El Cuaderno 45

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Número 45 / Mayo del 2013

DOS CONFINES POÉTICOS [enfermo de palabra... •] de la manera más clara posible, y ello sin excederse en el ámbito de las estrictas competencias editoriales y sin traicionar la voluntad del poeta. Aunque con diferente intensidad y con desigual acierto crítico a lo largo de su obra, Panero, en ocasiones verborrágico (hay imágenes que se repiten hasta la saciedad, como metáforas obsesivas de una vida que se ha retirado para dejar paso a la literatura), ha intentado construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de huida; y ahí quizás radique alguna de las razones por la que esta poesía no ha sido institucionalmente reconocida ni distinguida con ningún premio de alcance nacional en una sociedad como la española, en la que los galardones literarios son moneda común, tratándose, sin embargo, de una poesía que es una y otra vez contestada con la respuesta de la lectura, el mejor, sin duda, de los premios posibles. A lo largo de libros como Teoría del miedo (2001), Los señores del alma (poemas del manicomio del Dr. Rafael Inglot) (2002), Erección

del labio sobre la página (2004), Sombra (2008) o, entre otros, Reflexión (2010), Panero ha ido (des) articulando un lenguaje entendido a la manera de un virus capaz de hacer saltar por los aires su propio sistema inmunológico, dentro pero también al margen de ese mismo lenguaje, en

[yorgos seferis •] quienes no pueden huir del mar que los acunó. El último verso del libro resume la esperanza: «nosotros los que no tuvimos nada les enseñaremos el sosiego». Sus libros posteriores continuarán la idea del naufragio, el de su civilización y el de Europa en su totalidad, que empieza a asomarse al abismo por segunda vez en el mismo siglo. El poeta, desnudo en una costa

Sus libros posteriores continuarán la idea del naufragio, el de su civilización y el de Europa en su totalidad, que empieza a asomarse al abismo por segunda vez en el mismo siglo

Leopoldo María Panero

un territorio donde la normalidad, la verdad y la belleza presentan rostros anómalos, asimétricos, extraños, diferentes de los habituales. Y si a eso le sumamos las no escasas y a veces deliberadas faltas de ortografía, la frecuente utilización de un léxico considerado habitualmente como apoético

(cuando no vulgar o, directamente, soez) y la constante recreación de ámbitos temáticos ignorados por actitudes artísticas conservadoras, nos encontraremos con un poeta que representa un ejemplo paradigmático de esa disonancia que Hugo Friedrich interpretara como una marca central de la poesía moderna. Durante todos estos años, Panero ha apuntalado un lenguaje poético sobre la lectura, la intertextualidad y la confluencia de diferentes voces y regis-

Panero ha intentado construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de huida tros que han acabado configurando un mantra de fácil reconocimiento e identificación, un lenguaje concebido a la manera de un laberinto cuyos senderos parece condenado a recorrer

imaginaria, contemplará cómo se hunden las islas, la tierra disgregada, y aceptará su propio hundimiento: los hombres ya no pueden elegir, dirá, la muerte que querrían para sí. Su poesía irá tomando cada vez tintes más comprometidos según Europa va acercándose al desastre. Publicará la primera parte de sus Bitácoras en 1940. La guerra, su fantasma, irá poblando con sus imágenes los poemas:

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una y otra vez, o de un barreno —la metáfora es de J. Marco— utilizado para perforar la realidad y acercarse así lo más posible a su centro, ese núcleo oscuro e inquietante que revela una palabra poética orientada hacia la pensée du dehors foucaultiana, un pensamiento en el que el sujeto que habla ya ha sido desplazado por su propio discurso y donde la literatura se entiende como el espejo que nos devuelve una realidad insoportable. He ahí, quizás, uno de los objetivos prioritarios a los que responde este lenguaje, me temo que no alcanzado puesto que el panorama poético contemporáneo responde más a las leyes de la mercadotecnia que a las de la estética, continúa prestando más atención a los nombres de los poetas que a las propuestas de escritura, más a los fuegos de artificio y las anécdotas protagonizadas por los personajes —las máscaras— en el siniestro circo mediático de las relaciones sociales que a los propios textos literarios, más a las listas de éxitos y los cánones que intentan construir unos suplementos literarios cada día más plegados al servicio de determinados intereses comerciales que a las vías a menudo subterráneas por las que transcurre con frecuencia la poesía, al menos cierta poesía, como es el caso de ésta que aquí nos ocupa. ¢

«El cielo estaba nublado. Nadie alcanzaba a decidirse; / soplaba un aire suave: “No el gregal, el siroco”, dijo alguno». Será el viento de la guerra el que transforme su verso en un discurso más directo y el que le lleve a trasladarse, junto con el desterrado Gobierno helénico, a Creta y posteriormente a Egipto, cuando esta también sea ocupada por Hitler. En Alejandría afianzará su amistad con Lawrence Durrell, que escribirá su Letter to Seferis the Greek. Los poemas de esta época están llenos de indignación pero también de una cierta esperanza. Acabada la guerra volverá a Grecia, donde ocupará un cargo en el Gobierno. En 1947 recibirá el premio Palamás. Se sucederán los galardones, los destinos diplomáticos. Su poesía se llenará de referencias culturales, sin perder el compromiso, pero impregnándose con el cansancio de una generación ya harta de haber contemplado cómo «tanto dolor y tanta vida / se fueron al abismo / por una túnica vacante, por una Helena». Finalmente, el premio Nobel lo consagrará en 1963. Cincuenta años después, con Europa y especialmente Grecia hundidas en una crisis absoluta, volver a las palabras de Seferis debería ser una obligación: ojalá sea verdad, como él pedía, que los mortales no caigan «otra vez / en la vieja trampa de los dioses». ¢


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