sentía cansado y malherido cuando volvió a casa. Durante la dura jornada de trabajo, su jefe, el señor Brontius lo había humillado repetidamente y aún más, amenazado con despedirlo próximamente. Malher se sentía deprimido. No tenía expectativas ni a corto ni a largo plazo de encontrar un trabajo mejor que en la fábrica del señor Brontius, y aún ahí, era profundamente infeliz. ¿Qué puedo hacer? se preguntaba, mientras esperaba que Alday, su mujer, le sirviera la cena. –¿Tuviste un buen día? –le preguntó su mujer mientras ponía frente a él un plato de sopa, con un único apio flotando en el medio como único aderezo. –Un día horrible –bufó Malher y comenzó a tomar la sopa, pues tenía hambre y quería irse pronto a la cama. Dejo el apio para el final, a modo de postre. Cuando acabó la sopa y vio la solitaria y delgada rama de apio, pensó de La señora M. y otras historias germinales.

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pronto en sí mismo, que él no se diferenciaba mucho de aquella rama escaldada por el agua hirviendo, que ahora estaba presta para ser devorada. –¡Ay fragilidad humana! –exclamó conmovido mientras su mujer lo miraba fijamente preocupada porque su marido al fin parecía haber perdido el juicio.

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Despedida Ansa Rotten, dueña de una distribuidora de productos alimenticios, llegó a las oficinas centrales, ansiosa por despedir a Madame Crushinski, empleada hace 14 años de uno de sus locales, y de quien se decía ahora, estaba empeñada en espantar a los clientes. Madame llevaba casi una hora esperando su entrevista con la señora Rotten, quien a su vez, hacía esperar a Madame, como parte de su castigo. No solo la despediré, pensaba la señora Rotten, la humillaré, la haré sentir mal y me encargaré que no encuentre otro trabajo en ningún negocio a 200 kilómetros a la redonda. Finalmente Ansa se presentó ante Madame, quien despreocupadamente, se estaba limando las uñas. La señora Rotten se sentó frente a su futura exempleada y puso cara de repugnancia. La señora M. y otras historias germinales.

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–Has sido mala, Crushinski –dictaminó. Madame se encogió de hombros. –Estoy cansada, ya no puedo hacer más. Ansa Rotten resopló amargamente. –¿Qué no podías hacer más? ¡Les decías a nuestros clientes que vendíamos mercadería vencida, les pedías que fueran a otra parte a comprar! Madame se mordió los labios. –Pero es cierto… –¡Eso no importa! ¡Perra! –gritó la señora Rotten y le arrojó un cenicero a la cara a Madame, que por suerte le paso por el lado en vez de darle de lleno en la arrugada frente–. ¡Siempre hemos vendido productos a punto de vencer! ¿Cómo crees que si no ganaríamos tanto dinero? Madame se había agachado por si la señora Rotten consideraba oportuno lanzarle un nuevo La señora M. y otras historias germinales.

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objeto a la cara. Sin embargo, se atrevió a contestar: –Puede que usted haya ganado dinero, yo por mi parte nunca recibí nada más allá del sueldo mínimo… –¿Y cómo crees sino que yo hubiese ganado dinero si te hubiera pagado una millonada? Con que te alcanzara para comer, con que te alcanzara para que siguieras viva y pudieras seguir trabajando para mí, con eso siempre me ha bastado… –¡Perra codiciosa! –gritó entonces Madame y se puso de pie y le lanzó la silla sobre la que había estado sentada a Ansa Rotten quien recibió el impacto de lleno y con silla y todo se fue al suelo. –¡Estás despedida! –gritó desde abajo del escritorio, y luego–: ¡Guardias! Tres guardias caribeños, negros de casi dos metros se hicieron presentes de inmediato.

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Ansa se incorporó, tenía un horrible chichón en la frente. –¡Llévensela! ¡A las mazmorras para empleados! ¡Que esa insolente no vuelva a ver nunca más la luz del sol! –Pero yo… pero yo… –comenzó a protestar Madame, pero los fornidos guardias la tomaron como si fuera un muñeco de trapo, la estrujaron con sus garras y la sacaron a viva fuerza de la oficina de Ansa Rotten. –¡¡¡Nooooo…!!! –gritó Madame Crushinski, y ya no se le oyó nunca más. Anda Rotten levantó su silla, la puso de vuelta al lugar desde donde Madame se la había lanzado, y pulsó el botón del intercomunicador para llamar a su secretaria. –Gertrudis, haga pasar a las postulantes. –De inmediato, señoría. Entraron cuatro jóvenes, serias y circunspectas, casi como si fueran hermanas y La señora M. y otras historias germinales.

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se hubieran puesto de acuerdo en poner las mismas caras expectantes y levemente esperanzadas ante la posibilidad de conseguir un trabajo, el mismo que había conducido a Madame Crushinski a la soledad más cruenta, a la obscuridad de la mazmorra más fría y aciaga.

