La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

no habrá de hallar nunca la mansión mágica, a la que acaba creyendo que fue sólo en sueños. Un cielo violento, crepuscular, cruzado por nubes de un rojo oscuro, domina aquel paisaje inmóvil y achatado del que parece haberse expulsado toda forma de vida. Bartlebooth está sentado delante de la mesa, en el sillón de su tío abuelo Sherwood, un sillón Napoleón III, basculante y giratorio, de caoba y piel color vino tinto. A su derecha, en la cubierta de un mueblecito de cajones, una bandeja lacada de color verde oscuro contiene una tetera de porcelana llena de grietas, una taza con un platillo, una jarrita de leche, una huevera de plata con un huevo intacto y una servilleta blanca atada a un servilletero de forma atormentada, cuyo diseño se atribuye a Gaudí para el refectorio del Colegio de Santa Teresa; a su izquierda, en la librería giratoria junto a la que James Sherwood se fotografió antaño, se amontonan en desorden libros y objetos diversos: el gran Atlas de Berghaus, el Diccionario de Geografía de Meissas y Michelot, una fotografía que representa a Bartlebooth, cuando tenía unos treinta años, haciendo alpinismo en Suiza, con gafas de glaciar ventiladas, alpenstock, guantes y gorro de lana calado hasta las orejas, una novela policiaca titulada Dog Days, un espejo octogonal de marco incrustado de nácar, un rompecabezas chino de madera que tiene la forma de un dodecaedro de caras estrelladas, La montaña mágica, editada en dos tomos encuadernados en fina tela gris, con los títulos impresos en oro sobre etiquetas negras, un pomo de bastón con secreto que muestra un reloj con engaste de brillantes, un retrato muy pequeño de cuerpo entero de un hombre del Renacimiento con cara afilada, sombrero de anchas alas y largo manto de pieles, una bola de billar de marfil, algunos tomos sueltos de una gran edición en inglés de las obras de Walter Scott, con magníficas encuadernaciones marcadas con el escudo del clan de los Chisholm, y dos estampas de Epinal que representan, una a Napoleón I visitando en 1806 la manufactura de Oberkampf y arrancándose del pecho su propia cruz de la Legión de Honor para clavarla en el del hilador, la otra una versión poco escrupulosa de El telegrama de Ems en la que el artista, reuniendo en un mismo decorado, contrariamente a toda verosimilitud, a los principales protagonistas del suceso, muestra a Bismarck, con los dogos echados a sus pies, rompiendo a tijeretazos el mensaje que le ha entregado el consejero Abeken, mientras en el otro extremo de la estancia el emperador Guillermo I, con una sonrisa insolente en los labios, significa al embajador Benedetti, que baja la cabeza ante la afrenta, que da por concluida la audiencia que le había concedido. Bartlebooth está sentado frente a su puzzle. Es un anciano flaco, casi descarnado, de cráneo calvo, tez cerosa, mirar apagado; viste bata de lana de un azul desvaído ceñida en el talle con un cordón gris. Sus pies, calzados con chinelas de cabritilla, se apoyan en una alfombra de seda de bordes desflecados; con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y la boca entreabierta, agarra con la mano derecha el brazo de la butaca mientras la izquierda, apoyada sobre la mesa en una postura poco natural, casi al límite de la contorsión, mantiene entre el pulgar y el índice la última pieza del puzzle. Es el veintitrés de junio de mil novecientos setenta y cinco y falta poco para las ocho de la tarde. La señora Berger de vuelta del dispensario prepara la cena y el gato Poker Dice dormita sobre un cubrecama de peluche azul celeste; la señora Altamont se maquilla delante de su marido que acaba de llegar de Ginebra; los Réol acaban ahora mismo de cenar y Olivia Norvell se dispone a emprender su quincuagésimasexta vuelta al mundo; Kléber hace un solitario y Hélène cose la manga derecha de la chaqueta de Smautf, y Véronique Altamont mira una fotografía antigua de su madre, y la señora Trévins le enseña a la señora Moreau una postal que viene del pueblo natal de ambas.

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