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Imágenes dulces y bellas Oscar Korteks, contador de profesión y aficionado a lo audiovisual en sus horas libres, regresaba a su casa en el distrito de Hertenshbanks cerca de las nueve, cuando la noche acababa de caer sobre la ciudad y unos tímidos copos de nieve iluminaban el cielo. Korteks, maravillado por el pequeño espectáculo, corrió hasta el piso cuarto de su apartamento para coger su cámara súper 8 y filmar la primera nevada de ese invierno. No había mucha luz en las calles y Korteks acabó bajó una farola de gas intentando acaparar la luz suficiente para que los copos de nieve quedaran registrados. La súper 8 no registraba sonido y Korteks se vislumbró a sí mismo revisando esas imágenes mudas en la soledad de su apartamento horas más tardes. –Imágenes dulces y bellas –dijo. Una pareja pasó a su lado, levemente curiosa por lo que hacía el contable. Le saludaron y le preguntaron por su cámara, que La señora M. y otras historias germinales.

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era una de las primeras que habían llegado a Hertenshbanks. Korteks les explicó en detalle el funcionamiento del aparato, les habló del blanco y negro, del esfuerzo que significaba filmar con ese tipo de cámara, pero la pareja rápidamente perdió el interés y se alejaron riendo (probablemente del propio contable). Korteks se encogió de hombros, se dijo a sí mismo, no debe importarme, y siguió filmando, aunque no podía dejar de pensar en aquella pareja y cotejarla con su propia soledad, y luego pensaba, al menos a ratos soy un artista, y luego pensaba, pero no sé si eso al final pueda subsanar del todo mi soledad, y seguía filmando, consciente de su precaria posición y podía ser que aquella cámara fuera como una tabla de salvación que evitaba que el contable naufragara en ese océano de desolación en que se había convertido el mundo.

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Las mesas Tres mesas cayeron del cielo frente a la casa del carpintero Hammels. Fruto del violento impacto quedaron completamente destrozadas. El carpintero examinó los restos y creyó que podría componer una de ellas, usando los trozos de las otras tres. Se tardó una tarde entera hasta que finalmente lo logró y con las tres mesas rotas, logró crear una mesa perfecta. El carpintero no acababa de secarse el sudor de la frente tras el arduo trabajo cuando vio que la mesa emprendía el vuelo, y se elevaba, hacia las alturas.

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Títulos de Edita El gato descalzo En nuestra biblioteca de e-books semana a semana encontrarás narrativa, poesía, novelas, ensayos, etc. 1. Mudanza obligada: Cuento, Colección Lo fantástico (4 de mayo). 2. Más sabe el Diablo por diablo: Cuento, Colección Lo fantástico (11 de mayo). 3. Alargoplazo. M i c r o f i c c i ó n: Selección de textos breves (18 de mayo). 4. Los sobrevivientes: Antología de Germán Atoche Intili, Liliana Chaparro, Julio Meza Díaz y Kevin Rojas Burgos, Colección Poesía (25 de mayo). 5. Infierno Gómez contra el Vampiro matemático: Novela, capítulo 1, La granja. Colección Lo fantástico (1 de junio). La señora M. y otras historias germinales.

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6. Clase de Historia: Cuento Salvo, Colección CF (8 de junio).

de

Daniel

7. El abejorro negro: Relato de Max Castillo Rodríguez (15 de junio). 8. La señora M. y otras historias germinales: Textos de Sebastián Andrés Olave (22 de junio). 9. Infierno Gómez contra el Vampiro matemático: Novela, capítulo 2, La aldea. Colección Lo fantástico. Lanzamiento: 6 de julio. 10. Blind mind: Cuento de Raúl Heraud. Colección Lo fantástico. Lanzamiento: 13 de julio. 11. Somos libres. Antología de literatura fantástica y de ciencia ficción peruana: Diversos autores. Colección Lo fantástico y CF. Lanzamiento: 20 de julio. y más... La señora M. y otras historias germinales.

Andrés Olave.


Edita El gato descalzo 8.

Datos del autor

Andrés Olave (Santiago de Chile, 1977). Sus mayores influencias son Robert Walser, Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter Thompson. Coautor de la novela de ciencia ficción Proyecto Apocalipsis (2011). Ese mismo año participó en Lima del Coloquio Internacional: el orden de lo fantástico.

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Tiene en preparaci贸n las novelas Un Mundo Perfecto y La Destrucci贸n de Santiago. Actualmente reside en San Pedro de Atacama y colabora en la columna Linterna de papel para el diario Mercurio de esa ciudad, en la revista Cinosargo de Arica, en la revista Intemperie de Santiago, entre otras publicaciones.

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